Epílogo
Desde la casa de los muertos. Un ensayo sobre memoria europea
contemporánea
El mal será el problema fundamental de la vida intelectual de postguerra en Europa, del mismo modo que la muerte se convirtió en el problema fundamental después de la última guerra.
HANNAH ARENDT, 1945
Olvidar, incluso llegaría a decir que los errores históricos, es un factor esencial para la creación de una nación; así, el progreso de los estudios históricos supone con frecuencia un peligro para la identidad nacional… La esencia de una nación es que los individuos tienen muchas cosas en común y también que han olvidado muchas otras.
ERNEST RENAN
Todo el trabajo histórico sobre los acontecimientos de este periodo tendrá que realizarse o abordarse teniendo en cuenta lo sucedido en Auschwitz… Aquí alcanza su límite cualquier pretensión de historiar.
SAUL FRIEDLANDER
Para los judíos, según Heinrich Heine, el bautismo es «el certificado de entrada en Europa». Pero eso era en 1825, cuando se entraba en el mundo moderno a costa de renunciar al opresivo patrimonio de la diferencia y el aislamiento judíos. Hoy en día, el precio de entrada en Europa ha cambiado. En un irónico giro que Heine —con sus proféticas alusiones a los «tiempos salvajes y oscuros que avanzan retumbando hacia nosotros»— habría apreciado mejor que nadie, los que habrían de convertirse en europeos de pleno derecho a comienzos del siglo XXI debían primero asumir un nuevo legado, mucho más opresivo. Hoy día, la referencia europea pertinente no es el bautismo. Es el exterminio.
En la actualidad, el reconocimiento del holocausto es el billete de entrada en Europa. En 2004 el presidente polaco Kwaśniewski —tratando de cerrar un doloroso capítulo del pasado de su nación y de poner a Polonia al mismo nivel que sus socios de la Unión Europea— reconoció oficialmente los sufrimientos de los judíos polacos en tiempo de guerra, entre ellos su victimización a manos de los propios polacos. Al año siguiente, hasta Iliescu, presidente saliente de Rumania, haciendo una concesión a los deseos de entrar en la Unión Europea de su país, se vio obligado a reconocer lo que él y sus colegas se habían esforzado por negar durante tanto tiempo: que Rumania también había participado en la eliminación de los judíos de Europa.
Sin duda, hay otros criterios para entrar plenamente en la familia europea. La constante negativa de Turquía a reconocer el «genocidio» de su población armenia en 1915 será un impedimento para su solicitud de adhesión, del mismo modo que Serbia continuará languideciendo a las puertas de Europa hasta que su clase política asuma su responsabilidad por los asesinatos masivos y otros crímenes cometidos durante las guerras de Yugoslavia. Pero la razón de que esta clase de delitos conlleve ahora ese componente político —y la razón de que «Europa» se haya atribuido la responsabilidad de conseguir que se les preste atención y de definir a los «europeos» como personas que se fijan realmente en ellos— radica en el hecho de que son ejemplos parciales (anterior y posterior, respectivamente) del crimen por antonomasia: el intento por parte de un grupo de europeos de exterminar a todos los miembros de otro grupo de europeos en el continente, en un momento que aún figura en la memoria de los vivos.
La «solución final [de Hitler] para el problema judío» en Europa no sólo ha aportado elementos cruciales a la jurisprudencia internacional de postguerra como los relativos al genocidio o a los crímenes contra la humanidad. También señala la categoría moral (y en ciertos países europeos también la jurídica) de quienes se pronuncian al respecto. Negar o menospreciar la shoah —el holocausto— es situarse al margen del discurso civilizado público. Esto explica que los políticos tradicionales rehuyan, en la medida de lo posible, la compañía de demagogos como Jean-Marie Le Pen. Hoy en día, el holocausto es mucho más que otro hecho innegable de un pasado que los europeos ya no pueden fingir que no existe. Mientras Europa se prepara para dejar atrás la Segunda Guerra Mundial —mientras se inauguran los últimos monumentos y se homenajea a los pocos combatientes que aún sobreviven— la memoria recuperada de los judíos europeos muertos se ha convertido en la propia definición y garantía de la restaurada humanidad del continente. No siempre fue así.
Lo que les ocurrió a los judíos europeos no tuvo nada de misterioso. El hecho de que alrededor de seis millones fueran asesinados durante la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente reconocido a los pocos meses de terminada la contienda. Los escasos supervivientes, ya fuera en los campos de desplazados o en sus países de origen, implícitamente daban fe del número de muertos. De los 126.000 judíos desalojados de Austria, sólo 4.500 regresaron después de la guerra. En Holanda, donde antes de la guerra había 140.000 judíos, 110.000 fueron deportados, y de ellos ni siquiera 5.000 regresaron. En Francia, de los 76.000 judíos deportados entre 1940 y 1944 (la mayoría nacidos fuera del país), sobrevivieron menos del tres por ciento. Más al este, las cifras eran aún peores: de la población judía de Polonia anterior a la guerra, que superaba los tres millones, el 97,5 por ciento fue exterminada. En la propia Alemania, en mayo de 1945 quedaban sólo 21.450 de los 600.000 judíos del país.
Los que quedaron y volvieron no fueron muy bien recibidos. Después de años de propaganda antisemita, las poblaciones locales de todo el continente no sólo estaban dispuestas a culpar a los semitas, en abstracto, de su propio sufrimiento, sino que lamentaban claramente asistir al retorno de hombres y mujeres de cuyos empleos, posesiones y pisos se habían apropiado. El 19 de abril de 1945, en el distrito 4 de París, cientos de personas se manifestaron para protestar porque, a su regreso, un deportado judío había tratado de reclamar su piso (ocupado). Antes de ser disuelta, la concentración degeneró prácticamente en un altercado, con la multitud gritando «La France aux français!» [«¡Francia para los franceses!»]. Sin duda, el venerable filósofo católico francés Gabriel Marcel no habría recurrido a ese lenguaje. Pero no le avergonzó escribir unos pocos meses después, en el periódico Témoignage Chrétien, sobre la «altanera presunción de los judíos» y su ansia por «hacerse con todo».
Poco podía sorprender que la futura ministra del Gobierno francés Simone Weil afirmara lo siguiente a su regreso de Bergen-Belsen: «Teníamos la sensación de que nuestras vidas no contaban; y, sin embargo, habíamos quedado tan pocos». En Francia (al igual que en Bélgica) resistentes deportados que habían sobrevivido y ahora regresaban, fueron tratados como héroes: salvadores del honor de la nación. Pero los judíos, deportados no por su filiación política sino por su raza, no eran útiles para ese propósito. En cualquier caso, De Gaulle (al igual que Churchill) se mostró curiosamente ciego ante la concreción racial de las víctimas de Hitler, interpretando el nazismo, por el contrario, dentro del contexto del militarismo prusiano. En Núremberg, el fiscal francés François de Menthon se sentía incómodo con el propio concepto de «crímenes contra la humanidad», y durante todo el proceso no hizo ninguna alusión ni a la deportación ni al asesinato de los judíos[1].
Casi tres años después, un editorial de Le Monde del 11 de enero de 1948, titulado «Los supervivientes de los campos de la muerte», se las arreglaba para referirse conmovedoramente a los «doscientos ochenta mil deportados, veinticinco mil supervivientes» sin mencionar ni una vez la palabra «judío». Según la legislación aprobada en 1948, el término deportés sólo podía aplicarse a los ciudadanos o residentes franceses deportados por razones políticas o por resistirse al ocupante. No se establecía diferencia alguna respecto al campo al que algunos fueron enviados, ni a su destino al llegar al mismo. En consecuencia, en los documentos oficiales, los niños judíos que fueron encerrados en trenes y enviados a Auschwitz para ser gaseados eran calificados de «deportados políticos». De este modo, con mordaz pero no pretendida ironía, esos niños, en su mayoría hijos e hijas de judíos nacidos en el extranjero y forzosamente separados de sus padres por gendarmes franceses, fueron conmemorados en los documentos y las placas como «caídos por Francia»[2].
En el Parlamento belga de la postguerra, los partidos católicos se opusieron a que se abonara indemnización alguna a los «judíos detenidos simplemente por motivos raciales» que, en su mayoría, según se insinuó, probablemente fueran contrabandistas. De hecho, en Bélgica la exclusión de los judíos de cualquier prestación postbélica fue aún más lejos. Como el 95 por ciento de los judíos deportados del país eran de otras nacionalidades o apátridas, una ley de postguerra determinó que —a menos que también hubieran luchado en movimientos de resistencia organizados— aquéllos supervivientes que hubieran acabado en Bélgica después de la contienda no tendrían derecho a solicitar ninguna ayuda pública. En octubre de 1944, las autoridades de Bélgica atribuían automáticamente la nacionalidad «alemana» a cualquier superviviente judío que hubiera en el país y que no pudiera demostrar su ciudadanía belga. En teoría, esto acababa con cualquier diferencia «racial» de la época bélica, pero, de facto, también convertía a los judíos supervivientes en extranjeros enemigos susceptibles de ser internados y cuyas propiedades podían ser embargadas (y no devueltas hasta enero de 1947). Además, esas resoluciones tenían la ventaja de señalar a esos judíos como posibles candidatos a retornar a Alemania, ahora que ya no estaban amenazados por la persecución nazi.
En Holanda, donde, según el periódico resistente Vrij Nederland, los propios nazis se habían quedado perplejos ante la prontitud con que los ciudadanos y líderes civiles del país habían participado en su propia humillación, a los pocos judíos que regresaron se les mostró claramente que no eran bienvenidos. Así, una de ellos, Rita Koopman, recordaba que a su vuelta la acogieron diciendo: «Habéis vuelto muchos. Estaréis contentos de no haber estado aquí, ¡con el hambre que hemos pasado!». De hecho, los holandeses sufrieron enormemente durante el llamado «invierno del hambre» de 1944 a 1945 y las muchas casas desalojadas por judíos deportados, especialmente en Ámsterdam, fueron una valiosa fuente de madera y de otros suministros. Pero pese a que durante la guerra los oficiales holandeses cooperaran con entusiasmo en la identificación y captura de los judíos del país, las autoridades de postguerra —sin problemas de conciencia— no se sintieron obligadas a compensarlos en modo alguno. Por el contrario, vanagloriándose en cierto modo de su actitud, se empeñaron en rechazar cualquier distinción racial o de otra índole entre los ciudadanos holandeses y así sumergieron a los judíos que había perdido el país en un anonimato y una invisibilidad retrospectivos. Durante los años cincuenta, los primeros ministros católicos holandeses llegaron incluso a negarse a participar en la construcción de un monumento internacional en Auschwitz, tachándolo de «propaganda comunista».
Está claro que en Europa oriental nunca se planteó realmente el reconocimiento del sufrimiento de los judíos, y desde luego tampoco la posibilidad de indemnizarlos. En los años de la primera postguerra, a los judíos de esta zona lo que más les preocupaba era seguir con vida. Witold Kula, un polaco no judío, escribió en agosto de 1946 acerca de un viaje en tren desde Łódź hasta Wrocław en el que había presenciado cómo se burlaban de una familia judía: «El intelectual polaco medio no se da cuenta de que hoy día en Polonia un judío no puede conducir un coche, no se arriesga a montarse en un tren, no se atreve a enviar a su hijo a una excursión escolar, no puede viajar a localidades apartadas, incluso prefiere las ciudades grandes a las de tamaño medio y sabe que no es aconsejable darse un paseo después del anochecer. Habría que ser un héroe para seguir viviendo en esas condiciones después de seis años de tormento».
Después de la derrota de Alemania, muchos judíos de Europa oriental mantuvieron su estrategia de supervivencia en tiempo de guerra: la de esconder su identidad judía a sus colegas, vecinos e incluso a sus propios hijos, mezclándose lo mejor que podían con el mundo de postguerra y recuperando al menos la apariencia de normalidad. No sólo fue así en el Este. En Francia, aunque había leyes nuevas que prohibían la retórica abiertamente antisemita de la vida pública de preguerra, el legado de Vichy se mantenía. Los tabúes de la generación posterior todavía no habían calado y conductas que con el tiempo estarían mal vistas seguían siendo aceptables. Al igual que en los años treinta, la izquierda tampoco se libró. En 1948 el parlamentario comunista Arthur Ramette llamó la atención sobre ciertos destacados políticos judíos —Léon Blum, Jules Moch, René Mayer— para contrastarlos con los diputados de su propio partido: «Nosotros los comunistas sólo tenemos nombres franceses» (afirmación que era tan indecorosa como falsa).
En esas circunstancias, la mayoría de los judíos se enfrentaba a una descarnada alternativa: la de partir (hacia Israel, una vez que se constituyó el país, o a Estados Unidos, después de que se abrieran sus puertas en 1950), o guardar silencio y, en la medida de lo posible, ser invisible. No hay duda de que muchos sintieron un deseo arrollador de hablar y de dar su testimonio. En palabras de Primo Levi, a él le dominaba un «absoluto y patológico impulso narrativo», que le llevaba a escribir sobre lo que acababa de sufrir. Pero hasta la propia suerte de Levi resulta reveladora. Cuando en 1946 llevó la historia de su reclusión en Auschwitz, Se questo è un uomo [Si esto es un hombre], a Einaudi, principal editor de izquierdas de Italia, se la rechazaron de plano: el relato sobre persecución y pervivencia de Levi, que comienza con su deportación por ser judío, no por ser resistente, no encajaba con las edificantes narraciones de la resistencia nacional antifascista.
Se questo è un uomo lo acabó publicando una pequeña editorial con una pequeña tirada de dos mil quinientos ejemplares, que en su mayoría quedaron como saldos en un almacén de Florencia y que se destruyeron veinte años después en las grandes inundaciones que sufrió la ciudad. Las memorias de Levi no se publicaron en el Reino Unido hasta 1959, y su versión inglesa, If This Is a Man, no vendió más que unos cuantos cientos de ejemplares (la edición estadounidense, bajo el título de Survival in Auschwitz [Supervivencia en Auschwitz], tampoco comenzó a venderse bien hasta veinte años después). Gallimard, la más prestigiosa editorial francesa, se resistió durante mucho tiempo a comprar los derechos de ninguna obra de Levi; sólo después de su muerte, ocurrida en 1987, comenzaron a ser reconocidas en Francia tanto su obra como la relevancia de la misma. De este modo, Primo Levi, al igual que su temática, fueron prácticamente inaudibles durante muchos años: nadie los escuchaba. En 1955 el escritor apuntó que hablar de los campos se había convertido en algo descortés: «Se corre el riesgo de ser acusado de hacerse la víctima o de exhibición impúdica». Giuliana Tedeschi, otra superviviente italiana de Auschwitz, incidía en el mismo asunto: «He conocido a gente que no quiere saber nada, porque los italianos, después de todo, también sufrieron, hasta los que no fueron a los campos… Solían decir “Por el amor de Dios, ya terminó”, así que durante mucho tiempo guardé silencio»[3].
El holocausto no se debatió públicamente ni siquiera en el Reino Unido. Del mismo modo que para los franceses el campo de concentración más representativo era el de Buchenwald, con sus bien organizados comités de prisioneros políticos comunistas, en la Gran Bretaña de postguerra el símbolo del campo nazi no era Auschwitz, sino Bergen-Belsen (liberado por las tropas británicas) y los esqueléticos supervivientes que fueron filmados y mostrados en noticiarios cinematográficos al final de la guerra no solían identificarse con judíos[4]. Después de la guerra, los judíos del Reino Unido también preferían con frecuencia no llamar la atención, guardándose sus recuerdos. Jeremy Adler, al escribir en 1996 sobre su infancia en Inglaterra como hijo de supervivientes de los campos, recordaba que aunque en casa no era tabú hablar del holocausto, fuera de ella el asunto seguía estando prohibido: «Mis amigos podían presumir de que su padre había luchado con Monty en el desierto [el general británico Bernard Law Montgomery]. Las experiencias de mi padre eran innombrables. Hasta hace poco no había lugar para ellas. En el Reino Unido, el ciclo público que va desde la represión hasta la obsesión tardó unos cincuenta años en recorrerse»[5].
Con el paso del tiempo, lo que más sorprende es el carácter universal del desinterés. El holocausto judío no sólo se dejó de lado en lugares en los que había realmente buenas razones para no pensar en él —en sitios como Austria (que, constituyendo sólo una décima parte de la Alemania de preguerra, proporcionó a los campos uno de cada dos guardias) o Polonia—; sino también en Italia —donde gran parte de la nación no tenía razones para avergonzarse a este respecto— o en el Reino Unido, país en el que, por otra parte, los años de la contienda se recordaban con orgullo e incluso con cierta nostalgia. Está claro que el rápido inicio de la Guerra Fría tuvo que ver en ello[6]. Pero también había otras razones. Para la mayoría de los europeos, la Segunda Guerra Mundial no había tenido que ver con los judíos (salvo en la medida en que se los culpó de ella) y cualquier insinuación en el sentido de que el sufrimiento judío pudiera reclamar un lugar de honor molestaba profundamente.
El holocausto sólo era una de las muchas cosas que la gente quería olvidar: «En los años de vacas gordas posteriores a la guerra […] los europeos se refugiaron en la amnesia colectiva» (Hans-Magnus Enzensberger). Entre sus cesiones a la administración fascista y a las fuerzas ocupantes, su colaboración con los organismos y gobernantes de la época bélica, y sus íntimas humillaciones, penalidades materiales y tragedias personales, millones de europeos tenían sus propias buenas razones para alejarse del pasado reciente o para recordar modificando el recuerdo. Lo que el historiador francés Henry Rousso denominaría posteriormente «síndrome de Vichy» —la dificultad de reconocer, durante décadas, lo que había ocurrido realmente durante la guerra y el deseo arrollador de bloquear la memoria o de convertirla en algo útil que no corroyera los frágiles vínculos de la sociedad de postguerra— no fue algo en absoluto exclusivo de Francia.
Todos los países ocupados de Europa desarrollaron su propio «síndrome de Vichy». Por ejemplo, las privaciones sufridas por los italianos en tiempo de guerra, tanto en casa como en los campos de prisioneros, desviaron la atención pública de los sufrimientos que los italianos causaron a otras personas, en lugares como los Balcanes o en las colonias africanas del país. Las historias que se contaron a sí mismos holandeses o polacos sobre la guerra mantuvieron la propia imagen nacional durante décadas: los holandeses, en concreto, dieron un gran valor a su imagen de nación que se había resistido, olvidando lo mejor que pudieron que las Waffen SS tuvieron veintitrés mil voluntarios en el país, que constituyeron el contingente más nutrido de Europa occidental. Hasta Noruega había digerido en cierto modo el recuerdo de que, antes o después de abril de 1940, más del diez por ciento de los oficiales de su ejército se habían integrado voluntariamente en el Nasjonal Samling [Unión Nacional] de Vidkun Quisling. Pero mientras que la liberación, la resistencia y los deportados —incluso derrotas heroicas como la de Dunquerque o el levantamiento de Varsovia de 1944— podían ser de alguna utilidad para constituir mitos nacionales compensatorios, el holocausto no tenía nada de «utilizable»[7].
En ciertos sentidos, para los alemanes fue más fácil enfrentarse a la magnitud de su crimen y asumirlo. Por supuesto, no inicialmente: ya hemos visto cómo falló el proceso de «desnazificación». La enseñanza de la historia en los inicios de la República Federal se detenía en el Imperio guillermino. Con la rara excepción de un hombre de Estado como Kurt Schumacher, que ya en junio de 1947 advirtió a sus compatriotas de que más les valdría «hablar por una vez sobre los judíos de Alemania y del mundo», los personajes públicos alemanes de los cuarenta y cincuenta lograron evitar cualquier referencia a la «solución final». El escritor estadounidense Aldred Kazin comentaba que, en 1952, para sus alumnos de Colonia «la guerra había terminado. No había que mencionarla. Mis alumnos no decían ni una palabra sobre la guerra». Cuando los alemanes occidentales volvían la vista atrás era para recordar sus propios sufrimientos: en encuestas realizadas a finales de los cincuenta, para la inmensa mayoría la ocupación aliada de la postguerra era «la peor época de sus vidas».
Como ya habían pronosticado algunos observadores en 1946, los alemanes lograron distanciarse de Hitler: evitaron tanto el castigo como la responsabilidad moral dando al mundo un chivo expiatorio: el Führer. En realidad, existía un considerable resentimiento por lo que Hitler había ocasionado, pero por el daño que había hecho recaer sobre los alemanes, no por lo que él y los alemanes habían hecho a otros. Para muchos germanos de esos años, tomar como blanco a los judíos no había sido tanto el principal crimen de Hitler como su mayor error: en una encuesta de 1952, casi dos de cada cinco adultos de la República Federal no dudaron en indicar a los encuestadores que pensaban que era «mejor» para Alemania no tener judíos en su territorio.
La relativa ausencia de recordatorios cercanos de las atrocidades nazis facilitaba esa clase de actitudes; y es que los dirigentes hitlerianos habían situado los principales campos de exterminio lejos del «Viejo Reich». La proximidad, por sí misma, tampoco garantizaba la existencia de sensibilidad alguna. El hecho de que Dachau fuera un suburbio de Múnich, al que se podía acceder en tranvía, no fomentó en la localidad, por sí solo, la comprensión de lo ocurrido: en enero de 1948 el Parlamento bávaro votó por unanimidad la conversión del campo nazi en un Arbeitslager; un campo de trabajo para «elementos adversos al trabajo y asociales». Como señaló Hannah Arendt al visitar Alemania en 1950: «Por todas partes se percibe la falta de reacción ante lo ocurrido, pero es difícil precisar si esto se debe al rechazo internacional a hacer duelo o si expresa una auténtica incapacidad emocional». En 1955, un tribunal de Fráncfort absolvió a un tal doctor Peters, director general de una empresa que había suministrado gas Zyklon-B a las SS, aduciendo que no había «pruebas suficientes» de que hubiera sido utilizado para matar a deportados.
Sin embargo, al mismo tiempo, los alemanes eran los únicos de Europa que no podían negar lo que habían hecho a los judíos. Podían evitar mencionarlo; podían insistir en sus propios sufrimientos; podían trasladar la culpa a un «puñado» de nazis. Pero no podían dejar de lado la responsabilidad del asunto atribuyendo a otros el crimen de genocidio. Hasta Adenauer, aunque en público se limitaba a expresar su simpatía por las victimas judías, sin mencionar nunca a los que las habían convertido en tales, se vio obligado a firmar un tratado de reparaciones con Israel. Y mientras ni los británicos, ni los franceses, y ni siquiera sus compatriotas italianos, mostraban ningún interés por las memorias de Primo Levi, El diario de Ana Frank (que hay que reconocer que era un texto más accesible) se convertía en el libro de bolsillo de más difusión de toda la historia de Alemania, con más de setecientos mil ejemplares vendidos hasta 1960.
Como hemos visto, lo que desató el examen de conciencia de los alemanes fue una serie de juicios relacionados con tardías investigaciones sobre los crímenes alemanes en el frente oriental. Esos procesos, que se iniciaron en 1958 en Ulm con las causas abiertas contra miembros de los grupos de intervención de la época bélica, que continuaron con la detención y procesamiento de Adolf Eichmann, y que culminaron en los juicios a los que fueron sometidos en Fráncfort algunos guardias de Auschwitz entre diciembre de 1963 y agosto de 1965, también eran la primera oportunidad que tenían desde la guerra los supervivientes de los campos de hablar en público sobre sus experiencias. Al mismo tiempo, se prolongó el periodo de veinte años que el Estatuto de Limitaciones de la República Federal dictaba para la prescripción del delito de asesinato (pero sin derogar la norma).
Este cambio de actitud fue impulsado en gran medida por la oleada de vandalismo antisemita de finales de los cincuenta y por las pruebas crecientes de que los alemanes jóvenes desconocían por completo lo sucedido durante el III Reich: sus padres no les habían dicho nada y sus profesores esquivaban el asunto. En 1962 los Länder de la República Federal Alemana anunciaron que a partir de ese momento la historia del periodo 1933-1945 —incluyendo el exterminio de los judíos— sería una asignatura obligatoria en todas las escuelas. De este modo se daba la vuelta al presupuesto inicial de Konrad Adenauer en la postguerra: la salud de la democracia alemana precisaba ahora que el nazismo fuera recordado y no olvidado. Además, cada vez se prestaba más atención al genocidio y a los «crímenes contra la humanidad», más que a los «crímenes de guerra» con los que hasta entonces se había relacionado principalmente el nazismo. Una nueva generación se haría consciente de la naturaleza —y la magnitud— de las atrocidades nazis. Publicaciones populares como Stern o Quick ya no podrían quitar importancia a los campos, como habían hecho en los años cincuenta, o ensalzar a los nazis «buenos». En la conciencia colectiva comenzó a calar cierta idea de que el pasado reciente alemán era inaceptable e inmoral.
No hay que exagerar el cambio. Durante los años sesenta, tanto el canciller alemán occidental Kiesinger como el presidente federal Hans Lübke habían sido nazis. Como vimos en el capítulo XII, esto suponía una flagrante contradicción con la imagen que de sí misma tenía la república de Bonn, y los observadores más jóvenes no dejaron de señalarlo. Y una cosa era decir la verdad sobre los nazis y otra muy diferente reconocer la responsabilidad colectiva del pueblo alemán, un tema sobre el que gran parte de la clase política seguía guardando silencio. Además, aunque el número de alemanes occidentales que pensaba que Hitler había sido uno de los más grandes hombres de Estado alemanes «si no hubiera sido por la guerra» pasó del 48 al 32 por ciento entre 1955 y 1967, esta cifra (por mucho que estuviera compuesta mayoritariamente por personas mayores) no era nada tranquilizadora.
La auténtica transformación se produjo en la década siguiente. Una serie de acontecimientos —la guerra de los Seis Días de 1967, el hecho de que el canciller Brandt se arrodillara ante el Monumento al Gueto de Varsovia, el asesinato de los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, y, finalmente, la emisión por la televisión alemana de la miniserie Holocausto en enero de 1979— se conjugaron para situar a los judíos y sus sufrimientos en el centro de la atención pública alemana. El más importante de dichos acontecimientos fue, con mucho, la serie de televisión. Holocausto, un típico producto comercial estadounidense, de historia sencilla, personajes en general planos y una estructura narrativa destinada a lograr el mayor impacto emocional posible, fue denostado y aborrecido (como se señaló en el capítulo XIV) por cineastas europeos tan diversos como Edgar Reitz o Claude Lanzmann, que acusaron al programa de convertir la historia de Alemania en un serial estadounidense y de hacer accesible y comprensible algo que siempre debería ser innombrable e impenetrable.
Pero son precisamente esas limitaciones las que explican las repercusiones de la serie, que se emitió durante cuatro noches consecutivas en la televisión nacional de la República Federal Alemana. Se calcula que la vieron veinte millones de espectadores: bastante más de la mitad de la población adulta. Además, coincidió con otro juicio contra ex guardias del campo de exterminio de Majdanek, lo cual recordaba a los televidentes que ésta era una historia inacabada. La conmoción pública fue enorme. Cinco meses después, el Bundestag aprobaba la derogación del Estatuto de Limitaciones en caso de asesinato (aunque hay que señalar que entre los que votaron en contra de la medida estaba el futuro canciller Helmut Kohl). A partir de ese momento, los alemanes serían los europeos mejor informados sobre la shoah, situándose en vanguardia de todas las iniciativas destinadas a mantener la conciencia pública del singular crimen de su país. Mientras que en 1968 sólo cuatrocientos setenta y un grupos escolares visitaron Dachau, a finales de los setenta el número superaba con mucho las cinco mil visitas anuales.
Conocer, y reconocer públicamente, lo que los alemanes habían hecho a los judíos cuatro décadas antes era un avance considerable, pero situarlo en la historia alemana y europea siguió planteando un dilema difícil y aún sin resolver, como habría de demostrar el «debate entre historiadores» de la década de 1980. Algunos investigadores conservadores, entre ellos Ernst Nolte, hasta entonces un respetado historiador, no se sentían cómodos con el hecho de que se insistiera en el carácter singular y sui generis de Hitler, su movimiento y sus crímenes. Insistían en que, para comprender el nazismo, tenemos que situarlo en su contexto temporal y geográfico. Según Nolte, el ascenso del nacionalsocialismo, y de algunas de sus prácticas más grotescas, era, sobre todo, una respuesta al bolchevismo: seguía el ejemplo y la amenaza de Lenin y sus herederos, y, en cierta medida, los imitaba. Nolte señaló en un artículo tristemente famoso, publicado en junio de 1986 en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, que eso no reduce los crímenes del nazismo, pero que sin el precedente bolchevique éstos no pueden explicarse del todo. Había llegado el momento de reconsiderar la época nazi, situando el holocausto dentro de una pauta global de genocidios contemporáneos.
La reacción contra Nolte vino sobre todo de Jürgen Habermas, quien —al igual que Enzensberger, Günter Grass y otros miembros de la «generación escéptica»— tenía edad suficiente para recordar el nazismo y, por tanto, para recelar enormemente de cualquier pretensión de «limitar» las responsabilidades alemanas. Para Habermas, lo dicho por Nolte no tenía sentido: lo que había que hacer con el nazismo no era ni «reubicarlo» ni «historiarlo»; ésa era precisamente la tentación a la que los alemanes no debían tener derecho nunca más. El crimen nazi —el crimen alemán— era único: en su escala, en su ambición, en su insondable maldad. Contextualizarlo, en el sentido utilizado por Nolte, con la implícita relativización de la responsabilidad alemana que inevitablemente conllevaría, estaba absolutamente prohibido.
Pero no cabía esperar que la mayoría de los conciudadanos de Habermas (entre ellos los historiadores, para cuya disciplina la comparación y el contexto son vitales) acataran durante mucho tiempo la inflexible posición que dictaban sus pautas. Esa gran y novedosa presencia del holocausto en el debate público alemán —que culminó en los noventa en multitud de muestras de remordimiento oficial por los defectos del pasado, en las que los alemanes se entregaron, en palabras del escritor Peter Schneider, a «una especie de odio hacia ellos mismos bañado de superioridad moral»— no podía durar indefinidamente. Pedir a cada nueva generación de alemanes que viviera para siempre a la sombra de Hitler, exigirle que asumiera la responsabilidad del recuerdo de la singular culpa alemana y convertir ésta en la única medida de su identidad nacional, era lo mínimo que se le podía pedir, pero era esperar demasiado.
En los demás países de Europa occidental el proceso de recuperación y de reconocimiento tuvo primero que superar las ilusiones interesadas de cada uno de ellos, y fue un proceso que, en general, se prolongó durante dos generaciones y varias décadas. En Austria, donde se televisó la serie Holocausto dos meses después que en Alemania, si bien con una repercusión pública ni remotamente similar, hasta que no se reveló en los años ochenta que el presidente del país, Kurt Waldheim, había participado durante la guerra en la brutal ocupación de Yugoslavia por parte de la Wehrmacht, los austriacos (algunos) no comenzaron a preguntarse con seriedad (y todavía de forma incompleta) sobre su pasado nazi. En realidad, el hecho de que Waldheim hubiera sido anteriormente secretario general de Naciones Unidas sin que a nadie en la comunidad internacional le inquietara su historial de guerra alentó en muchos austriacos la sospecha de que se los estaba juzgando con especial rigor. Después de todo, en la postguerra, Austria había tenido un canciller judío, Bruno Kreisky, y esto era más de lo que se podía decir de los alemanes.
Pero nadie esperaba mucho de los austriacos. Su relación con la historia, que en gran medida no resultaba problemática —todavía en 1990, casi dos de cada cinco austríacos pensaba que su país había sido víctima y no cómplice de Hitler, y el 43 por ciento creía que el nazismo «había tenidos cosas buenas y malas»— no hacía sino confirmar sus prejuicios y los ajenos[8]. Un caso distinto era el del Suiza, vecino alpino de Austria. Después de 1945, durante cuarenta años, el país había logrado que su historial de guerra le saliera gratis. No sólo se olvidó que los suizos habían hecho enormes esfuerzos para no admitir a judíos; incluso en novelas de gran tirada y en el cine la imagen del país era la de un refugio seguro y acogedor para cualquier persona que pudiera alcanzar sus fronteras. Los suizos se complacían en la claridad de su conciencia y en la envidiosa admiración del mundo.
De hecho, hasta 1945 los suizos sólo habían acogido a veintiocho mil judíos, siete mil de ellos antes de iniciada la guerra. A los refugiados del periodo bélico se les negaba el permiso de trabajo: se sufragaban sus gastos con pagos impuestos a acaudalados residentes judíos. Hasta junio de 1994 las autoridades de Berna no reconocieron oficialmente que la petición suiza (enviada a Berlín en octubre de 1938) de que se pusiera una «J» en los pasaportes de todos los judíos alemanes —para poder dejarlos fuera del país con más facilidad— fue un acto de «intolerable discriminación racial». Si el mal comportamiento de los suizos hubiera llegado sólo hasta ese punto apenas habría suscitado mucho más escándalo: Londres y Washington nunca solicitaron realmente una etiqueta identificativa a los pasaportes de judíos, pero en lo tocante a tratar de salvar a estos refugiados, sus historiales no pueden ser motivo de orgullo. Sin embargo, los suizos fueron bastante más lejos.
Como quedó dolorosamente claro en investigaciones oficiales realizadas durante los años noventa, Suiza no sólo traficó con oro saqueado, haciendo una considerable aportación al esfuerzo bélico alemán (véase el capítulo III), sino que los bancos y compañías de seguros helvéticos se embolsaron indecentemente enormes sumas de dinero pertenecientes a clientes judíos o a beneficiarios de pólizas de seguros de familiares asesinados. En virtud de un acuerdo secreto firmado en la postguerra con Polonia —hecho público por primera vez en 1996—, Berna llegó incluso a ofrecer la adjudicación de las cuentas corrientes de judíos polacos muertos a las nuevas autoridades de Varsovia, a cambio de indemnizaciones para los bancos y empresas suizos expropiados después de la toma del poder por parte de los comunistas[9]. Cuando comenzaron a aparecer las pruebas de este tipo de tratos, la flamante reputación del país se vino abajo y, a corto plazo, ninguna cantidad (aceptada a regañadientes) que se destine a reparaciones y pagos a fondos para las «víctimas» podrá recomponerla. Un editorial del 13 de septiembre de 1996 del alemán Die Zeit —señalando que por fin Suiza había caído bajo «la larga sombra del holocausto»— aludía a este tema con bastante Schadenfreude [«alegría por el mal ajeno»]. Pero era la pura verdad.
La flamante imagen de la Holanda del periodo bélico —donde se creía que casi todo el mundo había «resistido» y hecho lo posible para obstaculizar los planes alemanes— se había abordado y desacreditado un poco antes, y por propia iniciativa. A mediados de los sesenta, historias enciclopédicas de la Segunda Guerra Mundial proporcionaron copiosa información acerca de la experiencia de Holanda durante la guerra, incluyendo las deportaciones, pero evitando deliberadamente, en concreto, tratar en detalle el quién, el cómo y el por qué de la catástrofe judía. En cualquier caso, casi nadie las leyó. Sin embargo, en abril de 1965 el historiador holandés Jacob Presser publicó Ondergang, el primer libro dedicado íntegramente al exterminio de los judíos holandeses, que vendió cien mil ejemplares sólo en 1965 y suscitó una oleada de interés popular por el asunto[10]. A esta obra le siguió muy poco tiempo después una avalancha de documentales televisivos y de otros programas sobre la ocupación —uno de ellos, De Bezetting [La ocupación] se prolongaría durante dos décadas—, así como de una transformación en la actitud oficial. Fue en 1965 cuando un Gobierno holandés se ofreció, por primera vez, a participar en el monumento de Auschwitz, aunque el Estado tardó siete años más en acordar por fin que los deportados judíos supervivientes debían percibir la pensión de la que ya disfrutaban desde 1947 los resistentes y otras víctimas de los nazis.
Al igual que en Alemania, la mecha que prendió el interés holandés en su bloqueado pasado fueron los juicios celebrados en Israel y en Alemania a comienzos de los sesenta. Además, tanto en Holanda como en los demás países, la explosión demográfica de la postguerra alumbró a personas que tenían curiosidad por conocer su historia reciente y que contemplaban con bastante escepticismo lo que les había contado —o, más bien, no contado— la «generación silenciosa» de sus padres. Los cambios sociales de los sesenta ayudaron a abrir una brecha en el muro de silencio oficial que rodeaba la ocupación: la ruptura de los tabúes sociales y sexuales —que en ciertas partes de Holanda, sobre todo en Ámsterdam, tuvo consecuencias profundamente inquietantes para una sociedad hasta entonces conservadora— trajo consigo la sospecha sobre otras prácticas y tópicos culturales heredados. Ahora, una nueva cohorte de lectores descifraba el texto esencial del holocausto holandés, El diario de Ana Frank, desde otra perspectiva: Ana y su familia, después de todo, fueron entregados por sus vecinos holandeses a los alemanes.
A finales del siglo, el periodo comprendido entre 1940 y 1945 se había convertido en el más exhaustivamente estudiado de la historia holandesa. Pero aunque la verdad sobre la participación de los holandeses en la identificación, detención, deportación y muerte de sus conciudadanos judíos se hizo pública por primera vez en los años sesenta, todas sus ramificaciones tardaron bastante más tiempo en aflorar: hasta 1995 ningún jefe de Estado reinante —la reina Beatriz— reconoció públicamente la tragedia de los judíos holandeses (la Reina lo hizo durante una visita a Israel). Quizá la lección no se aprendió del todo hasta mediados de los noventa, cuando se contempló cómo el contingente armado holandés de la ONU se hacía tranquilamente a un lado para permitir que las milicias serbias capturaran en una redada y asesinaran a siete mil musulmanes en Srebrenica. Por fin podía dar comienzo un debate nacional, largamente pospuesto, sobre el precio que habían pagado los holandeses por su legado de orden, cooperación y obediencia.
En su defensa, los holandeses —al igual que los belgas, noruegos, italianos (después de septiembre de 1943) y gran parte de los países de la Europa oriental ocupada— podían aducir que por muy vergonzosa que hubiera sido la cooperación de determinados burócratas, policías o simples ciudadanos con las autoridades de la ocupación, la iniciativa siempre había venido desde arriba, es decir, de los alemanes. Esto no es tan cierto como se pensó en su momento, y en ciertos lugares —sobre todo territorios como Eslovaquia o Croacia (o Hungría durante los últimos meses de guerra), donde regímenes títere realizaron sus propios proyectos criminales— nunca fue más que una media verdad. Pero en la Europa occidental ocupada, con una sola excepción, no hubo regímenes colaboracionistas con aval popular, ni supuestos gobiernos nacionales legítimos ejerciendo su autoridad y, por tanto, totalmente responsables de sus actos. Los alemanes no podrían haber hecho lo que hicieron en Noruega, Bélgica u Holanda sin la colaboración de la población local (en Dinamarca, el único lugar donde no contaron con esa colaboración, los judíos sobrevivieron). Pero en todos esos casos, fueron los alemanes los que dieron las órdenes.
Por supuesto, la excepción fue Francia. La sombra de la tortuosa memoria de guerra francesa, largamente negada e incompleta desde el punto de vista cronológico —la relativa al régimen de Vichy y a su papel de cómplice decidido en los proyectos nazis, sobre todo en la «solución final»—, se ha cernido sobre todas las iniciativas tomadas por Europa en la postguerra para abordar la Segunda Guerra Mundial y el holocausto. No es que Francia fuera la que peor se comportó, es que su actitud tenía más importancia. Hasta 1989, París —por razones analizadas en este libro— seguía siendo la capital intelectual y cultural de Europa: quizá mucho más que en ningún otro momento desde el Segundo Imperio. Francia era también, de lejos, el Estado más influyente de la Europa occidental continental, gracias al notable éxito que tuvo Charles de Gaulle al recolocar a su país en los corredores del poder internacional. Y fue Francia —sus hombres de Estado, sus instituciones y sus intereses— los que empujaron, desde presupuestos franceses, el proyecto de unión continental. Hasta que Francia no mirara de frente a su pasado, una sombra se cerniría sobre la nueva Europa: la sombra de una mentira.
El problema de Vichy es fácil de enunciar. El régimen del mariscal Pétain había llegado al poder en julio de 1940 con el beneplácito de la última Asamblea Nacional de la Tercera República Francesa; de manera que era el único régimen de la época bélica que podía aducir cierta continuidad, por espuria que fuera, con las instituciones democráticas de la época anterior. Hasta finales de 1942, por lo menos, una abrumadora mayoría de hombres y mujeres franceses consideraba que Vichy y sus instituciones eran la autoridad legítima de Francia. En cuanto a los alemanes, Vichy les resultaba tremendamente provechoso: les evitaba el problema de tener que imponer un costoso régimen de ocupación propio en un país tan extenso como Francia, al tiempo que les proporcionaba todo lo que necesitaban de ese tipo de Gobierno: aquiescencia en la derrota, «reparaciones de guerra», materias primas, mano de obra barata… y mucho más.
El hecho es que el régimen de Vichy y sus súbditos no se conformaron con adaptarse a la derrota de Francia y dirigieron el país según las conveniencias de Alemania. Bajo Pétain y su primer ministro, Pierre Laval, Francia inició proyectos de colaboración propios: los peores fueron la introducción en 1940 y 1941 de «leyes judías» sin presión alguna por parte de Alemania en ese sentido, y la aprobación de disposiciones por las que las propias autoridades francesas capturarían a la población judía del país (empezando por los muchos que eran extranjeros residentes en él), con el fin de cumplir las cuotas que exigían las autoridades alemanas a medida que se iba poniendo en marcha la «solución final». A consecuencia de esta proclamación de autoridad administrativa por parte de Francia, la mayoría de los deportados judíos provenientes de este país ni siquiera veían un uniforme extranjero hasta que eran entregados a los alemanes para su transbordo definitivo en dirección a Auschwitz desde las vías de carga de Drancy (al norte de París). Hasta entonces, todo el proceso estaba en manos francesas.
Después de la liberación, pese a todo el oprobio que cayó sobre Pétain y sus colaboradores, la contribución de su régimen al holocausto apenas se mencionó, y desde luego no lo hicieron las propias autoridades francesas de postguerra. Los franceses no sólo acorralaron a «Vichy» en un rincón de la memoria nacional para después envolverlo en naftalina. Simplemente, no establecieron vínculo alguno entre dicho régimen y Auschwitz. Vichy había traicionado a Francia. Los colaboracionistas habían cometido traición y crímenes de guerra. Pero los «crímenes contra la humanidad» no formaban parte del vocabulario jurídico francés. Eran un asunto de los alemanes.
Esa misma situación seguía vigente veinte años después. Cuando este autor estudió historia de Francia en el Reino Unido a finales de los sesenta, los textos académicos sobre la Francia de Vichy —tal como estaban— no se fijaban apenas en la dimensión judía. En Francia y en los demás países, los «estudios sobre Vichy» se centraban en determinar si el régimen de Pétain era «fascista» o «reaccionario» y hasta qué punto representaba continuidad o ruptura con el pasado republicano del país. Seguía habiendo una respetada escuela historiográfica francesa para la que el «escudo» pétainista había protegido a Francia de la «polonización», como si Hitler hubiera intentado alguna vez tratar sus conquistas occidentales con la bárbara ferocidad que infligió al Este. Además, todavía estaba prohibido cuestionar en modo alguno el mito de la heroica resistencia de toda la nación, tanto en la historiografía como en la vida nacional.
La única concesión que harían en esos años las autoridades francesas al cambio de clima en el exterior llegaría en diciembre de 1964, cuando la Asamblea Nacional incorporó tardíamente la categoría de «crímenes contra la humanidad» (definidos por primera vez en los Acuerdos de Londres del 8 de agosto de 1945) a la legislación francesa, declarándolos imprescriptibles. Pero esto tampoco tenía nada que ver con Vichy. Era una respuesta al juicio sobre Auschwitz que tenía lugar entonces en Fráncfort y pretendía facilitar procesos futuros en territorio francés de cualquier individuo (alemán o francés) que hubiera participado directamente en los planes de exterminio nazis. En 1969, cuando el gobierno prohibió a la televisión gala la emisión de Le chagrin et la pitié [La pena y la piedad], de Marcel Ophuls, quedó claro lo lejos que estaba del pensamiento oficial francés la intención de replantearse la cuestión de la responsabilidad colectiva de Francia.
La película de Ophuls, un documental sobre la ocupación de Clermont-Ferrand, región del centro de Francia, durante la guerra, se basaba en entrevistas con franceses, británicos y alemanes. En ella apenas se hacía alusión al holocausto y tampoco a Vichy: la obra se centraba en la corrupción generalizada y la colaboración cotidiana de los años de guerra. Ophuls estaba penetrando en la trastienda de la interesada historia de la resistencia. Pero hasta esto era demasiado para las autoridades de los últimos años de la presidencia de De Gaulle. Y no sólo para ellas: cuando la película se presentó finalmente dos años después, no en la televisión nacional sino en una pequeña sala del Barrio Latino de París, se escuchó a una mujer de mediana edad comentar, al salir del cine: «¡Qué vergüenza! Pero, ¿qué cabía esperar? Ophuls es judío, ¿no?».
Resulta un tanto llamativo que Francia fuera el único caso en el que el gran salto hacia un tratamiento más honesto de la historia de la guerra fuera obra de historiadores extranjeros; en concreto, Eberhard Jäckel, en Alemania, y Robert Paxton, en Estados Unidos —cuyos dos importantes libros fueron publicados entre finales de los sesenta y mediados de los setenta— fueron los primeros en utilizar fuentes alemanas para demostrar hasta qué punto los crímenes de Vichy respondían a la iniciativa francesa. No era éste un asunto con el que ningún investigador autóctono pudiera sentirse cómodo: treinta años después de la liberación de Francia, los sentimientos nacionales seguían estando a flor de piel. Todavía en 1976, al conocer los pormenores de una exposición prevista para rendir homenaje a las víctimas francesas de Auschwitz, el Ministerio de Antiguos Combatientes solicitó ciertos cambios: los nombres de la lista «carecían de una auténtica resonancia francesa»[11].
Como ocurría con tanta frecuencia en la Francia del momento, probablemente esos sentimientos tenían más que ver con un orgullo herido que con un puro y simple racismo. En 1939 Francia todavía era una potencia internacional. Pero en sólo tres décadas había sufrido una demoledora derrota militar, una degradante ocupación, dos sangrientas y vergonzosas retiradas coloniales y (en 1958) un cambio de régimen mediante una especie de golpe de Estado. La Grande Nation había acumulado tantas pérdidas y humillaciones desde 1914 que, a modo de compensación, tenía profundamente arraigada la propensión a proclamar el honor nacional en cualquier ocasión que se presentara. Lo mejor era relegar los episodios ignominiosos —o algo peor— a un agujero de la memoria. Después de todo, Vichy no era lo único que los franceses tenían prisa por dejar atrás: nadie quería hablar de las «guerras sucias» en Indochina y Argelia, y mucho menos de la tortura practicada en ellas por el ejército.
En este sentido, la partida de De Gaulle no cambió mucho, aunque una nueva generación de hombres y mujeres franceses mostraba poco interés en la gloria nacional y no tenía intereses personales en los mitos que rodeaban la historia francesa reciente. No hay duda de que en los años venideros los franceses se harían más conscientes del holocausto y más sensibles al sufrimiento judío en general, en parte gracias al escándalo posterior a la tristemente famosa conferencia de prensa ofrecida por De Gaulle el 27 de noviembre de 1967, después de la victoria de Israel en la Guerra de los Seis Días, cuando el presidente francés se refirió a los judíos, calificándolos de «un pueblo seguro de sí mismo y dominante». Además, la película documental Shoah, del director francés Claude Lanzmann, tuvo un espectacular impacto sobre el público francés, a pesar de centrarse casi exclusivamente (o quizá a causa de ello) en el exterminio de los judíos en el Este.
Pero aunque los historiadores galos, siguiendo la estela de sus colegas extranjeros, estaban ahora estableciendo sin lugar a dudas la abrumadora responsabilidad de los dirigentes franceses de la época bélica en la suerte de los judíos deportados desde su territorio, la posición oficial no se movió. Desde Georges Pompidou (presidente desde 1969 hasta 1974) hasta François Mitterrand (1981-1995), pasando por Valéry Giscard d’Estaing (1974-1981), la línea fue siempre la misma: cualesquiera que fueran las acciones realizadas bajo el régimen de Vichy o por éste mismo, eran asuntos de Vichy. Puede que dicho régimen hubiera tenido lugar en Francia y ser obra de ciertos franceses, pero era un paréntesis autoritario en la historia de la República. Dicho de otro modo, Vichy no era «Francia» y, en consecuencia, la conciencia pública del país estaba tranquila.
El presidente Mitterrand, el último jefe de Estado francés que vivió la Segunda Guerra Mundial cuando ya era un adulto (había nacido en 1916), tenía razones especiales para mantener esa jesuítica distinción. En gran medida, Mitterrand, ex funcionario de Vichy, levantó su carrera política posterior sobre la ocultación al conjunto del país de las cesiones y ambigüedades de su propia biografía. Evitaba deliberadamente cualquier referencia a Vichy en los actos públicos, y aunque nunca fue reacio a hablar claramente del conjunto del holocausto —ya fuera en Jerusalén en 1982 o en la propia Francia, durante el quincuagésimo aniversario de la captura de doce mil ochocientos ochenta y cuatro judíos parisinos en julio de 1942—, nunca dejó que se le escapara alusión alguna que indicara que Francia tuviera alguna deuda que pagar en este sentido.
Al final, lo que acabó con el tabú que Mitterrand impuso, encarnó y que seguramente se habría llevado a la tumba, fue (como suele ocurrir con este tema) una serie de juicios. En 1994, después de casi cincuenta años oculto, Paul Touvier —integrante durante la guerra de la milicia de Vichy— fue atrapado y procesado por el asesinato de siete judíos franceses en junio de 1944, cerca de Lyon. Touvier, en sí mismo, carecía de importancia: era sólo una muesca del engranaje de Vichy y un colaborador de Klaus Barbie, jefe de la Gestapo en esa ciudad, capturado y juzgado en 1987. Pero el juicio de Touvier —y las pruebas que reveló en lo tocante a la colaboración de las autoridades de Vichy con la Gestapo y su papel en la deportación y asesinato de judíos— sirvieron como una especie de sucedáneo de otros juicios que nunca tuvieron lugar: sobre todo el de Rene Bousquet, secretario general de policía de Vichy. El juicio a Bousquet, que en 1942 negoció personalmente con las autoridades alemanas la entrega de judíos, podría haber proporcionado a Francia la ocasión de enfrentarse a la verdad sobre Vichy. Y no sólo sobre éste, porque en la postguerra, durante décadas, Bousquet había vivido sin que le molestaran, protegido por amigos de muy alto nivel, entre ellos el propio Mitterrand. Pero antes de ser llevado a juicio, Bousquet fue convenientemente asesinado (por un «lunático») en junio de 1993.
Después de la condena de Touvier y, a falta de Bousquet, la judicatura francesa encontró por fin el valor (después de la muerte de Mitterrand) para acusar, detener y juzgar a otro importante personaje, Maurice Papon, que después de ser secretario general de la región de Burdeos durante la contienda, ocupó el cargo de ministro y prefecto de policía de París en la época de De Gaulle. Su cargo en tiempo de guerra fue puramente burocrático y su periodo en Burdeos al servicio de Pétain no fue un impedimento para que tuviera una exitosa carrera funcionarial en la postguerra. Y ello a pesar de que Papon había autorizado directamente la detención y envío de los judíos de la región hacia París, y, de ahí, hacia la deportación. Fue este hecho, ahora considerado crimen contra la humanidad según la legislación francesa, lo que le llevó ante los tribunales en 1997.
El juicio a Papon, que duró seis meses, no reveló datos nuevos, salvo quizá sobre el propio acusado, que mostró una asombrosa falta de compasión y de remordimiento. Además, estaba claro que el proceso llegaba cincuenta años tarde: demasiado tarde para castigar al octogenario Papon por sus crímenes, demasiado tarde para vengar a las víctimas y demasiado tarde para salvar el honor de su país. Varios historiadores franceses, que fueron llamados a comparecer como testigos expertos, declinaron hacerlo, insistiendo en que su labor consistía en relatar y explicar lo que había ocurrido en Francia hacía un lustro, no en desplegar ese conocimiento en una causa criminal[12]. No obstante, el juicio fue ejemplar. Demostró de manera concluyente que nunca había existido esa precisa diferencia entre «Vichy» y «Francia» que con tanto cuidado todos, desde De Gaulle hasta Mitterrand, habían establecido. Papon era un francés que sirvió al régimen de Vichy y después a la República Francesa, se conocían perfectamente sus actividades en la prefectura de Burdeos y éstas no inquietaron a nadie.
Ademas, Papon no estaba solo: de hecho, tanto el hombre como su historial eran absolutamente corrientes. Como tantos otros, lo único que había hecho era firmar la sentencia de muerte de personas a las que no conocía y cuya suerte le era indiferente. Lo más interesante del caso de Papon (y también del de Bousquet) era saber por qué le había costado casi cincuenta años a la Francia oficial localizarlos, cuando estaban en su seno, y por qué la costra del silencio se había quebrado por fin prácticamente al terminar el siglo. Hay muchas explicaciones, no todas ellas halagadoras para la clase política gala ni para sus medios de comunicación nacionales. Pero quizá la más pertinente sea el paso del tiempo, junto a la relevancia psicológica del fin de una era.
Mientras François Mitterrand siguiera en el poder, en su persona se encarnaba la incapacidad de la nación para hablar abiertamente de la vergüenza y la ocupación. Al despedirse Mitterrand, todo cambió. Su sucesor, Jacques Chirac, sólo tenía once años cuando Francia fue liberada en 1944. A las pocas semanas de llegar al poder, con motivo del quincuagésimo aniversario de la misma captura de judíos parisinos sobre la que Mitterrand siempre se había mostrado tan cauto, el presidente Chirac acabó con un tabú vigente desde el fin de la guerra y reconoció directamente, y por primera vez, el papel de su país en el exterminio de los judíos de Europa. Diez años después, el 15 de marzo de 2005, en el recién inaugurado Museo del Holocausto de Jerusalén, el primer ministro de Chirac, Jean-Pierre Raffarin, declaró solemnemente: «La France a parfois été le complice de cette infamie. Elle a contracté une dette imprescriptible qui l’oblige» [«En ocasiones Francia fue cómplice de esta infamia. Ha contraído una deuda imprescriptible que deberá pagar» ].
A finales del siglo XX el papel central del holocausto para la identidad y la memoria de Europa occidental parecía asentada. Quedaban sin duda algunos individuos y organizaciones aislados —los «revisionistas»— que se empeñaban en tratar de demostrar que el exterminio en masa de los judíos no podía haber tenido lugar (aunque eran más activos en Norteamérica que en la propia Europa). Pero esa gente estaba relegada a los márgenes del extremismo político, y su insistencia en la imposibilidad técnica del genocidio rendía sin quererlo homenaje a la propia enormidad del crimen nazi. Sin embargo, la ubicuidad con la que, a modo de compensación, la mayoría de los europeos ahora reconocía, enseñaba y conmemoraba la pérdida de sus judíos tenía otros riesgos.
En primer lugar, siempre existía el peligro de una reacción extrema. En ocasiones, hasta a los políticos de los partidos mayoritarios alemanes se les había escuchado airear la frustración que les producía el peso de la culpa nacional: ya en 1969 el líder socialcristiano bávaro Franz-Josef Strauss se despachó diciendo en público que pensaba que «un pueblo que ha logrado un éxito económico tan notable tiene derecho a que no le vuelvan a hablar de Auschwitz». Evidentemente, los políticos tienen sus razones[13]. Quizá el indicio más sintomático de que se avecinaba una transformación cultural fuera que, a comienzos del siglo XXI existía un generalizado deseo de reabrir la cuestión del sufrimiento alemán después de años de atención pública a las víctimas judías.
Artistas y críticos —entre ellos Martin Walser, contemporáneo de Habermas e influyente figura literaria en la República Federal de la postguerra— comenzaban ahora a debatir otro «pasado no controlado»: no el exterminio de los judíos, sino la otra cara, poco reconocida, de la historia alemana reciente. «¿Por qué», se preguntaba, «después de todos estos años, no tendríamos que hablar del incendio de las ciudades alemanas o incluso de la incómoda verdad de que la vida en la Alemania de Hitler (para los alemanes) no había sido del todo desagradable, al menos hasta los últimos años de la contienda? ¿Por qué tenemos que hablar de lo que Alemania les hizo a los judíos? Pero llevamos décadas hablando de ello; se ha convertido en algo rutinario, en una costumbre. Según ella misma se confiesa, la República Federal es una de las naciones más filosemitas del mundo; ¿por cuánto tiempo más debemos nosotros (los alemanes) mirarnos por encima del hombro?» Nuevos libros sobre «los crímenes de los aliados» —el bombardeo de Dresde, el incendio de Hamburgo y el hundimiento durante la guerra de barcos alemanes cargados de refugiados (asunto del que se ocupa Krebsgang [A paso de cangrejo], de Günter Grass)— se vendieron extraordinariamente.
En segundo lugar, la recién descubierta atribución de un lugar de relevancia al holocausto en los relatos oficiales del pasado europeo conllevaba el peligro de otra clase diferente de distorsión. Porque la verdad auténticamente incómoda de la Segunda Guerra Mundial era que lo que les había ocurrido a los judíos entre 1939 y 1945 no eran ni por asomo tan importante para la mayoría de sus protagonistas como las sensibilidades posteriores podrían desear. Si muchos europeos habían logrado durante décadas dejar de lado la suerte de sus vecinos judíos, no era porque les consumieran la culpa y la represión de recuerdos insoportables. Era porque la Segunda Guerra Mundial —salvo para un puñado de altos cargos nazis— no tenía que ver con los judíos. Hasta para los nazis, su exterminio formaba parte de un proyecto de limpieza y reasentamiento raciales más ambicioso.
En consecuencia, la tentación comprensible de interpretar los años cuarenta a la luz del conocimiento y las emociones de medio siglo después nos invita a rescribir los testimonios históricos: poniendo el antisemitismo en el centro de la historia europea. Después de todo, ¿cómo si no podemos explicar lo ocurrido en Europa en esos años? Pero eso es demasiado fácil y, en cierto modo, demasiado reconfortante. Por ejemplo, la razón por la que Vichy resultaba aceptable para la mayoría de los franceses después de la derrota de 1940 no radicaba en que les gustara vivir bajo un régimen que perseguía a los judíos, sino en que el pétainismo les permitió seguir viviendo una ilusión de seguridad y normalidad, y con mínimas alteraciones. Les resultaba indiferente cómo tratara el régimen a los judíos, porque éstos nunca habían tenido mucha importancia. Y lo mismo podía decirse de la mayoría de los territorios ocupados.
Hoy día esa indiferencia nos resulta chocante, nos parece un síntoma de que Europa sufría alguna dolencia moral en la primera mitad del siglo XX, Y tenemos razón al recordar que también hubo algunas personas en todos los países europeos que sí vieron lo que les estaba ocurriendo a los hebreos y que hicieron lo posible por superar la indiferencia de sus conciudadanos. Pero si prescindimos de esa indiferencia y presuponemos que la mayoría de los demás europeos vivieron la Segunda Guerra Mundial como los judíos —como una Vernichtungskrieg, una guerra de exterminio— nos recubriremos de una nueva capa de memoria errónea. Visto con perspectiva histórica, Auschwitz es el elemento más importante que hay que conocer de la Segunda Guerra Mundial. Pero, en esa época, las cosas no parecían así.
Tampoco en Europa oriental. Para los europeos del Este, tardíamente liberados después de 1989 del peso que imponían las interpretaciones de la Segunda Guerra Mundial ordenadas por los comunistas, el interés occidental del fin de siècle en el holocausto judío tiene consecuencias perturbadoras. Por una parte, después de 1945 la Europa oriental tenía mucho más que recordar —y que olvidar— que la occidental. Había más judíos en la mitad oriental del continente y fueron asesinados en mayor número; el grueso de las muertes se registraron en esta región y también hubo más ciudadanos locales que participaron activamente en ellas. Pero, por otra parte, las autoridades de postguerra de Europa oriental se empeñaron mucho más en borrar cualquier recuerdo público del holocausto. No es que se minimizaran los horrores y crímenes de guerra cometidos en el Este: al contrario, se reprodujeron repetidamente en la retórica oficial y quedaron consagrados en monumentos conmemorativos y libros de texto de todos los países. Lo que ocurría es que los judíos no formaban parte de esa historia.
En Alemania del Este, donde el peso de la responsabilidad del nazismo se atribuyó únicamente a los herederos de Hitler, el nuevo régimen no abonó indemnizaciones a los judíos sino a la Unión Soviética. En los libros de texto de la República Democrática, Hitler aparecía como un instrumento de los capitalistas monopolistas que se apropió de territorios e inició guerras para luchar por los intereses de las grandes empresas. El «Día del Recuerdo» instituido por Walter Ulbricht en 1950 no rendía homenaje a las víctimas de Alemania, sino a los once millones de «luchadores [muertos] en el combate contra el fascismo hitleriano». Antiguos campos de concentración ubicados en el territorio oriental —especialmente Buchenwald y Sachsenhausen— fueron convertidos durante algún tiempo en «campos de aislamiento especial» para prisioneros políticos. Muchos años después, cuando Buchenwald ya era un monumento a la memoria, para la guía del enclave los objetivos manifiestos del «fascismo alemán» eran «destruir el marxismo, vengarse de la derrota en la guerra y someter a todos los resistentes a un terror brutal». En el mismo folleto, las fotos de la rampa de Auschwitz en la que se seleccionaba a las víctimas aparecían junto a una cita del comunista alemán Ernst Thälmann: «La burguesía se toma en serio su objetivo de aniquilar al partido y a toda la vanguardia de la clase obrera»[14]. Este texto no se eliminó hasta después de la caída del comunismo.
La misma versión de los acontecimientos podía encontrarse en toda la Europa comunista. En Polonia no era posible negar o minimizar lo que había tenido lugar en los campos de exterminio de Treblinka, Majdanek o Sobibor, pero algunos de esos lugares ya no existían: los alemanes pusieron mucho esmero en borrarlos del mapa antes de huir ante el avance del Ejército Rojo. Y cuando las pruebas consiguieron sobrevivir —como en Auschwitz, a unos pocos kilómetros de Cracovia, la segunda ciudad de Polonia—, con el paso del tiempo se les atribuyó un sentido diferente. Aunque el 93 por ciento del millón y medio de personas que se calcula fueron asesinadas en Auschwitz eran judíos, el museo organizado allí por el régimen comunista de la postguerra sólo enumeraba a las víctimas agrupándolas según su nacionalidad: polacos, húngaros, alemanes, etcétera. No cabe duda de que a los escolares polacos se les hacía desfilar ante las espeluznantes fotografías, se les mostraban los montones de zapatos, de pelo y de gafas, pero no se les decía que esas cosas, en su mayoría, habían pertenecido a judíos.
Tampoco hay duda de dónde estaba el gueto de Varsovia, a cuya vida y muerte se rindió homenaje por medio de un monumento en aquel mismo lugar. Pero, en la memoria de Polonia, la revuelta judía de 1943 quedaba oculta por el propio levantamiento polaco de Varsovia, registrado un año después. En la Polonia comunista, aunque nadie negaba lo que los alemanes habían hecho a los judíos, no se hablaba mucho del asunto. El «reinternamiento» de Polonia por parte de los soviéticos, junto a la extendida idea de que los judíos habían dado la bienvenida a los comunistas, facilitando incluso su toma del poder, enlodaba el recuerdo popular. En cualquier caso, el sufrimiento de los propios polacos durante la guerra diluía la atención local hacia el holocausto judío y competía, en cierto modo, con él: este «victimismo comparativo» envenenaría las relaciones polaco-judías durante décadas. La yuxtaposición siempre fue inapropiada. Tres millones de polacos (no judíos) murieron durante la Segunda Guerra Mundial, una cifra que, sin dejar de ser terrible, indica una tasa de mortalidad proporcionalmente inferior a la de ciertas partes de Ucrania o a la de los propios judíos. Sin embargo, había una diferencia. Para los polacos, era difícil sobrevivir bajo la ocupación alemana, pero en principio se podía. Para los judíos era posible sobrevivir a la ocupación alemana, pero, en principio, no se podía.
En aquellos lugares en los un régimen títere había colaborado con los señores supremos nazis las víctimas fueron debidamente honradas mediante monumentos. Pero muy poca atención se prestaba al hecho de que hubieran sido mayoritariamente judías. Había categorías nacionales («húngaros») y, sobre todo, sociales («obreros»), pero las etiquetas étnicas y religiosas eran cuidadosamente evitadas. Como hemos visto en el capítulo VI, la Segunda Guerra Mundial, se calificó de guerra antifascista y como tal se enseñó; su dimensión racial se dejó de lado. Después de 1968, el Gobierno de Checoslovaquia se tomó incluso la molestia de cerrar la sinagoga de Pinkas, en Praga, recubriendo con pintura las inscripciones que recogían los nombres de los judíos checos muertos en la shoah.
Sin duda, al reformular la historia reciente de la zona, las autoridades comunistas de postguerra podían contar con una reserva constante de sentimiento antijudío, y ésta es una de las razones por las que hicieron algunos esfuerzos por eliminar las pruebas de su existencia, incluso pasado el tiempo (durante los setenta, los censores polacos prohibieron persistentemente toda alusión al antisemitismo del país en la época de entreguerras). Pero si los europeos orientales prestaron menos atención, a posteriori, a las penalidades de los judíos, no fue únicamente porque en esa época les fueran indiferentes o porque estuvieran preocupados de su propia supervivencia. Era porque los comunistas habían impuesto sufrimientos e injusticias suficientes como para forjar toda una nueva capa de resentimiento y recuerdo.
Entre 1945 y 1989 la acumulación de deportaciones, encarcelamientos, juicios espectáculo y normalizaciones consiguió que casi todos los habitantes del bloque soviético fueran o bien perdedores o bien cómplices de las pérdidas ajenas. Fue muy corriente que pisos, tiendas y otras propiedades incautadas a los hebreos muertos o a los alemanes expulsados fueran incautadas de nuevo pocos años después en nombre del socialismo, con el resultado de que después de 1989 el problema de la compensación por pérdidas pasadas se enredó sin remedio en un laberinto de fechas. ¿Había que compensar a la gente por lo que había perdido cuando los comunistas tomaron el poder? Y si se realizaba esa restitución, ¿quiénes debían ser los beneficiarios? ¿Los que habían accedido a tal propiedad después de la guerra, en 1945, para volver a perderla unos pocos años después? ¿O acaso debían ser los herederos de aquellos a quienes se les habían incautado o robado negocios y pisos en algún momento entre 1938 y 1945? ¿Cuál era ese momento, 1938,1939 o 1941? Cada una de esas fechas conllevaba delicadas definiciones de lo que era la legitimidad nacional o étnica, y también de qué tenía que primar desde el punto de vista moral[15].
Además, estaban los dilemas privativos de la propia historia del comunismo. ¿Acaso los responsables de invitar a los tanques rusos a aplastar la revolución húngara de 1956 o a reprimir la primavera de Praga de 1968 debían comparecer ante los tribunales por esos crímenes? Inmediatamente después de las revoluciones de 1989, muchos pensaron que sí. Pero algunas de sus víctimas eran antiguos líderes comunistas. ¿Quién merecía la atención de la posteridad, los anónimos campesinos eslovacos o húngaros expulsados de sus tierras o los burócratas comunistas que los echaron de ellas, para convertirse ellos mismos en víctimas pocos años después? ¿Qué víctimas —qué recuerdos— debían tener prioridad? ¿Quién debía determinarlo?
En consecuencia, la caída del comunismo trajo consigo una amarga oleada de recuerdos. Los acalorados debates sobre qué había que hacer con los archivos policiales sólo eran una de las dimensiones del asunto (véase el capítulo XXI). El auténtico problema radicaba en la tentación de superar la memoria del comunismo invirtiéndola. Lo que en su día había sido la verdad oficial ahora era totalmente desacreditado, convirtiéndose, por así decirlo, en oficialmente falso. Pero acabar con los tabúes de esta manera conlleva sus propios riesgos. Antes de 1989, todos los anticomunistas llevaban la mácula del apelativo «fascista». Pero si el «antifascismo» no había sido más que otra mentira comunista, ahora resultaba muy tentador ver con retrospectiva simpatía e incluso favorablemente a todos los anticomunistas hasta entonces desacreditados, incluidos los fascistas. Los escritores nacionalistas de los años treinta volvieron a estar de moda. Los parlamentos postcomunistas de varios países aprobaron mociones alabando a personajes como el mariscal Antonescu de Rumania y a sus homólogos de otros países balcánicos y de Europa central. Vilipendiados hasta hace bien poco por considerarlos nacionalistas, fascistas y colaboracionistas nazis, ahora tendrían estatuas erigidas para homenajear su heroísmo durante la guerra (el Parlamento rumano llegó a guardar un minuto de silencio en honor de Antonescu).
Otros tabúes cayeron junto a la desacreditada retórica antifascista. Ahora se podía debatir el papel del Ejército Rojo y de la Unión Soviética desde un punto de vista diferente. Los Estados bálticos, recién liberados, exigieron que Moscú reconociera el carácter ilegal tanto del pacto Ribbentrop-Mólotov, como de la destrucción de su independencia, perpetrada unilateralmente por Stalin. Los polacos, tras conseguir por fin en abril de 1995 que los rusos reconocieran que veintitrés mil oficiales polacos asesinados en el bosque de Katyn murieron a manos del NKVD soviético y no de la Wehrmacht, exigieron que sus investigadores pudieran acceder sin restricciones a los archivos rusos. Hasta mayo de 2005 no parecía que ninguna de las dos solicitudes fuera a contar con el beneplácito ruso y los recuerdos seguían doliendo[16].
Sin embargo, los rusos tenían sus propias memorias. La versión soviética de la historia reciente, vista desde los Estados satélite, era a todas luces falsa; pero para muchos rusos, tenía algo más que una pizca de verdad. La Segunda Guerra Mundial fue una gran guerra patriótica; en términos absolutos, los soldados y los civiles soviéticos fueron sus principales víctimas; el Ejército Rojo liberó realmente amplias zonas de Europa oriental de los horrores del dominio alemán, y, para la mayoría de los ciudadanos soviéticos, además de para otros muchos, la derrota de Hitler fue una absoluta fuente de satisfacción y de alivio. Después de 1989, muchos rusos se quedaron realmente desconcertados ante la aparente ingratitud de las antiguas naciones hermanas, que en 1945 se habían liberado del yugo alemán gracias a los sacrificios bélicos soviéticos.
Sin embargo, pese a todo, la memoria rusa estaba dividida. Y, de hecho, esa división se materializó institucionalmente, al constituirse dos organizaciones ciudadanas distintas para fomentar relatos críticos, pero diametralmente opuestos, del pasado comunista del país. Memorial fue fundado en 1987 por disidentes progresistas con el objetivo de averiguar y publicar la verdad sobre la historia soviética. Sus integrantes tenían un especial interés en las vulneraciones de los derechos humanos y en lo importante que era reconocer lo que se había hecho en el pasado para impedir que ocurriera de nuevo en el futuro. Pamiat formada dos años antes, también pretendía recuperar el pasado y rendirle homenaje (su nombre significa «memoria» en ruso); pero ahí acababa el parecido. Los fundadores de Pamiat, disidentes anticomunistas, pero en absoluto progresistas, querían mejorar la versión que se daba del pasado ruso, purificándolo para eliminar las «mentiras» soviéticas, y a la vez librándolo de otras influencias extranjeras ajenas al patrimonio eslavo, especialmente de las «sionistas». En pocos años, las ramificaciones de Pamiat llegaron al nacionalismo político, esgrimiendo la desatendida y «maltratada» historia de Rusia como un arma con la que protegerse de desafíos e intrusos «cosmopolitas» occidentales.
La política de los agravios pasados —por mucho que difirieran sus pormenores, llegando incluso a contradecirse entre sí— constituía el último vínculo que quedaba entre el antiguo núcleo vital soviético y sus posesiones imperiales. Todos estaban resentidos porque la comunidad internacional minusvaloraba los sufrimientos y pérdidas que había tenido en el pasado. ¿Qué ocurría con las víctimas del gulag? ¿Por qué no habían sido indemnizadas y honradas con monumentos como las víctimas y supervivientes de la opresión nazi? ¿Qué decir de los millones de personas para las que la opresión de la época bélica se convirtió tras la guerra, sin solución de continuidad, en la opresión comunista? ¿Por qué Occidente les había prestado tan poca atención?
El deseo de nivelar el pasado comunista y condenarlo en bloque —interpretando todo lo ocurrido desde Lenin a Gorbachov como una historia sin matices de dictadura y crimen, un relato sin fisuras de regímenes y represiones impuestas por extranjeros o perpetradas en nombre del pueblo por autoridades ilegítimas— conllevaba otros riesgos. En primer lugar, era una historia de mala calidad, que eliminaba de los testimonios los auténticos entusiasmos y compromisos de décadas anteriores. En segundo lugar, la nueva ortodoxia tenía consecuencias políticas sobre las condiciones actuales. Si los checos —o los croatas, los húngaros, o cualquier otra nación— no habían participado activamente en la parte más oscura de su propio pasado reciente; si la historia de Europa oriental desde 1939 —o, en el caso de Rusia, entre 1917 y 1991— era únicamente obra de otros, entonces toda esa época se convertía en una especie de paréntesis dentro de la historia nacional, comparable al lugar asignado a Vichy en la conciencia francesa de postguerra, pero que cubría un periodo mucho más prolongado y un archivo de malos recuerdos aún más desalentador. Y las consecuencias serían similares: en 1992, las autoridades checoslovacas prohibieron la exhibición en el festival de Karlovy Vary de un documental de la BBC sobre el asesinato de Reinhard Heydrich, cometido en 1942 en Praga, porque mostraba fragmentos «inaceptables» de checos manifestando su apoyo al régimen nazi durante la guerra.
Con esta reordenación postcomunista de la memoria de Europa oriental, el tabú que afectaba a la comparación entre el comunismo y el nazismo comenzó a resquebrajarse. De hecho, políticos e investigadores comenzaron a insistir en esa clase de paralelismos. En Occidente esa yuxtaposición seguía siendo polémica. El problema no era comparar directamente a Hitler con Stalin: pocos había que cuestionaran ya el carácter monstruoso de ambos dictadores. Pero sugerir que el propio comunismo —antes y después de Stalin— debía situarse en la misma categoría que el fascismo o el nazismo comportaba incómodas consecuencias para el propio pasado del Oeste, y no sólo en Alemania. Para muchos intelectuales de Europa occidental, el comunismo era una versión fallida de un mismo patrimonio progresista. Pero, para sus homólogos de Europa central y oriental, había sido una aplicación demasiado exitosa de las patologías criminales del autoritarismo del siglo XX y como tal debía recordarse. Puede que Europa estuviera unida, pero su memoria seguía siendo profundamente asimétrica.
La solución occidental al problema de las atribuladas memorias de Europa había sido la de grabarlas, literalmente, en piedra. En los primeros años del siglo XXI, las placas, monumentos y museos dedicados a las víctimas del nazismo proliferaron en toda Europa occidental, desde Estocolmo a Bruselas. Como ya hemos visto, en algunos casos se trataba de versiones modificadas o «corregidas» de enclaves preexistentes; pero muchos eran nuevos. Algunos aspiraban a una función manifiestamente pedagógica: el Memorial de la Shoah que se inauguró en París en enero de 2005 conjugaba dos lugares anteriores, el Monumento al mártir judío desconocido y el Centro de Documentación Judío Contemporáneo.Junto a una pared con los nombres grabados de los setenta y seis mil judíos deportados desde Francia hacia los campos nazis, recordaba al Vietnam Memorial de Estados Unidos y —en mucha menor escala— al ambicioso Museo del Holocausto de Washington, DC, o al Yad Vashem de Jerusalén. En realidad, la inmensa mayoría de esas instalaciones se dedicaba —en parte o totalmente— a la memoria del holocausto: la más impresionante se inauguró en Berlín el 10 de mayo de 2005.
El mensaje explícito de la última hornada de monumentos contrasta enormemente con la ambigüedad y las evasivas de la anterior generación de conmemoraciones lapidarias. El monumento berlinés, que ocupa una enorme extensión de diecinueve mil metros cuadrados junto a la puerta de Brandenburgo, es el más rotundo de todos: lejos de rendir homenaje ecuménico a todas las «víctimas del nazismo», se proclama con bastante claridad un «Monumento a los judíos asesinados de Europa»[17]. En Austria, ahora los jóvenes objetores de conciencia podían sustituir el servicio militar por un periodo en el Gedenkdienst («servicio conmemorativo» instituido en 1991), financiado por el Estado, en importantes instituciones dedicadas al Holocausto, como estudiantes en prácticas o guías. No hay duda de que en estos tiempos los europeos occidentales, sobre todo los alemanes, tienen muchas oportunidades de enfrentarse a todo el horror de su pasado reciente. Como recordaba a su público el ex canciller alemán Gerhard Schröder durante el sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz, «la memoria de la guerra y del genocidio forma parte de nuestra vida. Nada cambiará ese hecho: forma parte de nuestra identidad».
Sin embargo, en otros países aún existen sombras. En Polonia, donde un recién establecido Instituto para la Memoria Nacional se ha esforzado por fomentar investigaciones académicas serias sobre cuestiones históricas polémicas, la contrición oficial del país respecto al trato dado a su minoría judía ha suscitado objeciones llamativas, que quedan deprimentemente ejemplificadas en la reacción que tuvo el premio Nobel de la Paz y héroe de Solidaridad Lech Wałęsa ante la publicación en 2000 del libro de Jan T. Gross Vecinos, un influyente estudio realizado por un historiador estadounidense sobre una masacre de judíos perpetrada durante la guerra por sus vecinos polacos: Wałęsa, calificando a Gross de «escritor mediocre… un judío que trata de ganar dinero», se quejó en una entrevista radiofónica de que pretendía sembrar la discordia entre polacos y judíos.
La dificultad que supone incorporar la destrucción de los judíos a la historia contemporánea de la Europa postcomunista aparece de forma reveladora en la experiencia de Hungría. En 2001 el Gobierno de Viktor Orbán instituyó un Día del Holocausto, que se celebraría anualmente el 16 de abril (aniversario de la fundación en 1944 de un gueto en Budapest). Tres años después, el sucesor de Orbán, el primer ministro Péter Medgyessy, inauguró el Centro Conmemorativo del Holocausto en una casa de Budapest en su día utilizada para recluir a judíos. Pero dicha institución se encuentra casi siempre vacía, y sus exposiciones y folletos sólo los ve un goteo de visitantes, muchos de ellos extranjeros. Entretanto, en la otra punta de la ciudad, los húngaros afluyen en masa a la Terrorháza.
La Terrorháza (Casa del Terror) es, como su nombre indica, un museo de los horrores. Narra la historia de la violencia, las torturas, la represión y la dictadura perpetradas por el Estado húngaro entre 1944 y 1989. Las fechas son importantes. La versión de la historia húngara que aquí se muestra a los miles de escolares y otros visitantes que recorren sus siniestras reproducciones, parecidas a las de un museo de cera, de las celdas policiales, los instrumentos de tortura y las cámaras para realizar interrogatorios que en su día albergó el edificio no distingue entre los matones del partido Cruces Flechadas de Ferenc Szálasi (que ocupó el poder entre octubre de 1944 y abril de 1945) y el régimen comunista instalado tras la guerra. Sin embargo, los hombres de las Cruces Flechadas —y el exterminio de seiscientos mil judíos húngaros al que tan activamente contribuyeron— sólo ocupan tres salas. El resto de este enorme edificio se dedica, con todo lujo de detalles y con un claro sesgo, a mostrar el catálogo de crímenes del comunismo.
El mensaje, no especialmente subliminal, es que el comunismo y el fascismo son equivalentes. Pero no lo son: la presentación y el contenido de la Terrorháza de Budapest dejan claro que, para los encargados del museo, el comunismo no sólo duró más tiempo, sino que fue mucho más dañino que su precedente nazi. Para muchos húngaros de más edad, este hecho resulta mucho más convincente a la hora de aceptar su propia experiencia. Y la legislación húngara postcomunista ha confirmado este mensaje; la prohibición de cualquier representación pública del pasado antidemocrático del país no sólo se refiere a la esvástica o al símbolo de las Cruces Flechadas, sino que llega hasta la ubicua estrella roja y al símbolo de la hoz y el martillo que solía acompañarla. En lugar de evaluar las diferencias existentes entre los regímenes representados por esos emblemas, Hungría —en palabras pronunciadas el 24 de febrero de 2002 por el primer ministro Orbán durante la inauguración de la Casa del Terror de Budapest— se ha limitado a «dar un portazo sobre el repugnante siglo XX».
Pero esa puerta no es tan fácil de cerrar. Hungría, al igual que el resto de Europa central y oriental, sigue presa del incendio que se aviva al entreabrirla[18]. Los mismos Estados bálticos que habían instado a Moscú a reconocer el mal trato que les había propinado no se habían dado ninguna prisa en preguntarse por sus propias responsabilidades: desde su acceso a la independencia, ni Estonia, ni Letonia ni Lituania han iniciado causa alguna contra los criminales de guerra que aún viven en su seno. En Rumania —a pesar de que el ex presidente Iliescu reconociera la participación de su país en el holocausto— el Monumento a las víctimas del comunismo y la resistencia anticomunista, inaugurado en Sighet en 1997 (y financiado en parte por el Consejo de Europa), rinde homenaje a un grupo variopinto de activistas de la Guardia de Hierro y a otros fascistas y antisemitas rumanos, ahora reciclados en mártires de la persecución comunista.
Para avalar su insistencia en esta equiparación, los analistas de Europa oriental se apoyan en el culto a la «víctima» de la cultura política occidental actual. En su opinión, estamos pasando de una historia de los vencedores a una «historia de las víctimas». Muy bien, entonces seamos coherentes. Aunque las intenciones del nazismo y del comunismo fueran completamente diferentes —aunque, según la formulación de Raymond Aron, «existe una diferencia entre una filosofía que tiene una lógica monstruosa y aquella a la que se le puede dar una interpretación monstruosa»— esto no servía de mucho consuelo a sus víctimas. El sufrimiento humano no debería calibrarse en función de los objetivos de quienes lo causan. Según este tipo de razonamiento, para quienes fueron castigados o asesinados en los campos comunistas, éstos no son ni mejores ni peores que los nazis.
Del mismo modo, el énfasis que se otorga a los «derechos» (y a la compensación por los abusos) en la jurisprudencia internacional y en la retórica política de la actualidad ha servido de justificación para los que sienten que sus sufrimientos y pérdidas han pasado desapercibidos y que nadie les ha resarcido por ellos. Algunos conservadores alemanes, amparándose en la condena internacional de la «limpieza étnica», han retomado las demandas de las comunidades de habla alemana expulsadas de sus tierras al finalizar la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué, se preguntan, su condición de víctimas fue de un rango menor? ¿No es acaso cierto que lo que Stalin les hizo a los polacos —o, más recientemente, Milošević a los albaneses— no fue diferente de lo que el presidente checoslovaco Beneš hizo a los alemanes de los Sudetes al terminar la Segunda Guerra Mundial? En los primeros años del nuevo siglo en círculos respetables se hablaba de levantar en Berlín otro monumento: un «Centro contra las Expulsiones», un museo dedicado a todas las víctimas de la limpieza étnica.
Este último giro, al sugerir que todas las formas de victimización colectiva son fundamentalmente comparables, incluso intercambiables, y que, por tanto, deben ser objeto de una misma memoria, provocó una enérgica refutación de Marek Edelman, el último comandante superviviente del levantamiento del gueto de Varsovia, que en 2003 firmó una petición oponiéndose al centro propuesto. «¡Qué clase de memoria es ésta! ¿Acaso sufrieron tanto porque se quedaron sin casa? Evidentemente es triste que te obliguen a abandonar tu casa y a abandonar tu tierra. Pero los judíos perdieron sus casas y a todos sus familiares. Las expulsiones producen sufrimiento, pero hay tanto sufrimiento en este mundo. Los enfermos sufren y nadie levanta monumentos para rendirles homenaje» (Tygodnik Powszechny, 17 de agosto de 2003).
La reacción de Edelman nos recuerda en el momento justo los riesgos que corremos al entregarnos a un excesivo culto a la conmemoración y al desplazar la atención tanto hacia los verdugos como hacia las víctimas. Por una parte, en principio no hay límite para la memoria y para las experiencias que merecen recordarse. Por otra, conmemorar el pasado mediante edificios y museos también es una forma de contenerlo e incluso de desdeñarlo, haciendo que la responsabilidad recaiga sobre otros. Quizá esto no tenga importancia mientras existan hombres y mujeres que recuerden lo sucedido por haberlo vivido personalmente. Pero ahora, como recordaba con ochenta y un años Jorge Semprún a otros supervivientes durante el sexagésimo aniversario de la liberación de Buchenwald, ocurrida el 10 de abril de 2005, «el ciclo de la memoria activa se está cerrando».
Aunque Europa pudiera de alguna manera aferrarse indefinidamente a una memoria vivida de los crímenes del pasado —que eso es lo que se pretende, por deficiente que sea la empresa, al concebir monumentos y museos—, la cuestión no tendría mucho sentido. La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión. Además, es una mala consejera en lo que al pasado se refiere. La primera Europa de postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como forma de vida. Por su parte, desde 1989, el continente se ha construido, a modo de compensación, sobre un excedente de memoria: un recuerdo público institucionalizado en los mismos cimientos de la identidad colectiva. La primera no podía durar, pero tampoco la segunda. Cierto grado de abandono e incluso de olvido es necesario para la salud cívica.
Con esto no pretendo defender la amnesia. Para poder comenzar a olvidar, una nación debe primero haber recordado. Hasta que los franceses comprendieron Vichy tal como era —y no como habían elegido recordarlo— no pudieron dejarlo de lado y seguir adelante. Lo mismo puede decirse de los polacos, en cuanto al enrevesado recuerdo de los judíos que en su día vivieron junto a ellos. Lo mismo podrá decirse de España, que durante veinte años después de su transición a la democracia corrió tácitamente un velo sobre la dolorosa memoria de la Guerra Civil. Hasta ahora no se había comenzado a debatir públicamente la guerra y su resultado[19]. Los alemanes sólo podían comenzar a vivir con la enormidad de su pasado nazi —es decir, a dejarlo tras de sí— una vez que la apreciaron y digirieron, cerrando así un ciclo de setenta años de negación, educación, debate y consenso.
En todos esos casos, el instrumento del recuerdo no fue la propia memoria. Fue la historia, en sus dos sentidos: como paso del tiempo y, sobre todo, como estudio profesional del pasado. El mal, especialmente si tiene la magnitud del practicado por la Alemania nazi, nunca podrá recordarse satisfactoriamente. La propia enormidad del crimen hará incompleta su conmemoración[20]. Su intrínseca inverosimilitud —la pura y simple dificultad de imaginarlo a posteriori con tranquilidad— abre la puerta a la disminución e incluso a la negación. Es imposible recordarlo tal como fue realmente; por su propia naturaleza, es susceptible de ser recordado tal como no fue. Frente a este desafío, la memoria se encuentra impotente: «Sólo el historiador, con la austera pasión por el dato, la prueba y la evidencia, que es inherente a su profesión, puede realmente mantenerse alerta»[21].
A diferencia de la memoria, que se confirma y refuerza a sí misma, la historia incita el desencanto con el mundo. En gran medida, lo que puede ofrecer es desalentador, incluso perturbador, razón por la cual no siempre resulta políticamente prudente esgrimir el pasado como arma arrojadiza con la que golpear y amonestar a un pueblo por sus pecados pasados. Pero la historia sí debe aprenderse y, periódicamente, reaprenderse. En un conocido chiste de la era soviética, un oyente llama a Radio Armenia para hacer una pregunta: «¿Es posible predecir el futuro?» Respuesta: «Sí, no hay problema. Sabemos exactamente cómo será el futuro. Nuestro problema es el pasado: que siempre está cambiando».
Así es, y no sólo en sociedades totalitarias. En cualquier caso, la rigurosa investigación e interrogación sobre los encontrados pasados de Europa —y sobre el lugar que ocupan en la concepción colectiva que los europeos tienen de sí mismos— ha sido uno de los éxitos no debidamente reconocidos de la unidad europea en las últimas décadas. Sin embargo, es un logro que sin duda caducará a menos que se renueve sin cesar. La barbarie de la historia reciente europea, el «otro» oscuro frente al cual se construyó laboriosamente la Europa de postguerra, ya escapa al recuerdo de los jóvenes del continente. Dentro de una generación, los monumentos y museos estarán criando polvo: sólo los visitarán, como los campos de batalla del frente occidental hoy día, los aficionados al tema y los familiares.
Sólo la historia podrá ayudarnos a recordar en los años venideros por qué parecía tan importante erigir cierta clase de Europa a partir de los crematorios de Auschwitz. La nueva Europa, unida por los signos y símbolos de su terrible pasado, constituye un éxito notable; pero seguirá estando siempre hipotecada a ese pasado. Para que los europeos conserven ese vínculo vital —para que el pasado del continente siga proporcionando al presente de Europa un contenido reprobatorio y un objetivo moral— habrá que enseñárselo de nuevo a cada generación. Puede que la «Unión Europea» sea una respuesta a la historia, pero nunca podrá sustituirla.