XII

El espectro de la revolución

Las relaciones sexuales comenzaron en 1963, entre el final de la prohibición de El amante de Lady Chatterley y el primer elepé de los Beatles.

PHILIP LARKIN

La revolución… la amábamos tanto.

DANIEL COHN-BENDIT

La rebelión de la burguesía arrepentida contra el proletariado complaciente y opresor es uno de fenómenos más raros de nuestro tiempo.

SIR ISAIAH BERLIN

Ahora todos los periodistas del mundo os lamen el culo […] pues yo no, queridos míos, tenéis cara de mocosos malcriados y os odio, como odio a vuestros padres […]. Cuando ayer en Valle Giulia golpeabais a la policía, yo simpatizaba con la policía porque ellos son hijos de los pobres.

PIER PAOLO PASOLINI (junio, 1968)

No estamos con Dubček. Estamos con Mao.

Eslógan estudiantil italiano, 1968

Los momentos de gran trascendencia cultural a menudo sólo se aprecian desde la retrospectiva. Los años sesenta fueron distintos: la importancia trascendente que sus contemporáneos asignaron a su propia época —y a ellos mismos— constituyó uno de los rasgos peculiares de este periodo. Una parte importante de la década de 1960 se pasó, en palabras de The Who, «hablando de mi generación». Como veremos, no se trataba de una preocupación del todo irracional; aunque condujo, como era previsible, a algunas perspectivas distorsionadas. La década de 1960 tuvo sin duda extraordinarias consecuencias para la Europa moderna, pero no todo lo que entonces parecía importante ha dejado huella en la historia. El impulso autocomplaciente, iconoclasta —ya se reflejara en el modo de vestir o en las ideas— pasó muy rápidamente de moda; por el contrario, habrían de transcurrir varios años antes de que el giro verdaderamente revolucionario en la política y los asuntos públicos iniciado a finales de la década de 1960 pudiera hacerse realmente patente. Por otra parte, la geografía política de los años sesenta puede inducir a error, ya que los avances más importantes no siempre se produjeron en los lugares más conocidos.

A mediados de la década de 1960, el impacto social de la explosión demográfica de la postguerra se dejaba sentir ya en todas partes. Europa, como resultaba patente, estaba llena de jóvenes —en Francia, en 1968, la generación de los estudiantes, personas entre los 16 y los 24 años, sumaba ocho millones, lo que representaba el 16,1 por ciento del total de la población nacional—. En épocas anteriores, una explosión demográfica como ésta hubiera dificultado enormemente el abastecimiento de comida de un país; y, aun en el caso de que hubiera sido posible alimentar a toda esta población, sus perspectivas laborales habrían sido bastante pesimistas. Pero en un momento de crecimiento y prosperidad económica, el principal problema al que se enfrentaban los Estados europeos no consistía en alimentar, vestir, alojar y proporcionar trabajo al creciente número de jóvenes, sino en educarlos.

Hasta la década de 1950, la mayoría de los niños europeos abandonaba la escuela al terminar la enseñanza primaria, normalmente entre los 12 y los 14 años. En muchos lugares, la propia enseñanza primaria obligatoria, introducida a finales del siglo XIX, se cumplía a duras penas —los hijos de los campesinos de España, Italia, Irlanda y los Estados precomunistas de la Europa del Este solían faltar a la escuela en primavera, verano y principios de otoño—. La enseñanza secundaria seguía constituyendo un privilegio reservado a las clases medias y altas. En la Italia de la postguerra, menos del 5 por ciento de la población completaba la enseñanza secundaria.

Adelantándose a las cifras futuras, y como parte de un ciclo más amplio de reformas sociales, los gobiernos de la Europa de la postguerra introdujeron una serie de importantes cambios educativos. En el Reino Unido, la edad de finalización de la escuela se elevó hasta los 15 años en 1947 (y a los 16 en 1972). En Italia, donde en la práctica la mayoría de los niños de los primeros años de la postguerra seguían dejando la escuela a los 11 años, la edad se elevó a los 14 en 1962. En Francia, que apenas contaba con 32.000 bacheliers (graduados en enseñanza secundaria) en 1950, la cifra se multiplicaría por cinco en el transcurso de los veinte años siguientes: en 1970 los bacheliers representaban el 20 por ciento de su grupo de edad.

Estos cambios educativos acarrearon consecuencias negativas. Hasta entonces, en la mayoría de las sociedades europeas, la línea divisoria se había situado entre los que dejaban la escuela después de haber aprendido a leer, escribir, cálculo aritmético básico y los hitos más importantes de la historia nacional (la inmensa mayoría) y los que permanecían en la escuela hasta los 17 o 18 años, obtenían el muy preciado certificado de enseñanza secundaria, y a renglón seguido se disponían a continuar con una formación profesional o a buscar empleo. Las grammar schools, los lycées y Gymnasiums de Europa habían estado reservados para una élite dirigente. Dichas instituciones, herederas de un currículum clásico antes inaccesible para los niños del entorno rural y los pobres de las ciudades, se abrían ahora a un colectivo cada vez mayor de jóvenes de toda extracción social. A medida que el número de niños que iniciaban y finalizaban los sistemas de educación secundaria iba en aumento, se abrió una brecha entre su mundo y el que sus padres habían conocido.

Este nuevo salto generacional, sin precedentes hasta aquel momento, constituyó una revolución social de facto y por derecho propio, si bien sus implicaciones se limitaban todavía al ámbito familiar. Pero a medida que decenas de miles de niños abarrotaron los centros de secundaria que a toda prisa se construían, con la importante presión que esto ejerció sobre el tejido físico y financiero de un sistema educativo diseñado para una época muy distinta, los planificadores empezaron a preocuparse por las consecuencias que tendrían estos cambios en lo que hasta entonces había constituido el reducto de una élite aún más selecta: las universidades.

Si antes de 1960 la mayoría de los europeos no habían visto nunca una escuela secundaria por dentro, menos aún se hubieran atrevido a soñar con asistir a la universidad. Las universidades tradicionales habían vivido una cierta expansión a lo largo del siglo XIX, así como un aumento de otras instituciones de educación superior, la mayoría de ellas dirigidas a la formación técnica. Pero la educación superior de la década de 1950 seguía limitada en Europa a unos pocos privilegiados, cuyas familias podían prescindir de los sueldos de sus hijos y mantenerlos en el colegio hasta los 18 años, además de pagar las matrículas exigidas tanto por las escuelas secundarias como por las universidades. Existían, por supuesto, las becas para los niños de clase baja y media. Pero salvo en las admirablemente meritocráticas e igualitarias instituciones de la Tercera y la Cuarta República Francesas, dichas becas rara vez cubrían los costes formales de la escolarización adicional; y en ningún caso compensaban la pérdida de ingresos.

A pesar de las inmejorables intenciones de la anterior generación de reformistas, Oxford, Cambridge, la École Normale Supérieure, las universidades de Bolonia o Heidelberg y el resto de los antiguos establecimientos de enseñanza quedaban fuera del alcance de la mayoría de la gente. En 1949 había 15.000 estudiantes universitarios en Suecia y 20.000 en Bélgica. En toda España había sólo 50.000 estudiantes universitarios, y en el Reino Unido menos del doble de dicha cifra (de una población de 49 millones). La población estudiantil francesa de aquel año apenas superaba los 130.000. Pero ahora que Europa estaba en la cúspide de la enseñanza secundaría masiva, la presión para expandir también la enseñanza superior se haría pronto irresistible. Muchas cosas tendrían que cambiar.

En primer lugar, Europa iba a necesitar muchas más universidades. En muchos lugares no existía un «sistema» de educación superior como tal. Numerosos países habían heredado una red arbitrariamente configurada de instituciones independientes: una infraestructura de establecimientos pequeños, antiguos, oficialmente autónomos, destinados a admitir como máximo a unos cuantos cientos de alumnos cada año, y frecuentemente situados en ciudades de provincias con escasas o nulas infraestructuras públicas. Dichos centros no tenían espacio para expandirse, y sus aulas, laboratorios, bibliotecas y edificios residenciales (caso de haberlos) eran incapaces de alojar a miles de jóvenes.

La típica ciudad universitaria europea —Padua, Montpellier, Bonn, Lovaina, Friburgo, Cambridge, Uppsala— era pequeña y normalmente se encontraba a escasa distancia de algún importante centro urbano (por lo que habían sido deliberadamente elegidas muchos siglos antes): la Universidad de París constituía la única excepción, si bien muy importante. La mayoría de las universidades europeas carecían de campus en el sentido norteamericano (en este punto, la excepción evidente la constituían las universidades británicas, sobre todo Oxford y Cambridge) y se hallaban físicamente integradas en sus entornos urbanos: sus estudiantes vivían en la ciudad y dependían de sus residentes para cubrir sus necesidades de alojamiento y servicios. Por encima de todo y, en muchos casos, a pesar de sus varios cientos de años de existencia, las universidades de Europa no contaban apenas con recursos materiales propios, sino que dependían absolutamente de la ciudad o el Estado para su financiación.

Si la enseñanza superior en Europa debía responder a tiempo al aumento demográfico que se abría paso a través de la enseñanza primaria y secundaria, la iniciativa tenía que proceder de la administración central. En Gran Bretaña, y en menor medida en Escandinavia, el problema se resolvió con la construcción de nuevas universidades en terrenos «rurales» situados a las afueras de las ciudades de provincia y capitales de condado: Colchester o Lancaster en Inglaterra, Aarhus en Dinamarca. Para cuando empezó a llegar la primera generación que completó la secundaria, estas nuevas universidades, aunque arquitectónicamente impersonales, al menos estuvieron acabadas para satisfacer el aumento de la demanda de plazas —y proporcionar una salida profesional a un número cada vez mayor de licenciados en busca de puestos de trabajo en la enseñanza.

En lugar de abrir estas nuevas universidades a una potencial entrada masiva de estudiantes, los planificadores educativos británicos prefirieron integrarlas en el antiguo sistema elitista. Así pues, las universidades preservaron el derecho a seleccionar o rechazar alumnos en el momento de la admisión: sólo los candidatos que alcanzaran un determinado nivel en los exámenes realizados al término de la enseñanza secundaria en el ámbito nacional podían aspirar a ser admitidos en la universidad, y cada universidad era libre de ofrecer sus plazas a quienes ellas desearan —y aceptar sólo un número de alumnos del que pudiera hacerse cargo—. En el Reino Unido los alumnos continuaron siendo una minoría privilegiada (no superior al 6 por ciento del total de su grupo de edad en 1968) y las consecuencias a largo plazo fueron incuestionablemente regresivas desde el punto de vista social. Pero para este reducido grupo de afortunados, el sistema funcionaba perfectamente, y los mantenía aislados de la mayoría de los problemas a los que se enfrentaban sus homólogos en el resto de Europa.

Porque en el continente, la enseñanza superior avanzaba en una dirección muy distinta. En la mayoría de los Estados de Europa occidental nunca habían existido impedimentos para el paso de la enseñanza secundaria a la superior: si se aprobaba el examen nacional que marcaba el fin de la enseñanza secundaria se tenía automáticamente derecho a entrar en la universidad. Hasta finales de la década de 1950 esto no había representado ninguna dificultad: el número de alumnos era pequeño, y las universidades no tenían por qué temer a la masificación estudiantil. En todo caso, antiguas convenciones hacían que en la mayoría de las universidades del continente los estudios académicos estuvieran en no poca medida separados y desestructurados. Los arrogantes e inaccesibles catedráticos pronunciaban conferencias formales en salas llenas de estudiantes anónimos que apenas se sentían presionados a terminar sus licenciaturas en unos plazos determinados, y para los cuales ser estudiante constituía tanto un rito social de paso como un medio para la formación académica[1].

En lugar de construir nuevas universidades, la mayoría de los planificadores estatales de Europa se limitaron a decretar la expansión de las ya existentes. Al mismo tiempo, no impusieron impedimentos adicionales ni ningún sistema de preselección. Por el contrario, y guiados por las mejores intenciones, con frecuencia eliminaron los que quedaban —en 1965 el Ministerio de Educación italiano abolió los exámenes de entrada y el númerus clausus—. La enseñanza superior, que antaño fuera un privilegio, ahora sería un derecho. El resultado fue catastrófico. En 1968 la Universidad de Bari, por ejemplo, cuyo número de alumnos matriculados solía rondar los 5.000, trataba de dar cabida a un contingente de estudiantes superior a los 30.000. La Universidad de Nápoles, aquel mismo año, tenía 50.000 alumnos y la de Roma 60.000. Estas tres universidades, por sí solas, sumaban una población estudiantil total superior a la de toda Italia sólo 18 años antes; muchos de sus alumnos nunca llegarían a licenciarse[2].

A finales de la década de 1960 uno de cada siete jóvenes italianos iba a la universidad (diez años antes, la proporción era de uno de cada veinte). En Bélgica la cifra era de uno de cada seis. En Alemania Occidental, donde en 1950 había 108.000 universitarios, y donde las universidades tradicionales ya empezaban a sufrir los efectos de la masificación, había casi 400.000 a finales de la década de 1960. En Francia el número de estudiantes universitarios era igual al de los alumnos de los liceos en 1956. Por toda Europa el número de estudiantes era mayor que nunca —al tiempo que la calidad de su experiencia académica se deterioraba rápidamente—. Todo estaba masificado —las bibliotecas, los colegios mayores, las aulas, los refectorios— y en un estado claramente peor (incluso, y de hecho especialmente, si era nuevo). El gasto en educación de los gobiernos de la postguerra, que en todas partes había aumentado considerablemente, se había concentrado en la dotación de centros de primaria y secundaria, equipamiento y profesorado. Sin duda se trataba de la elección correcta y, en todo caso, la que determinaba la política electoralista. Pero conllevó un precio.

En este punto merece la pena recordar que todavía en 1968 la mayoría de los jóvenes, en todos los países europeos, no eran estudiantes (detalle que tiende a pasarse por alto en las descripciones de este periodo), especialmente si sus padres eran campesinos, trabajadores, obreros no cualificados o inmigrantes, ya fuera de provincias o del extranjero. Esta mayoría de no estudiantes vivió la década de 1960 de un modo necesariamente distinto: especialmente a finales de la década, cuando tantas cosas parecían estar pasando en y alrededor de las universidades. Sus opiniones, y especialmente sus ideas políticas, no deberían inferirse de las de sus coetáneos universitarios. No obstante, en otros aspectos, los jóvenes compartían lo que ya entonces constituía una cultura propia y común.

Cada generación ve el mundo como algo nuevo. La generación de los años sesenta vio el mundo como algo nuevo y joven. A lo largo de la historia, la mayoría de los jóvenes han entrado en un mundo lleno de personas mayores, donde éstas ocupaban los puestos de influencia y servían de ejemplo. Para la generación de mediados de los años sesenta, sin embargo, las cosas fueron diferentes. El ecosistema cultural estaba evolucionando a un ritmo mucho más rápido que en el pasado. La distancia que separaba a una generación numerosa, próspera, mimada, segura de sí misma y culturalmente autónoma de la generación de sus padres, insólitamente poco numerosa, insegura, marcada por la Depresión y devastada por la guerra, era mayor que la distancia que suele haber entre distintos grupos de edades. Como mínimo, a muchos jóvenes les parecía haber nacido en una sociedad que, aun a regañadientes, se estaba transformando —en sus valores, su estilo, sus normas— ante sus ojos y a instancias suyas. La música popular, el cine y la televisión estaban llenos de gente joven y cada vez se dirigían más a este tipo de público y de mercado. En 1965 había programas de radio y televisión, revistas, tiendas, productos e industrias enteras cuya existencia se debía exclusivamente a los jóvenes y que por tanto dependían de esta clientela.

Aunque la cultura juvenil de cada país tiene sus iconos e instituciones propios, y sus puntos de referencia exclusivamente locales (el 22 de junio de 1963 la Fête des Copains celebrada en la Place de la Nation de París constituyó el acto fundacional de la cultura juvenil de los años sesenta en Francia y sin embargo pasó casi completamente desapercibida en los demás países), muchas de las formas populares de cultura de esta época fluyeron con una facilidad sin precedentes a través de las fronteras nacionales. La cultura de masas se estaba convirtiendo en internacional por definición. Una tendencia (en la música o en el vestir) podía comenzar en el mundo angloparlante, a menudo en la propia Inglaterra, y luego avanzar hacia el sur y hacia el este, facilitada por una cultura cada vez más visual (y por tanto internacional), y sólo en ocasiones obstaculizada por alternativas locales o, más frecuentemente, por la intervención política[3].

Las nuevas modas iban forzosamente dirigidas a los jóvenes que gozaban de una situación más desahogada: los hijos de las familias blancas de clase media europeas, que podían permitirse comprar discos, entradas para conciertos, zapatos, ropa, maquillaje y llevar un corte de pelo a la moda. Pero el aspecto de estos artículos rompía radicalmente con las pautas convencionales. Los músicos de más éxito del momento —los Beatles y sus imitadores— tomaban sus ritmos de los guitarristas de blues americanos (la mayoría de ellos negros) y los acompañaban del lenguaje y las vivencias de la clase trabajadora británica[4]. Esta combinación tan original se convertiría luego en la cultura autóctona y transnacional de la juventud europea.

El contenido de la música popular era muy importante, pero su forma contaba aún más. En la década de 1960 la gente prestaba una atención especial al estilo. Podría pensarse que esto no era tampoco nuevo. Pero lo que sí constituyó una peculiaridad de la época fue que el estilo podía sustituir directamente al contenido. La música popular de los años sesenta era insubordinada en su tono, en su forma de ejecución —aunque sus letras a menudo resultaban anodinas y en el mejor de los casos el público extranjero las entendía sólo a medias—. En Austria, tocar o escuchar música pop británica o norteamericana constituía una falta de respeto hacia los atónitos padres, de la generación de Hitler; lo mismo cabría decir, mutatis mutandis, de Hungría o Checoslovaquia. La música, por decirlo así, protestaba por ti.

Si la cultura musical predominante de los años sesenta parecía tratar del sexo —al menos hasta que inició un breve viraje hacia la droga y la política—, esto también obedeció en gran parte a una cuestión de estilo. La mayoría de la gente joven vivía separada de sus padres, desde una edad más temprana que nunca hasta aquel momento. Y los anticonceptivos eran cada vez más seguros, legales y fáciles de conseguir[5]. La exhibición pública del cuerpo desnudo y el reflejo de una despreocupación sexual evidente en el cine y la literatura se hacían cada vez más comunes, al menos en la Europa noroccidental. Por todo ello, la generación anterior estaba convencida de que las barreras sexuales se habían venido abajo por completo —y a sus hijos les encantaba alimentar esta pesadilla.

En realidad la «revolución sexual» de la década de 1960 no constituyó más que un espejismo para la inmensa mayoría de la gente, tanto joven como mayor. Por lo que nos consta, los intereses y las prácticas sexuales de la mayoría de los jóvenes europeos no cambiaron tan rápida ni tan radicalmente como sus contemporáneos se complacen en afirmar. Según muestran las encuestas de la época, ni siquiera la vida sexual de los estudiantes era muy diferente de la de generaciones anteriores. El estilo sexualmente liberado de los años sesenta se solía comparar con el de los años cincuenta, descrito (de forma un tanto inexacta) como un periodo de rectitud moral y rígidas limitaciones emocionales. Pero si se compara con el de la década de 1920, o con el fin de siglo europeo, o con los bajos fondos de París, los «acelerados años sesenta» fueron en realidad bastante insulsos.

El énfasis en el estilo hizo que la generación de los años sesenta se preocupara con inusual insistencia en parecer diferente. La ropa, el peinado, el maquillaje y todo lo que entonces seguía denominándose «accesorios de moda» se convirtió en un importante marchamo de identificación generacional y política. Londres fue la cuna de todas estas tendencias: el gusto europeo en el vestir, la música, la fotografía, las modelos, la publicidad e incluso las revistas de mayor tirada encontraron allí su inspiración. Si se tiene en cuenta la consolidada reputación británica en el diseño monótono y la construcción de mala calidad, esto constituyó un cambio inverosímil, una juvenil inversión de la tradición en este orden de cosas, que no duraría mucho. Pero el falso amanecer del «Swinging London» —como lo bautizaría la revista Time en abril de 1966— proyectó una luz claramente distinta sobre aquel periodo.

En 1967, en la capital británica había más de 2.000 tiendas que se autodenominaban «boutiques». La mayoría de ellas no eran más que burdas imitaciones de las tiendas de ropa que habían brotado por toda Carnaby Street, antiguo lugar de encuentro de homosexuales masculinos ahora reciclado en epicentro de la moda tanto para homosexuales como heterosexuales. En París la boutique de ropa New Man, la primera imitación francesa de la revolución indumentaria, se inauguró el 13 de abril de 1965 en la rue de l’Ancienne Comédie. Un año después habían seguido su ejemplo otras muchas tiendas, todas ellas con nombres británicos: Dean, Twenty, Cardiff, etcétera.

El estilo Carnaby Street, clonado en toda Europa occidental (si bien menos en Italia que en los demás países), se caracterizaba por los conjuntos coloridos y ajustados, de inspiración andrógina y deliberadamente mal adaptados a las personas mayores de treinta años. Los pantalones estrechos de pana roja y las camisas negras ajustadas de «New Man» se convirtieron en el uniforme básico de los manifestantes callejeros de París durante los siguientes tres años, y fue copiado con profusión en todas partes. Al igual que todo lo que rodeaba a los años sesenta, esta moda estaba hecha por y para hombres; pero las mujeres jóvenes también podían usarla y así lo hacían, cada vez más. Incluso las principales casas de modas de París se vieron afectadas: a partir de 1965, los modistos de la ciudad fabricaron más pantalones que faldas.

También redujeron su producción de sombreros. Resulta sintomático de la primacía del mercado juvenil que el pelo sustituyera a los sombreros como máxima expresión de la propia personalidad, y se dejara los sombreros tradicionales para ocasiones formales de los «ancianos»[6]. Sin embargo no desaparecieron. En una segunda fase de la transición indumentaria, los alegres colores primarios del atuendo de estilo «mod» (heredado de finales de los cincuenta) fueron desplazados por unas prendas exteriores más «serias», que reflejaban un giro similar en la música. La ropa joven ahora se diseñaba y comercializaba sin perder de vista sus fuentes de inspiración «proletarias» y «radicales»: no sólo para los vaqueros y las «camisas de trabajo», sino también para las botas, chaquetas oscuras y gorras de piel tipo «Lenin» (u otras variantes forradas de fieltro, que recordaban a las «gorras Kossuth» de los insurgentes húngaros del siglo XIX). Esta moda de índole deliberadamente política nunca llegó a calar en Gran Bretaña, pero a finales de la década era prácticamente el uniforme oficial de los radicales alemanes e italianos y de sus seguidores estudiantiles[7].

A caballo entre ambas modas, llegaron las prendas de inspiración gitana de los hippies. En contraste con el estilo «Carnaby Street» y el estilo «macarra», de origen europeo, el look hippie —confusamente utópico en su ética no occidental, «contracultural» y asexual, ostentosamente no consumista—, era de importación norteamericana. Su utilidad comercial era evidente, y muchos de los puntos de venta que habían brotado por doquier para satisfacer la demanda de ropa ajustada y corte rectilíneo de mediados de los años sesenta pronto se pusieron a trabajar de firme para adaptar sus stocks a la nueva tendencia. Incluso durante algún breve tiempo trataron de comercializar el «look Mao». Consistente en chaquetas sin hechuras, de cuello recortado, sin solapas, combinadas con la omnipresente gorra «proletaria», el look Mao combinaba perfectamente distintos aspectos de los tres estilos, especialmente si se le complementaba con el «accesorio» del Pequeño Libro Rojo con las revolucionarias reflexiones del dictador chino. Pero, a pesar de La Chinoise, la película dirigida por Godard en 1967 en la que un grupo de estudiantes franceses estudian diligentemente a Mao y tratan de seguir su ejemplo, el «look Mao» tuvo un seguimiento minoritario, incluso entre los «maoístas».

La política contracultural y sus símbolos adoptaron una línea más dura a partir de 1967, por asociación con los idealizados relatos de los insurgentes de la guerrilla «tercermundista». Pero, aun así, nunca llegó a calar en Europa. La extraordinaria resurrección de la figura del Che Guevara, plasmada en los pósters con su imagen martirizada e inspirada en Jesucristo, tan popular entre los adolescentes incomprendidos, no debería conducirnos a engaño: en Europa los años sesenta siempre fueron eurocéntricos. Incluso la «revolución hippy» nunca llegó a cruzar del todo el Atlántico. Como mucho, llegó hasta las orillas de Gran Bretaña y Holanda, y dejó a su paso cierto sedimento en forma de una cultura de la droga que llegó a penetrar más en estos países que en ningún otro lugar, y un disco de larga duración extraordinariamente original.

El lado frívolo de la década de 1960 —la moda, la cultura pop, el sexo— no debería desdeñarse como mera fanfarria. Era la nueva manera que tenía una generación de romper con la época de sus abuelos, la gerontocracia (Adenauer, De Gaulle, Macmillan —y Jruschov—) que todavía dirigía los asuntos del continente. Sin duda, los aspectos más llamativos, más impostados de los años sesenta —la autoindulgencia narcisista que para siempre quedará asociada a esta era— transmiten una imagen de falsedad si se analizan en conjunto. Pero en su día, y para los que participaban de ellos, parecían nuevos y refrescantes. Incluso el frío y duro brillo del arte contemporáneo, o las cínicas películas de los años sesenta, parecían refrescantes y auténticas tras el confortable artificio burgués del pasado reciente. Las solipsistas pretensiones de la época —que los jóvenes cambiarían el mundo «yendo a su bola», «viviendo el momento» y «haciendo el amor y no la guerra»— siempre fueron una ilusión, y no han resistido bien el paso del tiempo. Pero no fue la única ilusión de aquel momento, ni mucho menos la más estúpida.

La década de 1960 fue la gran era de la Teoría. Es importante aclarar lo que esto significa: evidentemente no se refiere al trabajo y los enormes avances que se estaban realizando en la bioquímica, la astrofísica o la genética, dado que esto lo ignoraban los no especialistas. Ni describe tampoco un renacimiento del pensamiento social europeo: a mediados del siglo XX no surgieron pensadores sociales comparables a Hegel, Comte, Marx, Mill, Weber o Durkheim. La «Teoría» no significaba tampoco filosofía: los filósofos de Europa occidental más conocidos de la época —Bertrand Russell, Karl Jaspers, Martin Heidegger, Benedetto Croce, Maurice Merleau-Ponty, Jean Paul Sartre— estaban muertos, eran demasiado viejos o bien estaban comprometidos con otras cosas, y los pensadores más importantes de la Europa del Este —Jan Patočka o Leszek Kołakowski— todavía eran desconocidos fuera de sus propios países. En cuanto a la brillante generación de economistas, filósofos y pensadores sociales que había florecido en Europa central antes de 1934, la mayoría de sus supervivientes se habían exiliado con carácter permanente a Estados Unidos, Gran Bretaña o las antípodas, donde constituyeron el núcleo intelectual de la erudición «anglosajona» en sus respectivos campos.

En su nueva y moderna acepción, la «Teoría» significaba algo muy distinto. En gran medida estaba relacionada con «interrogarse» (un término artístico contemporáneo) sobre el método y los objetivos de las disciplinas académicas, especialmente de las ciencias sociales —historia, sociología, antropología— pero también de las humanidades, e incluso, años más tarde, de las ciencias experimentales. En una época de enorme expansión de las universidades, con publicaciones, revistas y conferenciantes deseosos de «seguimiento», emergió un mercado de «teorías» de todo tipo —estimuladas no por una mejora de la oferta intelectual, sino más bien por una demanda insaciable del consumo.

En la vanguardia de la revolución teórica estaban las disciplinas académicas de historia y las más indulgentes ciencias sociales. La renovación del estudio histórico en Europa había comenzado una generación antes: la Economic History Review y Annales: Économies, Sociétés, Civilizations, cuyo proyecto revisionista ya quedaba implícito en el título, se fundaron en 1929. En la década de 1950 aparecieron el Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Gran Bretaña, la influyente revista de historia social titulada Past & Present, el departamento de Estudios Culturales de la Universidad de Birmingham, en Inglaterra, y la escuela de Historia Social creada en torno a Hans-Ulrich Wehler en la Universidad de Bielefeld, en Alemania Occidental.

El saber generado por los hombres y mujeres asociados con estos grupos e instituciones no era necesariamente iconoclasta; de hecho, a pesar de su muy alta calidad en general, metodológicamente era a menudo bastante convencional. Pero sí era deliberadamente interpretativo, normalmente desde una posición no dogmática pero de tendencias inequívocamente izquierdistas. Se trataba de una historia determinada por la teoría social y por la insistencia en la importancia de la clase social, especialmente de las clases más bajas. La cuestión no era sólo narrar o incluso explicar un momento histórico dado, sino revelar su significado más profundo. Esta línea de estudio histórico parecía acortar la distancia entre el pasado y el presente, entre la especulación intelectual y el compromiso contemporáneo, y una nueva generación de estudiantes adoptó (y, con bastante frecuencia, malinterpretó) esta perspectiva.

Pero, a pesar de su aplicación política, la historia es una disciplina especialmente impermeable a la elevada especulación teórica: cuanto más interviene la Teoría, más se retrae la historia. Aunque alguno de los principales historiadores de la década de 1960 llegó a adquirir un carácter icónico en sus últimos años, ninguno de ellos, por subversivas que fueran sus teorías, se erigió en gurú cultural. A otras disciplinas les fue mejor —o peor, según el punto de vista de cada uno—. Inspirándose en una línea anterior de especulación en el terreno de la lingüística, los antropólogos culturales —encabezados por Lévi-Strauss— propusieron una nueva explicación globalizada de las variaciones y las diferencias entre las distintas sociedades. Lo que importaba no eran los usos sociales o los síntomas culturales, sino la esencia interna, la estructura profunda de los asuntos humanos.

El «estructuralismo», como dio en llamarse, ejercía una poderosa seducción. Como forma de clasificar la experiencia humana, guardaba un estrecho parecido con la escuela historicista de los Annales —cuyo exponente más conocido en aquel momento, Fernand Braudel, había adquirido su reputación con el estudio de la longue durée, una visión a vuelo de pájaro de la historia que describía los lentos cambios geográficos y de las estructuras sociales a lo largo de extensos periodos de tiempo— y que, por tanto, encajaba perfectamente en el estilo académico de la época. Pero lo que revestía mayor importancia era la accesibilidad inmediata que el estructuralismo ofrecía a los intelectuales y a los no expertos. Como los admiradores de Lévi-Strauss de otras disciplinas relacionadas explicaban, el estructuralismo no era siquiera una teoría representacional: los códigos o «signos» sociales que describía no se relacionaban con ninguna persona, lugar o hecho concreto, sino sencillamente con otros signos, con los que formaba un sistema cerrado. Por tanto, no estaba sujeto a la comprobación o desaprobación empírica —en el estructuralismo no podía demostrarse nunca que algo estuviera equivocado— y la iconoclasta ambición de sus afirmaciones, unidas a su impermeabilidad a la contradicción, garantizaban un público numeroso. Cualquier cosa podía explicarse como una combinación de «estructuras»: como Pierre Boulez explicó al titular uno de sus trabajos Estructuras, «ésta es la palabra clave de nuestro tiempo».

A lo largo de la década de 1960 emergió toda una plétora de estructuralismos aplicados: en antropología, historia, sociología, psicología, ciencia política y, por supuesto, literatura. Sus representantes más conocidos —generalmente los que sabían combinar en las dosis adecuadas la audacia de su erudición con un talento natural para la autopromoción— se convirtieron en celebridades internacionales, con la buena fortuna de que su entrada en el candelero intelectual coincidió con el inicio del fenómeno de la televisión como medio de masas. Puede que en alguna época anterior Michel Foucault hubiera sido una estrella de los salones y las salas de conferencias parisienses, como lo había sido Henri Bergson cincuenta años antes. Pero cuando, tras su publicación en 1966, se vendieron 20.000 ejemplares de Les Mots et les Choses en sólo cuatro meses, la celebridad le llegó casi de la noche a la mañana.

El propio Foucault renegaba de la etiqueta de «estructuralista», al igual que Albert Camus siempre había insistido en que él nunca había sido «existencialista» y que en realidad ni siquiera conocía el significado del término[8]. Pero como incluso Foucault se hubiera visto obligado a admitir, daba igual lo que él pensara. El «estructuralismo» era ya un término acuñado para cualquier narración ostentosamente subversiva del pasado o del presente en la que las explicaciones y las categorías lineales resultaran alteradas y sus supuestos cuestionados. Más importante aún, los «estructuralistas» eran personas que minimizaban o incluso negaban el papel de los individuos y de la iniciativa individual en los asuntos humanos[9].

Pero, a pesar de sus variadas aplicaciones, la idea de que todo está «estructurado» dejaba un aspecto vital sin explicar. Para Fernand Braudel o Claude Lévi-Strauss, e incluso Michel Foucault, el objetivo era descubrir el funcionamiento profundo de un sistema cultural. Al margen de que esto constituyera o no un impulso intelectual subversivo —en el caso de Braudel, desde luego no lo era—, lo cierto es que pasaba por alto o minimizaba el cambio y la transición. En especial, los acontecimientos políticos decisivos se resistían a este enfoque: se podía explicar por qué las cosas tenían que cambiar en un momento dado, pero no quedaba claro cómo lo hacían, o por qué los actores sociales individuales optaban por facilitar el proceso. Como interpretación de la experiencia humana, cualquier teoría que dependiera de un conjunto de estructuras del que se había eliminado la posibilidad de elección humana se veía por tanto obstaculizada por sus propios supuestos. El estructuralismo, aunque intelectualmente subversivo, era políticamente pasivo.

El impulso juvenil de los años sesenta no consistía en entender el mundo; como Marx apuntaba en su por entonces tan citada Undécima tesis sobre Feuerbach, escrita cuando sólo tenía 26 años: «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo, de diferentes modos; sin embargo, de lo que se trata es de cambiarlo». En lo referente a cambiar el mundo, sólo había una gran teoría que pareciera relacionar una interpretación del mundo con un proyecto global de cambio; sólo una narración universal que diera sentido a todo y a la vez dejara lugar a la iniciativa humana: el proyecto político del propio marxismo.

Las afinidades intelectuales y las obsesiones políticas de los años sesenta en Europa sólo cobran sentido a la luz de esta continua fascinación por Marx y el marxismo. Como Jean Paul Sartre expresó en 1960 en su Crítica de la razón dialéctica: «Considero el marxismo como la filosofía insuperable de nuestro tiempo». Esta fe inquebrantable de Sartre no era universalmente compartida, pero en todo el espectro político se compartía la idea de que quienquiera que deseara entender el mundo, debía estudiar en profundidad el marxismo y su legado político. Raymond Aron —coetáneo, antiguo amigo y némesis intelectual de Sartre— fue anticomunista toda su vida. Pero también él reconocía abiertamente (con una mezcla de tristeza y resignación) que el marxismo era la idea dominante de la era: la religión secular de su época.

Entre 1956 y 1968 el marxismo vivió —y, de hecho, prosperó— en Europa con sus constantes vitales al mínimo. El comunismo estalinista había caído en desgracia gracias a las revelaciones y los acontecimientos de 1956. Los partidos comunistas de Occidente eran políticamente irrelevantes (en Escandinavia, Gran Bretaña, Alemania Occidental y los Países Bajos), pasaban por un evidente declive (en Francia) o bien, como en el caso italiano, luchaban por distanciarse de su herencia moscovita. El marxismo oficial, tal y como se había encarnado en la historia y las enseñanzas de los partidos leninistas, estaba en gran parte desacreditado —especialmente en los territorios en los que continuaba gobernando—. Incluso aquellos que en Occidente optaban por votar a los comunistas evidenciaban poco interés por el tema.

Al mismo tiempo existía un difundido interés intelectual y académico por aquellas partes de la herencia marxista que podían diferenciarse de la versión soviética y salvarse de su naufragio moral. Desde la muerte del fundador, habían existido sectas y escisiones marxistas y marxistizantes —bastante antes de 1914 había habido pequeños partidos políticos que se proclamaban los verdaderos herederos—. Algunos de ellos, como el Partido Socialista de Gran Bretaña (PSGB), aún existían, y alardeaban de su virginidad política y afirmaban su única y correcta interpretación de los textos marxistas[10]. Pero la mayoría de los movimientos, círculos, clubes y sociedades marxistas de finales del siglo XIX habían sido absorbidos por los partidos socialistas y laboristas que se unificaron entre los años 1900 y 1910. Los enfrentamientos marxistas de la época moderna tienen sus raíces en el cisma leninista que se produciría posteriormente.

Fueron las luchas entre facciones de los primeros años del gobierno soviético las que dieron lugar a la «herejía» marxista más duradera, la de Trotski y sus seguidores. Un cuarto de siglo después del asesinato de Trotski en México a manos de un asesino estalinista (y no en poca medida a causa de ello), podían encontrarse partidos trotskistas en todos los países de Europa donde no estuvieran explícitamente prohibidos. Solían ser pequeños y estar dirigidos, a imagen de su epónimo fundador, por un líder carismático y autoritario que dictaba su doctrina y sus tácticas. Su estrategia característica consistía en el «entrismo», es decir, en introducirse y trabajar desde dentro de las grandes organizaciones de izquierdas (partidos, sindicatos, sociedades académicas) para colonizarlos o impulsar sus políticas y sus alianzas en la dirección marcada por Trotski y sus teorías.

Para el observador externo, los partidos trotskistas —y la evanescente Cuarta Internacional (de los Trabajadores) a la que estaban afiliados— parecían curiosamente indiferenciables de los comunistas, con los que les unía una similar lealtad a Lenin y de los que sólo les separaba la historia sangrienta de la lucha de poder entre Trotski y Stalin. En cuanto al dogma, había un elemento diferenciador crucial —los trotskistas continuaban hablando de «revolución permanente» y acusaban a los dirigentes comunistas de haber abortado la revolución de los trabajadores confinándola a un solo país—, pero en otros aspectos la única diferencia evidente era que el historial trotskista era un absoluto fracaso.

Era este mismo fracaso, por supuesto, el que los posteriores seguidores de Trotski encontrarían tan atractivo. El pasado podía resultar desalentador, pero su análisis de lo que había ido mal —la revolución soviética había sido secuestrada por una reacción burocrática análoga al golpe termidoriano que acabó con los jacobinos en 1794— les garantizaría, según creían, el éxito en un futuro próximo. Sin embargo, Trotski también había quedado impregnado del tufillo del poder —después de todo, había desempeñado un papel crucial en los primeros años del régimen soviético y era en cierta medida responsable de algunas de sus desviaciones—. Para una nueva e inocente generación política, los fracasos verdaderamente atractivos eran los de los líderes perdidos del comunismo europeo, los hombres y mujeres que nunca habían tenido la oportunidad de ejercer ninguna responsabilidad política en absoluto.

Por tanto, la década de 1960 fue testigo del redescubrimiento de Rosa Luxemburgo, la socialista judío-polaca asesinada por los soldados de los Frei Korps alemanes en la fallida revolución de Berlín de 1919; György Lukács, el pensador comunista húngaro cuyos escritos políticos de la década de 1920 ofrecieron durante un breve tiempo una alternativa a las interpretaciones comunistas oficiales de la historia y la literatura antes de que fuera obligado públicamente a abjurar de ellas; y, sobre todo, Antonio Gramsci, el cofundador del Partido Comunista Italiano y autor de una serie de brillantes documentos no publicados sobre política revolucionaria e historia italiana, la mayoría de ellos escritos en las prisiones fascistas en las que fue languideciendo desde 1926 hasta su muerte, a los 46 años, en abril de 1937.

En el curso de la década de 1960 los tres fueron abundantemente reeditados, o editados por vez primera, en numerosos idiomas. Tenían poco en común, y la mayoría de lo que compartían era negativo: ninguno había ejercido el poder (salvo en el caso de Lukács como comisario de Cultura durante la breve dictadura de Béla Kun en Budapest, de marzo a agosto de 1919); todos ellos habían estado en desacuerdo en algún determinado momento con las prácticas leninistas (en el caso de Luxemburgo, incluso antes de que los bolcheviques tomaran el poder); y los tres, como tantos otros, habían caído en un largo olvido a la sombra de la teoría y la práctica comunista oficial.

La exhumación de los escritos de Luxemburgo, Lukács, Gramsci y otros marxistas olvidados de principios del siglo XX[11] fue acompañada del redescubrimiento del propio Marx. De hecho, el desenterramiento de un Marx nuevo y ostensiblemente muy distinto fue crucial para la atracción del marxismo durante aquellos años. El «viejo» Marx era el Marx de Lenin y Stalin: el científico victoriano cuyos escritos neopositivistas anticipaban y autorizaban el centralismo democrático y la dictadura del proletariado. Incluso aunque a este Marx no pudiera considerársele directamente responsable de los usos que se le habían dado a sus escritos de la madurez, estaba irrevocablemente asociado a ellos. Fuera al servicio del comunismo o de la socialdemocracia, pertenecían a la vieja izquierda.

La nueva izquierda, como comenzó a llamársela en 1965, buscó nuevos textos, y los encontró, en los escritos del joven Karl Marx, en los ensayos metafísicos y las notas escritas a principios de la década de 1840, cuando Marx apenas había cumplido veinte años y era un joven filósofo alemán empapado en el historicismo hegeliano y el sueño romántico de la libertad definitiva. El propio Marx había preferido no publicar algunos de estos escritos; de hecho, tras las revoluciones fallidas de 1848 se había alejado claramente de ellos, para acercarse al estudio de la economía política y la política contemporánea con la que a partir de entonces se le asociaría.

Por consiguiente, muchos de los primeros escritos de Marx no eran muy conocidos ni siquiera entro los eruditos. Cuando por primera vez se publicaron completos en 1932 en Moscú, bajo los auspicios del Instituto Marx-Engels, atrajeron escasa atención. El renacimiento del interés por ellos —especialmente de los Manuscritos económicos y filosóficos y de La ideología alemana— se produjo treinta años más tarde. De repente era posible ser marxista y al mismo tiempo echar por la borda el pesado y mancillado bagaje de la izquierda tradicional europea. Al parecer, al joven Marx le preocupaban problemas sorprendentemente modernos: cómo transformar la conciencia «alienada» y liberar a los seres humanos de la ignorancia acerca de su verdadera condición y capacidades; cómo invertir el orden de prioridades de la sociedad capitalista y situar a los seres humanos en el centro de su propia existencia; en resumen, cómo cambiar el mundo.

Para una generación anterior de eruditos marxistas, y para los partidos marxistas establecidos, esta perversa insistencia en los escritos que el propio Marx había preferido no publicar resultaba profundamente frívola. Pero también era implícitamente subversiva: si uno podía acudir directamente a los textos e interpretar a Marx a su voluntad, entonces la autoridad de los dirigentes comunistas (y en este caso, también de los trotskistas) se desmoronaría y, con ella, gran parte de la justificación de la política revolucionaria dominante como se entendía entonces. Lógicamente, el establishment marxista reaccionó. Louis Althusser —el principal teórico de Partido Comunista Francés, experto internacional en marxismo y profesor de la École Normale Supérieure francesa— edificó su reputación profesional y su fama pasajera sobre la reivindicación de haber levantado un cortafuegos entre el «joven» Marx hegeliano y el «maduro» Marx materialista. Sólo sus últimos escritos, insistía, eran verdaderamente marxistas[12].

Lo que los comunistas y otros marxistas conservadores previeron con acierto fue lo fácilmente que este Marx nuevo y humanista podía adaptarse a los gustos y modas contemporáneos. Las quejas de románticos de principios del siglo XIX como Marx contra la modernidad capitalista y el impacto deshumanizador de la sociedad industrial se adaptaban perfectamente a las protestas de aquel momento contra la «tolerancia represiva» de la Europa post-industrial. La flexibilidad aparentemente infinita del próspero y liberal Occidente, su capacidad de absorber pasiones y diferencias como una esponja, enfurecía a sus críticos. La represión, insistían, era endémica en la sociedad burguesa. No podía evaporarse sin más. La represión que ya no estaba en las calles debía forzosamente encontrarse en algún sitio: se había asentado en la propia alma de la gente, y sobre todo en sus cuerpos.

Herbert Marcuse, un intelectual de la época de Weimar que terminó recalando en el sur de California —donde adaptó cómodamente su vieja epistemología a su nuevo entorno—, ofreció una útil refundición de todas estas líneas de pensamiento. La sociedad de consumo occidental, explicaba, ya no se fundamentaba en la explotación económica directa de una clase desposeída de proletarios. En su lugar, había desviado la energía humana de la búsqueda de la satisfacción (especialmente la satisfacción sexual) y la había dirigido al consumo de productos e ilusiones. Las necesidades reales —sexuales, sociales, cívicas— se habían visto desplazadas por otras falsas, cuya realización se había convertido en el objetivo de la cultura consumista. Esto suponía llevar a Marx más lejos incluso de lo que él mismo hubiera deseado, pero atrajo a un público muy amplio: no sólo a los pocos que leían los ensayos de Marcuse, sino a otros muchos que fueron captando el lenguaje y la idea general de esta argumentación a medida que adquiría una extensa difusión cultural.

El énfasis en la satisfacción sexual como objetivo radical resultaba ofensivo para una generación anterior de izquierdistas. El amor libre en una sociedad libre no era una idea nueva —algunas sectas socialistas de principios del siglo XIX la habían propugnado, y los primeros años de la Unión Soviética habían sido claramente relajados en el aspecto moral—, pero la tradición dominante del radicalismo europeo se caracterizaba por la rectitud moral y doméstica. La vieja izquierda nunca había sido culturalmente disidente o sexualmente audaz, ni siquiera cuando era joven: lo consideraban propio de bohemios, estetas y artistas, a menudo de tendencias individualistas e incluso políticamente reaccionarias.

Pero, a pesar de resultar incómoda, la fusión del sexo y la política no representaba una verdadera amenaza —de hecho, como más de un intelectual comunista trataba por todos los medios de resaltar, el nuevo énfasis en la satisfacción de los deseos privados por encima de los esfuerzos colectivos era objetivamente reaccionario[13]—. Las implicaciones verdaderamente subversivas de la adaptación que la nueva izquierda había hecho de Marx eran otras. Los comunistas y otros podían obviar el tema de la liberación sexual. Ni siquiera les preocupaba la estética antiautoritaria de las generaciones jóvenes, con sus exigencias de autogobierno en el dormitorio, el aula o el taller; todo lo que quizá imprudentemente pasaban por alto al considerarlo una alteración pasajera del orden de cosas natural. Lo que les ofendía mucho más profundamente era la tendencia emergente de los jóvenes radicales a identificar la teoría marxista con unas prácticas revolucionarias llevadas a cabo en tierras exóticas, donde ninguna de las categorías y máximas establecidas parecían aplicarse.

La reivindicación esencial de la izquierda histórica europea era que ella representaba y, en el caso del comunismo, de hecho encarnaba, al proletariado: la clase obrera industrial. Esta estrecha identificación del socialismo con la mano de obra urbana constituía algo más que una mera afinidad opcional. Era la marca diferenciadora de la izquierda ideológica, que la distinguía de los liberales bienintencionados o de los reformistas sociales católicos. El voto de la clase trabajadora, especialmente el voto de la clase trabajadora masculina, constituía la base del poder y la influencia del Partido Laborista británico, los partidos obreros de Holanda y Bélgica, los partidos comunistas de Francia e Italia y los partidos socialdemócratas de la Centroeuropa germanoparlante.

Salvo en el caso de Escandinavia, la mayoría de la población trabajadora nunca había sido socialista ni comunista —sus lealtades se repartían por todo el espectro político—. A pesar de todo, los partidos de izquierdas tradicionales dependían en gran medida de los votos de la clase trabajadora y por tanto se identificaban íntimamente con ella. Pero a mediados de la década de 1960 esta clase estaba ya en vías de desaparición. En los países desarrollados de Europa occidental los mineros, los trabajadores de la industria del acero y de los astilleros, de las industrias siderúrgica, textil y ferroviaria, y todo tipo de trabajadores manuales, se estaban jubilando en grandes cantidades. En la era de la industria de servicios que se avecinaba su lugar lo fue ocupando un tipo muy distinto de población trabajadora.

Esto debió de constituir una cierta fuente de preocupación para la izquierda convencional: la militancia y los fondos de los sindicatos y los partidos dependían en gran medida de esta base social. Pero, aunque la incipiente desaparición de proletariado clásico europeo se anunciaba con profusión en todos los estudios sociológicos de la época, la izquierda continuaba insistiendo en la clase trabajadora como su «base». Los comunistas perseveraron especialmente en su intransigencia a este respecto. Sólo había una clase trabajadora: el proletariado; sólo un partido que podía representar y defender los intereses de dicha clase: los comunistas; y la lucha de los trabajadores llevada a cabo bajo la dirección comunista sólo podía traducirse en un resultado correcto: la revolución, tal y como había sido patentada por Rusia cincuenta años antes.

Pero para cualquiera que se no sintiera ligado a esta versión de la historia europea, el proletariado ya no era el único vehículo de transformación social radical. En lo que cada vez se conocía más con el nombre de «Tercer Mundo» había candidatos alternativos: los nacionalistas anticolonialistas del norte de África y Oriente Próximo; los radicales negros de Estados Unidos (difícilmente catalogables como del Tercer Mundo, pero que se sentían estrechamente identificados con él), y las guerrillas campesinas repartidas por el mundo entero, desde América Central hasta el Mar del Sur de China. Junto con los «estudiantes» e incluso los jóvenes en general, éstos constituían un contingente más numeroso y más dispuesto a movilizarse en pro de unas esperanzas revolucionarias que la serias y satisfechas masas trabajadoras del próspero Occidente. A partir de 1956 los jóvenes radicales de Europa occidental se alejaron de la desalentadora experiencia comunista de la Europa del Este para buscar inspiración en lugares más lejanos.

Este nuevo gusto por lo exótico se vio impulsado en parte por la descolonización de la época y las aspiraciones de los movimientos nacionales de liberación, y en parte por la proyección sobre otros de las propias ilusiones perdidas de Europa. El conocimiento de las circunstancias locales era notablemente escaso, pese a la emergencia de una rudimentaria industria académica de «estudios campesinos». Las revoluciones de Cuba y China fueron especialmente investidas de todas las cualidades y los logros de los que lamentablemente carecía Europa. La escritora marxista italiana Maria-Antonietta Macciocchi comentaba extasiada el contraste entre la miserable situación de la Europa contemporánea y la utopía post-revolucionaria de la China de Mao, por entonces en pleno apogeo de la Revolución Cultural: «En China no existen los síntomas de enajenación, trastornos nerviosos o fragmentación del individuo que se encuentran en la sociedad de consumo. El mundo de los chinos es compacto, integrado y absolutamente sano».

Las revoluciones campesinas en el mundo no europeo presentaban además otra característica que atraía a los intelectuales y los estudiantes europeos de la época: eran violentas. Evidentemente la violencia no escaseaba a sólo unas horas de viaje hacia el Este, en la Unión Soviética y sus satélites. Pero era la violencia del Estado, del comunismo oficial. La violencia de las sublevaciones del Tercer Mundo era una violencia liberadora. Como Jean-Paul Sartre explicó en el prólogo a la edición francesa de Frantz Fanon, The Wretched of the Earth[a] (Los condenados de la tierra), en la violencia de las revoluciones anticoloniales «el hombre se recreaba a sí mismo […] disparar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, acabar al mismo tiempo con el opresor y con el hombre al que oprime: quedando así un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente bajo sus pies un suelo nacional».

Esta abnegada admiración por modelos ajenos no era nueva en Europa: Tocqueville había comentado en su momento la atracción que la intelligentsia prerrevolucionaria de la Francia del siglo XVIII había sentido por otros modelos, y un sentimiento similar había desempeñado un papel importante en la seducción que produjo la propia revolución soviética. Pero en la década de 1960 los ejemplos que Europa pretendía emular eran los del extremo oriente o del lejano sur. A los estudiantes radicales de Milán y de Berlín se les instaba a imitar las estratagemas orientales de éxito: en una significativa combinación de retórica maoísta y tácticas trotskistas, el líder estudiantil alemán Rudi Dutschke realizó en 1968 un llamamiento a que sus seguidores protagonizaran «una larga marcha a través de las instituciones».

Para sus líderes conservadores, estas ocasionales invocaciones de los modelos externos ilustraba la indisciplinada facilidad con la que la venerable sintaxis revolucionaria de la vieja Europa se estaba transformando en una Babel ideológica. Cuando los estudiantes italianos propusieron que, en la nueva economía de servicios, las universidades constituyeran el epicentro de la producción de conocimiento y los estudiantes por tanto la nueva clase trabajadora, estaban llevando al límite los términos del intercambio marxista. Pero al menos tenían de su parte el precedente dialéctico, y jugaban con las normas aceptadas. Pocos años antes, cuando Re Nudo, un periódico estudiantil milanés, proclamó: «!Juventud proletaria de Europa, Jimi Hendrix se une a nosotros!», la dialéctica había descendido ya hacia la parodia. Como sus críticos habían destacado desde el principio, los chicos y chicas de la década de 1960 no eran nada serios.

Y sin embargo, los años sesenta constituyeron al mismo tiempo una década con un profundo significado. El Tercer Mundo estaba sumido en la agitación, desde Bolivia hasta el sudeste de Asia. El «Segundo Mundo» del comunismo soviético se mantenía estable sólo en apariencia, y no por mucho tiempo, como veremos. Y el principal poder de Occidente, convulsionado por asesinatos y disturbios raciales, empezaba a embarcarse en una guerra declarada en Vietnam. Los gastos de defensa estadounidenses aumentaron de forma constante a mediados de la década de 1960, y alcanzaron su máximo en 1968. La guerra de Vietnam no generó divisiones en Europa —todo el espectro político mostró su desaprobación— pero sirvió como catalizador para la movilización del continente entero: incluso en Gran Bretaña, donde las manifestaciones más numerosas de la década se convocaron explícitamente para oponerse a la política estadounidense. En la Campaña de Solidaridad con Vietnam de 1968, varias decenas de miles de estudiantes recorrieron las calles de Londres en dirección a la embajada estadounidense de Grosvenor Square para exigir airadamente el fin de la guerra en Vietnam (y del desganado apoyo a ésta del Gobierno laborista británico).

No deja de resultar revelador de las peculiares circunstancias de la década de 1960, y del contexto social de los activistas públicos más prominentes, que tantos conflictos y demandas de la época se basaran en la agenda política y no en la económica. Al igual que en 1848, los años sesenta fueron una revolución de los intelectuales. Pero el descontento del momento tenía una dimensión económica, aunque muchos de los participantes todavía no fueran conscientes de ella. Aunque la prosperidad de las décadas de la postguerra todavía no había tocado a su fin y el desempleo se mantenía en unos mínimos históricos, el ciclo de disputas laborales que se produjeron en toda Europa occidental a principios de los años sesenta presagiaba los problemas que se avecinaban.

Detrás de estas huelgas, y de las que se producirían en 1968-1969, subyacía cierto descontento ante la bajada de los salarios reales, a medida que la ola de crecimiento de la postguerra empezaba a disminuir; pero la verdadera fuente del descontento eran las condiciones de trabajo; y, en particular, las relaciones entre los empleados y sus jefes. Salvo en los casos excepcionales de Austria, Alemania y Escandinavia, las relaciones entre la dirección y los empleados en las fábricas y oficinas europeas no eran buenas: en una típica fábrica de Milán —o de Birmingham, o del cinturón industrial de París—, los trabajadores, resentidos y militantes, eran supervisados por empresarios autocráticos e intransigentes, sin que existiera apenas comunicación entre ellos. En ciertas partes de Europa, la expresión «relaciones industriales» era un oxímoron.

Lo mismo podía decirse de algunas áreas del sector servicios y del profesional: la Organización de la Radio y la Televisión Francesa (ORTF) y el Commissariat à l’Energie Atomique, por citar sólo dos casos representativos, estaban llenos de personal técnico resentido, desde periodistas a ingenieros. Los estilos tradicionales de autoridad, disciplina y tratamiento (e incluso de vestir) se habían quedado atrás respecto a las rápidas transformaciones sociales y culturales de la época anterior. Las fábricas y las oficinas eran dirigidas jerárquicamente, sin que los niveles bajos participaran de ninguna manera. Los directivos podían castigar, humillar o despedir a su personal a su voluntad. Los empleados solían ser tratados sin mucho respeto, y sus opiniones eran completamente ignoradas. Las llamadas a una mayor iniciativa por parte de los trabajadores, mayor autonomía profesional e incluso la autogestión, se extendieron cada vez más.

Se trataba de aspectos que no habían ocupado un lugar muy importante en los conflictos industriales europeos desde las acciones de los frentes populares en 1936. Durante mucho tiempo habían escapado a la atención de los sindicatos y los partidos políticos, concentrados en exigencias más tradicionales y fácilmente manipulables: salarios más altos, jornadas más cortas. Pero solían solaparse con la retórica de los estudiantes radicales (con los cuales los trabajadores de las fábricas tenían poco más en común), que expresaban quejas similares sobre sus masificadas y deficientemente gestionadas universidades.

El sentimiento de exclusión de la toma de decisiones, y por tanto del poder, reflejaba otra dimensión de los años sesenta cuyas implicaciones no llegaron a percibirse del todo en aquel momento. Gracias al sistema de las elecciones legislativas a dos vueltas y la elección del presidente por sufragio universal, la vida política francesa se había fusionado a mediados de la década de 1960 en un sistema estable de coaliciones electorales y parlamentarias construidas en torno a dos familias políticas: los comunistas y socialistas de la izquierda, y los centristas y gaullistas de la derecha. Mediante el acuerdo tácito de todo el espectro político, los partidos pequeños y los grupos marginales se vieron obligados a unirse con uno de los cuatro grandes partidos para no tener que abandonar el escenario político dominante.

Lo mismo ocurría en Italia y Alemania, por diferentes razones. A partir de 1963 la mayor parte del espacio político nacional lo ocupaba en Italia una amplia coalición de centroizquierda, de la que estaban excluidos sólo los partidos comunistas y ex fascistas. La República Federal de Alemania estuvo gobernada a partir de 1966 por una «gran coalición» de cristianodemócratas y socialdemócratas que, junto con los liberal-demócratas, monopolizaba el Bundestag. Estos acuerdos garantizaban la estabilidad y la continuidad política pero, a consecuencia de ello, en tres importantes democracias de Europa occidental la oposición radical no sólo se vio empujada hacia el exterior del arco parlamentario, sino completamente fuera de él. El «sistema» parecía de hecho estar dirigido exclusivamente por «ellos», como la nueva izquierda insistía desde hace algún tiempo. Haciendo de la necesidad virtud, los estudiantes radicales se declararon a sí mismos la oposición «extraparlamentaria» y la política se trasladó a las calles.

El ejemplo más conocido de ello, lo ocurrido en Francia en la primavera de 1968, fue también el de menor duración. Su prominencia se debe más a su impacto y al especial simbolismo de la insurgencia en las calles de París que a sus efectos, nada duraderos. Los «Hechos de Mayo» comenzaron en otoño de 1967 en Nanterre, un lúgubre suburbio situado al oeste de París y emplazamiento de una de las ampliaciones más apresuradamente construidas de la vieja Universidad de París. Los colegios mayores de Nanterre albergaban desde hacía algún tiempo a una población flotante de estudiantes legítimos, radicales «clandestinos» y un reducido número de vendedores y consumidores de drogas. Los alquileres no se pagaban. También había un considerable movimiento nocturno entre las residencias masculinas y femeninas, a pesar de las estrictas prohibiciones oficiales[14].

La administración académica de Nanterre se había mostrado reacia a provocar problemas por el cumplimiento de las normas, pero en enero de 1968 expulsaron a un «ocupa» y amenazaron con tomar medidas disciplinarias contra un estudiante legítimo, Daniel Cohn-Bendit, por insultar a un ministro del Gobierno durante una visita[15]. A continuación se produjeron otras manifestaciones y, el 22 de marzo, tras el arresto de unos radicales estudiantiles que habían atacado el edificio de American Express en el centro de París, se organizó un movimiento, uno de cuyos líderes era Cohn-Bendit. Dos semanas después el campus de Nanterre se cerró debido a posteriores enfrentamientos de los estudiantes con la policía, y el movimiento —y la acción— se trasladó a los venerables edificios de la Sorbona y sus alrededores, en el centro de París.

Merece la pena insistir en el carácter provinciano e individual de las cuestiones que suscitaron los Hechos de Mayo para que el lenguaje cargado de ideología y los ambiciosos programas de las semanas siguientes no nos lleven a confusión. La ocupación estudiantil de la Sorbona y las posteriores barricadas y choques con la policía, especialmente de las noches del 10 al 11 y del 24 al 25 de mayo, los llevaron a cabo representantes de la Jeunesse Communiste Révolutionnaire (trotskista), así como por representantes de sindicatos establecidos de estudiantes y de jóvenes profesores universitarios. Pero la retórica marxista que acompañó todo ello, aunque familiar, enmascaraba un espíritu esencialmente anarquista cuyo objetivo inmediato consistía en la eliminación y la humillación de la autoridad.

En este sentido, como los dirigentes del desdeñoso Partido Comunista Francés se preocupaban con toda razón de reiterar, aquello era una fiesta, no una revolución. Tenía el simbolismo de una revuelta tradicional francesa —manifestantes armados, barricadas callejeras, ocupación de edificios y enclaves estratégicos, exigencias y contraexigencias políticas— pero carecía de su fundamento. Los jóvenes que integraban las multitudes estudiantiles eran en su mayoría de clase media —de hecho, muchos de ellos pertenecían a la burguesía parisina: los fils à papa (hijos de papá), como el líder del PCF Georges Marchais los denominó despectivamente—. Eran sus propios padres, tías y abuelas los que les miraban desde las ventanas de sus cómodos edificios de apartamentos mientras desfilaban por las calles desafiando a las fuerzas armadas del Estado francés.

Georges Pompidou, el primer ministro gaullista, supo tomar perfectamente la medida al conflicto. Tras las primeras confrontaciones retiró a la policía, a pesar de las criticas de su propio partido y Gobierno, y dejó de facto a los estudiantes de París al mando de su propia universidad y su quartier correspondiente. Pompidou —y su presidente, De Gaulle— se avergonzaban de las tan publicitadas actividades de sus estudiantes. Pero, salvo en un primer y breve momento de sorpresa inicial, jamás se sintieron amenazados por ellos. Cuando llegara el momento la policía, especialmente la policía antidisturbios —reclutada entre los hijos de los pobres campesinos de provincias y perfectamente dispuesta a dar de palos a los jóvenes privilegiados parisinos— restauraría el orden sin problemas. Lo que le preocupaba a Pompidou era algo bastante más grave.

Los disturbios y ocupaciones estudiantiles habían encendido la chispa de una serie de huelgas y encierros en lugares de trabajo que a finales de mayo tenían prácticamente paralizada a toda Francia. Algunas de las primeras protestas —la de los reporteros de la Televisión y Radio Francesa, por ejemplo— se dirigían contra sus responsables políticos por censurar la cobertura del movimiento estudiantil y, en particular, la excesiva brutalidad de algunos policías antidisturbios. Pero a medida que la huelga general se extendió a las fábricas de aviones de Toulouse, las industrias petroquímicas y, lo que resultaba aún más alarmante, a las inmensas factorías de Renault de los alrededores del propio París, empezó a quedar claro que estaba en juego algo más que unos cuantos miles de estudiantes exaltados.

Las huelgas, las sentadas, las ocupaciones de oficinas y las manifestaciones y marchas de las que iban acompañadas constituyeron el mayor movimiento de protesta social de la Francia moderna, mucho más amplio que los de junio de 1936. Incluso en retrospectiva resulta difícil establecer con seguridad cuáles eran exactamente sus fines. La organización sindical de orientación comunista, la Confédération Genérale du Travail (CGT) también se encontró perdida al principio: cuando los representantes sindicales trataron de hacerse con la huelga de Renault, los trabajadores los echaron a gritos, además de rechazar sin contemplaciones un acuerdo alcanzado entre el Gobierno, los sindicatos y los empresarios, a pesar de sus promesas de mejoras salariales, jornadas más reducidas y mayor participación.

Los millones de hombres y mujeres que habían dejado de trabajar tenían al menos una cosa en común con los estudiantes. Cualesquiera que fueran sus quejas particulares, lo que les frustraba por encima de todo eran las condiciones de su existencia. No era tanto que quisieran conseguir mejores condiciones de trabajo como cambiar de alguna manera su modo de vida; así lo expresaban con toda claridad los panfletos, manifiestos y discursos. Aquello resultaba positivo para la autoridades públicas ya que dispersaba el ánimo de los huelguistas y dirigía su atención lejos de los objetivos políticos; pero, al mismo tiempo, indicaba un malestar general que sería muy difícil de abordar.

Francia era un país próspero y seguro, y algunos comentaristas conservadores concluyeron que, por tanto, la ola de protestas no estaba motivada por el descontento sino por el simple aburrimiento. Pero existía una frustración genuina, no sólo en las fábricas como Renault, donde las condiciones de trabajo eran insatisfactorias desde hacía mucho tiempo, sino en todas partes. La Quinta República había acentuado el tradicional hábito francés de concentrar el poder en un solo lugar y en un puñado de instituciones. Francia estaba dirigida, como quedaba evidente para todos, por una reducida élite parisiense: socialmente exclusiva, culturalmente privilegiada, arrogante, jerárquica e inaccesible. Incluso algunos de sus propios miembros (y especialmente sus hijos) la encontraban asfixiante.

Incluso el anciano De Gaulle, por primera vez desde 1958, no supo interpretar el giro de los acontecimientos. Su respuesta inicial había sido pronunciar un ineficaz discurso televisado y a continuación desaparecer de la vista[16]. Cuando trató de atraerse lo que él entendió como el ánimo antiautoritario nacional en un referéndum que se celebraría al año siguiente, y propuso una serie de medidas destinadas a descentralizar el gobierno y la toma de decisiones en Francia, ya estaba definitiva y humillantemente derrotado, por lo que dimitió, se jubiló y se retiró a su casa de campo, donde moriría pocos meses después.

Pompidou, entre tanto, había acertado al esperar a que pasaran las manifestaciones estudiantiles. En pleno apogeo de las sentadas estudiantiles y del movimiento huelguista, algunos líderes de los estudiantes y unos cuantos políticos veteranos a los que habría cabido suponerles mejor criterio (incluido el anterior presidente Pierre Mendès-France y el futuro presidente François Mitterrand) declararon la impotencia de las autoridades: ahora el poder estaba allí para el que lo quisiera. Se trataba de un discurso peligroso y estúpido: como Raymond Aron apuntó entonces, «expulsar aun presidente elegido por sufragio universal no es lo mismo que expulsar a un rey». De Gaulle y Pompidou se apresuraron a sacar partido de los errores de la izquierda. El país, advirtieron, se veía amenazado por un golpe de Estado comunista[17]. A finales de mayo De Gaulle anunció unas elecciones anticipadas, e hizo un llamamiento a los franceses para que eligieran entre el Gobierno legítimo y la anarquía revolucionaria.

Como inicio de su campaña electoral, la derecha escenificó una enorme contramanifestación. Mucho mayor incluso que las manifestaciones estudiantiles de dos semanas atrás, las multitudes que desfilaron por los Campos Elíseos el 30 de mayo desmintieron la afirmación de la izquierda de que las autoridades habían perdido el control. La policía recibió instrucciones de reocupar los edificios universitarios, las fábricas y las oficinas. En las elecciones parlamentarias posteriores, los partidos gaullistas en el poder obtuvieron una aplastante victoria, en la que aumentaron sus votos en más de una quinta parte y se aseguraron una abrumadora mayoría en la Asamblea Nacional. Los trabajadores volvieron al trabajo. Los estudiantes se fueron de vacaciones.

Los Hechos de Mayo en Francia tuvieron un impacto psicológico absolutamente desproporcionado en relación con su verdadera significación. Se trataba de una revolución desarrollada aparentemente en tiempo real y ante una audiencia televisiva internacional. Sus líderes eran maravillosamente telegénicos; jóvenes atractivos y elocuentes que dirigían a la juventud francesa a través de los históricos bulevares parisienses de la orilla izquierda[18]. Sus demandas —ya fueran por un entorno académico más democrático, el fin de la censura moral o, simplemente, un mundo más agradable— eran accesibles y, a pesar de los puños cerrados y la retórica revolucionaria, poco amenazadoras. El movimiento huelguista nacional, aunque misterioso y desestabilizador, simplemente vino a añadirse al aura de las acciones estudiantiles: al haber hecho detonar —de forma bastante accidental— la explosión del resentimiento social, retrospectivamente se les atribuyó haberlo anticipado e incluso articulado.

Por encima de todo, los Hechos de Mayo en Francia fueron curiosamente pacíficos para los niveles de turbulencia revolucionaria del resto del mundo, o del propio pasado de Francia. La violencia contra la propiedad privada fue bastante frecuente, y algunos estudiantes y policías tuvieron que ser hospitalizados después de la «noche de las barricadas» del 24 de mayo. Pero ambos bandos se contuvieron. En mayo de 1968 no murió ningún estudiante; los representantes políticos de la República no fueron asaltados, y sus instituciones nunca fueron seriamente cuestionadas (a excepción del sistema universitario francés, donde empezó todo, que, a pesar de las continuas interrupciones internas y el descrédito que sufrió, no experimentó ninguna reforma significativa).

Los radicales de 1968 imitaron hasta el extremo de la caricatura el estilo y el atrezo de revoluciones pasadas —al fin y al cabo, actuaban en el mismo escenario—. Pero renunciaron a repetir su violencia. A consecuencia de ello, el «psicodrama francés» (Aron) de 1968 rápidamente entró a formar parte de la mitología popular como objeto de nostalgia, una lucha estilizada en la que las fuerzas de la vida, la energía y la libertad se contraponían al adormecimiento y el embotamiento de los hombres del pasado. Algunos de los rostros más populares de mayo del 68 continuaron con carreras políticas convencionales. Alain Krivine, el licenciado universitario que se convirtió en el líder carismático de los estudiantes trotskistas es hoy, cuarenta años después, el líder sexagenario del partido trotskista más antiguo de Francia. Daniel Cohn-Bendit, expulsado de Francia en mayo, se convertiría después en un respetado concejal de Francfort y más adelante en el representante del Partido de los Verdes en el Parlamento Europeo.

No obstante, resulta sintomático del carácter fundamentalmente apolítico de mayo de 1968 que los libros franceses más vendidos sobre este tema una generación más tarde no sean obras serias de análisis histórico, y mucho menos los tratados doctrinales de la época, sino recopilaciones de los grafitis y los eslóganes de entonces. Seleccionados de las paredes, los tablones de anuncios y las calles de la ciudad, estos ingeniosos dichos animaban a la gente joven a hacer el amor, pasarlo bien, reírse de los representantes de la autoridad, hacer en general lo que apeteciera y cambiar el mundo casi como consecuencia de ello. Como rezaba el eslogan, Sous le pavé, la plage (bajo los adoquines, la playa). Lo que los creadores de eslóganes de mayo de 1968 no hicieron nunca fue invitar a nadie a causar verdadero daño. Incluso en los ataques a De Gaulle le trataban como un impedimento caduco más que como un enemigo político. Expresaban su irritación y su frustración, pero poca ira. Sería por tanto una revolución sin víctimas, lo que al final significó que no fuera para nada una revolución.

La situación era muy distinta en Italia, a pesar de las similitudes aparentes en cuanto a la retórica de los movimientos estudiantiles. En primer lugar, el contexto social de los conflictos italianos era bastante peculiar. La numerosa emigración desde el sur hacia el norte que se había producido a lo largo de la primera mitad de la década había generado, en Milán, Turín y otras ciudades industriales del norte, una demanda de transportes, servicios, educación y, sobre todo, vivienda, que los gobiernos del país no habían conseguido nunca satisfacer. El «milagro económico» italiano llegó más tarde que en el resto de países, y la transición a partir de la sociedad agraria había sido más abrupta.

A consecuencia de ello, los problemas de la industrialización de la primera generación coincidieron y colisionaron con el descontento de la modernidad. Los trabajadores no cualificados y semicualificados —por lo general procedentes del sur y, en muchos casos, mujeres— nunca fueron absorbidos por los sindicatos bien establecidos de trabajadores masculinos cualificados del norte industrial. Las tradicionales tensiones entre trabajadores y empresarios se multiplicaban ahora con las disputas entre los trabajadores cualificados y no cualificados, los sindicados y los no organizados. Los empleados cualificados de las fábricas de FIAT o la empresa de neumáticos Pirelli, los mejor pagados y mejor protegidos, exigían mayor participación en la toma de decisiones —sobre los horarios de los turnos, las diferencias salariales y las medidas disciplinarias—. Los trabajadores no cualificados perseguían algunas de estas metas y se oponían a otras. Su principal objeción era contra el agotador trabajo a destajo, el ritmo implacable de las cadenas de producción masiva mecanizadas y la poca seguridad de las condiciones de trabajo.

La economía de la postguerra italiana se transformó por obra de cientos de pequeñas empresas de ingeniería, textiles e industriales, la mayoría de cuyos empleados carecían de recursos legales o institucionales contra las exigencias de sus jefes. El Estado del bienestar italiano de la década de 1960 era todavía un edificio bastante improvisado que no alcanzaría su madurez hasta la década siguiente (en gran parte gracias a la agitación social de los años sesenta), y muchos trabajadores no cualificados y sus familias aún no tenían derechos laborales o acceso a prestaciones familiares (en marzo de 1968 se produjo una huelga nacional para exigir un plan de pensiones nacional). Estos no eran los problemas que los partidos tradicionales y los sindicatos de izquierdas estaban dispuestos a abordar. Por el contrario, su principal preocupación en aquel momento era la disolución de las viejas instituciones laborales a causa de este tipo de mano de obra nueva e indisciplinada. Cuando las empleadas semicualificadas buscaron el respaldo del sindicato comunista en sus quejas sobre el acelerado ritmo de trabajo se les animó a que, en lugar de ello, exigieran un aumento de la retribución.

Dadas las circunstancias, los principales beneficiarios de las tensiones sociales de Italia no fueron las organizaciones establecidas de la izquierda, sino un puñado de redes informales de la izquierda «extraparlamentaria». Sus líderes —los comunistas disidentes, los teóricos y académicos de la autonomía de los trabajadores y los portavoces de organizaciones estudiantiles— fueron más rápidos a la hora de identificar las nuevas fuentes de descontento del entorno laboral industrial e integrarlas en sus proyectos. Por otra parte, las propias universidades presentaban una situación claramente análoga. También allí un nuevo personal laboral no organizado (la afluencia masiva de la primera generación de estudiantes) se enfrentaba a unas condiciones de vida y de trabajo profundamente insatisfactorias y una vieja élite ejercía un poder decisorio absoluto sobre las masas estudiantiles, como determinar a su voluntad la carga de trabajo, los exámenes y las medidas disciplinarias.

Desde esta perspectiva, los directores, los sindicatos establecidos y otras organizaciones profesionales de las escuelas y universidades —no menos que los de las fábricas y los talleres— compartían un interés personal, «objetivo» en el statu quo. El hecho de que la población estudiantil de Italia procediera en su gran mayoría de la clase media urbana no constituyó ningún impedimento para lo anterior —dado que como productores y consumidores de conocimiento representaban (a sus propios ojos) una amenaza aún mayor para el poder y la autoridad que las fuerzas tradicionales del proletariado—. En el pensamiento de la nueva izquierda lo que contaba no era el origen social del grupo, sino su capacidad para perturbar las instituciones y las estructuras de la autoridad. Para empezar a hacerlo, un aula podía ser un lugar igual de bueno que un taller de maquinaria.

La variada adaptabilidad de la política radical italiana de estos años queda bien patente en el siguiente pliego de demandas que circulaba por un liceo (escuela secundaria) de Milán: las metas del movimiento estudiantil, declaraba, consistían en «el control y eventual eliminación de las notas y los suspensos, para abolir de este modo la selección en la escuela; el derecho de todos a una educación y a una beca de estudios; la libertad de mantener reuniones; la celebración de una reunión general por las mañanas; la rendición de cuentas por parte de los profesores hacia los estudiantes; la eliminación de todos los profesores reaccionarios y autoritarios; la elaboración del currículum desde abajo»[19].

En Italia el ciclo de protestas y alteraciones del orden público comenzó en Turín en 1968 con la oposición por parte de los estudiantes a trasladar parte de la universidad (la facultad de ciencias) a la periferia —un eco de las protestas que tenían lugar en Nanterre exactamente en el mismo momento—. También existió cierto paralelismo en el posterior cierre, en marzo de 1968, de la Universidad de Roma, a raíz de los disturbios estudiantiles acaecidos allí en protesta por una ley parlamentaria de reforma de las universidades. Pero, a diferencia de los movimientos estudiantiles franceses, el interés de los organizadores estudiantiles italianos en la reforma de las instituciones académicas siempre fue secundario respecto a su identificación con el movimiento de los trabajadores, como los nombres de sus organizaciones —Avanguardia Operaia o Potere Operaio (Vanguardia Obrera, Poder Obrero)— sugieren.

Los conflictos laborales que comenzaron en las fábricas de la empresa Pirelli en Milán en septiembre de 1968 y duraron hasta noviembre de 1969 (cuando el Gobierno presionó a Pirelli para que cediera a las principales demandas de los trabajadores) sirvieron de contrapunto industrial y estímulo a las protestas de los estudiantes. El movimiento huelguístico de 1969 fue el más importante de la historia italiana, y desencadenó un impacto movilizador y politizador sobre los jóvenes radicales italianos muy superior al de las breves protestas de un mes de duración ocurridas en Francia el año anterior. El «otoño caliente» de aquel año, con sus huelgas salvajes y ocupaciones espontáneas por parte de pequeños grupos de trabajadores que exigían participar en la forma de dirigir las fábricas, llevó a una generación de teóricos estudiantiles italianos y a sus seguidores a concluir que su absoluto rechazo al «Estado burgués» constituía la táctica adecuada. La autonomía de los trabajadores —como táctica y como objetivo— era la senda del futuro. Las reformas —en los centros educativos y en las fabricas— no sólo eran imposibles de conseguir, sino además indeseables. La negociación equivalía a la derrota.

Por qué los marxistas italianos «no oficiales» adoptaron esta actitud es algo que todavía es objeto de debate. La estrategia tradicionalmente sutil y acomodaticia del Partido Comunista Italiano le dejó expuesto a la acusación de funcionar dentro del «sistema», de tener intereses creados en la estabilidad y por tanto de ser, como sus críticos le acusaban desde la izquierda, «objetivamente reaccionario». Por otra parte, el propio sistema político italiano era corrupto y aparentemente impermeable al cambio: en las elecciones parlamentarias de 1968 tanto los cristianodemócratas como los comunistas aumentaron sus votos, y el resto de partidos no consiguieron ningún avance. Pero aunque esto podría justificar la desafección de la izquierda parlamentaria, no podía explicar plenamente su giro hacia la violencia.

El «maoísmo» —o más bien la fascinación acrítica por la Revolución Cultural china entonces en pleno apogeo— estaba más extendido en Italia que en ninguna otra parte de Europa. Los partidos, grupos y publicaciones de tendencia maoísta, reconocibles por su insistencia en el adjetivo «marxista-leninista» (para distinguirse de los menospreciados dirigentes comunistas), proliferaron rápidamente durante aquellos años, inspirados por la Guardia Roja china y preocupados por destacar la identidad de intereses que unía a los trabajadores y a los intelectuales. Los teóricos estudiantiles de Roma y Bolonia llegaron a emular la retórica de los doctrinarios de Pekín con la división de las asignaturas académicas en «vestigios preburgueses» (griego y latín), «puramente ideológicas» (por ejemplo, la historia) e «indirectamente ideológicas» (física, química y matemáticas).

La combinación supuestamente maoísta de romanticismo revolucionario y dogma obrerista la encarnó el periódico (y el movimiento) Lotta Continua (Lucha Continua) —cuyo nombre, como ocurría con frecuencia, encapsulaba su proyecto—. Lotta Continua apareció por primera vez en otoño de 1969, momento en el cual el giro hacia la violencia ya estaba en marcha. Entre los eslóganes de las manifestaciones estudiantiles de Turín de junio de 1968 estaban «no a la paz social en las fábricas» y «la violencia sólo ayuda allí donde reina la violencia». Durante los meses siguientes las manifestaciones en las universidades y en las fábricas experimentaron una acentuación del gusto por la violencia, tanto retórica («hay que aplastar al Estado, no cambiarlo») como real. La canción más popular en el movimiento estudiantil durante aquellos meses se titulaba, muy apropiadamente, La Violenza.

Las ironías de todo esto no pasaron desapercibidas para los ciudadanos de entonces. Como el director de cine Pier Paolo Pasolini señaló tras los enfrentamientos estudiantiles con la policía en los jardines Villa Borghese de Roma, los roles de clase se habían invertido: ahora eran los privilegiados hijos de la burguesía los que gritaban eslóganes revolucionarios y golpeaban a los mal pagados hijos de los aparceros del sur, encargados de mantener el orden ciudadano. Para cualquiera con una memoria adulta del reciente pasado italiano, este giro hacia la violencia sólo podía acabar mal. Mientras que los estudiantes franceses habían coqueteado con la idea de que la autoridad pública podía resultar vulnerable a la agitación promovida desde abajo, un capricho que las firmemente asentadas instituciones gaullistas les habían consentido impunemente, los radicales italianos tenían buenas razones para creer que en realidad podrían conseguir desgarrar el tejido de la República postfascista —y estaban decididos a intentarlo—. El 24 de abril de 1969 se colocaron sendas bombas en la Feria del Comercio de Milán y en la estación central de ferrocarril. Ocho meses más tarde, después de que los conflictos de Pirelli se hubieran resuelto y el movimiento huelguista hubiese finalizado, una bomba hizo volar el Banco Agrícola de la Piazza Fontana en pedazos. La «estrategia de tensión» subyacente en los años de plomo de la década de 1970 había comenzado.

A los radicales italianos de la década de 1960 se les podría acusar de haber olvidado el pasado reciente de su país. En Alemania Occidental ocurrió lo contrario. Hasta 1961, una generación de postguerra había sido educada en la visión del nazismo como responsable de la guerra y de la derrota; pero sus aspectos verdaderamente perversos fueron minimizados sistemáticamente. El juicio de Adolf Eichmann aquel año en Jerusalén, seguido de los llamados «juicios de Auschwitz» celebrados en Francfort entre 1963 y 1965, mostraron tardíamente al público alemán las atrocidades del régimen nazi. En Francfort 273 testigos dieron testimonio de la escala y la profundidad de los crímenes alemanes contra la humanidad, que iban mucho más allá de los 23 acusados (22 miembros de las SS y un kapo de un campo de concentración). En 1967 Alexander y Margarete Mitscherlich publicaron su enormemente influyente estudio Die Unfähigkeit zu trauen (La incapacidad de sentir duelo), donde argumentaban que el reconocimiento oficial por parte de Alemania Occidental del horror nazi nunca había ido acompañado de un verdadero reconocimiento individual de la propia responsabilidad.

Los intelectuales germanos occidentales adoptaron con ahínco esta idea. Escritores, dramaturgos y directores de cine consagrados —Günter Grass, Martin Walser, Hans-Magnus Enzensberger, Jürgen Habermas, Rolf Hochhuth, Edgar Reitz, todos ellos nacidos entre 1927 y 1932— centraron a partir de entonces su trabajo cada vez más en el nazismo y en la incapacidad de asumirlo. Pero una generación más joven de intelectuales nacidos durante la Segunda Guerra Mundial o justo después de ella adoptaría una línea más dura. Carentes de un conocimiento directo de lo que había pasado antes, interpretaron todos los defectos de Alemania a través del prisma de los fracasos no tanto del nazismo como de la República de Bonn. Así, para Rudi Dutschke (nacido en 1940), Peter Schneider (1940), Gudrun Ensslin (1940) o los ligeramente más jóvenes Andreas Baader (nacido en 1943) y Rainer-Werner Fassbinder (1945), la democracia de la postguerra de Alemania Occidental no era la solución, sino el problema. El mundo apolítico, consumista y protegido por Estados Unidos en el que se había cobijado la Bundesrepublik no sólo era imperfecto y amnésico, sino que había conspirado activamente junto a sus amos occidentales para negar el pasado alemán y enterrarlo entre bienes materiales y propaganda anticomunista. Ni siquiera sus atributos constitucionales eran auténticos: en palabras de Fassbinder, «nuestra democracia fue decretada por la zona occidental de ocupación, nosotros no luchamos por ella».

La joven intelligentsia radical de la Alemania de la década de 1960 acusó a la República de Bonn de encubrir los crímenes de su generación fundadora. Muchos de los hombres y mujeres nacidos en Alemania durante la guerra y los años inmediatamente posteriores a ella nunca conocieron a sus padres: quiénes eran, qué habían hecho. En la escuela no se les enseñaba nada de la historia de Alemania posterior a 1933 (ni tampoco mucho de la era de Weimar). Como Peter Schneider y algunos otros explicarían más adelante, vivían en una cápsula construida a partir de un vacío: incluso en casa —en realidad, especialmente en casa— nadie hablaba de «eso».

Sus padres, la generación de alemanes nacida entre 1910 y 1930, no sólo se negaban a hablar del pasado. Escépticos ante las promesas políticas y las grandes ideas, su atención se concentró firme y algo desasosegadamente en el bienestar material, la estabilidad y la respetabilidad. Como Adenauer había entendido, su identificación con Estados Unidos y «Occidente» se derivó en gran medida de un deseo de evitar la asociación con todo el bagaje de lo «germano». A consecuencia de ello, a los ojos de sus hijos e hijas, no significaban nada. Sus logros materiales habían quedado manchados por su herencia moral. Si alguna vez ha existido una generación cuya rebelión se haya asentado realmente en el rechazo a todo lo que sus padres representaban —todo: su orgullo nacional, el nazismo, el dinero, Occidente, la paz, la estabilidad, la ley y la democracia— ha sido la de «los hijos de Hitler», los radicales germanos occidentales de la década de 1960.

A sus ojos, la República Federal rezumaba autocomplacencia e hipocresía. Primero fue el asunto Spiegel. En 1962 la principal revista semanal de actualidad alemana había publicado una serie de artículos que investigaban la política de defensa de Alemania Occidental y que dejaban entrever los turbios manejos del ministro de Defensa bávaro, Franz-Josef Strauss. Con la autorización de Adenauer y a instancias de Strauss, el Gobierno empezó a acosar a la publicación, arrestó a su editor y registró sus oficinas. Este vergonzoso abuso del poder policial para suprimir reportajes molestos se ganó una condena universal; incluso el impecablemente conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung afirmó: «Es una vergüenza para nuestra democracia, que no puede existir sin una prensa libre, sin una inquebrantable libertad de prensa».

Entonces, cuatro años después, en diciembre de 1966, los cristianodemócratas en el poder eligieron al ex nazi Kurt-Georg Kiesinger para suceder a Ludwig Erhard como canciller. El nuevo canciller había sido miembro con carné del partido nazi durante doce años, y su nombramiento fue considerado por muchos como prueba concluyente del impenitente cinismo de la República de Bonn. Si al jefe del Gobierno no le avergonzaba haber apoyado a Hitler durante doce años, ¿quién podía tomarse en serio las declaraciones de arrepentimiento o compromiso con los valores liberales en un momento en que las organizaciones neonazis volvían a aflorar en los sectores marginales de la política? Como Grass expresó en una carta abierta a Kiesinger en un momento de resurgimiento neonazi: «¿Cómo va a encontrar la gente joven de nuestro país argumentos contra un partido que murió hace dos décadas y ahora está siendo resucitado como el NPD, si usted carga a la cancillería con el todavía considerable peso de su propio pasado?».

Kiesinger encabezó el Gobierno durante tres años, de 1966 a 1969, durante los cuales la izquierda extraparlamentaria alemana (como ésta se denominaba a sí misma) se trasladó a las universidades con un éxito extraordinario. Algunas de las causas defendidas por la SDS, el Sindicato de Estudiantes Socialistas, eran entonces bastante compartidas en Europa occidental: la masificación de las aulas y los colegios mayores, los catedráticos altivos e inaccesibles, la enseñanza aburrida y poco imaginativa. Pero los temas candentes de aquellos años eran peculiares de Alemania Occidental. El campus más animado era el de la Universidad Libre de Berlín (fundada en 1948 para compensar el hecho de que el campus de la más antigua Universidad Humboldt hubiera quedado encerrado en la zona comunista), donde muchos alumnos habían acudido para evitar ser llamados a filas[20].

El antimilitarismo ocupó un lugar destacado en las protestas estudiantiles alemanas como una curiosa forma de condenar tanto a la República Federal como a su predecesor nazi. Con el aumento de la oposición a la guerra de Vietnam, esta refundición entre el pasado y el presente se extendió al mentor militar de Alemania. Estados Unidos, considerado desde siempre «fascista» según la retórica de una minoría de radicales, se convirtió en el enemigo para un sector de población mucho más amplio. De hecho, atacar a «Amerika» (sic) por su guerra criminal en Vietnam servía casi como sustitutivo para no entrar en debate sobre los crímenes de guerra de la propia Alemania. En la obra teatral de Peter Weiss El discurso de Vietnam (1968) el paralelismo entre Estados Unidos y los nazis se dibuja explícitamente.

Si Estados Unidos no era mejor que el régimen de Hitler —si, como rezaba un eslogan de la época, US=SS—, apenas se estaba a un paso de tratar a la propia Alemania como a Vietnam: ambos países estaban divididos por ocupantes extranjeros, ambos se hallaban irremediablemente inmersos en los conflictos de otros pueblos. Esta forma de hablar permitía a los radicales germanos occidentales despreciar a la República de Bonn tanto por sus actuales asociaciones imperialistas y capitalistas como por las de su pasado fascista. Y lo que resulta más inquietante, autorizaba a la izquierda radical a volver a poner en circulación la reivindicación de que las verdaderas víctimas fueron los propios alemanes, una afirmación hasta entonces identificada con la extrema derecha[21].

Por tanto no debería sorprendernos descubrir que, a pesar de toda su ira contra la «generación de Auschwitz», los jóvenes alemanes de los años sesenta en realidad no se sentían muy afectados por el Holocausto judío. De hecho, a ellos, al igual que a sus padres, les incomodaba la «cuestión judía». Preferían subsumirla en exigencias académicas de clases sobre Faschismustheorie, oscurecer la dimensión racista del nazismo y destacar en cambio sus vínculos con la producción capitalista y el poder imperialista —y, a partir de ahí, con Washington y Bonn—. El verdadero «aparato del Estado represor» eran los lacayos imperialistas de Bonn; sus víctimas, aquellos que se oponían a la guerra de Vietnam. Según esta popular lógica, el mediocre tabloide populista Bild Zeitung, con sus fulminantes críticas a la política estudiantil, asumió el papel de un Der Stürmer resucitado, donde los estudiantes eran ahora los nuevos «judíos» y los campos de concentración nazis no constituían más que una socorrida metáfora de los crímenes del imperialismo. Como podía leerse en un eslogan pintado sobre los muros de Dachau en 1966 por un grupo de radicales: «Vietnam es el Auschwitz de Estados Unidos».

La izquierda extraparlamentaria alemana perdió por tanto la conexión con sus raíces antinazis. Enfurecidos con el Partido Socialdemócrata de Willy Brandt por formar coalición de gobierno con Kiesinger, las otrora organizaciones de estudiantes socialdemocratas se trasladaron rápidamente a los extremos. Más ostentosamente antioccidentales que los movimientos de los años sesenta del resto de Europa, los sectores que las integraban adoptaron deliberadamente nombres tercermundistas, como maoístas, por supuesto, pero también «indios», «mescaleros» y similares. Este énfasis antioccidental alimentó a su vez una contracultura premeditadamente exótica y bastante estrafalaria, incluso para los criterios de la época.

Una variante característicamente alemana de la confusión cultural de la década de 1960 consistía en considerar el sexo y la política más estrechamente ligados que en ningún otro sitio. A raíz de Marcuse, Erich Fromm, Wilhelm Reich y otros teóricos alemanes del siglo XX de la represión sexual y política, los círculos radicales de Alemania (y Austria o, al menos, Viena) empezaron a alabar las virtudes del desnudo, el amor libre y la educación antiautoritaria de los niños. Las tan cacareadas neurosis sexuales de Hitler fueron alegremente declaradas responsables del nazismo. Y, una vez más, se esbozó una extravagante y escalofriante analogía en ciertos círculos entre las víctimas judías de Hitler y la juventud de la década de los sesenta, mártires del represor régimen sexual de sus padres.

Kommune 1, una microsecta maoísta que promovía agresivamente la promiscuidad sexual como liberación, puso en circulación en 1966 su autorretrato: siete hombres y mujeres desnudos con las piernas abiertas, frente a una pared —«maoístas desnudos frente a una pared desnuda», como se leía en el pie de foto aparecido en Der Spiegel en junio de 1967—. El énfasis en la desnudez iba explícitamente dirigido a evocar las imágenes de los cuerpos desnudos y desamparados de los campos de concentración. Venían a decir: primero fueron las víctimas de Hitler, ahora los cuerpos rebeldes y desnudos de los revolucionarios maoístas. Si los alemanes pueden afrontar la verdad de nuestros cuerpos, también serán capaces de afrontar otras verdades.

El «mensaje» —que la promiscuidad adolescente obligaría a la generación anterior a mostrarse más abierta frente al sexo, y a partir de ahí frente a Hitler y todo lo demás— hizo que el líder de la SDS Rudi Dutschke (en estos aspectos, un moralista de izquierdas de la vieja escuela) calificara a los «Kommunards» de «neuróticos». Y sin duda lo eran. Pero su narcisismo agresivamente anacrónico, que refundía sin reparo alguno el crimen en masa con el exhibicionismo sexual para provocar y epatar a la burguesía no dejó de tener consecuencias: un miembro de Kommune 1, que declaró orgulloso que su orgasmo tenía repercusiones revolucionarias más importantes que Vietnam, resurgiría en la década de 1970 en un campo de adiestramiento de guerrillas de Oriente Próximo. El camino de la autoindulgencia a la violencia fue aún más corto en Alemania que en ningún otro sitio.

En junio de 1967, en una manifestación celebrada en Berlín contra el Sha de Irán, la policía disparó y mató a Benno Ohnesorg, un estudiante. Dutschke declaró la muerte de Ohnesorg un «asesinato político» e hizo un llamamiento a la respuesta masiva; a los pocos días 100.000 estudiantes se manifestaron en toda Alemania Occidental. Jürgen Habermas, hasta entonces un destacado crítico de las autoridades de Bonn, advirtió a Dutschke y sus amigos algunos días después del riesgo de jugar con fuego. El «fascismo de izquierdas», le recordó al líder de la SDS, es tan letal como el de derechas. Los que hablaban alegremente de la «violencia oculta» y la «tolerancia represiva» del pacífico régimen de Bonn —y los que se propusieron deliberadamente provocar a las autoridades para que ejercieran la represión mediante actos voluntaristas de violencia real— no sabían lo que estaban haciendo.

En marzo del año siguiente, cuando los líderes radicales hicieron repetidas llamadas a la confrontación con el «régimen» de Bonn, y el Gobierno los amenazó con tomar represalias contra las provocaciones violentas de Berlín Oeste y cualquier otro lugar, Habermas —junto a Grass, Walser, Enzensberger y Hochhuth— volvió a apelar a que prevaleciera el criterio democrático, e instó a estudiantes y Gobierno por igual a que respetaran la legalidad de la República. Al mes siguiente el propio Dutschke pagaría el precio de la polarización política que él mismo había promovido al ser disparado por un simpatizante neonazi en Berlín, el 11 de abril de 1968. En las tensas semanas que siguieron, sólo en Berlín murieron dos personas y cuatrocientas resultaron heridas. El Gobierno de Kiesinger aprobó las Leyes de Emergencia (por 384 votos a favor frente a 100 en contra, con el respaldo de muchos socialdemocratas) que autorizaban a Bonn a gobernar por decreto en caso necesario —y que generaron el extendido temor de que la República de Bonn estaba a punto de desmoronarse, como le había ocurrido a la de Weimar sólo treinta y cinco años antes.

Los sectores extremistas y cada vez más violentos de la política estudiantil alemana —los Grupos-K, los Autónomos, el ala extremista de la SDS— eran todos ostensiblemente «marxistas», generalmente marxistas-leninistas (esto es, maoístas). Muchos de ellos a menudo eran discretamente financiados por Alemania Oriental o Moscú, aunque en aquel momento este hecho no fuera comúnmente conocido. En efecto, en Alemania como en todas partes, la nueva izquierda mantuvo las distancias con el comunismo oficial —que en Alemania Occidental carecía en todo caso de relevancia política—. Pero como gran parte de la izquierda (y no sólo de la izquierda) germano occidental, los radicales mantuvieron una relación ambigua con la República Democrática Alemana del Este.

Un considerable número de ellos había nacido en lo que ahora era Alemania del Este, o en otros territorios más hacia el este de los que sus familias alemanas habían sido expulsadas, como Prusia Oriental, Polonia o Checoslovaquia. Tal vez no resulte pues sorprendente que la nostalgia que sus padres sentían por el pasado perdido de Alemania se reflejara en sus propios sueños de una Alemania alternativa, mejor, en el este. Alemania del Este, a pesar de (o a causa de) su autoritarismo represivo, censor, ejercía una atracción especial sobre los jóvenes radicales del núcleo duro: representaba todo lo que Bonn no era y no pretendía ser otra cosa.

De este modo, el odio que sentían los radicales por las «hipocresías» de la República Federal los hicieron especialmente susceptibles a la reivindicación por parte de los comunistas de Alemania del Este de haberse enfrentado a la historia alemana y purgado su Alemania de su pasado fascista. Por otra parte, el anticomunismo que vinculaba a Alemania Occidental con la Alianza Atlántica y que constituía el núcleo de su doctrina política fue en sí mismo un blanco para la nueva izquierda, especialmente durante los años de la guerra de Vietnam, y contribuye a explicar su anti-anticomunismo. El énfasis en los crímenes del comunismo no era más que una desviación de la atención sobre los crímenes del capitalismo. Los comunistas, como Daniel Cohn-Bendit había manifestado en París, podían ser unos «miserables estalinistas», pero los liberal-demócratas no eran mejores que ellos.

Así que la izquierda alemana hizo oídos sordos a las muestras de descontento en Varsovia o Praga. Durante la década de 1960, Alemania Occidental y, en general, toda Europa occidental, vivió decididamente ensimismada. La revolución cultural de la época fue a todas luces provinciana: si la juventud occidental miraba al otro lado de sus fronteras, era en todo caso a tierras exóticas cuya imagen flotaba libre de las irritantes cortapisas del conocimiento o la información. De las culturas ajenas cercanas a casa, la Europa occidental de los años sesenta sabía muy poco. Cuando Rudi Dutschke realizó una visita fraternal a Praga, en pleno auge del movimiento reformista checo en la primavera de 1968, los estudiantes locales se quedaron sorprendidos ante su insistencia en que la democracia pluralista era el verdadero enemigo. Para ellos era la meta.