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La era de la opulencia
Seamos francos: la mayoría de nuestro pueblo jamás ha vivido tan bien.
HAROLD MACMILLAN, 20 de julio de 1957
Con el término Admass[a] denomino todo el sistema consistente en una productividad creciente, más la inflación, más un nivel de vida cada vez más alto, más la publicidad y las técnicas de venta agresivas, más los medios de comunicación de masas, más la democracia cultural y la creación de un pensamiento de masas, de un hombre de masas.
J. B. PRIESTLEY
¡Mira a esa gente! ¡Primitivos! ;De dónde vienen? De Lucania. ;Y dónde está eso? ¡Abajo del todo!
Rocco y sus hermanos, dirigida por Luchino Visconti (1960)
Vamos donde el sol brilla más, donde el mar es azul. Lo hemos visto en las películas, ahora veremos si es verdad.
CLIFF RICHARD, en Summer Holiday (1959)
Vivir en la era americana es un rollo, a menos, claro, que seas americano.
JIMMY PORTER, en Mirando hacia atrás con ira, (1956)
En 1979 el escritor francés Jean Fourastié publicó un estudio sobre la transformación social y económica de Francia durante los treinta años siguientes a la Segunda Guerra Mundial. Su título —Les trente glorieuses: ou, La Révolution invisible de 1946 à 1975— estaba bien elegido. En la Europa occidental, las tres décadas siguientes a la derrota de Hitler fueron sin duda «gloriosas». La extraordinaria aceleración del crecimiento económico fue acompañada por los inicios de una era de prosperidad sin precedentes. En el lapso de una sola generación las economías del occidente del continente europeo recuperaron el terreno perdido durante cuarenta años de guerra y depresión económica, y los resultados económicos y los patrones de consumo europeos empezaron a parecerse a los de Estados Unidos. Menos de una década después de haber estado luchando por salir de los escombros, los europeos entraron, para su asombro y no sin cierta consternación, en la era de la opulencia.
La historia económica de la Europa occidental de la postguerra se entiende mejor como una inversión de la historia de las décadas inmediatamente anteriores. El énfasis maltusiano de la década de 1930 en el proteccionismo y la reducción del gasto se abandonó en favor del comercio liberalizado. En lugar de recortar sus gastos y presupuestos, los gobiernos los incrementaron. En casi todas partes existía un compromiso continuado con la inversión pública y privada a largo plazo en infraestructuras y maquinaria, las fábricas y equipos obsoletos se actualizaron o sustituyeron, con la consiguiente mejora de la eficacia y de la productividad, el comercio internacional aumentó considerablemente y una población joven y con trabajo exigía y podía acceder a una gama cada vez más amplia de productos.
La única diferencia apreciable en cuanto al boom económico de la postguerra radicó en su sincronización: llegó primero a Alemania y Gran Bretaña y sólo un poco más tarde a Francia e Italia; y se experimentó de forma distinta en función de las variaciones nacionales en cuanto a fiscalidad, gasto público o énfasis en la inversión. El desembolso inicial de la mayoría de los gobiernos de la postguerra se dirigió sobre todo a la modernización de las infraestructuras —la construcción o mejora de carreteras, vías férreas, viviendas y fábricas—. En algunos países, el gasto por parte de los consumidores se contuvo deliberadamente, lo que como ya hemos visto tuvo como consecuencia que muchos percibieran los primeros años de la postguerra como una prolongación de los tiempos de penuria, salvo por algunas modificaciones. El grado de cambio relativo también dependió, evidentemente, del punto de partida: cuanto más rico era el país, menos inmediato y espectacular resultó el cambio.
Sin embargo, todos los países europeos experimentaron un aumento constante de los índices per cápita del PIB y el PNB —Producto Interior Bruto y Producto Nacional Bruto—, las nuevas medidas sagradas de la salud y el bienestar nacional. En el transcurso de la década de 1950, el índice anual medio al que creció la producción nacional per cápita en Alemania Occidental fue del 6,5 por ciento, en Italia del 5,3 por ciento, y en Francia del 3,5 por ciento. La importancia de estos índices de crecimiento tan altos y sostenidos se aprecia mejor si se compara con los resultados de estos mismos países en décadas anteriores: entre 1913 y 1950 el índice anual de crecimiento alemán fue tan sólo del 0,4 por ciento, el italiano del 0,6 por ciento y el francés del 0,7 por ciento. Incluso durante las prósperas décadas siguientes a 1870, durante el imperio guillermino, la economía alemana sólo alcanzó un promedio anual del 1,8 por ciento.
A mediados de la década de 1960 la tasa de crecimiento comenzó a reducirse, pero las economías de la Europa occidental siguieron alcanzando niveles históricos. En conjunto, entre 1950 y 1973, el PIB per cápita alemán aumentó hasta más del triple en términos reales. El PIB per cápita en Francia creció en un 150 por ciento. La economía italiana, que partía de una base inferior, mejoró todavía más. Los países históricamente pobres vieron los resultados de su economía aumentar espectacularmente: entre 1950 y 1973 el PIB per cápita austriaco aumentó de 3.731 a 11.308 dólares (al cambio de 1990); en España, de 2.397 a 8.739 dólares. La economía holandesa creció un 3,5 por ciento cada año entre 1950 y 1970, siete veces el índice medio anual de crecimiento de los cuarenta años anteriores.
Uno de los factores que más contribuyeron a este hecho fue el crecimiento sostenido del comercio exterior, que aumentó a un ritmo mucho más rápido que la producción global nacional en la mayoría de los países europeos. Sólo con eliminar las barreras al comercio internacional, los gobiernos de la Europa occidental de la postguerra consiguieron grandes avances en la superación del estancamiento de décadas anteriores[1]. El principal beneficiario fue Alemania Occidental, cuya cuota en la exportación mundial de productos manufacturados aumentó del 7,3 por ciento en 1950 al 19,3 por ciento sólo diez años más tarde, lo que colocó la economía alemana en el lugar que había ocupado en el comercio internacional antes del desastre de 1929.
Durante los cuarenta y cinco años siguientes a 1950, las exportaciones mundiales se multiplicaron por 16 en términos de volumen. Incluso un país como Francia, cuya cuota de comercio mundial se mantuvo en torno al 10 por ciento durante todos estos años, se benefició extraordinariamente de este enorme incremento general del comercio internacional. De hecho, todos los países industrializados mejoraron durante aquellos años —las condiciones comerciales jugaron claramente a su favor tras la Segunda Guerra Mundial, dado que el coste de las materias primas y la alimentación importadas de los países no occidentales descendió de forma constante, mientras que el precio de los productos manufacturados continuó aumentando—. Durante tres décadas de intercambio comercial privilegiado y desigual con el «Tercer Mundo», fue como si Occidente contara con una licencia para fabricar dinero[2].
Sin embargo, lo que caracterizó el boom económico de Europa occidental fue el grado de integración europea de facto a que dio lugar. Incluso antes del Tratado de Roma, los futuros Estados miembros de la Comunidad Económica Europea comerciaban principalmente unos con otros: en 1958 el 29 por ciento de las exportaciones de Alemania (en valor) iban a parar a Francia, Italia y los países del Benelux, y otro 30 por ciento a otros Estados europeos. En vísperas de la firma del Tratado de Roma, el 44 por ciento de las exportaciones belgas eran ya para sus futuros socios de la CEE. Incluso países como Austria, Dinamarca o España, cuyo ingreso en la Comunidad Europea no se produciría hasta muchos años después, ya se hallaban de facto integrados en sus redes comerciales: en 1971, veinte años antes de entrar en la futura Unión Europea, más del 50 por ciento de las importaciones de Austria procedían de los seis Estados miembros originales de la CEE. La Comunidad Europea (posteriormente denominada Unión Europea) no sentó las bases de una Europa económicamente integrada; más bien representaba una expresión institucional de un proceso que ya estaba en marcha antes[3].
Otro elemento clave en la revolución económica de la postguerra fue el aumento de la productividad del trabajador europeo. Entre 1950 y 1980 la productividad laboral en Europa occidental se elevó tres veces por encima de la tasa de los ocho años anteriores: el PIB por hora creció más rápido incluso que el PIB per cápita. Teniendo en cuenta el gran incremento en el número de empleados, esto supuso un notable aumento del rendimiento y, con carácter casi absolutamente general, una mejora significativa de las relaciones laborales. En cierta medida, esto fue también consecuencia de la mejoría global: la agitación política, el desempleo masivo, la baja inversión y la destrucción material de los treinta años anteriores habían dejado a la mayor parte de Europa al nivel más bajo de su historia en 1945. Incluso sin el interés por la modernización y el perfeccionamiento técnico que caracterizó aquellos años, los resultados económicos hubieran experimentado sin duda alguna mejoría.
En el constante aumento de la productividad, sin embargo, subyacía un cambio más profundo y permanente en la naturaleza del trabajo. En 1945 la mayor parte de Europa seguía siendo preindustrial. Los países mediterráneos, Escandinavia, Irlanda y Europa del Este continuaban con una economía básicamente rural y atrasada en todos los sentidos. En 1950 tres de cada cuatro trabajadores yugoslavos eran campesinos. En España, Portugal, Grecia, Hungría y Polonia, uno de cada dos adultos trabajaba en la agricultura; en Italia, dos de cada cinco. En Austria, uno de cada tres empleados trabajaba en granjas; en Francia, prácticamente tres de cada diez personas con empleo se dedicaban a un sector u otro de la agricultura. Incluso en Alemania Occidental el 23 por ciento de la población trabajadora desarrollaba labores agrícolas. Sólo en el Reino Unido, donde esta cifra no representaba más que el 5 por ciento, y en menor medida en Bélgica (13 por ciento), la revolución industrial del siglo XIX había dado verdaderamente paso a una sociedad post-agraria[4].
En el transcurso de los siguientes treinta años un gran número de europeos abandonó el campo y se fue a trabajar a las ciudades; los mayores cambios en este sentido se produjeron especialmente durante la década de 1960. En 1977, sólo el 16 por ciento de los italianos con empleo trabajaba en el campo; en la región nordeste de la Emilia-Romagna, el porcentaje de población activa dedicada a la agricultura descendió bruscamente, del 52 por ciento en 1951 a sólo el 20 por ciento en 1971. En Austria, la cifra nacional descendió al 12 por ciento, en Francia al 9,7 por ciento, en Alemania Occidental al 8,6 por ciento. Incluso en España, sólo el 20 por ciento de la población trabajaba en la agricultura en 1971. En Bélgica (con una cifra del 3,3 por ciento) y el Reino Unido (del 2,7 por ciento), los agricultores eran cada vez más insignificantes desde el punto de vista estadístico (e incluso político). La agricultura y la producción de lácteos se hizo más eficiente y necesitó menos mano de obra, especialmente en países como Dinamarca u Holanda, donde la mantequilla, el queso y los productos del cerdo resultaban muy rentables en el mercado de la exportación y constituían un pilar fundamental de la economía doméstica.
En términos de porcentaje del PIB, la agricultura descendió de forma constante: en Italia, la cuota agrícola de la producción nacional bajó del 27,5 por ciento al 13 por ciento entre 1949 y 1960. El principal beneficiado de ello fue el sector terciario (incluido el empleo estatal), al que fueron a parar muchos de los que antes habían sido campesinos (o sus hijos). Algunos lugares, como Italia, Irlanda, parte de Escandinavia y Francia, pasaron directamente de una economía agrícola a una economía de servicios en una sola generación, sin pasar prácticamente por la etapa industrial en la que Gran Bretaña o Bélgica habían estado instaladas durante casi un siglo[5]. A finales de la década de 1970 una gran mayoría de la población activa de Gran Bretaña, Alemania, los países del Benelux, Escandinavia y los países alpinos trabajaba en el sector servicios —de comunicaciones, transporte, banca, administración pública, etcétera—. Italia, España e Irlanda no les iban muy a la zaga.
En la Europa comunista del Este, en contraste, la inmensa mayoría de los antiguos campesinos habían sido encauzados hacia una minería y fabricación industrial con un alto índice de mano de obra y tecnológicamente atrasada; en Checoslovaquia, el empleo en el sector terciario (los servicios) en realidad descendió en el transcurso de la década de 1950. A mediados de la década de 1950, justo cuando la producción de carbón y hierro empezaba a disminuir en Bélgica, Francia, Alemania Occidental y el Reino Unido, en Polonia, Checoslovaquia y la RDA continuó aumentando. El énfasis dogmático de los comunistas en la extracción de materias primas y la fabricación de artículos básicos generó de hecho un rápido crecimiento inicial de la producción bruta y del PIB per cápita. A corto plazo, el énfasis industrial en las economías de la órbita comunista causó una formidable impresión (también entre muchos observadores occidentales). Pero acarrearía nefastas consecuencias para el futuro de la región.
El declive de la agricultura, por sí solo, sería responsable de gran parte del crecimiento de Europa, como también la emigración del campo a las ciudades y de la agricultura a la industria había acompañado el destacado ascenso de Gran Bretaña un siglo antes. Efectivamente, el hecho de que en Gran Bretaña no existiera un excedente de población agrícola que transferir a sectores laborales de bajo nivel salarial como la fabricación o los servicios y no se produjera por tanto la ganancia en rendimiento derivada de una transición rápida a partir de una situación de atraso, contribuye a explicar los resultados relativamente bajos del Reino Unido durante aquellos años, cuyos índices de crecimiento se situaron sistemáticamente por detrás de los de Francia e Italia (o incluso Rumania). Por la misma razón, Holanda superó a la vecina Bélgica, ya industrializada durante estas décadas, ya que se benefició de la transferencia «de una sola vez» del excedente de mano de obra agrícola a los hasta entonces infradesarrollados sectores industrial y de servicios.
La función del Gobierno y la planificación en el milagro económico europeo es difícil de estimar. En algunos lugares parece haber resultado bastante superflua. La «nueva» economía de la Italia del norte, por ejemplo, debió gran parte de su energía a las miles de pequeñas empresas de tipo familiar, cuyos miembros a menudo trabajaban simultáneamente como jornaleros agrícolas, con un bajo nivel de gastos generales y costes de inversión y que además pagaban pocos impuestos y, en algunos casos, ninguno. En 1971 el 80 por ciento de la población activa estaba empleada en establecimientos con una plantilla inferior (e incluso muy inferior) a los 100 trabajadores. Más allá de hacer la vista gorda a efectos fiscales, de zonificación, construcción y otras infracciones, el papel desempeñado por las autoridades centrales italianas en el sostenimiento de los esfuerzos económicos de estas empresas no resulta muy clara.
Al mismo tiempo, la función del Estado fue crucial a la hora de financiar cambios a gran escala que hubieran quedado fuera del alcance de la iniciativa individual o la inversión privada: la financiación del capital europeo no estatal continuó siendo escasa durante algún tiempo, y la inversión privada procedente de Estados Unidos no comenzó a reemplazar a la ayuda del Plan Marshall o la asistencia militar hasta finales de la década de 1950. En Italia, la Cassa per il Mezzogiorno, respaldada por un importante préstamo del Banco Mundial, invirtió inicialmente en infraestructuras y mejoras agrarias: recuperación de tierras para el cultivo, construcción de carreteras, sistemas de alcantarillado, viaductos, etcétera. También ofreció incentivos como préstamos, subvenciones o exenciones tributarias a las empresas privadas dispuestas a invertir en el sur, actuó como vehículo a través del cual las sociedades estatales debían destinar el 60 por ciento de sus nuevas inversiones en el sur y, en las décadas siguientes a 1957, estableció doce «áreas de crecimiento» y treinta «núcleos de crecimiento» por todo el tercio sur de la península.
Al igual que los proyectos estatales a gran escala, la Cassa era poco rentable y bastante corrupta. La mayoría de sus beneficios iban a parar a las regiones costeras más favorecidas; gran parte de la nueva industria que creó requería gran cantidad de capital y creaba pocos puestos de trabajo. Muchas de las propiedades agrícolas más pequeñas, «independientes», constituidas a raíz de la reforma agraria de la región, siguieron siendo dependientes del Estado, convirtiendo al Mezzogiorno italiano en una especie de región con asistencia estatal semipermanente. No obstante, a mediados de la década de 1970 el consumo per cápita se había duplicado en el sur de Italia, los ingresos locales habían aumentado un promedio del 4 por ciento anual, la mortalidad infantil se había reducido a la mitad y las obras de electrificación estaban a punto de completarse —en lo que había sido, en la memoria de una generación, una de las regiones más desoladas y atrasadas de Europa—. Dada la velocidad a la que despegaba el norte industrial (en cierta medida, como veremos, gracias a los trabajadores del sur) lo que sorprende no es el fracaso de la Cassa a la hora de obrar un milagro económico al sur de Roma, sino el hecho de que la región fuera siquiera capaz de mantenerse. Aunque sólo sea por esta razón, las autoridades de Roma merecen cierto reconocimiento.
En el resto de países el papel del Gobierno varió; pero en ningún caso fue insignificante. En Francia, el Estado se limitó a lo que dio en llamarse «planificación indicativa» (que utilizaba los resortes del poder para dirigir los recursos a unas regiones, industrias e incluso productos determinados, y compensaba deliberadamente la paralización maltusiana de la inversión de las décadas previas a la guerra). Los funcionarios del Gobierno podían ejercer un control bastante efectivo sobre la inversión doméstica, debido principalmente a que durante estas primeras décadas de la postguerra las leyes monetarias y la limitada movilidad del capital internacional mantenía a raya la competencia extranjera. Al ver reducida su libertad de buscar en el extranjero unos ingresos más rentables a corto plazo, los banqueros y los prestamistas privados de Francia y el resto de países invirtieron en casa[6].
En Alemania Occidental, donde aún perduraba el recuerdo de los conflictos y la inestabilidad (tanto política como monetaria) del periodo de entreguerras, las autoridades de Bonn se mostraron mucho menos activas que sus homologas francesas o italianas a la hora de diseñar o dirigir el comportamiento económico, pero prestaron una atención mucho mayor a los acuerdos destinados a evitar o mitigar los conflictos sociales, especialmente entre empresarios y trabajadores. En particular, fomentaron y respaldaron las negociaciones y «contratos sociales» destinados a reducir el riesgo de huelgas o inflación salarial. Consecuentemente, las industrias privadas (y los bancos con los que trabajaban o eran sus propietarios) estaban más dispuestas a invertir en su futuro, dado que podían contar con una moderación salarial a largo plazo por parte de sus trabajadores. Las bases sindicales de Alemania Occidental, como las de Escandinavia, fueron compensadas por esta comparativa docilidad con el empleo garantizado, la baja inflación y, sobre todo, unos servicios y prestaciones públicas financiados gracias a un marcado aumento de los tipos impositivos.
En Gran Bretaña, la intervención del Gobierno en la economía fue más directa. La mayoría de las nacionalizaciones llevadas a cabo por el Gobierno laborista de 1945-1951 fueron mantenidas en su lugar por los gobiernos conservadores que le sucedieron. Pero ambos partidos renegaron de la planificación económica a largo plazo o la intervención agresiva en las relaciones entre los trabajadores y la patronal. Esta participación activa adoptó la forma de gestión de la demanda —con la manipulación de los tipos de interés y los tramos impositivos marginales para fomentar el ahorro o el gasto—. Se trataba de tácticas a corto plazo. El principal objetivo estratégico de los gobiernos británicos de todas las tendencias durante estos años consistió en evitar una vuelta a los traumáticos niveles de desempleo de la década de 1930.
Por tanto, en toda Europa occidental, gobiernos, empresarios y trabajadores conspiraron para formar un virtuoso círculo consistente en un alto gasto gubernamental, una imposición fiscal progresiva y unos aumentos salariales moderados. Como hemos visto, estos objetivos ya formaban parte del amplio consenso, forjado durante y después de la guerra, sobre la necesidad de unas economías planificadas y un determinado concepto de «Estado del bienestar». Eran por tanto producto de las políticas del gobierno y la intención colectiva. Pero la condición que permitió su éxito sin precedentes yacía más allá del alcance directo de la acción del gobierno. El desencadenante del milagro económico europeo y de los cambios sociales y culturales que éste trajo consigo fue el rápido y sostenido crecimiento de la población europea.
Europa había vivido otras explosiones demográficas en el pasado (la más reciente a mediados del siglo XIX). Pero éstas no siempre habían traído consigo un aumento sostenido de la población: ya fuera porque la agricultura tradicional no podía alimentar muchas bocas, o bien debido a las guerras y las enfermedades o al exceso de población, los jóvenes, especialmente, tenían que emigrar al extranjero en busca de una vida mejor. Y, en el siglo XX, la guerra y la emigración habían mantenido el crecimiento demográfico europeo muy por debajo de lo que habría cabido esperar del aumento del índice de natalidad de décadas anteriores.
En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, las repercusiones de la pérdida de una generación de jóvenes en la Primera Guerra Mundial, junto con la Depresión, las guerras civiles y la incertidumbre política de la década de 1930, habían reducido la tasa de natalidad en ciertas zonas de Europa occidental a unos mínimos históricos. En el Reino Unido sólo se producían 15,3 nacimientos por cada mil personas; en Bélgica, 15,4; en Austria, 12,8. En Francia, donde la tasa de natalidad se mantenía en 14,6 por mil, las muertes superaron a los nacimientos no sólo durante la Primera Guerra Mundial y en 1919 y, de nuevo, en 1929, sino también en cada uno de los años comprendidos entre 1935 y 1944. Allí, al igual que en España durante la Guerra Civil, la población del país fue descendiendo de forma constante. En el resto de la Europa mediterránea y al este de Viena, la tasa de nacimientos fue más alta, a veces incluso el doble que la de Occidente. Pero los elevados niveles de mortalidad infantil y los altos índices de fallecimientos en todos los grupos de edad determinaron que incluso allí el crecimiento de la población no resultara significativo.
Este contexto, unido al desastre demográfico de la propia Segunda Guerra Mundial, constituye el marco dentro del cual debe interpretarse el baby boom. Entre 1950 y 1970, la población del Reino Unido se elevó en un 13 por ciento; la de Italia en un 17 por ciento. En Alemania Occidental, la población creció durante estos años en un 28 por ciento, en Suecia en un 29 por ciento y en Holanda en un 35 por ciento. En algunos de estos casos, el incremento autóctono se elevó todavía más con la inmigración (derivada del regreso a Holanda de ciudadanos procedentes de las colonias, y de alemanes del Este y otros refugiados a la República Federal). Pero los factores exógenos ejercieron escasa influencia en Francia: entre el primer censo de la postguerra, llevado a cabo en 1946, y finales de la década de 1960, la población francesa creció casi un 30 por ciento (la tasa de crecimiento demográfico más alta jamás registrada en este país).
La característica más llamativa de Europa durante las décadas de 1950 y 1960 —que queda patente en cualquier instantánea callejera de aquellos años— fue por tanto el número de niños y jóvenes. Tras un paréntesis de cuarenta años, Europa volvía a ser joven. Los años de máximo apogeo en cuanto al número de nacimientos en la mayoría de los países fueron 1947-1949 (en 1949 nacieron 869.000 bebés en Francia, comparados con los 612.000 de 1939). En 1960, en Holanda, Irlanda y Finlandia, el 30 por ciento de la población era menor de quince años. En 1967, uno de cada tres franceses no había cumplido aún los 20 años. No es sólo que hubieran nacido millones de niños después de la guerra, sino que un número insólito de ellos había sobrevivido.
Gracias a la mejora de la nutrición, la vivienda y la atención médica, la tasa de mortalidad infantil —el número de niños por cada mil nacimientos que morían antes de cumplir el año— descendió enormemente en Europa occidental durante estas décadas. En Bélgica pasó del 53,4 en 1950 al 21,1 en 1970, y el cambio más notable se produjo en la primera década. En Italia descendió del 63,8 al 29,6, en Francia del 52,0 al 18,2. Las personas mayores también vivían más tiempo (al menos en Europa occidental, donde la tasa de mortalidad descendió de forma constante durante el mismo periodo). El índice de supervivencia de los bebés también mejoró en Europa del Este, si bien es cierto que se partía de una cifra considerablemente peor: en Yugoslavia, las tasas de mortalidad infantil descendieron del 118,6 por mil en 1950 al 55,2 veinte años después[7]. En la Unión Soviética las tasas descendieron del 81 por mil de 1950 al 25 por mil en 1970, si bien con considerables variaciones entre las diferentes repúblicas. Pero los índices de fertilidad de los Estados comunistas disminuyeron bastante más rápido que en Occidente y, a partir de mediados de la década de 1960, se vieron alcanzados e incluso superados por unos índices de mortalidad cada vez peores (especialmente entre los varones).
Existen muchas explicaciones de la recuperación de la fertilidad europea tras la Segunda Guerra Mundial, pero la mayoría de ellas se reducen a una combinación de optimismo y leche gratis. Durante la larga depresión demográfica de 1913 a 1945, los gobiernos habían tratado en vano de fomentar la procreación mediante llamadas al patriotismo, «códigos» familiares y otras leyes para paliar la escasez de hombres, viviendas, puestos de trabajo y seguridad. Ahora —incluso antes de que el crecimiento de la postguerra se hubiera traducido en un empleo seguro y una economía de consumo— la coincidencia de factores como la paz, la seguridad y cierto grado de ayuda estatal bastaron para conseguir lo que toda la propaganda en pro de la natalidad anterior a 1940 no había sido capaz de lograr.
Los soldados desmovilizados, los prisioneros de guerra y los deportados políticos que habían vuelto a casa, animados por el racionamiento y los planes de distribución de renta que favorecían a los matrimonios con hijos, así como las subvenciones en metálico por cada hijo, aprovechaban la primera oportunidad que se les presentaba para casarse y formar una familia. Y había algo más. A principios de la década de 1950 los países de Europa occidental podían ofrecer a sus ciudadanos mucho más que meras esperanzas y una red de seguridad social: también les proporcionaban empleo en abundancia. En el transcurso de la década de 1930 la tasa media de desempleo en Europa occidental había sido del 7,5 por ciento (el 11,5 por ciento en el Reino Unido). En la década de 1950 había caído por debajo del 3 por ciento en todas partes salvo en Italia. A mediados de la década de 1960 la media europea era sólo del 1,5 por ciento. Por primera vez desde que se tiene constancia, Europa occidental alcanzaba el pleno empleo. En muchos sectores existía una escasez de mano de obra endémica.
A pesar del impulso que esto representaba para la organización laboral, los sindicatos (con la notoria excepción de Gran Bretaña) eran demasiado débiles o se mostraban reacios a ejercer su poder. Esto se debía a la herencia de las décadas de entreguerras: los sindicatos militantes o políticos nunca habían llegado a recuperarse del todo del impacto de la Depresión y la represión fascista. A cambio de su recién estrenada respetabilidad como socios negociadores en el ámbito nacional, los representantes sindicales de los años cincuenta y principios de los sesenta a menudo prefirieron colaborar con los empresarios a explotar la escasez laboral en su inmediato beneficio. Este cambio de perspectiva queda sintomáticamente reflejado en el hecho de que cuando en Francia se alcanzó el primer acuerdo de la historia en materia de productividad, la principal mejora conseguida para los trabajadores no tuviera que ver con los salarios, sino con la innovadora concesión de tres semanas de vacaciones pagadas[8].
Otra de las razones por la que los viejos sindicatos obreros ya no tenían la misma influencia en Europa occidental radica en que sus bases —obreros manuales cualificados— estaban en declive. El empleo en industrias heredadas del siglo XX como el carbón, el acero, la textil y algunas otras, se redujo, aunque esto no se hizo evidente hasta la década de 1960. Cada vez surgía más trabajo en el sector terciario y muchos de los que se incorporaban a él eran mujeres. Algunas ocupaciones —como la fabricación textil o el trabajo doméstico— habían sido mayoritariamente femeninas durante muchas décadas. Pero tras la guerra, las oportunidades de empleo en ambos ámbitos disminuyeron drásticamente. La mano de obra femenina ya no estaba integrada solamente por jóvenes solteras empleadas en el servicio doméstico o la industria textil. Cada vez eran más las mujeres adultas (a menudo casadas) que trabajaban en tiendas, oficinas y ciertas profesiones de bajo nivel salarial, principalmente como enfermeras y maestras. En 1961 una tercera parte de la mano de obra contratada en el Reino Unido eran mujeres; y dos de cada tres mujeres con empleo trabajaban en puestos administrativos o como secretarias. Incluso en Italia, donde las mujeres adultas no habían figurado (oficialmente) entre la población empleada, el 27 por ciento de la mano de obra era femenina a finales de la década de 1960.
La insaciable demanda de trabajo en el próspero cuadrante noroeste de Europa obedece a las numerosas migraciones de población de los años cincuenta y principios de los sesenta. Estas adoptaban tres formas. En primer lugar, hombres (y, en menor medida, también mujeres y niños) que abandonaban el campo para ir a la ciudad y se instalaban en las regiones más desarrolladas de su propio país. En España más de un millón de residentes de Andalucía partieron hacia el norte, a Cataluña, durante las dos décadas siguientes a 1950: en 1970, 1,6 millones de españoles nacidos en Andalucía vivían al norte de su región de origen, 712.000 de ellos sólo en Barcelona. En Portugal un alto porcentaje de residentes de la deprimida región del Alentejo se fue a vivir a Lisboa. En Italia, entre 1955 y 1971, se estima que nueve millones de personas se trasladaron de una región a otra de su país.
Este patrón de movimiento demográfico no se limitó al Mediterráneo. Puede que los millones de jóvenes que abandonaron la República Democrática Alemana en dirección a Alemania Occidental entre 1950 y 1961 optaran por la libertad política, pero su traslado al oeste también obedecía a la búsqueda de trabajos bien pagados y una vida mejor. En este sentido difieren poco de sus coetáneos españoles o italianos (o del cuarto de millón de suecos del centro y el norte rural de su país que se trasladaron a las ciudades durante la década siguiente a 1945). Gran parte de este movimiento obedecía a diferencias de renta; pero el deseo de escapar de las privaciones, el aislamiento, la crudeza de la vida rural y la influencia de sus jerarquías tradicionales también desempeñaba un papel importante, especialmente en el caso de la gente joven. Esto representó el beneficio añadido de que los salarios de los que permanecían en su lugar de origen y la cantidad de tierras que quedaban a su disposición también aumentaron a consecuencia de ello.
La segunda ruta que emprendieron los emigrantes fue la de trasladarse de un país a otro de Europa. Es evidente que la emigración europea no era un fenómeno nuevo. Pero la mayoría de los quince millones de italianos que se habían marchado de su país entre 1870 y 1926 lo había hecho en dirección al otro lado del océano, hacia Estados Unidos o Argentina. Lo mismo puede decirse de los millones de griegos, polacos, judíos, etcétera que emigraron durante estos mismos años, o de los escandinavos, alemanes e irlandeses de la generación anterior. Es indudable que, tras la Primera Guerra Mundial, el goteo de mineros y trabajadores del campo que se trasladaban desde Italia y Polonia a Francia, por ejemplo, fue constante, y también que en la década de 1930 muchos refugiados políticos partieron rumbo el oeste huyendo del nazismo y del fascismo. Pero la emigración intraeuropea, especialmente en busca de trabajo, constituía una excepción.
A finales de la década de 1950 todo esto cambió. El cruce de las fronteras en busca de trabajo había comenzado poco después del fin de la guerra (tras un acuerdo alcanzado en junio de 1946, decenas de miles de jóvenes trabajadores italianos viajaron en convoyes organizados a trabajar a las minas de Valonia, a cambio del compromiso belga de suministrar carbón a Italia). Pero en el transcurso de la década de 1950 la expansión económica de la Europa noroccidental superó el crecimiento de la población autóctona: la generación del baby boom, todavía no se había incorporado al mundo del trabajo, y la demanda de mano de obra seguía en aumento. Cuando la economía alemana en concreto empezó a dispararse, el Gobierno de Bonn se vio obligado a buscar mano de obra barata fuera de sus fronteras.
En 1956 el canciller Adenauer se encontraba en Roma para ofrecer transporte gratuito a cualquier trabajador italiano que quisiera viajar a Alemania y solicitar la cooperación italiana para canalizar a los desempleados del sur del país a través de los Alpes. Durante la década siguiente, las autoridades de Bonn firmarían una serie de acuerdos, no sólo con Italia, sino también con Grecia y España (1960), Turquía (1961), Marruecos (1963), Portugal (1964), Túnez (1964) y Yugoslavia (1968). Los trabajadores extranjeros («invitados») eran animados a aceptar el empleo en Alemania (en el entendimiento de que su estancia sería estrictamente temporal y que al final regresarían a sus países de origen). Al igual que los emigrantes finlandeses en Suecia, o los irlandeses en Gran Bretaña, estos hombres —la mayoría menores de 25 años— procedían en casi todos los casos de regiones pobres del campo o de la montaña. La mayoría eran trabajadores no especializados (aunque algunos aceptaban «desespecializarse» con el fin de conseguir trabajo). Los ingresos que obtuvieron en Alemania y en otros países del norte de Europa desempeñaron un papel importante en el sostenimiento de las economías de sus regiones de origen, y su marcha sirvió también para mitigar la competencia local por el trabajo y la vivienda. En 1973 el envío de dinero de los trabajadores en el extranjero equivalía al 90 por ciento de los ingresos por exportación de Turquía y al 50 por ciento de los de Grecia, Portugal y Yugoslavia.
El impacto demográfico de estos movimientos de población fue significativo. Aunque los emigrantes eran oficialmente «temporales», en realidad habían abandonado sus hogares para siempre. Los que volvieron lo harían sólo muchos años más tarde, al jubilarse. Siete millones de italianos dejaron su país entre 1945 y 1970. Entre los años 1950 y 1970, una cuarta parte de toda la mano de obra de Grecia se marchó a trabajar al extranjero: en el momento álgido de la emigración, a mediados de la década de 1960, 117.000 griegos salían cada año de su país[9]. Se estima que, entre 1961 y 1974, un millón y medio de trabajadores portugueses encontraron trabajo en el extranjero (el movimiento de población más importante vivido en la historia de Portugal, donde la población activa quedó reducida a sólo 3,1 millones de personas). Estas cifras resultaban dramáticas para un país cuya población total en 1950 se reducía a 8.250.000 habitantes. La emigración de mujeres jóvenes que iban a París y otros lugares en busca de trabajo en el servicio doméstico tuvo un impacto especialmente significativo en el campo, donde la escasez de adultos jóvenes sólo pudo paliarse en parte con la llegada de emigrantes de las colonias portuguesas en las islas de Cabo Verde y África. En un municipio portugués, Sabugal, en el norte rural, la emigración redujo la población local de 43.513 habitantes en 1950 a sólo 19.174 treinta años más tarde.
El beneficio económico para el país de «importación» resultaba considerable. En 1964 los trabajadores extranjeros (en su mayoría italianos) representaban una cuarta parte de la mano de obra de Suiza, cuyo comercio turístico dependía en gran medida del trabajo barato y estacional: fácil contratación, fácil despido. En Alemania Occidental, en el año récord de 1973, había 2,8 millones de trabajadores extranjeros, la mayoría de ellos empleados en los sectores de la construcción, la metalurgia y la fabricación de coches. En Francia los 2,3 millones de trabajadores extranjeros registrados aquel año representaban un 11 por ciento de la población laboral total. Muchos de ellos eran mujeres que trabajaban en el servicio doméstico como cocineras, limpiadoras, conserjes y baby sitters (la gran mayoría de origen portugués).
La mayor parte de estos hombres y mujeres no tenían permiso de residencia permanente ni se los incluía en los acuerdos firmados por sindicatos y empresarios destinados a velar por la seguridad, el bienestar y la jubilación de los trabajadores autóctonos. Por tanto, los emigrantes apenas suponían ningún compromiso ni coste a largo plazo para el empresario y el país al que habían ido a trabajar. Bien entrada la década de 1980, a los «trabajadores invitados» de Alemania se los mantenía aún en los mismos puestos y con los mismos salarios con los que habían entrado a trabajar. Vivían como podían mientras enviaban la mayoría de sus ingresos a casa: por pocos que fueran los marcos o los francos que les pagaran, su valor era muy superior a lo que hubieran podido ganar en sus pueblos de origen. Su situación se asemejaba bastante a la del triste camarero italiano de Lucerna amablemente caricaturizado en la película de Franco Brusati, Pane e Cioccolata (Pan y chocolate) de 1973.
En 1973 sólo en Alemania Occidental había casi medio millón de italianos, 535.000 yugoslavos y 605.000 turcos[10]. Los alemanes —al igual que suizos, franceses, belgas o británicos— no recibieron con especial agrado esta súbita irrupción de extranjeros en su país. La experiencia de vivir entre tantas personas procedentes de tierras desconocidas resultaba extraña a la mayoría de los europeos. El hecho de que fuera tolerada razonablemente bien, con tan sólo algún brote esporádico de prejuicios y violencia contra las comunidades de trabajadores extranjeros, se debió en cierta medida a que estas últimas vivían separadas de la población local, en deprimentes barrios de la periferia de las grandes ciudades, a que no representaban ninguna amenaza en una era de pleno empleo, a que al menos en el caso de los cristianos de Portugal, Italia y Yugoslavia se trataba de personas física y culturalmente «asimilables» —esto es, no de piel oscura o musulmanes— y a que se daba por hecho que un día se marcharían.
Estas consideraciones no son aplicables, sin embargo, al tercer tipo de mano de obra importada: los emigrantes de las que habían sido o seguían siendo todavía colonias europeas. El número de personas pertenecientes a esta categoría no era en principio significativo. Muchas de las personas que habían regresado a Holanda, Bélgica y Francia procedentes de antiguos dominios imperiales en Asia, África, Sudamérica y el Pacífico eran profesionales de raza blanca o agricultores retirados. Incluso los ciudadanos argelinos que vivían en Francia en 1969 apenas sumaban 600.000, es decir, un número inferior a la población local de italianos o españoles.
Hasta en Gran Bretaña, donde los gobiernos de la década de 1950 habían fomentado activamente la inmigración procedente del Caribe para abastecer de personal los trenes, autobuses y servicios municipales del país, las cifras no eran especialmente llamativas. En el censo de 1951 había 15.000 personas de las Indias Occidentales (principalmente Barbados) residentes en el Reino Unido: 4.000 de ellas en Londres. En 1959 la inmigración de las Indias Occidentales al Reino Unido se cifraba en tomo a las 16.000 personas por año. La inmigración procedente de otros lugares de la Commonwealth era incluso menor (en 1959 llegaron tan sólo 3.000 inmigrantes de la India y Pakistán). Las cifras aumentarían en años posteriores —especialmente cuando el Gobierno británico accedió a regañadientes a admitir a los asiáticos de África oriental expulsados por el dictador de Uganda Idi Amin—, aunque todavía en 1976 el número de personas de raza distinta a la blanca presente en la población del Reino Unido no superaba los 1,85 millones, un 3 por ciento del total. Y el 40 por ciento de ellas había nacido allí.
Evidentemente, la diferencia radicaba en que estas personas eran mulatas o negras (y, al ser ciudadanos de la Commonwealth, les asistía el derecho a la residencia permanente y en última instancia a la ciudadanía en la metrópoli imperial). Ya en 1958 los disturbios racistas que tuvieron lugar al oeste de Londres alertaron al gobierno sobre el riesgo que conllevaba permitir la entrada de «demasiados» emigrantes en una sociedad históricamente blanca. Y, de este modo, a pesar de que la necesidad económica de emigrantes no cualificados seguía siendo importante y de la insignificancia de su número total, el Reino Unido instauró el primero de una larga serie de controles a la inmigración no europea. La Ley de Inmigración de la Commonwealth de 1962 introdujo por primera vez los «permisos de empleo» y aplicó estrictos controles sobre la entrada al Reino Unido de emigrantes de otras razas. Una ley posterior de 1968 intensificó aún más estos controles, ya que reservaba la ciudadanía del Reino Unido exclusivamente a las personas que tuvieran al menos un pariente británico; y en 1971 otra ley, dirigida abiertamente a los no blancos, restringió drásticamente la admisión de los familiares a cargo de emigrantes ya residentes en Gran Bretaña[11].
En última instancia, el efecto que pretendían estas leyes era terminar con la llegada de la inmigración no europea a Gran Bretaña, iniciada menos de 20 años atrás. A partir de este momento, el creciente porcentaje de personas de raza distinta a la blanca en la población del Reino Unido dependería exclusivamente de las tasas de natalidad de las comunidades africana, caribeña y sudasiática del Reino Unido. Por otra parte, estas drásticas restricciones sobre el derecho de negros y asiáticos a entrar en el Reino Unido fueron acompañadas, llegado el momento, de una considerable mejora de sus condiciones de vida una vez instalados en el país. Una Ley de Relaciones Raciales promulgada en 1965 prohibía la discriminación en lugares públicos, introducía reparaciones a la discriminación laboral y estipulaba las penas por incitación al odio racial. Otra ley de once años más tarde proscribió definitivamente toda discriminación por motivos de raza y establecía una Comisión para la Igualdad Racial. En ciertos aspectos, las nuevas poblaciones no europeas del Reino Unido (y posteriormente de Francia) fueron más afortunadas que los europeos de segunda clase que encontraron trabajo al norte de los Alpes. Las patronas de las pensiones inglesas ya no pudieron seguir teniendo colgados los carteles donde se advertía: «No se admiten negros, irlandeses ni perros»; no obstante, los carteles que prohibían la entrada a «perros e italianos» seguirían expuestos en los parques suizos durante algunos años más.
En el norte de Europa la situación de los trabajadores extranjeros y otros residentes se mantuvo deliberadamente en la precariedad. El Gobierno holandés animaba a los trabajadores españoles, yugoslavos, italianos (y más tarde turcos, marroquíes y del Surinam) a venir a su país y trabajar en la industria textil, la minería y la construcción naval. Pero cuando las viejas fábricas cerraron, estos trabajadores perdieron sus empleos, con frecuencia sin contar con ningún seguro ni red de seguridad social que amortiguara el golpe que esto suponía para ellos y sus familias. En Alemania Occidental, una Ley de Extranjería de 1965 incorporaba en su texto la «Normativa policial para extranjeros» promulgada por primera vez por los nazis en 1938. Se describía y consideraba a los trabajadores extranjeros como una presencia temporal, a merced de las autoridades. Sin embargo en 1974, cuando la economía europea se ralentizó y empezó a avanzar a paso de tortuga, y muchos de los trabajadores inmigrantes dejaron de ser necesarios, éstos se habían convertido ya en residentes permanentes. Aquel año el 17,3 de los niños nacidos en Alemania Occidental eran hijos de «extranjeros».
Sería difícil sobreestimar el impacto global que causaron estos movimientos demográficos. En total, el número de personas que se trasladaron, dentro de cada país, de un país a otro, y de Europa a otros países extranjeros, alcanza los cuarenta millones. Al producirse de esta forma precaria y en gran medida desorganizada, el boom europeo no hubiera sido posible de no existir un trabajo barato y abundante. Los Estados europeos de la postguerra —y los empresarios privados— se beneficiaron enormemente de este flujo constante de trabajadores dóciles y mal pagados por quienes con frecuencia evitaban pagar todos los costes sociales correspondientes. Cuando el boom pasó y llegó el momento de despedir al excedente laboral, esta mano de obra inmigrante e itinerante fue la principal perjudicada.
Como todo el mundo, los nuevos trabajadores no sólo fabricaban cosas, sino que también las compraban. Esto resultaba bastante novedoso. Según consta en los anales de la historia, hasta aquel momento la mayoría de los ciudadanos de Europa, y del resto del mundo, sólo habían poseído cuatro tipos de cosas: las que habían heredado de sus padres, las que fabricaban ellos mismos, las que canjeaban o intercambiaban con otros y unos cuantos artículos que estaban obligados a comprar con dinero, casi siempre fabricados por alguien a quien conocían. A lo largo del siglo XIX la industrialización había transformado el mundo de los habitantes de las ciudades, pero en muchos lugares de la Europa rural la economía siguió funcionando de forma muy parecida hasta la Segunda Guerra Mundial e incluso más adelante.
El gasto mas importante con diferencia en un presupuesto de una familia tradicional lo constituía la comida y la ropa, que, junto con la vivienda, copaban la mayor parte de los ingresos familiares. La mayor parte de la gente no compraba o «consumía» en el sentido moderno de la palabra; sencillamente, subsistía. Para la inmensa mayoría de la población europea, hasta mediados del siglo XX, los «ingresos disponibles» eran términos contradictorios entre sí. Todavía en 1950 la familia occidental media europea gastaba más de la mitad de su dinero en cubrir sus necesidades básicas: comida, bebida y tabaco (sic). En la Europa mediterránea, la cifra era notablemente superior. Si añadimos a esto la ropa y el alquiler, no quedaba mucho más para artículos no esenciales.
Todo esto cambiaría en el lapso de una generación. Durante las dos décadas siguientes a 1953, los salarios reales casi se triplicaron en Alemania Occidental y los países del Benelux. En Italia la tasa de crecimiento de los ingresos fue todavía más alta. Incluso en Gran Bretaña el poder adquisitivo del ciudadano medio casi se duplicó durante aquellos años. En 1965 la comida y la ropa copaban sólo el 31 por ciento del gasto en consumo de Gran Bretaña; en 1980, la media de Europa del norte y occidental, en conjunto, era inferior al 25 por ciento.
La gente tenía dinero de sobra, y lo gastaba. En 1950 los minoristas de Alemania Occidental vendían sólo 900.000 pares de medias de nylon (el artículo «de lujo» por excelencia de los años inmediatamente posteriores a la guerra). Cuatro años después, en 1953, las ventas alcanzaban los 58 millones de pares. En artículos más tradicionales, el mayor impacto de esta revolución en el gasto afectó al modo de empaquetar los productos y la magnitud de las ventas. Empezaron a aparecer los supermercados, especialmente durante la década de 1960, aquella en la que el efecto del aumento del poder adquisitivo se dejó sentir de forma más llamativa. En Holanda, que contaba con siete supermercados en 1961, había 520 diez años más tarde. Durante la misma década, el número de supermercados en la vecina Bélgica se elevó de 19 a 456; en Francia de 49 a 1.833[12].
La explicación de la existencia de los supermercados consistía en que los compradores (amas de casa en su mayoría) gastarían más en una sola salida a la compra si la mayor parte de lo que deseaban comprar —o a lo que se les podía tentar para que desearan comprar— lo encontraban cómodamente a su disposición en un solo sitio. Pero esto a su vez suponía que las mujeres tenían que contar con un lugar en el que dejar la comida al llegar a casa, lo que hizo que la presencia de un frigorífico se impusiera cada vez más. En 1957 la mayoría de las familias europeas occidentales todavía no tenía frigorífico (la cifra variaba entre el 12 por ciento de Alemania y el 2 por ciento de Italia). La razón no era tanto técnica (a mediados de la década de 1950 casi toda la Europa occidental contaba con pleno suministro eléctrico, salvo ciertas zonas de la Noruega rural y algunas regiones sureñas y de las tierras altas de Italia) como logística: hasta que las amas de casa pudieran permitirse comprar grandes cantidades de alimentos perecederos en una sola salida y transportarla a casa, no tenía mucho sentido gastar importantes sumas de dinero en un frigorífico[13].
Resulta por tanto sintomático de muchos otros cambios asociados a éste, que, en 1974, se hiciera constar la ausencia de un frigorífico: en Bélgica y el Reino Unido el 82 por ciento de las familias tenía uno, en Francia el 88 por ciento, en Holanda y Alemania Occidental el 93 por ciento. Y, lo que más llama la atención: el 94 por ciento de las familias italianas tenía ya uno, la proporción más alta de toda Europa. De hecho, Italia se había convertido en el fabricante de frigoríficos y otros «electrodomésticos de gama blanca» más importante de toda Europa. En 1951 la industria italiana fabricó 18.500 frigoríficos; dos décadas después, estaba produciendo 5.274.000 al año —casi tantos como Estados Unidos y más que todo el resto de Europa junta.
Al igual que el frigorífico doméstico, la lavadora hizo también su aparición durante aquellos años. Su propósito era también facilitar el trabajo de la nueva ama de casa acomodada, y animarla a ampliar el abanico de sus compras. Sin embargo la lavadora tardaría más tiempo en popularizarse que el frigorífico, en parte porque a mediados de la década de 1950 el agua corriente todavía no había llegado a más de la mitad de las casas de Bélgica, Italia, Austria, España y muchos lugares de Francia y Escandinavia y, en parte, porque la red eléctrica de muchas zonas no suministraba la suficiente potencia para dar servicio a dos grandes electrodomésticos en una sola vivienda[14]. Incluso en 1972, cuando la mayoría de los europeos occidentales vivía en casas equipadas con cuartos de baño e instalación de fontanería completa, sólo dos de cada tres hogares tenían lavadora, proporción que aumentaría de forma constante pero lenta durante las siguientes décadas. Las lavadoras continuaron estando durante muchos años fuera del alcance de los pobres, especialmente de las familias numerosas, que eran las que más las necesitaban. En parte por esta razón, la lavadora —al igual que el lavavajillas a partir de mediados de los años setenta— estuvo asociada en la imaginería comercial al equipamiento doméstico de la clase media acomodada.
Las lavadoras y los frigoríficos empezaron a ser más baratos. Como los juguetes y la ropa, se fabricaban a mayor escala que nunca, ya que la inversión, por un lado, y la fuerte y sostenida demanda, por otro, hicieron bajar los precios: incluso en Francia, donde la producción masiva siempre había ido un poco rezagada, la facturación de la industria del juguete aumentó un 350 por ciento en los primeros años del baby boom, entre 1948 y 1955. Pero donde el virtuoso círculo de millones de recién empleados-consumidores causó el impacto más significativo no fue en el ámbito doméstico, sino fuera de él. La medida más importante de la prosperidad europea fue la revolución provocada por el coche familiar.
Hasta la década de 1950, el automóvil constituía un artículo de lujo para la mayoría de los europeos y en muchos lugares apenas se veía pasar alguno de vez en cuando. Incluso en ciudades importantes, su llegada había sido muy reciente. La mayoría de la gente no recorría grandes distancias por placer, y para ir al trabajo o al colegio utilizaba el transporte público: el tren, el tranvía o el autobús. A comienzos de los años cincuenta, en España había sólo 89.000 vehículos privados (sin contar los taxis): uno por cada 314.000 personas. En 1951 tan sólo una de cada doce familias francesas tenía coche. Sólo en Gran Bretaña el coche particular constituía un fenómeno de masas: en 1950 había 2.258.000 automóviles privados. Pero la distribución geográfica era desigual: casi una cuarta parte de todos los coches estaban matriculados en Londres: gran parte de la Gran Bretaña rural estaba vacía de coches, al igual que Francia o Italia. Aun así, muchos londinenses no tenían coche, y había miles de comerciantes, vendedores de fruta, etcétera, que seguían dependiendo para su trabajo de un carro y un caballo.
El coche particular aumentaría espectacularmente en las dos décadas siguientes. En Gran Bretaña, donde el despegue inicial de la década de 1930 había quedado estancado por la escasez derivada de la guerra y la postguerra, su venta se duplicó con cada década entre 1950 y 1980. De 2.250.000 vehículos en 1950, el número de coches particulares en Gran Bretaña se elevó a 8 millones en 1964, y alcanzó los 11,5 millones a finales de los años sesenta. Los italianos, que apenas contaban con 270.000 coches particulares al comienzo de la guerra y 342.000 en 1950 (un número inferior al que había sólo en el área metropolitana de Londres), contaban con dos millones de vehículos en 1960, cinco millones y medio en 1965, más de diez millones en 1970, y una cifra estimada de 15 millones cinco años más tarde (dos coches por cada siete residentes en el país[15]). En Francia, el número de coches particulares se elevó de menos de dos millones a casi seis millones de vehículos en el transcurso de la década de 1950, y volvería a duplicarse a lo largo de los diez años siguientes. El hecho de que los parquímetros se introdujeran a finales de los años cincuenta en Gran Bretaña (y más adelante, en la década de 1960, en Francia y otros países) resulta revelador[16].
Si los europeos pudieron comprar coches para su uso personal en tamañas cantidades no fue solamente porque tuvieran más dinero para gastar. Había muchos más coches disponibles para satisfacer la contenida demanda de las décadas de la Depresión y de la guerra. Mucho antes de 1939, algunos fabricantes europeos de coches (Porsche en Alemania, Renault y Citroën en Francia, Morris en Gran Bretaña), tras prever un aumento de la demanda de automóviles privados tras la Depresión, habían empezado a pensar en un nuevo tipo de coche familiar —de características análogas al Modelo T de Henry Ford de veinte años antes: fiable, fabricado en serie y asequible—. La guerra retrasó la aparición de estos modelos, pero a principios de la década de 1950 ya estaba en marcha la instalación de un número cada vez mayor de nuevas líneas de producción.
Cada país de Europa occidental tenía un fabricante y un modelo de coche propio, pero, básicamente, todos eran muy similares. Tanto el Volkswagen Escarabajo como el Renault 4CV, el FIAT 500 y 600, el Austin A30 y el Morris Minor eran modelos pequeños, de dos puertas, pensados para el transporte familiar: baratos en cuanto a precio y mantenimiento, y fáciles de reparar. De carrocería endeble y de chapa, motores pequeños de escasa potencia (diseñados para consumir el menor combustible posible) y dotados del mínimo de accesorios y equipamiento. Los Volkswagen, Renault y Fiat tenían motor y tracción trasera, de modo que dejaban el compartimento frente al conductor para alojar una pequeña cantidad de equipaje, la batería, la rueda de repuesto, la manivela de arranque y las herramientas.
El Morris, de motor delantero, al igual que su contemporáneo y competidor el Ford Popular (de propiedad norteamericana pero fabricado en la planta de Ford en Dagenham, cerca de Londres, para el mercado doméstico) aspiraba a un nivel de confort ligeramente más alto —y más tarde evolucionaría a un modelo de cuatro puertas, acorde con el momento de prosperidad que atravesaba Gran Bretaña en los años de su aparición en el mercado—. La francesa Citroën introdujo su emblemático 2CV (dirigido en principio a agricultores que aspiraban a modernizar o sustituir su carro de bueyes), completado con cuatro puertas, techo y asientos abatibles y el motor de una motocicleta de tamaño medio. A pesar de las variaciones culturales, los pequeños coches de los cincuenta compartían un mismo propósito: hacer el automóvil más accesible y asequible a la mayoría de las familias de Europa occidental.
Durante los primeros años siguientes al inicio de la revolución europea del transporte, el suministro de automóviles no pudo satisfacer la demanda (una situación que en la Europa del Este se mantuvo así hasta 1989). Por ello, durante algún tiempo proliferaron todo tipo de ciclomotores, motocicletas y motos con sidecar, esta última a modo de improvisado vehículo familiar para aquellos que no podían permitirse pagar un coche o disponer de uno. Entonces aparecieron en escena los escúteres —tanto en Francia como, sobre todo, en Italia, donde el primer rally de escúteres, celebrado en Roma el 13 de noviembre de 1949, fue seguido de una explosiva demanda en el mercado de estos prácticos y asequibles símbolos de libertad y movilidad urbana, tan populares y celebrados entre la gente joven—, especialmente la Vespa, presente en todas las películas de factura o temática italianas realizadas en aquella época.
Pero para principios de la década de 1960 el coche ya se había impuesto con firmeza en Europa occidental, lo que derivó el tráfico de las líneas férreas a las carreteras y el transporte de los medios públicos a los privados. Las redes de ferrocarril habían alcanzado su máxima extensión y volumen de uso en los años siguientes a la Primera Guerra Mundial; ahora, convertidas en un servicio nada rentable, empezaron a recortarse y desmantelarse miles de kilómetros de vía. En el Reino Unido los trenes transportaban a 901 millones de pasajeros en 1946, con lo que alcanzó entonces su máximo histórico. Pero a partir de este momento las cifras se redujeron cada año. En el resto de Europa occidental el tráfico de trenes se mantuvo en un nivel más alto; en los países pequeños y muy poblados, con redes eficientes —como Bélgica, Holanda o Dinamarca— en realidad aumentó, si bien a un ritmo mucho más lento que el tráfico por carretera.
El número de personas que utilizaban el autobús también comenzó a disminuir por primera vez, a medida que aumentaba el número de personas que iban a trabajar en coche. Entre 1948 y 1962, en la congestionada capital británica, el tráfico total de pasajeros de la red de autobuses, tranvías y metro de Londres se redujo de 3.955.000 de personas al año a 2.485.000, a medida que la población de la periferia empezó a trasladarse en coche al trabajo. A pesar del claramente inadecuado estado de las carreteras europeas —fuera de Alemania no se habían acometido obras importantes de mejora de las redes nacionales de carreteras desde finales de la década de 1920— las personas y sobre todo las familias empezaron a utilizar cada vez más el coche para el transporte discrecional: el traslado a los hipermercados recién instalados en la periferia de las ciudades y, sobre todo, para las excursiones de fin de semana y las vacaciones de verano[17].
El viaje de recreo no era un fenómeno nuevo en Europa, aunque hasta aquel momento había estado reservado primero a la aristocracia y más adelante a las clases medias más acomodadas y culturalmente más ambiciosas. Pero al igual que los demás sectores económicos, el «turismo» se había visto perjudicado por la guerra y la recesión económica. En 1913 la industria turística suiza registraba 21,9 millones de noches de alojamiento, cifra que no volvería a alcanzar hasta mediados de la década de 1950, y, cuando lo hizo, el boom turístico fue diferente, facilitado y promovido por la disponibilidad del transporte privado y, especialmente, por el creciente número de personas que disfrutaban de vacaciones pagadas: en 1960 la mayoría de los empleados de la Europa continental tenían legalmente derecho a dos semanas de vacaciones pagadas (tres en el caso de Noruega, Suecia, Dinamarca y Francia) y era cada vez más frecuente que disfrutaran de dichas vacaciones fuera de casa.
Los viajes de placer empezaban a convertirse en turismo de masas. Las empresas de autocares empezaron a florecer por todas partes, lo que transformó la tradición de los viajes anuales en autocar con destino a la costa de los trabajadores de las fábricas y del campo en servicios comerciales de transporte nacionales e internacionales. Los empresarios en ciernes de líneas aéreas como el británico Freddie Laker, que había comprado aviones Dakota con turbopropulsor sobrantes de la guerra, desarrollaron servicios de flete de aviones con destino a recién inaugurados centros turísticos veraniegos de Italia, Francia y España. La acampada —que ya era popular antes de la guerra entre los veraneantes de menor poder adquisitivo y los amantes de la vida al aire libre— se convirtió en una industria muy importante a finales de los años cincuenta, que permitió la proliferación de campings de ambiente costero y bucólico, grandes emporios comerciales dedicados a este equipamiento, guías impresas y tiendas especializadas en este tipo de prendas de vestir. Los lugares de vacaciones tradicionales —situados en las costas y el campo de la Europa central y septentrional— prosperaron, mientras emergían a su vez otros centros recién descubiertos (o redescubiertos), que acaparaban cada vez más importancia en folletos de papel satinado y en la mitología popular. La Riviera francesa, antaño un apacible refugio elegido por la alta burguesía eduardiana para pasar el invierno, aparecía remozada con un aire juvenil y seductor en un nuevo género cinematográfico de «diversión al sol»: en 1956 Roger Vadim «inventó» Saint-Tropez como escaparate para su nueva starlet Brigitte Bardot en la película Y Dios creó a la mujer.
No todo el mundo podía permitirse unas vacaciones en Saint-Tropez o Suiza —aunque las costas y montañas francesas e italianas seguían resultando baratas a los viajeros de Gran Bretaña o Alemania, gracias al cambio de la libra esterlina y el marco alemán por los subvaluados francos y liras de aquel momento—. Pero las vacaciones en las costas nacionales, especialmente codiciadas por británicos, holandeses y alemanes, resultaban entonces verdaderamente baratas. Billy Butlin, un feriante canadiense que creó su primer negocio en Skegness en 1936 e hizo una fortuna durante la década de 1950 con la venta de vacaciones familiares «baratas y alegres» en centros estratégicamente situados a lo largo de la costa de la Inglaterra industrial: «un Walmart[b] con alojamiento», como despectivamente los describió un crítico en retrospectiva. Pero Butlin gozó en su momento de una enorme popularidad y fue el precursor no reconocido del Club Med francés, la opción de vacaciones colectivas preferida por una generación posterior y más cosmopolita, hasta en sus «gentils moniteurs» (o «chaquetas rojas» como Butlin los denominaba).
Los algo más aventureros podían optar por los recién inaugurados centros de vacaciones de la costa mediterránea española, donde los visitantes podían elegir entre establecimientos de bed-and-breakfast, pensiones o modestos hoteles de costa reservados en bloque por una nueva generación de operadores turísticos. Ya todos estos lugares podía ahora llegarse en coche. Vestidas con cómodas ropas veraniegas (en sí un nuevo producto, por otra parte indicativo del nuevo bienestar económico), millones de familias se apiñaban en sus Fiat, Renault, Volkswagen y Morris —a menudo el mismo día, dado que las fechas de las vacaciones oficiales solían ceñirse en torno a las mismas semanas de agosto— y salían con destino a lejanas costas, por carreteras estrechas y mal equipadas diseñadas para una era de viajes ya pasada.
El resultado de todo ello eran unos tremendos atascos de tráfico sin precedentes hasta entonces, que se hicieron peores cada año a partir de finales de los años cincuenta. Solían producirse siempre en las mismas arterias: la carretera sudoeste A303 de Londres a Cornualles, las Routes Nationales 6 y 7 de París a la costa mediterránea, la Route Nationale 9 de París a la frontera española (los turistas franceses que visitaban España pasaron de unos cuantos miles en 1955 a tres millones en 1962 y siete millones dos años después —en la España de Franco hasta el franco francés estaba en situación de ventaja, especialmente tras la revaluación gaullista[18]—). Los turistas alemanes siguieron la ruta hacia el sur del comercio medieval, atravesando el Tirol austríaco y el paso de Brennero para llegar a Italia en números cada vez mayores. Muchos continuaban hacia Yugoslavia, que, al igual que España, abrió sus puertas al turismo extranjero durante estos años: los viajeros extranjeros al único país comunista accesible de Europa (agraciado con su larga y extremadamente barata costa adriática), que sumaban 1,7 millones en 1963, alcanzaron los casi 6,3 millones anuales una década más tarde.
El turismo de masas, como está perfectamente comprobado, puede ser insensible desde el punto de vista medioambiental, pero comporta unos evidentes beneficios redistributivos. A medida que los prósperos ciudadanos del norte empezaron a llegar en masa a las empobrecidas tierras del Mediterráneo, comenzaron a generarse puestos de trabajo de albañil, cocinero, camareras de hotel, taxistas, prostitutas, recepcionistas, personal de mantenimiento de aeropuertos, etcétera. Por primera vez, hombres y mujeres jóvenes y sin experiencia de Grecia, Yugoslavia, Italia y España podían encontrar un trabajo estacional mal pagado en casa, sin tener que salir al extranjero. En lugar de emigrar a las economías en expansión de los países del norte, ahora daban servicio a estas mismas economías desde su propia tierra.
Puede que los viajes al extranjero no abrieran las mentes: cuanto más popular era un destino extranjero, más rápidamente acababa pareciéndose —en todas sus características esenciales, menos en el clima— al lugar de procedencia de los turistas. De hecho, el éxito del turismo a gran escala de la década de 1960 y las posteriores residía en hacer que británicos, alemanes, holandeses, franceses y otros viajeros neófitos se sintieran lo más cómodos posible, rodeados de sus paisanos y aislados de todo lo exótico, desconocido e inesperado. Pero el mero hecho de viajar a algún lugar lejano con regularidad (anual) y los novedosos medios de transporte utilizados para llegar allí —el coche particular, el vuelo chárter— ofrecía a millones de hombres y mujeres hasta entonces encerrados en su propio entorno (y especialmente a sus hijos) la posibilidad de asomarse a una ventana con vistas a un mundo mucho más amplio.
Hasta la década de 1960, la principal fuente de información, opinión y entretenimiento disponible para la inmensa mayoría de los europeos era la radio. A través de la radio era como la gente se enteraba de las noticias, y si existía una cultura nacional común, ésta se conformaba más a partir de lo que la gente oía que de lo que veía o leía. Durante aquellos años la radio era regulada por el Estado en todos los países europeos (en Francia, la red nacional de emisoras cerraba a medianoche). Las emisoras, los transmisores y la longitud de onda debían ser autorizados por los gobiernos nacionales, y por lo general eran también de su propiedad: resulta sintomático que las pocas emisoras de radio que transmitían desde fuera de las fronteras nacionales estuvieran por lo general situadas en barcos o en islas y se las denominara coloquialmente «piratas».
Los aparatos de radio, muy extendidos ya antes de la guerra, eran de uso prácticamente universal al llegar 1960: aquel año había una radio por cada cinco personas en la URSS, una por cada cuatro en Francia, Austria y Suiza, y una por cada tres en Escandinavia y Alemania del Este. De hecho, casi todas las familias tenían una radio[19]. La mayoría de las radios domésticas habían evolucionado poco a partir de los aparatos grandes, poco manejables y de funcionamiento con válvulas, sin cable, de las décadas de entreguerras. Por lo general había una por familia. Ocupaba un lugar preeminente en el salón o la cocina, y la familia tenía forzosamente que escucharla reunida en torno a ella. Ni siquiera las radios de los coches supusieron un gran cambio en este sentido —la familia viajaba junta, la escuchaba junta y los padres elegían los programas—. La radio sin cable era por tanto un medio de comunicación conservador por naturaleza, tanto por sus contenidos como por los modelos sociales que fomentaba y sostenía.
La llegada del transistor cambiaría todo esto. La radio transistor era todavía poco frecuente en 1958 (en toda Francia, por ejemplo, había sólo 260.000). Pero tres años más tarde, en 1961, los franceses tenían 2.250.000 transistores. En 1968, cuando nueve de cada diez personas en Francia tenían una radio, dos tercios de estos aparatos eran modelos portátiles. Los adolescentes ya no tenían que sentarse junto a sus familias para escuchar las noticias y las radionovelas dirigidas a un público adulto y programadas en «horas de audiencia familiar», generalmente después de la cena. Ahora tenían sus propios programas: Salut les Copains, en la radio nacional francesa, Pick of the Pops en la BBC, etcétera. La individualización de la radio se reflejó en la programación y, cuando los sistemas de la radio estatal demostraron cierta lentitud para adaptarse, las emisoras de radio «periféricas» —Radio Luxemburgo, Radio Montecarlo, Radio Andorra, que transmitían legalmente pero desde fuera de las fronteras nacionales y eran financiadas por la publicidad comercial— aprovecharon la ocasión.
Los transistores a pilas eran ligeros y portátiles, por lo que se adaptaban bien a una edad de cada vez mayor movilidad (su hábitat natural eran las playas para turistas y los parques públicos). Pero la radio era un medio auditivo, limitado por tanto en cuanto su capacidad para adaptarse a una era cada vez más visual. Para las personas más mayores, la radio siguió siendo la fuente principal de información, conocimiento y entretenimiento. En los Estados comunistas el aparato de radio era también el único medio de acceso, por más que inadecuado, a unas noticias y opiniones que no estaban sujetas a la censura, como Radio Europa Libre, la Voz de América y, sobre todo, el Servicio Mundial de la BBC. Pero ahora la gente joven de todos los países utilizaba la radio para escuchar música popular. Para todo lo demás recurrían cada vez más a la televisión.
La televisión se introdujo lentamente en Europa y, en algunos lugares, con bastante retraso. En Gran Bretaña la transmisión regular comenzó en la década de 1940 y mucha gente pudo ya ver la coronación de la reina Isabel en junio de 1953 por televisión. En 1958 se concedieron más licencias de televisión que de radio: el país contaba con diez millones de televisores en junio de 1953 (momento en el que en Alemania había ya 200.000 y en Estados Unidos quince millones); incluso en 1960 sólo una de cada ocho familias francesas tenía una televisión, una quinta parte de la cifra total de Gran Bretaña para una población comparable en cuanto a número. En Italia las cifras eran aún más bajas.
Sin embargo, durante la década de 1960 la televisión llegó a casi todas partes: los pequeños televisores en blanco y negro se habían convertido en un elemento accesible y cada vez más esencial del mobiliario doméstico, incluso en los hogares más modestos. En 1970, en Europa occidental se había alcanzado ya un promedio de un televisor por cada cuatro personas (en el Reino Unido la cifra era superior y en Irlanda bastante inferior). En aquel momento el televisor constituía un aparato más común que el teléfono en las familias de países como Francia, Holanda, Irlanda o Italia (el mayor fabricante europeo de aparatos de televisión, así como de frigoríficos), si bien los niveles de audiencia eran aún muy bajos en comparación con épocas posteriores: tres cuartas partes de los adultos italianos veían un promedio de horas de televisión inferior a las trece horas por semana. Dos de cada tres familias alemanas poseían un televisor (mientras que menos de la mitad tenían frigorífico); checos, húngaros y estonios (que podían ver la televisión finlandesa ya desde 1954) les seguían muy de cerca.
El impacto de la televisión fue complejo. Su contenido no era en principio especialmente innovador (los canales de propiedad estatal se aseguraban de que el trasfondo político y moral de los programas para niños y adultos estuviera estrictamente regulado). La televisión comercial comenzó en Gran Bretaña en 1955, pero tardaría bastante más tiempo en llegar a otros lugares, y en la mayoría de los países europeos ni siquiera se planteó la posibilidad de permitir canales de televisión privados hasta bien entrada la década de 1970. La mayor parte de la programación televisiva durante las primeras décadas de existencia de este medio era convencional, acartonada y bastante paternalista, e iba dirigida a asentar y no a menoscabar las normas y valores tradicionales. En Italia, Filiberto Guala, director de la RAI (Radio Audizioni Italiane, la red nacional de emisoras italiana) desde 1954 a 1956, aleccionaba a sus empleados en el sentido de que sus programas no debían «socavar la institución familiar» o reflejar «actitudes, planteamientos o detalles que pudieran despertar los instintos básicos»[20].
Las posibilidades de elección eran pocas —en muchos lugares uno o dos canales como máximo— y el servicio funcionaba sólo durante algunas horas de la tarde y de la noche. Sin embargo, la televisión fue un medio de subversión social. Contribuyó enormemente a acabar con el aislamiento y la ignorancia de las comunidades más remotas, y proporcionó a todo el mundo una experiencia y cultura visual común. Ser «francés», «alemán» u «holandés» era ahora algo que venía menos determinado por la enseñanza primaria o las festividades nacionales que por la manera de entender un país a través de lo que uno deducía de las imágenes que entraban en las casas. El sentimiento «italiano», para bien o para mal, se forjó más por medio de la experiencia compartida de ver los deportes o los espectáculos de variedades de la RAI que por un siglo de gobierno nacional unificado.
Sobre todo, la televisión introdujo la política nacional en los hogares. Hasta la llegada de la televisión, la política de París o Bonn, Roma o Londres, estaba reservada a una élite, dirigida por unos líderes distantes a los que sólo se conocía a través de sus incorpóreas voces emitidas por la radio, sus desvaídas fotografías en los periódicos o sus estilizadas imágenes proyectadas en los anodinos noticiarios de las salas de cine. Apenas dos décadas más tarde, los líderes políticos ya estaban familiarizados con la televisión: podían transmitir autoridad y confianza a la vez que aparentaban una sencillez tranquilizadora ante una audiencia multitudinaria (una faceta para la que la mayoría de los políticos europeos estaban mucho menos preparados que sus homólogos norteamericanos). Muchos políticos veteranos fracasaron miserablemente cuando se enfrentaron a las cámaras de televisión, lo que beneficiaría de manera extraordinaria a los aspirantes más jóvenes y más adaptables. Como el político conservador británico Edward Heath señalaría en sus memorias a propósito del éxito mediático de su triunfante adversario, el líder laborista Harold Wilson, la televisión estaba «abierta a cualquier charlatán capaz de manipularla a su conveniencia. Como quedaría demostrado en la década siguiente».
Como medio visual, la televisión representaba un desafío directo para el cine. No sólo ofrecía una alternativa de entretenimiento «de pantalla», sino que también podía llevar los largometrajes a los hogares, lo que obviaba la necesidad de salir de casa salvo para ver los últimos estrenos. En el Reino Unido los cines perdieron un 56 por ciento de espectadores entre 1946 y 1958. Las cifras disminuirían a un ritmo más lento en el resto de Europa, pero también acabarían por descender más pronto o más tarde. La asistencia a los cines se mantuvo más tiempo en la Europa mediterránea (especialmente en Italia, donde los niveles de audiencia permanecieron bastante constantes hasta mediados de la década de 1970). Pero entonces los italianos no sólo iban a ver películas de forma regular (por lo general, una vez a la semana), sino que además las hacían: en la Roma de mediados de la década de 1950 la industria cinematográfica constituía el segundo sector de empleo más importante después de la construcción gracias a la realización no sólo películas clásicas de cine de autor, sino (lo que resultaba aún más rentable) una constante serie de largometrajes fácilmente olvidables protagonizados por reinas de la belleza y fugaces starlets: «le maggiorate fisiche» (las físicamente mejor dotadas).
Al cabo del tiempo, tanto la industria cinematográfica italiana como la asistencia a las salas empezaron a decaer. Los productores de películas europeos, al carecer de los recursos de Hollywood, no podían aspirar a competir con los filmes norteamericanos, ni en cuanto a escala ni en cuanto a «medios de producción», y se limitaron cada vez más aun cine «de la vida cotidiana», encuadrado en el género de la «Nueva Ola», el realismo social o la comedia doméstica. El cine europeo dejó de ser una actividad social para convertirse en una forma de arte. Mientras que en las décadas de 1940 y 1950 el público había acudido sistemáticamente a ver cualquier película que proyectaran en el cine del barrio, ahora sólo iba si le interesaba una determinada película. Para el entretenimiento no seleccionado, para ver «lo que pusieran», tenían ahora la televisión.
A pesar de ser un medio «joven», la televisión ejerció un atractivo especial en el público de más edad, especialmente durante sus primeros años de vida, durante los cuales estuvo regulado por el Estado y se mostró por tanto culturalmente cauteloso. Los hombres y mujeres de edad madura que antes escuchaban la radio o salían al cine ahora se quedaban en casa a ver la televisión. El deporte comercial, en especial los deportes espectáculo tradicionales como el fútbol o las carreras de galgos, se vio directamente alertado: primero porque su público tenía ahora una fuente alternativa de entretenimiento, más práctica y cómoda; y, segundo, porque el deporte empezó a televisarse al poco tiempo, por lo general los fines de semana. Sólo los jóvenes seguían saliendo a divertirse masivamente. Y sus gustos y formas de ocio estaban empezando a cambiar.
A finales de la década de 1950 la economía europea empezó a acusar de lleno el impacto comercial del baby boom. Primero se había producido la explosión comercial de los productos para bebés y niños: cochecitos de bebé, cunas, pañales, alimentación infantil, ropa, material deportivo, libros, juegos y juguetes. Luego llegó la gran expansión de las escuelas y los servicios educativos, que traería consigo un nuevo mercado de uniformes escolares, pupitres, libros de texto, material escolar y una gama cada vez más amplia de productos educativos (incluidos los profesores). Pero hasta entonces los compradores de todos estos bienes y servicios habían sido adultos: padres, familiares, responsables escolares y gobiernos centrales. Alrededor de 1957, por primera vez en la historia europea, la gente joven empezó a comprar cosas por sí misma.
Hasta aquel momento, la gente joven no había ni siquiera constituido una entidad diferenciada de consumidores. De hecho, «la gente joven» no había existido como tal. En las familias y comunidades tradicionales, los niños seguían siendo niños hasta que dejaban la escuela y se ponían a trabajar, momento en el que pasaban a convertirse en jóvenes adultos. La nueva categoría intermedia de los «adolescentes», que definía a una generación en función de su edad (ni infantil ni adulta) y no de su estatus, no había tenido precedentes hasta el momento. Y la idea de que estas personas —los adolescentes— podían constituir un grupo diferenciado de consumidores hubiera sido completamente impensable tan sólo unos años atrás. Para la mayoría de la gente, la familia siempre había sido una unidad de producción, no de consumo. Hasta el punto de que si cualquiera de sus integrantes más jóvenes tenía ingresos propios, éstos se incorporaban a la renta familiar y se utilizaban para ayudar a sufragar los gastos colectivos.
Pero con el rápido aumento de los salarios, la mayoría de las familias podían subsistir —holgadamente— con los ingresos del asalariado principal; y más en los casos en que ambos progenitores tenían empleo. Un hijo o hija que abandonara la escuela a los catorce años (la edad en que la mayoría de los jóvenes de Europa occidental dejaban los estudios en aquella época), viviera en casa y tuviera un trabajo fijo o incluso de media jornada, ya no tenía por qué entregar toda su paga cada viernes. En Francia, en 1965, el 62 por ciento de todos los jóvenes de entre 16 y 24 años que seguía viviendo con sus padres se quedaba con la totalidad de sus ingresos para gastarlos como desearan.
El síntoma más inmediato de este nuevo poder adquisitivo adolescente fue de tipo indumentario. Mucho antes de que la generación del baby boom descubriera por sí misma las minifaldas y el pelo largo, su inmediata predecesora —la generación nacida durante la guerra y no justo después de ella— hizo notar su presencia y su aspecto con el culto al grupo característico de finales de los años cincuenta. Vestidos de negro, con prendas de tacto suave —a veces de piel, o de ante, pero siempre con hechuras marcadas y de corte algo amenazante— los blouson noirs (Francia) los Halbstarker (Alemania y Austria) o los skinknuttar (Suecia), al igual que los teddy boys londinenses, adoptaron una pose cínica, indiferente, a medio camino entre Marlon Brando (en Salvaje) y James Dean (en Rebelde sin causa). Pero, al margen de algunos brotes esporádicos de violencia —que revestirían mayor gravedad en Gran Bretaña, donde pandillas de jóvenes embutidos en cuero protagonizaron algunos ataques contra inmigrantes caribeños— la principal amenaza que estos jóvenes y su vestimenta representaban iba dirigida contra el sentido del decoro de sus progenitores. Ellos parecían diferentes.
La vestimenta específica de una edad adquirió importancia como declaración de independencia e incluso de rebeldía. Esto también constituyó una novedad (en el pasado, los jóvenes adultos no habían tenido otra opción que utilizar las mismas ropas que sus padres y sus madres). Pero, en términos económicos, no sería éste el cambio más importante que traería consigo el gasto por parte de los adolescentes: si bien es cierto que los jóvenes invertían gran parte de su dinero en la ropa, aún lo hacían más —mucho más— en música. La asociación entre «adolescentes» y «música pop», que llegaría a convertirse en automática a principios de la década de 1960, tenía un fundamento comercial además de cultural. Tanto en Europa como en Estados Unidos, cuando el presupuesto familiar podía prescindir de la contribución de los jóvenes, lo primero que hacía el adolescente liberado era salir a comprar un tocadiscos.
El disco de larga duración se inventó en 1948. El primer single de 45 revoluciones por minuto, con una canción en cada cara del disco, lo comercializó RCA al año siguiente. Las ventas en Europa no despegaron tan rápidamente como en Estados Unidos, donde los récords de ventas pasaron de 277 millones de dólares en 1955 a 600 millones de dólares cuatro años después. Pero, no obstante, también aumentaron. En Gran Bretaña, donde la gente joven estaba en principio más en contacto con la música popular norteamericana que sus coetáneos del continente, los comentaristas dataron la explosión de la música pop a partir de la película de 1956 Rock Around the Clock, protagonizada por Bill Haley and The Comets y The Platters. La película era en sí bastante mediocre, incluso para los poco exigentes niveles de las producciones cinematográficas de la música rock, pero la canción que le daba título (interpretada por Haley) causó un efecto electrizante en una generación de adolescentes británicos.
Los adolescentes de clase trabajadora, en quienes el jazz nunca había despertado gran interés, se sintieron inmediatamente atraídos por la revolución norteamericana (y posteriormente británica) de la música popular: animada, melodiosa, accesible, sexy y, sobre todo, suya[21]. Pero en realidad no tenía nada de malhumorado, y mucho menos de violento, e incluso su faceta sexual era firmemente mantenida a raya por los productores de las compañías de discos, los directores de marketing y los ejecutivos de las emisoras. Ello se debe a que la revolución inicial de la música pop constituyó un fenómeno de los años cincuenta, que de hecho no acompañó a la transformación cultural de la década de 1960, sino que la precedió. En consecuencia, con frecuencia fue objeto de las críticas oficiales. Los comités de vigilancia de los ayuntamientos desaprobaron y prohibieron Rock Around the Clock, como también el claramente superior musical de Elvis Presley Jailhouse Rock.
Los padres de la ciudad de Swansea, en Gales, juzgaron «inadecuado» al cantante skiffle[c] Lonnie Donegan. A Tommy Steele, un cantante de rock británico de finales de los años cincuenta, de estilo moderadamente enérgico, no le permitieron actuar en Portsmouth en sabbath. Johnny Hallyday, un intento francés con no mucho éxito de emular a los rockeros estadounidenses al estilo de Gene Vincent o Eddie Cochran, despertó las iras de los intelectuales conservadores franceses cuando apareció su primer disco en 1960. Desde la retrospectiva, esta escandalizada respuesta de padres, profesores, clérigos, expertos y políticos de toda Europa occidental puede resultar pintoresca y desproporcionada. En menos de una década, Haley, Donegan, Steele, Hallyday y similares parecerían completamente trasnochados, reliquias de una inocente prehistoria.
Los adolescentes europeos de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta no aspiraban a cambiar el mundo. Habían crecido en un clima de seguridad y discreta opulencia. La mayoría de ellos sólo querían parecer distintos, viajar más, tocar música pop y comprarse cosas. En este sentido, reflejaban la conducta y los gustos de sus cantantes favoritos y de los disc-jockeys cuyos programas de radio escuchaban en sus transistores. Pero todo esto no dejaba de constituir el principio de un movimiento revolucionario. En un grado mayor aún que sus padres, se habían convertido en el objetivo de la industria publicitaria que siguió, acompañó y profetizó el boom del consumo. Cada vez se fabricaban y compraban más productos, que abarcaban una variedad sin precedentes. Automóviles, ropa, cochecitos de bebé, comida envasada y detergentes, todo ello llegaba ahora al mercado en una sorprendente diversidad de formas, tamaños y colores.
La publicidad contaba con una larga trayectoria en Europa. En los periódicos, especialmente en los periódicos populares que florecieron a partir de la década de 1890, siempre habían aparecido anuncios. Las vallas y los carteles publicitarios eran ya una plaga en Italia mucho antes de la década de 1950, y cualquiera que viajara por Francia durante aquellos años habría visto las pintadas en lo alto de las fachadas laterales de las viviendas rurales y las terrazas de los cafés que invitaban a beber St Raphael o Dubonnet. Las canciones y la fotografía publicitarias llevaban mucho tiempo acompañando los noticieros y amenizando el descanso entre película y película en los cines de toda Europa. Pero esta publicidad tradicional apenas tenía en cuenta la ubicación del producto que había que vender o la segmentación de mercados en función de edades o gustos. Sin embargo, a partir de mediados de la década de 1950, la elección del consumidor se convirtió en una consideración comercial clave, y la publicidad, que todavía constituía un gasto relativamente menor para las empresas de la Europa anterior a la guerra, ocupó un lugar preeminente.
Por otra parte, mientras que los productos de limpieza y los cereales para el desayuno anunciados en los inicios de la televisión comercial en Gran Bretaña iban dirigidos a amas de casa y niños, las pausas comerciales de Radio Montecarlo y el resto de países estaban enfocadas al mercado de los «jóvenes adultos». El gasto discrecional de los adolescentes —en tabaco, alcohol, ciclomotores y motocicletas, ropa de moda de precio asequible, calzado, maquillaje, productos para el cabello, joyería, revistas, discos, tocadiscos, radios, etcétera— se convirtió en una fuente de dinero inagotable y hasta entonces sin explotar, a la que las agencias publicitarias acudieron en masa para sacar el máximo provecho. El gasto en publicidad en Gran Bretaña se incrementó de 102 millones de libras en 1951 a 2.500 millones en 1978.
En Francia el gasto en anuncios publicitarios dirigidos a adolescentes se elevó un 400 por ciento durante el decisivo periodo de 1959-1962. Para mucha gente el mundo que retrataban los anuncios estaba todavía fuera de su alcance: en 1957 una mayoría de jóvenes encuestados en Francia se quejaba de no tener acceso al tipo de entretenimiento que preferían, a las vacaciones que soñaban, a sus propios medios de transporte. Pero no deja de resultar sintomático que dichos encuestados consideraran ya estos productos y servicios como un derecho del que se veían privados y no una fantasía a la que jamás podrían aspirar. A otro lado del Canal de la Mancha, en aquel mismo año, un grupo de activistas de clase media, perturbados por el impacto directo de la publicidad comercial y la profusión de artículos que promocionaba, publicó la primera guía del consumidor de la historia de Europa, titulada, significativamente, no «Qué» sino ¿Cuál?.
Éste era el nuevo y feliz mundo que el novelista británico J. B. Priestley describió en 1955 como «admass». Para muchos otros observadores de la época se trataba, simplemente, de «americanización»: la adopción en Europa de todas las costumbres y aspiraciones de la América moderna. Aunque a muchos les pareció un cambio radical, no se trataba en realidad de una experiencia nueva. Los europeos llevaban «americanizándose» —y atemorizados ante la idea— al menos durante los últimos treinta años[22]. La tendencia hacia unas líneas de producción de estilo norteamericano y unas cuotas de productividad de corte «taylorista», así como la fascinación ejercida por las películas y las modas estadounidenses, eran ya de sobra conocidas incluso antes de la Segunda Guerra Mundial. Los intelectuales europeos del periodo de entreguerras se habían lamentado ya del «impersonal» mundo de la modernidad estadounidense que todos tenían ante sí; y tanto los nazis como los comunistas hicieron gran ostentación de su papel como preservadores de la cultura y los valores frente al ilimitado capitalismo estadounidense y el cosmopolitismo «mixtificado» y carente de raíces simbolizado por Nueva York y su arrollador ejemplo.
Y sin embargo, a pesar de su presencia en la imaginación europea —y la realidad puramente física de los soldados norteamericanos destinados en las bases de toda Europa occidental— Estados Unidos seguía siendo un gran desconocido para la mayoría de los europeos. Eos estadounidenses hablaban inglés (un idioma con el que la mayoría de los europeos de aquellos años estaban poco familiarizados). La historia y la geografía de Estados Unidos no se estudiaba en las escuelas europeas; sus escritores eran desconocidos hasta para las minorías cultas; su sistema político constituía un misterio para todos, salvo unos cuantos privilegiados. Casi nadie había realizado el largo y caro viaje a Estados Unidos: sólo los más ricos (y no muchos), unos cuantos sindicalistas y algunos otros subvencionados con los fondos del Plan Marshall, unos pocos miles de estudiantes de intercambio —y un puñado de griegos e italianos que habían emigrado a Estados Unidos a partir de 1900 y regresado a Sicilia o las islas griegas a una edad avanzada—. Los europeos del Este a menudo mantenían más lazos con Estados Unidos que los occidentales, dado que muchos polacos o húngaros conocían a algún amigo o familiar que había emigrado a América, y muchos más aún lo habrían hecho si hubieran podido.
Indudablemente, el Gobierno de Estados Unidos y varias instituciones privadas —especialmente la Fundación Ford— estaban haciendo todo lo que estaba en su mano para superar el abismo que separaba a Europa de Estados Unidos: la década de 1950 y los primeros años de la de 1960 constituyeron la gran era de la inversión cultural estadounidense en el extranjero, representada por organismos como las Casas de América o las becas Fulbright. En algunos lugares —especialmente en la República Federal de Alemania— las consecuencias fueron profundas: entre 1948 y 1955,12.000 alemanes visitaron Estados Unidos por largas temporadas de un mes o más. Toda una generación de alemanes occidentales crecieron militar, económica y culturalmente a la sombra de Estados Unidos; Ludwig Erhard se describió en cierta ocasión a sí mismo como «una invención americana».
Pero es importante señalar que, curiosamente, este tipo de influencia y ejemplo norteamericano dependía poco de la implicación económica directa de Estados Unidos. En 1950 Estados Unidos poseía tres quintas partes de la masa de capital occidental y aproximadamente la misma cantidad de su producción, aunque tan sólo una pequeña parte de las ganancias procedía del otro lado del Atlántico. La inversión posterior a 1945 provino sobre todo del Gobierno estadounidense. En 1956 la inversión privada de Estados Unidos en Europa sumaba tan sólo 4.150 millones de dólares. A partir de entonces empezó a incrementarse espectacularmente, despegó en 1960 (especialmente en Gran Bretaña) y alcanzó los 24.520 millones de dólares en 1970, momento en el que ya había provocado una oleada de publicaciones que advertían del ascenso del poder económico estadounidense, como el célebre ensayo de J-J Servan-Schreiber de 1967 titulado Le Défi Américain (El desafío americano).
La presencia económica estadounidense en Europa se sintió menos en la inversión o la influencia económica directa que en la revolución del consumo que estaba afectando por igual a Estados Unidos y a Europa. Los europeos empezaron a tener acceso a una variedad de productos sin precedentes hasta el momento, con los que los norteamericanos ya estaban familiarizados: teléfonos, electrodomésticos, televisiones, cámaras de fotos, productos de limpieza, comida envasada, ropa barata y vistosa, coches y accesorios relacionados, etcétera. Se trataba de la prosperidad y el consumo como modo de vida, del «estilo de vida americano». Para los jóvenes, el atractivo de «América» residía en su agresiva contemporaneidad. Como abstracción, representaba lo opuesto al pasado; era grande, próspera y joven.
Un aspecto de la «americanización», ya apuntado antes, era la música popular, si bien ni siquiera esto constituía en sí una novedad: el ragtime se interpretó por primera vez en Viena en 1903 y las orquestas de baile y los grupos de jazz norteamericanos ya eran populares antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Tampoco se trataba de un proceso unidireccional: la mayor parte de la música popular moderna consistía en un híbrido de géneros locales e importados. La música «americana» en Gran Bretaña era ligeramente diferente de la música «americana» en Francia o Alemania. El gusto francés, en particular, estaba muy influido por intérpretes de color que viajaban a París para huir de los prejuicios de su país (una de las razones por las que la idea de «América» en la cultura francesa se vio marcadamente condicionada por la imagen del racismo).
En la década de 1950, el impacto del ejemplo norteamericano sobre el público europeo se produjo sobre todo a través del cine. Los públicos europeos tenían un acceso prácticamente ilimitado a todo lo que Hollywood podía exportar: a finales de la década de 1950 Estados Unidos comercializaba unas 500 películas al año, frente a una producción total europea de unas 450. Obviamente, las películas norteamericanas presentaban la desventaja del idioma (si bien en muchos lugares, sobre todo en Italia, se doblaban masivamente al idioma local). En parte por esta razón, los públicos por encima de cierta edad seguían prefiriendo las producciones nacionales. Pero sus hijos opinaban de otra manera. Las audiencias más jóvenes apreciaban cada vez más las películas estadounidenses, a menudo realizadas por directores europeos que habían huido de Hitler o Stalin.
A los críticos de la época les preocupaba el hecho de que el autocomplaciente conformismo de la cultura popular norteamericana, combinado con los mensajes políticos explícitos o subliminales que transmitían las películas dirigidas a un público masivo, corrompieran o abotargaran las sensibilidades de los jóvenes europeos. En todo caso, parece que el efecto fue el opuesto. Los públicos jóvenes europeos filtraban el contenido propagandístico del cine comercial norteamericano (envidiando la «buena vida» que se reflejaba en la pantalla, como también sus padres habían hecho veinte años atrás, pero riéndose abiertamente de la sublimación y el candor de sus historias románticas y su rutina doméstica). Sin embargo, al mismo tiempo, prestaban la máxima atención al estilo con frecuencia subversivo de sus intérpretes.
La música de las películas norteamericanas sonaba también en la radio, en los cafés, en los bares y en las salas de baile. El lenguaje de la juventud rebelde norteamericana —como se mostraba en las películas— estaba cada vez de moda entre sus coetáneos europeos. Los jóvenes europeos empezaron a vestirse «a la americana» (cuando los vaqueros «Levi’s genuinos» se pusieron a la venta por primera vez en París, en el Marché aux Puces, en mayo de 1963, la demanda superó a la oferta). El uniforme juvenil norteamericano de los vaqueros y las camisetas apenas conllevaba connotaciones clasistas (al menos hasta que cayeron en manos de exclusivos y caros diseñadores de moda, e, incluso entonces, la distinción a la que dio lugar no fue de rango social sino de recursos materiales); utilizados tanto por la clase media como por la clase obrera, los pantalones vaqueros supusieron una sintomática inversión de los términos de la trayectoria «descendente» del estilo en el vestir, al «ascender» a partir de una auténtica prenda de trabajo. Además, los vaqueros eran característicamente jóvenes: al igual que muchas otras modas de ropa ajustada imitadas a partir de las películas de finales de los años cincuenta, no favorecían la figura de las personas mayores.
En muy poco tiempo los vaqueros —al igual que las motos, la Coca-Cola, el pelo largo (en hombres y mujeres) y las estrellas de la música pop— habían dado lugar a diversas adaptaciones locales por toda Europa occidental (más hacia el este no se tenía acceso ni a las películas ni a los productos que en ellas se exhibían). Esto formaba parte de un patrón más amplio. El repertorio de temas de las películas norteamericanas (la ciencia ficción, las historias de detectives, los westerns) se adaptaban y transformaban en versiones europeas. Millones de alemanes occidentales supieron de los cowboys a través de las novelas de bolsillo escritas por autores locales que nunca habían viajado a Estados Unidos; en 1960, las novelas del Oeste en alemán se vendían a un ritmo de noventa y un millones al año sólo en la República Federal. El segundo personaje de cómic más famoso en Europa, después del joven detective belga Tintín, era otro producto belga, Lucky Luke, un desventurado y simpático vaquero que aparecía semanalmente en cómics editados en francés y holandés. La América real o imaginaria se estaba convirtiendo en el escenario natural de todos los géneros de entretenimiento.
El impacto norteamericano sobre los jóvenes europeos contribuyó directamente a lo que ya entonces era ampliamente conocido como «brecha generacional». Sus mayores observaban y lamentaban la propensión de los jóvenes europeos de todos los países a salpicar sus conversaciones con americanismos reales o imaginarios, un estudio estimaba que dichos «americanismos» se habían multiplicado por catorce en la prensa austríaca y alemana en el transcurso de la década de 1960; en 1964, el crítico francés René Etiemble publicó Parlez-vous Franglais?, un entretenido (y, según afirman algunos ahora, profético) relato sobre los daños causados al idioma francés por la contaminación anglófona.
El antiamericanismo —la desconfianza y el desagrado por principio hacia la civilización norteamericana y todas sus manifestaciones— solía limitarse a algunas élites culturales cuya influencia lo hacían parecer más extendido de lo que estaba. Conservadores desde el punto de vista cultural como André Siegfried en Francia —cuyo Tableau des États-Unis de 1954 reproducía todo el resentimiento y parte del antisemitismo de las polémicas de la época de entreguerras— estaban de acuerdo con radicales culturales como Jean-Paul Sartre (o, décadas más tarde, con el británico Harold Pinter) al afirmar que Estados Unidos era una tierra de puritanos histéricos, entregados a la tecnología, la estandarización y el conformismo, carentes de originalidad de pensamiento. Dichas inseguridades culturales tenían más que ver con el ritmo del cambio en la propia Europa que con el desafío o la amenaza que representaba Estados Unidos. Así como los adolescentes europeos identificaban el futuro con unos Estados Unidos a los que apenas conocían, sus padres culpaban a esos mismos Estados Unidos por la pérdida de una Europa que no había existido nunca, un continente seguro en su identidad, su autoridad y sus valores, e inmune a los cantos de sirenas de la modernidad y la sociedad de masas.
Estos sentimientos todavía no se habían extendido de la misma manera en Alemania o Austria, o incluso Italia, donde muchas personas mayores todavía consideraban a los norteamericanos como liberadores. Por el contrario, el antiamericanismo se abrazaba con más frecuencia en Inglaterra y Francia, las dos potencias coloniales desplazadas directamente por el ascenso de Estados Unidos. Como Maurice Duverger informaba a los lectores del semanal francés L’Express en marzo de 1964, el comunismo ya no constituía una amenaza: «Sólo existe un peligro inminente para Europa, y es la civilización americana»; «una civilización de bañeras y frigoríficos», como el poeta Louis Aragon la había descrito despectivamente treinta años antes. Pero a pesar del altivo desdén de los intelectuales parisinos, una civilización de bañeras y frigoríficos —y fontanería interior, calefacción central, coches y televisiones— era lo que la mayoría de los europeos deseaba en aquel momento. Y si lo querían no era porque dichos productos fueran norteamericanos, sino porque representaban la comodidad y cierto grado de desahogo. Por primera vez en la historia, el desahogo y la comodidad estaban al alcance de la mayoría de los europeos.