IX. ILUSIONES PERDIDAS

IX

Ilusiones perdidas

Indië verloren, rampspoed geboren. [Si perdemos las Indias, estamos acabados].

Dicho holandés de uso común en la década de 1940

El viento del cambio está barriendo este continente y, nos guste o no, esta creciente toma de conciencia [africana] es una realidad política.

HAROLD MACMILLAN, discurso pronunciado en Ciudad del Cabo el 3 de febrero de 1960

Gran Bretaña ha perdido un imperio y no ha encontrado aún su papel en el mundo.

DEAN ACHESON, discurso pronunciado en West Point el 5 de diciembre de 1962

Les habla Imre Nagy, presidente del Consejo de Ministros de la República Popular Húngara. A primeras horas de esta mañana, las fuerzas soviéticas han lanzado un ataque contra nuestra capital con la clara intención de derrocar al Gobierno legítimo y democrático de Hungría. Nuestras tropas están luchando. El Gobierno sigue en su lugar. Quiero informar al pueblo húngaro y a la opinión pública mundial de lo que está ocurriendo.

IMRE NAGY, en su declaración emitida por la radio húngara a las 5.20 a.m. el 4 de noviembre de 1956.

Es un grave error recurrir a las tropas extranjeras para darle una lección a nuestro propio pueblo.

JOSIP BROZ TITO, 11 de noviembre de 1956

Al final de la Segunda Guerra Mundial, los países de Europa occidental —a los que les resultaba muy difícil gobernarse e incluso alimentarse— seguían dominando gran parte del mundo no europeo. Esta extraña paradoja, cuyas implicaciones no pasaban inadvertidas a las élites indígenas de las colonias europeas, tuvo lamentables consecuencias. Para muchos británicos, franceses u holandeses, las colonias y posesiones territoriales de sus respectivos países en África, Asia, Oriente Próximo y las Américas representaban un bálsamo para aliviar el sufrimiento y las humillaciones de la guerra europea, y habían demostrado su valor material durante dicha guerra como recursos nacionales de vital importancia. Si no hubieran tenido acceso a estos lejanos territorios, suministros y efectivos humanos de las colonias, los británicos y los franceses, sobre todo, habrían estado en mayor desventaja aún en su lucha contra Alemania y Japón.

Esto resultaba especialmente obvio para los británicos. Para cualquiera que haya crecido (como el autor de estas líneas) en la Gran Bretaña de la postguerra, «Inglaterra», «Gran Bretaña» y el «Imperio Británico» eran términos prácticamente sinónimos. Los mapas de las escuelas de primaria mostraban un mundo abundantemente bañado por el rojo imperial; los libros de texto de historia prestaban gran atención a la historia de las conquistas británicas realizadas en la India y África, especialmente; los noticiarios del cine, los boletines informativos de la radio, los periódicos, las revistas ilustradas, los cuentos para niños, los tebeos, las competiciones deportivas, las latas de galletas, las etiquetas de las latas de frutas en conserva, los escaparates de las carnicerías: todo constituía un recordatorio de la crucial presencia de Inglaterra como centro histórico y geográfico de un imperio marítimo, Los nombres de las ciudades de sus colonias y dominios, sus ríos y sus figuras políticas más destacadas, resultaban tan familiares como los de la propia Gran Bretaña.

Los británicos habían perdido su «primer» imperio en Norteamérica; su siguiente imperio, si bien no fue exactamente adquirido en un «momento de despiste», tampoco fue precisamente producto de un plan preconcebido. Dicho imperio resultaba muy caro de vigilar, mantener y administrar y, al igual que el imperio francés del norte de África, era sobre todo fervientemente apreciado y defendido por una reducida clase social formada por colonos agricultores y ganaderos de lugares como Kenia o Rhodesia. Los dominios «blancos» —Canadá, Australia, Nueva Zelanda— y Sudáfrica eran independientes; pero su lealtad formal a la corona, los lazos afectivos que los unían a Gran Bretaña, la comida y las materias primas que podían suministrar, y sus fuerzas armadas, se consideraban a todos los efectos, salvo nominalmente, patrimonio nacional. El valor material del resto del imperio británico resultaba menos evidente que su utilización estratégica: las posesiones británicas en África Oriental —al igual que los diversos territorios y puertos bajo control británico situados en Oriente Próximo y en las inmediaciones de la Península Arábiga y el océano Índico— se valoraban sobre todo como complementarios al principal activo del imperio británico: la India, que por entonces incluía los territorios que más tarde se convertirían en Pakistán y Bangladesh, así como Sri Lanka y Birmania.

Todos los imperios europeos se habían adquirido de manera esporádica y episódica, y (a excepción de las rutas terrestres y marítimas que daban servicio a la India británica) con escasa atención a su consistencia logística o rentabilidad económica. Los españoles habían perdido ya la mayor parte de su imperio, primero frente a los británicos, más tarde debido al deseo de independencia de sus propios colonos, y más recientemente frente a la emergente potencia de Estados Unidos (una de las fuentes del persistente sentimiento antiamericano presente en la España de entonces y en la de ahora). Tan sólo mantenía algunos enclaves en Marruecos y Guinea Ecuatorial que el siempre tan realista Franco abandonaría entre 1956 y 1968.

Pero gran parte de África y Asia seguía todavía en manos europeas, gobernadas bien directamente por los capitalistas del imperio a través de una casta dirigente de intelectuales formados en Europa o bien por medio de unos líderes indígenas aliados servilmente con sus amos europeos. Los políticos de la Europa de la postguerra que sólo mantenían contacto con estas personas no eran conscientes de la rapidez con la que el sentimiento nacionalista se iba expandiendo por todos estos imperios entre los integrantes de una futura generación de activistas (excepto quizá en el caso de la India, aunque también aquí subestimaron claramente el alcance de su influencia y determinación).

Así pues, ni los británicos, ni ninguna de las restantes potencias coloniales europeas, se imaginaban el colapso inminente de sus posesiones o su influencia en ultramar. Como el historiador Eric Hobsbawm ha observado, el final de los imperios coloniales europeos parecía quedar aún muy lejos en 1939, incluso para unos estudiantes que en aquel momento se encontraban cursando un seminario para jóvenes comunistas de Gran Bretaña y sus colonias. Seis años después, el mundo seguía dividido entre gobernantes y gobernados, poderosos e indefensos, ricos y pobres, hasta el punto de que parecía poco probable que dicha distancia pudiera salvarse en un futuro próximo. Aún en 1960, mucho después de que el movimiento mundial por la independencia se hubiera puesto en marcha, el 70 por ciento de la producción bruta mundial y el 80 por ciento del valor económico añadido de la industria manufacturera procedía de Europa y Norteamérica.

La minúscula Portugal —la más pequeña y la más pobre de las potencias coloniales europeas— extraía materias primas, a precios sumamente favorables, de sus colonias en Angola y Mozambique; también ofrecía un mercado cautivo a las exportaciones portuguesas, que, de otro modo, habrían sido poco competitivas. Así, Mozambique producía algodón para el mercado de materias primas portugués en lugar de comida para su gente, una distorsión que era fuente de cuantiosos beneficios y frecuentes hambrunas para la población local. Dadas las circunstancias, y a pesar de las infructuosas revueltas en las colonias y de los golpes militares en Portugal, la descolonización portuguesa se pospuso todo lo posible[1].

Aun en el caso de que los Estados europeos hubieran podido arreglárselas sin sus imperios, pocos en aquel momento podían concebir que las colonias sobrevivieran solas, sin el apoyo de una autoridad extranjera. Ni siquiera los liberales o los socialistas partidarios de la autonomía y la posterior independencia de los súbditos extranjeros esperaban que dichos objetivos pudieran alcanzarse antes de pasados muchos años. Conviene recordar que en fechas tan recientes como 1951, el ministro de Asuntos Exteriores británico, el laborista Herbert Morrison, consideraba la independencia de las colonias africanas comparable a «poner en manos de un niño de diez años la llave de casa, una cuenta bancaria y una pistola».

La guerra mundial, sin embargo, había provocado en las colonias unos cambios de cuya magnitud la mayoría de los europeos no era todavía consciente. Gran Bretaña había perdido sus territorios en el este de Asia debido a la ocupación japonesa durante la guerra y, aunque dichos territorios fueron recuperados tras la derrota de Japón, la posición de la vieja potencia colonial había resultado profundamente dañada. La rendición británica en Singapur en febrero de 1942 representó una humillación de la que el imperio británico en Asia nunca logró recuperarse. Aunque las fuerzas británicas pudieron evitar la caída de Birmania y consiguientemente la de la India en manos japonesas, el mito de la invencibilidad europea se vino abajo definitivamente. A partir de 1945 las potencias coloniales de Asia se enfrentarían a una presión cada vez mayor para que renunciaran a sus tradicionales reivindicaciones.

Para Holanda, la potencia colonial más antigua de la región, las consecuencias fueron especialmente traumáticas. Las Indias Orientales holandesas, y la sociedad mercantil responsable de su desarrollo, formaban parte de la mitología nacional y constituían un vínculo directo con su edad de oro, además de un símbolo de la gloria comercial y marinera de Holanda. Por otra parte, estaba muy extendida la creencia, especialmente durante los sombríos y míseros años de la postguerra, de que las materias primas de las Indias, concretamente el caucho, constituirían la salvación de la economía holandesa. Sin embargo, dos años después de la derrota japonesa, los holandeses volvían a estar en guerra: los territorios en manos holandesas del sudeste de Asia (la actual Indonesia) tenían movilizados a 140.000 soldados holandeses (entre profesionales, reclutados y voluntarios) y la revolución por la independencia indonesia despertaba admiración y servía de modelo a las restantes colonias del imperio holandés en el Pacífico, el Caribe y Sudamérica.

La consiguiente guerra de guerrillas duró cuatro años y le costó a Holanda un total de 3.000 bajas, entre militares y civiles. La independencia indonesia, proclamada unilateralmente por el líder nacionalista Sukarno el 17 de noviembre de 1945, fue finalmente reconocida por las autoridades holandesas (y una llorosa reina Juliana) en una conferencia celebrada en La Haya en diciembre de 1949. Un continuo flujo de europeos (muchos de los cuales en realidad habían nacido en las Indias y nunca habían pisado Holanda) volvió a «casa». A finales de 1957, cuando el presidente Sukarno cerró las puertas de Indonesia a los empresarios holandeses, los «repatriados» holandeses sumaban muchas decenas de miles de personas.

A la larga, la obligada retirada de Holanda de las colonias sirvió para abrir paso a un sentimiento nacional «europeo». La Segunda Guerra Mundial había demostrado que Holanda no podía mantenerse al margen de los problemas internacionales, especialmente de los de sus importantes vecinos, y la pérdida de Indonesia constituyó un oportuno recordatorio de la posición real del país como un Estado europeo pequeño y vulnerable. Haciendo de la necesidad virtud, los holandeses se reconvirtieron a sí mismos en entusiastas promotores de la integración económica, y mas tarde política, de Europa. Pero el proceso no dejó de ser doloroso, ni dicho cambio en la sensibilidad colectiva del país se produjo de la noche a la mañana. Hasta la primavera de 1951, los planes y los gastos militares de los gobiernos holandeses de la postguerra no se dirigieron a la defensa europea (a pesar de la participación holandesa en el Pacto de Bruselas y en la OTAN), sino a aferrarse a las colonias. Sólo poco a poco, y no sin cierto arrepentimiento contenido, los políticos holandeses centrarían toda su atención en los asuntos europeos y abandonarían sus antiguas prioridades.

Lo mismo puede decirse, en diverso grado, de todas las potencias coloniales y ex coloniales de Europa occidental. Los expertos norteamericanos, al proyectar la experiencia y las preocupaciones de Washington sobre el resto de Occidente, a veces perdieron de vista este peculiar rasgo de la Europa de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos la Guerra Fría acaparaba entonces toda la atención, lo cual se reflejaba claramente en las prioridades y la retórica domésticas. Pero en La Haya, Londres o París, las costosas guerrillas coloniales en sus remotos y cada vez más ingobernables dominios acapararon gran parte de los esfuerzos durante aquellos mismos años. Durante la mayor parte de la década de 1950, el principal quebradero de cabeza desde el punto de vista estratégico lo constituyeron estos movimientos independentistas nacionales, y no Moscú y sus ambiciones, aunque en algunos casos ambos aspectos se superpusieran.

El imperio francés, al igual que el británico, se había beneficiado de la redistribución posterior a 1919 de los dominios asiáticos y africanos obtenidos por las derrotadas potencias centrales. Así, en 1945, la Francia liberada gobernaba de nuevo en Siria y Líbano, así como en amplias franjas de la África subsahariana y algunos territorios insulares del Caribe y el Pacífico. Pero las «joyas» de la corona imperial francesa eran sus territorios en Indochina y, especialmente, en los largo tiempo mantenidos asentamientos franceses de la costa mediterránea y el norte de África: Túnez, Marruecos y, sobre todo, Argelia. Sin embargo, en los libros de texto de historia franceses, el lugar de las colonias aparecía menos destacado que al otro lado del Canal de la Mancha, tal vez debido a que Francia era una República en la que el dominio imperial no tenía cabida natural, en parte porque muchas de las primeras conquistas francesas habían sido tomadas hacía tiempo por gobernantes de habla inglesa. En 1950 había todavía millones de franceses que recordaban el «incidente de Fashoda» de 1898, cuando Francia se echó atrás para evitar el enfrentamiento con Gran Bretaña por el control de Egipto, Sudán y el Alto Nilo. Hablar del imperio en Francia constituía un recordatorio tanto de la derrota como de la victoria.

Por otra parte, a los escolares franceses se les presentaba insistentemente la imagen de la propia «Francia» como un continuo transoceánico, un lugar en el que los atributos cívicos y culturales del hecho de ser francés quedaban abiertos a todos; en el que en las escuelas elementales desde Saigón a Dakar se hablaba de «nos ancêtres les Gallois» (nuestros antepasados los galos) y se proclamaban —si bien sólo teóricamente— las virtudes de una asimilación cultural sin fisuras, impensable para los administradores de las colonias británicas, holandesas, belgas, españolas o portuguesas[2]. Sólo en Francia las autoridades de la metrópoli podían tratar seriamente a sus posesiones coloniales más valiosas no sólo como suelo extranjero, sino como una prolongación administrativa de la propia Francia. De este modo, «Argelia» no era más que una denominación geográfica, cuya área tenía la consideración administrativa de tres departamentos franceses (en los cuales, sin embargo, sólo sus residentes europeos gozaban de plenos derechos civiles).

Durante la guerra, los franceses, al igual que los británicos y los holandeses, habían perdido sus preciadas colonias del sudeste de Asia frente a los japoneses. Pero en el caso francés, la ocupación francesa tuvo lugar más tarde —hasta marzo de 1945 la Indochina francesa permaneció bajo la tutela de las autoridades de Vichy— y fue en todo caso incomparablemente menos traumática que la derrota sufrida por Francia en su propio territorio en 1940. La humillación de Francia en Europa acentuó la importancia simbólica de su imperio de ultramar: si los franceses no habían quedado reducidos (a sus propios ojos) a una «masa de protoplasma impotente y sin esperanza» (como los describió Eisenhower en 1954), era en gran medida debido a su continuado prestigio como una de las principales potencias coloniales, lo que constituía un aspecto de cierta relevancia.

En África, De Gaulle había restablecido la presencia de Francia en la Conferencia de Brazzaville de principios de febrero de 1944. Allí, en la capital del África ecuatorial francesa situada al otro lado del río del Congo Belga, el líder de la Francia Libre manifestó, de la forma que le era característica, su visión del futuro colonial de Francia: «En el África francesa, al igual que en cualquiera de los territorios cuyos habitantes viven bajo nuestra bandera, no puede existir verdadero progreso a menos que dichas personas puedan beneficiarse de ello moral y materialmente en su tierra natal, a menos que puedan ir alcanzando poco a poco el nivel necesario para tomar parte en la gestión de sus propios asuntos. Es el deber de Francia hacer que esto sea posible».

Lo que De Gaulle quería decir con exactitud resulta —como casi siempre— poco claro, tal vez deliberadamente. Pero no cabe duda de que se entendió que se refería a la emancipación y posterior autonomía colonial. Las circunstancias eran propicias. La opinión pública francesa no era adversa a las reformas coloniales —la denostación de André Gide de las prácticas de trabajos forzados en su libro Viaje al Congo (1927) había despertado con anterioridad a la guerra la conciencia pública acerca de los crímenes europeos cometidos en el África central— mientras los norteamericanos se mostraban amenazadoramente anticolonialistas. El secretario de Estado estadounidense, Cordell Hull, se había manifestado recientemente a favor de la perspectiva de un control internacional sobre las colonias europeas menos avanzadas y el establecimiento lo más temprano posible de un autogobierno en el resto[3].

El discurso reformista resultaba fácil en la empobrecida y aislada África francófona, especialmente antes de que la propia Francia fuera liberada. En el sudeste de Asia, la cuestión era distinta. El 2 de septiembre de 1945, Ho Chi Minh, el líder nacionalista vietnamita (y miembro fundador del Partido Comunista Francés, gracias a su precoz asistencia al congreso de Tours de 1920), proclamó la independencia de su nación. A las dos semanas empezaron a llegar tropas británicas a la ciudad sureña de Saigón, seguidas un mes más tarde de las francesas. Entre tanto, los distritos norteños de Vietnam, hasta entonces bajo control chino, serían restituidos a los franceses en febrero de 1946.

En este punto existía una perspectiva real de alcanzar una autonomía o independencia negociada, al haber iniciado las autoridades de París conversaciones con los representantes nacionalistas. Pero el 1 de junio de 1946, el almirante francés y plenipotenciario local Thierry d’Argenlieu, proclamó unilateralmente la separación de la Cochinchina (la región sureña del país) del norte nacionalista, lo cual saboteó los vacilantes esfuerzos de su propio país por llegar a un acuerdo y rompió las conversaciones del Gobierno con Ho. En otoño de aquel mismo año los franceses ya habían bombardeado el puerto de Haiphong y el ejército nacionalista Vietminh había atacado a los franceses en Hanoi, con lo que se inició así la primera guerra de Vietnam.

Los esfuerzos de la Francia de la postguerra por restablecer su autoridad en Indochina resultaron política y militarmente catastróficos. Ho Chi Minh consiguió un doble reconocimiento por parte de la izquierda nacional francesa, como luchador por la independencia nacional y como revolucionario comunista —dos identidades tan inextricablemente entrelazadas en su propio pensamiento como en su brillante imagen internacional[4]—. Enviar a los jóvenes a Indochina a luchar y morir en una «guerra sucia» no tenía sentido para la mayoría de los votantes franceses; y permitir la conquista de Hanoi no parecía mucho más desacertado que apoyar al a todas luces inadecuado Bao Dai, al que los franceses instauraron como nuevo «emperador» del país en 1949.

Por otro lado, el cuerpo de oficiales francés se mostraba firmemente deseoso de continuar la lucha en Vietnam; tanto aquí, como más adelante en Argelia, parecía estar en juego el patrimonio militar de Francia (o lo que quedaba de él) y el Alto Mando francés tenía interés en demostrar su valía. Pero la economía francesa no hubiera podido costear una guerra interminable en una colonia remota sin una importante ayuda externa. La guerra de Francia en Indochina fue financiada por los norteamericanos. Al principio, la contribución de Washington fue indirecta: gracias a los préstamos y la ayuda estadounidense, los franceses pudieron desviar considerables recursos hacia una lucha cada vez más costosa y vana para derrotar al Vietminh. En realidad, Estados Unidos financió la modernización económica de la Francia de la postguerra mientras Francia invertía sus escasos recursos en la guerra.

A partir de 1950 la ayuda norteamericana adoptó una forma más directa. Desde julio de aquel mismo año (un mes después de que estallara la guerra en la vecina Corea), Estados Unidos aumentó drásticamente su ayuda militar a las fuerzas francesas del sudeste asiático. Los franceses negociaron todo lo posible antes de decidirse a apoyar el proyecto condenado al fracaso de la defensa europea y aceptar la admisión de Alemania Occidental en la OTAN a cambio de obtener (por permitir a Estados Unidos que los protegiera, como interpretaban algunos ofendidos responsables de Washington) una decisiva ayuda militar estadounidense. En 1953 Francia era con diferencia, de todos los Estados europeos, el que más dependía de la ayuda estadounidense, tanto en metálico como en especie.

Washington no pondría fin a esta ayuda hasta 1954, al rechazar las cada vez más desesperadas peticiones francesas de asistencia aérea para salvar la claramente amenazada plaza francesa de Dien Bien Phu. Tras casi ocho años de infructuosa y cruenta lucha, a Washington le resultaba claro no sólo que los franceses no podrían reinstaurar su anterior autoridad en Indochina, sino que no constituían rival alguno frente a las tropas regulares y la guerrilla de Ho Chi Minh. Desde el punto de vista de Estados Unidos, los franceses habían dilapidado el dinero que ellos les habían facilitado y representaban una inversión cada vez más arriesgada. Cuando Dien Bien Phu se rindió el 7 de mayo de 1954 y los franceses solicitaron un alto el fuego, la noticia no pilló a nadie por sorpresa.

La caída de la Indochina francesa precipitó el colapso de los últimos gobiernos de coalición que habían tratado de mantenerla, y la sucesión en el cargo de primer ministro a favor de Pierre Mendès-France. Encabezados por «PMF», los franceses negociaron un acuerdo, firmado en Ginebra el 21 de julio de 1954, en virtud del cual Francia se retiraba de la región, y dejaba dos entidades independientes —Vietnam «del Norte» y Vietnam «del Sur»— cuyas relaciones e instituciones políticas habrían de determinarse en unas futuras elecciones. Dichas elecciones nunca se celebraron, y la carga de sostener a la mitad sureña de la antigua colonia francesa recayó entonces exclusivamente sobre los estadounidenses.

Pocos en Francia lamentaron la pérdida de Indochina. A diferencia de los holandeses, los franceses no llevaban mucho tiempo en la región; e incluso aunque Estados Unidos sufragara los gastos de la primera guerra de Vietnam (algo de lo que muy pocos franceses eran conscientes en aquel momento), eran soldados franceses los que luchaban y morían allí. Los políticos franceses, especialmente los de la derecha, criticaban a Mendès-France y a sus predecesores por no saber dirigir la guerra con mayor eficacia, pero nadie tenía nada mejor que proponer y en el fondo prácticamente todos se sentían felices de dejar Vietnam atrás. Sólo el ejército francés —y más concretamente su cuerpo profesional de oficiales— lo vivió como un continuado agravio. Algunos de los oficiales más jóvenes, sobre todo aquellos que habían servido primero en la resistencia o con la Francia Libre y habían adquirido allí el hábito del juicio político independiente, comenzaron a alimentar incipientes aunque peligrosos sentimientos. Una vez más, se quejaban, las tropas francesas enviadas al campo de batalla se habían sentido defraudadas por sus responsables políticos de París.

Con la pérdida de Indochina, la atención francesa se volvió hacia África. En un sentido esto fue cuasi-literalmente cierto (la insurrección argelina comenzó el 1 de noviembre de 1954, sólo catorce semanas después de la firma de los acuerdos de Ginebra). Pero el norte de África constituía una de las principales preocupaciones de París desde hacía mucho tiempo. Desde que los franceses llegaron a la actual Argelia en 1830, su colonia allí había formado parte de una ambición francesa más amplia, que databa de fechas anteriores aún, por dominar el África sahariana desde el Atlántico hasta Suez. Al ver frustradas sus aspiraciones en el este por los británicos, los franceses se habían conformado con ostentar la primacía en el Mediterráneo occidental y, a través del Sahara, en el África centrooccidental.

Aparte del mucho más antiguo asentamiento de Quebec, y de algunas islas del Caribe, el norte de África (Argelia en particular) era la única colonia francesa en la que un gran número de europeos se había establecido con carácter permanente. Pero muchos de estos europeos no eran de origen francés, sino españoles, italianos, griegos o de otras nacionalidades. Incluso un argelino francés tan emblemático como Albert Camus era en parte español y en parte francés; y sus antepasados franceses habían llegado allí muy recientemente. Hacía mucho tiempo ya que Francia padecía un exceso de población; y, a diferencia de Rusia, Polonia, Grecia, Italia, España, Portugal, Escandinavia, Alemania, Irlanda, Escocia (e incluso Inglaterra), Francia no había sido tierra de emigrantes durante muchas generaciones. Los franceses no eran colonos por naturaleza.

Sin embargo, si existía una Francia fuera de Francia, ésa era Argelia (refrendada, como ya hemos visto, por la presencia técnica de Argelia dentro de Francia como parte integrante de la estructura administrativa de la metrópoli). La analogía más estrecha que podemos encontrar sería el Ulster, otro enclave de ultramar de una antigua colonia, incorporado institucionalmente al territorio «nacional» y con una comunidad de colonos largo tiempo establecida a quienes sus vínculos con el núcleo imperial les importaban más que a la mayoría de los habitantes de la metrópolis. La idea de que un día Argelia podría ser independiente (y gobernada en tal caso por los árabes, dada la aplastante mayoría numérica de árabes y bereberes en su población) era impensable para su minoritaria población de origen europeo.

Por consiguiente, los políticos franceses llevaban tiempo evitando pensar en ello. Ningún Gobierno francés, excepto durante la corta vida del frente popular de Léon Blum de 1936, había prestado verdadera atención al grave desgobierno practicado por sus administradores coloniales del África del norte francesa. Nacionalistas argelinos moderados como Ferhat Abbas eran bien conocidos entre los políticos e intelectuales franceses antes y después de la Segunda Guerra Mundial, pero nadie esperaba en realidad que París cediera a sus modestas pretensiones de autogobierno o «autonomía» a corto plazo. A pesar de todo, los dirigentes árabes se mostraron inicialmente optimistas pensando que la derrota de Hitler daría paso a las largo tiempo esperadas reformas, y cuando el 10 de febrero de 1943 emitieron un manifiesto, tras los aterrizajes aliados en el norte de África, tuvieron buen cuidado de resaltar su lealtad a los ideales de 1789 y su adhesión a la «cultura de Francia y Occidente que habían heredado y cultivado».

Sus peticiones no fueron atendidas. El Gobierno de la Francia liberada mostró escaso interés por el sentimiento árabe y, cuando dicha indiferencia se tradujo en mayo de 1945 en una revuelta en la región de Kabilia, al este de Argel, los insurgentes fueron aplastados sin contemplaciones. Durante la siguiente década, la atención de París siguió centrada en otros lugares. Para cuando estos años de indignación contenida y esperanzas frustradas culminaron con el estallido de una insurrección organizada, el 1 de noviembre de 1954, el acuerdo ya no se contemplaba en la agenda. El FLN (Front de Libération Nationale) argelino estaba dirigido por una generación más joven de nacionalistas árabes que despreciaban las estrategias francófilas de sus mayores. Su objetivo no era la «autonomía» o las reformas, sino la independencia, una meta que los sucesivos gobiernos franceses no podían contemplar. El resultado fueron ocho años de sangrienta guerra civil.

Tardíamente, las autoridades francesas propusieron algunas reformas. En marzo de 1956 el nuevo gobierno socialista de Guy Mollet concedió la independencia a las vecinas colonias francesas de Túnez y Marruecos (la primera rendición del poder colonial en el continente africano). Pero cuando Mollet visitó Argel, una multitud de colonos europeos le arrojaron fruta podrida. París se encontraba atrapado entre las inflexibles demandas del clandestino FLN y la negativa de los residentes europeos en Argelia, ahora liderados por un Comité de Defensa de la Argelia Francesa (l’Algérie française), a aceptar ningún acuerdo con sus vecinos árabes. La estrategia francesa, si cabe denominarla así, consistía ahora en derrotar al FLN mediante la fuerza antes de presionar a los colonos para que accedieran a las reformas políticas y a algunas cesiones para compartir el poder.

El ejército francés se volcó en llevar a cabo una terrible guerra de desgaste contra las guerrillas del FLN. Ambos bandos recurrían habitualmente a la intimidación, la tortura, el asesinato y el puro terrorismo. Tras una serie de asesinatos especialmente espeluznantes y de represalias europeas, en diciembre de 1956 el representante político de Mollet, Robert Lacoste, dio carta blanca al coronel del ejército paracaidista Jacques Massu para acabar con los insurgentes nacionalistas de Argel sin reparar en cuáles fueran los medios necesarios. En septiembre de 1957 Massu se alzó con la victoria al conseguir frustrar una huelga general y aplastar a los sublevados en la batalla de Argel. La población árabe pagó por ello un precio terrible, pero la reputación de Francia quedó irreversiblemente mancillada. Y los colonos europeos continuaron tan recelosos como antes de las intenciones a largo plazo de París[5].

En febrero de 1958 el recién instalado gobierno de Félix Gaillard quedó puesto en evidencia por el bombardeo llevado a cabo por la fuerza aérea francesa en Sakhiet, una ciudad situada al otro lado de la frontera tunecina, de la que sospechaban que estaba siendo utilizada como base para los nacionalistas argelinos. La protesta internacional resultante y las ofertas de «mediación» angloamericana para ayudar a resolver el conflicto argelino condujeron a aumentar los temores de los europeos residentes en Argelia acerca de que París estuviera planeando abandonarlos. Los policías y soldados de París y Argel empezaron a demostrar abiertamente sus simpatías por la causa de los colonos. El gobierno de Gaillard, el tercero de Francia en once meses, dimitió el 15 de abril. Diez días después se produjo una multitudinaria manifestación en Argel para exigir la conservación a perpetuidad de la Argelia francesa y la vuelta al poder de De Gaulle; los convocantes de la manifestación se erigieron en un Comité de Seguridad Pública, para evocar, en actitud provocadora, la institución de la Revolución Francesa del mismo nombre.

El 15 de mayo, cuarenta y ocho horas después de que otro Gobierno francés más, presidido por Pierre Pfimlin, hubiera sido instaurado en París, el general Raoul Salan —el comandante en jefe francés en Argelia— gritó el nombre de De Gaulle ante la muchedumbre que lo aclamaba en el Fórum de Argel. El propio De Gaulle, que había guardado un ostensible silencio desde que se retiró de la escena pública a su pueblo natal del Colombey, en el este de Francia, reapareció entonces en público para ofrecer una conferencia de prensa el 19 de mayo. Rebeldes armados se hicieron con el control de la isla de Córcega, y París se vio inundado de rumores de inminentes operaciones paracaidistas. El 28 de mayo Pfimlin dimitió y el presidente René Coty invitó a De Gaulle a formar gobierno. Sin hacerse de rogar lo más mínimo, De Gaulle ocupó el cargo el 1 de junio y fue investido de plenos poderes por la Asamblea Nacional al día siguiente. Su primera actuación consistió en volar a Argelia, donde el 4 de junio, ante una multitud entusiasta de soldados que le vitoreaban y de europeos agradecidos, anunció ambiguamente: «Je vous ai compris» (Os he entendido).

Por supuesto que el nuevo primer ministro francés había entendido a sus partidarios argelinos, mejor de lo que ellos creían. Su popularidad entre los europeos de Argelia, que le veían como a su salvador, era inmensa: en el referéndum de septiembre de 1958, De Gaulle obtuvo el 80 por ciento de los votos en Francia, y el 96 por ciento en Argelia[6]. Pero uno de los numerosos rasgos característicos de De Gaulle era su inquebrantable aprecio por el orden y la legitimidad. El héroe de la Francia Libre, el implacable crítico de Vichy, el hombre que había devuelto la credibilidad al Estado francés después de agosto de 1944 no simpatizaba con los rebeldes argelinos (muchos de ellos antiguos partidarios de Pétain), y mucho menos con los jóvenes oficiales librepensadores e insurrectos que los habían apoyado. Su primer deber, tal y como él lo entendía, consistía en restaurar la autoridad del Gobierno en Francia. Su segundo objetivo, relacionado con el anterior, era resolver el conflicto argelino que tan gravemente lo había menoscabado.

Un año después estaba claro que París y Argel iban camino de chocar frontalmente. La opinión internacional era cada vez más favorable al FLN y su demanda de independencia. Los británicos estaban concediendo la independencia a sus colonias africanas. Incluso los belgas se habían retirado finalmente del Congo en junio de 1960 (si bien de forma irresponsable y con desastrosos resultados[7]). La Argelia colonial se estaba convirtiendo rápidamente en un anacronismo, como De Gaulle entendía perfectamente. Él ya había establecido una Communauté Française como primer paso hacia una Commonwealth formada por las antiguas colonias francesas. Al sur del Sahara, la independencia oficial se concedería rápidamente a unas élites de formación francesa demasiado débiles para mantenerse por sí mismas y que por tanto dependerían absolutamente de Francia durante décadas. En septiembre de 1959, sólo un año después de llegar al poder, el presidente francés propuso la «autodeterminación» de Argelia.

Enfurecidos ante lo que consideraban la evidencia de una traición inminente, los oficiales del ejército y los colonos de Argelia empezaron a organizar una sublevación a gran escala. Había conjuras, golpes y se hablaba de revolución. En enero de 1960, se levantaron barricadas en Argel y los «ultrapatriotas» disparaban a los gendarmes franceses. Pero la revuelta fracasó ante la intransigencia de De Gaulle, y a los altos mandos militares (incluidos Massu y su superior, el general Maurice Challe) se los envió a otros destinos fuera de Argelia. Sin embargo, los disturbios continuaron y culminaron con un conato de golpe militar en abril de 1961, inspirado por la recién constituida OAS (Organisation de l’Armée Secrète). Pero los conspiradores no consiguieron hacer cambiar de postura a De Gaulle, que compareció en la emisora de radio nacional para denunciar el «pronunciamiento militar protagonizado por un puñado de generales retirados» . La principal víctima del golpe fue la moral y el prestigio internacional (o lo que quedaba de ella) del ejército francés. Una abrumadora mayoría de hombres y mujeres franceses, muchos de los cuales tenían hijos prestando servicio en Argelia, extrajeron la conclusión de que la independencia argelina no sólo era inevitable sino deseable; y, por el bien de Francia, debía producirse cuanto antes[8].

El siempre tan realista De Gaulle inició negociaciones con el FLN en la ciudad balneario de Évian, situada junto al lago Leman. Las primeras conversaciones, celebradas en junio de 1960 y de nuevo durante junio y julio de 1961, fracasaron a la hora de encontrar puntos en común. En marzo de 1962 se llevó a cabo un renovado intento que alcanzó mayor éxito, y tras sólo diez días de conversaciones, ambas partes llegaron a un acuerdo en virtud del cual, el 19 de marzo, después de ocho años de lucha ininterrumpida, el FLN declaraba el alto el fuego. Partiendo de los términos acordados en Évian, De Gaulle convocó un referéndum para el domingo 1 de julio, en el que la inmensa mayoría del pueblo francés votaría a favor de liberarse de la pesadilla argelina. Dos días después, Argelia se convirtió en un Estado independiente.

La tragedia de Argelia no terminó aquí. La OAS se convirtió en una organización clandestina en toda regla, comprometida en primer lugar con mantener la Argelia francesa y, después, tras fracasar en dicho objetivo, con castigar a aquellos que habían «traicionado» su causa. Sólo en febrero de 1962 los agentes y las bombas de la OAS asesinaron a 553 personas. Los espectaculares intentos de asesinato perpetrados contra el ministro de Cultura francés André Malraux y contra el propio De Gaulle fracasaron, aunque es sabido que al menos la emboscada planeada contra el coche del presidente a su paso por el barrio parisino de Petit Clamart estuvo peligrosamente a punto de triunfar. Durante algunos años, a principios de la década de 1960, Francia se vio atenazada por una férrea y cada vez más desesperada amenaza terrorista. Finalmente los servicios de inteligencia franceses consiguieron desactivar a la OAS, pero el recuerdo permaneció.

Mientras, millones de argelinos fueron enviados al exilio francés contra su voluntad. Los pieds-noirs europeos se establecieron en su mayoría en el sur de Francia; la primera generación albergó un perdurable rencor contra las autoridades francesas por traicionar su causa y obligarlos a abandonar sus propiedades y sus trabajos. Los judíos argelinos también abandonaron el país, algunos para marchar a Israel, muchos —como antes habían hecho los judíos marroquíes— en dirección a Francia, donde con el tiempo llegarían a constituir la mayor comunidad judía de Europa occidental (sefardí en su mayoría). También muchos árabes abandonaron la Argelia independiente. Algunos, previendo el gobierno represivo y dogmático del FLN. Otros, especialmente aquellos que habían trabajado con los franceses o servido como auxiliares en la policía o instancias militares francesas —los llamados harkis— huyeron de la previsible cólera de los vencedores nacionalistas. Muchos fueron capturados y sufrieron terribles castigos; pero incluso los que consiguieron llegar sanos y salvos a Francia apenas recibieron ninguna gratitud de los franceses o reconocimiento o recompensa por sus sacrificios.

Francia tenía prisa por olvidar el trauma argelino. Los Acuerdos de Évian de 1962 pusieron fin a casi cinco décadas de guerra o temor a la guerra en la vida francesa. La población estaba cansada; cansada de las crisis, de combatir, de las amenazas, rumores y conjuras. La Cuarta República había durado sólo doce años. Ni querida ni llorada por nadie, se había visto cruelmente debilitada desde el principio por la ausencia de un gobierno eficaz, legado de la experiencia de Vichy, que había hecho a los legisladores de la postguerra reacios a establecer una presidencia fuerte. Por otra parte, sus sistemas parlamentarios y electorales, que favorecían los múltiples partidos e inestables gobiernos de coalición, no le habían servido sino de obstáculos. Aunque testigo de cambios sociales sin precedentes, éstos generaron una reacción política dividida. Pierre Poujade, un librero de St Céré, un pueblo del sudoeste profundo francés, formó el primer partido de protesta con un objetivo único, defender a «des petits, des matraqués, des spoliés, des laminés, des humiliés»: los despojados, engañados, humillados hombres y mujeres olvidados por la historia. Cincuenta y dos diputados «poujadistas» obtuvieron escaños parlamentarios en las elecciones de 1956.

Pero, sobre todo, la primera república francesa de la postguerra sufrió el menoscabo de las luchas coloniales. Al igual que el Antiguo Régimen, la Cuarta República fue víctima de los costes de la guerra. Entre diciembre de 1955 y diciembre de 1957, Francia perdió dos tercios de sus reservas monetarias, a pesar del constante crecimiento de la economía. Los controles de divisas, los múltiples tipos de cambio (comparables a los aplicados por el bloque soviético en décadas posteriores), la deuda externa, los déficits presupuestarios y la permanente inflación, fueron consecuencia de los gastos incontrolados de las infructuosas guerras coloniales, desde 1947 a 1954 y de nuevo de 1955 en adelante. Los gobiernos de todas las tendencias se fragmentaron y vinieron abajo a causa de estos obstáculos. Aun contando con el apoyo del ejército, a la Cuarta República le hubiera sido muy difícil enfrentarse a estos desafíos sólo una década después de la peor derrota militar de la historia de la nación y de una humillante ocupación de cuatro años. Lo sorprendente es que durara lo que duró.

Las instituciones de la Quinta República de Charles de Gaulle fueron diseñadas para evitar precisamente los defectos de su predecesora. La Asamblea y los partidos políticos perdieron relevancia y el ejecutivo se vio drásticamente fortalecido: la Constitución otorgaba al presidente un considerable control e iniciativa en la elaboración de sus políticas y un dominio absoluto sobre el primer ministro, al que prácticamente podía nombrar y destituir a voluntad. Tras su éxito de conseguir acabar con el conflicto argelino, De Gaulle propuso que el presidente de la República fuera a partir de entonces elegido por sufragio universal directo (en lugar de indirectamente, por la Asamblea, como había ocurrido hasta entonces); esta enmienda de la Constitución se aprobó mediante referéndum el 28 de octubre de 1962. Avalado por sus instituciones, su trayectoria y su personalidad —y el recuerdo que los franceses guardaban de la alternativa anterior— el presidente francés tenía ahora más poder que ningún otro jefe de Estado o gobierno libremente elegido del mundo.

Respecto a los asuntos domésticos, De Gaulle se sentía en gran medida satisfecho de dejar las cuestiones del día a día en manos de sus primeros ministros. El programa de reforma económica radical iniciado con la emisión de un nuevo franco el 27 de diciembre de 1958, en línea con las anteriores recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, contribuyó directamente a la estabilización de las agitadas finanzas francesas. A pesar de su atractivo como jerarca, De Gaulle era, por naturaleza, un radical al que no le asustaban los cambios: como había expresado en Vers l’armée de métier (El ejército del futuro), un tratado de reforma militar escrito en su juventud: «Nada permanece si no se renueva constantemente». Por tanto, no resulta sorprendente que muchas de las transformaciones más significativas de la infraestructura de transportes, la planificación urbanística y la inversión industrial dirigida por el Estado fueran concebidas e iniciadas durante su gobierno.

Pero, como gran parte de las iniciativas de modernización del país promovidas por De Gaulle, especialmente los ambiciosos planes de Malraux por restaurar y adecentar la totalidad de los edificios públicos de Francia, estos cambios se enmarcaron siempre dentro de un objetivo político más amplio: la recuperación de la grandeur francesa. Al igual que el general Franco en España (con el que por lo demás no tenía nada en común), De Gaulle concebía básicamente la estabilización económica y la modernización como armas para luchar por la restauración de la gloria nacional. Al menos desde 1871, Francia llevaba protagonizando un continuo declive, una sombría trayectoria marcada por la derrota militar, la humillación diplomática, la retirada de las colonias, el deterioro económico y la inestabilidad del país. El objetivo de De Gaulle era poner fin al periodo de la decadencia francesa. «Toda mi vida —escribió en sus memorias— he tenido una determinada idea de Francia». En aquel momento, trató de llevarla a la práctica.

El terreno elegido por el presidente francés fue la política exterior, un interés que venía marcado tanto por su preferencia personal como por razones de Estado. De Gaulle llevaba mucho tiempo sensibilizado ante las sucesivas humillaciones francesas (a partir de 1940, infligidas más por sus aliados angloamericanos que por su enemigo alemán). De Gaulle nunca olvidó el incómodo aislamiento al que él mismo se vio sometido como portavoz de la empobrecida y en gran medida ignorada Francia, en el Londres de la época de la guerra. Su sentido de la realidad militar impidió que expresara el dolor que compartió con otros franceses cuando los británicos hundieron la orgullosa flota mediterránea en Mers-el-Kebir en julio de 1940, pero el simbolismo de aquel acto le marcó inexorablemente.

De Gaulle tenía razones concretas para albergar sentimientos encontrados respecto a Washington, donde Franklin Roosevelt jamás le tomó en serio. Estados Unidos mantuvo buenas relaciones con el régimen de Vichy durante la guerra por mucho más tiempo del que hubiera sido necesario o prudente. Francia estuvo ausente de las negociaciones aliadas; y aunque esto le permitió a De Gaulle en años posteriores declinar cínicamente su responsabilidad sobre un Acuerdo de Yalta que en el fondo aprobaba, el recuerdo de aquello seguía latente. Pero las peores humillaciones vinieron después de ganarse la guerra. Francia quedó claramente fuera de todas las decisiones importantes sobre Alemania. La información que compartían Gran Bretaña y Estados Unidos nunca se le transmitió a Francia (a la que de manera justificada se tenía por peligrosamente poco fiable). El «club» nuclear no incluyó a Francia, que de este modo quedó reducida a una insignificancia sin precedentes en la estrategia militar internacional.

Para empeorar aún más las cosas, Francia había actuado con absoluta independencia de Estados Unidos en su guerra colonial en Asia. En octubre de 1956, cuando Gran Bretaña, Francia e Israel conspiraron para atacar el Egipto de Nasser, fue el presidente Eisenhower el que presionó a los británicos para que se retiraran, ante la impotencia y la indignación de Francia. Un año después, en noviembre de 1957, los diplomáticos franceses se enfurecieron en vano ante el envío de armas británicas y norteamericanas a Túnez, a pesar de los temores de Francia de que éstas acabaran en manos de los rebeldes argelinos. Poco después de asumir el cargo en 1958, el propio De Gaulle fue informado lisa y llanamente por el general Norstad, el comandante en jefe estadounidense de la OTAN, de que no estaba autorizado para conocer los detalles del despliegue estadounidense de armas nucleares en suelo francés.

Éstos eran los antecedentes en cuanto a política exterior cuando De Gaulle asumió plenos poderes presidenciales. De los americanos esperaba poco. Tanto desde el punto de vista de las armas nucleares como del privilegiado estatus internacional del dólar como divisa de reserva, Estados Unidos estaba en situación de imponer sus intereses al resto de la alianza occidental, y así cabía esperar que ocurriera. En Estados Unidos no se podía confiar, pero al menos su actuación era predecible; lo importante era no depender de Washington, siguiendo la misma política que Francia había aplicado en Indochina y después en Suez. Francia debía mantener su posición al máximo, por ejemplo con la adquisición de su propio armamento nuclear. La actitud de De Gaulle hacia Gran Bretaña era sin embargo más complicada.

Al igual que la mayoría de los observadores, el presidente francés creía con toda razón y lógica que Gran Bretaña lucharía por mantener su posición a medio camino entre Europa y América —y que, en caso de verse obligado a elegir, Londres optaría por su aliado atlántico en lugar de por sus vecinos europeos—. Así lo dio a entender claramente en diciembre de 1962, cuando el primer ministro Harold Macmillan se reunió con el presidente Kennedy en Nassau, en las Bahamas, y aceptó un acuerdo en virtud del cual Estados Unidos proporcionaría a Gran Bretaña misiles nucleares Polaris, lanzados desde submarinos (como parte de una fuerza multilateral que en la práctica subsumía las armas nucleares británicas bajo el control estadounidense).

De Gaulle estaba furioso. Antes de viajar a Nassau, Macmillan había mantenido conversaciones con De Gaulle en Rambouillet; pero al presidente francés no le había dejado entrever siquiera lo que iba a ocurrir. Nassau, por tanto, constituyó otro acuerdo «angloamericano» tramado a las espaldas de Francia. Dicho agravio se convirtió en insulto cuando al propio París se le ofrecieron los mismos misiles Polaris, en las mismas condiciones, sin que ni siquiera hubiera tomado parte en las conversaciones. Este era el contexto cuando el presidente De Gaulle anunció en su conferencia de prensa del 14 de enero de 1963 que Francia iba a vetar la solicitud de entrada de Gran Bretaña en la Comunidad Económica Europea. Si Gran Bretaña quería ser un satélite de Estados Unidos, allá ella. Pero no podía ser «europea» a la vez. Entre tanto —como ya hemos visto— De Gaulle se volvió hacia Bonn y firmó el tan simbólico aunque básicamente insustancial Tratado con la República Federal.

La idea de que Francia podía compensar su vulnerabilidad ante la presión angloamericana alineándose con su viejo enemigo del otro lado del Rin no era del todo nueva. Ya en junio de 1926 el diplomático frances Jacques Seydoux había dejado constancia en una nota confidencial a sus jefes políticos de que «era mejor colaborar con los alemanes para dominar Europa que tenerlos por enemigos […] un acercamiento francoalemán nos permitirá librarnos más rápidamente del yugo angloamericano»[9]. Un planteamiento similar subyacía en la estrategia de los diplomáticos conservadores que apoyaron a Pétain en 1940. Pero dadas las circunstancias de 1963, el Tratado con Alemania apenas suponía ninguna diferencia en la práctica. Los franceses no tenían planes de abandonar la alianza occidental, y De Gaulle no albergaba tampoco la menor intención de verse arrastrado por los planes alemanes de revisar los acuerdos de la postguerra en el Este.

Lo que el Tratado de 1963 y el nuevo condominio francoalemán sí confirmaban era el decisivo giro de Francia hacia Europa. Para Charles de Gaulle, la lección del siglo XX era que Francia sólo podía esperar recobrar su gloria pasada si invertía en el proyecto europeo y lo adaptaba al servicio de los objetivos franceses. Habían perdido Argelia. Estaban perdiendo las colonias. Los angloamericanos se mostraban menos receptivos que nunca. Las sucesivas derrotas y pérdidas de las décadas pasadas no dejaban otra opción a Francia, si es que esperaba recuperar algo de su influencia pasada: como Adenauer había asegurado al primer ministro francés Guy Mollet el día que los franceses se vieron obligados por la presión estadounidense y la conformidad británica a detener las operaciones en Suez, «Europa será vuestra venganza».

Con una notable excepción, la retirada británica de su imperio fue muy diferente a la de los franceses. La herencia colonial británica era mayor y más complicada. El imperio británico, al igual que el soviético, si bien algo maltrecho, había sobrevivido intacto a la guerra. Gran Bretaña dependía en gran medida de sus proveedores imperiales para sus alimentos básicos (a diferencia de Francia, que era autosuficiente en cuanto a alimentación y cuyos territorios imperiales, tropicales en su inmensa mayoría, producían artículos muy diferentes); y, en ciertos escenarios de la guerra —especialmente en el norte de África— las tropas de la Commonwealth habían llegado a superar el número de soldados británicos. Los residentes de la propia Gran Bretaña eran, como ya hemos visto, mucho más conscientes de su imperio que sus homólogos franceses (una de las razones por la que Londres era mucho mayor que París era que había prosperado gracias a su condición de puerto, centro de almacenaje y distribución comercial, enclave de producción y capital financiera). Las directrices de la BBC en 1948 aconsejaban a los locutores que tuvieran en cuenta a su audiencia extranjera, en su mayoría no cristiana: «Las referencias irrespetuosas, y no digamos peyorativas, a los budistas, hindúes, musulmanes etcétera […] pueden ser motivo de grave ofensa y deben evitarse por completo».

Pero después de 1945 los británicos no albergaban esperanzas realistas de mantener su legado imperial. Los recursos del país no daban más de sí, y los costes de mantener incluso el imperio de la India ya no se veían compensados con ventajas económicas o estratégicas: mientras que en 1913 las exportaciones al subcontinente indio se aproximaban a una octava parte del total de las exportaciones británicas, después de la Segunda Guerra Mundial éstas se redujeron al 8,3 por ciento y a partir de entonces siguieron descendiendo. En todo caso, a casi todos les resultaba obvio que la presión a favor de la independencia era ya irresistible. Los artífices de la Commonwealth, establecida por el Estatuto de Westminster de 1931, la habían creado con el propósito de obviar la necesidad de actuar con rapidez frente a la independencia colonial, con el ofrecimiento a cambio de un marco para que los territorios autónomos y semiautónomos mantuvieran sus vínculos de adhesión y obediencia a la corona británica, y la liberación al mismo tiempo de la simbología más ofensiva del dominio imperial. Pero en cambio ahora iba a convertirse en un club empresarial de antiguas colonias, de Estados independientes cuya pertenencia a la Commonwealth británica sólo les obligaba en función de sus propios intereses y sentimientos.

A India, Pakistán y Birmania se les concedió la independencia en 1947, y a Ceilán al año siguiente. El proceso no fue precisamente incruento —millones de hindúes y musulmanes fueron masacrados a consecuencia de la limpieza étnica y los posteriores intercambios de poblaciones—, pero el poder colonial salió relativamente indemne. Sin embargo, una insurrección comunista en la vecina Malasia condujo al Gobierno británico, en junio de 1948, a declarar un estado de emergencia que no se levantaría hasta doce años más tarde, con la derrota definitiva de los rebeldes. No obstante, en general, y a pesar de la retirada de la India y sus países vecinos de miles de residentes y administradores coloniales, la salida de Gran Bretaña del sur de Asia fue más ordenada y menos traumática de lo que habría cabido esperar.

En Oriente Próximo las cosas estaban más complicadas. En 1948 Gran Bretaña abandonó sus responsabilidades sobre el territorio bajo mandato británico de Palestina en unas circunstancias humillantes, aunque (de nuevo, desde el punto de vista británico) relativamente incruentas (los mutuos ataques entre árabes y judíos no comenzaron hasta después de que los británicos hubieran abandonado este escenario) . En Irak, donde Gran Bretaña y Estados Unidos tenían intereses petrolíferos comunes, Estados Unidos desplazó progresivamente al Reino Unido como influencia imperial. Pero fue en Egipto, un país que, paradójicamente, nunca había sido una colonia británica en el sentido convencional, donde Gran Bretaña experimentó las ironías y el drama de la descolonización y sufrió una derrota de históricas proporciones. En la crisis de Suez de 1956, Gran Bretaña padeció por primera vez el tipo de humillación internacional tan familiar ya para los franceses y que ejemplificaría y aceleraría el declive del país.

El interés británico en Egipto obedecía directamente a la importancia de la India, y a él vendría a añadirse en años posteriores la necesidad de petróleo. Las tropas británicas tomaron por primera vez El Cairo en 1882, trece años después de la apertura del Canal de Suez, administrado desde París por la Suez Canal Company. Hasta la Primera Guerra Mundial Egipto había sido gobernado de facto, si bien no oficialmente, por un residente británico (durante gran parte de este periodo por el temible lord Cromer). Desde 1914 a 1922 Egipto había sido un protectorado británico, tras lo cual se convertiría en independiente. Las relaciones entre los dos países se mantuvieron estables durante algún tiempo, y se formalizaron en un Tratado firmado en 1936. Pero en octubre de 1952 el nuevo gobierno de El Cairo, dirigido por los oficiales del ejército que habían derrocado al rey egipcio Farouk, derogaron dicho Tratado. En respuesta a ello, los británicos, temerosos de perder su acceso privilegiado a un canal de crucial importancia estratégica, volvieron a ocupar la zona del Canal.

Dos años después, uno de los oficiales revolucionarios, Gamal Abdul Nasser, se había convertido en el jefe del Gobierno y presionaba para forzar la salida de los soldados británicos del territorio egipcio. Los británicos estaban dispuestos a negociar, dado que necesitaban la cooperación de Egipto. El Reino Unido era cada vez más dependiente del petróleo barato que importaba a través del Canal de Suez y pagaba en libras esterlinas. Si este suministro cesaba, o si los árabes rechazaban el pago en libras esterlinas, Gran Bretaña tendría que utilizar sus preciosas reservas de divisas para comprar dólares y conseguir el petróleo en otra parte. Por otro lado, como Anthony Eden, el ministro de Asuntos Exteriores, había aconsejado al gabinete británico en febrero de 1953, «la ocupación militar podría mantenerse por la fuerza, pero, en el caso de Egipto, la base de la que depende será de poca utilidad si no se cuenta con mano de obra local que se ocupe de ella».

Por consiguiente, en octubre de 1954 Londres firmó un acuerdo para evacuar la base de Suez antes de 1956, si bien en el entendimiento de que la presencia militar británica en Egipto podría «reactivarse» si los intereses británicos se veían amenazados por ataques o por Estados de la región. El acuerdo se mantuvo, y los últimos soldados británicos fueron evacuados de Suez, conforme a lo previsto, el 13 de junio de 1956. Pero el entonces coronel Nasser —que se había autodeclarado presidente de Egipto en noviembre de 1954— comenzaba a constituir un problema. Era una figura influyente en el recién formado movimiento de Estados independientes de Asia y África, que se reunieron en una conferencia en Bandung (Indonesia) en abril de 1955 y condenaron «el colonialismo en todas sus manifestaciones». Era también el líder carismático de los radicales árabes de la región. Y empezaba a atraer el interés soviético: en septiembre de 1955, Egipto anunció un importante acuerdo armamentístico con Checoslovaquia.

Así pues, en 1956, los británicos empezaban a considerar cada vez más a Nasser como una amenaza, tanto por su condición de déspota radical que había sentado sus reales de orilla a orilla de una vía fluvial clave, como por el ejemplo que representaba para otros. Eden y sus asesores solían compararle recurrentemente con Hitler, como una amenaza que había que neutralizar y con la que no cabía contemporizar. París compartía este punto de vista, a pesar de que el desagrado que Nasser producía en los franceses tenía menos que ver con la amenaza que representaba para Suez e incluso con su cada vez más estrecha amistad con el bloque soviético que con su perjudicial influencia sobre los súbditos norteafricanos de Francia. A Estados Unidos tampoco le agradaba mucho el presidente de Egipto. En una reunión con Tito celebrada en Yugoslavia el 18 de julio de 1956, Nasser —junto con el primer ministro de la India Jawāharlāl Nehru— emitió un comunicado conjunto de «no alineamiento», lo que desvinculaba explícitamente a Egipto de cualquier tipo de dependencia occidental. Los norteamericanos se sintieron ofendidos. A pesar de haber iniciado conversaciones en noviembre de 1955 sobre la financiación estadounidense de la presa egipcia de Asuán, en el Nilo, el secretario de Estado norteamericano, Dulles, las interrumpió el 19 de julio. Una semana después, el 26 de julio, Nasser nacionalizó la Suez Canal Company[10].

La reacción inicial de las potencias extranjeras fue constituir un frente unido: Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia convocaron una conferencia en Londres para decidir cuál sería su respuesta. La conferencia se celebró conforme a lo previsto, y el 23 de agosto se elaboró un «plan» que el primer ministro australiano Robert Menzies presentaría a Nasser. Pero Nasser lo rechazó. Los conferenciantes de Londres volvieron a reunirse, del 19 al 21 de septiembre, acordando esta vez constituir una Asociación de Usuarios del Canal de Suez. Entre tanto, los británicos y los franceses anunciaron que trasladarían la disputa sobre el Canal de Suez a las Naciones Unidas.

Hasta aquel momento los británicos, especialmente, habían tenido buen cuidado de hacer coincidir su propia respuesta a la actuación de Nasser con la de Washington. Gran Bretaña seguía gravemente endeudada con Estados Unidos, al que pagaba intereses por sus préstamos pendientes; en 1955 la presión sobre la libra esterlina había llevado a Londres a considerar incluso la posibilidad de conseguir una exoneración temporal de estos préstamos. Londres siempre había sido bastante escéptico respecto a los motivos de los estadounidenses en la región: Washington, según se creía, albergaba intenciones de suplantar a Gran Bretaña en Oriente Próximo, razón por la que los portavoces norteamericanos se permitían cierta retórica anticolonialista, con el fin de ganarse a las élites locales. Pero las relaciones entre ambos países eran realmente buenas. Corea —y la dinámica de la Guerra Fría— había hecho que dejaran atrás sus mutuos recelos de la década de 1940, y los británicos creían que podían confiar en la simpatía de Estados Unidos hacia los intereses y compromisos internacionales de Gran Bretaña. Por tanto, a pesar de que el propio Eisenhower les había advertido de que se estaban preocupando demasiado por Nasser y la amenaza que éste representaba, los líderes británicos dieron por hecho que Estados Unidos los apoyaría llegado el momento.

Así las cosas, el primer ministro británico Anthony Eden (que había sucedido al anciano Churchill el año anterior) se propuso ocuparse de una vez por todas del problemático Egipto. Al margen de la postura que pudieran mantener en público, los británicos y los franceses empezaban a impacientarse con la ONU y sus engorrosos procedimientos. Ni los unos ni los otros deseaban una solución diplomática. Incluso mientras se estaban convocando diversas conferencias y discutiendo los planes internacionales para responder a las acciones de Nasser, el Gobierno británico inició conversaciones secretas con Francia, con vistas a una invasión militar conjunta de Egipto. El 21 de octubre estos planes se ampliaron para incluir a los israelíes, que, en el máximo secreto, se reunieron con franceses y británicos en Sèvres para mantener negociaciones. El interés israelí era bastante evidente: la frontera que separaba Egipto e Israel había sido fruto del armisticio de febrero de 1949, pero ambas partes la consideraban provisional, y se producían frecuentes incursiones, especialmente en la frontera de Gaza. Los egipcios ya habían bloqueado el golfo de Aqaba en julio de 1951, una restricción al comercio y la libertad de movimientos israelíes que Jerusalén estaba decidido a eliminar. Israel se había propuesto reducir a Nasser y asegurar sus intereses territoriales y de seguridad en el Sinaí y su entorno.

Los conspiradores de Sèvres llegaron a un acuerdo. Israel atacaría al ejército egipcio en Sinaí y avanzaría hasta ocupar toda la península, incluida la orilla oeste del Canal de Suez. Los franceses y los británicos emitirían un ultimátum que exigiese la retirada de ambos bandos, y luego, mientras aparentasen ser partes no implicadas que actuaban en nombre de la comunidad internacional, Francia y Gran Bretaña atacarían Egipto: primero por aire y luego por mar. Allí se harían con el control del Canal, bajo el pretexto de la incompetencia de Egipto para gestionar un recurso tan importante con la imparcialidad y eficacia necesarias, restablecerían el anterior estado de cosas y conseguirían menoscabar definitivamente a Nasser. El plan se mantuvo en el máximo secreto (en Gran Bretaña, sólo Eden y cuatro altos cargos ministeriales del gabinete conocían la existencia del protocolo firmado en Sèvres tras tres días de conversaciones, del 21 al 24 de octubre).

Al principio todo se desarrolló conforme a lo previsto. El 29 de octubre, dos semanas después de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas fracasara a la hora de encontrar una solución a la crisis de Suez (a causa del veto soviético), y sólo una semana después de la reunión de Sèvres, las fuerzas israelíes entraron en el Sinaí. Al mismo tiempo, buques británicos partieron con rumbo este de su base de Malta. Al día siguiente, el 30 de octubre, Gran Bretaña y Francia vetaron una moción de la ONU que exigía la retirada de Israel, y emitieron un ultimátum a Israel y Egipto, en el que instaban hipócritamente a ambas partes a que cesaran la lucha y aceptaran la ocupación anglofrancesa de la zona del Canal. Al día siguiente, aviones británicos y franceses atacaron los aeródromos egipcios. En cuarenta y ocho horas, los israelíes completaron la ocupación de Sinaí y Gaza, e ignoraron un llamamiento a la tregua de la Asamblea General de la ONU; los egipcios, por su parte, hundieron barcos en el Canal de Suez para impedir de este modo el transporte fluvial. Dos días más tarde, el 5 de noviembre, desembarcaron en Egipto las primeras tropas de infantería anglofrancesas.

Y entonces comenzó a desenmarañarse la trama. El 6 de noviembre Dwight Eisenhower fue reelegido presidente de Estados Unidos. La administración de Washington estaba furiosa por el engaño anglofrancés y profundamente resentida por las mentiras que le habían contado sobre las verdaderas intenciones de sus aliados. Londres y París habían ignorado de forma patente tanto el espíritu como la letra de la Declaración Tripartita de 1950, por la que Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos se comprometían a actuar contra el agresor en caso de cualquier conflicto árabe-israelí. Estados Unidos empezó a ejercer una considerable presión, tanto en el ámbito público como privado, especialmente sobre Gran Bretaña, para que ésta pusiera fin a su invasión de Egipto, para lo cual llegó a amenazarla con acabar con la libra británica. Alarmado ante tan directa oposición por parte de Estados Unidos, pero incapaz de resistir la cada vez mayor presión sobre la libra esterlina, Eden dudó por un momento, pero al final capituló. El 7 de noviembre, sólo dos días después de que los primeros paracaidistas aterrizaran en Fort Said, las fuerzas británicas y francesas declararon el alto el fuego. Ese mismo día la ONU autorizó el envío a Egipto de una fuerza de paz, que Nasser aceptó el 12 de noviembre a condición de que no se infringiera la soberanía egipcia. Tres días después desembarcó en Egipto la fuerza de paz de las Naciones Unidas y el 4 de diciembre entró en el Sinaí.

Entre tanto los británicos y los franceses anunciaron su propia retirada de Suez, que completaron el 22 de diciembre. Gran Bretaña, cuyas reservas de libras esterlinas y dólares habían descendido a 279 millones de dólares en el transcurso de la crisis, obtuvo la promesa de recibir ayuda financiera estadounidense (en forma de una línea de crédito de 500 millones de dólares procedentes del Banco de Exportación e Importación del Gobierno de Estados Unidos); el 10 de diciembre el FMI anunció que aprobaría un préstamo de 561,47 millones de dólares a favor de Gran Bretaña y una operación de compromiso de compra de 738 millones de dólares más. Israel, tras asegurarse el compromiso de Estados Unidos con su derecho de tránsito sobre el golfo de Aqaba y el estrecho de Tirán, retiró sus tropas de Gaza la primera semana de marzo de 1957. El desalojo del Canal de Suez se inició una semana más tarde, una vez finalizada la retirada anglofrancesa, y el Canal se reabrió el 10 de abril de 1957, permaneciendo en manos de Egipto.

Todos los países implicados aprendieron su propia lección de la debacle de Suez. Los israelíes, a pesar de su dependencia del armamento francés, se dieron cuenta claramente de que su futuro consistía en alinear sus intereses lo más posible con los de Washington (y más aún tras el anuncio de la «Doctrina Eisenhower» en enero de 1957, según la cual Estados Unidos utilizaría las fuerzas armadas en caso de una agresión de la «internacional comunista» en Oriente Próximo). La posición de Nasser en el mundo no alineado se vio enormemente fortalecida por su aparente éxito al hacer frente a las viejas potencias coloniales (como los franceses habían temido, su influencia y ejemplo moral alcanzaron sus máximas cotas entre los nacionalistas árabes y sus seguidores). El fracaso de Egipto presagiaba más problemas para los franceses en Argelia.

Para Estados Unidos, la aventura de Suez sirvió como recordatorio de sus propias responsabilidades, así como ejercicio de calentamiento. A Eisenhower y a Dulles les desagradó la manera en que Mollet y Eden habían dado por hecho el apoyo norteamericano. También estaban molestos con los franceses y los británicos: no sólo por emprender en secreto una expedición tan mal concebida y ejecutada, sino por su falta de sentido de la oportunidad. La crisis de Suez coincidió casi exactamente con la ocupación soviética de Hungría. Al protagonizar un complot tan claramente imperialista contra un solo país árabe, aparentemente como represalia por el ejercicio de su soberanía territorial, Londres y París desviaron la atención de la invasión soviética de un Estado independiente y la destrucción de su Gobierno, anteponiendo de este modo sus propios —y en opinión de Washington, anacrónicos— intereses a los de la alianza occidental en su conjunto.

Y lo que es peor, le habían proporcionado a Moscú una baza propagandística sin precedentes. La URSS no desempeñó prácticamente ningún papel en la crisis de Suez propiamente dicha (la nota soviética del 5 de noviembre, que amenazaba con emprender una acción militar contra Francia, Gran Bretaña e Israel a menos que aceptaran un alto el fuego, apenas influyó en el desarrollo de los acontecimientos); por otra parte, Jruschov y sus colegas no tenían intención de llevar adelante sus amenazas. Pero al permitir a Moscú adoptar el papel, aunque sólo fuera simbólicamente, de protector de la parte agraviada, Francia y Gran Bretaña habían dado pie a que la Unión Soviética asumiera un rol que estaría encantada de improvisar durante las siguientes décadas. Gracias a la crisis de Suez, Oriente Próximo y África importarían las divisiones y la retórica de la Guerra Fría en toda su extensión.

Fue en Gran Bretaña donde el impacto del error de cálculo de Suez se hizo sentir más profundamente. Habrían de pasar muchos años antes de que la conspiración contra Nasser se hiciera pública, aunque muchos sospechaban de ella. Pero en pocas semanas Anthony Eden fue obligado a dimitir, humillado por la incompetencia de la estrategia militar que había aprobado y por la manera ostentosamente pública en que Estados Unidos se había negado a respaldarla. Aunque el Partido Conservador gobernante no salió especialmente perjudicado en las elecciones —bajo el liderazgo de Harold Macmillan, que, aunque a regañadientes, había tomado parte en la planificación de la expedición de Suez, los conservadores ganaron las elecciones generales de 1959 con bastante holgura— el Gobierno británico se vio obligado a replantearse radicalmente su política exterior.

La primera lección de Suez fue que Gran Bretaña ya no podía mantener una presencia colonial global. El país carecía de recursos militares y económicos, como la crisis de Suez había evidenciado con toda claridad, y tras tan palpable demostración de las limitaciones británicas era lógico que ahora el país se enfrentara a unas cada vez mayores exigencias de independencia. Después de una pausa de casi una década durante la cual sólo Sudán (en 1956) y Malasia (en 1957) habían roto sus vínculos con Gran Bretaña, el país entró en una fase acelerada de descolonización, especialmente en África. La Costa de Oro obtuvo su libertad en 1957 como el Estado independiente de Ghana, el primero de una larga serie. Entre 1960 y 1964 otras diecisiete colonias británicas celebraron sus ceremonias de independencia mientras los dignatarios británicos viajaban por todo el mundo arriando la bandera británica y estableciendo nuevos gobiernos. La Commonwealth, que en 1950 no contaba más que con ocho miembros, en 1965 sumaba ya veintiuno, y aún quedaban muchos por venir.

En comparación con el trauma de Argelia, o con las catastróficas consecuencias del abandono del Congo por parte de Bélgica en 1960, el desmantelamiento del imperio británico fue relativamente pacífico. En el África del este y, en especial, del sur, la retirada del imperio resultó más controvertida de lo que lo había sido en el África occidental. Cuando Harold Macmillan informó a los sudafricanos, en un famoso discurso pronunciado en Ciudad del Cabo en 1960, de que «el viento del cambio está barriendo este continente y, nos guste o no, esta creciente toma de conciencia [africana] es una realidad política», no esperaba que sus palabras fueran bien recibidas, y de hecho no lo fueron. Para preservar el sistema del gobierno del apartheid, en vigor desde 1948, los colonos blancos de Sudáfrica se habían autodeclarado una república en 1961, abandonando la Commonwealth. Cuatro años después, en la vecina Rhodesia del Sur, los colonos blancos autoproclamaron unilateralmente su independencia y su autogobierno. En ambos países la minoría gobernante consiguió durante algunos años más suprimir implacablemente cualquier oposición a su gobierno.

Pero el África del sur era un caso especial. En otros lugares —por ejemplo, en el África oriental— las comparativamente privilegiadas comunidades blancas de colonos aceptaron su destino. Una vez quedó claro que Londres carecía de los recursos y la voluntad necesaria para imponer un Gobierno colonial frente a una oposición mayoritaria —algo que no había resultado evidente hasta fechas tan recientes como principios de la década de 1950, cuando las fuerzas británicas llevaron a cabo una brutal y secreta guerra sucia contra las revueltas de Mau-Maus en Kenia— los colonos europeos aceptaron lo inevitable y se retiraron pacíficamente.

En 1968 el gobierno laborista de Harold Wilson extrajo la conclusión definitiva e inapelable de los hechos acaecidos en noviembre de 1956, y anunció que las fuerzas británicas serían a partir de entonces retiradas con carácter permanente de sus diversas bases, puertos, enclaves comerciales, puertos para repostar combustible, y otros establecimientos de la era imperial que el país había mantenido «al este de Suez» (especialmente el fabuloso puerto natural de Aden, en la península arábiga). Gran Bretaña ya no podía permitirse ejercer su poder e influencia allende los mares. En general, este hecho fue recibido con alivio en la propia Gran Bretaña: como Adam Smith había vaticinado ya en el ocaso del primer imperio británico, allá por 1776, despojarse del «espléndido y ostentoso ropaje del imperio» era la mejor manera de contener la deuda y permitir al país «adaptar sus perspectivas y proyectos futuros a la mediocridad real de sus circunstancias».

La segunda lección de Suez, para la inmensa mayoría del establishment británico, fue que el Reino Unido nunca más debía volver a encontrarse en el bando equivocado en un enfrentamiento con Washington. Esto no significó que ambos países estuvieran siempre de acuerdo —por ejemplo, sobre la cuestión de Berlín y Alemania, el gobierno de Londres se mostró siempre más dispuesto a hacer concesiones a Moscú, lo cual generó cierta frialdad en las relaciones angloamericanas entre 1957 y 1961—. Pero la demostración de que no podía contarse con Washington para apoyar a sus aliados en toda circunstancia condujo a Harold Macmillan a una conclusión exactamente opuesta a la que llegó su coetáneo francés De Gaulle. Cualesquiera que fueran sus dudas, por más ambiguo que se mostrara respecto a ciertas actuaciones estadounidenses, los gobiernos británicos se mantuvieron leales a las posturas estadounidenses. Sólo de esta manera podían esperar influir en las decisiones norteamericanas y asegurarse el apoyo estadounidense a los problemas británicos llegado el caso. Este alineamiento estratégico sería de crucial trascendencia, tanto para Gran Bretaña como para Europa.

Las perdurables consecuencias de la crisis de Suez también se dejaron sentir en la sociedad británica. Gran Bretaña y, especialmente Inglaterra, era claramente optimista a principios de la década de 1950. La elección de un Gobierno conservador en 1951 y los primeros indicadores de un boom, económico habían disipado la sombra igualitarista de los primeros años de la postguerra. Durante los primeros años de reinado de la nueva reina, los ingleses disfrutaron de un agradable periodo de autorreconfortante bienestar. Los ingleses fueron los primeros en conquistar el Everest (1953) —con la valiosa ayuda de un guía local— y en batir el récord de la milla en un tiempo por debajo de los 4 minutos (en 1954). Por otro lado, habían sido los británicos, como frecuentemente se le recordaba a la nación, los que habían dividido el átomo, inventado el radar, descubierto la penicilina, diseñado el motor de turborreacción, etcétera.

El ambiente de aquellos años —tal vez algo exageradamente calificados como la «nueva era isabelina»— ha quedado captado a la perfección por el cine de la época. Las películas más populares de la primera mitad de los años cincuenta —comedias como Genoveva (1953) o Doctor in the House (1954)— describen un sur de Inglaterra bastante animado, juvenil, opulento y confiado. Los ambientes y los personajes ya no son grises u oprimidos, pero por lo demás continúan siendo decididamente tradicionales: todos son brillantes, jóvenes, cultos, de clase media, de habla educada, respetuosos y atentos. Se trata de una Inglaterra en la que los debutantes seguían siendo recibidos en palacio (un ritual anacrónico y cada vez más absurdo que la reina abandonaría definitivamente en 1958), donde uno de cada cinco parlamentarios conservadores se había educado en Eton y donde el porcentaje de estudiantes de clase trabajadora que asistían a la universidad seguía siendo, en 1955, igual al de 1925.

Además de las ingenuas comedias sociales, el cine inglés se caracterizó durante aquellos años por la abundante producción de películas bélicas como The Wooden Horse (1952), The Cruel Sea (1953), The Dam Busters (1954), Cockleshell Heroes (1955), The Battle of the River Plate (1956), todas ellas basadas en episodios más o menos verídicos del heroísmo británico durante la Segunda Guerra Mundial. Sin glorificar el combate, dichas películas cultivaban el mito de la Gran Bretaña de la guerra, con especial atención a la importancia de una camaradería ajena a las diferencias entre clases sociales o profesiones. Cuando se insinuaban las tensiones sociales o las distinciones entre clases sociales solía hacerse con un tono más bien pícaro y escéptico que conflictivo o resentido. Sólo en Lavender Hill Mob (titulada en España Oro en barras) (1951), de Charles Crichton, la más incisiva de las comedias de los Estudios Ealing, se evidencia cierto grado de crítica social (que pone de manifiesto la variante inglesa del poujadismo: el resentimiento y los sueños de los dóciles ciudadanos de clase media).

Sin embargo, a partir de 1956 el tono empieza a ensombrecerse claramente. Películas bélicas como El puente sobre el río Kwai (1957) o Dunkirk (1958) dejaban traslucir cierto fondo de cuestionamiento o duda, como si la indiscutida herencia de 1940 estuviera empezando a resquebrajarse. En 1960, Hundir el Bismarck, un film bélico ambientado con claridad a la vieja usanza, resultaba curiosamente anacrónico y disonante con el ánimo de la época. El nuevo talante quedó reflejado en la rupturista obra teatral de John Osborne, Look Back in Anger (Mirando hacia atrás con ira), estrenada en Londres en 1956 y convertida dos años después en una película de extraordinario verismo. En este drama de frustración y desilusión, el protagonista, Jimmy Porter, vive asfixiado por una sociedad y un matrimonio que no puede ni abandonar ni cambiar. Porter maltrata a su mujer, Alison, por su procedencia burguesa, y ella a su vez se ve atrapada entre su malhumorado marido de clase trabajadora y su anciano padre, veterano de las colonias, confuso y dolido con un mundo que ya no es capaz de entender. Como Alison le reprocha: «Tú te sientes herido porque todo ha cambiado. Jimmy se siente herido porque todo sigue igual. Y ninguno de los dos sois capaces de afrontarlo».

Este diagnóstico del inestable ambiente que vivía Gran Bretaña en el momento de la crisis de Suez tal vez no fuera muy detallado, pero encerraba cierta dosis de verdad. Cuando Mirando hacia atrás con ira se estrenó en las pantallas de cine, fue acompañada de una serie de películas de temática similar, la mayoría de ellas adaptadas a partir de novelas u obras de teatro escritas en la segunda mitad de la década de 1950: Room at the Top (Un lugar en la cumbre, 1959), Saturday Night and Sunday Morning (Sábado noche, domingo mañana, 1960), The Loneliness of the Long-Distance Runner (La soledad del corredor de fondo, 1962), A Kind of Loving (Esa clase de amor, 1962), This Sporting Life (El ingenuo salvaje, 1963). Las películas de principios de los años cincuenta habían sido todas ellas protagonizadas bien por elegantes actores de clase media con buena dicción como Kenneth More, Dirk Bogarde, John Gregson, Rex Harrison o Geoffrey Keene, o por simpáticos «tipos» londinenses retratados por actores de origen judío como Sydney James, Alfie Bass, Sydney Tafler o Peter Sellers. Las películas posteriores a éstas, denominadas kitchen-sink dramas (historias de fregadero) por la descarnada descripción que hacían de la vida diaria, tenían como protagonistas a una nueva generación de actores jóvenes: Tom Courtenay, Albert Finney, Richard Harris y Alan Bates. Por lo general, estaban ambientadas en comunidades de clase obrera, con su acento y su lenguaje característicos. Y representaban a una Inglaterra dividida, amargada, cínica, pesimista y caradura, cuyas ilusiones se habían visto truncadas. Lo único que tenían en común el cine de principios de los años cincuenta y el de principios de los sesenta era que las mujeres casi siempre representaban un papel secundario, y que todo el mundo era blanco.

Si las ilusiones del imperio acabaron en Suez, la confianza insular de la región central de Inglaterra llevaba bastante tiempo amenazada. El desastre de 1956 no hizo más que acelerar su caída. El simbolismo de la primera derrota de la selección nacional de críquet ante un equipo de las Indias Occidentales (acontecida en 1950 y en el «sagrado suelo» de la cuna de este deporte, en el Lord’s Cricket Ground de Londres) volvió a quedar patente tres años después, cuando la selección fútbol inglesa fue aplastada en 1953 en el estadio nacional (por un equipo de la humilde Hungría y por el insólito margen de seis goles a tres). En los dos deportes internacionales que los ingleses habían difundido por el resto del mundo, Inglaterra había perdido su supremacía.

Estos indicadores no políticos del declive nacional causaron aún más impacto debido a que la sociedad británica de aquellos años era mayoritariamente apolítica. El Partido Laborista británico, en la oposición durante la crisis de Suez, fue incapaz de sacar partido al fracaso de Eden porque el electorado ya no interpretaba los hechos en función de un esquema político o partidista. Al igual que el resto de la Europa occidental, los británicos estaban cada vez más volcados en el consumo y el entretenimiento. Su interés por la religión y por cualquier otro tipo de movilización colectiva también estaba decayendo. Harold Macmillan, un político conservador con tendencias liberales (un oportunista político de clase media disfrazado de hacendado eduardiano) resultaba sin duda el líder más apropiado para este periodo de transición, con su política exterior de retirada de las colonias y su política interior de apacible prosperidad. Los votantes de más edad estaban muy satisfechos con este resultado; en cambio los jóvenes se sentían cada vez más decepcionados.

La retirada del imperio contribuyó directamente a aumentar el nerviosismo británico ante la pérdida de un rumbo para el país. Despojada ya de su gloria imperial, la función de la Commonwealth consistía principalmente en proveer a Gran Bretaña de alimentos. Gracias a las ventajas de la Commonwealth (esto es, unos aranceles que favorecían las importaciones de sus Estados miembros), la comida procedente de estos países era barata, y representaba prácticamente una tercera parte del valor de todas las importaciones del Reino Unido a principios de los años sesenta. Pero las exportaciones de Gran Bretaña a los países de la Commonwealth disminuían cada vez más en relación con el total de la exportación nacional, la mayoría de la cual iba ahora dirigida a Europa (en 1965, por primera vez, el comercio británico con Europa superaría al que el país mantenía con los Estados de la Commonwealth). Tras la debacle de Suez, Canadá, Australia, Sudáfrica e India tomaron conciencia del declive británico y empezaron a reorientar su comercio y sus políticas de acuerdo con esta nueva realidad, dirigiéndolas a partir de entonces a Estados Unidos, Asia y lo que pronto daría en llamarse «Tercer Mundo».

En lo tocante a Gran Bretaña, puede que Estados Unidos fuera el aliado indispensable, pero difícilmente podía dotarle de un rumbo renovado y mucho menos de una identidad nacional actualizada. Por el contrario, la propia dependencia de Estados Unidos reflejaba la debilidad y el aislamiento que en realidad vivía el país. Por consiguiente, y a pesar de que su cultura y su educación no se caracterizaran precisamente por impulsarlos hacia la Europa continental, a muchos políticos y ciudadanos en general —entre ellos el propio Macmillan— empezó a resultarles obvio que, de una forma u otra, el futuro del país estaba al otro lado del Canal. ¿Dónde si no en Europa podía Gran Bretaña tratar de recuperar su prestigio internacional?

El «proyecto europeo», si es que alguna vez había existido más allá de las mentes de unos cuantos idealistas, se había estancado a mediados de la década de 1950. La Asamblea Nacional francesa había vetado la propuesta de un ejército europeo y, con ella, cualquier debate sobre una mayor coordinación europea. Cierto es que se habían alcanzado varios acuerdos regionales basados en el modelo del Benelux —especialmente el Mercado Laboral Común de los Países Nórdicos de 1954—, pero éste era en todo caso el proyecto más ambicioso que figuraba en la agenda. Los defensores de la cooperación europea sólo apuntaban a la nueva Comunidad de Energía Atómica Europea, anunciada en la primavera de 1955; pero ésta, al igual que la Comunidad del Carbón y del Acero, era una iniciativa francesa cuyo éxito residía, precisamente, en su ámbito reducido y esencialmente técnico. Si los británicos seguían mostrándose tan escépticos como siempre acerca de la perspectiva de una unidad europea, lo cierto es que no les faltaba razón del todo.

El impulso para un nuevo comienzo procedió, con arreglo a una cierta lógica, de los países del Benelux, los más experimentados en uniones interfronterizas y los que tenían menos que perder dadas sus difusas identidades nacionales. Los estadistas europeos —especialmente Paul-Henri Spaak, el ministro de Asuntos Exteriores de Bélgica— tenían claro para entonces que la integración política o militar no era viable, al menos de momento. En todo caso, para mediados de la década de 1950, el interés europeo se había desviado claramente de las preocupaciones militares de la década anterior. Resultaba obvio que el énfasis debía situarse ahora en la integración económica europea, un terreno en el que el propio interés nacional y la cooperación podían perseguirse simultáneamente sin ofender las tradicionales sensibilidades nacionales. Spaak, junto con su homólogo holandés, convocó una reunión en Messina, en junio de 1955, para estudiar esta estrategia.

Los participantes en la conferencia de Messina fueron los seis países integrantes de la CECA, junto con un «observador» británico (de bajo rango). Spaak y sus colaboradores presentaron una serie de propuestas para una unión aduanera, acuerdos comerciales y otros proyectos bastante convencionales de coordinación transnacional, todos ellos cuidadosamente elaborados para evitar ofender las sensibilidades de Gran Bretaña o Francia. Los franceses se mostraron cautelosamente entusiastas; los británicos, claramente dubitativos. Tras la conferencia de Messina, las negociaciones continuaron con un comité de planificación internacional presidido por el propio Spaak, cuya tarea consistía en proponer firmes recomendaciones para una economía europea más integrada, un «Mercado Común». Pero en noviembre de 1955 los británicos ya se habían desmarcado, alarmados ante la perspectiva del tipo de Europa prefederal de la que siempre habían recelado.

Los franceses, sin embargo, decidieron arriesgarse. Cuando el Comité de Spaak presentó en marzo de 1956 una recomendación formal a favor de un Mercado Común, París se mostró de acuerdo. Los observadores británicos continuaban vacilantes. Eran conscientes de los riesgos de quedarse fuera, como un comité del gobierno británico observó confidencialmente sólo algunas semanas antes de que las recomendaciones de Spaak se hicieran públicas: «si los gobiernos reunidos en Messina alcanzan la integración económica sin el Reino Unido, esto significará la hegemonía de Alemania en Europa»[11]. No obstante, a pesar de las propuestas del anglófilo Spaak y de la fragilidad de la zona internacional de la libra esterlina, puesta de manifiesto pocos meses antes en Suez, Londres no podía permitirse unir su suerte a la de los «europeos». Cuando el 25 de marzo de 1957 se firmó en Roma el Tratado que establecía una Comunidad Económica Europea (y el EURATOM, la autoridad en materia de energía atómica), y éste entró en vigor el 1 de febrero de 1958, la nueva CEE —con sede en Bruselas— incluía a los mismos seis países que habían constituido la Comunidad del Carbón y del Acero siete años antes.

Es importante no exagerar demasiado la importancia del Tratado de Roma. En general no era más que una declaración de futuras buenas intenciones. Sus signatarios diseñaron un plan de reducciones y armonización arancelarias, presentaron el proyecto de unas futuras alineaciones monetarias y acordaron avanzar en dirección a la libre circulación de productos, divisas y trabajo. La mayoría del texto constituía un marco para establecer los procedimientos necesarios para elaborar y aplicar futuras regulaciones. La única innovación verdaderamente significativa —el establecimiento en virtud del artículo 177 de un Tribunal de Justicia europeo al que los tribunales nacionales someterían los casos para su fallo final— adquiriría una enorme importancia en décadas posteriores, si bien en aquel momento pasó en gran medida inadvertida.

La CEE se asentaba en su debilidad, no en su fuerza. Como el informe de Spaak de 1956 destacaba, «Europa, que en su día ostentó el monopolio de las industrias manufactureras y obtuvo importantes recursos de sus dominios de ultramar, hoy ve su situación externa debilitada, su influencia en declive y su capacidad de progresar frustrada por sus divisiones». Fue por no entender —todavía— su situación bajo este mismo prisma por lo que los británicos declinaron la invitación de unirse a la CEE. La idea de que el Mercado Común europeo era parte de una estrategia diseñada para hacer frente al creciente poder de Estados Unidos —concepto que adquiriría cierto predicamento en los círculos políticos de Washington en décadas posteriores— es bastante absurda: la recién formada CEE dependía en grado sumo de la garantía de la seguridad estadounidense, sin la cual sus miembros nunca hubieran podido permitirse una integración económica al margen de toda referencia a la defensa común.

No todos, ni siquiera en los Estados miembros, se sentían plenamente satisfechos con las propuestas. En Francia muchos conservadores (incluidos los partidarios de De Gaulle) votaron en contra de la ratificación del Tratado de Roma por razones de carácter «nacional», mientras que algunos socialistas y radicales de izquierdas (incluido Pierre Mendès-France) se opusieron a la formación de una «pequeña Europa» sin la tranquilizadora presencia de Gran Bretaña. En Alemania, el propio ministro de Economía de Adenauer, el entusiasta del libre comercio Ludwig Erhard, se mostraba crítico ante una «unión aduanera» neomercantilista que podría dañar los lazos de Alemania con Gran Bretaña, restringir el flujo de comercio y distorsionar los precios. Desde el punto de vista de Erhard, la CEE era un «absurdo macroeconómico». Como un experto ha señalado perspicazmente, las cosas habrían podido salir de un modo muy diferente: «Si Erhard hubiera gobernado Alemania, el resultado más probable habría sido una Asociación de Libre Comercio angloalemana, sin ningún componente agrícola, a la que Francia se hubiera visto en última instancia forzada a unirse debido a los efectos de la exclusión económica»[12].

Pero no ocurrió así. Y la forma definitiva que adoptó la CEE fue en cierto sentido lógica. En el curso de la década de 1950, los países de la Europa occidental continental fueron comerciando cada vez más entre ellos. Y cada uno comerciaba sobre todo con Alemania Occidental, de cuyos mercados y productos había ido dependiendo cada vez más la recuperación económica europea. Por otra parte, todos los Estados europeos de la postguerra estaban ahora profundamente volcados en los asuntos económicos, a través de la planificación, regulación, ampliación de los objetivos y toda clase de subvenciones. Pero la promoción de las exportaciones, el redireccionamiento de los recursos de las antiguas a las nuevas industrias, la promoción de sectores desfavorecidos como la agricultura o el transporte, todo ello requería la cooperación internacional. Ninguna de las economías de Europa occidental era autosuficiente.

Esta tendencia hacia una coordinación mutuamente ventajosa obedecía por tanto al interés nacional, no a los objetivos de la Autoridad del Carbón y del Acero de Schuman, que fue irrelevante para la elaboración de las políticas económicas de aquellos años. La misma preocupación de proteger y alimentar los intereses locales que había hecho que los Estados europeos se volvieran hacia sí mismos antes de 1939 era la que ahora los llevaba a unirse. La eliminación de algunos impedimentos y las lecciones aprendidas del pasado reciente fueron quizá los factores más importantes a la hora de facilitar este cambio. Los holandeses, por ejemplo, no estaban del todo felices ante la perspectiva de unos altos aranceles externos de la CEE que aumentarían los precios locales y, al igual que a sus vecinos belgas, les preocupaba la ausencia de los británicos. Pero no podían arriesgarse a quedarse aislados de sus principales socios comerciales.

Los intereses alemanes eran variopintos. Como principal país exportador, Alemania estaba cada vez más interesada en el libre comercio Con Europa occidental (sobre todo si se tiene en cuenta que los fabricantes alemanes habían perdido sus importantes mercados en la Europa del Este y ya no tenían territorios coloniales a los que explotar) . Pero una unión aduanera europea con protección arancelaria limitada a seis países no constituía necesariamente un objetivo político racional para Alemania, como opinaba Erhard. Al igual que en el caso de los británicos, él y muchos otros alemanes habrían preferido un área europea de libre comercio más amplia y menos controlada. Pero Adenauer tenía como principio de su política exterior no romper nunca con Francia, por muy divergentes que fueran sus intereses. Y además estaba la cuestión de la agricultura.

Durante la primera mitad del siglo XX, un número excesivo de campesinos poco eficientes producían sólo la comida necesaria para un mercado que no podía pagarles lo suficiente para vivir. El resultado había sido la pobreza, la emigración y el fascismo rural. En los años del hambre inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se pusieron en práctica todo tipo de programas para favorecer y ayudar, especialmente a los agricultores, a aumentar la producción. Para reducir la dependencia de las importaciones alimentarias en dólares de Canadá y Estados Unidos, se hizo hincapié en fomentar la producción más que la eficiencia. Los granjeros no debían temer una vuelta de la deflación de los precios anterior a la guerra: hasta 1951 la producción agrícola europea no recuperó sus niveles anteriores a la guerra, y entre la protección y el mantenimiento de los precios por parte del gobierno, se consiguió efectivamente garantizar los ingresos de los agricultores. En cierto modo, la década de 1940 representaron de esta forma una edad de oro para los agricultores europeos. A lo largo de la década de 1950 la producción continuó incrementándose aun cuando el excedente del trabajo rural se invertía en crear trabajo en las ciudades: los campesinos europeos se convirtieron en agricultores cada vez más eficientes. Pero, no obstante, continuaron beneficiándose de lo que en realidad equivalía a una ayuda pública permanente.

En Francia la situación resultó particularmente paradójica. En 1950 Francia seguía siendo un país básicamente importador de alimentos. Pero en años posteriores la producción agrícola del país se disparó. La producción francesa de mantequilla aumentó un 76 por ciento durante el periodo 1949-1956, la de queso en un 116 por ciento entre 1949 y 1957, la de azúcar de remolacha un 201 por ciento entre 1950 y 1957. Las cosechas de cebada y de maíz se incrementaron en un asombroso 348 y 815 por ciento, respectivamente, durante el mismo periodo. Francia ya no sólo era autosuficiente, sino que tenía un excedente alimentario. El tercer Plan de Modernización, vigente durante los años 1957 a 1961, favoreció aún más la inversión en carne, leche, queso, azúcar y trigo (los productos básicos del norte de Francia y de la cuenca parisina, donde la influencia de los poderosos sindicatos agrícolas franceses era mayor). Entre tanto, el gobierno francés, siempre consciente de la importancia simbólica de la agricultura en la vida pública francesa —y la importancia sumamente real del voto rural— procuró mantener los precios y encontrar mercados para la exportación de toda esta comida.

Esta cuestión tuvo una influencia crucial en la decisión francesa de unirse a la CEE. El principal interés económico de Francia en un Mercado Común europeo era el acceso preferencial que le proporcionaría a los mercados extranjeros —especialmente al alemán (o al británico)— de productos cárnicos, lácteos y cereales. Esto, junto con la promesa de un mantenimiento continuado de los precios y el compromiso por parte de sus socios europeos de comprar el excedente de la producción agrícola francesa, fue lo que convenció a la Asamblea Nacional para votar a favor del Tratado de Roma. A cambio de comprometerse a abrir su mercado doméstico a las exportaciones no agrícolas alemanas, los franceses derivaron su sistema nacional de garantías agrícolas a los miembros de la CEE, con lo que aliviaron al Gobierno de París de una carga a largo plazo que resultaba intolerablemente cara (y políticamente explosiva).

Estos fueron los antecedentes de la célebre Política Agrícola Común (PAC) de la CEE, iniciada en 1962 y formalizada en 1970 tras una década de negociaciones. A medida que los precios fijos europeos aumentaron, toda la producción alimentaria de Europa se hizo demasiado cara para competir en el mercado mundial. Los eficientes grupos empresariales de la industria láctea holandesa no obtenían mejores resultados que las pequeñas e improductivas granjas alemanas, dado que ahora todos estaban sujetos a una estructura de precios común. En el transcurso de la década de 1960, la CEE volcó todas sus energías en promover un conjunto de prácticas y normativas destinadas a solucionar este problema. Se establecieron unos precios indicativos para todos los productos alimentarios. Los aranceles externos a la CEE elevarían el coste de los productos agrícolas importados a estos niveles, por lo general adaptados a los productores más caros y menos eficientes de la comunidad.

A partir de entonces, la CEE compraría el excedente de producción agrícola de todos sus miembros, a unas cifras entre un 5 y un 7 por ciento por debajo de los precios «indicativos». Así, liquidaría el excedente subvencionando su reventa fuera del Mercado Común a unos precios inferiores a los de la Unión Europea. Este procedimiento a todas luces ineficiente fue el resultado de una especie de toma y daca bastante anticuado. Las pequeñas granjas alemanas necesitaban importantes subvenciones para continuar en funcionamiento. No es que los agricultores franceses e italianos fueran especialmente apreciados, pero nadie se atrevía a ordenarles que restringieran la producción y mucho menos a exigirles que adoptaran un precio de mercado para todos sus productos. En lugar de ello, cada país proporcionaba a sus agricultores lo que querían, cargando en parte estos costes sobre los consumidores de las ciudades pero, sobre todo, sobre los contribuyentes.

La PAC no era del todo nueva. Los aranceles sobre cereales utilizados en la Europa de finales del siglo XIX contra las importaciones baratas de Norteamérica eran en parte análogos. En lo peor de la Depresión de principios de la década de 1930, se realizaron varios intentos para apuntalar los precios agrícolas comprando los excedentes o pagando a los agricultores para que produjeran menos. En un acuerdo de 1938 entre Alemania y Francia, que nunca se llevaría a la práctica, Alemania prometía comprar las exportaciones agrícolas francesas a cambio de que Francia abriera su mercado interior a los productos químicos y de ingeniería alemanes (una exposición celebrada en el París ocupado de la época de la guerra, dedicada a la «La France européenne», destacaba la riqueza agrícola de Francia y las ventajas que le reportaría la participación en la nueva Europa de Hitler).

La agricultura moderna nunca ha estado libre de protecciones basadas en motivaciones políticas de uno u otro tipo. Incluso Estados Unidos, cuyos aranceles externos descendieron en un 90 por ciento entre 1947 y 1967, tuvo buen cuidado (y aún hoy lo sigue teniendo) de excluir a la agricultura de esta liberalización del comercio. Y durante mucho tiempo los productos agrícolas estuvieron excluidos de las deliberaciones del GATT. La CEE, por tanto, no tenía nada de excepcional en este sentido. Pero las nefastas consecuencias de la Política Agrícola Común sí fueron probablemente únicas. Al hacerse los productores europeos cada vez más eficientes (el hecho de tener garantizados sus cuantiosos ingresos les permitía invertir en mejores equipos y fertilizantes), la producción superó con creces la demanda, sobre todo en el caso de los productos favorecidos por esta política, especialmente ventajosa para los cereales y la ganadería en la que las grandes empresas agrícolas francesas tendían a especializarse y que en cambio servía de poco a los agricultores del sur de Italia, dedicados al cultivo de la fruta, las aceitunas o la verdura.

A medida que a escala mundial los precios de los alimentos descendieron a finales de la década de 1960, los precios de la CEE permanecieron de este modo estancados en unos niveles absurdamente altos. Pasados muy pocos años de la inauguración de la Política Agrícola Común, el maíz y la carne de ternera europeos se vendían a un 200 por ciento de los precios mundiales, y la mantequilla europea a un 400 por ciento. Para 1970, la PAC tenía empleados a cuatro de cada cinco interventores europeos y la agricultura acaparaba el 70 por ciento del presupuesto, una situación estrambótica para algunos de los Estados más industrializados de Europa. Ningún país hubiera podido mantenerse con un conjunto de políticas tan absurdas, pero al transferir la carga a la Comunidad en general, y vincularla a otros objetivos más amplios del Mercado Común, cada gobierno nacional esperaba salir ganando, al menos a corto plazo. Los que salieron perdiendo con la PAC fueron los pobres de las ciudades (y no los agricultores de la CEE) y, por lo general, a los primeros al menos se los podía compensar de otras maneras.

Por supuesto, en esta etapa, la mayoría de los países de Europa occidental no eran miembros de la CEE. Un año después de que se inaugurara el Mercado Común, los británicos —que trataban todavía de evitar la emergencia de un bloque supranacional europeo— sugirieron que la CEE se ampliara a una zona industrial de libre comercio que incluyese a los Estados miembros de la CEE, otros países europeos y la Commonwealth británica. De Gaulle, como cabía prever, rechazó la idea. En respuesta a ello, y por iniciativa del Reino Unido, un grupo de países se reunieron en Estocolmo en noviembre de 1959 y se constituyeron en la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA). Los Estados miembros —Austria, Suiza, Dinamarca, Noruega, Suecia, Portugal y Reino Unido, a los que más tarde se unirían Irlanda, Islandia y Finlandia— eran en su mayoría prósperos, periféricos y entusiastas partidarios del libre comercio. Su agricultura, a excepción de Portugal, era de pequeña escala pero altamente eficiente y orientada al mercado mundial.

Por estas razones, y dados sus estrechos vínculos con Londres (especialmente en el caso de los países escandinavos), eran de poca utilidad para la CEE. Pero la EFTA constituía (y sigue constituyendo) una organización minimalista, una reacción a los defectos de Bruselas, más que una verdadera alternativa. Se trataba solamente de una zona de libre comercio para productos manufacturados; los productos agrícolas tenían que encontrar su propio nivel de precios. Algunos de los Estados miembros más pequeños, como Austria, Suiza o Suecia, podían prosperar en un mercado de sectores especializados gracias a sus productos industriales de alto valor añadido y la atracción que ejercían sobre los turistas. Otros, como Dinamarca, dependían en gran medida de Gran Bretaña como mercado para sus productos cárnicos y lácteos.

Pero la propia Gran Bretaña necesitaba un mercado de exportación industrial mucho mayor que el que sus pequeños aliados escandinavos y alpinos podían ofrecerle. Reconociendo lo inevitable —aunque con la esperanza todavía de poder influir en el desarrollo de la política de la CEE— el Gobierno de Harold Macmillan solicitó formalmente su entrada en la Comunidad Económica Europea en julio de 1961, seis años después de la desdeñosa retirada de Londres de las conversaciones de Messina. Irlanda y Dinamarca, cuyas economías estaban umbilicalmente unidas a la de Gran Bretaña, también la solicitaron a su vez. Si la solicitud británica hubiera prosperado o no es algo de lo que no podemos estar seguros —la mayoría de los Estados miembros de la CEE seguían queriendo a Gran Bretaña dentro de la Comunidad, pero al mismo tiempo se mostraban justificadamente escépticos respecto al compromiso de Londres con los objetivos esenciales del Tratado de Roma—. Pero el asunto era discutible (De Gaulle, como ya hemos visto, vetó públicamente la entrada de Gran Bretaña en enero de 1963). La siguiente anotación en el diario personal de Macmillan, motivada por el rechazo a la entrada de Gran Bretaña en la hasta entonces menospreciada Comunidad Europea, nos da una idea de la velocidad con la que se desarrollaron los acontecimientos a partir de la crisis de Suez: «Es el fin […] de todo por lo que he estado trabajando durante tantos años. Todas nuestras políticas nacionales y exteriores se han convertido en ruinas».

Los británicos tenían pocas opciones aparte de la de intentarlo de nuevo, lo que hicieron en marzo de 1967 (para ser vetados otra vez, seis meses más tarde, por el frío y vengativo presidente francés). Finalmente, en 1970, tras la dimisión y posterior fallecimiento de De Gaulle, las negociaciones entre Gran Bretaña y Europa volvieron a entablarse por tercera vez, y culminaron por fin con el éxito de la solicitud (debido en parte a que el comercio británico con la Commonwealth había descendido tanto que Londres había dejado de presionar a la reticente Bruselas para que garantizara un comercio preferencial con terceros a ciertos países fuera de la CEE). Pero para cuando Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda consiguieron por fin entrar, en 1973, la Comunidad Económica Europea ya había tomado forma y dichos países no estaban en posición de influir en ella como los líderes británicos tanto habían deseado.

La CEE era un condominio francoalemán en el que Bonn avalaba las finanzas de la Comunidad y París dictaba sus políticas. El deseo germano occidental de formar parte de la Comunidad Europea fue adquirido por tanto a un alto precio, pero, durante muchas décadas, Adenauer y sus sucesores lo pagarían sin protestar lo más mínimo, aferrados firmemente a la alianza francesa (para asombro de los británicos) . Los franceses, entre tanto, «europeizaron» sus subvenciones y transferencias agrícolas, sin pagar el precio de una pérdida de soberanía. Esta última había constituido siempre una de las principales preocupaciones de la estrategia diplomática francesa; ya en Messina, en 1955, el ministro francés de Asuntos Exteriores Antoine Pinay había dejado los objetivos de Francia perfectamente claros: las instituciones supranacionales administrativas estaban bien, pero sólo si se subordinaban a las decisiones intergubernamentales tomadas por unanimidad.

Con este objetivo en la mente, De Gaulle mantuvo coaccionados a los miembros de la Comunidad Económica Europea durante su primera década de existencia. En virtud del Tratado de Roma original, todas las decisiones importantes (salvo la admisión de nuevos miembros) debían ser votadas y aprobadas por mayoría en el Consejo de Ministros intergubernamental. Pero con su retirada de las conversaciones intergubernamentales en junio de 1965 hasta que sus homólogos accedieran a adaptar su financiación agrícola a las demandas francesas, el presidente francés maniató el funcionamiento de la Comunidad. Tras aguantar así seis meses, el resto de los países tuvo que ceder y aceptar que, a partir de entonces, el Consejo de Ministros no podría ya aprobar las medidas por mayoría de votos. Esta primera ruptura respecto al Tratado original constituyó una clara demostración del poder francés.

A pesar de todo, los primeros logros de la CEE fueron impresionantes. Los aranceles intracomunitarios quedarían suprimidos en 1968, bastante antes de lo previsto. El comercio entre los seis Estados miembros se cuadruplicó durante el mismo periodo. La mano de obra agrícola disminuyó de forma constante, aproximadamente un 4 por ciento cada año, mientras que la producción agrícola por trabajador se elevó en la década de 1960 a una tasa anual del 8,1 por ciento. A finales de su primera década de existencia, y pese a la sombra de De Gaulle, la Comunidad Económica Europea había adquirido un aura de inevitabilidad que hizo que otros Estados europeos empezaran a hacer cola para entrar.

Pero también había problemas. Una unión aduanera con altos aranceles externos, orientada hacia sí misma, dirigida desde Bruselas por una administración centralizada y un ejecutivo no elegido, no constituía un verdadero beneficio para Europa o el resto del mundo. De hecho, la red de acuerdos proteccionistas y subsidios indirectos implantada a instancias de Francia no era en absoluto coherente con el espíritu y las instituciones del sistema comercial internacional que había surgido en las décadas siguientes a los acuerdos de Bretton-Woods. En la (considerable) medida en que el sistema de gobierno de la CEE se basaba en el de Francia, su legado napoleónico no constituía un buen presagio.

Finalmente, la influencia de Francia en la Comunidad Europea durante sus primeros años de andadura contribuyó a forjar una nueva «Europa» a la que cabía imputar haber reproducido los peores defectos del Estado-nación a escala subcontinental: existía el riesgo considerable de que el precio que se tuviera que pagar por la recuperación de Europa occidental fuera un cierto provincianismo eurocéntrico. A pesar del notable crecimiento de su economía, el mundo de la CEE era bastante reducido. En algunos aspectos era de hecho mucho más pequeño que el mundo que los franceses o los holandeses habían conocido cuando sus Estados-nación se abrieron a otros pueblos y lugares de allende los mares. En las circunstancias de la época, esto apenas revestía importancia para la mayoría de los europeos occidentales, que, por otra parte, no tenían otra opción. Pero con el tiempo conduciría a una visión característicamente provinciana de «Europa», que acarrearía lamentables consecuencias en el futuro.

La muerte de Yósef Stalin en marzo de 1953 había precipitado una lucha de poder entre sus nerviosos herederos. Al principio, el jefe de la policía secreta, Lavrenti Beria, parecía erigirse como el único heredero del dictador. Pero, precisamente por esta razón, sus colegas conspiraron para asesinarle en julio de aquel mismo año y tras un corto tiempo presidido por Georgi Malenkov, fue Nikita Jruschov —ni mucho menos el más conocido del círculo íntimo de Stalin— el que sería confirmado dos meses después como primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética. En cierto modo, resultó irónico: a pesar de su predisposición psicótica, Beria se convirtió en el defensor de las reformas y de lo que más tarde se conocería por «desestalinización». Durante el breve lapso que transcurrió entre la muerte de Stalin y el arresto de Beria, éste rechazó el Complot de las Blusas Blancas, liberó algunos prisioneros del gulag e incluso propuso reformas en los Estados satélite, para el desconcierto de los líderes locales del Partido en estos lugares.

La nueva jefatura, formalmente colectiva pero en la que Jruschov se erigía cada vez más como primus inter pares, tenía pocas opciones salvo la de seguir el camino recomendado por Beria. La muerte de Stalin, tras muchos años de represión y de pobreza, había precipitado numerosas protestas y exigencias de cambio. A lo largo de 1953 y 1954, las revueltas que se produjeron en los campos de trabajo siberianos de Norilsk, Vorkutá y Kenguir obligaron al Kremlin a utilizar tanques, aviones y un despliegue considerable de tropas a fin de reprimirlas. Pero una vez el «orden» se reinstauró, Jruschov volvió a la estrategia de Beria. En el transcurso de 1953 a 1956, se liberó a unos cinco millones de prisioneros del gulag.

En las democracias populares, la era post-estalinista estuvo marcada no sólo por la revuelta de Berlín de 1953 (véase el capítulo VI) sino por la oposición que surgió incluso en reductos del imperio tan apartados y por lo general tan dóciles como la provinciana Bulgaria, donde los trabajadores de las fábricas de tabaco se amotinaron en mayo y junio de aquel mismo año. Aunque ninguna de estas revueltas supuso una grave amenaza para la Unión Soviética, las autoridades de Moscú se tomaron muy en serio el grado de descontento público. La tarea a la que ahora se enfrentaban Jruschov y sus colegas era enterrar a Stalin y sus excesos sin poner en riesgo el sistema que el terror estalinista había construido y las ventajas que al Partido le había reportado su monopolio del poder.

La estrategia de Jruschov, como se evidenciaría en años posteriores, cubría cuatro objetivos. En primer lugar, como ya hemos visto, era necesario estabilizar las relaciones con Occidente tras el rearme de Alemania Occidental, su incorporación a la OTAN y la firma del Pacto de Varsovia. Al mismo tiempo, Moscú empezó a tender puentes con el mundo «no alineado» —comenzando por Yugoslavia, a la que Jruschov y el mariscal Bulganin realizaron una visita en mayo de 1955 (sólo un mes después de firmarse el Tratado del Estado austríaco) con el fin de retomar las relaciones soviético-yugoslavas tras tres años de frío estancamiento—. En tercer lugar, Moscú comenzó a animar a los reformistas del Partido de los Estados satélite, con permiso para las moderadas críticas a los «errores» de la vieja guardia estalinista y la rehabilitación de algunas de sus víctimas, y con el fin del ciclo de juicios-espectáculo, arrestos masivos y purgas dentro del Partido.

Así estaban las cosas cuando Jruschov procedió cautelosamente a la cuarta (y a su modo de entender, definitiva) fase de reformas controladas: la ruptura con el propio Stalin. El escenario escogido para ello fue el vigésimo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado en febrero de 1956, en el que Jruschov pronunció su hoy famoso «discurso secreto», en el que denunciaba los crímenes y los errores del secretario general y el «culto» a su persona. Visto desde la retrospectiva, este discurso ha adquirido un aura mítica, pero su trascendencia no debería exagerarse. Nikita Jruschov era un comunista, un leninista y su fe no era menos firme que la del resto de sus coetáneos de la jefatura del Partido. El delicado objetivo que se había propuesto era reconocer y detallar los actos de Stalin, y hacer recaer sobre su persona toda la responsabilidad de dichos actos. Su tarea, a su modo de ver, consistía en reafirmar la legitimidad del proyecto comunista vertiendo todo el oprobio y la culpa sobre el cadáver del «tío Joe».

El discurso, pronunciado el 25 de febrero, fue absolutamente convencional en cuanto a extensión y lenguaje. Iba dirigido a la élite del Partido y se limitaba a describir las «perversiones» de una doctrina comunista de la que Stalin era culpable. El dictador fue acusado de «ignorar las normas de funcionamiento del Partido y de pisotear los principios leninistas de la dirección colectiva del Partido»: es decir, de tomar sus propias decisiones. Sus colegas más jóvenes (entre los cuales se había encontrado Jruschov desde comienzos de la década de 1930), quedaban de este modo absueltos de responsabilidad tanto en lo referente a sus excesos criminales como, y más importante, al fracaso de sus políticas. Jruschov asumió el riesgo calculado de detallar el alcance de los fracasos personales de Stalin (lo que provocó la consiguiente conmoción y ofensa en la sensibilidad de los obedientes dirigentes que se encontraban entre el público), a fin de preservar e incluso realzar la inmaculada imagen de Lenin, el sistema de gobierno leninista y los propios sucesores de Stalin.

El discurso secreto consiguió su propósito, al menos dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética, y trazó una clara línea de ruptura respecto a la era estalinista, que reconocía sus monstruosidades y desastres al tiempo que mantenía la ficción de que los actuales líderes comunistas estaban exentos de toda responsabilidad. De este modo, Jruschov se mantenía a salvo en el poder y conseguía en cierta medida carta blanca para reformar la economía soviética y liberalizar el aparato del terror. Los viejos estalinistas quedaron entonces marginados —Mólotov fue destituido como ministro de Asuntos Exteriores en junio, un día antes de la visita realizada por Tito a Moscú—. En lo que respecta a los contemporáneos de Jruschov y los jóvenes apparatchiks como Leónidas Brézhnev, estos hombres eran tan culpables como Jruschov de haber colaborado en los crímenes de Stalin y por tanto no estaban en posición de negar sus afirmaciones ni de menoscabar su credibilidad. La desestalinización controlada le convenía a todo el mundo.

Pero el ataque de Jruschov a Stalin no podía mantenerse en secreto, y en ello radicó su fracaso. El discurso no se haría público oficialmente en la Unión Soviética hasta 1988, a pesar de que las agencias de inteligencia occidentales tuvieron conocimiento de él a los pocos días, como también los Partidos Comunistas, aunque a éstos no se les comunicaran las intenciones de Jruschov. Por consiguiente, a las pocas semanas, los rumores sobre las acusaciones de Jruschov hacia Stalin ya corrían por todas partes. Sus efectos fueron determinantes. Para los comunistas, la denuncia de Stalin y su actuación sembró la confusión y la preocupación, pero al mismo tiempo supuso un alivio. A partir de entonces, en opinión de muchos, los comunistas ya no tendrían excusa para negar las más escandalosas acusaciones de sus críticos. Algunos miembros y simpatizantes occidentales del Partido lo abandonaron, pero otros permanecieron en él con una fe renovada.

En la Europa del Este, el impacto de la supuesta apostasía de Jruschov hacia Stalin fue más que espectacular. Visto desde la perspectiva de la reciente reconciliación del líder soviético con Tito y su disolución del agonizante Cominform el 18 de abril, el hecho de que Jruschov renegara de Stalin parecía sugerir que Moscú iba a adoptar a partir de entonces una actitud favorable respecto a los distintos «caminos hacia el socialismo», y que había rechazado el terror y la represión como herramientas del control comunista. Como el autor checo Jaroslav Seifert explicó en el Congreso de Escritores celebrado en Praga en abril de 1956, «una vez y otra oímos decir en este Congreso que es necesario que los escritores digan la verdad. Esto significa que en los últimos años no la habían dicho […]. Ahora todo eso ha terminado. Hemos conjurado la pesadilla».

En Checoslovaquia —cuyos líderes comunistas mantenían un hermético silencio sobre su propio pasado estalinista— el recuerdo del terror continuaba demasiado reciente todavía para que los rumores procedentes de Moscú se tradujeran en una actuación política[13]. El impacto de la ola de desestalinización en la vecina Polonia fue muy distinto. En junio el ejército polaco fue llamado a reprimir las manifestaciones que se estaban celebrando en la ciudad de Poznan, en el oeste de Polonia, motivadas (como las de Berlín Este de dos años antes) por conflictos salariales y laborales. Pero esto sólo contribuyó a que el descontento se extendiera a lo largo de aquel otoño, en un país en el que la sovietización nunca se había llevado a cabo con la misma intensidad que en los demás y cuyos dirigentes del Partido habían sobrevivido con notable éxito a las purgas de la postguerra.

En octubre de 1956, preocupados ante la perspectiva de perder el control sobre el estado de ánimo popular, el Partido Obrero Unificado Polaco decidió destituir al mariscal soviético Konstanty Rokossowski de su puesto de ministro de Defensa y expulsarle del Politburó. Al mismo tiempo, el Partido eligió a Wladisław Gomułka para el puesto de Primer Secretario, en sustitución del estalinista Bolesław Bierut. Este gesto revistió una gran trascendencia simbólica: Gomułka había estado en prisión pocos años antes y había escapado por poco al juicio. Para el público polaco él encarnaba la cara «nacional» del comunismo polaco, y su ascenso se interpretó mayoritariamente como un acto de implícito desafío por parte de un partido obligado a elegir entre su electorado nacional y las altas autoridades de Moscú.

Ciertamente, así es como los líderes soviéticos lo interpretaron. Jruschov, Mikoyán, Mólotov y otros tres cargos de máxima responsabilidad, volaron hacia Varsovia el 19 de octubre con la intención de impedir el nombramiento de Gomułka, prohibir la expulsión de Rokossowski y restaurar el orden en Polonia. Para asegurarse de que sus intenciones estaban claras, Jruschov ordenó simultáneamente el avance de una brigada de tanques soviéticos hacia Varsovia. Pero durante las acaloradas discusiones con el propio Gomułka, mantenidas en parte en la pista del aeropuerto, Jruschov concluyó que los intereses soviéticos en Polonia saldrían más beneficiados si aceptaban la nueva situación del Partido polaco que si llevaban las cosas a un punto crítico que sin duda generaría enfrentamientos violentos. Gomułka, a su vez, aseguró a los rusos que él era capaz de restablecer el control y que no tenía intención de abandonar el poder, sacar a Polonia del Pacto de Varsovia, ni exigir la retirada de las tropas soviéticas del país.

Si se considera la desproporción de poder existente entre Jruschov y Gomułka, el éxito del nuevo líder polaco a la hora de evitar una catástrofe para su país fue notable. Pero Jruschov había interpretado bien a su interlocutor (como explicó al Politburó soviético a su regreso al día siguiente a Moscú, el embajador soviético en Varsovia, Ponomarenko, se había «equivocado considerablemente en su valoración de Gomułka»). Es posible que el control comunista de Polonia tuviera que pagar el precio de realizar algunos cambios en la plantilla y permitir cierta liberalización de la vida pública, pero Gomułka era una figura sólida del Partido y no tenía intención de dejar el poder en manos de la gente de la calle o de los oponentes del Partido. Por otra parte, también era realista: si él no podía apaciguar los disturbios de Polonia, la alternativa era el Ejército Rojo. La desestalinización, como Gomułka entendía perfectamente, no significaba que Jruschov planeara renunciar en absoluto ni a la influencia territorial ni al monopolio político de la Unión Soviética.

El «octubre polaco», por tanto, tuvo un desenlace fortuitamente favorable (pocos en aquel momento sabían lo cerca que había estado Varsovia de haber vivido una segunda ocupación soviética). En Hungría, sin embargo, las cosas tomarían un rumbo diferente. Esto no se hizo inmediatamente obvio. Ya en julio de 1953 la cúpula estalinista húngara había sido sustituida (por iniciativa de Moscú) por un comunista reformista, Imre Nagy. Nagy, al igual que Gomułka, había sido anteriormente purgado y encarcelado y no podía ser por tanto responsabilizado del periodo de terror y desgobierno por el que su país acababa de pasar; de hecho, su primer acto como líder del Partido consistió en presentar, con el respaldo de Beria, un programa de liberalizaciones. Se cerrarían los campos de internamiento y de trabajo, y los campesinos podrían abandonar los koljoses si así lo deseaban. En general, la agricultura recibiría más apoyo y se dejarían de lado objetivos industriales menos realistas: en el característicamente velado lenguaje de una resolución confidencial del Partido húngaro del 28 de junio de 1953, «la falsa política económica revelaba una cierta jactancia y tendencia al riesgo, dado que el forzado desarrollo de la industria pesada presuponía unos recursos y materias primas de las que en parte no se disponía».

Nagy no constituía desde luego una opción convencional, desde el punto de vista de Moscú. En septiembre de 1949 se había mostrado crítico con la línea ultraestalinista de Mátyás Rákosi y había sido uno de los dos únicos miembros del Politburó que se habían opuesto a la ejecución de László Rajk. Esto, junto con sus críticas de la colectivización rural, habían conducido a su expulsión de la dirección del Partido y a una «autocrítica» pública en la que Nagy admitía su «actitud oportunista» y su fracaso a la hora de mantenerse fiel a la línea del Partido. Pero al mismo tiempo representaba la opción más lógica, llegado el momento de realizar cambios en un país cuya élite política, al igual que su economía, había quedado devastada por los excesos estalinistas. Bajo el gobierno de Rákosi se había ejecutado a unas 480 figuras públicas entre 1948 y 1953 (sin incluir a Rajk y otras víctimas comunistas), y se había encarcelado a más de 150.000 personas (de una población inferior a los 9 millones) durante este mismo periodo.

Nagy permaneció en el cargo hasta la primavera de 1955. Por entonces, Rákosi y otros incondicionales del Partido húngaro que habían estado trabajando por menoscabar a su problemático colega desde su vuelta al cargo, consiguieron convencer a Moscú de que no podía contarse con él para mantener un control firme, en un momento en el que la Unión Soviética se enfrentaba a la amenaza de una ampliación de la OTAN y en el que la vecina Austria estaba a punto de convertirse en un Estado independiente y neutral. El Comité Central Soviético condenó «las desviaciones derechistas» de Nagy, se le destituyó del cargo (y más tarde se le expulsó del Partido) y Rákosi y sus amigos volvieron a ocupar el poder en Budapest. Esta marcha atrás en las reformas, sólo ocho meses después del discurso de Jruschov, ilustra de antemano hasta qué punto el líder soviético no planeaba, con el desmantelamiento de la reputación de Stalin, perturbar el cómodo ejercicio del poder comunista.

Durante aproximadamente un año, el extraoficial «grupo de Nagy» actuó dentro del Partido húngaro como una especie de oposición «reformista», la primera de este tipo en el comunismo de la postguerra. Entre tanto, esta vez le tocó a Rákosi atraer la atención de Moscú en un sentido negativo. Jruschov, como hemos visto, estaba deseando restablecer las relaciones soviéticas con Yugoslavia. Pero durante la histeria anti-Tito de días pasados, Rákosi había desempeñado un papel destacado. No era casual que la acusación de «titismo» hubiera acaparado tanto protagonismo en los juicios-espectáculo húngaros, especialmente en el juicio del propio Rajk (el Partido húngaro había asumido el papel de fiscal en este proceso y la dirección del Partido se había aplicado con entusiasmo a dicha tarea).

Rákosi, por tanto, se estaba convirtiendo en un obstáculo, un impedimento anacrónico para los proyectos soviéticos. Con las negociaciones soviético-yugoslavas que estaban teniendo lugar en Moscú en junio de 1956, el hecho de mantener en el poder en Budapest a un estalinista recalcitrante y tan estrechamente relacionado con malos recuerdos del pasado parecía una provocación innecesaria, tanto más si se tiene en cuenta que su trayectoria y su actual intransigencia empezaban a provocar protestas públicas en Hungría. A pesar de todos los esfuerzos de Rákosi —en marzo de 1956 publicó en el periódico húngaro Szabad Nép una apasionada denuncia de Beria y de su lugarteniente en la policía húngara, Gábor Péter, haciéndose eco de la denuncia de Jruschov del «culto a la personalidad» y celebrando el «desenmascaramiento» de dichos personajes por su criminal persecución de los inocentes— ya era demasiado tarde para él. El 17 de julio de 1956 Anastás Mikoyán voló a Budapest y, sin ningún tipo de miramientos, destituyó a Rákosi del cargo definitivamente.

En sustitución de Rákosi los soviéticos ascendieron a Ernő Gerő, otro húngaro de impecable trayectoria estalinista. La elección resultó ser un error, dado que Gerő no podía promover el cambio ni tampoco evitarlo. El 6 de octubre, como deferencia especial hacia Belgrado, las autoridades de Budapest permitieron que volviera a celebrarse el entierro público de László Rajk y sus compañeros víctimas de los juicios-espectáculo. Béla Szász, uno de los supervivientes del juicio de Rajk, pronunció estas palabras junto a la sepultura:

Ejecutado como resultado de acusaciones falsas, los restos de László Rajk descansaron durante siete años en una tumba sin nombre. Sin embargo, su muerte se ha convertido en una señal de advertencia para el pueblo húngaro y para el mundo entero. Porque los cientos de miles de personas que pasan junto a este ataúd no sólo desean honrar al fallecido; albergan la profunda esperanza y la firme resolución de enterrar toda una época. La ilegalidad, la arbitrariedad y la decadencia moral de estos años de oprobio deben quedar enterrados para siempre, y el peligro que han supuesto los responsables del gobierno por la fuerza y el culto a la personalidad debe ser conjurado para siempre.

La compasión que ahora despertaba el destino de Rajk, un hombre que a su vez había enviado a tantas víctimas inocentes (no comunistas) a la horca, no dejaba de resultar irónica. Pero, irónico o no, el reentierro de Rajk encendió la chispa que habría de hacer estallar la revolución húngara.

El 16 de octubre de 1956 los estudiantes universitarios de la ciudad provinciana de Szeged se organizaron en una Liga de Estudiantes Húngaros, independiente de las organizaciones estudiantiles comunistas oficiales. Una semana más tarde, la expansión de las organizaciones estudiantiles por todo el país culminó el 22 de octubre con un manifiesto de «Dieciséis Puntos» redactado por los estudiantes de la Universidad Técnica de Budapest. Entre las demandas estudiantiles se incluían reformas industriales y agrarias, una mayor democracia y el derecho a la libre expresión, así como el fin de las innumerables pequeñas y diversas restricciones y normas que marcaban la vida bajo el gobierno comunista. Pero también incluían un deseo más alarmante, el de ver a Imre Nagy instalado en el puesto de primer ministro, a Rákosi y sus colegas juzgados por sus crímenes y a las tropas soviéticas fuera de su país.

Al día siguiente, el 23 de octubre, los alumnos comenzaron a congregarse en la plaza del Parlamento de Budapest para manifestarse en apoyo de sus demandas. El régimen no sabía cómo reaccionar: en un primer momento Gerő prohibió la manifestación y más tarde la permitió. Una vez ésta se produjo, aquella misma tarde Gerő procedió a denunciar la manifestación y a sus promotores en un discurso retransmitido por la radio húngara aquella misma noche. Una hora después, los enfurecidos manifestantes echaron abajo la estatua de Stalin que había en el centro de la ciudad, las tropas soviéticas entraron en Budapest para cargar contra la multitud y el Comité Central húngaro permaneció reunido toda la noche. A la mañana siguiente, a las 8.13 a. m., se anunció el nombramiento de Imre Nagy como primer ministro de Hungría.

Si los dirigentes del partido esperaban que el regreso de Nagy pusiera término a la revolución, se equivocaron de medio a medio. El propio Nagy estaba resuelto a restaurar el orden y declaró la Ley Marcial una hora después de asumir el cargo. Al habla con Súslov y Mikoyán (que llegó aquel mismo día en avión desde Moscú), él y los demás miembros de la nueva jefatura húngara insistieron en la necesidad de negociar con los manifestantes. Según el informe ruso presentado en una reunión especial del Presidium del Partido Soviético el 26 de octubre, Janos Kádár[14] les había explicado que era posible y muy importante distinguir entre las masas leales, que se habían alejado del Partido a causa de los errores cometidos por éste en el pasado, y los contrarrevolucionarios a los que el gobierno de Nagy esperaba poder aislar.

Puede que la distinción de Kádár convenciera a algunos dirigentes soviéticos, pero no reflejaba la realidad húngara. Por todo el país se formaban espontáneamente organizaciones estudiantiles, consejos obreros y «comités nacionales» revolucionarios. Los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes provocaron contraataques y linchamientos. Sin oír los consejos de algunos de sus miembros, la cúpula del Partido húngaro se negó inicialmente a reconocer la insurrección como una revolución democrática, e insistió en considerarla una «contrarrevolución», con lo que desperdició de este modo la oportunidad de apropiarse de ella. No sería hasta el 28 de octubre, casi una semana después de las primeras manifestaciones, cuando Nagy comparecería ante los micrófonos de la radio para proponer una tregua de los enfrentamientos armados, reconocer la legitimidad y el carácter revolucionario de las recientes protestas, prometer la abolición de la impopular policía secreta y anunciar la inminente retirada de las tropas soviéticas de Budapest.

La jefatura soviética, a pesar de sus dudas, había decidido respaldar el nuevo enfoque del líder húngaro. Súslov, al informar aquel mismo día del discurso de Nagy transmitido por la radio, presentó las nuevas concesiones como el precio que había que pagar por conseguir que este movimiento multitudinario quedara bajo el control del Partido. Pero los acontecimientos de Hungría estaban dejando atrás la estrategia de Moscú. Dos días más tarde, el 30 de octubre, tras los ataques perpetrados contra la sede del Partido Comunista en Budapest y la muerte de veinticuatro de los defensores del edificio, Imre Nagy volvió a aparecer en la radio húngara. Esta vez para anunciar que su Gobierno se basaría a partir de entonces «en la cooperación democrática entre los partidos de coalición, renacidos en 1945». En otras palabras, Nagy sustentaba cada vez más su autoridad en el propio movimiento popular. En su frase final, en la que proclamaba una «Hungría democrática e independiente», llegó a omitir, por primera vez, el desacreditado adjetivo «socialista». También hizo un llamamiento público a Moscú para que «iniciara la retirada de las tropas soviéticas» de Budapest y del resto de Hungría.

La apuesta de Nagy —su fe sincera en que él podía restaurar el orden en Hungría, y evitar de este modo la amenaza latente de la intervención soviética— fue apoyada por el resto de los comunistas de su gabinete. Pero él había renunciado a la iniciativa. Los comités revolucionarios populares, los partidos políticos y los periódicos se habían extendido por toda la nación. El sentimiento antirruso florecía por todas partes, con frecuentes referencias a la represión de la Rusia imperial durante la insurrección húngara de 1848-1849. Y, lo más importante, los líderes soviéticos estaban perdiendo la confianza en él. Para cuando Nagy anunció, en la tarde del 31 de octubre, que estaba iniciando negociaciones para conseguir la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia, su destino probablemente ya estaba decidido.

Jruschov y sus colegas siempre habían sostenido la opinión de que en Hungría (como anteriormente en Polonia) tendrían que intervenir si la «contrarrevolución» escapaba de su control. Pero parece que en principio se mostraron reacios a decidirse por esta opción. En una declaración emitida el 31 de octubre, el Presidium del Comité Central todavía mantenía su intención de «entablar las negociaciones pertinentes» con el gobierno de Hungría sobre la retirada de las tropas soviéticas del territorio húngaro. Pero, a la vez que realizaban esta concesión, estaban siendo informados de manifestaciones estudiantiles en Timişoara (Rumania) y de «sentimientos hostiles» entre intelectuales búlgaros simpatizantes con los revolucionarios húngaros. Estos indicios de lo que empezaba a perfilarse como el efecto contagioso que tanto tiempo llevaban temiendo los impulsaron a adoptar un nuevo enfoque.

De modo que, al día siguiente de haber prometido negociar la retirada de las tropas, Jruschov comunicó al Presidium soviético que esta posibilidad quedaba ya descartada. Los «imperialistas» habrían interpretado la retirada como un síntoma de debilidad soviética. Ahora la URSS tendría que «tomar la iniciativa para restaurar el orden en Hungría». Varias divisiones del ejército soviético destacadas en Rumania y Ucrania recibieron la orden de avanzar hacia la frontera húngara. Al enterarse de ello, el primer ministro húngaro convocó al embajador soviético (Yuri Andrópov) y le informó de que, en protesta por los nuevos movimientos de las tropas soviéticas, Hungría iba a presentar unilateralmente su renuncia como miembro del Pacto de Varsovia. Esa misma tarde, a las 19.50 del 1 de noviembre, Nagy anunció en la radio que Hungría sería a partir de entonces un país neutral y solicitaba a la ONU el reconocimiento de su nuevo estatus. Esta declaración contó con el apoyo mayoritario de la ciudadanía del país, y los consejos obreros de Budapest, que llevaban en huelga desde el inicio de las revueltas, respondieron con un llamamiento a la vuelta al trabajo. Nagy había conseguido triunfar finalmente sobre la mayoría de aquellos ciudadanos húngaros que en un principio habían desconfiado de sus intenciones.

La misma tarde que Nagy realizó su histórico anuncio, János Kádár fue secretamente llamado a Moscú, donde Jruschov le convenció de la necesidad de formar un nuevo gobierno en Budapest con el respaldo soviético. El Ejército Rojo iba a entrar en Hungría y a restablecer el orden en cualquier caso; lo único que estaba en cuestión era qué políticos húngaros tendrían el honor de colaborar con ellos. Cualquier posible duda que Kádár hubiera albergado respecto al hecho de traicionar a Nagy y a sus conciudadanos húngaros quedó disipada ante la insistencia de Jruschov en que ahora los soviéticos sabían que habían cometido un error cuando en julio instalaron a Gerő en el poder. Dicho error no volvería a repetirse una vez se restaurara el orden en Budapest. Jruschov se puso entonces en camino hacia Bucarest para reunirse con los dirigentes rumanos, búlgaros y checos y coordinar los planes de intervención en Hungría (el día anterior, una delegación de rango inferior se había reunido con la jefatura polaca). Entre tanto, Nagy proseguía con sus protestas contra el incremento de la actividad militar soviética; y el 2 de noviembre pidió al secretario general de las Naciones Unidas, Dag Hammerskjöld, que mediara entre Hungría y la URSS y promoviera el reconocimiento de Hungría como país neutral.

Al día siguiente, el 3 de noviembre, el gobierno de Nagy inició (o creyó estar iniciando) negociaciones con las autoridades militares soviéticas sobre la retirada de las tropas. Pero cuando la comisión negociadora húngara regresó aquella tarde al cuartel general soviético de Tököl, en Hungría, sus integrantes fueron arrestados inmediatamente. Poco después, a las 4 de la madrugada del 4 de noviembre, los tanques soviéticos entraron en Budapest, y se emitió una hora más tarde un comunicado procedente de la Hungría del este, ocupada por los soviéticos, que anunciaba la sustitución de Imre Nagy por un nuevo Gobierno. En respuesta a esto, el propio Nagy pronunció por radio un último comunicado al pueblo húngaro para llamar a la resistencia contra el invasor. Luego, él y sus más estrechos colaboradores se refugiaron en la embajada yugoslava de Budapest, donde se les concedería asilo.

El resultado militar del conflicto nunca estuvo en cuestión: a pesar de la intensa resistencia, las fuerzas soviéticas tomaron Budapest en setenta y dos horas, y el Gobierno de János Kádár juró el cargo el 7 de noviembre. Algunos consejos obreros sobrevivieron durante un mes más —Kádár prefirió no atacarlos directamente— y hasta 1957 siguieron convocándose huelgas esporádicas: según un informe confidencial presentado al Comité Central Soviético el 22 de noviembre de 1956, las minas de carbón de Hungría estaban funcionando al 10 por ciento de su capacidad. El 5 de enero se decretó la pena de muerte en los casos de «provocación a la huelga» y comenzó la verdadera represión. Además de los 2.700 húngaros que habían muerto en el curso de los enfrentamientos, otros 341 fueron juzgados y ejecutados en los años siguientes (la última sentencia de muerte se ejecutaría en 1961). En total, unos 22.000 húngaros fueron condenados a prisión (muchos de ellos por cinco años o más) por su participación en la «contrarrevolución». Otros 13.000 fueron enviados a campos de internamiento y a muchos más aún se los despidió del trabajo o se los mantuvo bajo estrecha vigilancia, hasta que en marzo de 1963 se declaró una amnistía general.

Se estima que unas 200.000 personas —más del dos por ciento de la población— huyeron de Hungría tras la ocupación soviética, la mayoría de ellas jóvenes, y muchas de ellas pertenecientes a la élite profesional de Budapest y las comunidades urbanas de la parte occidental del país, y se establecieron en Estados Unidos (que admitió a unos 80.000 refugiados húngaros), Austria, Gran Bretaña, Alemania Occidental, Suiza, Francia y muchos otros lugares. Durante algún tiempo el destino de Nagy y sus colegas permaneció en la incertidumbre. Tras pasar casi tres semanas en la embajada yugoslava de Budapest, el 22 de noviembre la abandonaron, víctimas de un engaño, y fueron detenidos inmediatamente después por las autoridades soviéticas y encarcelados en prisiones rumanas.

Kádár tardó muchos meses en decidir qué hacer con sus antiguos amigos y camaradas. La mayoría de las represalias contra los jóvenes trabajadores y soldados que habían tomado parte en las luchas callejeras se mantuvieron lo más en secreto posible para evitar la protesta internacional; aun así se produjeron demandas internacionales de clemencia en el caso de algunas figuras prominentes, como los escritores József Gáli y Gyula Obersovszky. El destino del propio Nagy constituyó un asunto bastante delicado. En abril de 1957, Kádár y sus colegas decidieron devolver a Nagy y sus «cómplices» a Hungría para que fueran juzgados, pero los procedimientos se retrasaron hasta junio de 1958 e incluso entonces se llevaron a cabo en riguroso secreto. El 15 de junio de 1958 todos los acusados fueron declarados culpables de fomentar la contrarrevolución, y sus sentencias variaron entre la pena de muerte y largas penas de cárcel. Los escritores István Bibó y Árpád Göncz (futuro presidente de la Hungría postcomunista) fueron condenados a cadena perpetua. Otros dos —József Szilágyi y Géza Lozonczy— fueron asesinados en prisión antes de comenzar el juicio. Imre Nagy, Pál Maléter y Miklós Gimes fueron ejecutados la madrugada del 16 de junio de 1958.

El levantamiento húngaro, una sublevación breve y desesperada acontecida en un pequeño reducto del imperio soviético, causó un impacto demoledor en el panorama mundial. En primer lugar, constituyó una lección práctica para los diplomáticos occidentales. Hasta entonces, Estados Unidos, a pesar de reconocer oficialmente la imposibilidad de separar a los satélites de la Europa del Este del control soviético, había seguido alentando el «espíritu de la resistencia» en dichos países. Las actuaciones secretas y el apoyo diplomático habían ido dirigidos, según el documento 174 del Consejo de Seguridad Nacional (fechado en diciembre de 1953) a «promover las condiciones que posibilitaran la liberación de los países satélite llegado el momento propicio». Pero, como más adelante subrayaría un documento de medidas confidencial redactado en julio de 1956 sobre las convulsiones políticas habidas aquel año, «Estados Unidos no está preparado para recurrir a la guerra a fin de acabar con la dominación soviética de sus países satélite» (NSC5608/1 «Política respecto a los satélites soviéticos de la Europa del Este»).

En efecto, desde la represión de la revuelta de Berlín en 1953, el Departamento de Estado había concluido que la Unión Soviética ejercería, en el futuro previsible, un control inamovible sobre su «zona». La «no intervención» era la única estrategia occidental respecto a la Europa del Este. Pero los rebeldes húngaros no podían saberlo. Muchos de ellos esperaban sinceramente recibir ayuda occidental, animados por la retórica pública estadounidense y por las emisiones de Radio Europa Libre, cuyos locutores, en su mayoría refugiados políticos, animaban a los húngaros a alzarse en armas y prometían inminente ayuda extranjera. Al comprobar que dicho respaldo ya no iba a llegar, los derrotados rebeldes se sintieron comprensiblemente amargados y desilusionados.

Aunque los gobiernos occidentales hubieran querido hacer más, las circunstancias del momento no eran en absoluto propicias. El mismo día que estalló la insurrección húngara, los representantes de Francia y Gran Bretaña se encontraban en Sèvres para mantener conversaciones secretas con los israelíes. Francia, en particular, estaba muy preocupada por sus problemas norteafricanos: como el ministro de Asuntos Exteriores Christian Pineau explicó el 27 de octubre en un informe estrictamente confidencial dirigido al representante francés en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, «es esencial que el borrador de la resolución que se presente al Consejo de Seguridad sobre la cuestión húngara no contenga ninguna cláusula que pueda obstaculizar nuestra actuación en Argelia […]. Estamos especialmente en contra de la formación de un comité de investigación». Cuatro días después, el ministro británico de Asuntos Exteriores Selwyn Lloyd escribió al primer ministro Anthony Eden en un sentido similar, respondiendo a una sugerencia del embajador británico en Moscú acerca de que Londres debía apelar directamente a los dirigentes soviéticos para que desistieran de intervenir en Hungría: «Yo mismo no creo que éste sea el momento adecuado para un mensaje de este tipo».

Como Jruschov había explicado a sus colegas del Presidium del Comité Central el 28 de octubre, «los ingleses y los franceses atraviesan por una situación muy difícil en Egipto»[15]. En lo que respecta a Eisenhower, éste se encontraba en la última semana de su campaña electoral (el mismo día de su reelección se produjeron algunos de los enfrentamientos más graves en Budapest). Su Consejo de Seguridad Nacional ni siquiera trató el tema de Hungría hasta tres días después de la invasión soviética; habían tardado demasiado en tomar conciencia del alcance de las acciones de Nagy, especialmente de su rechazo al gobierno monopartidista, en un país de poca importancia dentro de la estrategia global de Estados Unidos (la reciente crisis de Polonia había sido objeto de mayor atención por parte de Washington). Y cuando Hungría apareció por fin en el orden del día del Consejo Nacional de Seguridad, en una reunión celebrada el 8 de noviembre, la opinión general —incluso la del propio Eisenhower— era que toda la culpa era de los franceses y los británicos. Si ellos no hubieran invadido Egipto, la Unión Soviética no habría tenido la opción de actuar contra Hungría. La Administración Eisenhower tenía la conciencia tranquila.

Así pues, los líderes soviéticos se dieron cuenta de que la situación les era propicia y la aprovecharon. Desde la perspectiva comunista, la verdadera amenaza que representaba Nagy no consistía en su intención de liberalizar la economía o relajar la censura. Ni siquiera la declaración de neutralidad húngara, a pesar de que Moscú la considerara como una provocación, fue el motivo de la caída de Nagy. Lo que el Kremlin no podía tolerar era que el Partido húngaro abandonara su monopolio del poder, el «papel dirigente» del Partido (algo que Gomułka, en Polonia, había tenido buen cuidado de no tolerar nunca). Dicha ruptura respecto a la habitual práctica soviética era la rendija por la que podía penetrar la democracia que llevaría a la perdición a los partidos comunistas del resto del mundo. Esta fue la razón por la que los líderes comunistas del resto de los Estados satélite se mostraron tan rápidamente de acuerdo con la decisión de Jruschov de destituir a Nagy. Cuando el Politburó checoslovaco se reunió el 2 de noviembre y expresó su voluntad de contribuir activamente a «mantener por todos los medios necesarios la democracia popular en Hungría», estaba manifestando sin duda un sincero y sentido deseo[16].

Incluso Tito llegó a admitir finalmente que la pérdida del control del Partido en Hungría y el derrumbe del aparato de seguridad del Estado sentaban un peligroso precedente. Al principio, el líder yugoslavo había acogido con satisfacción los cambios en Hungría, como una prueba más de la desestalinización. Pero para finales de octubre el curso que tomaron los acontecimientos en Budapest le hizo cambiar de opinión (la proximidad de Hungría con Yugoslavia, la presencia de una amplia minoría húngara en la región de Voivodina, dentro de la propia Yugoslavia, y los consiguientes riesgos de contagio le preocupaban profundamente). Cuando Jruschov y Málenkov decidieron, el 2 de noviembre, volar al refugio de Tito en una isla del Adriático e informarle de la inminente invasión, Tito se mostró nervioso pero comprensivo. Su principal preocupación consistía en que el Gobierno títere que se instalara en Hungría no incluyera a Rákosi y otros recalcitrantes estalinistas. En este sentido, Jruschov le tranquilizó encantado.

Lo que claramente complació menos a Jruschov fue que sólo dos días más tarde Tito concediera asilo a Nagy, a quince miembros de su Gobierno y a sus familias. Por lo que parece, la decisión yugoslava se tomó en pleno apogeo de la crisis húngara, basada en el supuesto de que a los rusos no les interesaba generar mártires. Pero cuando los líderes soviéticos expresaron su malestar, y especialmente tras el secuestro de Nagy y del resto cuando salieron de la embajada yugoslava bajo la promesa de recibir un salvoconducto firmado por el propio Kádár, Tito se encontró en una posición muy incómoda. En público, el líder yugoslavo seguía expresando su aprobación del nuevo gobierno de Kádár; pero, extraoficialmente, no se esforzaba lo más mínimo en ocultar su contrariedad ante el desarrollo de los acontecimientos.

El precedente de la espontánea interferencia soviética en los asuntos de un país comunista hermano no había sido precisamente pensado para que la jefatura soviética se granjeara la simpatía de los yugoslavos. Las relaciones entre Moscú y Belgrado volvieron a deteriorarse una vez más, y el régimen yugoslavo inició algunos acercamientos hacia Occidente y los países no alineados de Asia. La respuesta de Tito a la invasión soviética de Hungría fue por tanto ambivalente. Al igual que los líderes soviéticos, se sentía aliviado por la restauración del orden comunista, pero la forma en que esto se había conseguido sentaba un inquietante precedente y le había dejado un sabor amargo.

En el resto del mundo, la respuesta fue en general menos ambigua. El discurso secreto de Jruschov, una vez llegó a filtrarse a Occidente, había marcado el fin de una determinada concepción comunista. Pero también permitía la posibilidad de una reforma y renovación post-estalinista y, mediante el sacrificio del propio Stalin en aras de preservar la ilusoria imagen de la pureza revolucionaria leninista, Jruschov había proporcionado a los miembros del Partido y sus simpatizantes progresistas un mito al que poder aferrarse. No obstante, los desesperados enfrentamientos callejeros de Budapest habían disipado cualquier ilusión acerca de este nuevo y «reformado» modelo soviético. Una vez más, la autoridad comunista había dejado inequívocamente claro que su poder descansaba exclusivamente sobre el cañón de los tanques. El resto no era más que pura dialéctica. Los partidos comunistas occidentales comenzaron a sufrir deserciones. Según las estimaciones del Partido Comunista Italiano, entre 1955 y 1957 se dieron de baja 400.000 militantes. Como Togliatti había explicado a los líderes soviéticos en el momento más crítico de la crisis húngara, «el desarrollo de los acontecimientos de Hungría ha puesto muy difícil nuestra tarea clarificadora dentro del partido, así como la consecución de un consenso favorable a la jefatura».

En Italia, al igual que en Francia, Gran Bretaña y el resto de países, fueron los miembros más jóvenes e instruidos del Partido los que lo abandonaron en manada[17]. Como otros intelectuales no comunistas de la izquierda, se habían sentido atraídos por la promesa de las reformas post-estalinistas en la URSS y por la propia revolución húngara, con sus consejos obreros, sus iniciativas estudiantiles y la idea de que incluso un partido gobernante del bloque comunista pudiera adaptarse y tomar un nuevo rumbo. Hannah Arendt, por ejemplo, pensaba que era el ascenso de los consejos (más que la restauración de los partidos políticos por parte de Nagy) lo que significaba un verdadero resurgimiento de la democracia contra la dictadura, de la libertad contra la tiranía. Por fin parecía posible hablar de comunismo y libertad simultáneamente. Como Jorge Semprún, por entonces un joven comunista español que actuaba clandestinamente en París, expresaría más tarde, «el discurso secreto nos liberó; nos permitió al menos la posibilidad de despertar […] del sueño de la razón». Tras la invasión de Hungría, ese momento de esperanza desapareció.

Algunos observadores europeos trataron de justificar la intervención soviética, o al menos de explicarla, con la aceptación de la declaración comunista oficial de que Imre Nagy había llevado a cabo una contrarrevolución (o se había visto arrastrado por ella). Sartre solía insistir en que la insurrección húngara había estado marcada por un «espíritu derechista». Pero cualesquiera que fueran los motivos de los insurgentes de Budapest o de cualquier otro lugar —sin duda mucho más variados de lo que entonces parecía— no fue la revolución húngara, sino la represión soviética, lo que causó mayor impresión a los observadores extranjeros. Desde entonces, el comunismo estaría asociado para siempre con la opresión, no con la revolución. Durante cuarenta años, la izquierda occidental había estado pendiente de Rusia, y había perdonado e incluso admirado la violencia bolchevique como el precio que había que pagar por la fe en la revolución y la marcha de la historia. Moscú era el favorecedor espejo en el que veían reflejadas sus ilusiones políticas. Pero en noviembre de 1956 ese espejo quedó hecho añicos.

En un escrito fechado el 8 de septiembre de 1957, el escritor húngaro István Bibó comentaba que «al aplastar la revolución húngara, la URSS había asestado un golpe muy duro, puede que mortal, a los movimientos “simpatizantes” (pacifistas, feministas, juveniles, estudiantiles, intelectuales, etcétera) que contribuían a fortalecer el comunismo». Su percepción demostró ser muy acertada. Desprovisto ya del curioso magnetismo del terror estalinista y evidenciado en Budapest en toda su cruda mediocridad, el comunismo soviético perdió el encanto que ejercía sobre la mayoría de sus simpatizantes y admiradores. Tratando de escapar del «tufo del estalinismo», ex comunistas como el poeta francés Claude Roy «abrieron las ventanas de su nariz a otros horizontes». A partir de 1956 los secretos de la historia ya no se encontrarían en las lúgubres fábricas y los inoperantes koljoses de las democracias populares, sino en otros parajes más exóticos. Una minoría cada vez más reducida de irredentos apólogos del leninismo seguía aferrada al pasado; pero, desde Berlín hasta París, una nueva generación de progresistas occidentales buscaron su solaz y su ejemplo fuera de los límites de Europa, en las aspiraciones y transformaciones de lo que todavía no había dado en denominarse «Tercer Mundo».

Las ilusiones también se vinieron abajo en la Europa del Este. Como un diplomático británico residente en Budapest refería el 31 de octubre, en el fragor de los primeros enfrentamientos: «Sólo un milagro habría conseguido que el pueblo húngaro resistiera e hiciera retroceder este ataque diabólico. Jamás lo olvidarán ni perdonarán». Pero los húngaros no fueron los únicos en tomarse a pecho el mensaje de los tanques soviéticos. Los estudiantes rumanos también se manifestaron en apoyo a sus vecinos húngaros; muchos intelectuales de Alemania del Este fueron arrestados y juzgados por criticar las acciones soviéticas; en la URSS fueron los acontecimientos de 1956 los que hicieron caer la venda de los ojos de jóvenes comunistas hasta entonces comprometidos con la causa como Leonid Pliushch. De los escombros de Budapest nacería una nueva generación de intelectuales disidentes, como Paul Goma en Rumania o Wolfgang Harich en la RDA.

Por supuesto, la diferencia en Europa del Este radicaba en que los desilusionados súbditos del desacreditado régimen apenas podían volver su mirada hacia lugares remotos o reavivar su fe revolucionaria con el resplandor de lejanas revueltas campesinas. Por fuerza, ellos se veían obligados a vivir bajo unos regímenes comunistas en cuyas promesas ya no creían. Los europeos del Este experimentaron los hechos de 1956 como la síntesis de un cúmulo de desilusiones. Sus esperanzas en el comunismo, brevemente renovadas con la promesa de la desestalinización, se extinguieron; pero también las de recibir apoyo occidental. Aunque las revelaciones de Jruschov sobre Stalin o las titubeantes iniciativas por rehabilitar a las víctimas de los juicios-espectáculo habían sugerido hasta aquel momento que el comunismo podía guardar aún en su interior las semillas de la renovación y la liberación, tras la revolución de Hungría el sentimiento predominante era de amarga resignación.

Esto no dejó de representar algunos beneficios. Precisamente debido a la actual pasividad de las poblaciones de la Europa comunista y el restablecimiento del orden, la jefatura soviética de la era Jruschov pudo permitir cierto limitado grado de liberalización local (paradójicamente, sobre todo en Hungría). Allí, tras las duras represalias ejercidas contra los insurgentes de 1956 y sus simpatizantes, Kádár estableció el modelo del Estado comunista «postpolítico». A cambio de su incuestionable aceptación del monopolio del poder y la autoridad del Partido, a los húngaros se les permitió un limitado aunque genuino margen de libertad para producir y consumir. A nadie se le exigía que creyera en el Partido Comunista, y mucho menos en sus líderes; tan sólo que se abstuvieran de manifestar lo más mínimo su oposición. Este silencio se interpretaría como un consentimiento tácito.

El «comunismo de gulash» resultante posibilitó la estabilidad de Hungría; y el recuerdo de Hungría posibilitó la estabilidad err el resto del bloque, al menos durante la década siguiente. Pero esto tuvo un coste. Para la mayoría de los que vivían bajo el comunismo, el sistema «socialista» había perdido todo el carácter de promesa radical, progresista o utópica que tuvo antaño y en el que había radicado parte de su atractivo —especialmente para los jóvenes—, en fecha tan reciente como el comienzo de la década de 1950. A partir de entonces, no fue más que una forma de vida que había que soportar. Eso no significaba que no pudiera durar mucho tiempo (eran muy pocos los que tras los acontecimientos de 1956 imaginaban un final próximo para el sistema de gobierno comunista). De hecho, el optimismo a este respecto había sido bastante mayor antes de los sucesos de aquel año. Pero a raíz de noviembre de 1956 los Estados comunistas de la Europa del Este, al igual que la propia Unión Soviética, iniciaron su descenso hacia un ocaso de estancamiento, corrupción y cinismo que habría de durar varias décadas.

Los soviéticos también pagarían un precio por ello (en muchos sentidos, 1956 representó la derrota y el desmoronamiento del mito revolucionario con tanto éxito cultivado por Lenin y sus herederos). Como Borís Yeltsin habría de reconocer muchos años después en un discurso pronunciado ante el Parlamento húngaro el 11 de noviembre de 1992, «la tragedia de 1956 [… ] permanecerá para siempre como una mancha indeleble sobre el régimen soviético». Pero aquello no era nada comparado con el coste que los soviéticos habían impuesto a sus víctimas. Treinta y tres años después, el 16 de junio de 1989, en un Budapest que celebraba su transición a la libertad, cientos de miles de húngaros tomaron parte en otro reentierro conmemorativo: esta vez el de Imre Nagy y sus colegas. Uno de los oradores que se encontraba junto a la tumba de Nagy era el joven Viktor Orbán, futuro primer ministro de su país. «El hecho de que tengamos que asumir la carga de la insolvencia y encontrar la manera de escapar al callejón sin salida asiático al que fuimos empujados —afirmó ante la multitud allí reunida— es consecuencia directa de la sangrienta represión de nuestra revolución. Ciertamente, el Partido Socialista Obrero de Hungría le robó el futuro a la juventud actual en 1956».