Postdata: Historia de dos economías
Alemania es una tierra repleta de niños. Resulta aterrador pensar que, a la larga, los alemanes puedan haber ganado la guerra después de todo.
SAUL PADOVER, 1945
Por supuesto, si hubiéramos conseguido perder dos guerras mundiales, cancelar todas nuestras deudas —en lugar de deber casi 30 millones de libras—, librarnos de todas nuestras obligaciones exteriores y no tener fuerzas desplazadas en el extranjero, seriamos tan ricos como los alemanes.
HAROLD MACMILLAN
La prosperidad y la fuerza de la economía británica que el ministro de Hacienda del Reino Unido, R. A. Butler celebró en varios discursos en 1953 y 1954, fue la última estela de prosperidad que surcó las costas del Reino Unido como consecuencia del avance imparable de la economía alemana, y la flotilla europea que arrastraba tras ella. Visto en retrospectiva, 1954 parece haber sido el último gran verano de la ilusión para el Reino Unido.
ALAN MILWARD
Un rasgo sorprendente de la historia de la Europa occidental de la postguerra es el contraste entre los resultados económicos de Alemania Occidental y Gran Bretaña. Por segunda vez en una sola generación, Alemania fue la potencia derrotada —sus ciudades destrozadas, su moneda desunida, su mano de obra masculina muerta o en campos de concentración, su transporte y sus infraestructuras pulverizadas—. Gran Bretaña era el único Estado europeo que había emergido inequívocamente victorioso de la Segunda Guerra Mundial. Aparte de los daños causados por los bombardeos y las pérdidas humanas, el tejido del país —carreteras, vías férreas, astilleros, fábricas y minas— había sobrevivido intacto a la guerra. Sin embargo, a principios de la década de 1960, la República Federal era el puntal del auge y la prosperidad de Europa, mientras que Gran Bretaña era un país rezagado, con bajos resultados económicos y una tasa de crecimiento muy alejada del resto de los países de Europa occidental[1]. En 1958 la economía de Alemania Occidental ya era mayor que la de Gran Bretaña. A los ojos de muchos observadores, el Reino Unido iba camino de convertirse en el enfermo de Europa.
Las causas de esta ironía del destino eran aleccionadoras. El contexto del «milagro» económico alemán de la década de 1950 fue la recuperación de la de 1930. Las inversiones de los nazis —en la industria de las comunicaciones, armamento y fabricación de vehículos, óptica, química, ingeniería ligera y metales no ferrosos— habían sido asumidas por una economía enfocada a la guerra; pero su recompensa llegó veinte años más tarde. La economía de mercado social de Ludwig Erhard tenía sus raíces en las políticas de Albert Speer. De hecho, muchos de los jóvenes directivos y planificadores que llegaron a ocupar puestos importantes en las empresas y el gobierno de la Alemania de la postguerra habían iniciado su trayectoria bajo el mandato de Hitler; ellos introdujeron en los comités, los organismos de planificación y las empresas de la República Federal Alemana las políticas y las prácticas patrocinadas por los burócratas nazis.
La infraestructura esencial de las empresas alemanas sobrevivió indemne a la guerra. Las empresas de fabricación, bancos, compañías de seguros, distribuidoras, todas habían vuelto a la actividad a principios de los años cincuenta, y abastecían a un voraz mercado exterior con sus productos y servicios. Ni siquiera la cada vez más elevada cotización del marco alemán impidió el progreso de Alemania. Gracias a él, los materiales importados fueron más baratos, sin restringir la demanda extranjera de productos alemanes —por lo general altamente valorados y técnicamente avanzados, y vendidos en función de su calidad y no de su precio—. En todo caso, durante las primeras décadas de la postguerra, había poca competencia: si las empresas suecas, francesas u holandesas querían un determinado producto o herramienta de ingeniería, no tenían mucha más opción que comprárselo a Alemania, y al precio que les pidieran.
Los costes empresariales alemanes se mantuvieron a raya gracias a una inversión sostenida en nuevos y eficientes métodos de producción y a una mano de obra dócil. La República Federal se benefició de una fuente prácticamente inagotable de mano de obra barata, formada por jóvenes y cualificados ingenieros huidos de Alemania del Este, encargados de maquinaria y operarios de cadena de montaje semicualificados procedentes de los Balcanes y trabajadores no cualificados de Turquía, Italia y otros países. Todos ellos estaban agradecidos por recibir un salario en una moneda fuerte y estable y tener un empleo fijo; y, al igual que la sumisa generación anterior de trabajadores alemanes heredada de los años treinta, éstos tampoco tenían intención de crear problemas.
Los resultados pueden ilustrarse haciendo referencia a una sola industria. En la década de 1960, los fabricantes de coches alemanes habían conseguido una reputación de calidad de ingeniería y fiabilidad en la fabricación que hacía que empresas como Mercedes-Benz en Stuttgart y BMW en Múnich pudieran vender coches cada vez más caros a un mercado primero nacional y con una proyección cada vez mayor en el extranjero. El Gobierno de Bonn apoyó abiertamente a estos «campeones nacionales», al igual que antes habían hecho los nazis: los alimentó durante los primeros años con préstamos ventajosos y facilitó el nexo con el negocio bancario que proporcionaba a las empresas alemanas dinero en efectivo para la inversión.
En el caso de Volkswagen, las bases se habían sentado ya en 1945. Como gran parte de la industria alemana occidental de la postguerra, Volkswagen se había beneficiado de todas las ventajas de una economía de libre mercado —especialmente por el incremento de la demanda de sus productos— sin sufrir ninguno de los inconvenientes de la competencia o de los costes de investigación, desarrollo y maquinaria. Antes de 1939, la empresa había tenido acceso a unos recursos inagotables. El nazismo, la guerra y la ocupación militar también la habían tratado bien —el gobierno militar aliado miraba con simpatía a Volkswagen precisamente porque su capacidad productiva se había construido antes de la guerra y podía funcionar sin más—. Cuando la demanda de pequeños coches familiares empezó a crecer, el Volkswagen Escarabajo no encontró ninguna competencia importante en el mercado nacional y, a pesar de sus precios fijos y bajos, los coches produjeron beneficios (gracias a los nazis, la empresa no tenía viejas deudas que saldar).
También en Gran Bretaña había un «campeón nacional», la British Motor Corporation (BMC), un conglomerado de varios fabricantes de coches anteriormente independientes como Morris o Austin, que más tarde se fusionó con Leyland Motors para constituir el British Leyland (BL). Todavía en 1980 BL vendía sus productos como emblemáticamente británicos: «Haz ondear la bandera, compra un Austin Morris». Y, al igual que los fabricantes alemanes, los fabricantes de coches ingleses fueron interesándose cada vez más por el mercado extranjero. Pero aquí terminaban las simililudes.
Después de la guerra, los sucesivos gobiernos británicos instaron especialmente a BMC (su influencia era menor sobre Ford, de propiedad estadounidense, o las filiales de General Motors en el Reino Unido) a vender todos los coches que pudieran en el extranjero, como parte de una búsqueda desesperada por conseguir ganancias en divisas extranjeras que contrarrestaran las enormes deudas contraídas por el país durante la guerra (el objetivo oficial de exportación del Gobierno a finales de los años cuarenta era el 75 por ciento de toda la producción del país). La empresa ignoró completa y deliberadamente el control de calidad en aras de la rapidez en la producción. La mala calidad resultante de los coches británicos no importó mucho al principio. Las empresas británicas disponían de un mercado cautivo: tanto la demanda interior como la europea superaban la oferta disponible. Y los fabricantes de la Europa continental no podían competir en cuanto a volumen. En 1949 el Reino Unido producía más turismos que todo el resto de Europa en conjunto. Pero una vez quedó instaurada su reputación de mala calidad y deficiente servicio, resultó imposible librarse de ella. Los compradores europeos abandonaron en masa los coches británicos tan pronto como contaron con alternativas nacionales con una mayor calidad de fabricación.
Cuando decidieron actualizar sus flotas y modernizar sus líneas de producción, las empresas de coches británicas no tuvieron unos bancos asociados a los que recurrir para obtener dinero para la inversión y préstamos, como en el caso alemán. Tampoco (a diferencia de FIAT en Italia o Renault en Francia) contaron con el Estado para compensar sus déficits. Todavía bajo la fuerte presión política de Londres, construyeron plantas y centros de distribución en zonas poco rentables del país —a fin de cumplir con las políticas regionales oficiales y apaciguar a los políticos y sindicatos locales—. Aun después de haber abandonado esta irracional estrategia económica y emprender cierta consolidación, las empresas de automóviles británicas continuaron estando completamente fragmentadas: en 1968 British Leyland estaba integrada por sesenta plantas distintas.
Los gobiernos promovieron activamente la ineficiencia de los productores británicos. Después de la guerra, las autoridades distribuyeron las escasas existencias de acero entre los fabricantes en función de su cuota de mercado anterior a la guerra, por lo cual un importante sector de la economía quedó anclado en un molde del pasado, y eso perjudicó decisivamente a los productores nuevos y potencialmente más eficientes. La garantía de los suministros, la demanda artificialmente elevada de todo lo que pudieran fabricar, y la presión política para funcionar de modos económicamente ineficientes, todo ello condujo a las empresas británicas a la ruina. En 1970 los productores europeos y japoneses estaban ya apoderándose de sus mercados y superándolos en calidad y precio. La crisis del petróleo de principios de la década de 1970, la entrada en la CEE y el final de los últimos mercados protegidos del Reino Unido en sus dominios y colonias acabaron definitivamente con la industria automovilística independiente británica. En 1975 British Leyland, el único fabricante de automóviles a gran escala independiente del país, se vino abajo y tuvo que ser salvado mediante la nacionalización. Algunos años después, sus partes más rentables fueron adquiridas a un precio de ganga por… BMW.
El declive y posterior desaparición del sector automovilístico autónomo británico ejemplifica en sí mismo la trayectoria que siguió la economía británica en general. Sus comienzos no fueron tan negativos: en 1951 Gran Bretaña seguía constituyendo el mayor centro de fabricación de Europa, con una producción equivalente a la de Francia y Alemania combinadas. Proporcionaba pleno empleo y crecía, si bien más lentamente que las demás. Pero sufría, sin embargo, dos desventajas muy graves, una de ellas producto de la fatalidad histórica, y la otra, autoimpuesta.
La crisis endémica de la balanza de pagos británica se debió en gran medida a las deudas acumuladas a lo largo de los seis años de guerra contra Alemania y Japón, a las que deben añadirse los enormes costes de sustentar un sistema de defensa efectivo durante la postguerra (el 8,2 por ciento de la renta nacional de 1955, frente a un desembolso alemán equivalente a menos de la mitad de dicha cifra). La libra —todavía una unidad monetaria muy importante en el comercio internacional de la década de 1950— estaba sobrevalorada, lo que hacía difícil que Gran Bretaña vendiera lo suficiente en el extranjero para compensar el déficit crónico de la libra esterlina frente al dólar. Gran Bretaña, un país cuya insularidad le hacía sumamente dependiente de las importaciones de alimentos y materias primas básicas, había compensado tradicionalmente su vulnerabilidad estructural con su acceso privilegiado a los mercados protegidos de su imperio y la Commonwealth.
Pero esta dependencia de mercados y recursos remotos, que en los primeros años de la postguerra constituyó una ventaja mientras el resto de Europa luchaba por recuperarse, se convirtió en una grave desventaja una vez que Europa —y especialmente la zona de la CEE— empezó a despegar. Los británicos no podían competir con Estados Unidos, ni más adelante con Alemania, en un mercado exterior no protegido, y las exportaciones británicas a Europa empezaron a quedarse cada vez más retrasadas respecto a otros productores europeos. Las exportaciones británicas de productos manufacturados representaban un 25 por ciento del valor del total mundial en 1950; veinte años después, tan sólo constituían un 10,8 por ciento. Los británicos habían perdido su cuota de mercado mundial, y sus proveedores habituales —Australia, Nueva Zelanda, Canadá y las colonias africanas— comenzaban ahora a volverse hacia otros mercados.
En cierta medida, el relativo declive económico de Gran Bretaña era por tanto inevitable. Pero la contribución británica no debe infravalorarse. Incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, la industria manufacturera británica había adquirido ya una merecida reputación de ineficiencia, de continuar viviendo de los éxitos del pasado. No es que los precios británicos fueran excesivos. Al contrario. Como Maynard Keynes apuntaba en un sardónico comentario sobre las perspectivas económicas de la Gran Bretaña de la postguerra: «El salario por hora en este país es (en términos generales) de 2 chelines la hora; en Estados Unidos, de 5 chelines la hora […]. Incluso la célebre ineficiencia de los fabricantes británicos apenas puede (espero) contrarrestar, en grandes sectores industriales, la totalidad de esta diferencia de coste inicial a su favor, aunque hay que admitir que casi lo consignen en algunos casos importantes […]. Las estadísticas de las que disponemos sugieren que, siempre que no hayamos fabricado antes el producto, en materia de costes no hay en el mundo quien nos gane[2]».
Uno de los problemas era la mano de obra. Las fábricas británicas estaban repletas de hombres (y algunas mujeres) que tradicionalmente se organizaban en cientos —literalmente— de sindicatos gremiales de larga tradición: en 1968, las fabricas de coches de British Leyland sumaban 246 sindicatos distintos con quienes la dirección de la empresa tenía que negociar por separado cada detalle de las cuotas de producción y de los salarios. Se trataba de una era de pleno empleo. De hecho, el mantenimiento del pleno empleo era el principal objetivo social de todos los gobiernos británicos de aquellos años. La determinación de no volver a pasar por los horrores de la década de 1930, cuando hombres y máquinas entraron en una fase de inactividad, se imponía a cualquier otra consideración de crecimiento, productividad o ineficiencia. Los sindicatos —y especialmente sus representantes locales, los enlaces sindicales de las fábricas— eran ahora más poderosos de lo que lo habían sido nunca. Las huelgas (un síntoma tanto de militancia laboral como de incompetencia patronal) fueron endémicas en la vida industrial de la Gran Bretaña de la postguerra.
Incluso aunque los líderes sindicales británicos hubieran seguido el ejemplo alemán y adoptado una actitud colaboradora en las fábricas y unas restricciones salariales a cambio de inversión, seguridad y crecimiento, no es probable que la mayoría de sus patronos hubieran entrado al trapo. Ya en la década de 1930, el futuro primer ministro laborista Clement Attlee había diagnosticado con precisión el mal de la economía británica como un problema de baja inversión, falta de innovación, inmovilismo laboral y mediocridad patronal. Pero, una vez en el cargo, ni él ni sus sucesores parecieron capaces de frenar su avance. Mientras que la industria alemana heredó todas las ventajas representadas por el nazismo y la guerra, las viejas y poco competitivas industrias de Gran Bretaña habían heredado el estancamiento y un profundo temor al cambio.
La industria del sector textil, la minería, los astilleros, el acero y la ingeniería ligera necesitaban una reestructuración y una actualización de la maquinaria las décadas de postguerra; pero, al igual que habían optado por acomodarse a los sindicatos en lugar de combatir las prácticas laborales ineficientes, también los directores de fábricas británicos prefirieron funcionar en un ciclo de baja inversión, reducida investigación y desarrollo, salarios bajos y una cartera cada vez más limitada de clientes en lugar de arriesgarse a empezar desde cero con nuevos productos y nuevos mercados. La solución no era evidente. Una vez más, Keynes lo expresó así: «Si por algún desgraciado error geográfico la fuerza aérea americana (es demasiado tarde para esperar gran cosa del enemigo) destruyera todas las fábricas de la costa nordeste y de Lancashire (a una hora en la que no quedara allí nadie más que los miembros de la junta directiva), no tendríamos nada que temer. Si no, no se me ocurre cómo vamos a recuperar la exuberante inexperiencia que parece necesaria para conseguir el éxito».
En Francia la inversión pública y una planificación agresiva consiguieron imponerse a una herencia similar de incompetencia e inercia por parte de los empresarios. Los gobiernos británicos, sin embargo, se limitaron a la negociación colectiva, a las recomendaciones y a delegar en la dirección. Para un Estado que a partir de 1945 había nacionalizado sectores tan amplios de la economía, y que en 1970 era ya responsable de gastar el 47 por ciento del PIB del país, esta cautela resulta paradójica. Pero el Estado británico, aunque poseyera y gestionara la mayor parte del sector del transporte, la medicina, la educación y las comunicaciones, nunca mostró ninguna ambición estratégica de ámbito nacional; y, a efectos prácticos, se dejó la economía a su aire. La responsabilidad de emplear toda la fuerza del Gobierno central en el problema del estancamiento británico recaería sobre una generación posterior de reformistas del libre mercado —y una primera ministra conservadora absolutamente reacia al Estado—. Pero, para entonces, algunas de las críticas dirigidas contra la mala adaptación de la «vieja» economía de Gran Bretaña también empezaban a dirigirse, por diferentes motivos, contra la vacilante economía alemana.