II

Justo castigo

A belgas, franceses y holandeses la guerra les había enseñado que su deber patriótico era hacer trampas, mentir, tener un mercado negro, desprestigiar y estafar: estos hábitos habían llegado a estar muy arraigados después de cinco años.

AUL-HENRI SPAAK, Ministro de Asuntos Exteriores de Bélgica

La venganza no tiene sentido, pero ciertos hombres no podían ocupar un lugar en el mundo que tratábamos de construir.

SIMONE DE BEAUVOIR

Que se dicte y cumpla una sentencia dura y justa, como exige el honor de la nación y merece su mayor traidor.

Resolución de las organizaciones de la resistencia checoslovacas demandando un severo castigo para el padre Jozef Tiso, noviembre de 1946

Para que los gobiernos de la Europa liberada fueran legítimos y pudieran reclamar para ellos mismos la autoridad de Estados debidamente constituidos, primero tenían que ocuparse del legado de los desacreditados regímenes del periodo de la guerra. Los nazis y sus amigos habían sido derrotados, pero a la vista del alcance de sus crímenes, obviamente eso no era suficiente. Si la legitimidad de los gobiernos de postguerra radicaba meramente en su victoria militar sobre el fascismo, ¿qué les diferenciaba de los propios regímenes fascistas de la época de la guerra? Era importante definir las actividades y los crímenes de estos últimos, y castigarlos como correspondía. Había todo un razonamiento legal y político subyacente. Pero el deseo de castigo también respondía a una necesidad más profunda. La mayoría de los europeos experimentaron la Segunda Guerra Mundial no como una guerra de movimientos y batallas, sino como una degradación cotidiana por la cual hombres y mujeres eran traicionados y humillados, obligados diariamente a cometer pequeños actos de delincuencia y autodegradación en los cuales todos perdían algo y muchos lo perdían todo.

Por otra parte, y en claro contraste con la memoria viva de la Gran Guerra que todavía seguía existiendo en muchos lugares, en 1945 había poco de lo que sentirse orgulloso y mucho de lo que sentirse avergonzado y no poco culpable. Como hemos visto, la mayoría de los europeos vivieron la guerra de una forma pasiva, siendo derrotados y ocupados por un colectivo de extranjeros y luego liberados por otro. El único motivo de orgullo colectivo nacional fueron los movimientos partisanos de resistencia armada que habían luchado contra el invasor, razón por la que fue en Europa occidental, donde la resistencia había sido en realidad menos evidente, donde el mito de la resistencia adquirió más importancia. En Grecia, Yugoslavia, Polonia o Ucrania, donde muchos partisanos se habían enfrentado a las fuerzas de ocupación y entre sí en abierta batalla, las cosas, como siempre, eran más complicadas.

Por ejemplo, en la Polonia liberada, las autoridades soviéticas no recibieron bien el elogio público de los partisanos armados, cuyos sentimientos eran como mínimo tan anticomunistas como antinazis. En la Yugoslavia de la postguerra, como ya hemos dicho, algunos activistas de la resistencia estuvieron mejor vistos que otros, al menos a los ojos del mariscal Tito y sus victoriosos combatientes comunistas. En Grecia, al igual que en Ucrania, las autoridades locales acorralaron, encarcelaron y fusilaron a todos los partisanos armados que pudieron encontrar.

La «resistencia», en resumen, constituía un concepto cambiante y confuso y, en algunos lugares, inventado. Pero la «colaboración» era otro asunto. Los colaboradores podían ser umversalmente identificados y execrados. Se trataba de hombres y mujeres que habían trabajado o dormido con el invasor, que se habían unido a los nazis o a los fascistas, que habían actuado con oportunismo para obtener beneficios políticos o económicos al amparo de la guerra. A veces constituían una minoría religiosa, nacional o lingüística, que como tal ya era objeto de desprecio o de temor por otras razones; y aunque la «colaboración» no era un delito preexistente con una definición legal y unas penas establecidas, los colaboradores podían ser acusados de forma convincente de traición, un delito real que conllevaba un severo y satisfactorio castigo.

El castigo a los colaboradores (reales o imaginarios) comenzó antes de que la lucha finalizara. De hecho, llevaba produciéndose durante toda la guerra, tanto a título individual como siguiendo las instrucciones de las organizaciones clandestinas de la resistencia. Pero durante el intervalo transcurrido entre la retirada de las tropas alemanas y el establecimiento de un control eficaz por parte de los gobiernos aliados, las frustraciones colectivas y las venganzas personales, a menudo alentadas por el oportunismo político o los beneficios económicos, condujeron a un breve aunque sangriento período de ajustes de cuentas. En Francia, 10.000 personas fueron ejecutadas mediante procedimientos «extrajudiciales», muchos de ellos a manos de bandas independientes de los grupos de resistencia armada, especialmente de las Milices Patriotiques, que capturaban a los sospechosos de colaboración, les arrebataban sus propiedades y en muchos casos los fusilaban sin más preámbulos.

Aproximadamente un tercio de estas ejecuciones sumarísimas se llevaron a cabo antes del desembarco de Normandía del 6 de junio de 1944, y el resto de las víctimas se produjeron en su mayor parte durante los siguientes cuatro meses de combates en suelo francés. En todo caso, las cifras son bastante bajas teniendo en cuenta el nivel de odio y recelo mutuos que se había extendido por toda Francia después de cuatro años de ocupación y de gobierno bajo el régimen del mariscal Pétain en Vichy; las represalias no sorprendieron a nadie. En palabras de un anterior y anciano primer ministro francés, Edouard Herriot, «Francia necesitará pasar primero por un baño de sangre antes de que los republicanos puedan hacerse de nuevo con las riendas del poder».

El mismo sentimiento se tenía en Italia, donde las represalias y los castigos extraoficiales, especialmente en las regiones de Emilia-Romaña y Lombardía, arrojaron una cifra de aproximadamente 15.000 muertes durante los últimos meses de la guerra, y continuaron, de forma esporádica, durante al menos tres años más. En el resto de Europa occidental el derramamiento de sangre fue mucho menor: en Bélgica, alrededor de 265 hombres y mujeres fueron víctimas de este tipo de linchamientos y ejecuciones, mientras que en Holanda el número se sitúa por debajo de 100. No obstante, también abundaron otras formas de venganza. Las acusaciones contra las mujeres, por lo que los francófonos más cínicos denominaban «colaboración horizontal», fueron muy comunes: en Holanda emplumaban a las moffenmeiden, y por toda Francia se producían escenas en que las mujeres eran exhibidas desnudas y rapadas en las plazas públicas, con frecuencia el mismo día en que el pueblo o ciudad en cuestión era liberado de sus ocupantes o al muy poco tiempo.

La frecuencia con la que las mujeres eran acusadas (a menudo por otras mujeres) de confraternizar con el enemigo resulta reveladora. En muchos casos, estas acusaciones escondían algo de verdad: ofrecer sus servicios sexuales a cambio de comida o ropa, o algún tipo de ayuda personal, constituía con frecuencia un recurso, a veces el único, con el que contaban las mujeres y familias que estaban atravesando situaciones desesperadas. Pero la popularidad de la acusación y el placer vengativo obtenido del castigo sirve de recordatorio de hasta qué punto tanto hombres como mujeres experimentaban la guerra, por encima de todo, como una humillación. Jean Paul Sartre describiría más adelante la colaboración en términos inequívocamente sexuales, como una «sumisión» al poder del ocupante, y, en más de una novela francesa de la década de 1940, los colaboradores son mujeres u hombres débiles («afeminados») que resultan seducidos por los masculinos encantos de sus gobernantes teutones. El hecho de descargar su venganza sobre mujeres descarriadas constituía una manera de superar el incómodo recuerdo de su impotencia personal y colectiva.

Los actos anárquicos de violencia punitiva también estuvieron muy extendidos por la liberada Europa del Este, si bien adoptaron formas diferentes. En el oeste, los alemanes se habían empleado a fondo en buscar colaboradores; en los territorios eslavos ocupados, gobernaron directamente por la fuerza. La única colaboración que fomentaban constantemente era la de los separatistas locales, e incluso en este caso, sólo en la medida en que podían ser útiles a los fines alemanes. Por consiguiente, una vez que los alemanes emprendieron la retirada, las primeras víctimas de castigos espontáneos en el este fueron las minorías étnicas. Las fuerzas soviéticas y sus aliados locales no hicieron nada para tratar de evitarlo. Por el contrario, el ajuste de cuentas espontáneo (en algunos casos incitado en cierta medida) contribuyó a una nueva expulsión de las élites y los políticos locales que pudieran representar un impedimento a las ambiciones comunistas de la postguerra. En Bulgaria, por ejemplo, el recién constituido Frente Patriótico promovía el castigo extraoficial contra los colaboradores de todas las tendencias, recurriendo a la acusación indiscriminada de «simpatizante fascista» e invitando a denunciar a cualquiera que fuera sospechoso de sentimientos prooccidentales.

En Polonia, el principal objetivo de la venganza popular fueron a menudo los judíos: 150 judíos fueron asesinados en la Polonia liberada durante los primeros cuatro meses de 1945. En abril de 1946 la cifra se acercaba ya a los 1.200. Otros ataques, a menor escala, se produjeron también en Eslovaquia (en Velké Topolčany, en septiembre de 1945) y en Kunmadaras (Hungría) en mayo de 1946, pero el pogromo más grave tuvo lugar en Kielce (Polonia), el 4 de julio de 1946, donde se asesinó a 42 judíos y muchos más resultaron heridos, a consecuencia de un rumor sobre el rapto y posterior asesinato ritual de un niño de la localidad. En cierto sentido, estas constituían también represalias contra colaboradores, ya que a los ojos de muchos polacos (incluidos anteriores partisanos antinazis), los judíos eran sospechosos de simpatizar con las fuerzas de ocupación soviéticas.

El número exacto de personas asesinadas en la Europa del Este ocupada por los soviéticos, o en Yugoslavia, durante los primeros meses de purgas y matanzas «no autorizadas», se desconoce, Pero el ajuste de cuentas no regulado no duró mucho tiempo en general. A los nuevos y frágiles gobiernos, todavía muy lejos de ser aceptados de manera unánime y en muchos casos claramente provisionales, no les interesaba permitir que las bandas armadas anduvieran por el campo arrestando, torturando y matando a su antojo. La primera tarea de las nuevas autoridades fue hacer valer el monopolio de la fuerza, la legitimidad y las instituciones de la justicia. Si tenía que producirse un derramamiento de sangre, éste debía ser de la incumbencia exclusiva del Estado. Esta transición tuvo lugar tan pronto como las nuevas instancias del poder se sintieron lo suficientemente fuertes para desarmar a los antiguos partisanos, imponer la autoridad de su propia policía y apaciguar la demanda popular de endurecimiento de las penas y castigos colectivos.

El desarme de las fuerzas de la resistencia resultó sorprendentemente poco controvertido en Europa central y occidental. Se hizo la vista gorda ante los asesinatos y otros delitos ya cometidos durante los frenéticos meses de la liberación. El Gobierno provisional de Bélgica decretó una amnistía para todos los delitos perpetrados en nombre de la resistencia durante el periodo de los 41 días siguientes a la fecha oficial de la liberación del país, aunque tácitamente se entendía que todos los recién reinstaurados órganos de gobierno debían asumir la tarea de castigar a los culpables.

Y ahí comenzaron los problemas. ¿Qué era un «colaborador»? ¿Con quién y con qué fin habían colaborado? Dejando fuera los casos evidentes de asesinato o robo, ¿de qué eran culpables los «colaboradores»? Algunos tuvieron que pagar por el sufrimiento de una nación pero, ¿cómo iba a definirse dicho sufrimiento y a quién podía hacérsele responsable del mismo? La formulación de estos interrogantes podía variar de un país a otro, pero el dilema era común: no existían precedentes para la experiencia vivida en Europa durante los seis años anteriores.

En primer lugar, cualquier ley dirigida a la actuación de los colaboradores con los alemanes debía ser necesariamente retroactiva; antes de 1939, el delito de «colaboración con las fuerzas de ocupación» se desconocía. Anteriormente había habido guerras en las que los ejércitos de ocupación habían buscado y conseguido la cooperación y la ayuda de las personas cuyas tierras habían invadido pero, salvo en casos muy particulares, como el de los nacionalistas flamencos en la Bélgica ocupada por los alemanes durante 1914-1918, esto se consideraba no como una invitación a delinquir, sino como parte de los daños colaterales de la guerra.

Como se ha señalado, el único sentido en el que el delito de colaboración podía considerarse contemplado por la ley vigente era el referente a la traición. Por poner un ejemplo representativo, muchos colaboradores en Francia, independientemente de los detalles de su actuación, fueron llevados ante los tribunales y condenados conforme al artículo 75 del Código Penal de 1939, por «proporcionar información al enemigo». Pero los hombres y mujeres juzgados por los tribunales franceses a menudo no habían trabajado para los nazis, sino para el régimen de Vichy, dirigido y administrado por franceses y, aparentemente, heredero legítimo del Estado francés anterior a la guerra. En este caso, como en el de Eslovaquia, Croacia, el protectorado de Bohemia, la República Social de Mussolini en Salò, la Rumania del mariscal Ion Antonescu o la Hungría de los años de la guerra, los colaboradores podían alegar en su defensa, y de hecho así lo hacían, que sólo habían trabajado para las autoridades de su propio Estado o en colaboración con ellas.

En el caso de los altos funcionarios de la policía o el Gobierno que eran a todas luces culpables de servir a los intereses nazis a través de los regímenes títere para los que trabajaban, este argumento de la defensa era como mínimo interesado. Pero en el de otras personas de menor rango, por no hablar de los muchos miles de ciudadanos acusados de aceptar un puesto de trabajo en estos regímenes o en organismos o empresas que colaboraban con ellos, podía conducir a verdadera confusión. ¿Era justo, por ejemplo, acusar a alguien que se hubiera afiliado después de 1940 a un partido político legalmenle representado en el parlamento durante los años anteriores a la guerra, pero que luego había colaborado con los alemanes durante la ocupación?

Los gobiernos francés, belga y noruego en el exilio habían tratado de prever estos dilemas emitiendo durante la guerra algunos decretos en los que se advertía de severos castigos para el periodo de postguerra. Pero su intención era disuadir a la gente de cooperar con los nazis; no abordaban cuestiones más amplias de jurisprudencia y justicia y, sobre todo, no podían resolver por anticipado el problema de sopesar la responsabilidad individual frente a la colectiva. El equilibrio de la ventaja política consistía en 1944-1945 en asignar la responsabilidad global de los crímenes de guerra y de colaboración a unas categorías predeterminadas de personas: miembros de ciertos partidos políticos, organizaciones militares y organismos gubernamentales. Pero este proceder seguía pasando por alto a numerosos individuos cuyo castigo era ampliamente demandado, incluía a personas cuyo principal delito había consistido en la inercia o la cobardía y, sobre todo, conllevaba cierta forma de procesamiento colectivo, lo que para la mayoría de los juristas europeos constituía una especie de anatema.

En cambio, era a los individuos a los que se llevaba a los tribunales, con resultados que variaban notablemente en función del momento y las circunstancias. Muchos hombres y mujeres eran injustamente señalados y castigados, aunque era mucho mayor aún el número de los que escapaban indemnes al castigo. Las irregularidades y paradojas procesales eran múltiples, y los motivos de los gobiernos, fiscales y jurados distaban mucho de ser desinteresados, obedeciendo con frecuencia al propio interés, la estrategia política o las emociones. Se trataba por tanto de una solución imperfecta. Pero cuando evaluamos los procedimientos penales y la consiguiente catarsis pública que marcó la transición de la guerra a la paz en Europa, debemos tener siempre presente el drama que se acababa de vivir. En las circunstancias de 1945, resulta meritorio que el Estado de derecho pudiera siquiera restablecerse: después de todo, nunca hasta entonces un continente entero se había propuesto definir una nueva categoría de delitos a semejante escala y llevar a los criminales ante algo parecido a la justicia.

El número de personas castigadas, y el alcance de sus condenas, varió enormemente de un país a otro. En Noruega, un país con una población de sólo tres millones de habitantes, se juzgó a todos los miembros de la Nasjonal Sammlung, la principal organización de colaboradores pronazis: un total de 55.000, además de a otras 40.000 personas; 17.000 hombres y mujeres fueron castigados con penas de cárcel, y se emitieron treinta sentencias de muerte, de las cuales 25 llegaron a ejecutarse.

En ninguna otra parte se alcanzaron proporciones semejantes. En Holanda se investigó a 200.000 personas, de las cuales casi la mitad fueron enviadas a prisión, algunas de ellas por el delito de saludar al estilo nazi; 17.500 empleados de la administración pública perdieron sus puestos de trabajo (lo que apenas se produjo entre los que trabajaban en el sector empresarial, la enseñanza o los profesionales liberales); 154 personas fueron condenadas a muerte y cuarenta de ellas ejecutadas. En la vecina Bélgica, se dictaron muchas más sentencias de muerte (2.940), pero el porcentaje de las que se llevaron a cabo (sólo 242) fue mucho menor. El número de colaboradores enviados a prisión fue aproximadamente el mismo, pero, mientras los holandeses amnistiaron al poco tiempo a la mayoría de estos condenados, el Estado belga los mantuvo en prisión por más tiempo, y los antiguos colaboradores a los que se había declarado culpables de delitos graves no volvieron a disfrutar jamás de plenos derechos civiles. En contra del mito que prevaleció largo tiempo durante la postguerra, la población flamenca no fue escogida premeditadamente para el castigo de una forma desproporcionada, sino que las élites belgas anteriores a la guerra restablecieron su control tanto sobre Flandes como sobre Valonia, reprimiendo eficazmente a los que se habían mostrado partidarios del nuevo orden durante la guerra (la mayoría de ellos flamencos).

El contraste entre Noruega, Bélgica, Holanda (y Dinamarca), donde los gobiernos legítimos habían marchado al exilio, y Francia, donde para muchos ciudadanos el régimen de Vichy era el Gobierno legítimo, es interesante. En Dinamarca, el delito de colaboración era prácticamente desconocido. Sin embargo, 374 de cada 100.000 daneses fueron condenados a prisión en los juicios de la postguerra. En Francia, donde la colaboración había estado muy extendida durante la guerra, los castigos fueron bastante leves, precisamente por esta razón. Dado que el propio Estado había sido el principal colaborador, parecía demasiado duro y arbitrario condenar a los humildes ciudadanos por el mismo delito, tanto más teniendo en cuenta que tres de cada cuatro de los jueces que instruían las causas de los acusados de colaboración habían trabajado para el Estado colaboracionista. De modo que fueron 94 de cada 100.000 personas, es decir, menos del 0,1 por ciento de la población, las encarceladas por delitos de guerra. De los 38.000 presos, la mayoría fueron puestos en libertad acogiéndose a la amnistía parcial de 1947, y a excepción de 1.500, el resto salió a consecuencia de la amnistía de 1951.

Entre los años 1944-1951, los tribunales oficiales de Francia sentenciaron a 6.763 personas a muerte (3.910 de ellas in absentia) por traición y otros delitos relacionados. De estas sentencias, sólo 791 llegaron a ejecutarse. El mayor castigo al que se sentenció a los colaboradores franceses fue el de la «degradación nacional», introducido el 26 de agosto de 1944, inmediatamente después de la liberación de París, descrito sarcásticamente así por Janet Flanner: «La degradación nacional consiste en la privación de prácticamente todo lo que los franceses consideran agradable, como el derecho a lucir condecoraciones de guerra; el derecho a ser abogado, notario, profesor de la escuela pública, juez o incluso testigo; el derecho a regentar un negocio editorial, de radio o de cine; y, sobre todo, el derecho a ocupar el puesto de director en una empresa de seguros o en un banco».

49.723 hombres y mujeres franceses recibieron este castigo. Once mil funcionarios (el 1,3 por ciento de los empleados públicos, cifra muy inferior a los 35.000 que habían perdido sus empleos bajo el Gobierno de Vichy) fueron cesados o sancionados de algún modo, aunque la mayoría de ellos serían rehabilitados antes de seis años. En resumen, la épuration (purga), como dio en llamarse, alcanzó a unas 350.000 personas, la mayoría de cuyas vidas y carreras no se vieron dramáticamente afectadas. No se castigó a nadie por lo que ahora describiríamos como crímenes contra la humanidad. La responsabilidad de éstos y otros crímenes de guerra fue imputada exclusivamente a los alemanes.

La experiencia italiana fue peculiar, por algunas razones. A pesar de haber sido una de las potencias del Eje, Italia fue autorizada por los gobiernos aliados a llevar a cabo sus propios juicios y purgas (después de todo, había cambiado de bando en septiembre de 1943). Pero existía una considerable ambigüedad en cuanto a qué y a quién debía perseguirse. Mientras que en el resto de Europa la mayoría de los colaboradores habían sido, por definición, etiquetados como «fascistas», en Italia el término comportaba un componente electoral demasiado amplio y ambiguo. El país había tenido su propio Gobierno fascista entre 1922-1943, y más tarde había sido, en principio, liberado de la dictadura de Mussolini por uno de sus propios mariscales, Pietro Badoglio, cuyo primer Gobierno antifascista estaba compuesto mayoritariamente de antiguos fascistas.

El único delito fascista a todas luces perseguible era la colaboración con el enemigo después de (la invasión alemana de) el 8 de septiembre de 1943. Por consiguiente, la mayoría de los acusados se localizaban en el norte y estaban relacionados con el Gobierno títere instalado en Salò, en el lago Garda. El tan parodiado cuestionario «¿Eras un fascista?» (la Scheda Personale) que circulaba en 1944 se centraba precisamente en la diferencia entre los fascistas de Salò y los que no eran de Salò. Las sanciones contra los primeros se establecían en el Decreto n.° 159, aprobado en julio de 1944 por la asamblea legislativa provisional, que se refería a «actos de especial gravedad que, si bien no podían calificarse como crímenes, [eran] considerados contrarios a las normas del decoro y la decencia social».

Este oscuro trabajo de legislación estaba destinado a sortear la dificultad de perseguir a hombres y mujeres por acciones cometidas mientras se encontraban al servicio de unas autoridades nacionales reconocidas. Pero el Alto Tribunal establecido en septiembre de 1944 para juzgar a los prisioneros más importantes estaba compuesto por jueces y abogados en su mayoría ex fascistas, como también lo era el personal de los Tribunales Superiores Extraordinarios creados para castigar a los empleados menos importantes del régimen colaboracionista. En dichas circunstancias, los procesos difícilmente podían despertar mucho respeto entre la población en general.

Como cabía esperar, el resultado no satisfizo a nadie. Para febrero de 1946, se había investigado a 394.000 funcionarios del Gobierno, de los cuales sólo 1.580 fueron destituidos. La mayoría de estos interrogados alegaban gattopardismo («leopardismo» o «adaptación a las circunstancias»), argumentando que habían jugado un sutil doble juego para responder a la presión fascista (después de todo, la afiliación al Partido Fascista había sido obligatoria para los funcionarios públicos). Dado que muchos de los interrogadores podían haberse encontrado fácilmente al otro lado de la mesa, se mostraban claramente comprensivos con esta línea de defensa. Después de los aireados juicios de unos cuantos fascistas y generales de alto rango, la prometida purga del Gobierno y la administración fue perdiendo fuerza poco a poco.

La Alta Comisión a la que se le asignó la tarea de llevar a cabo la purga fue disuelta en marzo de 1946, y tres meses más tarde se anunciaron las primeras amnistías, incluida la cancelación de todas las sentencias de cárcel inferiores a cinco años. Prácticamente todos los prefectos, alcaldes y burócratas de categoría intermedia que fueron purgados en 1944-1945 recuperaron su trabajo o lograron evitar el pago de las multas impuestas, y la mayoría de los 50.000 italianos encarcelados por actividades fascistas pasaron poco tiempo en la cárcel[1]. El número de personas ejecutadas judicialmente por sus crímenes fue como máximo de 50, cifra que no incluye a los 55 fascistas masacrados por los partisanos en la prisión de Schio el 17 de julio de 1945.

Durante la Guerra Fría, la sospechosamente indolora transición de Italia de potencia del Eje a aliado demócrata, fue a menudo achacada tanto a la presión extranjera (norteamericana) como a la influencia política del Vaticano. En realidad, la cuestión era más compleja. No hay duda de que la Iglesia católica salió en efecto muy bien parada, teniendo en cuenta las cordiales relaciones de Pío XII con el fascismo y su actitud de pasar deliberadamente por alto los crímenes nazis, tanto en Italia como en el resto del mundo. Es cierto que la iglesia ejerció presión. Y las autoridades angloamericanas eran indudablemente reacias a retirar a los administradores comprometidos mientras trataban de restablecer la vida normal en la península. En general, la purga de los fascistas se llevó a cabo más eficazmente en las regiones en las que la resistencia de izquierdas y sus representantes políticos ejercían una influencia importante.

Pero fue Palmiro Togliatti, el viejo líder del Partido Comunista Italiano, el que, como ministro de Justicia del Gobierno de coalición de postguerra, preparó el borrador de la amnistía de junio de 1946. Después de dos décadas en el exilio y muchos años como funcionario de alto rango en la Internacional Comunista, Togliatti albergaba pocas ilusiones sobre qué era y qué no era posible tras la desgracia de la guerra europea. A su vuelta de Moscú, en marzo de 1944, anunció en Salerno el compromiso de su Partido con la unidad nacional y la democracia parlamentaria, para la confusión y la sorpresa de muchos de sus seguidores.

En un país donde muchos millones de personas, por supuesto no todas ellas políticamente de derechas, se habían visto en una situación comprometida por su asociación con el fascismo, Togliatti veía pocas ventajas en empujar a la nación al borde de la guerra civil o, más bien, en prolongar una guerra civil que ya había comenzado. Mucho más acertado parecía colaborar con el restablecimiento del orden y la vida normal, dejar atrás la era fascista, y tratar de conseguir el poder mediante las urnas. Por otra parte, Togliatti, desde su posición privilegiada como figura veterana del movimiento comunista internacional cuya perspectiva estratégica había traspasado los límites de las costas de Italia, tenía muy presente la situación griega como señal de precaución y advertencia.

En Grecia, a pesar del notable nivel de colaboración entre las élites burocráticas y del mundo de los negocios que se produjo en tiempo de guerra, las purgas de la postguerra no fueron dirigidas a la derecha sino a la izquierda. Se trató de un caso único, pero muy revelador. La guerra civil de 1944-1945 había convencido a los británicos de que sólo el firme restablecimiento de un régimen conservador en Atenas podía estabilizar este país pequeño aunque de vital importancia estratégica. Purgar o intimidar de otro modo a los empresarios y políticos que habían trabajado con los italianos o los alemanes podía acarrear consecuencias dramáticas en un país en el que la izquierda revolucionaria parecía estar lista para hacerse con el poder.

En muy poco tiempo, el ejército alemán en retirada dejó de ser la principal amenaza para la estabilidad en el Egeo y el sur de los Balcanes, y fueron los bien asentados comunistas griegos y sus aliados partisanos de las montañas los que representaron el mayor peligro para dicha estabilidad. Muy pocos fueron severamente castigados por colaboración con las potencias del Eje durante la guerra, si bien la pena de muerte se aplicó generosamente contra la izquierda. Dado que en Atenas no se había delimitado una distinción coherente entre los partisanos de izquierdas que habían luchado contra Hitler y las guerrillas comunistas que intentaban derrocar al Estado griego de la postguerra (de hecho frecuentemente se trataba de los mismos hombres), fueron los que habían participado en la resistencia durante la guerra, más que sus enemigos colaboracionistas, los que acabaron siendo juzgados y encarcelados en los años posteriores, y excluidos de la vida civil durante las décadas siguientes: incluso sus hijos y nietos tendrían que pagar este precio, siendo con frecuencia rechazados en el masificado sector público hasta bien entrada la década de 1970.

Las purgas y los juicios fueron en Grecia por tanto descaradamente políticos. Pero, en cierto sentido, también lo fueron los procesos de la Europa occidental, más convencionales. Cualquier proceso judicial iniciado como consecuencia directa de una guerra o de un enfrentamiento político es político. El ambiente de los juicios de Pierre Laval o Philippe Pétain en Francia, o del jefe de policía Pietro Caruso en Italia, no podría calificarse como el de un proceso judicial convencional. El ajuste de cuentas, el derramamiento de sangre, la venganza y la estrategia política desempeñaron un papel crucial en éstos y en muchos otros juicios de la postguerra. Esta consideración debe tenerse en cuenta siempre que se analizan los castigos de la postguerra en Europa central y del Este.

Es indudable que desde el punto de vista de Stalin y las autoridades a cargo de la ocupación soviética en todos los territorios bajo el control del Ejército Rojo, los juicios y otro tipo de castigos a los colaboradores, fascistas y alemanes, constituían, siempre y por encima de todo, una forma de despejar el panorama político y social de todo obstáculo para el poder comunista. Lo mismo puede aplicarse a la Yugoslavia de Tito. Muchos hombres y mujeres fueron acusados de graves delitos fascistas, cuando su principal crimen consistía en pertenecer al grupo nacional o social equivocado, a una comunidad religiosa o partido político inadecuado, o resultar simplemente demasiado visibles o populares en su comunidad local. Las purgas, expropiación de tierras, expulsiones, penas de cárcel y ejecuciones dirigidas a extirpar a los oponentes políticos incriminados constituyeron, como veremos, hitos importantes en el proceso de transformación política y social. Pero también se utilizaron para castigar a fascistas y criminales de guerra reales.

Así, en el curso de su ofensiva contra la Iglesia católica de Croacia, Tito también persiguió al famoso cardenal Alois Stepinac de Zagreb, apólogo de algunos de los peores crímenes del régimen croata ustacha, que bien podría haberse considerado afortunado de poder pasar los siguientes catorce años bajo arresto domiciliario antes de morir en su cama en 1960. Draža Mihailović, el líder chetnik, fue juzgado y ejecutado en julio de 1946. Tras él, durante los dos años siguientes a la liberación de Yugoslavia, fueron asesinados muchas decenas de miles de otros no comunistas. Todos ellos fueron víctimas de unas medidas de revanchismo que obedecían a motivos políticos; pero, considerando sus acciones durante la guerra, ya hubieran pertenecido a los chetniks, la ustacha, la Guardia Blanca eslovena o a los domobranci, muchos de ellos hubieran sido castigados con penas muy duras bajo cualquier sistema legal[2]. Los yugoslavos ejecutaron y deportaron a muchos ciudadanos de etnia húngara por su papel en las masacres militares húngaras de Voivodina, acaecidas en enero de 1942, y sus tierras fueron entregadas a partidarios no húngaros del nuevo régimen. Aunque ésta fue una estrategia política calculada, en muchos casos las víctimas seguramente eran culpables de los cargos.

Yugoslavia constituía un caso especialmente complicado. Más hacia el norte, en Hungría, los Tribunales Populares de la postguerra empezaron en realidad juzgando a auténticos criminales de guerra, principalmente activistas de los regímenes proalemanes de Döme Sztójay y Ferenc Szálasi durante 1944. La proporción de fascistas y colaboradores condenados en Hungría no superó el número de los que fueron declarados culpables en la Bélgica o la Holanda de la postguerra, y no hay duda de que habían cometido delitos muy graves, incluidas la preparación y entusiasta ejecución de los planes alemanes para reunir y transportar a sus cientos de miles de judíos húngaros muertos. Sólo más tarde las autoridades húngaras añadieron categorías como el «sabotaje» y la «conspiración», con el claro propósito de abarcar a un espectro más amplio de oponentes y a cualquiera que fuera sospechoso de resistirse a una toma del poder por parte de los comunistas.

En Checoslovaquia, los Tribunales Populares Extraordinarios, establecidos por el Decreto Presidencial de 19 de mayo de 1945, emitieron 713 sentencias de muerte, 741 de cadena perpetua y 19.888 de otras penas de prisión más leves para los «traidores, colaboradores y elementos fascistas existentes en la ciudadanía de la nación checa y eslovaca». El lenguaje evoca ya la jerga legal soviética, y presagia el sombrío futuro de Checoslovaquia. Pero es cierto que había traidores, colaboradores y fascistas en la Checoslovaquia ocupada; uno de ellos, el padre Tiso, fue ejecutado en la horca el 18 de abril de 1947. La cuestión de si Tiso y otros tuvieron un juicio justo, o de si podrían haber tenido un juicio justo dado el ambiente de la época, constituye un interrogante legítimo. Pero el tratamiento que recibieron no fue peor que el dispensado a, por ejemplo, Pierre Laval. La justicia checa de la postguerra estaba muy pendiente de la problemática y confusa categoría de los «crímenes contra la nación», un recurso para infligir castigos colectivos, especialmente a los germanos de los Sudetes. Pero lo mismo podía decirse de la justicia francesa de aquellos años, y quizá con menor fundamento.

Es difícil valorar el éxito de los juicios de la postguerra y de las purgas antifascistas en la Europa anteriormente ocupada. El patrón al que se ajustaron las sentencias fue muy criticado por entonces: aquellos que habían sido juzgados mientras la guerra aún seguía adelante, o inmediatamente a continuación de la liberación de un país, con frecuencia recibieron castigos mucho más duros que los que fueron juzgados más tarde. A consecuencia de ello, los acusados de pequeños delitos procesados en la primavera de 1945 recibieron sentencias de cárcel más largas que colaboradores importantes cuyos casos tardaron un año o más en juzgarse. En Bohemia y Moravia se cumplió un porcentaje muy alto (el 95 por ciento) de las sentencias de muerte debido a una ley que prescribía que los prisioneros tenían que ser ejecutados en un plazo de dos horas a partir de dictarse la sentencia; en otros lugares, cualquiera que se librara de la ejecución inmediata podía abrigar la esperanza de que se le conmutara la pena.

En aquella época las sentencias de muerte fueron frecuentes y provocaban escasa oposición: la devaluación de la vida en tiempo de guerra las hacía parecer menos extremas (y más justificadas) que en circunstancias normales. Lo que sí resultaba ofensivo, y en algunos lugares llegaba a rebajar el valor de todo el proceso, era la manifiesta incoherencia de los castigos, por no mencionar que muchos de ellos estaban siendo dictados por jueces y jurados cuyo propio historial durante la guerra era bastante irregular, o incluso peor. Los escritores y periodistas, cuyas lealtades durante la guerra habían quedado reflejadas por escrito, fueron los que salieron peor parados. Los aireados juicios de eminentes intelectuales como Robert Brasillach en París, en enero de 1945, provocaron protestas por parte de genuinos militantes de la resistencia como Albert Camus, que opinaba que era injusto e imprudente condenar y ejecutar a las personas por sus opiniones, por repugnantes que éstas fueran.

En contraste, los empresarios y altos funcionarios que se habían beneficiado de la ocupación apenas sufrieron, al menos en Europa occidental. En Italia, los aliados insistieron en que hombres como Vittorio Valleta, de FIAT, se mantuvieran en sus cargos, a pesar de su conocido compromiso con las autoridades fascistas. Otros directivos de empresa italianos sobrevivieron manifestando su antigua oposición a la República Social de Salò de Mussolini, a la que de hecho se habían opuesto, precisamente por ser demasiado «social». En Francia los juicios por colaboración económica fueron precedidos de una nacionalización selectiva; por ejemplo, de las fábricas de Renault, como castigo a la considerable contribución de Louis Renault a los esfuerzos bélicos alemanes. Y en todas partes, a los pequeños hombres de negocios, banqueros y funcionarios que habían ayudado a gestionar los regímenes de ocupación, a construir el «Muro Atlántico» contra una invasión de Francia, a proveer a las fuerzas alemanas, etcétera, se les permitió que continuaran en sus puestos, para seguir prestando servicios similares a las democracias sucesoras y aportar continuidad y estabilidad.

Este tipo de acuerdos fueron probablemente inevitables. La propia magnitud de la destrucción y el colapso moral alcanzados en 1945 implicaba que cualquier cosa que quedara en pie probablemente fuera a necesitarse como elemento para la construcción del futuro. Los gobiernos provisionales de los meses de la liberación estaban prácticamente impotentes. La incondicional (y agradecida) cooperación de las élites económicas, financieras e industriales parecía vital para suministrar comida, ropas y combustible a una población desamparada y hambrienta. Las purgas económicas, por tanto, podían resultar contraproducentes e incluso de consecuencias catastróficas.

Pero el precio que hubo que pagar por ello fue el cinismo político y el brusco desvanecimiento de las ilusiones y las esperanzas de la liberación. Ya el 27 de diciembre de 1944, el escritor napolitano Guglielmo Giannini escribió en L’Uomo Qualunque, el periódico de un nuevo partido italiano del mismo nombre que apelaba precisamente a este sentimiento de escéptico desencantamiento: «Soy ese tipo que, al encontrarse con un ex jerarca, pregunta “¿cómo conseguiste convertirte en ejecutor de purgas?” […] Ese que mira a su alrededor y dice: “Éstos son métodos y sistemas fascistas” […] Ese que ya no cree en nada ni en nadie».

Italia, como hemos visto, constituía un caso muy complicado. Pero sentimientos como los de Giannini estaban muy extendidos por Europa a finales de 1945, y fueron preparando el camino para un repentino cambio de ánimo. Una vez repartidas las culpas del pasado reciente y castigado a aquellos cuyos casos eran más célebres o psicológicamente tranquilizadores, la mayoría de la gente de los territorios recientemente ocupados por los alemanes estaba más interesada en dejar atrás los recuerdos incómodos o desagradables y rehacer sus destrozadas vidas. En cualquier caso, muy pocos hombres y mujeres de aquel momento estaban dispuestos a culpar a sus conciudadanos de los crímenes más abominables. Por ello, se acordó unánimemente que los alemanes debían asumir toda la responsabilidad.

De hecho, la opinión de que todo el peso de la culpa de los horrores de la Segunda Guerra Mundial debía recaer sobre los hombros de los alemanes estuvo tan extendida que incluso Austria quedó exenta. En virtud de un acuerdo aliado de 1943, Austria había sido declarada oficialmente la «primera víctima» de Hitler y, por ello, al final de la guerra recibió un tratamiento distinto al de Alemania. Esto se adecuaba a la insistencia de Winston Churchill en los orígenes prusianos del nazismo, una visión nacida de la obsesión de su generación por la emergencia de una amenaza prusiana contra la estabilidad europea durante el último tercio del siglo XIX. Pero también servía a los intereses del resto de los aliados: la situación geográfica clave de Austria y la incertidumbre sobre el futuro político de la Europa central hacía que pareciera prudente separar su destino del de Alemania.

Sin embargo, difícilmente se podría tratar a Austria como otro país más ocupado por los nazis, cuyos fascistas locales y colaboradores nazis debían ser castigados para poder retomar después una vida normal. En un país de menos de 7 millones de habitantes, 700.000 habían pertenecido al NSDAP (el partido nazi): al final de la guerra, todavía había 536.000 nazis registrados en Austria; 1,2 millones de austriacos habían servido en las fuerzas alemanas durante la guerra. Los austriacos habían contado con una desproporcionada representación en las SS y en las administraciones de los campos de concentración. La vida pública y los más distinguidos círculos culturales austriacos estaba saturados de simpatizantes nazis: 45 de los 117 miembros de la Orquesta Filarmónica de Viena eran nazis (mientras que en la Filarmónica de Berlín sólo 8 de sus 110 músicos eran miembros del partido nazi).

Dadas las circunstancias, puede decirse que Austria salió asombrosamente bien parada. 130.000 austriacos fueron investigados por crímenes de guerra, 23.000 de ellos juzgados, 13.600 condenados, 43 sentenciados a muerte y sólo 30 ejecutados. Unos 70.000 funcionarios públicos fueron despedidos. Las cuatro potencias ocupantes aliadas acordaron en el otoño de 1946 permitir que Austria se ocupara de sus propios criminales y de la «desnazificación». El sistema educativo, especialmente plagado de nazis, fue debidamente desnazificado: se despidió a 2.943 profesores de primaria y a 477 de secundaria, pero sólo a 27 profesores universitarios, a pesar de las conocidas simpatías pronazis de muchos altos académicos.

En 1947, las autoridades austriacas aprobaron una ley en la que se diferenciaba entre los nazis «más» y «menos» incriminados. 500.000 de estos últimos fueron amnistiados al año siguiente, restableciéndoles su derecho al voto. Los primeros, unos 42.000 en total, serían amnistiados en su totalidad en 1956. A partir de entonces, los austríacos sencillamente se olvidaron por completo de su implicación con Hitler. Una de las razones por las que Austria salió indemne tan fácilmente de sus devaneos con el nazismo es que a todos los intereses locales les convenía adaptar el pasado reciente en su beneficio: el Partido Popular, conservador, heredero del Partido Social Cristiano anterior a la guerra, estaba obviamente interesado en hacer gala de sus propias credenciales «antialemanas» y de las de Austria, afín de desviar la atención del régimen corporativista que había impuesto por la fuerza en 1934. Los austríacos socialdemócratas, indiscutiblemente antinazis, no tenían que tapar sin embargo su historial de llamamientos al Anschluss con Alemania anterior a 1933. Otra de las razones es que todos los partidos estaban interesados en promover y ganarse el voto de los ex nazis, un electorado importante que iba a conformar el futuro político del país. Y por otra parte estaban, como veremos, las nuevas configuraciones determinadas por el inicio de la Guerra Fría.

Este tipo de cálculos no estaban ni mucho menos ausentes en Alemania. Pero en este caso a la población local no se le permitió opinar sobre su destino. En la misma Declaración de Moscú del 30 de octubre de 1943 en la que se eximía a Austria de responsabilidad por su filiación nazi, los aliados advertían a los alemanes de que ellos sí tendrían que responder de sus crímenes de guerra. Y así fue. En una serie de juicios celebrados entre 1945 y 1947, las fuerzas de ocupación aliadas instaladas en Alemania juzgaron a los nazis y a sus colaboradores por sus crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, asesinatos y otros delitos comunes cometidos en pro de los objetivos nazis.

De todos estos procesos, el Tribunal Militar Internacional de Núremberg que juzgó a la cúpula nazi entre octubre de 1945 y octubre de 1946 es el más conocido, pero hubo otros muchos: los tribunales militares estadounidenses, británicos y franceses juzgaron a los nazis de menor categoría en sus respectivas zonas de la Alemania ocupada y, junto con la Unión Soviética, entregaron a muchos de ellos a otros países (sobre todo Polonia y Francia) para que fueran juzgados en el lugar donde sus crímenes se habían cometido. El programa de Juicios por Crímenes de Guerra continuó durante toda la ocupación aliada de Alemania; en las zonas occidentales se condenó a más de 5.000 personas por crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad, de las cuales poco menos de 800 fueron sentenciadas a muerte y 486 finalmente ejecutadas, las últimas de ellas en la prisión de Landsberg, en junio de 1951, ante un clamor de súplicas alemanas pidiendo clemencia.

Difícilmente podía tratarse de una cuestión de castigar a los alemanes sólo por ser nazis, a pesar de las conclusiones de Núremberg que declaraban al partido nazi una organización criminal. Los números eran demasiado elevados, y los argumentos en contra de la culpa colectiva demasiado convincentes. En todo caso, no estaba claro lo que ocurriría al declarar culpables a muchos millones de personas de esta manera. No obstante, las responsabilidades de los líderes nazis estaban claras, y nunca existió duda alguna sobre cuál sería su destino. En palabras de Telford Taylor, uno de los fiscales estadounidenses de Núremberg y Fiscal Supremo en otros juicios posteriores, «demasiada gente creía haber sido injustamente dañada por los líderes del III Reich y exigía una sentencia a tal efecto».

Desde el comienzo, en los juicios de los crímenes de guerra alemanes intervino tanto la pedagogía como la justicia. El juicio más importante de Núremberg se emitía dos veces al día por la radio alemana, y las pruebas acumuladas se mostraron en las escuelas, cines y centros de reeducación de todo el país. A pesar de todo, los beneficios ejemplarizantes de los juicios no siempre eran evidentes. En una de las primeras series de juicios contra los mandos y oficiales de guardia de los campos de concentración, muchos escaparon al castigo. Sus abogados utilizaron el sistema angloamericano de justicia acusatoria en su provecho, contrainterrogando y humillando a los testigos y a los supervivientes de los campos. En el juicio de Lüneberg contra el personal de Bergen-Belsen (celebrado del 17 de septiembre al 17 de noviembre de 1945), fueron abogados de la defensa británicos los que argumentaron con bastante éxito que sus clientes sólo habían obedecido a las leyes (nazis): 15 de los 45 acusados quedaron absueltos.

Así pues, resulta difícil saber en qué medida los juicios a los nazis contribuyeron a la reeducación política y moral de Alemania y los alemanes. Muchos se sintieron ofendidos por lo que entendieron como la «justicia de los vencedores», y eso es exactamente lo que fue. Pero también se trataba de juicios reales a criminales reales, por conductas demostrablemente criminales, que sentaron un precedente clave para la jurisprudencia internacional de las siguientes décadas. Los juicios e investigaciones de los años 1945-1948 (cuando se desmanteló la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas) consiguieron reunir una extraordinaria cantidad de documentación y de testimonios (en especial en lo referente al proyecto alemán de exterminar a los judíos de Europa) en un momento en el que los alemanes y otros estaban absolutamente dispuestos a olvidarlo todo lo más rápido posible. También dejaron claro que los crímenes cometidos por los individuos con propósitos ideológicos o estatales no dejan de ser por ello responsabilidad de dichos individuos y por tanto punibles por la ley. El hecho de cumplir órdenes no constituía un argumento de defensa.

No obstante, se produjeron dos defectos inevitables en el castigo aliado a los criminales de guerra alemanes. La presencia de fiscales y jueces soviéticos fue interpretada por muchos comentaristas de Alemania y de la Europa del Este como una prueba de hipocresía. El comportamiento del Ejército Rojo y la actuación soviética en los territorios que había «liberado» no era ningún secreto y, de hecho, tal vez entonces fuera mejor conocida y difundida que en años posteriores. Y las purgas y las masacres de la década de 1930 todavía seguían frescas en la memoria de muchas personas. Que los soviéticos se sentaran a juzgar a los nazis, a veces por crímenes que ellos mismos también habían cometido, devaluó el juicio de Núremberg y algunos otros, y les hizo parecer como un mero ejercicio de venganza contra los alemanes. En palabras de George Kennan: «La única consecuencia que cabía extraer de este procedimiento era, después de todo, que dichos crímenes eran justificables y perdonables cuando eran cometidos por los líderes de un Gobierno, en unas determinadas circunstancias, pero injustificables e imperdonables, y condenables con la muerte, cuando los cometía otro gobierno en otras circunstancias».

La presencia soviética en Núremberg fue el precio que hubo que pagar por la alianza de la guerra y por el destacado papel desempeñado por el Ejército Rojo en la derrota de Hitler. Pero el segundo defecto de los juicios era inherente a la propia naturaleza del proceso judicial. Precisamente a causa de haber establecido tan absoluta y cuidadosamente la culpabilidad personal de los dirigentes nazis, empezando por el propio Hitler, muchos alemanes se sintieron con derecho a creer que el resto de la nación era inocente, que los alemanes como colectivo eran tan víctimas pasivas del nazismo como cualquier otro. Los crímenes de los nazis podían haber sido «cometidos en nombre de Alemania» (por citar una alocución del canciller alemán Helmut Kohl, pronunciada medio siglo más tarde), pero apenas existía la percepción germina de que hubieran sido cometidos por alemanes.

Alemania y Austria: Sectores de la ocupación aliada

Los norteamericanos en concreto eran muy conscientes de esto, e inmediatamente iniciaron un programa de reeducación y desnazificación en su zona, cuyo objetivo era abolir el partido nazi, desarraigarlo por completo y sembrar las semillas de la democracia y la libertad en la vida pública alemana. El ejército estadounidense destacado en Alemania estaba acompañado por un gran número de psicólogos y otros especialistas cuya tarea consistía en descubrir exactamente por qué los alemanes habían llegado a descarnarse tanto. Los británicos acometieron proyectos similares, si bien con mayor escepticismo y menos recursos. Los franceses mostraron escaso interés en la materia. Los soviéticos, por el contrario, estuvieron plenamente de acuerdo al principio, y las fuertes medidas de desnazificación fueron uno de los pocos aspectos en los que la ocupación aliada alcanzó un consenso, al menos durante algún tiempo.

El verdadero problema de cualquier programa coherente dirigido a desarraigar el nazismo de la vida alemana era que resultaba sencillamente inviable en las circunstancias de 1945. Como afirmó el general Lucius Clay, comandante en jefe de la zona norteamericana, «nuestro mayor problema administrativo era encontrar alemanes competentes que no hubieran estado afiliados o relacionados de algún modo con el régimen nazi […]. Con frecuencia parece que los únicos cualificados […] son los funcionarios públicos de carrera […] una gran parte de los cuales había participado más que nominalmente (según nuestra definición) en las actividades del partido nazi».

Clay no exageraba. El 8 de mayo de 1945, cuando la guerra en Europa había terminado, había 8 millones de nazis en Alemania. En Bonn, 102 de 112 médicos eran o habían sido miembros del partido. En la destrozada ciudad de Colonia, de los 21 especialistas del departamento de depuración de aguas de la ciudad, cuyo trabajo resultaba vital para la reconstrucción de los sistemas de agua y alcantarillado y la prevención de enfermedades, 18 habían sido nazis. La administración civil, la salud pública, la reconstrucción urbana y la iniciativa empresarial privada de la Alemania de la postguerra tenían que ser inevitablemente asumidas por hombres como éstos, si bien bajo la supervisión aliada. Era imposible apartarlos de golpe de los asuntos alemanes.

A pesar de lo cual, no dejó de intentarse. En las tres zonas occidentales de la Alemania ocupada se completaron dieciséis millones de Fragebogen (cuestionarios), la mayoría de ellos en la zona norteamericana. Allí, las autoridades norteamericanas elaboraron una lista de 3,5 millones de alemanes (aproximadamente un cuarto de la población total de la zona) que fueron calificados como «casos imputables», aunque muchos de ellos nunca fueron llevados ante los tribunales locales de desnazificación, establecidos en marzo de 1946 bajo responsabilidad alemana pero con la supervisión aliada. A los civiles alemanes se les obligó a visitar los campos de concentración y a ver películas documentales sobre las atrocidades nazis. Los profesores nazis fueron despedidos, las existencias de las librerías se renovaron, la tinta de periódico y el suministro de papel fueron puestos bajo el control directo de los aliados y asignados a nuevos propietarios y editores con auténticas credenciales antinazis.

Incluso estas medidas toparon con una oposición considerable. El 5 de mayo de 1946, el futuro canciller alemán, Konrad Adenauer, protestó contra las medidas de desnazificación en un discurso público pronunciado en Wuppertal, en el que exigía que dejaran en paz a los «compañeros de viaje de los nazis». Dos meses después, en un discurso dirigido a su recién formada Unión Democrática Cristiana, reincidió en el mismo punto: la desnazificación estaba durando demasiado y no hacía ningún bien. La preocupación de Adenauer era sincera. En su opinión, enfrentando a los alemanes a los crímenes de los nazis, ya fuera a través de juicios, tribunales o proyectos de reeducación, era más probable provocar una reacción nacionalista violenta que inducir al arrepentimiento. Debido precisamente a las profundas raíces que el nazismo tenía en su país, el futuro canciller creía más prudente permitir e incluso fomentar el silencio a este respecto.

No estaba del todo equivocado. En la década de 1940 los alemanes apenas tenían idea de cómo les veía el resto del mundo. No alcanzaban a entender lo que habían hecho ellos y sus líderes, y les preocupaban más sus propias dificultades de la postguerra como la escasez de comida, de vivienda, etcétera, que los sufrimientos padecidos por sus víctimas en toda la Europa ocupada. De hecho se sentían más proclives a verse a sí mismos en el papel de víctimas y consideraban por tanto los juicios y otras confrontaciones con los crímenes nazis como la venganza de los victoriosos aliados sobre un régimen ya extinto[3]. Salvo ciertas honrosas excepciones, las autoridades políticas y religiosas de Alemania no contradecían esta visión, y los líderes naturales del país, pertenecientes a sectores profesionales liberales, judiciales o de servicio público, eran los más comprometidos de todos.

Así pues, los cuestionarios se convirtieron en objeto de burla. Si para algo sirvieron fue sobre todo para encubrir a individuos de otro modo sospechosos, ayudándoles a obtener certificados de buena conducta (los llamados certificados «Persil», en honor al detergente del mismo nombre). La reeducación tenía un impacto decididamente limitado. Una cosa era obligar a los alemanes a asistir a la proyección de películas documentales y otra muy distinta que las vieran, y no digamos que reflexionaran sobre lo que veían. Muchos años después, el escritor Stephan Hermlin describió la escena de un cine de Francfort, donde los alemanes tenían que ver documentales sobre Dachau y Buchenwald antes de recibir sus cartillas de racionamiento; «Bajo la tenue luz del proyector, podía ver cómo la gente volvía la cara nada más empezar la película y permanecía así hasta que había acabado. Hoy en día pienso que esa cara vuelta hacia otro lado era de hecho la actitud de muchos millones… La gente desventurada entre la que yo mismo me incluía se mostraba a la vez vulnerable e insensible. No estaba interesado en que me presentaran hechos que me conmocionaran ni en ningún método de “conócete a ti mismo”»[4].

Para cuando los aliados occidentales abandonaron sus esfuerzos de desnazificación con la llegada de la Guerra Fría, estaba ya claro que éstos habían producido un impacto decididamente limitado. En Baviera, aproximadamente la mitad de los profesores de secundaria habían sido despedidos al llegar 1946, para ser readmitidos en sus puestos tan sólo dos años más tarde. En 1949, la recién creada República Federal dio por finalizadas todas las investigaciones sobre el pasado de los funcionarios públicos y los oficiales del ejército. En Baviera, en 1951, el 94 por ciento de los jueces y fiscales, el 77 por ciento de los empleados del Ministerio de Economía y el 60 por ciento de los funcionarios del Ministerio de Agricultura eran ex nazis. Para 1952, uno de cada tres funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de Bonn había sido miembro del partido nazi. Del recién constituido Cuerpo Diplomático de Alemania Occidental, el 43 por ciento había pertenecido a las antiguas SS y otro 17 por ciento había servido en la SD o en la Gestapo. Hans Globke, principal ayudante del canciller Adenauer durante la década de 1950, fue el responsable de la declaración oficial de las Leyes de Núremberg de Hitler de 1935. El jefe de policía de Renania-Palatinado, Wilhelm Hauser, fue el Obersturmführer responsable de las masacres de Bielorrusia durante la guerra.

Fuera del funcionariado, la tendencia fue la misma. Las universidades y los profesionales del derecho fueron los menos afectados por la desnazificación, a pesar de su conocida simpatía por el régimen de Hitler. Los empresarios también salieron muy bien parados. Friedrich Flick, condenado como criminal de guerra en 1947, fue liberado tres años más tarde por las autoridades de Bonn y rehabilitado en su posición de principal accionista de Daimler-Benz. Figuras de renombre pertenecientes a grupos industriales incriminados como I. G. Farben y Krupp fueron pronto liberados y se reincorporaron a la vida pública sin apenas desgaste. En 1952, Fordwerke, la rama alemana de la Ford Motor Company, había vuelto a reunir a todos sus altos directivos de la época nazi. Incluso los jueces y los médicos de los campos de concentración nazis condenados bajo la jurisdicción norteamericana vieron sus penas reducidas o conmutadas (por el administrador estadounidense John J. McCloy).

Los datos de las encuestas de opinión correspondientes a los primeros años de la postguerra confirman el escaso impacto de los esfuerzos aliados. En octubre de 1946, cuando el juicio de Núremberg ya había finalizado, sólo el 6 por ciento de los alemanes estaba dispuesto a admitir que éste había sido «injusto», pero, cuatro años más tarde, uno de cada tres sostenía esta opinión. El hecho de que pensaran de esta manera no debe sorprendernos, dado que entre los años 1945 y 1949 una importante mayoría de alemanes creía que «el nazismo era en sí una buena idea, pero mal llevada a la práctica». En noviembre de 1946, el 37 por ciento de los alemanes sometidos a una encuesta en la zona norteamericana opinaba que «el exterminio de los judíos y de los polacos, así como de otras razas no arias, era necesario para la seguridad de los alemanes».

En la misma encuesta de noviembre de 1946, uno de cada tres alemanes se mostraba de acuerdo con la premisa de que «los judíos no deberían tener los mismos derechos que los pertenecientes a la raza aria». Ello no resulta particularmente sorprendente, dado que los encuestados acababan de salir de doce años de un Gobierno autoritario comprometido con esta visión. Lo que sí sorprende es una encuesta realizada seis años más tarde en la que un porcentaje ligeramente superior de alemanes occidentales (el 37 por ciento) concluía que era mejor para Alemania no tener judíos en su territorio. Y en ese mismo año (1952), el 25 por ciento de los alemanes occidentales admitía tener una «buena opinión» de Hitler.

En la zona ocupada por los soviéticos, el legado nazi recibió un trato algo diferente. Aunque en el juicio de Núremberg participaron jueces y abogados soviéticos, en el este el énfasis de la desnazificación se puso en el castigo colectivo a los nazis y la erradicación del nazismo de todas las áreas de la vida. Los dirigentes comunistas locales no se llamaban a engaño sobre lo que había ocurrido. Como afirmó Walter Ulbricht, el futuro líder de la República Democrática Alemana, en un discurso pronunciado en Berlín ante los representantes del Partido Comunista Alemán sólo seis semanas después de la derrota de su país, «la tragedia del pueblo alemán consiste en el hecho de que ha obedecido a una banda de criminales […]. La clase trabajadora alemana y los sectores productivos de la población han fracasado ante la historia».

Esto era más de lo que Adenauer o la mayoría de los políticos de la Alemania Occidental estaban dispuestos a admitir, al menos en público. Pero Ulbricht, al igual que las autoridades soviéticas a las que tenía que rendir cuentas, estaba menos interesado en castigar los crímenes nazis que en asegurar el poder comunista en Alemania y barrer el capitalismo. Por consiguiente, aunque la desnazificación de la zona soviética fue en algunos casos más lejos que en el oeste, se basó en dos tergiversaciones del nazismo: una inherente a la teoría comunista y otra estratégica y oportunista.

En el marxismo y la doctrina oficial soviética existía el lugar común de que el nazismo era simplemente fascismo y el fascismo a su vez un producto del interés capitalista en un momento de crisis. En consecuencia, las autoridades soviéticas prestaron escasa atención al carácter distintivamente racista del nazismo y sus resultados genocidas, y en cambio centraron sus detenciones y expropiaciones en empresarios, funcionarios corruptos, profesores y otros responsables de promover los intereses de la clase social que supuestamente apoyaba a Hitler. De este modo, el desmantelamiento soviético de la herencia del nazismo en Alemania no fue esencialmente diferente de la transformación social que Stalin trataba de provocar en otras zonas de la Europa central y del Este.

La dimensión oportunista de la política soviética hacia los ex nazis fue consecuencia de la debilidad. Los comunistas de la Alemania ocupada no constituían un movimiento fuerte, y su llegada en el tren de cola del Ejército Rojo difícilmente podía ir dirigida a captar votantes. Su única perspectiva política, aparte de la fuerza bruta y el fraude electoral, radicaba en apelar al interés propio y calculador. Su forma de hacerlo, en el este y en el sur, consistió en promover la expulsión de los ciudadanos de etnia alemana y ofrecerse como patrocinadores y protectores de los nuevos ocupantes polacos, eslovacos o serbios de las granjas, negocios y apartamentos que los alemanes habían dejado vacíos. Obviamente, esta posibilidad no existía en la propia Alemania. En Austria, el Partido Comunista local cometió el error, durante las elecciones celebradas a finales de 1945, de rechazar el apoyo potencialmente decisivo de los nazis de a pie y los antiguos miembros del partido. Al hacerlo, malograron las esperanzas del comunismo en la Austria de la postguerra. Ello les sirvió de lección en el caso de Berlín. El Partido Comunista Alemán (KPD) decidió en cambio ofrecer sus servicios y su protección a millones de antiguos nazis.

Ambas perspectivas, la de la doctrina y la de la estrategia, no estaban necesariamente enfrentadas. Ulbricht y sus colegas creían de verdad que la forma de erradicar a los nazis de Alemania era llevar a cabo una transformación socioeconómica: no estaban especialmente interesados en la responsabilidad individual o la reeducación moral. Pero también entendían que el nazismo no era sólo un engaño del que había sido víctima el inocente proletariado alemán. La clase obrera, al igual que la burguesía alemana, había fracasado en sus responsabilidades. Pero, precisamente por esta razón, era más probable, y no menos, adaptarse a las metas comunistas, aplicando el principio del palo y la zanahoria en las dosis adecuadas. Y, en todo caso, las autoridades de la Alemania del Este, al igual que las del Oeste, no tenían mucha elección: ¿con quién iban a dirigir el país si no era con ex nazis?

Así pues, por un lado, las fuerzas de ocupación soviéticas despidieron de sus trabajos a un enorme número de ex nazis (520.000 para abril de 1948) y nombraron a «antifascistas» para ocupar los puestos administrativos de su zona de ocupación. Por el otro, los líderes comunistas alemanes alentaron a antiguos nazis cuyo historial no había quedado muy expuesto al público para que se unieran a ellos. Como cabía esperar, el éxito fue rotundo. Los ex nazis estaban encantados de borrar su pasado uniéndose a los vencedores. Como miembros del partido, los administradores locales, informadores y policías demostraron adaptarse particularmente bien a las necesidades del Estado comunista.

Después de todo, el nuevo sistema era extraordinariamente parecido al que ya conocían: los comunistas se limitaron a hacerse cargo de instituciones nazis como los Frentes de Trabajo o los vigilantes de vecindario y darles nuevos nombres y nuevos jefes. Pero la adaptabilidad de los ex nazis fue también producto de su vulnerabilidad al chantaje. Las autoridades soviéticas estaban de sobra dispuestas a conspirar con sus anteriores enemigos mintiendo acerca de la naturaleza y el alcance del nazismo en la Alemania del Este, asegurando que la herencia capitalista y nazi de Alemania se circunscribía a las zonas occidentales y que la futura República Democrática de Alemania era una tierra de trabajadores, campesinos y héroes antifascistas, aunque ellos sí conocían la verdad y tenían los archivos nazis para demostrarla, en caso necesario. Antiguos comerciantes del mercado negro, especuladores que se habían aprovechado de la guerra y todo tipo de ex nazis se convirtieron en comunistas ejemplares, dadas las innumerables ventajas de complacer a sus nuevos jefes.

A principios de la década de 1950, más de la mitad de los rectores de centros de enseñanza superior de Alemania del Este eran antiguos miembros del partido nazi, como también lo era el 10 por ciento del parlamento una década más tarde. La recién fundada Stasi (agencia de seguridad del Estado) no sólo asumió las funciones y las prácticas de la Gestapo nazi, sino también a muchos miles de sus empleados e informadores. Las víctimas políticas del nuevo régimen comunista, a menudo acusadas en general de «criminales nazis», fueron arrestadas por policías ex nazis, juzgadas por jueces ex nazis y vigiladas por guardias ex nazis en cárceles y campos de concentración de la época nazi adoptados en bloque por las nuevas autoridades.

La facilidad con la que personas e instituciones pasaron del nazismo o fascismo al comunismo no constituyó un rasgo diferenciado de Alemania del Este, salvo quizá en cuanto a su escala. En Italia, la resistencia de la época de la guerra acogió a bastantes ex fascistas de todo tipo, y la moderación del Partido Comunista Italiano durante la postguerra probablemente se debió en parte al hecho de que muchos de sus potenciales partidarios habían estado comprometidos con el fascismo. En la Hungría de la postguerra los comunistas cortejaron abiertamente a antiguos miembros de la Cruz Flechada fascista, llegando incluso a ofrecerles apoyo contra los judíos que pretendían que les devolvieran sus propiedades. En el Londres de la guerra, los comunistas eslovacos Vlado Clementis y Eugen Löbl fueron seguidos por agentes soviéticos reclutados en los partidos fascistas checos, que una década después testificarían en su contra durante el «juicio-espectáculo» al que se les sometió.

Los comunistas no fueron los únicos en hacer la vista gorda con el pasado nazi o fascista a cambio de servicios políticos durante la postguerra. En Austria, los antiguos fascistas a menudo eran favorecidos por las autoridades occidentales, que les permitían trabajar en el periodismo y otras actividades delicadas: su asociación con el régimen corporativista y autoritario de la Austria de la postguerra fue neutralizada por la invasión nazi y su genuina y cada vez más útil antipatía por la izquierda. El gobierno militar aliado de la zona fronteriza del noreste de Italia protegía a antiguos fascistas y colaboradores, muchos de ellos reclamados por los yugoslavos, mientras que los servicios de inteligencia occidentales reclutaban por todas partes a ex nazis bien informados, incluido el «carnicero de Lyon», el oficial de la Gestapo Klaus Barbie, para su futura utilización: por ejemplo, contra los ex nazis al servicio de los soviéticos, dada su privilegiada posición para identificarlos.

En su primera alocución oficial al parlamento de la República Federal de Alemania, el 20 de septiembre de 1949, Konrad Adenauer afirmó lo siguiente respecto a la desnazificación y el legado nazi: «El Gobierno de la República Federal, en la creencia de que muchos han expiado subjetivamente una culpa que no era tan grande, está decidido, siempre que resulte aceptable hacerlo, a dejar atrás el pasado». No hay duda de que muchos alemanes apoyaron de corazón dicha afirmación. Si la desnazificación se interrumpía era porque por motivos políticos los alemanes se habían «desnazificado» mota proprio el 8 de mayo de 1945.

El pueblo alemán no estaba solo. En Italia, el periódico del Partido Demócrata Cristiano hizo un llamamiento al olvido similar el mismo día de la muerte de Hitler: «¡Tenemos la fuerza necesaria para olvidar!», proclamó, «¡Olvidar lo antes posible!». En el Este, la baza más fuerte de los comunistas era su promesa de un nuevo y revolucionario comienzo en los países donde todo el mundo tenía algo que olvidar, tanto las cosas que les habían hecho como las que ellos habían hecho a otros. En toda Europa se observaba el deseo de dejar atrás el pasado y empezar de nuevo, siguiendo la recomendación que hizo Isócrates a los atenienses al término de las guerras del Peloponeso: «Gobernemos colectivamente como si nada malo hubiera ocurrido».

Este recelo hacia la memoria a corto plazo y la búsqueda de mitos antifascistas a los que pudiera recurrir una Alemania de antinazis, una Francia de resistentes o una Polonia de víctimas, fue el legado invisible más importante que dejó la Segunda Guerra Mundial en Europa. El aspecto positivo fue que esto facilitó la recuperación nacional y permitió así que hombres como el mariscal Tito, Charles de Gaulle o Konrad Adenauer pudieran ofrecer a sus conciudadanos una imagen plausible e incluso orgullosa de ellos mismos. Incluso la Alemania del Este reclamó un origen noble, una tradición ficticia: el legendario y en gran parte inventado «levantamiento» comunista de Buchenwald en abril de 1945. Estas versiones permitieron a los países que habían sufrido la guerra de una forma pasiva, como Holanda, dejar de lado su historial de arreglos y compromisos, y a los que como Croacia habían puesto en práctica un activismo equivocado, ocultarlo tras una confusa historia de heroísmos rivales.

Sin esta amnesia colectiva, la asombrosa recuperación de Europa no habría sido posible. Indudablemente, gran parte de lo que se apartó de la mente volvería posteriormente a incomodarla de diversas maneras. Pero sólo mucho más tarde llegaría a estar claro hasta qué punto la Europa de la postguerra había descansado sobre unos mitos fundacionales que se fracturarían y cambiarían con el paso de los años. En las circunstancias de 1945, en un continente cubierto de escombros, ofrecía muchas ventajas actuar como si el pasado estuviera de hecho muerto y enterrado y una nueva era estuviera a punto de comenzar. El precio que hubo que pagar, especialmente en Alemania, fue una cierta cantidad de olvido selectivo y colectivo. Pues al fin y al cabo, y sobre todo en Alemania, había mucho que olvidar.