XIV

Expectativas reducidas

El dólar es nuestra moneda, pero vuestro problema.

JOHN CONNALLY, secretario de Estado estadounidense, 1971

Matar puede ser o no correcto, pero a veces es necesario.

GERRY ADAMS

La muerte de un trabajador pesa tanto como una montaña, mientras que la de un burgués no pesa más que la de una pluma.

MAO ZEDONG

Esta es la hora del plomo, que se recuerda si se supera.

EMILY DICKINSON

Puede que el movimiento punk fuera inventado por los teóricos de la cultura, y, en parte, la verdad es que fue así.

ROBERT HEWISON

Las singulares circunstancias que hicieron posible la efervescencia de los años sesenta se habían mitigado aun antes de que terminaran. A los tres años del fin de la década más próspera que había conocido la historia, el auge económico de la postguerra había terminado. Los «treinta años gloriosos» de Europa occidental cedieron paso a una época de inflación y de índices de crecimiento decrecientes, acompañados por un desempleo y un descontento social generalizados. Gran parte de los radicales de los sesenta, al igual que sus seguidores, abandonaron la revolución y pasaron a preocuparse de sus perspectivas laborales. Unos pocos optaron por la confrontación violenta; el daño que causaron y la respuesta de las autoridades generaron multitud de afirmaciones nerviosas acerca de la ingobernable situación de las sociedades occidentales. Al final, resultó que esas angustias eran excesivas: ante la presión, las instituciones demostraron más capacidad de resistencia de la que les concedían muchos temerosos observadores. Pero no se iba a volver al optimismo de las primeras dos décadas de la postguerra.

Acababa de sentirse el primer impacto de la ralentización económica cuando dos conmociones externas produjeron en la economía de la Europa capitalista una sacudida que la detuvo en seco. El 15 de agosto de 1971, el presidente norteamericano Richard Nixon anunció unilateralmente que su país abandonaba el sistema de cambio fijo. A partir de entonces, el valor del dólar estadounidense, ancla del orden monetario internacional desde Bretton Woods, fluctuaría en relación con las demás divisas. La decisión tenía que ver con la enorme carga militar que suponía la guerra de Vietnam y con el déficit creciente del gobierno federal de Estados Unidos. El dólar iba unido al patrón oro y en Washington aumentaba el temor a que los poseedores de divisas en el extranjero (entre ellos los bancos centrales europeos) trataran de cambiar sus dólares por oro y redujeron así las reservas federales[1].

La decisión de hacer flotar el dólar no era económicamente irracional. Habiendo decidido librar una guerra de desgaste al otro lado del mundo, y sufragarla con dinero prestado, Estados Unidos no podía confiar en mantener el dólar indefinidamente en un valor fijo y cada vez más sobrevalorado. No obstante, la jugada causó conmoción. Si el dólar iba a flotar, también debían hacerlo las divisas europeas, lo cual pondría en cuestión todas las certidumbres de los sistemas monetario y comercial, tan cuidadosamente erigidos tras la postguerra. El sistema de cambio fijo, instaurado antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, cuando se preveía la existencia de una red controlada de economías nacionales, ya no existía. Pero, ¿qué iba a sustituirlo?

Después de algunos meses de confusión, de dos devaluaciones sucesivas del dólar y de la flotación de la libra esterlina en 1972 (que con retraso puso fin a su tradicional y gravoso papel como divisa de reserva internacional), una conferencia celebrada en París en marzo de 1973 enterró oficialmente las disposiciones financieras tan trabajosamente erigidas en Bretton Woods y acordó que, en su lugar, se instauraría un nuevo sistema de cambios flotantes. Como cabía esperar, el coste de esta liberalización fue el incremento de la inflación. Después de la decisión estadounidense de agosto de 1971 (y de la posterior caída del valor del dólar), los gobiernos europeos, con la esperanza de atajar el previsto deterioro de la economía, adoptaron deliberadamente políticas de reflación: así, facilitaron el crédito y permitieron que subieran los precios internos y que cayeran sus propias divisas.

En circunstancias normales, esta controlada inflación keynesiana podría haber tenido éxito: sólo existía una arraigada aversión histórica a la idea misma de la inflación en Alemania Occidental. Pero la incertidumbre producida por la retirada estadounidense de un sistema dominado por el dólar fomentó una creciente especulación con las divisas, que los acuerdos internacionales sobre regímenes de cambios flotantes no pudieron contener. A su vez, esto minó las iniciativas que llevaban a cabo los gobiernos para manipular los tipos de interés nacionales y mantener el valor de cada una de sus monedas. El valor de las divisas cayó y ello supuso el aumento del precio de las importaciones: entre 1971 y 1973, el precio mundial de las materias primas (salvo el petróleo) se incrementó en un 70 por ciento y el de los alimentos en un 100 por cien. Y fue precisamente en esta situación, ya de por sí inestable, en la que la economía internacional sufrió la primera de las dos conmociones petrolíferas de la década de 1970.

El 6 de octubre de 1973, el Yom Kippur (el Día de la Expiación del calendario judío), Egipto y Siria atacaron Israel. A las veinticuatro horas los principales productores de petróleo árabes habían anunciado planes para reducir su producción de crudo; diez días después decretaban un embargo contra Estados Unidos en represalia por su apoyo a Israel e incrementaban en un 70 por ciento el precio del petróleo. Por su parte, la guerra del Yom Kippur terminó el 25 de octubre con un acuerdo de alto el fuego entre Egipto e Israel, pero la frustración árabe que causó el apoyo occidental a los judíos no disminuyó. El 23 de diciembre los países productores de petróleo acordaron aumentar de nuevo el precio de éste, que ya se había más que duplicado desde comienzos de ese mismo año.

Para apreciar la relevancia que tuvieron estos procesos, en concreto para Europa occidental, es importante recordar que el precio del crudo, a diferencia de casi cualquier otra de las materias primas en las que descansa la economía industrial moderna, se había mantenido prácticamente igual durante décadas de crecimiento económico. Un barril de petróleo ligero saudí —una medida de referencia— costaba 1,93 dólares en 1955, y en enero de 1971 sólo se vendía por 2,18. La discreta inflación de esos años significaba que, en realidad, el petróleo se había abaratado. La OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), constituida en 1960, había permanecido en gran medida inerte y no mostraba intención alguna de presionar a sus principales productores para que utilizaran sus reservas de crudo como un arma política. Occidente se había acostumbrado a disponer siempre de un petróleo tremendamente barato, lo cual fue un elemento vital de sus largos años de prosperidad.

Su trascendencia puede apreciarse en el incremento constante del papel del petróleo en la economía de Europa. En 1950, los combustibles sólidos (mayoritariamente carbón base y coque) representaban el 83 por ciento del consumo de energía de Europa occidental, mientras que el petróleo sólo suponía el 8,5 por ciento. En 1970 esas cifras se habían convertido en el 29 y el 60 por ciento, respectivamente. El 75 por ciento de las necesidades de energía de Italia en 1973 las cubría la importación de petróleo; en Portugal, esa cifra alcanzaba el 80 por ciento[2]. En 1971, el Reino Unido, que durante un tiempo sería autosuficiente en este sentido, gracias a las reservas de crudo recientemente descubiertas en el Mar del Norte, acababa de iniciar su extracción. El consumo febril de finales de los cincuenta y de los sesenta había incrementado enormemente la dependencia europea del petróleo barato: los millones y millones de coches nuevos que circulaban por las carreteras occidentales no podían funcionar con carbón, ni con la electricidad que ahora generaba —sobre todo en Francia— la energía nuclear.

Hasta aquel momento, el precio del petróleo importado se había fijado en dólares estables. En consecuencia, la fluctuación de los tipos de cambio y la subida de los precios del crudo introdujeron un inusitado factor de incertidumbre. Mientras que los precios y los salarios habían crecido de manera constante, aunque moderada, a lo largo de las dos décadas anteriores —un precio aceptable para la armonía social en una época de rápido desarrollo—, a partir de este momento la inflación se desató. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) la tasa de inflación en la Europa no comunista entre 1961 y 1969 se mantuvo en el 3,1 por ciento, entre 1969-1973 subió al 6,4, y entre 1973 y 1979 registró una media anual del 11,9 por ciento. Dentro de esa cifra general, cada uno de los países presentaba variaciones considerables: mientras que en Alemania Occidental el índice de inflación entre 1973-1979 se mantuvo en un manejable 4,7 por ciento, Suecia experimentó una tasa el doble de elevada y los precios franceses aumentaron una media del 10,7 por ciento anual en esos años. En Italia, la inflación media fue del 16,1 por ciento y en España del 18. En el Reino Unido llegó al 15,6 por ciento, pero en su peor año, 1975, superó el 24 por ciento anual.

La subida de los precios y los salarios a esos niveles no carecía de precedentes históricos. Pero después de las tasas estables de los cincuenta y sesenta era una experiencia nueva para la mayoría de la gente, y también para sus gobiernos. Peor aún, en Europa, la inflación de los setenta —agravada por un segundo incremento del precio del petróleo en 1979, cuando el derrocamiento del sha de Persia llevó el pánico a los mercados del crudo, haciendo que su precio registrara un incremento del 150 por ciento entre diciembre de 1979 y mayo de 1980— no coincidía con las experiencias anteriores. En el pasado, la inflación iba asociada al crecimiento, a menudo espectacular. Las grandes depresiones económicas de finales del siglo XIX y de la década de 1930 habían ido acompañadas de procesos de deflación: una precipitada caída de los precios y de los salarios, causada, según interpretaban los observadores, por unas divisas excesivamente rígidas y por una crónica escasez del gasto, tanto público como ciudadano. Pero en la Europa de los años setenta ya no parecía aplicable el patrón convencional.

Por el contrario, Europa occidental comenzó a experimentar algo que, con poca elegancia, se denominó «estanflación»: inflación salarial y de precios combinada con ralentización económica. Visto en perspectiva, este resultado es hoy menos sorprendente de lo que les pareció a sus contemporáneos. En 1970 ya había finalizado la enorme migración del excedente de población activa rural a la productiva industria urbana; ya no había más tela que cortar, y la productividad comenzó inexorablemente a descender. En las principales economías industriales y de servicios de Europa el pleno empleo seguía siendo la norma: todavía en 1971 el paro en el Reino Unido se situaba en el 3,6 por ciento, y en Francia sólo en el 2,6, pero esto suponía que los trabajadores organizados, que se habían acostumbrado a negociar desde una posición de fuerza, ahora se enfrentaban a empresarios cuyos abultados márgenes de beneficios estaban comenzando a menguar.

Los representantes sindicales, aduciendo como argumento el incremento de la inflación a partir de 1971, reivindicaban con insistencia subidas salariales y otras compensaciones en unas economías que ya mostraban signos de agotamiento antes de la crisis de 1973. Los salarios reales ya habían comenzado a ir por delante del crecimiento de la productividad, los beneficios disminuían y las nuevas inversiones estaban en declive. El exceso de capacidad productiva nacido de las entusiastas estrategias de inversión de la postguerra sólo podían absorberlo la inflación y el desempleo. Gracias a la crisis en Oriente Próximo, los europeos tuvieron ambas cosas.

La depresión de la década de 1970 parecía peor por contraste con la época anterior. Desde un punto de vista histórico, los índices de crecimiento del PIB en Europa occidental a lo largo de los años setenta no fueron especialmente bajos. Iban desde el 1,5 por ciento del Reino Unido al 4,9 de Noruega, y, por tanto, suponían una clara mejoría respecto a la media del 1,3 por ciento alcanzada por Francia, Alemania y el propio Reino Unido entre 1913 y 1950. Pero contrastaban enormemente con las cifras del pasado inmediato: entre 1950 y 1973, Francia había crecido un promedio del cinco por ciento anual, Alemania Occidental casi un seis e incluso Gran Bretaña había mantenido una tasa de crecimiento medio superior al tres por ciento. Lo infrecuente no eran los años setenta, sino los cincuenta y los sesenta[3].

No obstante, el mal era real y se agravó al aumentar tanto la competencia de las exportaciones de los nuevos países industrializados asiáticos como la factura de las importaciones, a causa de la subida de precios de las materias primas (y no sólo del petróleo). Los índices de desempleo comenzaron a incrementarse de forma paulatina pero inexorable. Al terminar la década, en Francia el número de parados superaba el siete por ciento de la población activa; en Italia, el ocho, y en el Reino Unido, el nueve. En algunos países —como Bélgica o Dinamarca— los niveles de paro durante los setenta y primeros ochenta fueron comparables a los de la década de 1930; por su parte, en Francia e Italia fueron aún peores.

Uno de los resultados inmediatos del declive económico fue el recrudecimiento de las actitudes hacia todo tipo de trabajadores extranjeros. Si las cifras de desempleo de Alemania Occidental (prácticamente cero en 1970) no alcanzaron el ocho por ciento de la población activa, a pesar de la caída de la demanda de bienes manufacturados, fue porque en Alemania la mayoría de los parados no eran alemanes, y, por tanto, no figuraban en las cifras oficiales. Cuando Audi y BMW, por ejemplo, despidieron a gran cantidad de empleados en 1974 y 1975, los «trabajadores invitados» fueron los primeros en caer; en BMW, cuatro de cada cinco trabajadores que perdieron su empleo no eran ciudadanos alemanes. En 1975 la República Federal cerró definitivamente sus oficinas de contratación en el norte de África, Portugal, España y Yugoslavia. Como manifestaba el informe de 1977 de la Comisión Federal en su principio básico, el primero: «Alemania no es un país de inmigrantes. Alemania es un país de residencia para extranjeros que finalmente volverán a sus países voluntariamente». Seis años después, el Bundestag (el Parlamento federal) aprobó una ley para «promover la disposición de los trabajadores extranjeros a regresar».

Voluntaria o involuntariamente, muchos de ellos acabaron volviendo a casa. En 1975, doscientos noventa mil trabajadores inmigrantes y sus familias abandonaron Alemania Occidental en dirección a Turquía, Yugoslavia, Grecia e Italia. Ese mismo año, doscientos mil españoles regresaron a su país en busca de trabajo; en Italia, el número de retornados superaba por primera vez el de emigrantes, situación inédita en la época contemporánea que no tardaría en reproducirse en Grecia y Portugal. A mediados de los setenta, casi un tercio del millón de emigrantes yugoslavos había sido obligado a regresar a los Balcanes, donde sus expectativas de encontrar trabajo no eran mejores que en Alemania o Francia. La crisis laboral del norte de Europa se exportaba al Mediterráneo. Entre tanto, Francia imponía estrictas restricciones a la inmigración procedente de Argelia y de sus antiguas colonias africanas, y el Reino Unido limitaba cada vez más el flujo de posibles inmigrantes del subcontinente indio.

La conjunción del desempleo estructural, el incremento de los costes por importación de crudo, la inflación y el declive de las exportaciones generó déficits presupuestarios y crisis de la balanza de pagos en toda Europa occidental. Ni siquiera se libró la República Federal Alemana, núcleo industrial del continente y su exportador principal. El excedente de 9.481.000.000 dólares de su balanza de pagos en 1973 se había convertido al cabo de un año en un déficit de 692.000.000. Para entonces, las cuentas nacionales británicas sufrían un déficit crónico, hasta el punto de que en diciembre de 1976, ante el grave riesgo de que la deuda pública suspendiera pagos, el Reino Unido acudió al Fondo Monetario Internacional (FMI) en busca de ayuda. Pero otros no estaban mucho mejor. Las cuentas francesas entraron en números rojos en 1974 y así se mantuvieron durante gran parte de los diez años posteriores. Italia, al igual que el Reino Unido, se vio obligada en abril de 1977 a buscar la ayuda del FMI. Como los británicos, los dirigentes italianos podían entonces achacar a fuerzas externas las impopulares medidas internas que tomaron posteriormente.

Desde un punto de vista keynesiano, la escasez presupuestaria y el déficit de la balanza de pagos —al igual que la propia inflación— no eran intrínsecamente malos. En los años treinta habían representado una receta plausible para salir de la recesión a base de gasto. Pero en la década de 1970 todos los gobiernos de Europa occidental ya gastaban mucho en servicios asistenciales, sociales y públicos, así como en infraestructuras. Como explicaba con tristeza el primer ministro laborista británico James Callaghan a sus colegas: «Antes pensábamos que podíamos salir de una recesión a base de gasto… Os digo, con toda sinceridad, que esa posibilidad ya no existe». Tampoco podían optar por la liberalización comercial para salvarse, como se había hecho tras la Segunda Guerra Mundial: la reciente ronda comercial Kennedy, celebrada a mediados de los años sesenta, ya había reducido los aranceles industriales hasta niveles nunca vistos. En todo caso, ahora el riesgo radicaba en que aumentara la presión interna para recuperar las medidas de protección frente a la competencia.

En la década de 1970, las opciones de los políticos se complicaban con otro elemento más. La crisis económica, por muy circunstanciales y coyunturales que fueran sus desencadenantes, coincidió con una significativa transformación que los gobiernos poco podían hacer por detener. En el curso de una generación, Europa occidental había sufrido una tercera revolución industrial; las chimeneas de las fábricas, que muy pocos años antes eran parte esencial de la vida cotidiana, estaban comenzando a desaparecer. Si los obreros siderúrgicos, los mineros, los del sector de automoción y, en general, todos los trabajadores fabriles, estaban perdiendo sus puestos de trabajo, no sólo era por una crisis cíclica de la economía local, ni siquiera era una consecuencia secundaria de la crisis del petróleo. La venerable economía de la manufactura de Europa occidental estaba desapareciendo.

Las pruebas eran innegables, aunque los políticos llevaran algunos años haciendo lo posible por no prestar atención a sus consecuencias. La reducción del número de mineros había sido constante desde la década de 1950, época en la que Europa occidental alcanzó su máxima producción de carbón: la gran cuenca minera de Sambre-Meuse, en el sur de Bélgica, que producía veinte millones y medio de toneladas de carbón en 1955, sólo generaba seis millones en 1968 y cantidades insignificantes diez años después. Entre 1955 y 1985 desaparecieron 100.000 empleos en las minas de Bélgica, y el golpe lo acusaron también diversos oficios auxiliares. La minería británica sufrió pérdidas aún más acusadas, aunque se fueron registrando durante un periodo más largo. En 1947 el Reino Unido presumía de contar con 958 minas de carbón; 45 años más tarde apenas quedaban 50. La población activa minera iba a pasar de 718.000 trabajadores a 43.000, y la mayoría de esos empleos se perdieron entre 1975 y 1985.

La siderurgia, el otro sector clave de la Europa industrial, sufrió un destino similar. No se trataba de que la demanda de acero se hubiera reducido tan drásticamente, puesto que, a diferencia del carbón, no podía sustituirse tan fácilmente. Lo que ocurrió es que, al ir entrando más países no europeos en las filas de los industrializados, la competencia aumentó, cayeron los precios y el mercado del acero producido con alto coste en Europa se vino abajo. Entre 1974 y 1986, la siderurgia británica perdió 166.000 empleos (aunque en ese último año la principal empresa británica del ramo, British Steel Corporation, tuvo beneficios por primera vez en más de una década). Las actividades de los astilleros se redujeron por razones similares, y también las de la automoción y las de las fábricas textiles. Courtaulds, el principal consorcio textil y químico del Reino Unido, redujo su plantilla en un 50 por ciento entre 1977 y 1983.

La recesión de los años setenta aceleró la pérdida de empleo prácticamente en todas las industrias tradicionales. Antes de 1973 la transformación ya estaba en marcha en los sectores del carbón, el hierro, el acero y la ingeniería; a partir de ese momento se extendió a las industrias químicas, textiles, papeleras y a los fabricantes de bienes de consumo. Regiones enteras quedaron traumatizadas: entre 1973 y 1981 la zona oeste de las Midlands inglesas, sede de pequeñas empresas de ingeniería y de plantas automovilísticas, perdió un cuarto de sus puestos de trabajo. La zona industrial de Lorena, en el noroeste de Francia, se quedó sin el 28 por ciento de su empleo fabril. La población activa industrial de Lüneburg, en Alemania Occidental, se redujo en un 42 por ciento en los mismos años. Cuando la FIAT de Turín inició su proceso de robotización a finales de los setenta, se perdieron 65.000 empleos (de un total de 165.000) en sólo tres años. En la ciudad de Ámsterdam, el 40 por ciento de la población activa trabajaba en la industria durante la década de 1950; un cuarto de siglo después, sólo lo hacía uno de cada siete trabajadores.

En el pasado, el coste social de un cambio económico de estas dimensiones, y tan rápido, habría sido traumático y de consecuencias políticas impredecibles. Gracias a las instituciones del Estado del bienestar —y quizá a la reducción del entusiasmo político en la época— las protestas fueron comedidas. Pero en modo alguno faltaron. Entre 1969 y 1975 se produjeron furiosas manifestaciones, sentadas, huelgas y recogidas de firmas en toda la Europa occidental industrial, desde España —donde se perdieron un millón y medio de días de trabajo a causa de las huelgas entre 1973 y 1975— al Reino Unido —donde dos grandes paros mineros, ocurridos en 1972 y 1974 convencieron a un nervioso Gobierno conservador de que quizá lo más valiente fuera posponer los cierres de las principales minas unos años más, aunque fuera a costa de cargar el peso del aumento de las subvenciones sobre los hombros del conjunto de la población—.

Los mineros y los obreros siderúrgicos fueron los manifestantes más conocidos, y quizá los más desesperados, de cuantos se organizaron en la época, pero no los más radicales. La reducción del número de trabajadores en las industrias tradicionales había desplazado el peso de los movimientos sindicales a las centrales del sector terciario, cuyos afiliados eran cada vez más numerosos. En Italia incluso, mientras los antiguos sindicatos industriales, de tendencia comunista, perdían afiliados, las agrupaciones de profesores y de funcionarios aumentaban su tamaño y su beligerancia. Los antiguos sindicatos apenas suscitaban simpatías entre los parados, porque, en su mayoría, lo que les preocupaba era conservar puestos de trabajo (y con ellos su propia influencia), rehuyendo la confrontación abierta. Fueron los combativos sindicatos del sector servicios —Fuerza Obrera en Francia y NALGO, NUPE y ASTMS en el Reino Unido[4]— los que enarbolaron con entusiasmo la causa de los jóvenes y los desempleados.

Al principio, los dirigentes europeos, ante la inusitada multitud de demandas de seguridad laboral y de protección salarial, recurrieron a prácticas de probada eficacia en el pasado. En el Reino Unido y Francia se negociaron acuerdos salariales inflacionarios con sindicatos poderosos, mientras que en Italia se introdujo a partir de 1975 la scala mobile, una cláusula de revisión salarial automática vinculada al aumento de los precios. Las industrias más renqueantes —sobre todo la siderurgia— se acogieron a la protección del Estado, de forma muy similar a como había ocurrido durante la primera fase nacionalizadora de la postguerra. En el Reino Unido, el Plan del acero de 1977 salvó a este sector del colapso, controlando su política de precios y acabando realmente con la competencia interna; en Francia, los arruinados consorcios siderúrgicos de Lorena y del centro industrial del país fueron reagrupados en conglomerados regulados por el Estado y financiados desde París. En Alemania Occidental, el Gobierno federal, siguiendo la misma pauta, fomentó las fusiones privadas en lugar del control estatal, pero con resultados monopolísticos similares. A mediados de los setenta, el holding Ruhrkohle AG controlaba el 95 por ciento de la producción minera de la zona del Ruhr.

Lo que quedaba de las industrias textiles nacionales de Francia y el Reino Unido se conservó para proteger el empleo que ofrecía a regiones deprimidas, gracias a considerables subvenciones directas (que se abonaban a los empresarios para que no despidieran a los trabajadores que no necesitaban) y a través de medidas de protección frente a las importaciones del Tercer Mundo. En la República Federal Alemana, el Gobierno de Bonn asumió el 80 por ciento de los costes salariales de los obreros industriales que trabajaban a tiempo parcial. El Estado sueco sufragó con grandes cantidades de dinero sus astilleros, deficitarios, pero políticamente delicados.

Hubo diferencias nacionales en las respuestas al declive económico. Las autoridades francesas desarrollaron políticas de intervención microeconómica, identificando los «paladines nacionales» de cada sector y favoreciéndolos mediante contratos, subvenciones en metálico y garantías, mientras que el Tesoro británico continuó su venerable tradición de manipulación macroeconómica a través de los impuestos, los tipos de interés y las ayudas generalizadas. Pero lo curioso fue la escasa diferencia existente entre las distintas tendencias políticas. Al principio, tanto los socialdemócratas alemanes y suecos, como los democristianos italianos, los gaullistas franceses y los políticos británicos, del corte que fueran, se aferraron al consenso de postguerra: buscaron el pleno empleo si era posible y compensaron su ausencia con incrementos salariales para los que tenían trabajo, transferencias sociales para los desempleados y subsidios en metálico para empresas en apuros, tanto del sector privado como del público.

Sin embargo, a lo largo de los setenta, la mayoría de los políticos llegaron a la conclusión de que ahora la inflación era más peligrosa que el aumento de las tasas de paro: sobre todo si los costes humanos y políticos del desempleo se mitigaban institucionalmente. La inflación no podía abordarse sin llegar a algún tipo de acuerdo internacional de regulación de las divisas y de los tipos de interés que sustituyera al sistema de Bretton Woods, tan precipitadamente derribado por Washington. Los seis miembros fundadores de la Comunidad Económica Europea habían reaccionado en 1972 conviniendo el establecimiento de la «serpiente en el túnel» (snake in a tunnel): un acuerdo destinado a mantener ratios parcialmente fijas entre sus divisas, que permitía un margen de fluctuación del 2,25 por ciento por encima o por debajo de los índices aprobados. El compromiso, inicialmente suscrito por el Reino Unido, Irlanda y los países escandinavos, sólo duró dos años: los gobiernos británico, irlandés e italiano —incapaces o reacios a resistir las presiones internas para devaluar sus monedas más allá de los márgenes establecidos— se vieron obligados a abandonar el acuerdo y dejaron caer sus divisas. Hasta los franceses tuvieron que salir en dos ocasiones de la «serpiente», en 1974 y en 1976. Estaba claro que era preciso hacer algo más.

En 1978, el canciller germano occidental Helmut Schmidt propuso que se remodelara la serpiente para convertirla en algo mucho más riguroso: un sistema monetario europeo (SME). Se establecería una malla de tipos de cambio fijos que, relacionados entre sí mediante un mecanismo de medición puramente teórico, la Unidad Monetaria Europea (ecu, respondiendo a las siglas inglesas[5]), estarían avalados por la estabilidad y las prioridades antiinflacionarias de la economía alemana y del Bundesbank. Los países participantes se comprometían a mantener el rigor económico interno con el fin de conservar su lugar en el SME. Esta fue la primera iniciativa alemana de este tipo y, de hecho, aunque no nominalmente, significaba que, al menos en Europa, el marco alemán sustituía al dólar como moneda de referencia.

Algunos países se mantuvieron al margen, sobre todo el Reino Unido, cuyo primer ministro laborista, James Callaghan, no se equivocaba al comprender que el SME impediría que su país adoptara medidas de reflación para abordar su problema con el desempleo. Otros suscribieron el pacto precisamente por esa razón. Como solution de rigueur (solución forzosa), el SME funcionaría más bien como el FMI (o como la Comisión Europea y el euro años después): obligaría a los gobiernos a tomar decisiones impopulares que podrían atribuir a normas y tratados concebidos en el exterior. De hecho, a largo plazo, ésta fue realmente la relevancia de las nuevas disposiciones. No fue tanto que, con el tiempo, lograran expulsar al demonio de la inflación (aunque si lo consiguieron), sino que lo hicieran privando cada vez más a los gobiernos nacionales de su iniciativa en política interna.

Éste fue un cambio trascendental, más importante de lo que en ocasiones se valoró en su momento. En el pasado, si un gobierno decidía adoptar una estrategia basada en una divisa fuerte, adhiriéndose al patrón oro o negándose a bajar los tipos de interés, tenía que responder ante su electorado. Pero en el contexto de finales de los setenta, los gobiernos de Londres, Estocolmo o Roma, que se encontraban con un desempleo inmanejable, industrias renqueantes o demandas salariales inflacionarias, podían esgrimir impotentes, para eludir sus responsabilidades, las condiciones de un préstamo del FMI o los rigores de un acuerdo intracomunitario previo sobre los tipos de cambio. Los beneficios tácticos de ese paso eran evidentes, pero no saldrían gratis.

Si los Estados europeos ya no podían cuadrar el círculo del pleno empleo, los salarios reales elevados y el crecimiento económico, tendrían que enfrentarse a la cólera de los votantes que se sintieran traicionados. Como hemos señalado, en todas partes la reacción instintiva de los políticos fue la de mitigar la inquietud del proletariado masculino: en parte porque era el más afectado por la situación, pero sobre todo porque los precedentes indicaban que era el grupo social más susceptible de organizar protestas eficaces. Sin embargo, al final resultó que la auténtica oposición no estaba ahí. Fue la clase media —los administrativos del sector público y privado, los pequeños comerciantes y los trabajadores autónomos—, objeto de una enorme carga impositiva, la que mejor tradujo sus problemas en oposición política.

Después de todo, los principales beneficiarios del Estado del bienestar contemporáneo eran las clases medias. Cuando el sistema de postguerra comenzó a deshilacharse durante la década de 1970, fueron esas mismas clases medias las que se sintieron no tanto amenazadas como engañadas: por la inflación, por las subvenciones a empresas en apuros a través de los impuestos y por la reducción o eliminación de servicios públicos para responder a condicionantes presupuestarios y monetarios. Al igual que había ocurrido en el pasado, donde más se acusó el impacto redistributivo de la inflación, empeorado por la ya de por sí endémica carga impositiva de un Estado de servicios moderno, fue en los tramos medios de la escala social.

También fueron las clases medias las más perjudicadas por el problema de la «ingobernabilidad». El miedo a que las democracias europeas hubieran perdido el control de su destino, patente a lo largo de la década de los setenta, tenía varias motivaciones. En primer lugar, las iconoclastas rebeliones de la década anterior habían embalsado cierto caudal de nerviosismo; lo que en la confiada atmósfera de esa época había parecido curioso, e incluso estimulante, ahora se antojaba cada vez más presagio de incertidumbre y anarquía. Luego venía una inquietud más inmediata, la resultante de la pérdida de empleos y de la inflación, ante la que los gobiernos europeos parecían impotentes.

En realidad, en sí mismo, el hecho de que los dirigentes europeos parecieran haber perdido el control de la situación era una fuente de ansiedad generalizada: tanto más cuanto los propios políticos, como hemos visto, veían ciertas ventajas en insistir en sus deficiencias. Denis Healey, ministro de Hacienda británico del desventurado Gobierno laborista de mediados de la década de 1970, se lamentaba de los miles de millones de eurodólares que se blanqueaban en todo el continente, obra de «los hombres sin rostro que gestionaron las crecientes nubes atómicas de inaprensibles fondos que se habían acumulado en los mercados europeos para escapar al control de los gobiernos nacionales»[6]. Irónicamente, el propio partido de Healey había sido elegido en 1974 porque los conservadores parecían incapaces de aplacar el descontento general, para después verse acusado de una impotencia similar, y aún peor, en los años posteriores.

En el Reino Unido se llegó incluso a hablar, de pasada, de las deficiencias que mostraban las instituciones democráticas ante las crisis contemporáneas y en la prensa aparecieron ciertas especulaciones sobre los beneficios de un Gobierno compuesto por personas desinteresadas y ajenas al sistema, o coaliciones corporativas de expertos «no políticos». Algunas destacadas figuras políticas británicas del momento, al igual que De Gaulle (en mayo de 1968), consideraron prudente reunirse con jefes policiales y militares para asegurarse de que contarían con su apoyo en caso de desórdenes públicos. Incluso en Escandinavia y el Benelux, donde la legitimidad esencial de las instituciones representativas nunca se puso seriamente en duda, la confusión reinante en el mundo financiero internacional, el aparente desmembramiento de la economía tras 1945 y la desafección de los electorados tradicionales pusieron en cuestión la cómoda confianza de la generación de postguerra.

Detrás de esas nebulosas alteraciones, fruto de la duda y la desilusión, existía una amenaza muy real y, según se veía en la época, inminente. En general, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental se había librado de los conflictos civiles y desde luego de la violencia explícita. El despliegue de fuerzas armadas había tenido efectos sangrientos en toda Europa oriental, en las colonias europeas y a lo largo y ancho de Asia, África y Suramérica. Pese a la Guerra Fría, las décadas posteriores al conflicto se caracterizaron por la existencia de acalorados y mortíferos enfrentamientos, que causaron la muerte de millones de soldados y civiles desde Corea hasta el Congo. Incluso Estados Unidos había sido escenario de tres asesinatos políticos y de más de un disturbio sangriento. Pero Europa occidental había sido una isla de paz social.

Cuando la policía europea llegaba realmente a golpear o a disparar contra civiles, éstos solían ser extranjeros, con frecuencia de piel oscura[7]. Aparte de ocasionales encontronazos violentos con manifestantes comunistas, los gobiernos de Europa occidental no solían recurrir a las fuerzas del orden para enfrentarse a la oposición violenta y, cuando lo hacían, era frecuente que fueran sus propios miembros los que utilizaban la violencia. En comparación con las décadas de entreguerras, las ciudades de Europa eran enormemente seguras, algo que subrayaban de continuo analistas que contrastaban la bien regulada sociedad europea con el individualismo rampante e indiferente de las urbes estadounidenses. En cuanto a los disturbios estudiantiles de los sesenta, sirvieron, si acaso, para confirmar ese diagnóstico: en Europa se podía jugar a la revolución, pero sobre todo como exhibición. Los combatientes callejeros apenas corrían el riesgo de resultar heridos.

En la década de 1970, las perspectivas se ensombrecieron de repente. Al igual que Europa oriental se había visto sofocada, después de la invasión de Praga, por el abrazo fraterno de los patriarcas del Partido, Europa occidental parecía estar perdiendo el control del orden público. El desafío no procedía de la izquierda tradicional. Sin duda, a Moscú le complacía bastante el saldo de ventajas internacionales del momento: el caso Watergate y la caída de Saigón habían reducido enormemente el prestigio de Estados Unidos, mientras que a la Unión Soviética, como principal productor de petróleo del mundo, le fue bastante bien durante la crisis de Oriente Próximo. Pero la publicación en inglés de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsin y la posterior expulsión de este autor de la Unión Soviética en febrero de 1974, seguidas a los pocos años de las masacres de Camboya y las penalidades de los boat people vietnamitas [denominación dada a los muchos que huyeron del país en barcazas] sirvieron para que las ilusiones del comunismo no volvieran a revivir.

A excepción de algunos ejemplos marginales, tampoco se produjo una revitalización creíble de la extrema derecha. El neofascista Movimiento Social Italiano (MSI) nunca superó el 6,8 por ciento de los votos en las elecciones nacionales y, en cualquier caso, siempre tomó precauciones para presentarse como un partido político legítimo. Los nacionalistas de Alemania Occidental tenían menos interés en las sutilezas de las apariencias, pero, al igual que otras formaciones comparables de corte nacionalista de Bélgica, Francia o el Reino Unido, su peso electoral era insignificante. En pocas palabras, el comunismo y el fascismo, en sus encarnaciones clásicas, no tenían futuro en Europa occidental. La auténtica amenaza para la paz social procedía de otra dirección totalmente distinta.

Durante los años setenta, la sociedad europea occidental se enfrentó a dos desafíos violentos. El primero de ellos era patológico, en el sentido de que surgía de una dolencia arraigada, que, sin embargo, se manifestaba de forma muy moderna. En la zona vasca del norte de España, en la minoría católica de Irlanda del Norte, en Córcega y en otros lugares, la existencia de antiguos agravios estalló produciendo movimientos violentos. La experiencia no era en absoluto nueva para los europeos: los nacionalistas flamencos de la región belga de Flandes y los austríacos de lengua alemana del Alto Adigio italiano (el antiguo Tirol del Sur) se quejaban desde hacía tiempo de su «sometimiento», recurriendo a pintadas, manifestaciones, agresiones, bombas e, incluso, a las urnas.

Pero en 1970 el problema del Tirol del Sur ya se había resuelto mediante la creación de una región autónoma bilingüe que aplacó a todos los críticos, salvo a los más extremistas, y aunque los nacionalistas flamencos de los partidos Volksunie y Vlaams Blok nunca abandonaron el objetivo último de separarse de la Valonia francófona, la nueva prosperidad de Flandes, junto a una amplia legislación destinada a federalizar Bélgica, había privado de carnaza, por el momento, a estas reivindicaciones: el nacionalismo flamenco dejó de ser un movimiento de parias resentidos para convertirse en una protesta generalizada de los contribuyentes de habla holandesa contra las subvenciones a los obreros siderúrgicos valones (véase el capítulo XXII). Sin embargo, los vascos y los católicos del Ulster eran algo completamente distinto.

En España, el País Vasco fue una de las zonas que más sufrió las iras del régimen franquista: en parte por su apoyo a la causa republicana durante la Guerra Civil, en parte porque el hecho de que los vascos hubieran reclamado tradicionalmente el reconocimiento de su diferencia iba en contra de los profundos instintos centralistas de la clase política española y del papel que ésta se había arrogado como garante del Estado. Cualquier manifestación específicamente vasca fue virulentamente reprimida durante el régimen de Franco: su lengua, sus costumbres y sus manifestaciones políticas. En contra de sus propios instintos centrípetos, el dictador llegó a favorecer a Navarra (una región cuya conciencia de sí misma y de su carácter autónomo nunca se acercó ni remotamente a la de vascos o catalanes), preservando ciertos derechos y privilegios de sus instituciones forales, sólo para restregarles a sus vecinos vascos la imposibilidad de que ellos esperaran esos favores.

La aparición del terrorismo vasco contemporáneo fue una reacción directa a las políticas franquistas, aunque sus portavoces y defensores siempre han aducido que sus raíces se hunden en los frustrados sueños de independencia de la región. ETA (Euskadi ta Askatasuna [Euskadi y Libertad]) se constituyó en diciembre de 1958 para luchar con las armas por la independencia vasca. Desde sus primeros días como movimiento clandestino, ETA estableció vínculos operativos —que posteriormente justificaría con razones ideológicas un tanto engañosas— con grupos extranjeros afines: la Facción del Ejército Rojo alemana (llamada grupo Baader-Meinhof), el Ejército Republicano Irlandés (IRA), la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el FLNA (Frente de Liberación Nacional de Argelia).

La estrategia de ETA —y de su brazo político, Herri Batasuna, constituido en 1978— utilizaba sencillamente la violencia como instrumento para convertir los costes de mantener el País Vasco dentro de España en algo políticamente intolerable. Pero, al igual que el IRA y otras organizaciones similares, ETA también pretendía funcionar como una sociedad dentro del Estado. Católicos, severos y moralistas —de una forma que, irónicamente, tiene la fragancia del propio Franco—, los terroristas de ETA no sólo han hecho blanco en la policía sino en símbolos de la decadencia española en la zona, como cines, bares, discotecas y traficantes de droga, entre otros.

En las postrimerías de la época franquista, las actividades de ETA se veían limitadas por la misma represión que había conducido a su aparición: al final de la dictadura, a comienzos de la década de 1970, un cuarto de la policía armada española estaba destinada en el País Vasco, lo cual no impidió que ETA asesinara en Madrid al presidente del Gobierno español (almirante Luis Carrero Blanco) el 20 de diciembre de 1973, o que acabara con la vida de doce civiles en un atentado también registrado en la capital nueve meses después. Tampoco el fusilamiento de tres miembros del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico) y de dos de ETA en septiembre de 1975 moderó las actividades de ésta. Por otra parte, la llegada de la democracia ofrecía nuevas oportunidades.

ETA y sus partidarios buscaban la independencia total del País Vasco. Lo que éste consiguió en la Constitución democrática fue un Estatuto de Autonomía (véase el capítulo XVI), aprobado por referéndum en 1979. ETA, furiosa principalmente ante la perspectiva de perder el apoyo de los simpatizantes moderados que se contentaban con el autogobierno y el derecho a expresarse en su lengua y mediante su propia cultura, incrementó su campaña de atentados y asesinatos. Entre 1979 y 1980 la organización segó la vida de ciento ochenta y una personas; durante la siguiente década cometió un promedio de treinta y cuatro asesinatos anuales. Pero, pese a todo, y a la fragilidad de la joven democracia española, ETA y sus aliados no lograron aprovechar políticamente sus actividades terroristas; su único éxito —provocar que un reducido grupo de oficiales derechistas tomara las Cortes en febrero de 1981 en nombre de la ley, el orden y la integridad del Estado— acabó en fracaso.

No obstante la horrible magnitud y la gran repercusión pública de sus incursiones homicidas, una de las razones de la escasa influencia de ETA fue que la mayoría de los vascos no se identificaba ni con sus medios ni con sus fines. De hecho, muchos ni siquiera habían nacido en Euskadi. Las transformaciones económicas de la España de la década de 1960 y las migraciones a gran escala, dentro y fuera de sus fronteras, habían producido cambios que simplemente los antiguos nacionalistas y sus fanáticos seguidores más jóvenes no podían controlar. A mediados de los ochenta, menos de la mitad de la población del País Vasco tenía padres —por no hablar de abuelos— nacidos en esa región. Esas personas consideraban con razón que ETA y Herri Batasuna ponían en peligro su bienestar (e, implícitamente, su propia presencia en Euskadi).

Mientras su proyecto político perdía contacto con la realidad social, ETA se iba radicalizando cada vez más. Citando la definición de fanatismo de George Santayana, podemos decir que, tras perder sus objetivos, redobló sus esfuerzos. Financiándose mediante el crimen y las extorsiones, y con sus comandos obligados a operar desde el otro lado de la frontera, en los départements (provincias) vascos del suroeste de Francia, ETA ha sobrevivido hasta el momento cometiendo asesinatos, entre otros, de políticos y policías. Pero no ha logrado ni movilizar el vasquismo favorable a la independencia ni coaccionar al Estado español para que acepte sus reivindicaciones. El principal «éxito» de la banda se produjo a comienzos de los años ochenta, cuando sus acciones llevaron al presidente del gobierno socialista español, Felipe González, a permitir que pistoleros de los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) entraran ilegalmente en Francia para eliminar a miembros de ETA (entre 1983 y 1987, el GAL cometió veintiséis asesinatos). La decisión de González, que no se conoció hasta años después (véase el capítulo XXII), arrojó algunas sombras sobre los primeros años de democracia constitucional en España tras la muerte de Franco; pero dadas las circunstancias, posiblemente ésta fuera una respuesta notablemente moderada.

Los métodos del IRA Provisional eran tan parecidos a los de ETA como algunos de los objetivos que proclamaba. Del mismo modo que el grupo terrorista vasco pretendía que las provincias vascas fueran ingobernables y, de ese modo, conseguir desgajarlas de España, el Ejército Republicano Irlandés (IRA, en sus siglas inglesas) aspiraba a que Irlanda del Norte fuera ingobernable, expulsar a los ingleses y unir las seis provincias del norte con el resto de Irlanda. Pero había diferencias considerables entre ambos grupos. Como ya existía una Irlanda independiente, había, por lo menos en principio, un objetivo nacional factible que los rebeldes podían presentar a sus partidarios. Por otra parte, existía más de una comunidad norirlandesa, y la diferencia entre ellas tenía profundas raíces históricas.

Al igual que la Argelia francesa, Irlanda del Norte —el Ulster— era tanto un vestigio colonial como una parte integral de la metrópoli. En 1922, cuando el Reino Unido entregó finalmente Irlanda a los irlandeses, se quedó con los seis condados del norte de la isla, amparándose en la razonable explicación de que la inmensa mayoría de los protestantes era profundamente leal a Londres y que no deseaba ni ser gobernada desde Dublín ni incorporarse a una república semiteocrática dominada por el episcopado católico. Al margen de sus declaraciones públicas, los dirigentes de la nueva república no estaban tan descontentos de renunciar a la presencia de una compacta y nutrida comunidad de airados y recalcitrantes protestantes. Pero para una parte minoritaria de los nacionalistas irlandeses este abandono constituyó una traición y, esgrimiendo la bandera del IRA, continuaron exigiendo la unificación —por la fuerza si era necesario— de toda la isla.

Durante cuatro décadas, la situación se mantuvo prácticamente igual. En los años sesenta la posición oficial de Dublín era un tanto similar a la de Bonn: reconocía que la unificación nacional era deseable, pero discretamente se complacía en posponer el asunto sine die. Entre tanto, los sucesivos gobiernos británicos hacía tiempo que habían optado por hacer caso omiso, en la medida de lo posible, de la incómoda situación que habían heredado en el Ulster, donde la mayoría protestante dominaba a los católicos locales manipulando las circunscripciones electorales, practicando el clientelismo político, ejerciendo una presión sectaria sobre los empresarios y monopolizando los puestos de trabajo de sectores clave, como el funcionariado, el sistema judicial y, principalmente, la policía.

Si los políticos del grueso del Reino Unido preferían no enterarse de estos asuntos era porque el Partido Conservador dependía de su rama unionista (cuya creación se remontaba a la campaña desatada en el siglo XIX con objeto de mantener Irlanda dentro de Gran Bretaña) para conservar un conjunto crucial de escaños; en consecuencia, era partidario del mantenimiento del statu quo, es decir, de la permanencia de Irlanda del Norte en el Reino Unido. El Partido Laborista no estaba menos identificado con los poderosos sindicatos laboristas de los astilleros de Belfast e industrias afines, cuyos trabajadores protestantes disfrutaban hacía tiempo de un trato de favor.

Como sugiere esta última afirmación, dentro de Irlanda del Norte las divisiones eran inusualmente complicadas. La brecha religiosa que separaba a protestantes y católicos era patente, y se correspondía con otra de tipo comunitario que, presente desde la cuna a la tumba en todas las etapas de la vida, se manifestaba en la educación, la vivienda, el matrimonio, el trabajo y el ocio. Además, venía de antiguo: puede que a los forasteros las alusiones a disputas y victorias de los siglos XVII y XVIII les parecieran absurdamente rituales, pero la historia que había detrás de ellas era real. Sin embargo, la fractura entre católicos y protestantes, pese a los esfuerzos del IRA por importar categorías marxistas a su retórica, nunca fue una brecha de clase en el sentido convencional del término. En ambos lados había trabajadores y sacerdotes, y en menor medida terratenientes, hombres de negocios y profesionales.

Además, muchos católicos del Ulster no sentían deseos urgentes de ser gobernados desde Dublín. En la década de 1960 Irlanda seguía siendo un país pobre y atrasado, y el nivel de vida en el norte, aun siendo inferior al de gran parte del Reino Unido, se encontraba muy por encima del promedio irlandés. El Ulster era una apuesta económica mejor hasta para los católicos. Entre tanto, los protestantes se identificaban profundamente con el Reino Unido. Este sentimiento no era en modo alguno correspondido por el resto de los británicos, que no tenían en mucha estima a Irlanda del Norte (si es que pensaban en ella). Las viejas industrias del Ulster, al igual que las del resto del país, estaban en decadencia a finales de la década de 1960, y los planificadores de Londres ya tenían claro que el futuro sería incierto para la inmensa mayoría de los trabajadores manuales protestantes de la provincia. Dicho esto, es justo señalar que durante décadas las autoridades británicas no se habían parado a pensar seriamente en el Ulster.

El IRA se había convertido en una secta política marginal, que denunciaba el carácter ilegítimo de la República de Irlanda por considerarla incompleta, al tiempo que reiteraba la aspiración revolucionaria de forjar una Irlanda diferente, radical y unida. La imprecisa y anacrónica retórica del IRA apenas atraía a una nueva generación de adeptos (entre ellos Gerry Adams, un joven de 17 años nacido en Belfast, que entró en la organización en 1965), que, más interesada en la acción que en la doctrina, constituyó su propio grupo, el clandestino IRA Provisional[8]. Los provos, reclutados principalmente en Derry y Belfast, surgieron justo a tiempo de beneficiarse de una oleada de manifestaciones en defensa de los derechos civiles que se registraba en todo el Norte y que exigía al Gobierno del Ulster, cuya sede estaba en el castillo de Stormont, derechos políticos y ciudadanos que los católicos deberían haber tenido hacía tiempo. Sus esfuerzos sólo toparon con intransigencia política y porras de policía.

La mecha de los problemas que habrían de apoderarse de la vida pública norirlandesa, y hasta cierto punto de la británica, durante las siguientes tres décadas la encendieron unos enfrentamientos callejeros registrados en Derry después de la tradicional Marcha de los Aprendices de julio de 1969, que agresivamente conmemoraba la derrota de la causa de Jacobo II y de los católicos doscientos ochenta y un años antes. Ante el aumento de la violencia callejera y la presión de los líderes católicos de Londres, que pedían la intervención del Gobierno británico, éste envió al ejército y asumió el mantenimiento del orden en los seis condados. Era innegable que los militares, reclutados en gran medida en el resto de Gran Bretaña, eran menos sectarios y mucho menos brutales que la policía local. Resulta por tanto irónico que su presencia proporcionara al recién formado IRA Provisional su reivindicación principal: la retirada del Ulster de las autoridades británicas y de sus tropas, como primer paso para una reunificación de la isla bajo un gobierno irlandés.

Los británicos no se retiraron, y tampoco está claro cómo podrían haberlo hecho. A lo largo de la década de 1970, varias iniciativas destinadas a crear confianza entre las dos comunidades y permitir que la provincia gestionara sus propios asuntos chocaron con los recelos y la intransigencia de ambas. Los católicos, aunque no simpatizaran con sus propios extremistas armados, tenían buenas razones históricas para desconfiar de las promesas de poder compartido y de igualdad ciudadana que hacían los dirigentes protestantes del Ulster. Éstos, siempre reacios a hacer auténticas concesiones a la minoría católica, tenían ahora un miedo real a los intransigentes pistoleros de los provisionales. Sin la presencia militar británica, la provincia se habría deslizado aún más por la pendiente de la guerra civil abierta.

De manera que el Gobierno británico estaba atrapado. Al principio, Londres se mostró comprensivo con las presiones católicas a favor de la reforma, pero después del asesinato de un soldado en febrero de 1971, el ejecutivo aprobó el internamiento sin juicio y la situación no tardó en deteriorarse. En enero de 1972, durante el Domingo Sangriento, paracaidistas británicos mataron a trece civiles en las calles de Derry. Ese mismo año, 146 miembros de las fuerzas de seguridad y 321 civiles murieron en el Ulster, y casi 5.000 personas resultaron heridas. Alentado por una nueva generación de mártires y por la cerrazón de sus oponentes, el IRA Provisional organizó una campaña que habría de prolongarse durante treinta años, durante la cual puso bombas, disparó y mutiló a soldados y civiles del Ulster y del resto del Reino Unido, además de intentar, al menos una vez, asesinar a un primer ministro británico. Aunque las autoridades de Londres hubieran querido retirarse de Irlanda del Norte (como habrían querido muchos votantes de fuera del Ulster), no podían hacerlo. Como demostró un referéndum celebrado en 1973 y como confirmaron elecciones posteriores, la inmensa mayoría de los habitantes del Ulster quería mantener sus vínculos con el Reino Unido[9].

La campaña del IRA no unió a Irlanda, no expulsó a los británicos del Ulster y no desestabilizó la política del Reino Unido, aunque el asesinato de políticos y otras personalidades (sobre todo de lord Mountbatten, ex virrey de la India y padrino del príncipe de Gales), conmocionara realmente a la opinión pública de ambas orillas del Mar de Irlanda. Pero la cuestión irlandesa ensombreció aún más una década de vida pública británica ya de por sí sombría y coadyuvó a la tesis de la ingobernabilidad que se vendía por entonces, así como al fin del despreocupado optimismo de la década de 1960. Para cuando el IRA Provisional y los grupos paramilitares protestantes surgidos después se avinieron finalmente a sentarse a la mesa de negociación, con el fin de lograr modificaciones constitucionales que quizá el Gobierno británico habría estado encantado de conceder casi desde el principio, mil ochocientas personas habían muerto y uno de cada cinco residentes del Ulster tenía un familiar muerto o herido en los combates.

En este contexto, las otras «patologías» de la Europa de los setenta resultaban realmente nimias, aunque acentuaron la generalizada atmósfera de incomodidad. Una autodenominada Angry Brigade (Brigada Furiosa), que supuestamente actuaba en nombre de los desempleados sin representación, puso bombas por todo Londres durante 1971. Los separatistas francófonos de la región suiza del Jura, imitando las tácticas de los irlandeses, causaron disturbios en 1974 ante la incorporación forzosa de la zona al cantón de Berna (de habla alemana). En Liverpool, Bristol y el barrio londinense de Brixton grupos de alborotadores se enfrentaron a la policía por el control de las barriadas «vedadas» del centro de la ciudad.

De una u otra manera, todas esas protestas y acciones constituían, como ya hemos señalado, patologías políticas: por extremos que fueran formalmente, sus objetivos resultaban familiares y sus tácticas tenían que ver con ellos. Trataban de lograr algo y, según ellos mismos declaraban, se habrían detenido si se hubieran atendido sus demandas. ETA, el IRA y sus imitadores eran organizaciones terroristas, pero no irracionales. En su momento, la mayoría habría terminado por negociar con sus enemigos, con la esperanza de alcanzar sus fines, aunque fuera en parte. Pero esas consideraciones no fueron nunca de interés para los protagonistas del segundo desafío violento de la época.

En gran parte de Europa occidental, los etéreos teoremas radicales de los sesenta se disiparon sin causar grandes daños. Pero hubo dos países en los que se convirtieron en una psicosis de agresividad que se justificaba a sí misma. Un reducido grupo de antiguos estudiantes radicales, ebrios de su propia interpretación de la dialéctica marxista, se propuso revelar el «auténtico rostro» de la represiva tolerancia de las democracias occidentales. Según su lógica, si se presionaba lo suficiente al régimen parlamentario capitalista, éste dejaría a un lado su manto de legalidad y mostraría su auténtica cara. El proletariado, hasta entonces alienado de sus propios intereses y víctima de una falsa conciencia sobre su situación, al enfrentarse a la verdad sobre sus opresores ocuparía el lugar que le correspondía en las barricadas de la lucha de clases.

Ese resumen concede demasiada importancia al terrorismo clandestino de la década de 1970, pero también la reduce. Gran parte de los jóvenes de ambos sexos absorbidos por el movimiento, por muy familiarizados que estuvieran con las justificaciones retóricas de la violencia, apenas tuvieron que ver con su formulación. Fueron la infantería del terrorismo. Por otra parte, sobre todo en Alemania Occidental, la energía emocional invertida en lograr que odiaran la República Federal bebía de fuentes más profundas y sombrías, que iban más allá de los ejercicios argumentativos de un radicalismo decimonónico mal digerido. El imperioso deseo de hacer caer sobre las cabezas de la generación de sus padres los fundamentos de la seguridad y la estabilidad era la manifestación extrema de un escepticismo más generalizado que, a la luz del pasado reciente, cuestionaba la credibilidad local de la democracia pluralista. Por tanto, no fue casual que el «terror revolucionario» cobrara su forma más amenazadora en Alemania e Italia.

El vínculo existente entre extraparlamentarismo y violencia directa ya se reveló por primera vez en la Alemania del mes de abril de 1968, cuando cuatro jóvenes radicales —entre ellos Andreas Baader y Gudrun Ensslin— fueron detenidos bajo sospecha de haber incendiado dos grandes almacenes de Francfort. Dos años después, Baader se escapó de la cárcel durante una incursión armada planeada y dirigida por Ulrike Meinhof. Ella y Baader difundieron entonces su Manifiesto conceptual de la guerrilla urbana, anunciando la formación de una Rote Armee Fraktion (Facción del Ejército Rojo, RAF en sus siglas alemanas), cuyo objetivo era desmantelar la República Federal Alemana por la fuerza. Las siglas RAF se habían elegido a propósito: del mismo modo que la Real Fuerza Aérea británica (RAF, en sus siglas inglesas) había atacado la Alemania nazi desde el aire, la banda Baader-Meinhof, como pasaron a conocerse informalmente, pondría bombas y dispararía a sus sucesores, desde abajo, hasta obligarlos a rendirse.

Entre 1970 y 1978, la RAF y sus retoños llevaron a cabo una estrategia deliberada de terror indiscriminado, asesinando a soldados, policías y hombres de negocios, robando bancos y secuestrando a políticos de los partidos mayoritarios. Además de acabar con la vida de 28 personas y de herir a otras 39 en los atentados y tiroteos de esos años, la banda tomó a 162 rehenes y atracó 30 bancos, en parte para financiarse, en parte para llamar la atención. En sus primeros años también atacaron bases militares estadounidenses en Alemania Occidental, matando e hiriendo a varios soldados, sobre todo a finales de la primavera de 1972.

En 1977, su año de mayor actividad, la RAF secuestró y posteriormente ejecutó a Hanns-Martin Schleyer, presidente de Daimler Benz y de la patronal alemana, y asesinó a Siegfried Buback, fiscal general alemán, y a Jürgen Ponto, director del Dresdner Bank. Pero éste sería su canto de cisne. Ya en mayo de 1976, Meinhof (capturada en 1972) había sido encontrada muerta en su celda de una prisión de Stuttgart. Al parecer se había ahorcado, aunque siempre hubo rumores de que había sido ejecutada por el Estado. Baader, detenido durante un tiroteo en Francfort en 1972, estaba en prisión cumpliendo cadena perpetua por homicidio cuando también fue encontrado muerto en su celda, al igual que Gudrun Ensslin y otro terrorista encarcelado, el 18 de octubre de 1977. Su organización clandestina, aunque reducida, subsistió hasta los años ochenta: en agosto de 1981 puso una bomba en el cuartel general de las Fuerzas Aéreas estadounidenses situado en la ciudad alemana de Ramstein y al mes siguiente el comando Gudrun Ensslin trató sin éxito de asesinar al comandante en jefe de las fuerzas estadounidenses en Europa.

Como el movimiento terrorista alemán carecía de objetivos concretos, sus logros sólo pueden calibrarse en función del grado de perturbación que ocasionaron a la vida pública alemana y del debilitamiento de las instituciones de la República. En este sentido, está claro que fracasaron. La acción gubernamental más decididamente represiva del momento fue la aprobación en 1972 del Berufsverbot por parte del Gobierno socialdemócrata de Willy Brandt. Mediante este decreto quedaba excluida de la función pública cualquier persona implicada en actos políticos considerados lesivos para la Constitución y su objetivo evidente era impedir que extremistas de derecha o izquierda ocuparan puestos clave. En una cultura ya de por sí proclive a una prodigiosa tendencia al conformismo público, la medida no hizo sino despertar el miedo a la censura y a cosas peores; pero no fue en absoluto el preludio de la dictadura que sus críticos temían y que, en el otro extremo, esperaban.

Ni el terrorismo de izquierdas ni la derecha neonazi aparentemente renacida —que, en concreto, fue responsable del atentado que causó la muerte de trece personas y heridas a otras doscientas veinte durante la Oktoberfest celebrada en Múnich en 1980— lograron desestabilizar la República, aunque sí provocaron irresponsables comentarios en círculos políticos conservadores, en los que se planteaba la necesidad de poner coto a las libertades ciudadanas e imponer el «orden». Mucho más preocupante fue que las ideas de la banda Baader-Meinhof, en concreto, lograran suscitar cierta corriente de simpatía entre intelectuales y académicos por otra parte respetuosos con la ley[10].

En Alemania, una de las fuentes de esa simpatía era la creciente nostalgia que se sentía en círculos literarios y artísticos del pasado perdido germano. Se tenía la sensación de que el país se había visto desheredado doblemente: por los nazis, que habían privado a los alemanes de un pasado respetable y «utilizable», y por la República Federal, a la que los capataces estadounidenses habían impuesto una falsa imagen de sí misma. En palabras del director de cine Hans-Jürgen Syberberg, la nación se había visto «espiritualmente desheredada y desposeída… vivimos en un país sin patria, sin Heimat (terruño, patria chica). El característico tono nacionalista del terrorismo de extrema izquierda alemán —el hecho de que atentara contra los «ocupantes» estadounidenses, las multinacionales y el orden capitalista «internacional»— tocó cierta fibra, al igual que el hecho de que los terroristas proclamaran que ahora eran los «alemanes» quienes eran víctimas de la manipulación y los intereses ajenos.

Durante esos años se asistió a una proliferación de películas, discursos, libros, programas de televisión y comentarios públicos sobre la historia y la identidad del país, ambas problemáticas. Del mismo modo que la Fracción del Ejército Rojo proclamaba que luchaba contra el «fascismo» —por poderes, se podría decir— también los intelectuales alemanes, de izquierda y de derecha, pugnaban por controlar el auténtico patrimonio alemán. Edgar Reitz, otro realizador cinematográfico, dirigió una serie de televisión de 16 horas de duración y enorme popularidad, titulada Heimat: una crónica alemana, que, narrando la historia de una familia rural de Hunsrück, en Renania-Palatinado, recorría la historia contemporánea de Alemania a través de un relato doméstico que iba desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el presente.

En la película de Reitz los años de entreguerras están especialmente envueltos en el halo sepia de un cariñoso recuerdo, ni siquiera se permite que la época nazi obstaculice la grata evocación de unos tiempos mejores. Por otra parte, el mundo americanizado de la República Federal de la postguerra se muestra con un airado y gélido desdén, su abandono materialista de los valores nacionales y su destrucción de la memoria y la continuidad aparecen como algo que corroe violentamente los valores humanos y a la comunidad. Al igual que en El matrimonio de Maria Braun de Fassbinder, el personaje principal, también Maria, representa una Alemania victimizada; pero Heimat es explícitamente nostálgica e incluso xenófoba en su desprecio por los valores extranjeros y su añoranza del alma perdida de la «Alemania profunda».

Reitz, al igual que Syberberg y otros, menospreció abiertamente la serie televisiva estadounidense Holocausto, que se emitió por primera vez en la televisión alemana en 1979. Si alguien tenía que mostrar el pasado alemán, por doloroso que fuera, eran los propios alemanes. «El proceso de expropiación más radical que existe —escribió Reitz— es la expropiación de la propia historia. Con Holocausto, los americanos nos han robado nuestra historia». La aplicación de una «estética comercial» al pasado de Alemania era la forma que tenía Estados Unidos de controlarlo. La lucha de los directores y artistas alemanes contra el kitsch estadounidense formaba parte de la lucha contra su capitalismo.

Reitz y Fassbinder se encontraban entre los directores de Deutschland in Herbst (Alemania en otoño), un documental de 1978 con forma de collage que incluía trozos de películas y entrevistas sobre los sucesos del otoño de 1977, sobre todo del secuestro y asesinato de Hanns-Martin Schleyer y del suicidio posterior de Ensslin y Baader. El film resulta notable, no tanto por sus manifestaciones de simpatía hacia los terroristas, sino por la forma peculiar que tiene de mostrarla. Mediante un cuidadoso intercalado de las imágenes, el III Reich y la República Federal aparecen como regímenes afines. El capitalismo, el sistema basado en el beneficio y el nacionalsocialismo se presentan como igualmente censurables e indefendibles, y los terroristas resultan ser los resistentes de nuestros días: Antígonas modernas que luchan con su propia conciencia y contra la represión política.

Alemania en otoño, al igual que otros films alemanes de la época, mostraba un considerable talento cinematográfico para describir el Estado policial de Alemania Occidental, emparentado con el nazi, aunque sólo fuera en su capacidad para la represión y la violencia (por el momento oculta). Horst Mahler, un terrorista semiarrepentido que entonces aún estaba en prisión, explica ante la cámara que la aparición en 1967 de la oposición extraparlamentaria fue la «revolución antifascista» que no tuvo lugar en 1945. En consecuencia, la auténtica lucha contra los demonios nazis de Alemania la estaba librando el joven y radical movimiento clandestino del país, aunque lo hiciera con métodos sorprendentemente parecidos a los nazis, paradoja esta que Mahler no mencionaba.

La tácita relativización del nazismo que supone Alemania en otoño ya estaba haciéndose explícita en apologías intelectuales del terror anticapitalista. Como explicaba el filósofo Detlef Hartmann en 1985, «a través del vínculo evidente que existe entre el dinero, la tecnología y el exterminio en el imperialismo del nuevo orden nazi podemos aprender […] [cómo] levantar el velo que cubre la civilizada tecnología exterminadora del nuevo orden de Bretton Woods». Era este fácil deslizamiento —la idea de que lo que vincula al nazismo y a la democracia capitalista es más importante que lo que los diferencia, y que eran los alemanes los que habían sido víctimas de ambos regímenes— lo que ayudaba a explicar la característica insensibilidad de la izquierda radical alemana hacia el tema judío.

El 5 de septiembre de 1972 la organización palestina Septiembre Negro atentó contra el equipo israelí durante los Juegos Olímpicos de Múnich y mató a 11 atletas, así como a un policía alemán. Es prácticamente seguro que los asesinos contaron con apoyo de la izquierda radical local (aunque una peculiaridad del radicalismo alemán de la época es que la extrema derecha tampoco habría tenido empacho en ofrecer sus servicios). El vínculo entre las organizaciones palestinas y los grupos terroristas europeos ya estaba consolidado: Ensslin, Baader y Meinhof se entrenaron en algún momento con guerrillas palestinas, junto a vascos, italianos, republicanos irlandeses y otros. Pero sólo los alemanes fueron un paso más allá: cuando cuatro hombres armados (dos alemanes y dos árabes) secuestraron un avión de Air France en junio de 1976 y lo desviaron a la capital ugandesa, Entebbe, los encargados de identificar a los pasajeros judíos y de separarlos de los demás fueron los alemanes.

Si esta acción, que tan inequívocamente recordaba a las selecciones de judíos realizadas por alemanes en otro tiempo y otro lugar, no desacreditó definitivamente a la banda Baader-Meinhof a ojos de sus simpatizantes, fue porque sus argumentos, aunque no sus métodos, suscitaban un consenso bastante amplio: ahora las víctimas eran los alemanes, no los judíos, y el verdugo era el capitalismo estadounidense, no el nacionalsocialismo alemán. Ahora, los «crímenes de guerra» eran actos que cometían los estadounidenses contra los vietnamitas, por ejemplo. En Alemania Occidental existía un «nuevo patriotismo» exterior y resulta bastante irónico que Baader, Meinhof y sus amigos, cuya revuelta violenta se había dirigido inicialmente contra la autocomplacencia de situar a Alemania por encima de todo, practicada por la generación de sus padres, se vieran ahora reclutados por las resonancias de ese mismo legado nacionalista. Era perfectamente lógico que Horst Mahler, uno de los pocos fundadores del terrorismo izquierdista en Alemania Occidental que seguían vivos, terminara tres décadas después en la extrema derecha.

Desde fuera, el terrorismo italiano de esa época no parecía muy diferente al alemán. También recurría a la retórica paramarxista de los sesenta y gran parte de sus líderes se habían educado políticamente en las protestas estudiantiles de esa década. La principal organización terrorista de izquierdas, las autodenominadas Brigate Rosse (Brigadas Rojas, BR), salieron por primera vez a la luz pública en octubre de 1970, cuando distribuyeron panfletos que describían unos objetivos enormemente parecidos a los de la Facción del Ejército Rojo. Al igual que Baader, Meinhof y los demás, los líderes de las Brigadas Rojas eran jóvenes (el más conocido era Renato Curcio, que en 1970 sólo tenía veintinueve años), la mayoría ex estudiantes y dedicados a una lucha armada clandestina que era un fin en sí mismo.

Pero también había diferencias importantes. Desde el principio, la izquierda terrorista italiana hizo mucho más hincapié en su supuesta relación con los «trabajadores», y, de hecho, en ciertas ciudades industriales del norte, en Milán en concreto, las ramas más respetables de la ultraizquierda sí contaban con un reducido grupo de seguidores. A diferencia de los terroristas alemanes, agrupados en torno a un minúsculo núcleo duro criminal, la extrema izquierda italiana abarcaba tanto partidos políticos legítimos como redes de guerrilla urbana y microsectas de bandoleros políticos armados, cuyos militantes y objetivos se solapaban bastante.

Esos grupos y sectas reproducían en miniatura el historial de fragmentación de la izquierda europea mayoritaria. Durante la década de 1970, todas las acciones violentas fueron seguidas de comunicados en los que las reivindicaban organizaciones hasta el momento desconocidas, con frecuencia subdivisiones y escisiones del grupo original. En torno a los propios terroristas orbitaba una constelación informe de movimientos y publicaciones semiclandestinos, cuyos sentenciosos pronunciamientos «teóricos» ofrecían cobertura ideológica a las tácticas terroristas. Los nombres de esos diversos grupos, células, redes, publicaciones y movimientos van más allá de lo paródico: además de las Brigadas Rojas, estaban Lotta Continua, Potere Operaio, Prima Linea y Autonomia Operaia, Avanguardia Operaia, Nuclei Armati Proletari y Nuclei Armati Rivoluzionari, Formazioni Comunisti Combattenti, Unione Comunisti Combattenti, Potere Proletario Armato, y otros muchos.

Aunque, vista en retrospectiva, esta lista apunta a un desesperado deseo de exagerar la relevancia social y revolucionaría de unos pocos miles de ex estudiantes y de sus seguidores, situados en los márgenes disidentes del movimiento obrero, no deberíamos subestimar el impacto de sus esfuerzos para llamar la atención. Puede que Curcio, su compañera Mara Cagol y sus amigos vivieran en una fantasía romántica habitada por bandoleros revolucionarios de cuento de hadas (heredera en gran medida de la vulgarizada imagen de las guerrillas revolucionarias latinoamericanas), pero el daño que causaron fue bastante real. Entre 1970 y 1981 en Italia no pasó un año sin asesinatos, mutilaciones, secuestros, ataques y otros actos de violencia. A lo largo de la década, tres políticos, nueve magistrados, 65 policías y unas 300 personas de otras profesiones murieron en atentados.

En sus primeros años, las Brigadas Rojas y otros grupos se limitaron en gran medida a secuestrar, y en ocasiones a disparar, a directores de empresas y pequeños empresarios —«lacayos capitalistas», servi del padrone (siervos del patrono)—, con lo que mostraban así su interés inicial en la democracia obrera directa. Pero a mediados de los setenta ya habían llegado al asesinato político —al principio, de personajes de derechas, después de policías, periodistas y fiscales—, dentro de una estrategia concebida para «arrancar la máscara» de la legalidad burguesa, obligar al Estado a ejercer una represión violenta y, de este modo, polarizar la opinión pública.

Hasta 1978 las Brigadas Rojas no habían logrado provocar la deseada reacción violenta, pese al incremento de atentados a lo largo del año anterior. Entonces, el 16 de marzo de 1978, secuestraron a su víctima más destacada: Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, ex presidente del Gobierno y ex ministro de Asuntos Exteriores. Moro fue rehén de las Brigadas Rojas durante dos meses; el presidente del Gobierno democristiano, Giulio Andreotti, con el apoyo de los comunistas y de gran parte de la propia Democracia Cristiana, se negó siquiera a tomar en consideración la liberación de «presos políticos» que pedían las Brigadas Rojas a cambio de respetar la vida de Moro. Pese a la condena unánime de lodo el espectro político italiano y de los llamamientos del Papa y del secretario general de las Naciones Unidas, los terroristas no transigieron. El 10 de mayo el cuerpo de Aldo Moro fue encontrado dentro de un coche aparcado de mala manera en una calle del centro de Roma.

El caso Moro puso claramente de manifiesto la incompetencia del Estado italiano: el ministro del Interior dimitió al día siguiente de que se encontrara el cadáver. Después de ocho años de aprobación frenética de leyes antiterroristas y de persecuciones por todo el país, la policía había fracasado flagrantemente en la desarticulación de las redes terroristas[11]. Además, las resonancias del éxito registrado por las Brigadas Rojas al cometer un magnicidio en el mismo corazón del Estado y en su propia capital fueron considerables. Ahora todo el mundo tenía claro que el sistema político italiano se enfrentaba a un auténtico desafío: cuando no habían transcurrido dos semanas desde el descubrimiento del cadáver de Moro, las Brigadas Rojas asesinaron en Génova al director de la brigada antiterrorista, en octubre de 1978 acabaron con la vida del director general de Asuntos Penales del Ministerio de Justicia. Dos semanas más tarde, Formazione Comunisti Combattenti asesinaba a un destacado fiscal.

Pero la propia magnitud del desafío que suponían los terroristas para el Estado comenzó ahora a pasarles factura. El Partido Comunista Italiano apoyó con firmeza y sin ambages las instituciones de la República, haciendo explícito lo que para entonces ya estaba claro para casi todo el mundo, es decir, que, cualesquiera que fueran sus raíces en los movimientos populares de los sesenta, ahora los terroristas de la década posterior se habían situado al margen del espectro de la política radical. Eran simples criminales, y como tales debían ser perseguidos. Y lo mismo debía hacerse con quienes les proporcionaban cobertura ideológica y quizá algo más: en abril de 1979, Toni Negri, profesor de la Universidad de Padua, fue detenido, junto a otros miembros de Autonomia Operaia, y acusado de conspirar para llevar a cabo una insurrección armada contra el Estado.

Negri y sus partidarios insistían (y siguen haciéndolo) en que no había que confundir a los «autónomos» radicales, ni clandestinos ni armados, con sociedades secretas ilegales, y que la decisión política de perseguirlos representaba precisamente la retirada del «orden burgués» que las Brigadas Rojas habían profetizado y tratado de provocar. Pero el propio Negri había refrendado en la Universidad de Padua ataques violentos contra profesores y administrativos que bordeaban las tácticas terroristas. Lemas como «ilegalidad masiva» y «guerra civil permanente», así como la necesidad de organizarse «militarmente» contra el Estado burgués, se pronunciaban con frecuencia en respetables círculos académicos, entre ellos en Rosso, el periódico del propio Negri. Un año después del secuestro y asesinato de Moro, el mismo Negri escribía celebrando la «aniquilación del adversario»: «El dolor de mi adversario no me afecta: la justicia proletaria tiene la fuerza productiva de la autoafirmación y la facultad de la convicción lógica»[12].

Evidentemente, la idea de que la violencia política podía tener la «fuerza productiva de la autoafirmación» no era ajena a la historia contemporánea italiana. Lo que proclamaba Negri, y lo que ponían en práctica las Brigadas Rojas y sus amigos, no era diferente del «poder purificador de la fuerza» ensalzado por los fascistas. En Italia ocurría como en Alemania: el odio de la extrema izquierda al «Estado burgués» había hermanado la violencia «proletaria» con la derecha antidemocrática. En 1980 los objetivos y los métodos del terrorismo de izquierdas y de derechas se habían hecho indistinguibles en Italia. De hecho, las Brigadas Rojas y sus vástagos no fueron en absoluto los únicos responsables de toda la violencia desatada en los anni di piombo (años de plomo) italianos. La derecha conspiradora y antirrepublicana reapareció en esos años (y perpetró el crimen más horrible de la época, el atentado en la estación de ferrocarril de Bolonia en agosto de 1980, que acabó con la vida de ochenta y cinco personas y causó heridas a otras doscientas), mientras que en el Mezzogiorno la mafia adoptaba también una estrategia de terror más virulenta en su guerra contra los magistrados, la policía y los políticos locales.

Pero si la reaparición del terrorismo neofascista y de la violencia mafiosa ponía de manifiesto y acentuaba la vulnerabilidad de las instituciones democráticas, la izquierda terrorista interpretó sus acciones, quizá correctamente, como indicio de su propio éxito. Ambos extremos trataban de desestabilizar el Estado haciendo que la vida cotidiana resultara intolerablemente peligrosa, pero con la diferencia de que la extrema derecha podía contar con cierta protección y colaboración entre las propias fuerzas del orden que pretendía socavar. Misteriosas redes conspiradoras derechistas, con conexiones en los más altos estratos policiales, los círculos bancarios y la propia Democracia Cristiana en el poder, autorizaron el asesinato de jueces, fiscales y periodistas[13].

El hecho de que la democracia y el Estado de derecho sobrevivieran en la Italia del momento no deja de tener su mérito. En concreto, entre 1977 y 1982, el país se vio asolado por actos de violencia extrema e indiscriminada cometidos por la extrema izquierda, la extrema derecha y criminales profesionales: fue en esos mismos años cuando la mafia y otras redes delictivas asesinaron a jefes de policía, políticos, fiscales, jueces y periodistas, en ocasiones con un aire de aparente impunidad. Aunque la amenaza más seria fue la de la extrema derecha —mejor organizada y mucho más cercana al corazón del Estado—, los terroristas «rojos» tuvieron un impacto mayor en la imaginación pública. Esto se debió en parte a que, al igual que la Facción del Ejército Rojo alemana, explotaban la generalizada simpatía por el radicalismo que existía en el país. El comunismo oficialista percibió acertadamente que la apropiación de este legado revolucionario por parte de los terroristas era su principal activo, y también un síntoma del peligro que suponían para la credibilidad de la izquierda parlamentaria.

Irónicamente, y sin que lo supieran los propios comunistas italianos, las Brigadas Rojas y la Facción del Ejército Rojo —al igual que grupos de ideología similar, pero de poco impacto, como las Células Comunistas Combatientes en Bélgica, Acción Directa en Francia y otros grupúsculos aún menores de otros países— se financiaban parcialmente con dinero proporcionado por los servicios secretos soviéticos. Esos fondos no formaban parte de una estrategia coherente, sino que se abonaban aduciendo principios generales: los enemigos de nuestros enemigos, por muy absurdos e insignificantes que sean, siguen siendo nuestros amigos. Pero en este caso el tiro salió por la culata: durante esos años, el único logro indudable del terrorismo de extrema izquierda en Occidente fue la erradicación absoluta de cualquier resquicio de ilusión revolucionaria que quedara en el cuerpo político.

Todas las organizaciones de la izquierda mayoritaria, sobre todo los comunistas, se vieron obligadas a apartarse de cualquier clase de violencia y a mantener esas distancias. Esta reacción frente a la amenaza terrorista fue en parte espontánea, porque ellos la sufrían tanto como los demás: sindicalistas y otros representantes del movimiento obrero tradicional estaban entre los más vituperados objetivos de las redes clandestinas. Pero también se debió a que los «años de plomo» de la década de 1970 sirvieron para recordar a todo el mundo lo frágil que podía ser realmente la democracia liberal: una lección en ocasiones olvidada en el ambiente vertiginoso de los sesenta. En contra de los planes y esperanzas de los terroristas, el efecto final que tuvieron en Europa occidental los años de subversión supuestamente revolucionaria no fue la polarización social, sino un impulso que hizo que los políticos de todas las corrientes se agruparan en torno a la seguridad de posiciones intermedias.

En cuanto a la vida intelectual, los años setenta fueron la década más desalentadora del siglo XX. Hasta cierto punto, esto puede atribuirse a las circunstancias descritas en este capítulo: la acusada y constante decadencia económica, unida a la violencia política generalizada, fomentaron la sensación de que los «buenos tiempos» de Europa habían terminado, quizá por una larga temporada. La mayoría de los jóvenes estaba entonces menos preocupada por salvar el mundo que por encontrar un trabajo: la fascinación por las ambiciones colectivas abrió paso a la obsesión por las necesidades personales. En un mundo más amenazador, materializar los propios intereses cobró más importancia que luchar por causas comunes.

No hay duda de que este cambio de clima también fue una reacción frente a la embriagadora indulgencia de la década anterior. Los europeos, que hacía bien poco habían disfrutado de una explosión de energía y originalidad sin precedentes en el campo de la música, la moda, el cine y las artes, ahora tenían tiempo de comprobar el precio de sus últimas parrandas. Lo que parecía haber envejecido con más rapidez no era tanto el idealismo de los sesenta como su «inocencia»: la sensación de que todo lo imaginable podía realizarse, de que todo lo realizable debía intentarse, y de que la transgresión —moral, política, legal y estética— era intrínsecamente atractiva y productiva. Mientras que los sesenta se caracterizaron por la tendencia ingenua y autocomplaciente a creer que todo ocurría por primera vez —y que todo lo nuevo era relevante—, los setenta fueron una época de cinismo, de ilusiones perdidas y de expectativas reducidas.

Los tiempos mediocres, escribió Camus en La caída, engendran profetas huecos. La cosecha de la década de 1970 fue rica en esa clase de personajes. Fue una época deprimentemente consciente de haber llegado después de las grandes esperanzas y ambiciosas ideas del pasado inmediato, y de no tener nada que ofrecer salvo reposiciones y ampliaciones entrecortadas e inverosímiles de viejas ideas. Era, muy conscientemente, una era «post-todo», cuyas perspectivas de futuro parecían poco claras. Como apuntó el sociólogo estadounidense Daniel Bell en esa época, «la utilización del prefijo post- indica [la] sensación de vivir en una época intersticial». Para describir el mundo real —en «postguerra», «post-imperial» y, más recientemente, «post-industrial»— el prefijo tenía su utilidad, aunque no precisaba qué podía venir después. Sin embargo, cuando se aplicaba a teorías de pensamiento —como en «postmarxista», «post-estructuralista» y, en su manifestación más esquiva, «postmoderno»— no hacía más que incrementar el carácter vago de una época ya de por sí confusa.

La cultura de los sesenta había sido racionalista. Pese a las drogas blandas y a la complacencia en la utopía, el pensamiento social de esa época, al igual que su música, operaba desde un registro familiar y coherente, que se limitaba a expandirse. También fue asombrosamente comunitarista: se presuponía que los estudiantes, al igual que los trabajadores, los campesinos, los negros y otros colectivos, compartían intereses y afinidades que los llevaban a establecer una relación especial entre sí y, aunque fuera de manera antagónica, con el resto de la sociedad. Los proyectos de los sesenta, por fantásticos que fueran, partían de la existencia de una relación entre el individuo y la clase, la clase y la sociedad, la sociedad y el Estado, que en su forma, aunque no en su contenido, habría resultado familiar a teóricos y activistas de cualquier periodo del siglo XIX.

La cultura de los setenta no se centraba en lo colectivo, sino en lo individual. Del mismo modo que la antropología había desplazado a la filosofía como disciplina capital de los sesenta, ahora aquélla era sustituida por la psicología. A lo largo de la década de 1960 los jóvenes marxistas habían recurrido enormemente al concepto de «falsa conciencia» para explicar el fracaso sufrido por los trabajadores y otros grupos al tratar de liberarse de la identificación con los intereses del capitalismo. Como ya hemos visto, una pervertida variante de esta idea constituyó la premisa clave del terrorismo de izquierdas. Pero, curiosamente, también cobró vida después de muerta en círculos menos politizados: ahora, adaptando la retórica marxista a temáticas freudianas, los autoproclamados «post-freudianos» no incidían en la necesidad de liberar a las clases sociales sino al conjunto de los sujetos individuales.

En Europa occidental y en Norteamérica salieron a la luz teóricos de la liberación cuyo objetivo no era liberar al sujeto humano del cautiverio al que le sometía la sociedad, sino de las ilusiones que él mismo se imponía. La variante sexual de esta corriente —la idea de que la represión social estaba inextricablemente unida a la sexual— ya era un lugar común en ciertos entornos de finales de los sesenta. Pero Marcuse o Wilhelm Reich descendían claramente tanto de Freud como de Marx, ya que buscaban la transformación colectiva mediante la liberación individual. Los seguidores de Jacques Lacan, por su parte, o teóricas feministas del momento, como Kate Millett y Annie Leclerc, tenían, a un tiempo, más y menos ambición. No les preocupaban mucho los proyectos tradicionales de revolución social (que las feministas identificaban correctamente con movimientos políticos dirigidos principalmente por y para hombres). Más bien pretendían socavar la propia concepción de sujeto humano que en su momento los había sustentado.

Tras ese pensamiento subyacen dos difundidos postulados que, en general, compartía la comunidad intelectual del momento. El primero es que el poder no radica, como la mayoría de los pensadores sociales suponía desde la Ilustración, en el control de los recursos naturales y humanos, sino en el monopolio del conocimiento: conocimiento del mundo natural, de la esfera pública, de uno mismo, y, sobre todo, de cómo se produce y legitima ese mismo conocimiento. En este sentido, el mantenimiento del poder descansa en la capacidad de quienes controlan el conocimiento para mantener el control a costa de los demás, reprimiendo los «conocimientos subversivos».

En esa época, esta interpretación de la condición humana solía atribuirse, con razón, a los escritos de Michel Foucault. Pero éste, pese a su ocasional oscurantismo, en el fondo era un racionalista. Sus primeros textos seguían de cerca la venerable afirmación marxista de que con el fin de liberar a los trabajadores de los grilletes del capitalismo uno tenía primero que sustituir la narrativa interesada de la sociedad burguesa por una explicación diferente de la historia y la economía. Dicho en pocas palabras, había que reemplazar el conocimiento de los amos, por así decirlo, por el revolucionario, o, según la retórica gramsciana tan de moda unos años después, había que combatir la «hegemonía» de la clase dominante.

Había un segundo postulado, que habría de adquirir un peso aún mayor sobre las modas intelectuales, y que iba mucho más lejos. Era la seductora insistencia en la subversión, no sólo de las antiguas certidumbres, sino de la propia posibilidad de certeza. Había que recelar de cualquier comportamiento, cualquier opinión, cualquier conocimiento, precisamente porque tenía un marchamo social y, en consecuencia, podía ser utilizado políticamente. En ciertos círculos, la idea misma de que los juicios o las evaluaciones podían ser independientes de la persona que los hacía pasó a considerarse expresión y representación de una posición social sesgada (e implícitamente conservadora).

En principio, todas las interacciones del juicio o de la creencia podían reducirse de ese modo. Así, hasta los mismos intelectuales críticos podían estar «posicionados». En palabras del profesor de sociología francés Pierre Bourdieu, exponente europeo más influyente de la nueva sociología del conocimiento, el discurso docente no es más que la expresión de «la facción dominada de la clase dominante». Lo que esta forma cautivadoramente subversiva de ubicar cualquier conocimiento y opinión no revelaba era cómo determinar si un «discurso» era más verdadero que otro: un dilema que se resolvía tratando la «verdad» como una categoría también situada socialmente, perspectiva que no tardaría en ponerse de moda en muchos lugares. El resultado natural de estos procesos fue una creciente actitud de escepticismo hacia cualquier argumentación racional de contenido social. El filósofo francés Jean François Lyotard, cuyo ensayo de 1979 a este respecto, La condición postmoderna, resumía perfectamente el air du temps, dejaba la cuestión meridianamente clara: «Defino postmoderno como la incredulidad hacia las metanarrativas».

El origen subyacente y, en general, no reconocido de esas influencias intelectuales predominantemente francesas era, como había ocurrido con frecuencia en décadas pasadas, alemán. El escritor italiano Elio Vittorini apuntó en una ocasión que, desde Napoleón, Francia había sido impermeable a cualquier influencia exterior que no fuera la filosofía romántica alemana: y lo que era cierto en 1957, al escribir eso, no lo era menos dos décadas después. Mientras que las sensibilidades humanistas de la generación anterior se habían visto atraídas por Marx y Hegel, los dubitativos setenta quedaron seducidos por una veta mucho más oscura del pensamiento germano. El escepticismo radical de Michel Foucault era en gran medida una adaptación de Nietzsche. Por su parte, otros influyentes autores franceses, sobre todo el critico literario Jacques Derrida, miraban hacia Martin Heidegger para elaborar su crítica de la capacidad de acción personal y su «deconstrucción», como comenzaba a conocerse, del sujeto cognitivo humano y de su centro de atención textual.

Para los académicos especialistas en Heidegger o en su contemporáneo Carl Schmitt, también alemán (cuyo realismo historicista estaba llamando la atención de estudiantes de asuntos internacionales), este interés era algo más que una pequeña rareza. Después de todo, tanto Heidegger como Schmitt se habían identificado con el nazismo (Heidegger de forma bastante explícita, gracias a su aceptación, auspiciada por los nazis, de un puesto académico). Pero el renovado interés en criticar los presupuestos optimistas sobre el progreso y en cuestionar los fundamentos del racionalismo ilustrado y sus derivados políticos y cognitivos estableció una cierta afinidad entre críticos de la modernidad y del progreso técnico de comienzos del siglo XX como Heidegger y los desengañados escepticos de la época «postmoderna», permitiendo además que Heidegger y otros se limpiaran de sus connotaciones anteriores.

Para cuando la filosofía alemana llegó, a través del pensamiento social parisino, a la crítica cultura inglesa —ya que fue así como la conocieron la mayor parte de los lectores del momento—, el carácter intrínsecamente complejo de su vocabulario presentaba tal grado de opacidad expresiva que atrajo de forma irresistible a una nueva generación de alumnos y a sus profesores. En la mayoría de los casos, los propios docentes novatos, contratados para dar clase en las enormes universidades de la época, se habían licenciado en los sesenta, criándose con las modas y debates de esos años. Pero mientras que las universidades europeas de la década anterior se habían preocupado de teorías grandiosas de diversa índole —la sociedad, el Estado, el lenguaje, la historia, la revolución—, lo que se filtró hasta la generación siguiente fue sobre todo el interés por la teoría en sí misma. Seminarios sobre «teoría cultural» o «teoría general» desplazaron las fronteras interdisciplinarias tradicionales que habían dominado incluso los debates académicos radicales sólo unos años antes. La «dificultad» se convirtió en medida de la seriedad intelectual. En su desengañado comentario sobre el legado del «pensamiento del 68», los autores franceses Luc Ferry y Alain Renault concluían tajantemente que «el principal logro de los pensadores de los sesenta fue el de convencer a su público de que el signo de la grandeza era ser incomprensible».

Con una audiencia universitaria incondicional, teóricos como Lacan y Derrida, convertidos ya en grandes figuras, elevaron las vaguedades y paradojas lingüísticas a filosofías hechas y derechas, plantillas de flexibilidad infinita que servían para explicar textos y cuestiones políticas. En instituciones como el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham, las nuevas formas de teorización se fundieron con las antiguas. El marxismo se libró de la engorrosa connotación atávica que lo vinculaba a las categorías económicas y las instituciones políticas y se recicló en crítica cultural. La incómoda renuencia que mostraba el proletariado revolucionario a derrotar a la burguesía capitalista ya no era un impedimento. Como manifestó en 1976 Stuart Hall, portavoz principal de los estudios culturales británicos en esa época, «la idea de la “desaparición de la clase en su conjunto” se sustituye por un panorama, mucho más complejo y diferenciado, que describe cómo diferentes sectores y estratos de una clase se ven empujados a diferentes trayectorias y opciones por las circunstancias socioeconómicas que los determinan».

En años posteriores, el propio Hall reconocería que dicho centro estuvo, «durante un tiempo, excesivamente preocupado por estas difíciles cuestiones teóricas». Pero, de hecho, este oscurantismo narcisista era muy propio de la época e, inconscientemente, su alejamiento de la realidad cotidiana daba fe del agotamiento de toda una tradición intelectual. Además, no fue en modo alguno el único síntoma de consunción cultural de esos años. Hasta la efervescente originalidad del cine francés de los sesenta declinó hasta convertirse en una acartonada exhibición artística. En 1974, Jacques Rivette, el ingenioso y original director de Paris nous appartient (París nos pertenece, 1960) y La Religieuse (La religiosa, 1966), dirigió Céline et Julie vont en bateau (1974). La película, una estilizada parodia (a su pesar) de la Nueva Ola francesa, de 193 minutos de duración y carente de trama, marcaba el fin de una era. La teorización artística estaba sustituyendo al arte.

Si una de las tendencias del legado de los sesenta eran las elevadas pretensiones culturales, el otro, su íntimo reverso, era una costra endurecida de cinismo sabiondo. La relativa inocencia del rock and roll estaba siendo sustituida por bandas pop expertas en la autopromoción y especializadas en apropiarse con desdén del estilo forjado por sus inmediatos precursores y en degradarlo. Del mismo modo que en su día las novelas románticas y el periodismo sensacionalista se habían aprovechado de la alfabetización de las masas, en los setenta el punk apareció para explotar el mercado de la música popular. Presentado como «contracultural», era en realidad un parásito de la cultura mayoritaria que recurría a imágenes violentas y a un lenguaje radical para fines con frecuencia vicarios.

El lenguaje manifiestamente politizado de los grupos punk, ejemplificado en el éxito de los Sex Pistols Anarchy in the UK (Anarquía en el Reino Unido), captaba el ácido estado de ánimo del momento. Pero el contenido político de los grupos punk era tan unidimensional como su paleta musical, limitada con demasiada frecuencia a tres únicos acordes y un único ritmo, y cuyo impacto dependía del volumen. Al igual que para la Facción del Ejército Rojo, para los Sex Pistols y otras formaciones punk lo más importante era causar conmoción. Hasta su apariencia y modelos subversivos venían envueltos en ironía y en cierto grado de afectación: «¿Recordáis los sesenta?», parecían decir, «pues, os guste o no, nosotros somos lo que queda». Ahora la subversión musical consistía en canciones airadas que condenaban la «hegemonía», con un falso contenido político que enmascaraba el destripamiento constante de las formas musicales[14].

Por muy falaz que fuera su ideología y su música, por lo menos el «cinismo» de la generación punk era real y se había llegado hasta él sinceramente. Ocupaba el extremo rancio y, en líneas generales, carente de talento de una gama de actitudes cada vez más irreverente, que no tenía respeto ni por el pasado, ni por la autoridad, ni por las personalidades ni por los asuntos públicos. En sus más ingeniosas manifestaciones, este desprecio hacia la grandilocuencia y la tradición seguía el ejemplo de los desengañados humoristas políticos surgidos por primera vez hacía casi dos décadas: la crítica teatral de Beyond the Fringe (Más allá de lo marginal), el programa nocturno de la BBC That Was the Week that Was (Así fue la semana que pasó), y el magacín semanal Private Eye (Detective privado). Aprovechándose del rápido incremento del público televisivo y de la constante retirada de la censura estatal, Monthy Python y sus sucesores e imitadores mezclaban una amplia gama de payasadas con comentarios sociales procaces y sardónicas burlas políticas: una receta vista por última vez en las incisivas viñetas políticas de Gillray y Cruikshank. La financiación de dos películas de Monty Python: Monty Python y el Santo Grial (1974) y La vida de Brian (1979), sufragadas, respectivamente, por Pink Floyd y Led Zeppelin, y por el ex Beatle George Harrison, pone de manifiesto la interacción entre el rock y la nueva parodia.

La escasa consideración que merecían los personajes públicos proporcionó pingües beneficios a programas televisivos semanales como el británico Spitting Image (Retratos viperinos) o el francés Bebête show (El show de los tontainas), en los que destacados políticos eran constantemente sometidos a un grado de ridiculización y mofa impensable unos años antes (y que aún sigue siéndolo en Estados Unidos). Ahora los héroes del momento no eran los escritores ni los artistas, sino los artífices de la sátira y el humorismo político: cuando a comienzos de los ochenta se preguntó a estudiantes franceses a qué personajes públicos admiraban más, los analistas más veteranos no daban crédito al descubrir que el difunto Jean-Paul Sartre había sido sustituido por Coluche, un procaz y en ocasiones licencioso humorista televisivo que cáusticamente reconoció su prestigio recién descubierto presentándose a las elecciones presidenciales francesas.

Sin embargo, los mismos canales de televisión que programaban mordaces e irreverentes parodias de la cultura popular y de medio pelo también proporcionaban a los humoristas una considerable materia prima. Quizá el más generalizado motivo de escarnio fuera el Festival de Eurovisión, un concurso televisado anual, emitido por primera vez en 1970. A mediados de los setenta, el programa, que constituía un ejercicio comercial barnizado de homenaje a la nueva tecnología que permitía la retransmisión televisiva simultánea a diferentes países, presumía de una audiencia de cientos de millones de espectadores. La idea y la producción del Festival de Eurovisión, en el que cantantes melódicos y desconocidos de segunda fila de todo el continente interpretaban canciones mediocres e insulsas antes de regresar en la mayoría de los casos a la oscuridad de la que brevemente habían salido, era tan tremendamente banal que era inmune a la parodia. Quince años antes ya habría estado desfasado. Pero, precisamente por eso, anunciaba algo nuevo.

El entusiasmo con el que el Festival de Eurovisión fomentaba y encomiaba un formato lamentablemente pasado de moda y a una caterva de intérpretes ineptos reflejaba la aparición de una cultura de la nostalgia, tan melancólica como desencantada. Si el punk, la postmodernidad y la parodia constituían una respuesta a la confusión de una década de desencanto, lo «retro» era otra. El grupo francés Il Était Une Fois lucía indumentaria de los años treinta, practicando una de las muchas recuperaciones efímeras de ropa del pasado, que iban desde las faldas de la abuela a los peinados neoeduardianos de los «nuevos románticos», estos últimos recuperados por segunda vez en las últimas tres décadas. En el vestir, como en la música (y también en la arquitectura) la innovación fue sustituida por la tentación de reutilizar antiguos estilos (combinando sin convicción). La década de 1970, una época introspectiva y llena de problemas, miraba hacia el pasado, no hacia el futuro. La era de Acuario había dejado tras de sí una época de pastiche.