V
La llegada de la Guerra Fría
Imaginen el Imperio Austríaco fragmentado en multitud de repúblicas grandes y pequeñas. Qué estupenda base para una monarquía rusa universal.
FRANTIŠEK PALACKÝ (abril, 1848)
Los yugoslavos quieren tomar la Macedonia griega. También quieren Albania, e incluso algunas partes de Austria y Hungría. No tiene sentido. No me gusta su manera de actuar.
YÓSEF STALIN, 1945
Todo lo que el Ejército Rojo necesitaba para llegar al Mar del Norte eran botas.
DENNIS HEALEY
La idea de un orden europeo no es una creación artificial de Alemania, sino una necesidad.
PAUL-HENRI SPAAK (abril, 1942)
Esto es algo que instintivamente sabemos que no podemos hacer.
ANTHONY EDEN (enero, 1952)
«Esta guerra no es como otras pasadas; el que ocupa un territorio también impone su propio sistema social. Todo el mundo impone su propio sistema hasta allí donde su ejército le permite llegar. No puede ser de otro modo». El célebre aforismo de Josef Stalin, citado por Milovan Djilas en su libro Conversaciones con Stalin, no era tan original como parecía. La Segunda Guerra Mundial no fue de ningún modo la primera guerra europea en la que las victorias militares determinaron los sistemas sociales: las guerras religiosas del siglo XVI terminaron en 1555 con la Paz de Ausburgo, en virtud de la cual el principio de cuius regio eius religio autorizaba a los gobernantes a establecer en su propio territorio la religión que prefirieran; y, en las primeras etapas de las conquistas napoleónicas en la Europa de comienzos del siglo XIX, los éxitos militares se tradujeron muy rápidamente en revoluciones sociales e institucionales inspiradas en el modelo francés.
No obstante, estaba claro lo que Stalin quería decir cuando le adelantó a Djilas su visión mucho antes de que se produjera la conquista comunista de la Europa del Este. Desde el punto de vista del bando soviético, la guerra se había librado para derrotar a Alemania y devolver a Rusia el poder y la seguridad sobre sus fronteras occidentales. Cualquiera que fuese el destino de Alemania, la región que separaba Alemania y Rusia no podía quedar en la incertidumbre. Los territorios situados a lo largo del arco norte-sur desde Finlandia a Yugoslavia estaban integrados por Estados pequeños y vulnerables cuyos gobiernos del periodo de entreguerras (con la excepción parcial de Checoslovaquia) habían sido unánimemente hostiles a la Unión Soviética. Polonia, Hungría y, particularmente, Rumania, siempre se habían mostrado poco amistosos con Moscú y recelosos de las intenciones soviéticas respecto a ellos. El único resultado aceptable para Stalin consistía en el establecimiento (en aquellas partes de la región que no hubieran sido absorbidas con carácter preventivo por la propia URSS) de gobiernos que ofrecieran la seguridad de que nunca representarían una amenaza para la Unión Soviética.
Pero la única forma de garantizar este resultado era alineando el sistema político de dichos Estados del este de Europa con el de la Unión Soviética, y esto fue, desde el principio, lo que Stalin quiso y pretendió. Por un lado, podía parecer que este objetivo estaba bastante claro: las viejas élites de países como Rumania o Hungría habían quedado desacreditadas y no sería difícil apartarlas y comenzar de nuevo. En muchos lugares, los ocupantes soviéticos fueron recibidos al principio como liberadores y precursores del cambio y la reforma.
Sin embargo, por otra parte, la Unión Soviética no tenía apenas influencia en los asuntos domésticos de sus vecinos occidentales más allá de su aplastante presencia militar. En gran parte de la región, los comunistas habían permanecido excluidos de la vida pública y la actividad política legal durante la mayor parte del último cuarto de siglo. Incluso donde los partidos comunistas estaban legalizados, su identificación con Rusia y las rígidas y sectarias tácticas impuestas por Moscú durante casi todo el periodo posterior a 1927 los había reducido a la insignificancia y la marginalidad política en la Europa del Este. La Unión Soviética había contribuido además a su debilidad a través del encarcelamiento y purga de muchos de los comunistas polacos, húngaros, yugoslavos y de otros países que se habían refugiado en Moscú: en el caso polaco, la cúpula del Partido Comunista Polaco del periodo de entreguerras fue prácticamente barrida por completo.
Así pues, cuando Mátyás Rákosi, el jefe del Partido Comunista Húngaro, fue devuelto de Moscú a Budapest en febrero de 1945, pudo contar tan sólo con el apoyo de unos 4.000 comunistas en Hungría. En Rumania, según la líder comunista rumana Ana Pauker, el número de militantes del Partido era inferior a 1.000, en una población de casi 20 millones. La situación en Bulgaria no era mucho mejor: en septiembre de 1944 los comunistas sumaban aproximadamente unos 8.000. Sólo en las regiones industriales de Bohemia y en Yugoslavia, donde se identificaba al Partido con la victoriosa resistencia partisana, el comunismo contó con algo parecido a una militancia masiva.
Actuando conforme a su característica cautela, y todavía manteniendo en todo caso las relaciones con las potencias occidentales, Stalin siguió una táctica ya conocida desde la década de 1930 a través de los frentes populares y la práctica comunista durante la Guerra Civil española: favorecer la formación de gobiernos de «frente», esto es, coaliciones de comunistas, socialistas y de otros partidos antifascistas que excluían y castigaban al antiguo régimen y sus partidarios, pero se mostraban cautos y «democráticos», reformistas más que revolucionarios. Hacia el final de la guerra, o al muy poco tiempo, todos los países de la Europa del Este tenían este tipo de gobierno de coalición.
A la vista de los continuos desacuerdos entre los expertos sobre la responsabilidad de la división de Europa, quizá merezca la pena subrayar que ni Stalin ni sus representantes locales albergaban ninguna duda sobre cuál era su meta a largo plazo. Las coaliciones constituían la ruta hacia el poder para los partidos comunistas, en una región donde históricamente habían sido bastante débiles; eran sólo los medios para alcanzar dicho fin. Como Walter Ulbricht, líder de los comunistas de la Alemania del Este, explicó en privado a sus seguidores cuando le manifestaron su extrañeza ante la política del Partido en 1945: «Está muy clara: tiene que parecer democrática, pero debemos tenerlo todo bajo control».
El control, en efecto, importaba mucho más que las políticas. No era casual que en todos los gobiernos de coalición (el «Frente Patriótico», el «Gobierno de Unidad» o los «bloques de partidos antifascistas») de la Europa del Este los comunistas quisieran hacerse con el control de ciertos ministerios clave como el de Interior, que confería al Partido la autoridad sobre la policía y las fuerzas de seguridad así como el poder de conceder o retirar las licencias a los periódicos, o el de Justicia, que gestionaba las reformas y las redistribuciones territoriales y estaba por tanto capacitado para otorgar favores y comprar la lealtad de millones de campesinos. Los comunistas también trataban de ocupar los puestos más importantes en los comités de «desnazificación», las comisiones de distrito y los sindicatos.
En cambio, los comunistas de la Europa del Este no tenían prisa por hacerse con los puestos de presidente, primer ministro o ministro de Asuntos Exteriores; preferían a menudo dejárselos a sus aliados de coalición de los partidos socialistas, agrarios o liberales. Esto respondía a la distribución inicial de los cargos de gobierno durante la postguerra, donde los comunistas habían estado en minoría, y servía a la vez para contentar a los observadores occidentales. Aunque la población local no se dejaba engañar y tomaba sus propias precauciones (el número de militantes del Partido Comunista Rumano había ascendido a 800.000 a finales de 1945), en muchos aspectos la estrategia comunista resultaba en realidad tranquilizadoramente moderada. Lejos de la colectivización de tierras, el Partido instaba a su distribución entre los que no las tenían. Lejos de la confiscación de bienes «fascistas», el Partido no presionaba en pro de las nacionalizaciones o la propiedad estatal, y desde luego no más, y, en muchos casos, menos, que algunos de sus socios de coalición. Por otra parte, no se hablaba mucho del «socialismo» como meta.
El objetivo declarado de los comunistas en 1945 y 1946 era «completar» las inconclusas revoluciones burguesas de 1848 para redistribuir la propiedad, garantizar la igualdad y propugnar los derechos democráticos en una parte de Europa donde las tres cosas habían escaseado desde siempre. Se trataba de objetivos plausibles, al menos en apariencia, y atractivos para muchos habitantes de la región y de la Europa occidental que querían pensar bien de Stalin y sus propósitos. En el caso de los propios comunistas, este atractivo se redujo considerablemente tras una sucesión de elecciones locales y nacionales en Alemania del Este, Austria y Hungría. En estos países (en el caso de Hungría en las elecciones municipales de Budapest de noviembre de 1945), resultaría muy pronto evidente que por muy exitosa que hubiera sido su inserción en los puestos de mayor influencia local, los comunistas nunca iban a conseguir el poder a través de las urnas. A pesar de todas las ventajas derivadas de la ocupación militar y el patrocinio económico, los candidatos comunistas salieron invariablemente derrotados frente a los representantes de los viejos partidos liberales, socialdemócratas y agrarios/minifundistas.
El resultado fue que los partidos comunistas adoptaron por el contrario una estrategia de presión encubierta, seguida de otra de terror y represión evidentes. En el curso de 1946 y 1947, sus oponentes electorales fueron calumniados, golpeados, arrestados, juzgados por «fascistas» o «colaboracionistas», encarcelados e incluso fusilados. Las milicias «populares» contribuyeron a crear un clima de miedo e inseguridad del que los portavoces comunistas culpabilizaban luego a sus críticos políticos. Los políticos más vulnerables o impopulares de los partidos no comunistas se convertían en objeto de oprobio público, mientras sus colegas permitían este maltrato con la esperanza de que no se utilizara contra ellos. Así, en Bulgaria, ya en el verano de 1946, se encarceló siete de los veintidós miembros del «presidium» de la Unión Agraria y treinta y cinco de los ochenta miembros de su Consejo de Gobierno. Uno de los cargos más típicos fue el interpuesto contra el periodista Kunev, acusado de haber actuado «de forma claramente delictiva al calificar en uno de sus artículos al gobierno búlgaro como un grupo de soñadores políticos y económicos».
Los partidos agrarios, liberales y otros también mayoritarios demostraron ser un blanco fácil, y se los acusó de fascistas o de albergar sentimientos antinacionales y se los eliminó poco a poco. El impedimento que presentó más dificultades a las ambiciones comunistas fueron los partidos socialistas o socialdemócratas locales que compartían las mismas aspiraciones de reforma que los comunistas. Y en la medida en que existía un electorado de clase obrera industrial en la mayoritariamente rural Europa del Este, su filiación era tradicionalmente socialista, no comunista. De este modo, dado que a los socialistas no se les podía vencer con facilidad los comunistas decidieron unirse a ellos.
O, mejor dicho, hacer que los socialistas se unieran a ellos. Esta era una tradicional estratagema comunista. La táctica inicial de Lenin de 1918 a 1921 había consistido en dividir a los partidos socialistas de Europa, separando a la facción más radicalmente izquierdista para formar nuevos movimientos comunistas y descalificar al resto como reaccionarios y superados por la historia. Pero cuando los partidos comunistas se encontraron en minoría durante las dos décadas siguientes, el enfoque comunista cambió, y los comunistas pasaron a ofrecer a los (en su mayoría más numerosos) partidos socialistas la perspectiva de la «unidad» de la izquierda, aunque bajo los auspicios comunistas. En las circunstancias de la Europa del Este posterior a la liberación, muchos socialistas encontraron razonable dicha propuesta.
Incluso en la Europa occidental, algunos de los miembros más izquierdistas de los partidos socialistas francés e italiano se vieron seducidos por las invitaciones comunistas a fundirse en una sola fuerza política. En la Europa del Este, esta presión resultó ser literalmente irresistible. El proceso se inició en la zona soviética de Alemania, donde (en una reunión secreta celebrada en Moscú en febrero de 1946) los comunistas se decidieron por una fusión con sus claramente más mayoritarios «aliados» socialistas. Esta fusión se consumó dos meses después con el nacimiento del Partido de Unidad Socialista (en dichas fusiones era característico que el recién unido partido evitara la utilización del término «comunista»). Un considerable número de los anteriores líderes de los socialdemócratas de la Alemania del Este se mostraron favorables a la fusión, y a cambio se les concedieron cargos honoríficos en el nuevo partido y en el posterior gobierno alemán. A los socialistas que protestaban o se oponían al nuevo partido se los denunciaba, expulsaba o, como mínimo, obligaba a retirarse de la vida pública o exiliarse.
En el resto del bloque soviético, estas «uniones» entre comunistas y socialistas, estructuradas de forma similar, se producirían un poco más tarde, a lo largo de 1948: en Rumania, en febrero de 1948, en Hungría en agosto y en Polonia en diciembre. Para entonces, los partidos socialistas se habían escindido cada vez más a causa de la fusión, de modo que mucho antes de que desparecieran ya habían dejado de constituir una fuerza política influyente en su país. Y, como en el caso de Alemania, los antiguos socialdemócratas que se habían unido a los comunistas fueron debidamente recompensados con cargos meramente decorativos: el primer jefe de Estado de la Hungría comunista, nombrado el 30 de julio de 1948, fue Árpád Szakasits, un antiguo socialista.
Los socialdemócratas de la Europa del Este se encontraban en una posición imposible. Los socialistas occidentales a menudo los animaron a fusionarse con los comunistas, ya fuera en la ingenua creencia de que todos saldrían beneficiados o bien con la esperanza de introducir un elemento moderador en la actuación comunista. Todavía en 1947 a los partidos socialistas de la Europa del Este (esto es, los socialistas que se habían negado a cooperar con sus camaradas comunistas) se les prohibía unirse a las organizaciones socialistas internacionales basándose en que constituían un obstáculo para la alianza de las fuerzas «progresistas». Mientras, en sus respectivos países, eran sometidos a humillaciones y violencia. Incluso cuando aceptaron el abrazo comunista, su situación apenas mejoró: en el congreso para la «fusión» de los dos partidos celebrado en Rumania en febrero de 1948, la dirigente comunista Ana Pauker acusó a sus anteriores colegas socialistas de sabotaje sistemático, servilismo hacia los gobiernos reaccionarios y «calumnias» antisoviéticas.
Una vez diezmados, encarcelados o absorbidos sus principales enemigos, los comunistas sí pudieron conseguir mejores resultados en las elecciones de 1947 y sucesivas, ayudados también por los ataques violentos perpetrados contra los pocos enemigos que les quedaban, la intimidación en los centros electorales y la descarada manipulación de los recuentos de votos. A partir de entonces empezó a extenderse la formación de gobiernos en los que los comunistas o los recién unificados partidos «obreros» o de «unidad» constituían la fuerza claramente dominante: sus socios de coalición, caso de haberlos, quedaron reducidos a funciones meramente nominales y decorativas. En consonancia con esta transición de los frentes unificados y coaliciones al monopolio del poder comunista, la estrategia soviética retornó, a lo largo de 1948 y 1949, a una política de control estatal radical, colectivización, destrucción de la clase media y purgas y castigos a sus oponentes reales e imaginarios.
Este relato sobre cómo se produjeron los primeros avances soviéticos en la Europa del Este describe un proceso común a todos las países de la región. Los cálculos de Stalin solían ser indiferentes a las peculiaridades nacionales. Allí donde los comunistas podían albergar razonables esperanzas de conseguir el poder por medios legales o aparentemente legales, ésta pareció ser la preferencia de Stalin, al menos durante el otoño de 1947. Pero dado que la clave residía en el poder y no en la legalidad, las tácticas comunistas fueron haciéndose más combativas y menos respetuosas con los límites judiciales o políticos, incluso al precio de perder las simpatías con las que contaban en el extranjero, una vez resultaba claro que la victoria electoral les sería esquiva.
Sin embargo, existían importantes variaciones locales. En Bulgaria y Rumania era donde la mano dura soviética se sentía más que en ningún sitio, en parte porque ambos países habían estado en guerra con ella, y en parte debido también a la debilidad comunista pero, sobre todo, porque desde el principio las circunstancias geográficas las colocaban en el círculo más inmediato de la esfera soviética. En Bulgaria, el líder comunista (y anterior secretario del Comintern) Georgy Dimitrov, ya en 1946 había declarado sin rodeos que cualquiera que votara a la oposición anticomunista sería considerado un traidor. Aun así, los oponentes de los comunistas obtuvieron 101 de los 465 escaños parlamentarios en las elecciones generales subsiguientes. Pero la oposición estaba predestinada al fracaso, y lo único que podía evitar que el Ejército Rojo ocupante y sus aliados locales acabaran abierta y directamente con toda posibilidad de disidencia era la necesidad de trabajar con los aliados occidentales en un Tratado de Paz para Bulgaria y conseguir el reconocimiento angloamericano de la legítima autoridad del gobierno dirigido por los comunistas.
Una vez firmados los tratados de paz, los comunistas ya no tenían nada que ganar de la espera, y la cronología de los hechos resulta en este sentido reveladora. El 5 de junio de 1947, el Senado de Estados Unidos ratificó los Tratados de Paz de París con Bulgaria, Rumania, Hungría, Finlandia e Italia, a pesar de los recelos de los diplomáticos norteamericanos de Sofía y Bucarest. Al día siguiente, el principal político anticomunista de Bulgaria, el líder agrario Nikola Petkov (que se había negado a seguir a otros militantes agrarios más acomodaticios integrados en el Frente Patriótico de los comunistas), fue arrestado. Su juicio duró del 5 al 15 de agosto. El 15 de septiembre entró en vigor el Tratado de Paz búlgaro y, cuatro días más tarde, Estados Unidos ofreció la posibilidad de extender a Sofía su reconocimiento diplomático. A las 96 horas Petkov fue ejecutado, habiendo sido retrasada la sentencia hasta el anuncio oficial por parte de Estados Unidos. Tras el asesinato judicial de Petkov, los comunistas búlgaros ya no tenían que temer otros impedimentos. Como el general soviético Biriuzov comentó retrospectivamente al referirse al apoyo prestado por el Ejército Rojo a los comunistas búlgaros contra los partidos «burgueses», «no teníamos derecho a negar nuestra ayuda a los esfuerzos del pueblo búlgaro por aplastar a semejante reptil».
En Rumania, la posición de los comunistas era incluso más débil que en Bulgaria, donde al menos existía una tradición de sentimiento rusófilo que el Partido podía tratar de aprovechar[1]. Aunque los soviéticos garantizaban a los rumanos la recuperación del norte de Transilvania (asignada a Hungría bajo coacción en 1940), Stalin no albergaba ninguna intención de devolverle a Rumania Besarabia ni Bucovina, incorporadas a la URSS, ni la región sur de Dobrudja, situada en el sudeste de Rumania y en aquel momento anexionada a Bulgaria: por consiguiente, los comunistas rumanos se veían obligados a justificar una importante pérdida territorial, de la misma forma que en los años de entreguerras se los había obligado a prescindir de Besarabia, por entonces territorio rumano.
Para empeorar las cosas, los líderes comunistas rumanos a menudo no eran ni siquiera rumanos, al menos conforme a los criterios rumanos tradicionales. Ana Pauker era judía, Emil Bodnăraş ucraniano y Vasile Luca de origen transilvano-germano. Otros eran húngaros o búlgaros. Al ser percibidos como una presencia ajena, los comunistas rumanos dependían completamente de las fuerzas soviéticas. Su supervivencia doméstica no radicaba en conseguir el voto popular (lo que nunca se había considerado ni remotamente como un objetivo real), sino en la velocidad y eficacia con la que podían ocupar la jefatura del Estado y dividir y destruir a sus oponentes de los partidos «históricos» del centro liberal, una tarea en la que demostraron ser decididamente expertos, como evidencia el hecho de que ya en marzo de 1948 la lista del gobierno obtuviera 405 de 414 escaños en las elecciones nacionales. Tanto en Rumania como en Bulgaria (o Albania, donde Enver Hoxha movilizó a las comunidades toscas contra la resistencia tribal de los guegos del norte), la subversión y la violencia no constituían una opción más, sino el único camino hacia el poder.
Los polacos también estaban predestinados a entrar en la esfera soviética tras la Segunda Guerra Mundial. La causa radicaba en su ubicación, en la ruta de Berlín a Moscú, en su historia como eterno obstáculo para las ambiciones imperiales rusas en Occidente, y en que, también en Polonia, las perspectivas de que un gobierno filosoviético emergiera espontáneamente por votación popular eran mínimas. La diferencia entre Polonia y los Estados balcánicos, sin embargo, residía en que Polonia había sido víctima de Hitler, no su aliada; cientos de miles de soldados polacos habían luchado junto a los ejércitos aliados en los frentes del este y del oeste; y los polacos abrigaban ciertas esperanzas respecto a sus perspectivas en la postguerra.
Por lo que luego se ha sabido, dichas perspectivas no eran tan malas. Aunque no se puede decir que los comunistas polacos del llamado «Comité de Lublin» (fundado en julio de 1944 por las autoridades soviéticas con el fin de tener un gobierno ya preparado para entrar en ejercicio en cuanto consiguieran llegar a Varsovia) gozaran de un apoyo popular masivo, sí contaban con cierto grado de respaldo local, especialmente entre los jóvenes, y podían señalar algunos beneficios reales de la «amistad» soviética: una garantía eficaz contra el revanchismo territorial alemán (consideración que se debía tener muy en cuenta en aquellos momentos) y una política de intercambios nacionales por la que Polonia quedaría «limpia» de la minoría ucraniana remanente y los ciudadanos de etnia polaca del este serían reasentados dentro de las nuevas fronteras nacionales. Dichas consideraciones permitieron a los comunistas polacos, a pesar de su marginalidad (muchos de ellos eran también de origen judío), reivindicar su lugar en las tradiciones políticas nacionales e incluso nacionalistas.
No obstante, los comunistas de Polonia también habrían constituido una minoría insignificante en términos electorales. El Partido Campesino Polaco de Stanisław Mikołajczyk contaba en diciembre de 1945 con 600.000 miembros, diez veces el número de militantes del Partido Obrero Polaco de los comunistas (que pasaría a llamarse Partido Obrero Unificado Polaco tras absorber a los socialistas en diciembre de 1948). Pero Mikołajczyk, primer ministro del Gobierno en el exilio durante la guerra, se vio fatalmente perjudicado por la insistencia característicamente polaca de su partido en ser a la vez antinazi y antisoviético.
A Stalin le resultaba más o menos indiferente el éxito del «socialismo» en Polonia, como revelarían hechos posteriores. Pero lo que no le era en absoluto indiferente era el desarrollo general de la política polaca, especialmente de la exterior. En realidad, al menos con respecto a Europa, esto era lo que más le importaba, junto con la resolución final del callejón sin salida alemán. Por lo tanto, el Partido Campesino fue objeto de un constante arrinconamiento, y se amenazó a sus miembros, se atacó a sus líderes y se impugnó su credibilidad. En las descaradamente amañadas elecciones parlamentarias polacas de enero de 1947, el «bloque democrático» dirigido por los comunistas obtuvo el 80 por ciento de los votos, y el Partido Campesino sólo el 10 por ciento[2]. Nueve meses después, temiendo por su vida, Mikołajczyk huyó del país. Lo que quedaba del Ejército del Interior de los tiempos de la guerra continuó enfrentándose en una guerra de guerrillas contra las autoridades comunistas durante algunos años más, pero la suya era también una causa perdida.
En Polonia, la Unión Soviética tenía un interés tan obvio en el cariz político que tomaría el país que las ilusiones que albergaban los polacos en tiempo de guerra (antes y después del Tratado de Yalta) pueden parecer quijotescas. En Hungría, sin embargo, las aspiraciones de un «camino húngaro hacia el socialismo» no eran en realidad tan quiméricas. El principal interés de Moscú en la Hungría de la postguerra radicaba en utilizarla como conducto seguro para las tropas del Ejército Rojo en caso de que éstas tuvieran que avanzar hacia el oeste a través de Austria (o, más tarde, hacia el sur, a través de Yugoslavia) . Si los comunistas locales hubieran contado con un amplio respaldo público, sus asesores soviéticos podrían haber estado dispuestos a prolongar la táctica «democrática» durante más tiempo.
Pero también en Hungría los comunistas resultaban ser en general bastante impopulares, incluso en Budapest. A pesar de ser tachados de reaccionarios e incluso fascistas, el Partido de los Pequeños Propietarios (el equivalente húngaro a lo que en otros países eran los partidos agrarios) consiguió una mayoría absoluta en las elecciones generales de noviembre de 1945. Con el respaldo de los socialistas (cuya líder, Anna Kéthly, se negaba a creer que los comunistas se rebajaran a amañar las elecciones), los comunistas lograron expulsar a algunos de los representantes de los Pequeños Propietarios del parlamento y, en febrero de 1947, los acusaron de conspiración y, en el caso de su líder, Béla Kovács, de espionaje contra el Ejército Rojo (a consecuencia de ello, Kovács fue enviado a Siberia, de donde regresaría en 1956). En las nuevas elecciones de 1947, falseadas sin el más mínimo reparo por el comunista ministro del Interior László Rajk, los comunistas no consiguieron de todas formas más que el 22 por ciento de los votos, a pesar de lograr reducir la representación de los Pequeños Propietarios a un 15 por ciento. En estas circunstancias, el camino de Hungría hacia el socialismo convergió rápidamente con el de sus vecinos del este. Para las siguientes elecciones, celebradas en mayo de 1949, el «frente popular» recibió el 95,6 por ciento de los votos.
Resulta fácil, desde la retrospectiva, ver que a raíz de 1945 las esperanzas de una Europa del Este democrática fueron siempre vanas. En la Europa central y del Este, la tradición democrática o liberal autóctona era escasa. Los regímenes de entreguerras en esta parte de Europa habían sido corruptos, autoritarios y, en algunos casos, asesinos. Las viejas castas dirigentes a menudo ejercían el soborno. La verdadera clase gobernante de la Europa del Este durante el periodo de entreguerras había sido la burocracia, reclutada entre los mismos grupos sociales que proveían a los cuadros dirigentes de los Estados comunistas. A pesar de toda la retórica del «socialismo», la transición del autoritarismo retrógrado a la «democracia popular» comunista fue rápida y fácil. No resulta por tanto muy sorprendente que la historia diera el giro que dio.
Por otra parte, la alternativa de una vuelta a los políticos y las políticas de la Rumania, la Polonia o la Hungría anteriores a 1939 debilitaba en gran medida la causa anticomunista, al menos hasta que el terror soviético se dejó sentir con toda su fuerza a partir de 1949. Después de todo, como el líder comunista francés Jacques Duclos inquiría astutamente en el diario comunista L’Humanité el 1 de julio de 1948, ¿no era la Unión Soviética la que mejores garantías ofrecía a estos países no sólo contra un retroceso a la nefasta época anterior, sino también para alcanzar su independencia nacional? Eso era lo que en efecto muchos creían en aquel momento. Como señaló Churchill: «Algún día los alemanes querrán recuperar su territorio y los polacos no podrán pararlos». En aquel momento, la Unión Soviética se había autoinvestido como protectora de las nuevas fronteras de Rumania y de Polonia, por no hablar de los territorios redistribuidos de los alemanes y ciudadanos de otras nacionalidades expulsados de toda la región.
Ello constituía un recordatorio, en realidad innecesario, de la omnipresencia del Ejército Rojo. La 37 división del Tercer Frente Ucraniano fue separada de las fuerzas que ocupaban Rumania en septiembre de 1944 y destinada a Bulgaria, donde permaneció hasta la firma de los Tratados de Paz en 1947. Las fuerzas soviéticas continuaron en Hungría hasta mediados de los años cincuenta (y de nuevo a partir de 1956) y en Rumania hasta 1958. La República Democrática Alemana permaneció bajo la ocupación militar soviética a lo largo de sus cuarenta años de vida, y las tropas soviéticas transitaban de forma regular por Polonia. La Unión Soviética no estaba dispuesta a dejar esta parte de Europa, cuyo futuro estaba íntimamente ligado al destino de su gigantesco vecino, como los hechos demostrarían más adelante.
La excepción evidente era por supuesto Checoslovaquia. Muchos checos recibieron a los rusos como sus liberadores. Gracias a Múnich, albergaban pocas ilusiones respecto a los poderes occidentales, y el gobierno de Edvard Beneš exilado en Londres era el único que había protagonizado inequívocos acercamientos hacia Moscú con bastante anterioridad a 1945. Así le explicaba el propio Beneš su postura a Mólotov en diciembre de 1943: «Respecto a los asuntos de máxima importancia, [nosotros] […] siempre nos manifestaríamos y actuaríamos de acuerdo con los representantes del gobierno soviético». Puede que Beneš no estuviera tan alerta como su mentor, el fallecido presidente Tomás Masaryk, ante los riesgos del abrazo ruso o soviético, pero tampoco era un incauto. Praga quería mantener buenas relaciones con Moscú por la misma razón que antes de 1938 había pretendido estrechar sus lazos con París: porque Checoslovaquia era un país pequeño y vulnerable del centro de Europa y necesitaba un protector.
De este modo, a pesar de ser en muchos sentidos el más occidental de los países «del Este», con una cultura tradicionalmente plural, un importante sector urbano e industrial, una economía capitalista que hasta la guerra se había mostrado floreciente y una política socialdemócrata de orientación occidental a raíz de ella, Checoslovaquia fue también el aliado más cercano que tuvo la Unión Soviética en la región, pese a perder su comarca más oriental, la Rutenia subcarpática, debido a los «ajustes» territoriales soviéticos. Ésta era la razón por la que Beneš, el único primer ministro exilado de la Europa del Este y del sudeste durante la guerra, pudo volver con su gobierno a casa, donde, en abril de 1945, lo reconfiguró con la incorporación de siete ministros comunistas y once procedentes de los cuatro partidos restantes.
Los comunistas checos presididos por Klement Gottwald creían sinceramente en sus posibilidades de llegar al poder a través de las urnas. En las últimas elecciones checoslovacas anteriores a la guerra, celebradas en 1935, habían conseguido un resultado bastante favorable de 849.000 votos (el 10 por ciento del total). No dependían del Ejército Rojo, que se retiró de Checoslovaquia en noviembre de 1945 (si bien la Unión Soviética siguió manteniendo en Praga, como en todas partes, una importante presencia de sus servicios de espionaje y policía secreta a través de su entramado diplomático). En las ciertamente libres aunque psicológicamente tensas elecciones checoslovacas de mayo de 1946, el Partido Comunista consiguió el 40,2 por ciento de los votos en las regiones checas de Bohemia y Moravia, y el 31 por ciento en la mayoritariamente rural y católica Eslovaquia. Sólo le superó el Partido Demócrata Eslovaco, cuya influencia quedaba por definición limitada al tercio de la población integrado por los habitantes de origen eslovaco[3].
Los comunistas checos imaginaban un éxito continuado, razón por la que al principio recibieron con agrado la perspectiva de la Ayuda del Plan Marshall y llevaron a cabo campañas de reclutamiento para aumentar sus perspectivas para futuras elecciones (la militancia del partido aumentó de unos 50.000 miembros en mayo de 1945 a 1.220.000 en abril de 1946 y, en enero de 1948, alcanzó 1.310.000, en un país con una población de sólo 12 millones de habitantes). Desde luego, los comunistas no renunciaron a utilizar el patrocinio y la presión para conseguir apoyo. Y, como en todas partes, habían tomado la precaución de obtener los ministerios vitales y colocar a sus hombres en los cargos clave dentro de la policía y en otros sitios. Pero, anticipándose a las elecciones de 1948, los comunistas autóctonos de Checoslovaquia se estuvieron preparando para alcanzar el poder de lleno mediante un «camino checo» que por entonces todavía parecía bastante distinto al de los países del este.
Si la cúpula soviética creía o no en las afirmaciones de Gottwald acerca de que el Partido Comunista Checoslovaco triunfaría sin ayuda, es algo que no está claro. Pero, al menos en el otoño de 1947, Stalin dejó en paz a Checoslovaquia. Los checos habían expulsado a los alemanes de los Sudetes (que los exponían a la hostilidad alemana y en consecuencia hacían a su país más dependiente incluso de la protección soviética) y el énfasis de los gobiernos de postguerra de Beneš en la planificación económica, la propiedad estatal y el trabajo duro recordaban al menos a un periodista francés en mayo de 1947 a la retórica y el talante del primer estajanovismo soviético. Las vallas de Praga aparecían cubiertas de retratos de Stalin junto a los del propio presidente Beneš mucho antes de que los comunistas hubieran establecido siquiera un gobierno propio, y mucho menos asegurado el monopolio del poder. Como hemos visto, el ministro de Asuntos Exteriores Jan Masaryk y sus colegas no dudaron, en el verano de 1947, en declinar la ayuda Marshall a instancias de Moscú. En resumen, Stalin no tenía ningún motivo para quejarse del comportamiento de los checoslovacos.
Sin embargo, en febrero de 1948, los comunistas maquinaron un golpe político en Praga, aprovechándose de la imprudente renuncia de los ministros no comunistas (ante un importante aunque oscuro asunto de infiltración comunista de la policía) para hacerse con el control del país. El golpe de Praga revistió una enorme trascendencia, precisamente por producirse en un país más o menos democrático y cuyas relaciones con Moscú eran tan amistosas. Esto hizo reaccionar a los aliados occidentales, que a partir de ello dedujeron que el comunismo se proponía avanzar hacia el oeste[4]. Este hecho supuso probablemente la salvación de los finlandeses: gracias a los problemas que el golpe de Checoslovaquia desencadenó para él en Alemania y otros lugares, Stalin se vio obligado en abril de 1948 a llegar a un acuerdo con Helsinki y firmar un Tratado de Amistad (tras haber intentado al principio imponer en Finlandia una solución al estilo de la Europa del Este, dividiendo a los socialdemócratas, obligándolos a fusionarse con los comunistas en una «Liga de Defensa del Pueblo Finlandés» y de este modo facilitarles a estos últimos la llegada el poder).
En Occidente, Praga despertó a los socialistas a la realidad de la vida política de la Europa del Este. El 29 de febrero de 1948, el anciano Léon Blum publicó en el periódico socialista Le Populaire, un artículo cuya repercusión sería enorme, en el que criticaba el fracaso de los socialistas occidentales a la hora de protestar ante el destino de sus camaradas de la Europa del Este. Gracias a Praga, una parte importante de la izquierda no comunista de Francia, Italia y demás países, se situó entonces con firmeza en el bando occidental, un hecho que relegaría a los partidos comunistas que se encontraban fuera del alcance soviético a un aislamiento y una impotencia cada vez mayores.
Si Stalin maquinó el golpe de Praga sin prever completamente el alcance de sus consecuencias no fue sólo porque tuviera planeado desde siempre imponer su ley de una determinada manera en todo el bloque. Ni tampoco porque Checoslovaquia fuera tan importante dentro de su plan general. Lo que ocurrió en Praga, y lo que sucedía al mismo tiempo en Alemania, donde la política soviética estaba pasando rápidamente del obstruccionismo y el desacuerdo al enfrentamiento abierto con sus anteriores aliados, era un retorno por parte de Stalin al estilo y la estrategia de la era anterior. Este cambio se vio impulsado en general por la impaciencia de Stalin y su incapacidad para encauzar los asuntos europeos y alemanes a su gusto; pero también y sobre todo por su creciente irritación respecto a Yugoslavia.
En 1947, el gobierno comunista de Yugoslavia, presidido por Josip Broz Tito, ostentaba un estatus único. A diferencia de los partidos comunistas de Europa, los yugoslavos habían llegado al poder por su propio esfuerzo, sin depender ni de los aliados locales ni de la ayuda extranjera. Es cierto que los británicos habían dejado de enviar ayuda a sus rivales, los partisanos chetniks, y desviaron su apoyo a Tito, y que, durante los primeros años de la postguerra, la Administración de Socorro y Rehabilitación de las Naciones Unidas (UNRRA) destinó más dinero (415 millones de dólares) en ayuda a Yugoslavia que a cualquier otro lugar de Europa, el 72 por ciento del cual procedía de Estados Unidos. Pero lo que más importaba a los contemporáneos de entonces era que los partisanos comunistas yugoslavos habían sido los únicos que habían librado con éxito una guerra de resistencia contra los ocupantes alemanes e italianos.
Animados por su victoria, los comunistas de Tito no querían saber nada de coaliciones como las que se estaban formando en el resto de la Europa liberada, e inmediatamente se dispusieron a destruir a todos sus oponentes. En las primeras elecciones de la postguerra, celebradas en noviembre de 1945, a los votantes se les planteó una elección inequívoca: el «frente popular» de Tito… o una urna presentada al público como la «oposición». En enero de 1946, el Partido Comunista de Yugoslavia introdujo una Constitución inspirada directamente en la de la URSS. Tito presionó además con arrestos, encarcelamientos y ejecuciones masivas de sus oponentes, así como con la colectivización de las tierras, en un momento en el que los comunistas de la vecina Hungría y Rumania todavía estaban calibrando cuidadosamente una imagen más complaciente. Por lo que parecía, Yugoslavia representaba la línea más dura y vanguardista del comunismo europeo.
Aparentemente, el radicalismo yugoslavo y el éxito del Partido Comunista de Yugoslavia en hacerse por completo con el control de una región estratégicamente crucial jugaba a favor de los soviéticos, y las relaciones entre Moscú y Belgrado eran cordiales. Moscú prodigaba todo tipo de alabanzas a Tito y su partido, manifestaba un gran entusiasmo por sus logros revolucionarios y ponía a Yugoslavia como ejemplo que había que seguir. A cambio, los líderes yugoslavos aprovechaban cualquier ocasión para insistir en su respeto por la Unión Soviética; y se veían a sí mismos como introductores del modelo de la revolución y el gobierno bolcheviques en los Balcanes. Como recordaba Milovan Djilas, «todos nos sentíamos predispuestos a su favor [de la URSS]. Y todos le hubiéramos permanecido fieles, de no haber sido por los propios criterios de lealtad de la Superpotencia».
Pero la devoción yugoslava por el bolchevismo siempre fue, desde el punto de vista de Stalin, demasiado entusiasta. Stalin, como ya hemos visto, estaba menos interesado en la revolución que en el poder. Era Moscú quien tenía que determinar la estrategia de los partidos comunistas, quien tenía que decidir cuándo se requería un enfoque moderado o cuándo había que adoptar una línea radical. Como origen y motor de la revolución mundial, la Unión Soviética no era un modelo, sino el modelo. En las circunstancias adecuadas, los demás partidos comunistas podían sentarse a la partida y jugar sus bazas, pero bajo la seria advertencia de no ganarle la mano a los soviéticos. Y en esto consistía el principal defecto de Tito a los ojos de Stalin. En su afán por implantar los cánones comunistas en el sudeste de Europa, el ex general partisano estaba adelantándose a los cálculos soviéticos. Los éxitos revolucionarios se le habían subido a la cabeza: se estaba haciendo más papista que el Papa.
Stalin no llegó a estas conclusiones de repente, aunque su frustración con el «inexperto» Tito data de fechas tan tempranas como enero de 1945. Más allá de la percepción por parte de Moscú de que Tito se estaba volviendo un engreído y presentando la revolución autóctona de Yugoslavia como un contramodelo a la de los soviéticos, los desacuerdos entre Stalin y Tito se produjeron con relación a cuestiones prácticas de política regional. Bajo el gobierno de Tito, los yugoslavos albergaban ciertas ambiciones, enraizadas en la historia de los Balcanes, de absorber Albania, Bulgaria y determinadas partes de Grecia para formar una Yugoslavia expandida bajo una nueva «Federación de los Balcanes». Esta idea despertó cierto interés fuera de las fronteras de Yugoslavia (desde el punto de vista de Traicho Kostov, uno de los dirigentes comunistas de Sofía, resultaba conveniente en el aspecto económico para Bulgaria y representaría una ruptura con el nacionalismo de pequeño Estado que tanto había perjudicado las perspectivas de estos países antes de la guerra).
El propio Stalin no se mostraba en principio reacio a hablar de una federación balcánica y Dimitrov, el confidente de Stalin en el Comintern y principal líder comunista de Bulgaria, se refería abiertamente a la perspectiva todavía en enero de 1948. Pero, a pesar de su atractivo, existían dos problemas con el plan de reunir a todo el sudeste de Europa en un acuerdo federal subordinado al control comunista. Lo que empezó constituyendo la base para una cooperación mutua entre los comunistas locales pronto se convirtió, a los recelosos ojos de Stalin, en algo más bien parecido a una puja por parte de uno de ellos para hacerse con la hegemonía regional. Esto por sí solo ya hubiera conducido a Stalin, con el tiempo, a frustrar las ambiciones de Tito. Pero existía un escollo adicional y aún más importante, y era que Tito le estaba creando problemas a Stalin en Occidente.
Los yugoslavos respaldaron y alentaron abiertamente la insurgencia griega, tanto en 1944 como tres años más tarde, cuando estalló la guerra civil. Este respaldo resultaba coherente con el activismo marcadamente narcisista de Tito, ya que se trataba de ayudar a los comunistas griegos a que emularan sus propios éxitos, y se veía también influido por los intereses yugoslavos en las disputadas regiones «eslavas» de la Macedonia griega. Pero Grecia se encontraba en la esfera de intereses occidental, como Churchill y posteriormente Truman habían explicitado con claridad. Stalin no tenía ningún interés en enzarzarse en una disputa con Occidente por causa de Grecia, un asunto para él secundario. Los comunistas griegos suponían ingenuamente que su levantamiento desencadenaría la ayuda soviética, e incluso tal vez la intervención de las fuerzas soviéticas, pero esta opción jamás se barajó. Por el contrario, Stalin no los consideraba más que como un grupo de indisciplinados aventureros embarcados en una causa perdida que probablemente provocarían la intervención estadounidense.
El desafiante apoyo de Tito a los insurgentes griegos molestó por tanto a Stalin, que justificadamente pensaba que sin la ayuda yugoslava todo el embrollo griego se habría resuelto mucho antes y de un modo pacífico[5] por sí solo, y le distanció aún más de su acólito de los Balcanes. Pero Tito no estaba incomodando a Stalin y avivando la irritación norteamericana sólo en el sur de los Balcanes. En Trieste y en la península de Istria, las ambiciones territoriales yugoslavas suponían un obstáculo para un acuerdo aliado sobre un Tratado de Paz italiano: cuando el Tratado se firmó por fin, en septiembre de 1947, el futuro de la región de Trieste quedó sin aclarar, y las tropas aliadas permanecieron acuarteladas allí para impedir que fuera tomada por los yugoslavos. En la vecina Carintia, la región más meridional de Austria, Tito estaba reclamando un acuerdo territorial a favor de Yugoslavia, mientras que Stalin prefería que la situación continuara sin resolverse (ya que esto representaba para los soviéticos la notable ventaja de permitirles mantener tropas en el este de Austria y también en Hungría).
La combinación del irredentismo yugoslavo y el fervor revolucionario partisano de Tito constituía por tanto una incomodidad cada vez mayor para Stalin. Según la Official British History of the Second World War (Historia oficial británica de la Segunda Guerra Mundial), en los círculos militares occidentales estaba muy extendida la opinión de que si después de mayo de 1945 estallaba una Tercera Guerra Mundial, sería en la región de Trieste. Pero a Stalin no le interesaba provocar una Tercera Guerra Mundial, y mucho menos por un recóndito rincón del nordeste de Italia. Tampoco le complacía ver a los comunistas italianos molestos por las impopulares ambiciones territoriales del vecino comunista de Italia.
Por todas estas razones, en el verano de 1947 Stalin se sentía de puertas para adentro profundamente irritado con Yugoslavia. Tampoco pudo haberle agradado ver la estación de ferrocarril de la capital búlgara cubierta de carteles de Tito tanto como de Stalin y Dimitrov, ni que los comunistas húngaros empezaran a hablar del modelo comunista yugoslavo (se dice que incluso el servil Rákosi se deshizo en alabanzas hacia Tito ante el propio Stalin durante una reunión celebrada en Moscú a finales de 1947). Tito no constituía sólo una fuente de conflictos diplomáticos para la Unión Soviética y sus relaciones con los aliados occidentales, sino que también causaba problemas dentro del propio movimiento comunista internacional.
Para los observadores externos, el comunismo era una única entidad política, conformada y dirigida desde el «centro», Moscú. Pero desde la perspectiva de Stalin las cosas eran más complicadas. Desde finales de la década de 1920 hasta el estallido de la guerra, Moscú había conseguido sin duda imponer su control sobre todo el movimiento comunista mundial, salvo China. Pero la guerra lo había cambiado todo. Durante su resistencia contra los alemanes, la Unión Soviética se había visto obligada a invocar el patriotismo, la libertad, la democracia y muchos otros objetivos «burgueses». El comunismo había perdido su carácter revolucionario y se había convertido, deliberadamente, en parte de una gran coalición antifascista. Por supuesto, ésta también había sido la táctica de los frentes populares anteriores a la guerra, pero en los años treinta Moscú había sido capaz de mantener un estrecho control sobre sus partidos extranjeros a través de la ayuda financiera, la intervención directa y el terror.
Durante la guerra, dicho control se había perdido, como simbolizó el cierre del Comintern en 1943. Y durante los primeros años de la postguerra no se recuperó del todo: el Partido Yugoslavo fue el único de Europa que llegó en realidad al poder sin la intervención soviética, pero en Italia y Francia el funcionamiento diario de los partidos comunistas, a pesar de su continuada lealtad hacia Moscú, se producía sin el consejo o la intervención exterior. En estos países, los líderes del partido no estaban al tanto de las intenciones de Stalin. Al igual que los checos, pero menos controlados aún por la URSS, perseguían lo que ellos describían como el «camino al socialismo» francés o italiano, trabajando junto a las coaliciones gubernamentales y considerando los objetivos nacionales y comunistas perfectamente compatibles.
Todo empezó a cambiar en el verano de 1947. Los ministros comunistas fueron expulsados de los gobiernos de Francia e Italia en mayo de 1947. Este hecho se produjo de forma algo inesperada, y Maurice Thorez, el líder comunista francés, continuó pensando durante algún tiempo que su partido pronto volvería a incorporarse a la coalición de gobierno; en el congreso del partido celebrado en junio de 1947 en Estrasburgo, a los que defendían una oposición acérrima los calificó de «aventureros». Los comunistas de Europa occidental no estaban seguros de cómo responder al Plan Marshall, y sólo a última hora aceptaron seguir el ejemplo de Stalin al rechazarlo. En general, las comunicaciones entre Moscú y sus partidos occidentales dejaban mucho que desear. Tras la salida del poder de los comunistas franceses, Andréi Zhdánov envió una carta confidencial a Thorez (con copia al líder comunista checo Gottwald, lo que resulta sin duda revelador) en la que decía: «Muchos piensan que las acciones de los comunistas franceses se efectuaban de acuerdo [con nosotros]. Usted sabe que esto no es cierto y que los pasos dados por ustedes constituyeron una absoluta sorpresa para el Comité Central».
Claramente, los comunistas occidentales se estaban quedando atrás. A las pocas semanas del envío de la carta a Thorez, el 2 de junio, Moscú establecía tratados comerciales con sus vecinos y satélites de la Europa del Este como parte de una reacción concertada contra el Plan Marshall y la amenaza que representaba para la influencia soviética en la región. La política de cooperación perseguida en Praga, París y Roma, y hasta entonces tácitamente aprobada por Stalin, fue reemplazada muy rápido por un retroceso a la estrategia de confrontación representada por la promulgación de la teoría de Zhdánov sobre los dos «bandos» irreconciliables.
Para poner en práctica el nuevo enfoque, Stalin convocó una reunión en Szklarska Poręba, en Polonia, para finales de septiembre de 1947. Entre los invitados a participar estaban los partidos comunistas de Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia, Yugoslavia, Francia, Italia y, por supuesto, la Unión Soviética. El propósito evidente de la reunión era crear el «Cominform», la Oficina de Información Comunista, la sucesora de la Internacional Comunista, cuya tarea sería «coordinar» la actividad comunista internacional y mejorar la comunicación entre Moscú y sus partidos satélites. Pero el verdadero objetivo tanto de la reunión como del Cominform (que sólo llegó a reunirse tres veces antes de desmantelarse en 1956) era restablecer el dominio soviético dentro del movimiento internacional.
Al igual que había hecho en el propio Partido Bolchevique veinte años antes, Stalin se proponía penalizar y desacreditar las desviaciones «derechistas». En Szklarska Poręba los representantes franceses e italianos fueron sometidos a lecciones paternalistas sobre estrategia revolucionaria, impartidas por los delegados yugoslavos Edvard Kardelj y Milovan Djilas, cuyo «izquierdismo» ejemplar fue distinguido con los elogios de Zhdánov y Malenkov, los delegados soviéticos. Los comunistas occidentales (junto con los representantes de los partidos checo y eslovaco, a quienes claramente también se dirigían las críticas) se quedaron bastante sorprendidos. La coexistencia pacífica, como la que ellos habían estado promoviendo con su política interior, había llegado a su fin. Se estaba formando un «bando democrático antiimperialista» (en palabras de Zhdánov), y se imponía seguir una nueva línea. De ahora en adelante, Moscú esperaba que los comunistas estuvieran más atentos y subordinaran las consideraciones locales a los intereses soviéticos.
A partir de Szklarska Poręba, en todas partes los comunistas empezaron a utilizar tácticas de confrontación: huelgas, manifestaciones, campañas contra el Plan Marshall y, en la Europa del Este, a acelerar la toma del poder. El Comité Central del Partido Comunista Francés se reunió en París el 29 y 30 de octubre de 1947 e inauguró oficialmente una campaña de denigración contra sus anteriores aliados socialistas. Los comunistas italianos tardaron algo más en realizar el cambio, pero en su congreso de enero de 1948, el Partido Comunista Italiano (PCI) adoptó también un «nuevo rumbo», cuyo objetivo seria la «lucha por la paz». Los comunistas europeos occidentales sufrieron sin duda las consecuencias, como la marginación de la política nacional y, en el caso italiano, la pérdida clamorosa de las elecciones generales de abril de 1948, en las que el Vaticano y la embajada de Estados Unidos intervinieron decisivamente a favor del bando anticomunista[6]. Pero no importaba. Según la teoría de los «dos bandos» de Zhdánov, los comunistas del bando occidental debían ocupar ahora un papel secundario, en la retaguardia.
Podría pensarse que el hiperrevolucionarismo de los yugoslavos, que hasta el momento había constituido un obstáculo para la diplomacia de Stalin, se convertiría a partir de entonces en una ventaja, y así lo pareció en Szklarska Poręba, donde el Partido Yugoslavo había adquirido un papel protagonista. Si bien es cierto que los delegados franceses, italianos y de otras nacionalidades no perdonaron jamás a los yugoslavos el condescendiente aire de superioridad y privilegio que adoptaron en Szklarska Poręba: tras la ruptura entre los comunistas soviéticos y yugoslavos, los comunistas del resto del mundo se sintieron encantados de poder condenar la «desviación titista» y apenas necesitaron del estímulo soviético para cubrir de oprobio y vergüenza a sus desgraciados camaradas de los Balcanes.
Pero, en cambio, las desavenencias entre Tito y Stalin se iniciaron con la condena de Stalin de la idea de la federación balcánica en febrero de 1948 y la cancelación de las relaciones comerciales soviéticas, seguidas de la retirada de Belgrado de los asesores militares y civiles soviéticos al mes siguiente. El desencuentro se agravó con una serie de comunicaciones y acusaciones formales en las que ambas partes afirmaban guiarse por las mejores intenciones, y culminó con la negativa de Tito a asistir a la segunda conferencia del Cominform, que iba a celebrarse próximamente. La escisión se consumó por tanto en dicha conferencia, el 28 de junio de 1948, con la resolución oficial de expulsar a Yugoslavia de la organización, por no reconocer el papel fundamental del Ejército Rojo y de la URSS en la liberación y la transformación socialista del país. Oficialmente, Belgrado fue acusada de llevar a cabo una política exterior nacionalista y aplicar una política interior errónea. De hecho, Yugoslavia pasó a representar el equivalente internacional a una «oposición de izquierdas» al monopolio del poder de Stalin, por lo que el conflicto se hizo inevitable: Stalin tenía que acabar con Tito para dejar suficientemente claro a los camaradas comunistas de éste que Moscú no iba a tolerar ninguna disensión.
Tito, por supuesto, no estaba acabado. Pero tanto él como su país eran más vulnerables de lo que parecían en aquel momento y, sin el creciente respaldo de Occidente, les hubiera sido muy difícil sobrevivir al boicot económico soviético (en 1948, el 46 por ciento del comercio yugoslavo se efectuaba con la Unión Soviética, cifra que se reduciría al 14 por ciento un año después) y a las verosímiles amenazas de intervención soviética. Los yugoslavos pagaron sin duda un alto precio simbólico por su obstinado y orgulloso comportamiento. A lo largo de los dos años siguientes, los ataques del Cominform se hicieron cada vez más incisivos. Según el bien surtido vocabulario vejatorio leninista, Tito pasó a ser calificado como «Tito el Judas y sus secuaces» o «el nuevo zar de los panserbios y de toda la burguesía yugoslava». Sus seguidores eran «despreciables traidores y mercenarios imperialistas», «siniestros heraldos de la guerra y la muerte, traidores belicistas y dignos herederos de Hitler». El Partido Comunista Yugoslavo fue declarado «una banda de espías, provocadores y asesinos», «perros atados por correas americanas, que roen los huesos imperialistas y ladran a favor del capital americano».
Resulta significativo que los ataques a Tito y sus seguidores coincidieran con el pleno esplendor del culto estalinista a la personalidad y con las purgas y los «juicios-espectáculo» de los años siguientes. Porque de lo que no cabe duda es de que Stalin consideraba a Tito una amenaza y un desafío, y que temía que provocara un efecto corrosivo en la fidelidad y la obediencia de otros regímenes y partidos comunistas. Con la insistencia del Cominform, en sus periódicos y publicaciones, sobre el «empeoramiento de la lucha de clases en la transición del capitalismo al socialismo», y en el «papel crucial» del partido, se corría el riesgo de recordarle a la gente que ésas habían sido precisamente las políticas del Partido Yugoslavo desde 1945. De ahí que dicha insistencia tuviera que ir siempre acompañada del énfasis en la lealtad a la Unión Soviética y a Stalin, el rechazo de todo camino «nacional» o «particular» hacia el socialismo y la necesidad de «redoblar la vigilancia». La segunda edad de hielo estalinista había comenzado.
Si Stalin se tomaba tanto trabajo en afirmar y reafirmar su autoridad en la Europa del Este, esto se debía en gran medida a que estaba perdiendo la iniciativa en Alemania[7]. El 1 de junio de 1948, los aliados occidentales, reunidos en Londres, hicieron públicos sus planes de establecer un Estado alemán occidental independiente. El 18 de junio se anunció una nueva moneda, el marco alemán (Deutsche Mark), que tres días después se puso en circulación (los billetes se habían impreso con el máximo secreto en Estados Unidos y transportado a Francfort escoltados por el ejército de Estados Unidos). El viejo Reichsmark se retiró como moneda de curso legal, a cada residente en Alemania se le permitió cambiar sólo cuarenta de ellos por los nuevos marcos, a un tipo del 1:1, y en adelante al 10:1. A pesar de su impopularidad inicial (dado que destruía los ahorros, elevaba los precios reales y ponía los productos fuera del alcance de la mayoría de la gente), la moneda fue rápidamente aceptada cuando las tiendas se llenaron de artículos que los agricultores y los comerciantes ahora estaban dispuestos a vender a precios fijos por un instrumento de cambio fiable.
El 23 de junio, las autoridades soviéticas respondieron con la emisión de un nuevo marco alemán del este y el corte de las líneas de ferrocarril que unían Berlín con la Alemania Occidental (tres semanas más tarde cerrarían también los canales). Al día siguiente, el gobierno militar occidental de Berlín bloqueó los esfuerzos soviéticos por extender la nueva zona oriental hacia Berlín Oeste, una cuestión de principios, dado que la ciudad de Berlín estaba bajo el poder de cuatro países, y la zona occidental no había sido considerada por tanto como parte de la Alemania del Este ocupada por los soviéticos. Cuando las tropas soviéticas estrecharon su control sobre el transporte de superficie de la ciudad, los gobiernos estadounidense y británico decidieron abastecer sus zonas por vía aérea, y el 26 de junio aterrizó en el aeropuerto de Tempelhof de Berlín (Oeste) el primer avión de transporte.
El puente aéreo con Berlín duró hasta el 12 de mayo de 1949. Durante aquellos once meses, los aliados occidentales enviaron más de 2,3 millones de toneladas de alimentos en 277.500 vuelos, lo que costó la vida a 73 aviadores aliados. El propósito de Stalin con el bloqueo de Berlín era obligar a Occidente a elegir entre abandonar la ciudad (aprovechándose de que en los protocolos de Potsdam no figuraba ninguna cláusula que garantizara por escrito el acceso de los aliados por superficie), o bien renunciar a sus planes de crear un Estado alemán occidental independiente. Esto era lo que en realidad quería Stalin, dado que Berlín nunca había supuesto para él más que una baza para la negociación, aunque al final no consiguió ninguno de los dos objetivos.
Los aliados occidentales no sólo consiguieron retener su parte de Berlín (en cierto modo para su propia sorpresa y la de los agradecidos berlineses), sino que el bloqueo soviético, y el inmediatamente posterior golpe de Praga, sólo sirvió para convencerlos aún más de la necesidad de seguir adelante con sus planes para Alemania Occidental, y para que la división del país resultara más aceptable para los propios alemanes. Francia se unió a la bizona en abril de 1949 para crear una única entidad económica de 49 millones de habitantes (frente a los sólo 17 millones de la zona soviética).
Como la mayoría de las iniciativas diplomáticas de Stalin, el bloqueo constituyó una improvisación, no parte de un plan de agresión calculado (pese a que en aquel momento difícilmente podía culparse a Occidente por no saberlo). Stalin no estaba dispuesto a ir a la guerra a causa de Berlín[8]. Por tanto, cuando el bloqueo fracasó, el líder soviético cambió de táctica. El 31 de enero de 1949 propuso públicamente levantar el bloqueo a cambio de que se aplazaran los planes para un Estado alemán occidental. Los aliados occidentales no tenían intención de hacer semejante concesión, pero acordaron convocar una reunión para discutir el asunto, y el 12 de mayo la Unión Soviética puso fin al bloqueo a cambio tan sólo de una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores programada para el 23 de mayo.
La conferencia se celebró conforme a lo previsto y duró un mes, pero, como era de esperar, no se llegó a ningún acuerdo. De hecho, apenas acababa de comenzar cuando el consejo parlamentario de Alemania Occidental aprobó la entrada en vigor de la «Ley Básica», en la que se establecía un gobierno alemán occidental; una semana después, Stalin respondió con el anuncio de sus planes para la creación de un Estado alemán complementario, formalmente establecido el 7 de octubre[9]. Cuando la conferencia se disolvió, el 20 de junio, el gobierno militar de Alemania Occidental había sido sustituido por el Alto Comisionado de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Había nacido la República Federal de Alemania, aunque los aliados se reservaban ciertos poderes de intervención e incluso el derecho a reasumir el control directo si lo juzgaban necesario. El 15 de septiembre de 1949, tras el éxito de su Partido Democratacristiano en las elecciones del mes anterior, Konrad Adenauer se convirtió en el primer canciller de la República.
La crisis de Berlín produjo tres resultados significativos. En primer lugar, condujo directamente a la creación de dos Estados alemanes, un resultado que ninguno de los aliados hubiera pretendido cuatro años antes. Para las potencias occidentales éste se había convertido en un objetivo atractivo y factible; de hecho, a pesar del tan cacareado deseo de una unificación alemana, nadie parecía tener ninguna prisa en que ésta se produjera. Como el primer ministro británico Harold Macmillan le respondió al presidente Charles de Gaulle nueve años después, cuando De Gaulle le preguntó qué opinaba de una Alemania unida: «En teoría. En teoría debemos apoyar siempre la reunificación. Con ello no se corre ningún peligro». Para Stalin, una vez se dio cuenta de que no podía competir con los aliados por la lealtad de los alemanes ni obligarlos a abandonar sus planes, un Estado comunista de Alemania del Este era el menos malo de los posibles resultados.
En segundo lugar, la crisis de Berlín comprometió por primera vez a Estados Unidos a contar con una importante presencia militar en Europa por un tiempo indefinido. Eso lo logró Ernest Bevin, el ministro de Asuntos Exteriores británico, ya que fue él el que instó a los norteamericanos a dirigir el puente aéreo con Berlín una vez que Marshall y el general Clay (comandante de las fuerzas de Estados Unidos en Berlín) le aseguraron que el riesgo merecía la pena. Los franceses estuvieron menos implicados en la crisis de Berlín, debido a que entre el 18 de julio y el 10 de septiembre de 1948 el país atravesó por una crisis política, sin una mayoría gobernante en la Asamblea Nacional.
Europa central y oriental después de la Segunda Guerra Mundial
Pero, en tercer lugar, y a consecuencia de los dos resultados anteriores, la crisis de Berlín condujo a una reevaluación de la estrategia militar occidental. Si Occidente tenía que proteger a sus clientes alemanes de la agresión soviética, sería necesario que se dotara a sí mismo de los medios para hacerlo. Al comienzo de la crisis de Berlín, los estadounidenses habían colocado estratégicamente unos bombarderos en Gran Bretaña, equipados para transportar bombas atómicas, de las cuales Estados Unidos tenía 56 en aquel momento. Pero Washington no tenía establecida una política sobre el uso de bombas atómicas (el propio Truman era especialmente reacio a considerar su utilización) y en el caso de un avance soviético la estrategia estadounidense en Europa todavía suponía la retirada del continente.
El replanteamiento militar comenzó con el golpe checo. Tras él, Europa entró en un periodo de creciente inseguridad en el que los rumores de guerra eran frecuentes. Incluso el general Clay, poco dado habitualmente a la hipérbole, compartía el miedo reinante: «Durante muchos meses, basándome en un análisis lógico, he creído y sostenido que la guerra era improbable, al menos por un periodo de diez años. Durante las últimas semanas he percibido un sutil cambio en la actitud soviética que no soy capaz de definir, pero que ahora me produce la sensación de que puede producirse de forma dramáticamente inesperada». Este era el ambiente cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó la legislación del Plan Marshall y los aliados europeos firmaron el Pacto de Bruselas el 17 de marzo de 1948. Sin embargo, el Pacto de Bruselas no era más que un tratado convencional a 50 años que comprometía a Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux a «colaborar con medidas de asistencia mutua en caso de una nueva agresión alemana», mientras que los políticos europeos iban tomando cada vez más conciencia de su indefensión ante la presión soviética. A este respecto seguían siendo tan vulnerables como siempre: como Dirk Stikker, el ministro de Asuntos Exteriores holandés, comentaría en retrospectiva: «En Europa sólo contábamos con el compromiso verbal del apoyo estadounidense del presidente Truman».
Fueron los británicos los que iniciaron un nuevo acercamiento hacia Washington. En un discurso pronunciado ante el Parlamento el 22 de enero de 1948, Bevin había expresado el compromiso de Gran Bretaña con sus vecinos continentales en una estrategia de defensa común, una «Unión Europea occidental», basándose en que las necesidades británicas en cuanto a seguridad no podían ya desligarse de las del continente, lo que representó una ruptura significativa con el pensamiento británico anterior. Esta Unión Europea occidental se inauguró oficialmente con el Pacto de Bruselas pero, como Bevin explicó a Marshall en un mensaje fechado el 11 de marzo, dicho acuerdo resultaría incompleto a menos que abarcara el concepto de la seguridad del Atlántico Norte en general, cuestión con la que Marshall simpatizaba al máximo, dado que precisamente en aquel momento Stalin estaba presionando considerablemente a Noruega para que firmara un pacto de «no agresión» con la Unión Soviética.
Por tanto, a instancias de Bevin, representantes británicos, estadounidenses y canadienses se reunieron en Washington para elaborar el borrador de un tratado para la defensa atlántica. El 6 de julio de 1948, diez días después del inicio del puente aéreo con Berlín e inmediatamente a continuación de la expulsión de Yugoslavia del Cominform, estas conversaciones se ampliaron a otros miembros del Pacto de Bruselas, entre ellos los franceses, a los que no les agradó mucho descubrir que una vez más los «angloamericanos» habían estado arreglando el mundo a sus espaldas. En abril del siguiente año, Estados Unidos, Canadá y diez Estados europeos ya habían acordado y suscrito la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
La OTAN constituyó un notable avance. Aún en 1947, pocos hubieran imaginado que Estados Unidos se comprometería con una alianza militar europea. De hecho, muchos congresistas estadounidenses se mostraban claramente reacios a aprobar el Artículo V del Tratado (por el que los miembros de la OTAN se comprometían a ayudarse mutuamente en caso de ataque), y si al final obtuvo el visto bueno del Congreso, tras tres meses de debate, fue porque se presentó como un pacto de defensa atlántica y no como una alianza euroamericana. En efecto, cuando Dean Acheson expuso la postura del Gobierno ante el Senado, tuvo buen cuidado de insistir en que Estados Unidos no efectuaría grandes despliegues de sus fuerzas de tierra en Europa.
Y en realidad ésa era la intención norteamericana. Si Estados Unidos se comprometió por primera vez a participar en una alianza europea fue porque muchos políticos de Washington veían la OTAN como en su momento habían visto el Plan Marshall: como un instrumento para ayudar a los europeos a sentirse mejor consigo mismos y a ocuparse de sus asuntos, en este caso, de su propia defensa. En sí misma, la OTAN no cambió en nada el equilibrio militar europeo: de las catorce divisiones destacadas en Europa occidental, sólo dos eran estadounidenses. Los aliados occidentales seguían siendo inferiores en número en una proporción de 12:1. Los jefes del Estado Mayor estadounidenses calculaban en 1949 que como mínimo hasta 1957 no habrían conseguido desplegar una defensa eficaz en el Rin. Cuando en la ceremonia de la firma del Tratado de la OTAN celebrada en el Constitutional Hall de Washington el 9 de abril de 1949 la orquesta interpretó el tema I’ve Got Plenty of Nothing (Tengo mucho de nada), la elección no pudo resultar más adecuada.
Sin embargo, las cosas se veían de un modo muy distinto desde el lado europeo. Los estadounidenses no le daban mucha importancia a las alianzas militares; pero los europeos, como Walter Bedell Smith advirtió a sus colegas del Departamento de Estado, «dan más importancia a un trozo de papel prometiendo apoyo que nosotros». Tal vez esto no resultara del todo sorprendente, dado que no contaban con nada más. Los británicos, al fin y al cabo, vivían en una isla. Pero los franceses, como todos los demás, seguían tan vulnerables como siempre: frente a los alemanes y ahora también frente a los rusos.
Por tanto, la OTAN revestía un doble interés para París: por un lado, situaba la línea de defensa contra los soviéticos más hacia el este que nunca hasta aquel momento, como Charles Bohlen señaló algunos meses antes de la firma del Tratado, «el único, por más que débil, elemento de confianza al que se aferran [los franceses] es al hecho de que las tropas norteamericanas, sea cual sea su número, se interpongan entre ellos y el Ejército Rojo». Y, por otro, y quizá aún más importante, constituía una especie de reaseguro contra el revanchismo alemán. De hecho, esta promesa de protección de la OTAN constituyó el único motivo por el que el gobierno francés, que todavía tenía muy presente el resultado de la Primera Guerra Mundial, concedió su aprobación a la creación de un Estado alemán occidental.
Así pues, los franceses abrazaron la OTAN como la garantía contra un resurgimiento de Alemania que no habían sido capaces de conseguir por medios diplomáticos durante los tres años anteriores. Los holandeses y los belgas también veían la OTAN como un impedimento frente a un futuro revanchismo alemán. Los italianos fueron incluidos con el fin de contribuir a reforzar el apoyo nacional a Alcide de Gasperi frente a las críticas comunistas. Los británicos consideraban el Tratado de la OTAN como un destacado logro en su lucha para mantener a Estados Unidos comprometido con la defensa europea. Y el gobierno de Truman presentó el acuerdo al Congreso y al pueblo estadounidense como una barrera contra la agresión soviética en el Atlántico norte. De ahí el célebre bon mot de Lord Ismay, que en 1952 asumió el cargo de primer secretario general de la OTAN: el propósito de la Organización del Tratado del Atlántico Norte era «mantener a los rusos fuera, a los norteamericanos dentro, y a los alemanes controlados».
La OTAN fue un farol. Como recordaba en sus memorias Denis Healey, futuro ministro de Defensa británico, «para la mayoría de los europeos, la OTAN no tenía valor a menos que sirviera para prevenir otra guerra, en la que no tenían el menor interés». La originalidad del Tratado residía no sólo en lo que podía conseguir, sino en lo que representaba: al igual que el Plan Marshall (y el Tratado de Bruselas, a partir del cual se originó), la OTAN ilustraba el cambio más significativo que se había producido en Europa (y Estados Unidos) a consecuencia de la guerra: una voluntad de compartir información y cooperar en materia de defensa, seguridad, comercio, normativa de divisas, y otras muchas cosas. Después de todo, un mando conjunto aliado en tiempo de paz representaba una ruptura insólita con todo lo anterior.
Pero la OTAN no emergió completa de los acuerdos de 1949. En la primavera de 1950, a Washington todavía le preocupaba cómo explicar a los franceses y otros europeos que la única esperanza realista para la defensa de Europa occidental consistía en rearmar a Alemania, una cuestión que incomodaba a todo el mundo y que se pensaba provocaría probablemente una respuesta impredecible por parte de Stalin. En todo caso, nadie quería gastar unos recursos preciosos en este rearme. La neutralidad, como alternativa a un enfrentamiento desigual, ejercía un atractivo cada vez mayor, tanto en Alemania como en Francia. Si la guerra de Corea no se hubiera iniciado en aquel preciso momento (una hipótesis verosímil, dado que a punto estuvo de no hacerlo), los caminos de la historia reciente de Europa hubieran sido muy distintos.
El apoyo de Stalin a la invasión de Corea del Sur protagonizada por Kim Il Sung el 25 de junio de 1950 fue el más grave de todos sus errores de cálculo. Los estadounidenses y los europeos occidentales extrajeron la (errónea) conclusión de que Corea constituía una especie de entremés o preludio, y que Alemania sería la siguiente, una inferencia estimulada por la imprudente jactancia de Walter Ulbricht al afirmar que la República Federal de Alemania sería la próxima en caer. La Unión Soviética había probado con éxito una bomba atómica sólo ocho meses antes, lo que llevó a los expertos militares a exagerar el grado de preparación de los soviéticos para la guerra; pero, incluso así, es prácticamente seguro que los incrementos del presupuesto solicitados en el documento 68 del Consejo de Seguridad Nacional (presentado el 7 de abril de 1950) no se hubieran aprobado de no haber sido por el ataque coreano.
El riesgo de una guerra europea se exageró en gran medida, aunque no era del todo inexistente. Stalin estaba considerando un posible ataque (a Yugoslavia, no a Alemania), pero abandonó la idea ante la perspectiva de un rearme occidental. Y al igual que Occidente malinterpretó el propósito soviético en el caso de Corea, también Stalin, puntualmente advertido por sus servicios de inteligencia del rápido rearme militar estadounidense que siguió, dedujo erróneamente que los estadounidenses albergaban agresivas intenciones respecto a su esfera de control de la Europa del Este. Pero ninguna de estas suposiciones y errores de cálculo resultaban evidentes en aquel momento, y los políticos y generales actuaban de la forma que creían mejor a partir de la escasa información de la que disponían y los precedentes anteriores.
La magnitud del rearme occidental fue realmente espectacular. El presupuesto de defensa estadounidense se elevó de 15.500 millones de dólares en agosto de 1950 a 70.000 millones en diciembre del año siguiente, tras la declaración del presidente Truman de un estado de emergencia nacional. En 1952-1953, el gasto de defensa consumió el 17,8 por ciento del PIB de Estados Unidos, comparado con sólo el 4,7 por ciento de 1949. En respuesta a la petición de Washington, los aliados de Estados Unidos en la OTAN también aumentaron su gasto en defensa: después de haber experimentado un constante descenso desde 1946, los costes de defensa de Gran Bretaña se incrementaron hasta casi el 10 por ciento del PIB en 1951-1952, a un ritmo superior incluso al del acelerado rearme de los años inmediatamente anteriores a la guerra. En todos los Estados miembros de la OTAN, el gasto en defensa alcanzó su cota máxima de la postguerra durante el periodo 1951-1953.
El impacto económico de este brusco aumento de la inversión militar tampoco había tenido precedentes hasta el momento. Especialmente Alemania se vio inundada de pedidos de maquinaria, herramientas, vehículos y otros productos que la República Federal estaba en la situación más idónea para suministrar, sobre todo teniendo en cuenta que los alemanes occidentales tenían prohibido fabricar armas y podían concentrarse por tanto en todo lo demás. Sólo la producción de acero de Alemania Occidental, 2,5 millones de toneladas en 1946 y 9 millones de toneladas en 1949, ascendió a casi 15 millones de toneladas en 1953. El déficit del dólar con Europa y el resto del mundo descendió en un 65 por ciento en el curso de un solo año, mientras Estados Unidos gastaba enormes sumas en el extranjero, en armas, reservas de equipamiento, emplazamientos militares y tropas. La FIAT de Turín consiguió sus primeros contratos norteamericanos para el apoyo terrestre de sus aviones (un contrato que la embajada de Estados Unidos en Roma instó al gobierno de Washington a firmar).
Pero no todas las noticias económicas fueron buenas. El gobierno británico se vio obligado a derivar parte del gasto público dedicado a los servicios de asistencia social para satisfacer sus compromisos de defensa, una decisión que dividió al Partido Laborista y que contribuyó a su derrota en las elecciones de 1951. El coste de la vida en Europa occidental subió a medida que el gasto gubernamental se fue traduciendo en un aumento de la inflación (en Francia, el índice de precios al consumo se elevó hasta el 40 por ciento en dos años a raíz del inicio de la guerra de Corea). Los europeos occidentales, que apenas habían empezado a cosechar los beneficios de la ayuda Marshall, no estaban evidentemente en condiciones de sostener durante mucho tiempo lo que venía a ser una economía de guerra, como reconoció la Ley de Seguridad Mutua de 1951 al proceder a la cancelación efectiva del Plan Marshall y su transformación en un programa de asistencia militar. A finales de 1951, Estados Unidos estaba transfiriendo casi 5.000 millones de ayuda militar a Europa occidental.
De este modo, la OTAN pasó de constituir un estímulo psicológico para aumentar la confianza europea a convertirse en un compromiso militar de la máxima importancia que, recurriendo a los aparentemente ilimitados recursos de la economía estadounidense, comprometía a los estadounidenses y sus aliados a forjar un periodo de paz basado en la acumulación sin precedentes de recursos bélicos humanos y materiales. El general Eisenhower regresó a Europa como comandante en jefe de las fuerzas aliadas, y el cuartel general y las dependencias administrativas de los aliados se instalaron en Bélgica y en Francia. La Organización del Tratado del Atlántico Norte constituía ya, sin lugar a dudas, una alianza. Su principal cometido consistía en lo que los planificadores militares denominaron la «defensa avanzada» de Europa, esto es, el enfrentamiento con el Ejército Rojo en mitad de Alemania. Para llevar a cabo esta tarea, el Consejo de la OTAN acordó en una reunión celebrada en Lisboa en febrero de 1952 que la alianza debía desplegar al menos noventa y seis divisiones en un plazo de dos años.
Pero a pesar de la magnitud y el constante aumento de la presencia militar, sólo había un medio para que la OTAN pudiera cumplir sus objetivos: el rearme de Alemania Occidental. Gracias a Corea, los norteamericanos se habían visto obligados a suscitar esta delicada cuestión (formalmente planteada por primera vez por Dean Acheson en una reunión de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en septiembre de 1950), a pesar de la reticencia inicial del propio presidente Truman. Por un lado, a nadie le agradaba la idea de poner armas en manos de los alemanes sólo cinco años después de la liberación de Europa; por otro, y de forma análoga a la situación provocada por las dificultades económicas de la bizona de apenas tres años antes, había algo perverso en gastar miles de millones de dólares para defender a los alemanes occidentales de un ataque ruso sin pedirles algún tipo de contribución por su parte. Y si Alemania iba a convertirse, como algunos ya preveían, en una especie de paragolpes y futuro campo de batalla, no podía ignorarse el riesgo de granjearse la antipatía alemana y alentar sentimientos neutralistas.
Moscú, por supuesto, no iba a aceptar de buen grado el rearme de Alemania Occidental. Pero a partir de 1950, las susceptibilidades soviéticas no constituían ya una cuestión prioritaria. Los británicos, por más que a pesar suyo, no veían otra opción que la de encontrar la manera de armar a Alemania manteniéndola a la vez bajo el firme control de los aliados. Eran los franceses los que siempre se habían opuesto de forma más rotunda a poner armas en manos de los alemanes, y desde luego Francia no había entrado en la OTAN para ver cómo ésta se convertía en el paraguas protector para la remilitarización alemana. Francia consiguió bloquear y retrasar el rearme de Alemania hasta 1954. Pero mucho antes de esta fecha, la política francesa había empezado ya a experimentar una notable transformación, que permitió a París aceptar con cierta ecuanimidad una limitada recuperación de Alemania. Contrariada y frustrada por haber pasado a ser la menor de las grandes potencias, Francia se embarcó en una nueva vocación como promotora de una nueva Europa.
La idea de una unión europea, de un tipo u otro, no era nueva. El siglo XIX había sido testigo de diversas y más o menos exitosas uniones arancelarias dentro de la Europa central y Occidental, e incluso antes de la Primera Guerra Mundial se habían entablado ocasionalmente conversaciones idealistas en las que se planteaba que el futuro de Europa residía en el acercamiento entre sus dispares partes integrantes. Fue precisamente la Primera Guerra Mundial la que, lejos de disipar estas entusiastas ideas, parece que por el contrario las dotó de mayor fuerza: como insistía Aristide Briand, estadista francés y a la vez entregado autor de pactos y propuestas europeas, había llegado el momento de superar las rivalidades pasadas y pensar como europeos, hablar como europeos y sentirse europeos. En 1924 el economista francés Charles Gide se sumó a otros signatarios de todas partes de Europa para fundar el Comité Internacional para la Unión Aduanera Europea. Tres años después, un subsecretario del Foreign Office británico se confesaría «asombrado» del grado de interés que la idea «paneuropeista» había despertado en el continente.
En un orden de cosas más prosaico, la Gran Guerra había conseguido de una forma peculiar que franceses y alemanes llegaran a entender mejor su dependencia mutua. Una vez que remitieron los problemas de la postguerra y París hubo abandonado sus infructuosos esfuerzos por conseguir las indemnizaciones alemanas por la fuerza, Francia, Alemania, Luxemburgo, Bélgica y la (entonces autónoma) región del Sarre firmaron en septiembre de 1926 un Pacto del Acero de alcance internacional, dirigido a regular su producción y evitar la capacidad excesiva. Aunque a este pacto se sumaron al año siguiente Checoslovaquia, Austria y Hungría, no fue en todo caso más que un cártel al estilo tradicional; pero el primer ministro alemán Gustav Stresemann ciertamente vio en él el embrión de futuros acuerdos transnacionales. Y no fue el único.
Al igual que otros ambiciosos proyectos de la década de 1920, el Pacto del Acero apenas sobrevivió a la crisis de 1929 y la subsiguiente depresión económica. Pero sirvió para reconocer un hecho que en 1919 ya estaba claro para los magnates del acero franceses: que la industria del acero de Francia, que había duplicado su tamaño a consecuencia de la recuperación de Alsacia-Lorena, dependería en grado sumo del coque y el carbón alemán y que, por tanto, sería necesario encontrar un modo de establecer una colaboración a largo plazo. La situación resultaba igualmente obvia para los alemanes, y cuando los nazis ocuparon Francia en 1940 y llegaron a un acuerdo con Pétain sobre un sistema de pagos y entregas que equivalía a la utilización forzosa de los recursos franceses para los esfuerzos bélicos alemanes, fueron muchos los que, por parte de ambos bandos, vieron en esta «colaboración» francoalemana el germen de un nuevo orden económico «europeo».
Así, Pierre Pucheu, un veterano administrador de Vichy que más tarde sería ejecutado por la Francia Libre, ideó un orden europeo de postguerra en virtud del cual las barreras aduaneras quedaban eliminadas y una sola economía europea englobaría a todo el continente, con una moneda única. La idea de Pucheu, compartida por Albert Speer y otros muchos, representaba una especie de actualización del sistema continental napoleónico auspiciada por Hitler, y atrajo a una joven generación de burócratas y técnicos del continente que había experimentado la frustración de la política económica de la década de 1930.
Lo que dotaba de un atractivo especial a dichos proyectos era que generalmente se presentaban como fruto de un interés compartido, paneuropeista, y no como proyectos promovidos por las agendas y los intereses particulares de cada país. Eran «europeos», no alemanes o franceses, y fueron muy admirados durante la guerra por aquellos que se empeñaban con desesperación en creer que la ocupación nazi tendría que producir algún beneficio. El hecho de que los propios nazis aparentemente hubieran unificado, en un sentido técnico, gran parte de Europa, eliminando fronteras, expropiando bienes, integrando redes de transporte, etcétera, hacía la idea aún más viable. Y el atractivo de una Europa liberada por fin de su pasado y sus mutuos antagonismos tampoco resultaba indiferente en el extranjero. Cuatro años después de la derrota nazi, en octubre de 1949, George Kennan confesaría a Dean Acheson que aunque podía entender la aprensión ante la creciente importancia de Alemania en los asuntos de la Europa occidental, «a menudo me pareció, durante la guerra, que el nuevo orden de Hitler no tenía nada de malo salvo que era de Hitler».
El comentario de Kennan se realizó en privado. En público, pocos estaban dispuestos a expresar, después de 1945, ninguna opinión positiva sobre el nuevo orden implantado en tiempo de guerra, cuya ineficacia y mala fe Kennan subestimó considerablemente. Por supuesto, la cuestión de la cooperación económica intraeuropea no sufrió ninguna merma; Jean Monnet, por ejemplo, siguió creyendo después de la guerra, al igual que en 1943, que para disfrutar de «prosperidad y progreso social […] los Estados de Europa debían formar […] una “entidad europea”, que los convertiría en una unidad». Y también había entusiastas del «Movimiento para la Unidad Europea» fundado en 1947 a instancias de Churchill.
Winston Churchill había sido un precoz e influyente defensor de algún tipo de asamblea europea. El 21 de octubre de 1942 escribió a Anthony Eden: «Debo admitir que mis pensamientos se fundamentan principalmente en Europa, en el resurgimiento de la gloria de Europa […] sería una catástrofe de proporciones inconmensurables que el bolchevismo ruso borrara la cultura y la independencia de los antiguos Estados europeos. Por difícil que hoy resulte decirlo, confío en que la familia europea pueda actuar unida, como una única entidad, bajo la presidencia de un Consejo de Europa». Pero las circunstancias políticas de la postguerra parecían poco propicias para estos ideales. Lo más que cabía esperar era la creación de una especie de fórum para el diálogo europeo, que es lo que se propuso en un Congreso del Movimiento para la Unidad Europea celebrado en La Haya en mayo de 1948. El «Consejo de Europa» nacido a partir de esta propuesta fue inaugurado en Estrasburgo en mayo de 1949 y celebró su primera reunión allí mismo en agosto de aquel año; en él participaron delegados de Gran Bretaña, Irlanda, Francia, los países del Benelux, Italia, Suecia, Dinamarca y Noruega.
El Consejo no tenía ningún poder ni autoridad, ni tampoco ningún estatus legal, legislativo o ejecutivo. Sus «delegados» no representaban a nadie. Su principal valor residía en el mero hecho de su existencia, aunque en noviembre de 1950 promulgó una «Convención Europea de Derechos Humanos» que adquiriría una importancia cada vez mayor a lo largo de las siguientes décadas. Como el propio Churchill había reconocido en un discurso pronunciado en Zúrich el 19 de septiembre de 1946, «el primer paso para la reconstrucción de la familia europea debe ser la asociación entre Francia y Alemania». Pero en estos primeros años de la postguerra, los franceses, como ya hemos visto, no estaban dispuestos a contemplar dicha asociación.
Sin embargo, sus pequeños vecinos del norte avanzaban mucho más rápido. Incluso antes de que acabara la guerra, los gobiernos en el exilio de Bélgica, Luxemburgo y Holanda firmaron el «Acuerdo del Benelux», que eliminaba las barreras arancelarias y con la vista puesta en la libre circulación del trabajo, el capital y los servicios entre sus países. La Unión Aduanera del Benelux entró en vigor el 1 de enero de 1948, y a raíz de ella los países del Benelux, Francia e Italia mantuvieron algunas poco sistemáticas conversaciones informales para extender el alcance de dicha cooperación. Pero todos estos proyectos a medio gestar de una «Pequeña Europa» se desmoronaron bajo el peso del problema alemán.
Todos estaban de acuerdo, tal y como concluyeron los negociadores del Plan Marshall en julio de 1947 en París, en que la «economía alemana debería integrarse en la economía de Europa de manera que contribuyera a elevar el nivel general de vida». La cuestión era cómo hacerlo. Alemania Occidental, incluso después de convertirse en un Estado en 1949, no estaba orgánicamente vinculada al resto del continente, salvo a través de los mecanismos del Plan Marshall y la ocupación aliada, ambos temporales. La mayoría de los europeos occidentales seguían viendo a Alemania como una amenaza más que como un socio. Los holandeses siempre habían sido económicamente dependientes de Alemania (antes de 1939, el 48 por ciento de las ganancias «invisibles» de Holanda procedían del comercio alemán que pasaba por los puertos y canales holandeses), por lo que la revitalización económica de Alemania era crucial para ellos. Pero en 1947 sólo el 29 por ciento de la población holandesa tenía una imagen «amistosa» de los alemanes y para Holanda era importante que una Alemania económicamente recuperada fuera a la vez política y militarmente débil. Esta visión era fervientemente compartida en Bélgica. Ninguno de los dos países podía contemplar un acuerdo con Alemania a menos que se viera equilibrado por la tranquilizadora participación de Gran Bretaña.
La salida de este punto muerto se produjo gracias a los acontecimientos internacionales que tuvieron lugar en 1948-1949. Con el golpe de Praga, el acuerdo sobre el Estado alemán, el bloqueo de Berlín y los planes para la OTAN, algunos estadistas franceses como Georges Bidault y Robert Schuman vieron con claridad que Francia debía replantearse su visión respecto a Alemania. Ahora iba a existir una entidad política alemana occidental que incluiría al Ruhr y Renania, y a quedar sólo la región del Sarre temporalmente separada del cuerpo principal de Alemania, aunque el carbón de la región del Sarre no era apto para su procesamiento. ¿Cómo podían los recursos de esta nueva República Federal limitarse y al mismo tiempo utilizarse en beneficio de los franceses?
El 30 de octubre de 1949 Dean Acheson convenció a Schuman para que Francia tomara la iniciativa de incorporar al nuevo Estado de Alemania Occidental dentro de los asuntos europeos. Los franceses eran perfectamente conscientes de la necesidad de hacer algo (como Jean Monnet recordaría más adelante a Georges Bidault, Estados Unidos promovería sin duda que la nueva e independiente Alemania Occidental aumentara su producción de acero, lo cual probablemente conduciría a una saturación del mercado, que obligaría a Francia a proteger su propia industria del acero y desencadenaría de este modo una reanudación de las guerras comerciales). Como vimos en el capítulo III, el propio plan de Monnet y, con él, la reactivación de Francia, dependía de la resolución satisfactoria de este dilema.
Fue en estas circunstancias cuando Jean Monnet propuso al primer ministro francés lo que luego la historia daría en llamar el «Plan Schuman», que constituiría una verdadera revolución diplomática a pesar de tardar cinco años en elaborarse. En esencia, era muy simple. En palabras de Schuman, «el gobierno francés propone que toda la producción de carbón y acero francogermana quede bajo una Alta Autoridad conjunta, dentro del marco de una organización que también se abriría a la participación de otros países de Europa». Más que un cártel del carbón y del acero, pero todavía lejos, muy lejos de constituir un anteproyecto de la integración europea, la propuesta de Schuman representaba una solución práctica al problema que había atenazado a Francia desde 1945. Según el plan de Schuman, la Alta Autoridad tendría la potestad de fomentar la competencia y determinar la política de precios, la inversión directa y la compra y venta en nombre de los países participantes. Pero, sobre todo, asumiría el control del Ruhr y otros recursos vitales alemanes y evitaría que estuviera en manos exclusivamente alemanas. Representaba, por tanto, una solución europea al problema francés.
Robert Schuman anunció su Plan el 9 de mayo de 1950, e informó a Dean Acheson el día de la víspera. Los británicos no recibieron una notificación previa. El Quai d’Orsay encontró en ello una dulce satisfacción: era la primera de una larga serie de pequeñas represalias contra las decisiones angloamericanas que se habían tomado sin consultar a París. La más reciente de ellas había sido la decisión unilateral de Gran Bretaña de devaluar la libra esterlina un 30 por ciento sólo ocho meses antes, y notificarlo previamente sólo a Estados Unidos, con lo que obligó al resto de los países europeos a hacer lo mismo[10]. Irónicamente, fue este aviso sobre los riesgos de la búsqueda del propio interés y la no comunicación entre los Estados europeos el que llevó a Monnet y otros a empezar a pensar en la solución que ahora proponían.
El gobierno alemán enseguida acogió calurosamente la propuesta de Schuman, y con razón: en su respuesta a Schuman, un complacido Adenauer declaraba que «este plan del gobierno francés dota a las relaciones entre nuestros dos países, que amenazaban con paralizarse por la desconfianza y la reserva, de un nuevo impulso hacia una cooperación constructiva». O, como explicó más llanamente a sus ayudantes: «Das ist unser Durchbruch», éste es un gran avance para nosotros. Por primera vez, la República Federal de Alemania ingresaba en una organización internacional en términos de igualdad con otros Estados independientes y a partir de ahora quedaría vinculada a una alianza occidental, como Adenauer deseaba.
Los alemanes fueron los primeros en ratificar el Plan Schuman. Italia y los países del Benelux hicieron lo mismo, si bien los holandeses se mostraron un tanto reacios al principio a comprometerse sin contar con la participación británica. Pero los británicos declinaron la invitación de Schuman y, sin Gran Bretaña, no había posibilidad de que los escandinavos firmaran tampoco. De modo que fueron solamente seis los Estados de Europa occidental que en abril de 1951 firmaron el Tratado de París por el que quedaba fundada la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA).
Tal vez merezca la pena pararse a considerar un aspecto de la Comunidad que en aquel momento no pasó inadvertido. Los seis ministros que firmaron el Tratado de 1951 pertenecían a los partidos democratacristianos de sus respectivos países. Los tres jefes de Estado de los tres Estados miembros más importantes, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer y Robert Schuman procedían de las regiones limítrofes de sus países: De Gasperi del Trentino, al nordeste de Italia, Adenauer de Renania y Schuman de la Lorena. Cuando De Gasperi nació, y durante buena parte de su vida adulta, el Trentino formaba parte del imperio austrohungaro, y él cursó sus estudios en Viena. Schuman creció en una Lorena que había sido incorporada al imperio alemán. En su juventud, al igual que Adenauer, había pertenecido a asociaciones católicas, de hecho las mismas a las que el renano había pertenecido diez años antes. Cuando se reunían, los tres conversaban en alemán, su lengua común.
Para los tres, así como para sus colegas democratacristianos del bilingüe Luxemburgo, la bilingüe y multicultural Bélgica y Holanda, un proyecto de cooperación europea tenía sentido tanto desde el punto de vista cultural como económico, ya que, como era lógico, lo consideraban como una contribución para superar la crisis de la civilización que había sacudido a la cosmopolita Europa de su juventud. La común procedencia de regiones limítrofes de sus respectivos países, donde las identidades habían sido múltiples y las fronteras fungibles, hacía que a Schuman y sus colegas no les inquietara especialmente la perspectiva de llegar a algún tipo de fusión de la soberanía nacional. Los seis países miembros de la CECA habían visto su soberanía ignorada y pisoteada recientemente, durante la guerra y la ocupación: les quedaba poca soberanía que perder. Y su común preocupación cristianodemócrata por la cohesión social y la responsabilidad colectiva les hacía sentirse cómodos con la idea de una «Alta Autoridad» transnacional que ejerciera un poder ejecutivo en aras de un bien común.
Pero, más al norte, la perspectiva era bastante distinta. En las tierras protestantes de Escandinavia y Gran Bretaña (o desde la óptica protestante de un alemán del norte como Schumacher), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero conllevaba cierto tufillo a incienso autoritario. Tage Erlander, el primer ministro socialdemócrata sueco, que ocupó el puesto desde 1948 a 1968, en realidad atribuía su propia ambivalencia respecto a la entrada de su país a la aplastante mayoría católica de la nueva Comunidad. Kenneth Younger, anterior asesor de Bevin, anotó en su diario el 14 de mayo de 1950 (cinco días después de conocer el Plan Schuman) que aunque en general estaba a favor de la integración económica de Europa, las nuevas propuestas podían constituir «por otro lado, […] un paso más hacia la consolidación de la “internacional negra” católica a la que siempre he creído una fuerza motriz que estaba detrás del Consejo de Europa». En aquel momento, este punto de vista no resultaba extremista, ni tampoco infrecuente.
La CECA no era una «internacional negra». Ni siquiera constituía en realidad una fuerza económica especialmente influyente, dado que la Alta Autoridad nunca ejerció el tipo de poder que Monnet pretendía. En su lugar, como muchas de las otras innovaciones internacionales de aquellos años, proporcionaba el espacio psicológico para que Europa avanzara con una renovada confianza en sí misma. Como Adenauer explicó a Macmillan diez años después, la CECA ni siquiera era en realidad una organización económica (y Gran Bretaña, en su opinión, había obrado correctamente manteniéndose al margen de ella). No era un proyecto para la integración europea, salvo en las fantasías de Monnet, sino más bien el mínimo común denominador del interés mutuo europeo en el momento de su firma. Se trataba de un vehículo político bajo un disfraz económico, un instnimento para superar la hostilidad francogermana.
Entre tanto, los problemas que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero debía solucionar empezaron a resolverse por sí solos. En el último cuarto de 1949, la República Federal de Alemania recuperó los niveles de producción industrial de 1936; a finales de 1950 los había superado en una tercera parte. En 1949, la balanza comercial de Alemania Occidental con Europa se basaba en la exportación de materias primas (básicamente carbón). Un año después, en 1950, dicha balanza comercial era negativa, dado que Alemania estaba consumiendo sus propias materias primas para abastecer a la industria local. En 1951, la balanza volvía a ser positiva, y así permanecería durante muchos años, gracias a la exportación alemana de productos manufacturados. A finales de 1951, las exportaciones alemanas habían crecido hasta seis veces por encima del nivel de 1948, y el carbón alemán, los productos acabados y el comercio, estaban alimentando un renacimiento económico europeo (de hecho, a finales de la década de 1950, Europa occidental sufrió los efectos de un exceso de carbón). En qué medida todo ello es atribuible a la CECA es objeto de algunas dudas; fue Corea, y no Schuman, la que llevó la maquinaria industrial de Alemania Occidental a alcanzar sus cotas máximas. Pero, al final, no importaba mucho cuál fuera la causa.
Si la Comunidad Europea del Carbón y del Acero no era tan importante como se pretendía (si el compromiso francés con los organismos supranacionales era simplemente un mecanismo para controlar a una Alemania de la que los franceses seguían desconfiando, y si el boom económico europeo apenas tenía nada que ver con la actuación de la Alta Autoridad, cuyo impacto en la competencia, el empleo y los precios era mínimo), ¿por qué entonces se negaban los británicos a unirse a ella? ¿Y por qué parecía importar tanto que se mantuvieran al margen?
Los británicos no tenían nada contra una unión aduanera europea; de hecho, estaban bastante a favor de ella, al menos para el resto de los europeos. Lo que los incomodaba era la idea de un poder ejecutivo encarnado en la institución de una Alta Autoridad, aun cuando sólo estuviera capacitada para intervenir en la producción y los precios de ambos productos. Durante algún tiempo, Londres se había expresado claramente al respecto: en 1948, cuando Bevin debatió con el gabinete ministerial de trabajo las propuestas norteamericanas para una futura Organización de Cooperación Económica Europea, su principal preocupación consistía en que «el control efectivo estuviera en manos de las delegaciones nacionales […] para evitar que el secretariado (o un presidente “independiente”) pudiera actuar por su cuenta […] En ningún caso la organización podría dar instrucciones a los miembros individuales».
Esta renuencia británica a renunciar a cualquier tipo de control nacional era evidentemente incompatible con el propósito de Monnet con la CECA. Pero los británicos veían la CECA como un sutil ariete continental para introducirse en los asuntos británicos, cuyas implicaciones resultaban aún más peligrosas por lo poco claras. Como Bevin le explicó a Acheson al justificar la negativa británica a participar: «Cuando están en juego cuestiones de tan vital importancia, no podemos comprar la casa sin verla, y no me cabe la menor duda de que si los americanos se hubieran visto en una situación similar habrían pensado lo mismo». O, como expresó a sus ayudantes en términos más coloristas: «Si abres esa caja de Pandora, no se sabe qué caballos de Troya pueden salir de ella».
Parte de los motivos británicos eran económicos. La economía británica, especialmente la parte que dependía del comercio, parecía vivir una situación bastante más saneada que la de sus vecinos del continente. En 1947, las exportaciones británicas representaban, en valor, la suma de las exportaciones de Francia, Italia, Alemania Occidental, los países del Benelux, Noruega y Dinamarca juntas. Mientras los Estados europeos occidentales de la época comerciaban principalmente unos con otros, Gran Bretaña mantenía un comercio extenso con el mundo entero: de hecho, en 1950, el comercio de Gran Bretaña con Europa era muy inferior al de 1913.
Por tanto, a los ojos de los funcionarios británicos, el país tenía más que perder que ganar si se comprometía a participar en unos acuerdos económicamente vinculantes con países cuyas perspectivas parecían bastante inciertas. Un año antes de la propuesta de Schuman, la posición del Reino Unido, expresada en privado por los altos funcionarios, era que «la cooperación económica con Europa no representa para nosotros ninguna ventaja a largo plazo. En el mejor de los casos, constituiría una sangría para el país. Y, en el peor, podría dañar gravemente nuestra economía». Ya ello habría que añadir la inquietud por parte del Partido Laborista ante el hecho de unirse a unos acuerdos continentales que podrían limitar su libertad de implantar unas políticas «socialistas» nacionales, unas políticas que estaban estrechamente ligadas a los intereses corporativos de los viejos sindicatos industriales que habían fundado el Partido Laborista cincuenta años antes: como el primer ministro en funciones Herbert Morrison explicó al gabinete en 1950, cuando se consideró (si bien por poco tiempo) la invitación de Schuman: «No nos conviene, no podemos hacerlo, los mineros de Durham no lo consentirán».
Y además estaba la Commonwealth. En 1950 la Commonwealth británica abarcaba grandes extensiones de África, el sur de Asia, Australasia y las Américas, la mayoría todavía en manos británicas. Los territorios coloniales desde Malasia hasta la Costa del Oro (Ghana) eran contribuyentes netos y tenían cuantiosas sumas en Londres, las célebres «reservas en libras esterlinas». La Commonwealth constituía una fuente esencial de materias primas y alimentos, y, además, la Commonwealth (o el imperio, como la mayor parte de la gente lo seguía llamando) era clave para la identidad nacional británica, o así lo parecía por aquel entonces. Para la mayoría de los políticos, resultaba a todas luces imprudente (aparte de prácticamente imposible) conseguir que Gran Bretaña se integrara en ningún sistema continental que separara al país de esta otra dimensión de su existencia.
Gran Bretaña, por tanto, era parte de Europa pero también de una comunidad imperial anglófona de carácter mundial. Los ciudadanos británicos tendían a mostrarse ambivalentes respecto a América, a la que desde la distancia percibían como un «paraíso de esplendor para los consumidores» (Malcolm Bradbury), en comparación con su vida mucho más constreñida, pero a la vez la odiaban por esta misma razón. Sin embargo, sus gobiernos continuaban haciendo profesión de fe en lo que más adelante se denominaría la «relación especial» entre ambos países. En cierta medida, esto obedecía a la presencia que tuvo Gran Bretaña en la «mesa de negociaciones» durante la guerra, como una de las tres grandes potencias tanto en Yalta como en Potsdam, y en su tercer puesto en la clasificación de las potencias nucleares, ocupado a raíz de la exitosa prueba de una bomba británica realizada en 1952. También respondía a la estrecha colaboración que ambos países habían mantenido durante la propia guerra. Y, un poco, al peculiar sentido de la superioridad británico hacia un país que les había desplazado de la cúspide imperial[11].
Los norteamericanos se sentían frustrados por la renuencia de Gran Bretaña a unir su destino al del resto de Europa, y además irritados por la insistencia de Gran Bretaña en preservar su estatus imperial. Sin embargo, la postura de Londres respondía a otras causas aparte de sus vanas ilusiones imperialistas o su empecinamiento. Gran Bretaña, como Jean Monnet reconocería más tarde en sus memorias, no había sido invadida ni ocupada: «No tenía necesidad de exorcizar su historia». Los británicos vivieron la Segunda Guerra Mundial como un momento de reconciliación nacional y de convergencia, más que como un doloroso desgarro del tejido del Estado y la nación, que era como se recordaba al otro lado del Canal. En Francia la guerra había dejado al descubierto todo lo que de malo había en la cultura política de la nación; en Gran Bretaña, parecía que había servido para confirmar todo lo que sus instituciones y costumbres nacionales tenían de positivo. Para la mayoría de los británicos, la Segunda Guerra Mundial se había librado entre Alemania y Gran Bretaña, y los británicos habían salido triunfantes y fortalecidos de ella[12].
Este sentimiento de flemático orgullo derivado de la capacidad del país para sufrir, soportar y finalmente vencer, había deslindado a Gran Bretaña del continente. Por otra parte, también conformó la cultura política del país durante los años de la postguerra. En las elecciones de 1945, los laboristas obtuvieron una clara victoria parlamentaria por primera vez en su historia que, como hemos visto, les permitió llevar adelante un gran número de nacionalizaciones y reformas sociales que culminaron en el establecimiento del primer Estado universal de bienestar del mundo. Las reformas gubernamentales fueron en general muy populares, a pesar de desencadenar pocos cambios en los hábitos y preferencias más arraigados de la nación. Según J. B. Priestley escribió en julio de 1949 en la revista New Statesman, «somos una monarquía socialista que constituye en realidad el último monumento al liberalismo».
La política doméstica de la Gran Bretaña de la postguerra se dedicó por completo a asuntos de justicia social y a las reformas institucionales que ésta requería. En gran medida esto se debió a los sucesivos fracasos de los gobiernos anteriores a la hora de solucionar las desigualdades sociales; la tardía reconducción del debate hacia la necesidad urgente de aumentar el gasto público en salud, educación, transporte, vivienda, pensiones, etcétera, muchos la interpretaron como una bien merecida recompensa a los recientes sacrificios realizados por el país. Pero significaba también que la mayoría de los votantes británicos (y numerosos miembros del Parlamento) no tenían idea en absoluto de lo pobre que era su país y lo que les había costado ganar la épica contienda contra Alemania.
En 1945 Gran Bretaña era insolvente. La movilización de los británicos fue más intensa y más larga que la de cualquier otro país: en 1945,10 millones de hombres y mujeres estaban empleados en las fuerzas armadas o en la industria armamentística, de una población activa de 21,5 millones de adultos. En lugar de adaptar los esfuerzos bélicos de Gran Bretaña a los limitados recursos del país, Winston Churchill se había jugado el todo por el todo: pidió prestado a los norteamericanos y vendió el patrimonio británico en el extranjero para mantener el flujo de dinero y material destinado a la guerra. En palabras de un ministro de Hacienda británico de la época de la guerra, estos años vieron cómo «Gran Bretaña pasaba de ser el principal país acreedor del mundo al más endeudado». El coste de la Segunda Guerra Mundial fue para Gran Bretaña el doble que el de la Primera; el país perdió una cuarta parte de su riqueza nacional.
Esto explica las recurrentes crisis monetarias que el país atravesó durante la postguerra, mientras se afanaba por pagar sus enormes deudas en dólares a partir de una renta que se había visto drásticamente reducida, y es también una de las razones por las que el Plan Marshall apenas tuvo ningún impacto en la inversión o la modernización industrial: el 97 por ciento de los fondos de contrapartida (en mayor medida que ningún otro concepto) se utilizaron para pagar la inmensa deuda del país. Estos problemas ya hubieran sido de por sí suficientemente graves para cualquier país europeo de tamaño medio en las difíciles circunstancias económicas de la Gran Bretaña de la postguerra; pero en este caso se veían además gravemente exacerbados por el alcance global de las responsabilidades imperiales británicas.
El coste que suponía para Gran Bretaña mantenerse como una gran potencia se había incrementado notablemente desde 1939. El gasto del país en todas las actividades militares y diplomáticas acometidas durante los años 1934-1938 ascendía a 6 millones de libras anuales. En 1947, el gobierno presupuestó, sólo en gasto militar, 209 millones de libras. En julio de 1950, en vísperas de la guerra de Corea, esto es, antes de producirse el incremento en gastos de defensa que siguió al estallido de la guerra, Gran Bretaña tenía una flota naval completa en el Atlántico, otra en el Mediterráneo y una tercera en el océano Índico, además de otra permanente destacada en China. El país mantenía también 120 escuadrones de la Royal Air Force en todo el mundo y ejércitos completos o parciales emplazados en Hong Kong, Malasia, el Golfo Pérsico y norte de África, Trieste y Austria, Alemania Occidental y el propio Reino Unido. Por otra parte, su cuerpo diplomático y sus servicios de inteligencia estaban repartidos por todo el mundo, así como su funcionariado colonial, que representaba una considerable carga burocrática y administrativa por sí sola, a pesar de haberse visto reducida recientemente por la salida de Gran Bretaña de la India.
La única forma de pagar que el país tenía en estas circunstancias tan extremadamente difíciles era que los británicos se autoimpusieran unas restricciones y se sometieran de manera voluntaria a unas condiciones de penuria que darían lugar a la tan comentada característica de aquellos años: la orgullosa y victoriosa Gran Bretaña parecía en cierto modo más austera, pobre, gris y lúgubre que cualquiera de las otrora derrotadas, ocupadas y ultrajadas tierras del otro lado del mar. Todo estaba racionado, restringido, controlado. El editor y ensayista Cyril Connolly, cuyo fuerte hay que reconocer que no era el optimismo, en todo caso captó perfectamente el espíritu de la época en una comparación realizada entre Estados Unidos y Gran Bretaña en abril de 1947:
Aquí el ego está a medio gas; la mayoría de nosotros no somos hombres y mujeres sino miembros de una inmensa, sórdida, exhausta y sobrelegislada clase neutra, con nuestras monótonas ropas, nuestros libros e historias de asesinatos racionados, nuestra envidiosa, rígida y anticuada indiferencia: un pueblo agobiado por las preocupaciones. Y el símbolo de este estado de ánimo es Londres, actualmente la más grande, triste y sucia de todas las grandes capitales del mundo, con sus kilómetros y kilómetros de casas a medio pintar, a medio habitar, con sus restaurantes de carnes a la brasa sin carne, sus bares sin cerveza, sus antaño animados barrios ahora despojados de personalidad, sus plazas carentes de elegancia […] sus multitudes deambulando con sus raídas gabardinas alrededor de los sucios muebles de mimbre pintado de verde de las cafeterías, bajo un cielo permanentemente gris y encapotado que parece un cubreplatos de metal.
Fue la era de la austeridad. Para aumentar las exportaciones del país (y conseguir así las vitales divisas extranjeras) casi todo estaba racionado o sencillamente no disponible: la carne, el azúcar, la ropa, los coches, la gasolina, los viajes al extranjero e incluso las golosinas. El racionamiento del pan, que nunca había tenido que utilizarse durante la guerra, se introdujo en 1946 y no se abandonó hasta julio de 1948. El gobierno celebró ostentosamente una «hoguera de controles» el 5 de noviembre de 1949, por la que numerosas restricciones quedaron abolidas, pero muchos de estos controles tuvieron que volver a imponerse cuando hubo que volver a apretarse el cinturón con la guerra de Corea, y el racionamiento de alimentos básicos siguió aplicándose en Gran Bretaña hasta 1954, mucho después que en el resto de Europa. Las escenas callejeras de la Inglaterra de la postguerra hubieran resultado familiares a los ciudadanos del bloque soviético; así lo expresaba un ama de casa inglesa al recordar aquellos años: «Había colas para todo, sabe, aunque no supieras para qué era una cola […] te ponías en ella, porque sabías que al final de la cola había algo».
Los británicos demostraron una notable tolerancia respecto a sus privaciones, en parte por la creencia de que al menos eran compartidas por igual en toda la comunidad, aunque la frustración acumulada a causa del racionamiento y los controles, y el aire de puritano paternalismo que envolvía a algunos ministros laboristas (especialmente al ministro de Hacienda, sir Stafford Cripps), contribuyó a la recuperación electoral de los conservadores en la década de 1950. La sensación de que no había otra solución y de que el gobierno sabía lo que tenía que hacer convirtió a la primera generación de la Inglaterra de la postguerra, como describió el novelista David Lodge al evocar su juventud, en «cautelosa, insegura, agradecida por cualquier pequeñez y modesta en sus ambiciones», en claro contraste con la generación siguiente. Pero entonces las pequeñeces no parecían tan pequeñas. Como Sam Watson, el veterano líder del sindicato de mineros de Durham, recordaba en la conferencia anual del Partido Laborista de 1950: «La pobreza se ha erradicado. El hambre es algo desconocido. Los enfermos reciben asistencia. Se cuida de los ancianos, y nuestros hijos crecen en una tierra llena de oportunidades».
La sociedad británica siguió manteniendo sus diferencias y su división de clases, y el Estado del bienestar, como hemos visto, benefició sobre todo a las «clases medias». Pero la renta y la riqueza sí se redistribuyeron a consecuencia de la legislación de la postguerra: la proporción de la riqueza nacional en manos del 1 por ciento más rico de la población descendió del 56 por ciento en 1938 a un 43 por ciento en 1954; y la desaparición efectiva del desempleo marcó un contraste optimista con la desalentadora situación de la década anterior a la guerra. Entre 1946 y 1948,150.000 británicos emigraron a Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y muchos más aún se planteaban seguir sus pasos, pero, a partir de 1951, empezó aparecer como si lo peor de los años de la austeridad ya hubiera pasado, y el país se regaló a sí mismo el optimista espectáculo de un «Festival de Gran Bretaña» con el que celebró el centenario de la Gran Exposición del Príncipe Alberto de 1851.
Los sentimientos de aquel momento quedan perfectamente plasmados en la película documental realizada en 1951 por Humphrey Jennings, Family Portrait (Retrato de familia). Ya el título apunta uno de los rasgos distintivos del país: ningún realizador de documentales francés, italiano, alemán o belga lo hubiera utilizado. La película constituye una celebración del hecho de ser inglés, adornado profusamente por el recuerdo compartido del sufrimiento y la gloria de la reciente guerra, y está teñida de un orgullo por las peculiaridades nacionales que sólo en parte cabría calificar de artificioso. En ella se destaca la ciencia y el progreso, el diseño y el trabajo. Y en ningún momento se hace referencia a ninguno de los vecinos o aliados de Inglaterra (sic). El país se representa en 1951 tal y como realmente estaba en 1940: solo.
En 1828 el poeta alemán Heinrich Heine realizó el ya conocido comentario de que «rara vez los ingleses, en sus debates parlamentarios, expresan un principio. Se limitan a discutir la utilidad o inutilidad de una cosa, y presentar datos a favor o en contra». Los británicos rechazaron la invitación de Robert Schuman en 1950 por lo que ellos entendían como la inutilidad de participar en un proyecto económico europeo y por el rechazo que ya hacía tiempo venían sintiendo hacia los enredos continentales. Pero la decisión británica de mantenerse al margen de la CECA era sobre todo instintiva, psicológica e incluso emocional, fruto de la absoluta peculiaridad de la reciente experiencia británica. Como Anthony Eden resumiría ante una auditorio neoyorquino en enero de 1952, «esto es algo que instintivamente sabemos que no podemos hacer».
La decisión no era definitiva; pero en aquel momento resultó ser fatídica. En ausencia de Gran Bretaña (y, por consiguiente, de los escandinavos), el poder de la «pequeña Europa» occidental recayó por defecto en Francia. Actuando como lo hubieran hecho los británicos en otras circunstancias, los franceses fabricaron una «Europa» a su propia imagen, y modelaron sus instituciones y sus políticas a partir de precedentes franceses. En aquel momento fueron los europeos continentales y no los británicos los que expresaron su contrariedad por el rumbo que estaban tomando las cosas. Muchos destacados líderes europeos deseaban fervientemente que Gran Bretaña se uniera a ellos. Como Paul-Henri Spaak, el estadista belga y europeo, señaló retrospectivamente en tono pesaroso, «este liderazgo moral habría sido vuestro si lo hubierais pedido». Monnet también reflexionaría más adelante sobre lo diferentes que habrían sido las cosas si Gran Bretaña hubiera tomado la iniciativa en un momento en el que su autoridad aún era absolutamente indiscutida. Cierto es que, diez años más tarde, los británicos volverían a pensárselo. Pero en la postguerra europea diez años era mucho tiempo y, para entonces, la suerte ya estaba echada.