VIII
La política de la estabilidad
La mayoría de la gente ha debido darse cuenta, incluso antes de que la Segunda Guerra Mundial lo evidenciara, de que la época en que las naciones europeas podían pelearse entre ellas por el dominio mundial ha pasado a la historia. Europa no puede ya seguir por este camino, y cualquier europeo que todavía anhele el poder mundial será víctima de la desesperación o del ridículo, como los muchos napoleones que llenan los manicomios.
MAX FRISCH (julio de 1948)
Como nosotros teníamos allí a nuestras tropas, los europeos no cumplieron con su parte. No están dispuestos a sacrificarse para aportar los soldados necesarios para su propia defensa.
DWIGHT EISENHOWER
El principal argumento en contra de proporcionar a los franceses información nuclear ha sido el efecto que esto tendría sobre los alemanes, que empezarían a pedir lo mismo.
JOHN F. KENNEDY
Verá, los tratados son como las chicas y las rosas: duran lo que duran.
CHARLES DE GAULLE
Las instituciones políticas por sí mismas son capaces de formar el carácter de una nación.
MADAME DE STAËL
En su célebre estudio sobre el aumento de la estabilidad política en la Inglaterra de principios del siglo XVIII, el historiador inglés J. H. Plumb escribió: «Existe la creencia general, derivada en gran parte de Burke y los historiadores del siglo XIX, de que la estabilidad política es de crecimiento lento, como el desarrollo de las formaciones de coral; que es resultado del tiempo, las circunstancias, la prudencia, la experiencia, la sabiduría y que se va desarrollando paulatinamente con el paso de los siglos. En mi opinión, nada más lejos de la verdad […]. La estabilidad política, cuando llega, a menudo se produce muy rápidamente en una sociedad, tan repentinamente como el agua se convierte en hielo»[1].
Algo así ocurrió en Europa, de forma bastante inesperada, en la primera mitad de la década de 1950.
Desde 1945 hasta casi 1953, los europeos vivieron, como hemos visto, a la sombra de la Segunda Guerra Mundial y nerviosos y expectantes ante una Tercera. El fracasado acuerdo de 1919 todavía seguía fresco en la memoria tanto de los estadistas como de la población en general. La imposición del comunismo en la Europa del Este constituía un claro recordatorio de la inestabilidad revolucionaria que siguió a la Primera Guerra Mundial. El golpe de Praga, las tensiones de Berlín y la guerra de Corea en el Lejano Oriente recordaban de forma inquietante las sucesivas crisis internacionales de la década de 1930. En julio de 1951, los aliados occidentales habían declarado el fin de su «estado de guerra» con Alemania, pero en medio de una Guerra Fría que iba intensificándose rápidamente todavía no existía ningún Tratado de Paz, y las perspectivas de que fuera a producirse eran escasas. Tampoco nadie podía confiar en que el fascismo no fuera a arraigar de nuevo en la tierra fértil del problema sin resolver de Alemania, o en cualquier otro lugar.
La creciente red de alianzas, organismos y acuerdos internacionales ofrecía pocas garantías de armonía internacional. Con la ventaja de la retrospectiva, ahora podemos ver que entre el Consejo de Europa, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la Unión Europea de Pagos y, por encima de todos, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, se encontraba el germen de un sistema nuevo y estable de relaciones interestatales. Documentos como la Convención para la Protección de los Derechos Humanos elaborada por el Consejo de Europa en 1950 adquirirían una gran trascendencia en las décadas siguientes. Pero en aquel momento, estos documentos, así como los organismos que los publicaban, guardaban un gran parecido con los bien intencionados pero fracasados pactos de la década de 1920. Es comprensible que sus contemporáneos más escépticos les prestaran escasa atención.
Sin embargo, con la muerte de Stalin y el final de la guerra de Corea, Europa occidental empezó a introducirse, casi sin darse cuenta, en una era de notable estabilidad política. Por primera vez en cuatro décadas, los Estados de la mitad occidental del continente no estaban en guerra ni bajo su amenaza inminente, al menos entre ellos. Pero las disputas políticas se mantenían. Todos los partidos comunistas salvo el italiano iniciaban su lenta retirada hacia los márgenes de la política. Y la amenaza de un rebrote fascista perdía credibilidad poco a poco, excepto quizá en los mítines políticos comunistas.
Los europeos occidentales debían su recién descubierto bienestar a las incertidumbres de la Guerra Fría. La internacionalización de las confrontaciones políticas, y el consiguiente compromiso de Estados Unidos, contribuían a reducir la incidencia de los conflictos políticos domésticos. Asuntos políticos que en épocas anteriores hubieran conducido con toda probabilidad a la violencia y la guerra, como el problema pendiente de Alemania, los conflictos territoriales entre Yugoslavia e Italia, o el futuro de la Austria ocupada, quedaban todos ellos inmersos, y serían abordados a su debido tiempo, dentro del contexto de las confrontaciones y negociaciones de las grandes potencias, sobre las que los europeos no tenían apenas ni voz ni voto.
La cuestión alemana seguía sin resolverse. Incluso después de haber remitido el pánico de 1950, y de que los líderes occidentales reconocieran que Stalin no albergaba planes inmediatos de «repetir otra Corea» en Europa central, ambos bandos seguían lejos de llegar a un acuerdo. La postura oficial occidental era que las dos Alemanias que habían surgido en 1949 debían reunificarse en un solo Estado democrático. Pero hasta que todos los alemanes fueran libres de elegir por ellos mismos el régimen político en el que querían vivir, dicha reunificación no sería posible. Entre tanto, la República Federal de Alemania (Occidental) sería considerada la representante de todos los ciudadanos alemanes. Extraoficialmente, los estadounidenses, al igual que los ciudadanos de Europa occidental, no se sentían del todo descontentos con una Alemania dividida por tiempo indefinido. Como John Fosler Dulles manifestó al presidente Eisenhower en febrero de 1959, «había mucho que decir a favor del estado de cosas actual», aunque no era ésta «una postura que pudiera adoptarse públicamente».
La posición soviética era, irónicamente, bastante similar. En sus últimos años, Stalin había seguido manteniendo la postura soviética oficial, es decir, que Moscú quería una Alemania unida y que estaría incluso dispuesto a aceptar que dicha Alemania fuera neutral, en tanto estuviera desarmada. En una serie de notas apuntadas en la primavera de 1952, Stalin proponía que las cuatro potencias ocupantes redactaran un Tratado de Paz dirigido a establecer dicha Alemania unida, neutral y desmilitarizada, previa retirada de todas las potencias ocupantes, y cuyo gobierno fuera votado en unas elecciones libres para toda Alemania. Los historiadores han criticado a Washington por no haber aceptado entonces las propuestas de Stalin: una «oportunidad desaprovechada» para acabar con la Guerra Fría o, al menos, para mitigar la gravedad de su punto conflictivo más peligroso.
En efecto, es cierto que los líderes occidentales no se tomaron muy en serio las notas de Stalin, y que rechazaron aceptar la oferta de la Unión Soviética. Pero, al final, parece que hicieron bien. Los líderes soviéticos daban muy poca importancia a sus propias propuestas, y en realidad no esperaban que estadounidenses, británicos y franceses retiraran sus tropas de ocupación y permitieran que una Alemania neutral y desarmada quedara flotando en medio de un continente dividido. En todo caso, a Stalin y sus sucesores no les disgustaba ver una presencia militar estadounidense continuada en suelo alemán; desde el punto de vista de los líderes soviéticos de su generación, la presencia de las tropas de Estados Unidos en Alemania Occidental constituía una de las garantías más fiables contra el revanchismo alemán. Sólo merecía la pena arriesgar dicha garantía a cambio de una Alemania desmilitarizada a la sombra soviética (un objetivo por el que Moscú hubiera abandonado gustosamente a sus clientes de Alemania del Este y a su República Democrática), pero no por ninguna otra cosa fuera de eso.
Lo que los rusos decididamente no querían a ningún precio era una Alemania Occidental remilitarizada. El propósito de los afanes soviéticos no era alcanzar un acuerdo con Occidente sobre la reunificación alemana, sino evitar la inminente amenaza del rearme alemán. Los estadounidenses habían planteado el tema, sólo cinco años después de la derrota de Hitler, como consecuencia directa de la guerra de Corea. Si el Congreso accedía a las peticiones de la Administración de Traman de una mayor ayuda militar al extranjero, entonces los aliados de Estados Unidos, incluidos los alemanes, debían evidenciar su propia contribución a la defensa de su continente.
Cuando el secretario de Estado de Estados Unidos, Dean Acheson, inició las conversaciones sobre el rearme alemán con Gran Bretaña y Francia, en septiembre de 1950, los franceses se opusieron rotundamente a la idea. Aquello confirmaba sus anteriores sospechas de que la OTAN, lejos de representar ningún compromiso por parte de Estados Unidos para proteger su flanco este, no era más que un pretexto para remilitarizar Alemania. Incluso los alemanes se mostraban reticentes, aunque por sus propios motivos. Konrad Adenauer entendía perfectamente la ocasión que para él representaban estas alteradas circunstancias: lejos de abalanzarse sobre la oportunidad del rearme, la República Federal se contuvo de hacerlo. A cambio de una contribución alemana a la defensa occidental, Bonn insistiría en conseguir el pleno reconocimiento internacional de la RFA y una amnistía para los criminales alemanes que estaban bajo la custodia aliada.
En previsión de que un acuerdo de este tipo pudiera efectuarse a sus espaldas, los franceses trataron de evitar que continuaran las conversaciones sobre la aportación militar alemana a la OTAN presentando su propia contrapropuesta. En octubre de 1950, René Pleven, el primer ministro francés, sugirió que se estableciera una Comunidad de Defensa Europea, análoga al Plan Schuman. Además de una Asamblea, un Consejo de Ministros y un Tribunal de Justicia, esta Comunidad contaría con su propia Fuerza de Defensa Europea (FDE). A los norteamericanos, al igual que los británicos, no les agradaba la idea, pero acordaron seguir adelante con ella como segunda mejor solución al problema de defender Europa.
El Tratado para la Comunidad de Defensa Europea (CDE) se firmó por tanto el 27 de mayo de 1952, junto con los documentos concretos en los que se afirmaba que una vez que todos los países signatarios hubieran ratificado el Tratado, Estados Unidos y Gran Bretaña cooperarían plenamente con una FDE y la ocupación militar de Alemania llegaría a su fin. Éste era el acuerdo que la Unión Soviética había tratado infructuosamente de hacer descarrilar con sus ofertas de un Tratado de Paz que desmilitarizara a Alemania. El Bundestag alemán ratificó el Tratado de la CDE en marzo de 1953, y los países del Benelux hicieron lo propio[2]. Sólo quedaba que la Asamblea Nacional francesa ratificara el Tratado para que Europa occidental adquiriera algo parecido a un ejército europeo, integrando y entremezclando a sus contingentes nacionales, incluido el alemán.
Sin embargo, los franceses seguían sin estar satisfechos. Como Janet Flanner observó sagazmente en noviembre de 1953, «para los franceses en general, el problema de la CDE es Alemania, no Rusia, que es el de los americanos». Las dudas de Francia frustraron a los norteamericanos (en una reunión del Consejo de la OTAN celebrada en diciembre de 1953, John Foster Dulles, el nuevo secretario de Estado de Eisenhower, amenazó con un «drástico replanteamiento» de la política estadounidense en caso de que la CDE fracasara). Pero aunque el Plan Pleven había sido idea de un primer ministro francés, el debate público puso de manifiesto hasta qué punto los franceses eran reticentes a aceptar el rearme alemán fueran cuales fuesen las condiciones. Por otra parte, las propuestas para el rearme alemán y la creación de un ejército europeo no podían haber llegado en peor momento: el ejército francés se enfrentaba entonces a la derrota y la humillación en Vietnam y el nuevo primer ministro francés, Pierre Mendès-France, consideraba con razón imprudente hacer peligrar el futuro de su frágil Gobierno de coalición con una impopular propuesta para rearmar al enemigo nacional.
Así pues, cuando finalmente el Tratado de la CDE llegó a la Asamblea Nacional para su ratificación, Mendès-France se abstuvo de convertir el asunto en una cuestión de confianza, y el Tratado fue rechazado, el 30 de agosto de 1954, por una mayoría de 319 votos frente a 264. El plan para una Comunidad de Defensa Europea, y con él el de una Alemania rearmada y un ejército europeo, estaba acabado. En una conversación privada con el ministro de Asuntos Exteriores belga Paul-Henri Spaak y el primer ministro de Luxemburgo Joseph Bech, un frustrado Adenauer atribuía la conducta de Mendès a su «condición de judío», que, según el canciller alemán, trataba de sobrecompensar alineándose con el sentimiento nacionalista francés. Más verosímil parece la explicación que dio el propio Mendès del fracaso de la CDE: «En la CDE había mucha integración y muy poca Inglaterra».
Los europeos y su aliado norteamericano volvían al mismo punto donde habían empezado. Pero las circunstancias eran ahora muy distintas. La guerra de Corea había terminado, Stalin había muerto, la OTAN formaba parte del escenario internacional. Los franceses habían pospuesto con éxito el problema de la defensa europea durante algún tiempo, pero no podían retrasarlo mucho más. A las pocas semanas de la votación sobre la CDE en la Asamblea Nacional, las potencias aliadas occidentales —Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia— se reunieron dos veces, en sendas conferencias convocadas apresuradamente en Londres y en París. Por iniciativa del ministro de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, se aprobó rápidamente un conjunto de propuestas —los llamados Acuerdos de Londres[3]—, que culminarían con los subsiguientes Tratados de París, y que constituyeron la base de la política de defensa europea durante los siguientes cincuenta años.
Para superar el problema de «muy poca Inglaterra», Eden ofreció que las fuerzas británicas (cuatro divisiones) participaran con una presencia permanente en la Europa continental (por primera vez desde la Edad Media). El Tratado de Bruselas de 1948 se ampliaría a una Unión Europea Occidental (UEO), a la que se unirían Alemania e Italia (a pesar de que el Tratado de 1948, como ya hemos visto, se redactó con el propósito explícito de protegerse mutuamente contra Alemania) . A cambio, los franceses aceptarían permitir a la República Federal un ejército de no más de medio millón de hombres, y Alemania ingresaría en la OTAN como Estado soberano[4].
Cuando estos tratados se ratificaran y entraran en vigor, el estatuto de la ocupación alemana caducaría a todos los efectos y, a todos los efectos, salvo nominalmente, los aliados occidentales habrían firmado la paz formal con su antiguo enemigo. Las tropas aliadas permanecerían en la República Federal para protegerse de una posible reincidencia, pero como parte de una presencia europea y mediante mutuo acuerdo. La acogida que los franceses prestaron a estos nuevos planes no fue en absoluto unánime, pero al haber echado abajo sus propias propuestas alternativas, no estaban en situación de protestar, aun cuando Alemania Occidental obtenía unas condiciones más generosas en virtud de los Tratados de 1954 que las que habría conseguido mediante el Plan Pleven. No era la primera vez que la propia Francia se convertía en su peor enemigo en una disputa internacional. Comprensiblemente, el apoyo francés a los Tratados de París fue claramente ambiguo. Cuando la Asamblea Nacional celebró la votación para ratificarlos, el 30 de diciembre de 1954, el resultado fue de 287-260, es decir que se aprobaron por una diferencia de sólo 27 votos.
Si los franceses se mostraban dubitativos, los rusos se sentían directamente contrariados. El 15 de mayo de 1955, diez días después de la incorporación formal de Alemania Occidental a la OTAN y de la abolición de la Alta Comisión Aliada para la República Federal, la Unión Soviética anunció la formación de su Pacto de Varsovia. Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Albania y la Unión Soviética constituyeron una alianza de «amistad, cooperación y asistencia mutua» bajo un mando unificado. Moscú derogó sus tratados de alianza de la guerra con Gran Bretaña y Francia y, tras aceptar lo inevitable, declaró la plena soberanía de la República Democrática de Alemania del Este y la incorporó al Pacto de Varsovia. La cuestión alemana no había quedado exactamente resuelta; pero, con ambas partes integradas plenamente en sus respectivas alianzas internacionales, quedaría por el momento apartada, hasta ser reemplazada a su debido tiempo por el dilema aún pendiente de la anterior capital ahora dividida, Berlín.
Una vez el futuro inmediato de Alemania había sido resuelto, ambos bandos se apresuraron a abordar otros conflictos y tensiones de carácter secundario. Los nuevos hombres del Kremlin y, en particular, Nikita Jruschov, se tomaban muy en serio su agenda de una «coexistencia pacífica» en Europa y compartían el deseo norteamericano de minimizar los riesgos de futuras confrontaciones. El día después de anunciarse el Pacto de Varsovia, las cuatro potencias ocupantes firmaron el Tratado del Estado de Austria. Austria sería independiente y neutral, libre de seguir su propio camino sin alinearse ni con la OTAN ni con el Pacto de Varsovia[5]. Los cuatro ejércitos de ocupación debían retirarse —aunque la Unión Soviética, que ya había obtenido unos 100 millones de dólares de su zona de ocupación de la Austria oriental, se aseguró su tajada final con la imposición a Austria de la obligación de «comprar» los intereses económicos soviéticos en el sector este del país por 150 millones de dólares más.
Mientras, al sur de Austria, Yugoslavia e Italia habían acordado poner fin a su conflicto sobre Trieste. Según un acuerdo gestionado por los estadounidenses y los británicos en octubre de 1954, la ciudad de Trieste permanecería en Italia, mientras que el territorio circundante, poblado mayoritariamente por eslovenos, sería devuelto a Yugoslavia. Los acuerdos de Trieste, como tantas cosas durante aquellos años, se llevaron a cabo en el entendimiento de que serían considerados «provisionales»: en palabras del embajador italiano ante Estados Unidos, Alberto Tarchiani, el acuerdo de Trieste «no era provisional más que en apariencia, ya que en realidad era definitivo».
Los acuerdos sobre Austria, Yugoslavia e Italia fueron posibles gracias a un nuevo talante de detente en los asuntos europeos, simbolizado por la Cumbre de Ginebra celebrada en julio de 1955 (la primera desde Potsdam) y la admisión de dieciséis nuevos Estados miembros en las Naciones Unidas, que puso fin a un punto muerto de diez años entre el Este y el Oeste. Más allá del ambiente de amistosos encuentros entre Eisenhower, Jruschov y Eden, la cuestión más importante que quedó resuelta en Ginebra fue la del destino de los aproximadamente 10.000 prisioneros de guerra alemanes que seguían en manos soviéticas. A cambio de la visita de Adenauer a Moscú en septiembre de 1955 y el establecimiento de relaciones diplomáticas, los líderes soviéticos consintieron en devolver a estos hombres: se liberó a 9.626 de ellos aquel mismo año, y los restantes a finales de enero de 1956. Entre tanto, las pequeñas naciones vecinas al oeste de Alemania también saldaron en cierta medida sus cuentas pendientes con Bonn. Los daneses consiguieron un acuerdo sobre algunos conflictos fronterizos de carácter menor y una compensación por los crímenes de guerra alemanes en 1955 y los belgas un año más tarde (el Gran Ducado de Luxemburgo, sin embargo, no alcanzó un acuerdo con los alemanes hasta 1959, y los holandeses hasta 1960). Sin que en realidad nadie lo explicitara, la herida de los crímenes y los castigos de la guerra europea y sus secuelas se estaba cerrando.
Estos significativos avances se desarrollaban con el telón de fondo de una carrera armamentística de dimensiones considerables. Esta paradoja de que una Europa pacífica fuera tomando forma mientras las dos grandes potencias del momento se armaban hasta los dientes y se preparaban para la eventualidad de una guerra nuclear no es tan extraña como podría parecer. El creciente énfasis de Estados Unidos y la Unión Soviética en la estrategia sobre armas nucleares y los misiles intercontinentales que permitirían arrojarlas liberaba a los Estados europeos de la necesidad de competir en un terreno en el que no podían soñar con igualar los recursos de las superpotencias, aunque la Europa central siguiera constituyendo el campo de batalla más probable. Por esta razón, la Guerra Fría en Europa occidental se experimentó durante aquellos años de una forma muy diferente a la de Estados Unidos o incluso la URSS.
El arsenal nuclear de Estados Unidos había crecido rápidamente durante la década de 1950. El número de armas nucleares a disposición de las fuerzas armadas estadounidenses había pasado de 9 en 1946, 50 en 1948 y 170 al comienzo de la década, a 841 en 1952, hasta alcanzar un total de unas 2.000 en el momento de la entrada de Alemania en la OTAN (siete años más tarde, en vísperas de la crisis de los misiles de Cuba, llegaría a contabilizar 28.000). Para lanzar estas bombas, la fuerza aérea estadounidense contaba con el despliegue de una flota de bombarderos B-29 que sumaban un total de 50 a comienzos del bloqueo de Berlín en 1948, y que cinco años más tarde superaba los 1.000; los primeros bombarderos B-52 intercontinentales entraron en servicio en junio de 1955. Dada la abrumadora ventaja que la Unión Soviética tenía en Europa en cuanto a efectivos humanos y armas convencionales, estas armas nucleares aerotransportadas se convirtieron inevitablemente en la clave de la estrategia de Washington, sobre todo a raíz de la orden secreta emitida por Truman el 10 de marzo de 1950 de acelerar la fabricación de una bomba de hidrógeno.
La decisión de Truman fue motivada por el éxito de la prueba de la bomba atómica realizada por la Unión Soviética en agosto de 1949. La diferencia entre la capacidad nuclear estadounidense y la soviética iba reduciéndose: la primera prueba termonuclear llevada a cabo con éxito por Estados Unidos tuvo lugar en el atolón de Elugelab, en el océano Pacífico, el 1 de noviembre de 1952; la primera de este tipo realizada por la Unión Soviética, en Semipalátinsk, se anunció sólo diez meses más tarde, el 12 de agosto de 1953. Un mes más tarde comenzaron a llegar armas nucleares norteamericanas a Alemania Occidental; al enero siguiente, Dulles anunció la política de «nueva imagen» de Eisenhower. La OTAN se «nuclearizaba»: la amenaza de utilizar armas nucleares tácticas en territorio europeo se convertiría en parte de la estrategia de defensa de la Alianza. A fin de que la Unión Soviética creyera que Occidente de verdad podía lanzarlas, se suprimió la distinción entre las armas nucleares y las convencionales. Como Dulles explicó en una reunión del Consejo de la OTAN, celebrada en abril de 1954: «Estados Unidos considera que la capacidad de utilizar bombas atómicas es esencial para la defensa de la zona de la OTAN frente a la actual amenaza. Resumiendo, dichas armas deben considerarse a partir de ahora como armas convencionales».
La coincidencia de la nuclearización de la OTAN con la estabilización del continente no fue casual. También desde el punto de vista de la Unión Soviética, la guerra convencional en Europa central y occidental iba perdiendo interés estratégico. Moscú también estaba haciendo acopio de armas nucleares: había comenzado con 5 en 1950 y a finales de la década había fabricado ya unas 1.700. Pero el principal interés soviético residía en desarrollar los medios necesarios para lanzarlas no sólo en territorio europeo sino a través del océano, a fin de compensar los planes norteamericanos de instalar armas nucleares en Alemania, a solo unos cuantos kilómetros de Rusia.
La célebre «diferencia de misiles» a la que aludió John F. Kennedy en 1960, durante su campaña a la presidencia de Estados Unidos, era un mito, un ejercicio de propaganda soviética con éxito; lo mismo se puede decir de las ampliamente difundidas versiones de la superioridad educativa y técnica de la Unión Soviética. Dos décadas antes de que el canciller alemán Helmut Schmidt hiciera el comentario, Jruschov y algunos de sus colegas de más alto rango ya comprendían intuitivamente que el imperio que gobernaban era básicamente un «Alto Volta con misiles». Pero la URSS ciertamente estaba invirtiendo grandes esfuerzos en el desarrollo de sus capacidades balísticas. La primera prueba soviética realizada con éxito de un misil balístico intercontinental tuvo lugar en agosto de 1957, cinco meses antes que los estadounidenses. El posterior lanzamiento del Sputnik el 4 de octubre de 1957 demostró lo que podía hacer (para horror de los norteamericanos[6]).
Las armas balísticas —misiles intercontinentales capaces de hacer llegar cabezas nucleares desde el interior de la Unión Soviética hasta objetivos norteamericanos— ejercían un gran atractivo, especialmente sobre Nikita Jruschov. Eran más baratas que las armas convencionales. Permitían a Jruschov mantener buenas relaciones con la industria pesada y el ejército al tiempo que se desviaban recursos hacia la producción de bienes de consumo. Y generaban el curioso efecto, como ambos bandos llegarían a descubrir, de hacer que la guerra a gran escala fuera mucho menos probable que hasta entonces. Las armas nucleares hacían tanto a Moscú como a Washington más beligerantes en apariencia —era importante dar la impresión de que se estaba dispuesto a usarlas— pero mucho más prudentes en la práctica.
Para los norteamericanos, existía un atractivo añadido. Estados Unidos todavía trataba de encontrar la manera de liberarse del enredo europeo en el que se había visto envuelto a pesar de las buenas intenciones de sus líderes. La nuclearización de Europa podía ser una forma de lograrlo. Con ella, dejaría de ser necesaria la previsión de una enorme presencia militar estadounidense destacada en el corazón de Europa (tanto estadistas como estrategas militares ansiaban que llegara el día en que Europa pudiera defenderse prácticamente por sí sola, con el único respaldo de la firme promesa norteamericana de una respuesta nuclear masiva en caso de un ataque soviético). Como Eisenhower había reiterado en 1953, la presencia de Estados Unidos en Europa no pretendió nunca ser otra cosa que «una medida provisional para transmitir confianza y seguridad a nuestros amigos de ultramar».
Son varias las razones por las que los norteamericanos nunca fueron capaces de ver cumplidos sus planes de abandonar Europa. Hacia finales de la década de 1950, Estados Unidos insistía en la existencia de una fuerza nuclear disuasoria que estuviera bajo un mando europeo colectivo. Pero ni a los británicos ni a los franceses les agradaba la idea. No era porque sus gobiernos se opusieran en principio a las armas nucleares. Los británicos hicieron explotar su primera bomba de plutonio en el desierto australiano en agosto de 1952, catorce meses después de que la Royal Air Force recibiera la primera bomba atómica. Por razones militares y económicas, los gobiernos británicos de la época se mostraban muy interesados en cambiar de una estrategia de defensa continental a otra de disuasión nuclear; en efecto, la insistencia británica había desempeñado un papel importante a la hora de persuadir a Eisenhower para idear su estrategia de la «nueva imagen», y los británicos no pusieron objeción alguna a la instalación de bombarderos estadounidenses con capacidad nuclear en suelo británico[7].
Los franceses también tenían un programa de bombas atómicas, aprobado por Mendès-France en diciembre de 1954, aunque la primera bomba independiente francesa no se hizo explotar con éxito hasta febrero de 1960. Sin embargo, ni los británicos ni los franceses estaban dispuestos a delegar el control de las armas nucleares en una entidad de defensa europea; en especial, los franceses desconfiaban de cualquier insinuación acerca de que los norteamericanos pudieran permitir el acceso de los alemanes a un interruptor nuclear. Los norteamericanos admitieron a regañadientes que su presencia en Europa era indispensable, que era exactamente lo que sus aliados europeos deseaban oír[8].
Otra cuestión que vinculaba a los norteamericanos con Europa era el problema de Berlín. Gracias al fracaso del bloqueo en 1948-1949, la antigua capital de Alemania seguía siendo una especie de ciudad abierta; el Berlín Este y el Berlín Oeste estaban unidos por líneas telefónicas y redes de transporte que se entrecruzaban en las distintas zonas de ocupación. Además constituía la única ruta de tránsito desde el este de Europa hacia el oeste. Los alemanes que huían al oeste podían llegar a Berlín Este desde cualquier punto de la República Democrática Alemana y atravesar la zona de ocupación rusa en dirección a las zonas occidentales, y desde allí a través del pasillo ferroviario que unía Berlín Oeste con el resto de la República Federal. Una vez allí, automáticamente tenían derecho a obtener la carta de ciudadanía en Alemania Occidental.
El viaje no estaba completamente exento de riesgos, y los refugiados sólo podían llevar consigo las pertenencias que ellos mismos eran capaces de transportar; pero ninguna de estas consideraciones era obstáculo para que los jóvenes alemanes del Este los asumieran. Entre la primavera de 1949 y agosto de 1961, se calcula que entre 2,8 y 3 millones de alemanes del Este atravesaron Berlín en dirección al Oeste, aproximadamente un 16 por ciento de la población del país. Muchos de ellos eran personas con formación académica y profesionales —el futuro de Alemania del Este—; pero entre ellos también se encontraban miles de agricultores que huyeron de la colectivización agraria en 1952 y trabajadores que quisieron escapar del régimen después de la violenta represión de junio de 1953.
La peculiar situación de Berlín constituía por tanto un constante motivo de vergüenza y una imagen nefasta para el régimen comunista de Alemania del Este. Como el embajador soviético ante la República Democrática Alemana aconsejó diplomáticamente a Moscú en diciembre de 1959, «la presencia en Berlín de una frontera abierta y, por ser más precisos, incontrolada, entre el mundo socialista y el capitalista, conduce de forma inconsciente a la población a comparar ambas partes de la ciudad, lo que, lamentablemente, no siempre beneficia al Berlín de la República Democrática». La situación en Berlín tenía sin duda sus ventajas para Moscú así como para otros: la ciudad se había convertido en el principal puesto de escucha y centro de espionaje de la Guerra Fría; en 1961 operaban allí unas 70 agencias, y fue en Berlín donde las agencias de espionaje soviéticas lograron algunos de sus mayores éxitos.
Sin embargo, ahora que los líderes soviéticos habían aceptado la división de Alemania y convertido la zona oriental en un Estado soberano con todas las de la ley, no podían seguir ignorando indefinidamente la deserción continuada de sus recursos humanos. Sin embargo, cuando Moscú volvió a dirigir la atención mundial sobre Berlín, lo que generó una crisis internacional de tres años sobre el estatus de la ciudad, no fue porque se parara a considerar la sensibilidad herida de los gobernantes de Alemania del Este. En 1958, la Unión Soviética volvía a sentirse preocupada por el hecho de que los norteamericanos pudieran estar planeando proveer de armas a sus clientes de Alemania Occidental, esta vez de armas nucleares. Tal temor, como ya hemos visto, no estaba del todo injustificado —después de todo, era compartido por muchos europeos occidentales—. Por tanto, Jruschov se propuso utilizar Berlín, una ciudad cuyo destino a los rusos les era por lo demás absolutamente indiferente, como medio para impedir la nuclearización de Bonn, la cual sí les preocupaba, y mucho.
El primer desencadenante de la «crisis de Berlín» se produjo el 10 de noviembre de 1958, cuando Jruschov pronunció en Moscú un discurso dirigido a las potencias occidentales:
Los imperialistas han convertido la cuestión alemana en una fuente de tensión internacional permanente. Los círculos del poder de Alemania Occidental están haciendo todo lo posible por avivar la animadversión militar hacia la República Democrática Alemana […]. Los discursos del canciller Adenauer y el ministro de Defensa Strauss, el armamento atómico de la Bundeswehr y las diversas maniobras militares, todo ello apunta a una clara tendencia en la política de las instancias del poder de Alemania Occidental […]. Es evidente que ha llegado el momento de que los signatarios del Acuerdo de Potsdam renuncien a lo que queda del régimen de ocupación de Berlín y permitan la posibilidad de que la capital de la República Democrática Alemana alcance una situación de normalidad. La Unión Soviética, por su parte, pondrá en manos de la República Democrática Alemana las funciones que las instancias soviéticas siguen todavía desempeñando en Berlín.
El claro objetivo de la ofensiva de Jruschov, que adquirió un carácter de mayor urgencia cuando el líder soviético exigió dos semanas después que el Oeste se retirara de Berlín en un plazo de seis meses, era conseguir que los norteamericanos abandonaran Berlín y permitieran que se convirtiera en una «ciudad libre». Si así lo hacían, la credibilidad del compromiso general con la defensa de Europa occidental se vería seriamente dañada, lo que probablemente favorecería los sentimientos neutralistas y antinucleares en Alemania Occidental y en el resto del mundo. Pero aunque las potencias occidentales insistieran en permanecer en Berlín, la URSS podría otorgar su consentimiento a cambio del firme compromiso occidental de no facilitar a Bonn ningún armamento nuclear.
Cuando los líderes occidentales se negaron a realizar ninguna concesión respecto a Berlín, con el argumento de que había sido la propia Unión Soviética la que había incumplido sus compromisos de Potsdam al integrar plenamente Berlín Este en el gobierno y las instituciones del Estado de Alemania Oriental antes de alcanzarse ningún acuerdo definitivo, Jruschov volvió a la carga. Tras una serie de infructuosas conversaciones mantenidas en Ginebra por los ministros de Asuntos Exteriores en el verano de 1959, reiteró sus demandas, primero en 1960 y luego en junio de 1961. La presencia militar occidental en Berlín debía finalizar. De otro modo, la Unión Soviética se retiraría unilateralmente de Berlín, firmaría un Tratado de Paz independiente con la RDA y dejaría a Occidente que negociara el destino de sus zonas de ocupación con un Estado de Alemania Oriental independiente. Desde noviembre de 1958 hasta el verano de 1961, la crisis de Berlín se fue agravando poco a poco, las relaciones diplomáticas se crisparon cada vez más y el éxodo de los alemanes del Este se convirtió en una avalancha.
El ultimátum de Jruschov de junio de 1961 se produjo durante una cumbre celebrada con John F. Kennedy, el nuevo presidente estadounidense, en Viena. La última de dichas cumbres, mantenida entre Jruschov y Eisenhower en mayo de 1960, había sido abandonada cuando los soviéticos derribaron un avión U2 de la fuerza aérea pilotado por Gary Powers y los estadounidenses admitieron de mala gana haber llevado a cabo vuelos de espionaje (tras haber negado previamente tener conocimiento del asunto). En sus conversaciones con Kennedy, Jruschov amenazó con «liquidar» los derechos occidentales en Berlín si no alcanzaba un acuerdo antes de finales de año.
En público, Kennedy, al igual que había hecho antes que él Eisenhower, adoptó una línea dura, con la afirmación de que Occidente nunca abandonaría sus compromisos. Washington se atenía a los derechos que le asistían en virtud del Tratado de Potsdam y aumentando el presupuesto de defensa nacional con el objetivo específico de apuntalar la presencia militar estadounidense en Alemania. Pero, extraoficialmente, Estados Unidos era mucho más contemporizador. Los norteamericanos —a diferencia de sus clientes de Alemania Occidental— aceptaban la realidad de un Estado alemán del Este y entendían el nerviosismo soviético ante el tono agresivo de los recientes discursos de Adenauer y, especialmente, de su ministro de Defensa, Franz Josef Strauss. Había que hacer algo para que la situación de Alemania avanzara; como Eisenhower expresó a Macmillan el 28 de marzo de 1960, Occidente «no podía en realidad permitirse seguir estancado en el mismo punto los próximos cincuenta años». En un sentido similar, Kennedy le aseguró a Jruschov en Viena que Estados Unidos «no quería hacer nada que privara a la Unión Soviética de sus vínculos en la Europa del Este»: un velado reconocimiento de que los rusos podían seguir manteniendo lo que tenían, incluida la zona oriental de Alemania y los antiguos territorios alemanes ahora en manos de Polonia, Checoslovaquia y la Unión Soviética[9].
Poco después de que Kennedy regresara a Washington, las autoridades de Alemania Oriental comenzaron a imponer restricciones a los posibles emigrantes para viajar. En respuesta directa a ello, el presidente de Estados Unidos reiteró públicamente el compromiso occidental con el Berlín Occidental, por lo que reconocía implícitamente que la mitad oriental estaba bajo la esfera de influencia soviética. El éxodo a través de Berlín aumentó a un ritmo más rápido que nunca: 30.415 personas salieron hacia el Oeste en julio, seguidas de 21.828 más antes de cumplirse la primera semana de agosto de 1961, la mitad de ellas menores de veinticinco años. A este ritmo, la República Democrática Alemana pronto se quedaría vacía.
La respuesta de Jruschov consistió en cortar el nudo gordiano de Berlín. Después de que los ministros de Asuntos Exteriores aliados, reunidos en París el 6 de agosto, rechazaran otra amenazadora nota soviética sobre la posibilidad de llegar a un Tratado de Paz independiente con la RDA si no se llegaba a un acuerdo, Moscú autorizó a los alemanes del Este a trazar, literalmente, una línea que separara de una vez por todas a ambos bandos. El 19 de agosto de 1961, las autoridades de Berlín Este destinaron a soldados y trabajadores a la tarea de construir un elemento de separación que atravesara la ciudad. En tres días se había erigido un tosco muro, suficiente para impedir movimientos fortuitos entre ambas partes de Berlín. Durante las semanas siguientes se elevó y se fortaleció. Luego se añadieron los focos de vigilancia, las alambradas y los puestos de guardia; las puertas y las ventanas de los edificios colindantes con el muro primero se bloquearon y luego se tapiaron. Las calles y plazas se dividieron por la mitad y todas las comunicaciones entre ambas partes de la ciudad fueron sometidas a estrecha vigilancia policial o quedaron directamente cortadas. Berlín ya tenía su muro.
Oficialmente, Occidente estaba horrorizado. Durante tres días, los tanques soviéticos y los estadounidenses estuvieron alineados unos frente a otros en el puesto de control que separaba sus zonas respectivas —uno de los pocos vínculos que quedaban entre ellas— mientras las autoridades alemanas del Este ponían a prueba la disposición de las potencias occidentales a mantener y reafirmar su continuado derecho de acceso a la zona oriental en virtud del acuerdo original entre las cuatro potencias. Ante la intransigencia del comandante militar norteamericano en la zona, que se negaba a reconocer ningún derecho de Alemania del Este a impedir los movimientos aliados, los soviéticos accedieron a regañadientes en este punto; durante los siguientes treinta años, las cuatro potencias aliadas permanecieron en su lugar, si bien ambas partes cedieron de facto la administración de sus zonas respectivas a las autoridades locales alemanas.
Entre bastidores, muchos líderes occidentales se sintieron secretamente aliviados con la aparición del muro. Berlín llevaba tres años amenazando con convertirse en el polvorín de una confrontación internacional, al igual que lo había sido en 1948. En privado, Kennedy y otros líderes occidentales estaban de acuerdo en que un muro que atravesase la ciudad de Berlín era mucho mejor que una guerra (a pesar de lo que se dijera en público, pocos políticos occidentales podían imaginarse seriamente pidiendo a sus soldados que «murieran por Berlín»). Como Dean Rusk (el secretario de Estado de Kennedy) comentó con discreción, el muro tenía sus utilidades: «Lo probable es que, en términos realistas, hiciera más fácil llegar a un acuerdo sobre Berlín».
El resultado de la crisis de Berlín demostró que las dos grandes potencias tenían más en común de lo que aveces a ambas les parecía. Si Moscú se comprometía a no volver a suscitar la cuestión del estatus de Berlín, Washington aceptaría la realidad de que el gobierno de Alemania del Este se estableciera allí y resistiría la presión de Alemania Occidental para hacerse con armas nucleares. Ambas partes estaban interesadas en la estabilidad de Centroeuropa; pero, más concretamente, Estados Unidos y la URSS estaban cansados ya de responder a las exigencias y las quejas de sus respectivos clientes alemanes. La primera década de la Guerra Fría había proporcionado a los políticos alemanes a ambos bandos de la línea divisoria una influencia inédita sobre sus patrones de Washington y Moscú. Temerosas de perder credibilidad ante «sus» alemanes, las grandes potencias habían permitido a Adenauer y a Ulbricht que los chantajearan para que se «mantuvieran firmes».
Moscú, como vimos anteriormente, nunca se había propuesto tener un Estado cliente en la zona oriental de la Alemania ocupada, pero finalmente se había decidido a hacerlo como segunda opción, y dedicó extraordinarios esfuerzos a apuntalar un débil y nada apreciado régimen comunista en Berlín. Por su parte, los comunistas alemanes siempre se sintieron algo temerosos de que sus patrones soviéticos pudieran traicionarlos[10]. En este sentido, el muro les proporcionaba cierta tranquilidad, si bien les decepcionaba la negativa de Jruschov a continuar presionando en pro de un Tratado de Paz una vez erigida la barrera. En cuanto a Bonn, el temor había consistido siempre en que los «amis» (americanos) sencillamente se marcharan de una vez por todas. Washington siempre se había echado atrás, tranquilizando a Bonn con que contaría con el firme apoyo de Estados Unidos, pero el levantamiento del muro y la visible aceptación norteamericana de este hecho no hizo más que aumentar el nerviosismo de Alemania Occidental. De ahí las reiteradas promesas efectuadas por Washington a raíz de la construcción del muro de que Estados Unidos nunca abandonaría su zona —que sirvieron de fondo a la famosa declaración de Kennedy de «Ich bin ein Berliner», en junio de 1963. Los 250.000 efectivos que Estados Unidos tenía en Europa en 1963 dejaban claro que tanto los norteamericanos como los rusos se quedarían allí para los restos.
El muro puso fin a la situación de Berlín como la zona de crisis de los asuntos mundiales e internacionales. Aunque aún se tardarían diez años en llegar a un acuerdo formal sobre la cuestión del acceso, a partir de noviembre de 1961 Berlín dejó de interesar y el Berlín Oeste comenzó su continuado descenso hacia la irrelevancia política. Cuando al año siguiente se declaró la crisis cubana, Kennedy y sus asesores estaban convencidos de que Jruschov estaba implicado en una compleja y maquiavélica trama para conseguir sus antiguos objetivos alemanes. Las lecciones de 1948-1950 habían sido bien aprendidas.
Así como Truman y Acheson habían visto la incursión en Corea como un posible preludio a un sondeo soviético sobre la frontera dividida de Alemania, Kennedy y sus colegas vieron en los emplazamientos de misiles en Cuba una estratagema soviética para chantajear a un vulnerable Estados Unidos para que cediera en Berlín. Durante los primeros diez días de la crisis cubana, apenas pasó una sola hora sin que los líderes norteamericanos volvieran una y otra vez sobre el tema de Berlín Oeste y la necesidad de «neutralizar» cualquier posible contraataque anticipado soviético de Jruschov en la ciudad dividida. Como Kennedy le expresó el 22 de octubre de 1962 al primer ministro británico Harold Macmillan: «No es necesario que yo les explique la posible relación de esta maniobra secreta y peligrosa por parte de Jruschov con Berlín».
El problema era que Kennedy se había tomado las últimas bravatas y propaganda soviética demasiado en serio y había basado su visión de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética en la cuestión de Berlín, lo que agravó claramente la aparente importancia de la crisis cubana, hasta el punto de que Kennedy llegó a afirmar ante sus asesores más cercanos, el 19 de octubre: «No creo que tengamos ninguna alternativa satisfactoria […]. Nuestro problema no está meramente en Cuba sino también en Berlín. Y cuando reconocemos la importancia de Berlín en Europa, y la importancia que tienen nuestros aliados para nosotros, es cuando nos damos cuenta del dilema en el que actualmente nos encontramos. De otro modo, nuestra respuesta sería muy fácil». Tres días antes, cuando comenzó la crisis cubana, el secretario de Estado, Dean Rusk, había resumido así su propia interpretación de las acciones soviéticas: «Yo también creo que Berlín tiene mucho que ver en todo esto. Por primera vez me empiezo a preguntar realmente si el señor Jruschov está en realidad actuando con cordura en lo referente a Berlín».
Pero Jruschov, por lo que luego se supo, estaba actuando con toda cordura respecto a Berlín. La Unión Soviética había mantenido de hecho una enorme superioridad en cuanto a sus fuerzas convencionales en Europa, y podía haber ocupado Berlín Oeste (y la mayoría de la Europa occidental) en cualquier momento. Pero ahora que Estados Unidos había jurado defender la libertad de Berlín Oeste por todos los medios (lo que en la práctica significaba las armas nucleares) Jruschov no tenía intención de arriesgarse a entrar en una guerra nuclear por Alemania. Como el embajador soviético en Washington comentó posteriormente en sus memorias, «Kennedy sobrestimaba la disposición de Jruschov y sus aliados a tomar medidas drásticas sobre Berlín, cuando en realidad la más agresiva de todas ellas fue la construcción del muro»[11].
Con Berlín y Cuba a sus espaldas, las superpotencias se movieron con sorprendente celeridad para resolver las incertidumbres de la primera Guerra Fría. El 20 de junio de 1963 se estableció una «línea caliente» entre Washington y Moscú; un mes más tarde, Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido mantuvieron conversaciones en Moscú, que culminarían con el Tratado para la Prohibición Parcial de Pruebas Nucleares. Este Tratado, que entró en vigor el 10 de octubre, revistió una importancia considerable para Europa, no tanto por sus objetivos explícitos como por el trasfondo subyacente.
Ambas grandes potencias querían mantener las armas nucleares fuera del alcance de China y Alemania Occidental, y éste era el verdadero propósito del Tratado. La promesa de una Alemania no nuclear era el quid pro quo que Moscú esperaba del compromiso de Berlín; ésta es la razón por la que los norteamericanos estaban dispuestos a granjearse la impopularidad de Bonn para conseguirla. Los alemanes occidentales aceptaron con cierto resquemor el veto sobre las armas nucleares alemanas, al igual que habían aceptado la división de Berlín, como el precio que había que pagar por una presencia continuada norteamericana. Entre tanto, el Tratado confirmó un claro giro en los objetivos estratégicos soviéticos, cada vez más alejados de Europa y más volcados en otros continentes.
La estabilización de la Guerra Fría en Europa, la menor probabilidad de que se convirtiera en un punto «caliente», y el hecho de que estos asuntos quedaran en gran medida fuera de su alcance, generó en los europeos occidentales la ciertamente tranquilizadora convicción de que el conflicto armado había quedado obsoleto. La guerra, en opinión de muchos observadores entre los años 1953 y 1963, era impensable, al menos en el continente europeo (aunque nunca dejó de constituir la opción preferida para la resolución de otros conflictos en el resto del mundo). Si estallaba una guerra, los enormes arsenales nucleares de las grandes potencias harían que sus consecuencias fueran sin duda terribles, y por tanto este hecho sólo podría obedecer a un error de cálculo por alguna de las partes. En tal caso, los europeos podrían hacer muy poco por mitigar sus consecuencias.
Pero no todo el mundo veía las cosas de la misma manera. Esta misma evidencia inspiró en una minoría la necesidad de promover urgentemente un desarme nuclear. El 17 de febrero de 1958 se lanzó en Londres la Campaña Británica para el Desarme Nuclear (CND): Desde el principio, dicha campaña encajó perfectamente en la tradicional discrepancia británica de la política radical: la mayoría de sus partidarios eran personas cultas, de izquierdas y no violentas, y sus demandas se dirigían en primera instancia a su propio Gobierno, no a los rusos o a los norteamericanos (los dos principales partidos británicos estaban convencidos de la necesidad de que Gran Bretaña contara con un poder disuasorio nuclear independiente, aun cuando a finales de 1950 ya estaba claro que si los norteamericanos no les facilitaban sus misiles y submarinos, la bomba nuclear británica jamás podría alcanzar sus objetivos).
En su momento de máximo apogeo, la Campaña Británica para el Desarme Nuclear consiguió convocar a 150.000 partidarios en su marcha anual de protesta hacia las instalaciones de armamento nuclear de Aldermaston. Pero, al igual que los movimientos de inspiración similar de Alemania Occidental y los países del Benelux, la campaña británica fue perdiendo fuerza a medida que avanzaba la década de 1960. Los activistas antinucleares perdieron protagonismo tras el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares; cada vez era más difícil afirmar con alguna credibilidad que Europa se enfrentaba a una aniquilación inminente, y otros temas desplazaron al del desarme en la agenda política radical. Incluso en la Unión Soviética, la preocupación del disidente físico atómico Andréi Sájarov ante el riesgo de un holocausto nuclear inminente se redujo cada vez más y se desvió, como él mismo manifestó, «de los problemas de ámbito mundial a la defensa de las personas individuales».
Es indudable que la mayoría de los europeos occidentales, cuando alguna vez se paraban a pensarlo, estaban a favor del desarme nuclear: las encuestas de 1963 demuestran que, concretamente los italianos, habrían acogido muy favorablemente la abolición de todo tipo de armas nucleares. Los franceses se mostraban algo menos abolicionistas, y los alemanes y los británicos estaban más divididos, si bien en ambos casos la mayoría estaba claramente a favor del desarme nuclear. No obstante, a pesar de los crispados debates sobre el desarme de la década de 1920 y principios de la de 1930, el tema nuclear no movilizaba excesivamente a los europeos. Era demasiado abstracto. Sólo los británicos y (nominalmente) los franceses tenían armas nucleares, y de los restantes, tan sólo una minoría de la clase política alemana deseaba tenerlas.
Los italianos, los daneses y los holandeses se preocupaban de vez en cuando por el hecho de tener bases estadounidenses en sus territorios, lo que les dejaba más expuestos al peligro en caso de estallar una guerra. Pero las armas objeto de su preocupación pertenecían a las superpotencias; y la mayoría de los europeos, con bastante razón, concluían que no podían hacer nada para influir en las decisiones tomadas en Moscú y Washington. De hecho, la línea ideológica dura de la retórica de la Guerra Fría estadounidense hizo que, una vez superada la amenaza inmediata de la guerra nuclear, los ciudadanos de Europa occidental opinaran que en realidad le estaban haciendo un favor a Estados Unidos al permitir que los defendiera. Por lo que, en lugar de entrar de una forma u otra en debates sobre el desarme, se volcaron en ocuparse de sus propios asuntos.
Lo más destacable de la escena política europea de la década de 1950 no lo constituyeron los cambios que evidenció, sino los que no resultaron evidentes. El resurgimiento en la Europa de la postguerra de unos Estados democráticos autogobernados —carentes de los medios y de la voluntad para ir a la guerra, y dirigidos por políticos de edad avanzada cuyo credo común aunque no explicitado era «no experimentar»— causó cierta sorpresa. Al margen de las extendidas esperanzas en sentido contrario, la temperatura política de Europa occidental bajó con respecto a las cotas que había llegado a alcanzar durante los anteriores cuarenta años. Con las calamidades del pasado todavía frescas en la memoria colectiva, la mayoría de los europeos se apartaron con alivio de la política de la movilización de masas. La dotación de recursos de administración y servicios reemplazó a las esperanzas revolucionarias y la desesperación económica como principales intereses de los votantes (entre los que en muchos lugares se incluían por primera vez las mujeres) y los gobiernos y los partidos políticos respondieron en consonancia.
En Italia, el cambio fue especialmente sorprendente. A diferencia del resto de Estados mediterráneos —Portugal, España y Grecia— Italia se convirtió en una democracia, si bien imperfecta, y siguió siéndolo durante las décadas de la postguerra. Esto constituyó un logro notable. Italia era un país profundamente dividido. De hecho, incluso su existencia como país era desde hacía tiempo objeto de controversia, y volvería a serlo en años venideros. Algunos estudios de principios de la década de 1950 sugieren que apenas uno de cada cinco adultos italianos se comunicaba exclusivamente en italiano: muchos italianos continuaban identificándose sobre todo con su localidad o región y utilizaban su dialecto o idioma en la mayor parte de su actividad diaria. Esto era especialmente así en el caso de los que no habían cursado la enseñanza secundaria, que por aquellos años constituían la gran mayoría de la población.
El atraso de la Italia del sur, o Mezzogiorno, era tristemente célebre; Norman Lewis, un oficial del ejército británico que en la guerra estuvo destinado en Nápoles durante algún tiempo, se vio muy impresionado por la omnipresencia de los aguadores napolitanos, «cuyo aspecto apenas se diferenciaba de como aparecían representados en los frescos de Pompeya». Carlo Levi, un médico del Piamonte condenado al exilio por Mussolini por sus actividades en la resistencia, se hacía eco de comentarios similares en Cristo se paró en Eboli (editado por primera vez en 1945), un relato clásico de la vida en un remoto pueblo de las inhóspitas tierras altas del sur de Italia. Pero, además de no cambiar, el sur era pobre. Una investigación parlamentaria llevada a cabo en 1954 revelaba que el 85 por ciento de las familias más pobres de Italia vivía al sur de Roma. Las expectativas salariales de un trabajador del campo en Apulia, al sudeste de Italia, se reducían a la mitad de las de uno de la provincia de Lombardía. Tomando como referencia una renta per cápita media de 100, la cifra correspondiente al Piamonte, en el próspero noroeste de Italia, era de 174 y la de Calabria, en el remoto sur, sólo de 52.
La guerra había exacerbado aún más la división histórica de Italia: mientras que a partir de septiembre de 1943 el norte había vivido casi dos años de dominio alemán y resistencia política, seguidos de la ocupación militar aliada de sus radicalizadas ciudades, el sur de Italia había sido literalmente salvado de la guerra por la llegada de las tropas aliadas occidentales. En el Mezzogiorno, las estructuras sociales y administrativas heredadas de los fascistas, por tanto, habían salido indemnes del sangriento golpe por el que Mussolini fue sustituido por uno de sus generales. A los contrastes políticos y económicos existentes desde siempre entre la Italia del norte y la del sur, se añadieron entonces sus diferentes experiencias de la guerra.
El fracaso de las reformas agrarias de la postguerra condujo a los gobiernos italianos a adoptar un nuevo enfoque respecto a la controvertida «cuestión del sur». En agosto de 1950, el Parlamento italiano fundó una Cassa per il Mezzogiorno, un Fondo para el Sur, destinado a canalizar la riqueza nacional hacia el depauperado sur de Italia. En sí misma, la idea no era nueva —los esfuerzos realizados por Roma para solucionar la pobreza y la desesperada situación del sur se remontan como mínimo a los gobiernos de inspiración reformista de Giovanni Giolitti de principios del siglo XX—. Pero todas estas iniciativas anteriores habían servido de poco, y la única solución eficaz para los males de los habitantes del sur de Italia seguía siendo, como lo había sido desde el nacimiento de la Italia moderna, la emigración. Sin embargo, en cuanto a recursos, la Cassa simbolizaba un compromiso muy superior a cualquier otro plan anterior, y tenía más posibilidades de éxito, dado que encajaba bastante bien en los mecanismos políticos esenciales de la nueva república italiana.
La función del Estado republicano no era muy distinta a la de su predecesor fascista, del que había heredado la mayoría de sus burócratas[12]: el papel de Roma consistía en proporcionar empleo, servicios y bienestar a los muchos ciudadanos italianos para los que constituía el único refugio. Mediante diversos intermediarios y organismos —entre ellos el IRI (Instituto para la Reconstrucción Industrial) o el INPS (Instituto Nacional para la Seguridad Social), fundados por Mussolini, o el ENI (Ente Nacional de Hidrocarburos), fundado en la década de 1950—, el Estado italiano poseía o bien controlaba grandes sectores de la economía italiana, principalmente la energía, el transporte, la industria química y la alimentaria.
Cualesquiera que fueran los argumentos económicos contrarios a dicha estrategia (enraizada en parte en la tendencia fascista a la autarquía económica) lo cierto es que sus ventajas sociales y políticas resultaban claras. A comienzos de la década de 1950, el IRI tenía empleadas a 216.000 personas; otros organismos, incluidas las numerosas instancias de la burocracia nacional, empleaban a cientos de miles más. Las contratas financiadas por la Cassa —para la construcción de carreteras, la vivienda, los planes agrícolas de regadío— y las subvenciones estatales para nuevas fábricas y servicios comerciales constituían otra fuente muy importante de financiación centralizada, al igual que lo era el empleo público en sí mismo: a mediados de la década de 1950, aproximadamente tres de cada cinco funcionarios procedían del sur, a pesar de que dicha región representaba poco más de un tercio de la población del país.
Estos acuerdos constituían un terreno abonado para la corrupción y el delito; también en este punto la republica se enmarcaba claramente en una tradición que se remontaba a los primeros años del Estado unificado. Quienquiera que controlara el Estado italiano, se encontraba en una posición especialmente idónea para dispensar favores, directa e indirectamente. De este modo, la política de la Italia de la postguerra, a pesar de su pátina de fervor religioso o ideológico, consistía fundamentalmente en una lucha por ocupar el Estado, por acceder a sus resortes de privilegios y patrocinio. Y en lo tocante al control y el manejo de estos resortes, los cristianodemócratas de Alcide de Gasperi y sus sucesores demostraron una habilidad y una iniciativa incomparables.
En 1953, y de nuevo en 1958, la Democracia Cristiana consiguió más del 40 por ciento de los votos (cifra que no descendería por debajo del 38 por ciento hasta finales de la década de 1970). En coalición con los pequeños partidos del centro, dirigió el país ininterrumpidamente hasta 1963, año en el que pasaron a asociarse con los partidos minoritarios de la izquierda no comunista. Su apoyo más fuerte, fuera de los tradicionales votantes católicos de Venecia y el Véneto, residía en el sur del país: Basilicata, Molise, Calabria y las islas de Cerdeña y Sicilia. En esta región no era la fe, sino los servicios, los que atraían el voto de los habitantes de las pequeñas ciudades de provincia hacia la Democracia Cristiana, a la que se mantendrían fieles durante generaciones. Lo que hacía que los alcaldes o los representantes parlamentarios cristianodemócratas del sur fueran elegidos una y otra vez eran sus promesas de electricidad, instalación de agua corriente en las casas, préstamos agrarios, carreteras, escuelas, fábricas y puestos de trabajo (las cuales podían cumplir gracias al monopolio del poder que ejercía su partido).
La Democracia Cristiana italiana se parecía en muchos aspectos a otros partidos similares de Alemania Occidental, Holanda y Bélgica. Carecía de bagaje ideológico. Obviamente, De Gasperi y sus sucesores tenían buen cuidado de reunirse con regularidad con las autoridades vaticanas y de no proponer ni apoyar nunca ningún tipo de legislación que el Vaticano desaprobara; la Italia de la postguerra representó en algunos aspectos la venganza de la Iglesia frente al secularismo anticlerical del nuevo Estado italiano posterior a 1861. Pero el activo papel que desempeñó la Iglesia católica en la política italiana no fue tan importante como sus defensores y detractores pretendían reivindicar. El principal instrumento para el control social lo constituían los poderosos ministerios centrales: resulta significativo que De Gasperi, al igual que los partidos comunistas de la Europa del Este durante los primeros años de la postguerra, estuviera tan interesado en mantener el ministerio del Interior bajo la dirección de la Democracia Cristiana.
Con el tiempo, el sistema clientelista de patrocinio y favores impuesto por los cristianodemócratas llegó a caracterizar a la política italiana en general. Otros partidos se vieron obligados a seguir su ejemplo: en las ciudades y distritos controlados por el PCI, especialmente en la «roja» Bolonia y en los alrededores de la región de Emilia, los comunistas apoyaban a sus amigos y favorecían a sus clientes, los trabajadores de las ciudades y los pequeños propietarios agrícolas del bajo valle del Po. De existir alguna diferencia, ésta radicaba en el énfasis comunista en la corrección y la honestidad de su administración municipal, en contraste con la ampliamente conocida corrupción y los rumores de vinculación con la Mafia de los municipios demócratacristianos del sur. En la década de 1950, la corrupción a gran escala constituía un cuasi-monopolio de los democratacristianos, si bien en décadas posteriores los socialistas que gobernaron las grandes ciudades del norte los emularon con considerable éxito. En política, la corrupción es en gran medida producto de la oportunidad.
El estilo del gobierno italiano no era especialmente edificante, pero funcionaba. Con el tiempo, áreas completas de actividad pública y cívica quedaron divididas, de facto, en familias políticas. Industrias enteras fueron «colonizadas» por los cristianodemócratas. El control y el empleo en los periódicos y la radio —y más adelante en la televisión— se repartieron entre los cristianodemócratas, los socialistas y los comunistas; de vez en cuando se tenía en cuenta al reducido electorado formado por los liberales anticlericales de la vieja escuela. Los puestos de trabajo y los favores se generaban y facilitaban de forma directamente proporcional al grado de influencia política local, regional y nacional. Todos los organismos sociales, desde los sindicatos a los clubes deportivos, se dividieron entre los cristianodemócratas, los socialistas, los comunistas, los republicanos y las distintas variantes liberales. Desde el punto de vista del homo economicus, el sistema era a todas luces poco rentable, además de resultar perjudicial para la iniciativa privada y la eficacia fiscal. El «milagro económico» italiano (como veremos) se produjo más a su pesar que por su causa.
No obstante, la estabilidad de la Italia de la postguerra constituía la condición sine qua non para posibilitar el crecimiento económico del país y su posterior transformación social. Y dicha estabilidad descansaba, por paradójico que pueda resultar, en los más que peculiares acuerdos institucionales descritos anteriormente. El país carecía de una mayoría estable a favor de un partido o programa, y el complicado sistema electoral de la representación proporcional generaba parlamentos demasiado divididos para llegar a un acuerdo en lo tocante a la legislación fundamental o más controvertida: la Constitución republicana de la postguerra no llegó a contar con un Tribunal Constitucional que sancionara sus leyes hasta 1956, y la tan debatida necesidad de la autonomía regional no se votaría en el Parlamento hasta catorce años más tarde.
Por consiguiente, como en el caso de la Cuarta República Francesa y en parte por las mismas razones, Italia estaba dirigida en realidad por unos administradores no elegidos que trabajaban en el Gobierno central o en alguna de las numerosas agencias paraestatales. Este resultado claramente antidemocrático ha llevado a los historiadores a tratar el sistema político italiano con cierto desdén. Las oportunidades para el cohecho, el soborno, la corrupción, el favoritismo político e incluso el robo, sin más, eran en efecto numerosas, y se utilizaban sobre todo en beneficio del virtual monopolio monopartidista de los cristianodemócratas[13]. Sin embargo, bajo el paraguas de estos acuerdos, el Estado y la sociedad italianos demostraron una adaptabilidad sorprendente tanto frente a los retos heredados como frente a los que planteaba el futuro. En comparación con los niveles de Canadá o Dinamarca, la Italia de la década de 1950 podía mostrar deficiencias en cuanto a honradez pública y transparencia institucional. Pero, para los niveles de su agitado pasado nacional, o los de otros Estados mediterráneos europeos con los que el país solía compararse, Italia había dado un importante paso adelante.
En ciertos aspectos significativos, la situación de Italia tras la guerra puede compararse con la de Austria. Ambos países habían luchado junto a Alemania y habían sufrido consiguientemente tras la guerra (Italia pagó un total de 360 millones de dólares en indemnizaciones a la Unión Soviética, Grecia, Yugoslavia, Albania y Etiopía). Al igual que Italia, Austria era un país pobre e inestable cuyo resurgimiento de la postguerra no habría podido predecirse a partir de su pasado reciente. Las dos agrupaciones dominantes del país habían pasado los años de entreguerras enfrentadas en un conflicto encarnizado. La mayoría de los socialdemócratas austriacos había considerado la emergencia en 1918 de un Estado austríaco truncado a partir de las ruinas del imperio de los Habsburgo como un absurdo económico y político. En su opinión, lo lógico hubiera sido que el remanente germanoparlante de la vieja monarquía dual hubiera quedado unido a sus camaradas alemanes en un Anschluss (unión), como de hecho habría ocurrido de haberse aplicado con coherencia las cláusulas de autodeterminación de los acuerdos de Versalles.
La izquierda austríaca siempre había recibido su mayor respaldo de la clase trabajadora de Viena y los núcleos urbanos de la Austria del este. Durante los años de entreguerras de la Primera República Austríaca, la mayoría del resto del país —rural, alpino y profundamente católico— votaba a los socialcristianos, un partido provinciano y conservador, reticente a los cambios y a los forasteros. A diferencia de los socialdemócratas, los socialcristianos no sentían el impulso panalemán de ser absorbidos por una Alemania urbana y mayoritariamente protestante. Pero tampoco simpatizaban en absoluto con las políticas socialdemócratas del movimiento de los trabajadores vieneses; en 1934, un golpe orquestado por la derecha destruyó el bastión de los socialdemócratas en la «Viena Roja» y, con él, la democracia austríaca. Desde 1934 hasta la invasión nazi, Austria fue gobernada por un régimen clerical autoritario en el que el Partido Católico ejercía el monopolio del poder.
El legado de la primera y desdichada experiencia de Austria con la democracia pesó como una losa sobre la República de la postguerra. Los socialcristianos, rebautizados como Partido Popular Austríaco, alardeaban orgullosos de su oposición en 1938 a ser absorbidos por Alemania; pero guardaban un ostensible silencio sobre su particular contribución a la destrucción de la democracia austríaca sólo cuatro años atrás. Los socialistas, como entonces pasaron a llamarse los socialdemócratas, podían alegar razonablemente haber sido las víctimas por dos veces: primero de la guerra civil en 1934 y luego a manos de los nazis. Lo que, no obstante, se mantenía oculto, era su antiguo entusiasmo por el Anschluss. El Dr. Karl Renner, líder socialista y primer presidente de la república independiente establecida por el Tratado del Estado austríaco de 1955, había sostenido este firme entusiasmo por una unión austriacoalemana nada menos que hasta 1938.
A ambas partes les interesaba por tanto dejar atrás el pasado (ya hemos visto anteriormente lo que ocurrió con los intentos iniciales de desnazificación de la Austria de la postguerra). Los socialistas constituían el partido mayoritario en Viena (sus votantes representaban una cuarta parte de población del país), mientras que el Partido del Pueblo contaba con el férreo apoyo de los votantes del campo y las pequeñas localidades de los valles alpinos. En términos políticos, el país estaba dividido casi exactamente por la mitad: en las elecciones de 1949, el Partido del Pueblo venció a los socialistas por sólo 123.000 votos; en 1953, los socialistas ganaron por 37.000; en 1956 volvió a ganar el Partido del Pueblo por 126.000 votos; en 1959 el resultado fue favorable a los socialistas por 25.000 votos; y, en 1962, volvió a vencer el Partido del Pueblo por una diferencia de sólo 64.000 votantes, de un total de 4.250.000.
Estos márgenes insólitamente estrechos recordaban a los de las también reñidas elecciones de la república de entreguerras. La Austria católica y la Austria socialista se enfrentaban por tanto a la renovada perspectiva de que la política parlamentaria degenerara en una guerra civil cultural. Incluso con la ayuda de un tercer partido —los liberales, cuyo voto dependía en un grado bochornoso de los ex nazis, y que en todo caso iría descendiendo de forma constante en las sucesivas elecciones—, ningún partido austríaco podía aspirar a constituir un gobierno estable, y la aprobación de cualquier legislación polémica suponía el riesgo de resucitar amargos recuerdos. El pronóstico de la democracia austríaca no parecía muy prometedor.
Sin embargo, Austria no sólo logró evitar una nueva reedición de su historia, sino que en un breve espacio de tiempo consiguió también transformarse en un modelo de democracia alpina: neutral, próspera y estable. Ello se debió en parte a la incómoda proximidad del Ejército Rojo, que ocupó la Baja Austria hasta 1955 y que desde allí se retiraría a escasos kilómetros al este, lo cual actuaba como recordatorio de que los vecinos de Austria eran ahora tres Estados comunistas (Yugoslavia, Hungría y Checoslovaquia) y de que la delicada ubicación del país hacía aconsejable promover políticas conciliadoras y poco polémicas, tanto a escala nacional como internacional. Por otra parte, la Guerra Fría le asignó a Austria una identidad por asociación —como país occidental, libre y democrático— que posiblemente le hubiera sido difícil conseguir al país desde dentro.
Pero la principal fuente del éxito del desenlace político de la postguerra austríaca radica en la ampliamente reconocida necesidad de evitar confrontaciones ideológicas como las que habían desgarrado el país antes de la guerra. Dado que Austria tenía que existir —después de 1945 ya no había lugar para plantear su anexión a la vecina Alemania—, sus comunidades políticas debían encontrar la forma de convivir. La solución que pactaron los líderes del país fue eliminar cualquier posibilidad de confrontación a través de la dirección del país en coalición permanente. En la esfera política, los dos principales partidos acordaron ejercer el poder en colaboración: de 1947 a 1966, Austria fue gobernada por una «gran coalición» formada por los socialistas y el Partido del Pueblo. Los ministerios se repartieron cuidadosamente, de modo que correspondía generalmente al Partido del Pueblo el cargo de primer ministro, el de Asuntos Exteriores a los socialistas, etcétera.
En la administración pública —que en la postguerra abarcaba la totalidad de los servicios públicos, la mayoría de los medios de comunicación y gran parte de la economía, desde la banca a la explotación forestal— se acordó una división similar de las responsabilidades, conocida como Proporz. En casi todos los ámbitos los puestos eran cubiertos, mediante acuerdo, por los candidatos propuestos por uno de los dos partidos dominantes. Con el tiempo, este sistema de «enchufismo» llegó a calar hondo en la vida austríaca, y formó una cadena de patronos y clientes engarzados entre sí, que solucionaban casi cualquier disputa mediante la negociación o bien el intercambio de favores y nombramientos. Los conflictos laborales se dirimían mediante el arbitraje más que la confrontación, del mismo modo que el Estado bicéfalo trataba de evitar las disensiones a través de la incorporación de sus opositores en su sistema compartido de beneficios y recompensas. La prosperidad sin precedentes de aquellos años permitió a la gran coalición archivar sus desacuerdos y conflictos de intereses y, de hecho, comprar el consenso del que dependía el equilibrio del país.
Algunos colectivos de la sociedad austríaca quedaron inevitablemente fuera: pequeños comerciantes, artesanos independientes, agricultores aislados, y cualquiera a quien su trabajo o sus incómodas opiniones situaran al margen de la red de asignación de beneficios y cargos. Y en los distritos donde uno u otro bando contaba con una ventaja aplastante, a veces se ignoraba la proporcionalidad y se sustituía por un monopolio de puestos y favores de los miembros de dicho partido. Pero la presión para evitar la confrontación solía triunfar sobre los intereses locales y egoístas. Del mismo modo que la recién encontrada neutralidad austríaca se adoptó con entusiasmo como seña de identidad del país, desplazando los recuerdos de otras identidades más beligerantes que había ostentado en el pasado —«habsburgo», «alemana», «socialista», «cristiana»—, también las implicaciones postideológicas (y de hecho postpolíticas) del Gobierno de coalición y la administración Proporz llegaron a definir la vida pública austríaca.
A primera vista podría parecer que este rasgo distinguiría a la solución austríaca frente a la inestabilidad política de su variante italiana; después de todo, en Italia, la división política fundamental era la que separaba a los comunistas de los católicos, una yuxtaposición difícilmente calificable de «postideológica»[14]. Pero, de hecho, ambos casos eran bastante similares. El rasgo distintivo de Togliatti y su partido era la importancia que le concedieron, durante las décadas de la postguerra, a la estabilidad política y la conservación y el fortalecimiento de las instituciones en las que se asentaba la vida democrática, incluso aunque ello acarreara un coste para la propia credibilidad de los comunistas como vanguardia revolucionaria. Por otra parte, Italia también se gobernaba mediante un sistema de favores y colocación laboral que guardaba ciertas semejanzas con el Proporz, a pesar de presentar un importante sesgo a favor de una de las partes.
Si el precio que pagó Italia por la estabilidad política fue un nivel de corrupción pública que llegaría a resultar intolerable, el coste que pagaron los austríacos, aunque menos tangible, fue igualmente pernicioso. Como en cierta ocasión describió un diplomático occidental, la Austria de la postguerra era «una ópera cantada por suplentes» y, ciertamente, la comparación resulta muy apropiada. A consecuencia de la Primera Guerra Mundial, Viena perdió su raison d’être como capital imperial y, en el curso de la ocupación nazi y la Segunda Guerra Mundial, la ciudad perdió también a sus habitantes judíos, que integraban una parte importante de su ciudadanía más culta y cosmopolita[15]. Cuando los rusos se marcharon en 1955, Viena carecía incluso del oscuro encanto del Berlín dividido. De hecho, el indicador del notable éxito con el que Austria había superado su turbulento pasado consistía en que para muchos visitantes su rasgo distintivo residía en su tranquilizadora monotonía.
Sin embargo, tras el apacible encanto de una «república alpina» cada vez más próspera, Austria también era corrupta a su manera. Al igual que Italia, había alcanzado su reciente seguridad a costa de cierto grado de olvido nacional. Pero, mientras que la mayoría de los demás países europeos —especialmente Italia— podían presumir al menos del mito de la resistencia nacional ante los invasores alemanes, los austríacos no podían sacar el mismo partido a su experiencia de la guerra. Y, a diferencia de los alemanes occidentales, a los austríacos no se les había obligado a reconocer, al menos en público, los crímenes que habían cometido o tolerado. En cierto sentido, Austria se parecía a Alemania del Este, y no sólo por el estilo monótono y burocrático de sus servicios públicos. Ambos países constituían dos expresiones geográficas arbitrarias en donde la vida pública descansaba en un acuerdo tácito de fabricarse una nueva y autocomplaciente identidad (aunque el ejercicio tuvo considerablemente más éxito en el caso austríaco).
Un partido democratacristiano reformista, una izquierda parlamentaria, un amplio consenso respecto a no llevar las divisiones ideológicas o culturales hasta el punto de la polarización y la desestabilización políticas y una ciudadanía despolitizada: éstos fueron los rasgos distintivos del acuerdo de la postguerra de la Segunda Guerra Mundial en Europa occidental. Bajo distintas configuraciones, el modelo italiano o austríaco puede detectarse en casi todas partes. Incluso en Escandinavia, el alto grado de movilización política alcanzado a mediados de la década de 1930 descendió de forma constante: las ventas anuales de insignias del Día de los Trabajadores cayeron indefectiblemente desde 1939 a 1962 (salvo por un breve repunte al final de la guerra), antes de volver a aumentar impulsadas por el entusiasmo de la nueva generación.
Las diversas comunidades integrantes de los países del Benelux (católicos y protestantes en Holanda, valones y flamencos en Bélgica), llevaban largo tiempo organizadas en estructuras comunitarias independientes (zuilen o pilares), que abarcaban la mayoría de las actividades humanas. Los católicos de la mayoritariamente protestante Holanda no sólo rezaban oraciones distintas y asistían a iglesias diferentes a las del resto de sus conciudadanos: también votaban a un partido diferente, leían periódicos diferentes y escuchaban sus propios programas de radio (y en años posteriores verían otros canales diferentes de televisión). En el año 1959, el 90 por ciento de los niños católicos holandeses asistía a escuelas católicas y el 95 por ciento de los granjeros católicos holandeses pertenecía a sindicatos agrícolas católicos. Los católicos viajaban, nadaban, montaban en bicicleta y jugaban al fútbol en agrupaciones católicas, estaban asegurados en compañías de seguros católicas y, llegada su hora, también eran enterrados en un lugar distinto.
Diferencias similares conformaban las rutinas de los hablantes de lengua holandesa del norte de Bélgica y los separaban absolutamente de los francófonos de Valonia, aunque, en este caso, la mayoría católica era aplastante en ambas comunidades. Sin embargo, en Bélgica, los pilares no sólo definían comunidades lingüísticas, sino también políticas: había sindicatos católicos y sindicatos socialistas, periódicos católicos y periódicos socialistas, emisoras de radio católicas y socialistas, todos ellos subdivididos a su vez en sendas versiones que daban servicio a los hablantes de lengua holandesa y los francófonos. En lógica correspondencia, la minoritaria tendencia liberal era en ambos países menos marcadamente comunitaria.
La experiencia de la guerra y la ocupación, y la memoria de las beligerantes divisiones ciudadanas de décadas anteriores, promovió una mayor tendencia a la cooperación más allá de las líneas divisorias de la comunidad. Los movimientos más extremistas, especialmente el de los nacionalistas flamencos, quedaron desacreditados por su colaboración oportunista con los nazis, y, en general, la guerra sirvió para reducir la identificación de las personas con los partidos políticos establecidos, aunque no con los servicios comunitarios asociados a ellos. Tanto en Bélgica como en Holanda, sería un partido católico —el Partido Socialcristiano en el caso de Bélgica y el Partido Popular Católico en el de Holanda— el que ocuparía continuadamente el gobierno desde finales de la década de 1940 hasta finales de la de 1960 e incluso más adelante[16].
Los partidos católicos del Benelux eran moderadamente reformistas en su retórica y actuaban de forma muy parecida a los partidos democratacristianos de otros lugares: para proteger los intereses de la comunidad católica, colonizar el gobierno a todos los niveles, desde los estatales a los municipales, y cubrir desde el Estado las necesidades de su amplia base social. Salvo por la referencia a la religión, esta descripción también encaja en los principales partidos de la oposición, el Partido Laborista en Holanda y el Partido Obrero Belga (más adelante llamado Socialista). Ambos se aproximaban más exactamente al modelo noreuropeo de un movimiento laborista con base sindical que al de los partidos socialistas mediterráneos, con su herencia más radicalizada y su retórica frecuentemente anticlerical, y apenas evidenciaban una ligera incomodidad por tener que competir por el poder (y compartir sus prebendas) con los católicos.
Fue esta mezcla de comunidades culturales retroalimentadas y partidos reformistas de centroizquierda y centroderecha, característica de la postguerra, la que estableció el equilibrio político en los Países Bajos. No siempre había sido así. Especialmente Bélgica había vivido una grave violencia política en la década de 1930, cuando los separatistas flamencos y los rexistas fascistas de Léon Degrelle tenían entre ambos amenazados al régimen parlamentario, y el país experimentaría un nuevo y aún más virulento brote de conflicto intercomunitario a partir de la década de 1960. Pero las viejas élites políticas y administrativas (y la jerarquía católica local), cuya autoridad se había visto brevemente amenazada en 1945, recuperaron su poder y otorgaron una considerable importancia al bienestar y otras reformas. Los pilares sobrevivieron por tanto hasta entrada la década de 1960, a modo de anacrónicos ecos de una era prepolítica que duró lo bastante para que sirvieran como estabilizadores culturales e institucionales durante un periodo de febril transformación económica.
El ejemplo más llamativo de estabilización política en la Europa de la postguerra, y sin duda el más importante, es también el menos sorprendente desde un punto de vista retrospectivo. Para cuando se produjo su ingreso en la OTAN, en 1955, la República Federal de Alemania (Occidental) ya estaba claramente en camino del Wirtschaftswunder (milagro económico) por el que le gustaría ser conocida. Pero resultaba aún más reseñable que la república de Bonn hubiera logrado dejar desconcertados a los numerosos observadores de ambos bandos que habían presagiado lo peor. Bajo la dirección de Konrad Adenauer, Alemania Occidental había conseguido navegar con éxito entre el Escila del neonazismo y el Caribdis del neutralismo filosoviético, y había anclado sana y salva en la alianza occidental, a pesar de los recelos de sus críticos dentro y fuera de Alemania.
Las instituciones de la Alemania de la postguerra habían sido deliberadamente conformadas con el objetivo de minimizar el riesgo de una repetición de Weimar. El Gobierno era descentralizado: la responsabilidad principal sobre la administración y la dotación de servicios recayó en los Länder, las demarcaciones regionales en las que estaba dividido el país. Algunos de ellos, como Baviera o Schleswig-Holstein, correspondían a los antaño independientes Estados alemanes que habían sido absorbidos por la Alemania imperial a lo largo del siglo XIX. Otros, como Renania-Westfalia en el noroeste, constituían arreglos administrativos que combinaban o dividían antiguas unidades territoriales.
Berlín Oeste se convirtió en Land en 1955, con su correspondiente representación en el Bundesrat, la Cámara Alta constituida por los delegados regionales (aunque sus delegados en la Cámara Baja, el Bundestag, directamente elegidos, no podían votar en las sesiones plenarias). Las facultades del Gobierno central quedaban por un lado considerablemente restringidas en comparación con las de sus predecesores (los aliados occidentales culpaban del ascenso de Hitler a la tradición prusiana de gobierno autoritario y se propusieron evitar posibles reincidencias). Por otro lado, el Bundestag no podía deponer a su voluntad a un canciller y su Gobierno una vez elegidos; para hacerlo, estaba obligado a tener preparado un candidato a la sucesión que contara con los votos parlamentarios suficientes para garantizar su elección. El propósito de esta restricción era evitar la inestabilidad política y los gobiernos débiles que habían caracterizado los últimos años de la República de Weimar; pero también contribuía a garantizar la permanencia en el cargo y la autoridad de cancilleres fuertes como Konrad Adenauer, y tras él, Helmut Schmidt y Helmut Kohl.
Esta preocupación por eludir o reprimir los conflictos conformó toda la cultura pública de la República de Bonn. La legislación del «mercado social» se dirigió a reducir el riesgo de conflictos laborales o de politización de las disputas económicas. En virtud de una Ley de Codeterminación de 1951, las grandes empresas de sectores como el carbón, el acero y el hierro fueron obligadas a incluir a representantes de sus empleados en sus consejos de supervisión, una práctica que más adelante se extendería a otros sectores y empresas de menor tamaño. El gobierno federal y los Länder desempeñaban un papel muy activo en numerosos sectores económicos, y, a pesar de oponerse en principio a los monopolios nacionalizados, los Estados democratacristianos de los años cincuenta poseían o controlaban el 40 por ciento de toda la producción de carbón y acero, dos tercios de las centrales eléctricas, tres cuartas partes de la fabricación de aluminio y, algo de crucial importancia, la mayoría de los bancos alemanes.
En otras palabras, la descentralización del poder no implicaba un Gobierno de no intervención. Al mantener directa o indirectamente (a través de sociedades de cartera) una economía activa, los gobiernos regionales y nacionales de Alemania podían fomentar políticas y prácticas que promovieran tanto la paz social como las ganancias privadas. Los bancos, que actuaban como intermediarios entre el Gobierno y las empresas en cuyos consejos de administración solían estar representados, desempeñaron un papel clave. Se retomaron antiguas prácticas económicas alemanas, especialmente la fijación de precios y las cuotas de mercado consensuadas. Sobre todo a escala local, las destituciones de burócratas, empresarios o banqueros de la época nazi habían sido muy escasas, y, a finales de la década de 1950, la forma de dirigir gran parte de la economía de Alemania Occidental hubiera resultado en gran medida familiar a los grandes consorcios y cárteles empresariales de décadas anteriores.
Este corporativismo de facto no era quizá lo que los supervisores estadounidenses tenían en la mente para la nueva república alemana —estaba muy extendida la idea de que los consorcios empresariales y su poder habían contribuido al ascenso de Hitler y de que eran en todo caso perjudiciales para el libre mercado—. Si el economista Ludwig Erhard —el durante largo tiempo ministro de Asuntos Económicos alemán— se hubiera salido con la suya, la economía y con ella las relaciones sociales de Alemania Occidental habrían sido diferentes. Pero los mercados regulados y las estrechas relaciones entre el gobierno y las empresas alemanas encajaban perfectamente en el esquema democratacristiano, tanto en sus principios generales como por sus cálculos pragmáticos. Los sindicatos y los grupos empresariales cooperaron en la práctica totalidad de los casos (el crecimiento económico fue lo suficientemente rápido durante aquellos años para responder sin problemas a la mayoría de las demandas).
La Unión Demócrata Cristiana (CDU) gobernó sin interrupción desde las primeras elecciones de la RFA, celebradas en 1949, hasta 1966; hasta que Konrad Adenauer dimitió en 1963, con 87 años, estuvo a cargo ininterrumpidamente de los asuntos de la República de Bonn. Varias fueron las razones por las que la Unión Demócrata Cristiana, con Adenauer de canciller, ostentó el poder durante un periodo tan largo. Una de ellas era la firme postura que mantuvo la Iglesia católica durante la postguerra alemana: con las regiones predominantemente protestantes de Brandenburgo, Prusia y Sajonia ahora en manos comunistas, los católicos representaban algo más de la mitad de la población de Alemania Occidental. En Baviera, donde los católicos conservadores constituían la inmensa mayoría de los votantes, la Unión Social Cristiana (CSU) local contaba con una inexpugnable base de poder, que utilizó para asegurarse un lugar permanente como socio de coalición minoritario en los gobiernos de Adenauer.
El propio Adenauer tenía la edad suficiente para recordar los primeros años del imperio guillermino, cuando la Iglesia católica había constituido el principal blanco de la Kulturkampf de Bismarck y tuvo buen cuidado de no aprovecharse excesivamente del nuevo equilibrio de fuerzas, a fin de evitar el consiguiente riesgo de un resurgimiento del conflicto en las relaciones Iglesia-Estado, sobre todo tras el claramente lamentable historial de las Iglesias alemanas bajo los nazis. Desde el principio, trató por tanto de hacer de su partido un vehículo electoral cristiano en lugar de exclusivamente católico, y enfatizó el atractivo socialmente ecuménico de la Democracia Cristiana. En esto alcanzó un éxito evidente: la CDU/CSU sólo consiguió ganar por un escaso margen a los socialdemócratas en las primeras elecciones de 1949, pero en 1957 sus votos casi se duplicaron: llegaron a superar el 50 por ciento.
Una razón relacionada con el éxito de la alianza CDU/CSU (los dos partidos, conjuntamente, conseguirían a partir de entonces un mínimo del 44 por ciento del voto nacional) era que, al igual que los cristianodemócratas en Italia, atraía a un amplio electorado. Los socialcristianos bávaros, como sus homólogos en los Países Bajos, atraían a un voto más reducido, el de la comunidad conservadora y religiosa practicante de una sola región. Pero la CDU de Adenauer, a pesar de su tradicional conservadurismo en aspectos culturales —en muchas comunidades de ciudades pequeñas y localidades rurales, los activistas locales de la CDU se aliaron con la Iglesia católica y otros grupos cristianos para controlar y ejercer la censura sobre los programas cinematográficos, por ejemplo— fue por lo demás bastante ecuménica: especialmente en la política social.
De este modo, los cristianodemócratas alemanes establecieron una base transregional, transconfesional, en la política alemana. Podían contar con los votos del campo y de las ciudades, de los empresarios y de los trabajadores. Mientras que los cristianodemócratas italianos tomaron posesión del Estado, en Alemania la CDU tomó posesión de los problemas que había que resolver. En política económica, en bienestar y servicios sociales, y, especialmente, en los todavía sensibles temas referentes a la división Este-Oeste y el destino de los numerosos expatriados alemanes, la CDU de Adenauer se afianzó firmemente como el partido paraguas de la mayoría centrista, lo que representó un novedoso cambio en la cultura política alemana.
La principal víctima del éxito de la CDU fue el Partido Socialdemócrata, el SPD. Aparentemente, el SPD debería haber estado mejor situado, aun teniendo en cuenta la pérdida de los votantes tradicionalmente socialistas del norte y el este de Alemania. El historial antinazi de Adenauer no era impecable: todavía en 1932 había creído que Hitler podía llegar a actuar de forma responsable, y probablemente constituyó una gran suerte para él haber sido objeto de las sospechas nazis tanto en 1933 (cuando fue destituido de su puesto como alcalde de Colonia) como de nuevo en los últimos meses de la guerra, cuando pasó un breve tiempo en la cárcel acusado de oponerse al régimen. Sin estos puntos a su favor, cabe dudar que los aliados occidentales hubieran apoyado su ascenso.
Por otro lado, el líder socialista Kurt Schumacher había sido desde el principio un decidido antinazi. Se hizo célebre su declaración del 23 de febrero de 1932 en el Reichstag en la que denunció al nacionalsocialismo como un «permanente llamamiento a lo más abyecto del hombre», y su éxito, único en la historia alemana, a la hora de «movilizar incesantemente la estupidez humana». Arrestado en julio de 1933, pasó la mayor parte de los doce años siguientes en campos de concentración, que dañaron progresivamente su salud y acortaron su vida. El demacrado y encorvado Schumacher, con su heroísmo e inquebrantable insistencia en la necesidad de que, tras la guerra, Alemania reconociera sus crímenes, no era sólo el líder natural de los socialistas, sino también el único político de la Alemania de la postguerra que podría haber constituido para sus compatriotas alemanes una guía moral indiscutible.
Pero, a pesar de sus muchas cualidades, Schumacher adolecía de una curiosa lentitud a la hora de asumir el nuevo régimen internacional que se estaba fraguando en Europa. Nacido en Kreisstadt, Prusia, se mostraba reacio a abandonar la idea de una Alemania unida y neutral. Le desagradaban y desconfiaba de los comunistas, y no albergaba ninguna ilusión respecto a ellos, pero por lo que parece creía sinceramente en la posibilidad de que una Alemania desmilitarizada pudiera decidir su propio destino, y que estas circunstancias serían propicias para los socialistas. Por tanto, se oponía radicalmente a la tendencia occidentalista de Adenauer, y a su aparente disposición a tolerar la división de Alemania por tiempo indefinido. Para los socialistas, la restauración de una Alemania soberana, unificada y políticamente neutral debía tener prioridad sobre cualquier otro tipo de arreglo internacional.
A Schumacher le irritaba especialmente el entusiasmo de Adenauer por el proyecto de la integración europea occidental. Desde su punto de vista, el Plan Schuman iba dirigido a crear una Europa «conservadora, capitalista, clerical y dominada por los cárteles». Hasta qué punto estaba o no equivocado no es el tema que aquí nos ocupa. El problema era que los socialdemócratas de Schumacher no tenían nada real que ofrecer a cambio. Al combinar su programa socialista tradicional de nacionalizaciones y garantías sociales con la demanda de la unificación y la neutralidad, los socialdemócratas consiguieron un nada desdeñable 29,2 por ciento de los votos y el apoyo de 6.935.000 votantes (424.000 menos que la CDU/CSU) en las primeras elecciones de la RFA, celebradas en 1949. Pero, a mediados de la década de 1950, con Alemania firmemente vinculada a la alianza occidental y al proyecto incipiente de una unión europea, y tras quedar demostrada en la práctica la falsedad de las pesimistas profecías económicas socialistas, el SPD se quedó bloqueado. En las elecciones de 1953 y 1957, el voto socialista apenas aumentó ligeramente y su electorado se estancó.
No sería hasta 1959, siete años después de la prematura muerte de Schumacher, cuando una nueva generación de socialistas alemanes abandonaría formalmente su compromiso de setenta años con el marxismo y convertiría en virtud la necesidad de comprometerse con la realidad de Alemania Occidental. La influencia del marxismo en el socialismo alemán de la postguerra no había sido más que retórica (el SPD había dejado de albergar verdaderas ambiciones revolucionarias como muy tarde en 1914, caso de que alguna vez las hubiera tenido). Pero la decisión de renunciar a las viejas fórmulas del maximalisino socialista también permitió a los socialistas alemanes adaptar la esencia de su pensamiento. Aunque muchos siguieron estando descontentos con el papel de Alemania en la nueva Comunidad Económica Europea, al menos sí se reconciliaron tanto con la participación de Alemania en la alianza occidental como con la necesidad de convertirse en un Volkspartei (partido del pueblo) interclasista— en lugar de depender exclusivamente del voto de la clase trabajadora— como único medio para postularse como una alternativa seria al monopolio del poder de Adenauer.
Con el tiempo, los reformadores del SPD consiguieron sus objetivos: la mejora de sus resultados en las elecciones de 1961 y 1965 condujo a la constitución de un «grandioso» Gobierno de coalición con los socialdemócratas en 1966, ahora liderados por Willy Brandt, que accedían por primera vez al cargo desde la época de Weimar. Pero por esta mejora de sus perspectivas tuvieron que pagar un irónico precio. El hecho de que los principios de los socialdemócratas alemanes los llevaran a mantener su oposición a la mayoría de las políticas de Adenauer había contribuido de forma involuntaria a la estabilidad política de la República de Alemania Occidental. El partido comunista nunca había obtenido buenos resultados en la RFA (en 1947 consiguió tan sólo un 5,7 de los votos, en 1953 un 2,2 por ciento y en 1956 quedó prohibido por el Tribunal Constitucional de Alemania Occidental). El SPD adquirió por tanto el monopolio de la izquierda política y absorbió dentro de sí las posibles disensiones de los jóvenes radicales del momento. Pero al unirse con los demócratacristianos en el poder y adoptar un programa más moderado y reformista, el SPD perdió el apoyo de la extrema izquierda, lo que abriría un espacio extraparlamentario a una nueva y desestabilizadora generación de políticos radicales.
Los líderes políticos de Alemania Occidental no tenían necesidad de preocuparse por el surgimiento de un sucesor directo del nazismo, dado que la Ley Básica de la República prohibía explícitamente este tipo de partidos. Había, sin embargo, muchos millones de antiguos votantes nazis, la mayoría de los cuales se repartían entre los diversos partidos mayoritarios. Y existía ahora un nuevo electorado adicional: los Vertriebene (los ciudadanos de origen alemán expulsados de Prusia Oriental, Polonia, Checoslovaquia y otros lugares). De los aproximadamente trece millones de expatriados alemanes, casi nueve millones se habían asentado inicialmente en la zona occidental; a mediados de 1960, con el incesante flujo de refugiados llegados a Alemania Occidental a través de Berlín, el número de expatriados aumentó en otro millón y medio de alemanes más, procedentes de las tierras del este.
Los Vertriebene, en su mayoría pequeños granjeros, comerciantes y empresarios, constituían un contingente demasiado numeroso para ser ignorado —como «ciudadanos de origen alemán» (Volksdeutsche), sus derechos como ciudadanos y refugiados habían quedado consagrados en la Ley Básica de 1949—. Durante los primeros años de la República, su probabilidad de carecer de una vivienda o puesto de trabajo adecuados era mayor que la de otros alemanes, y, por tanto, se sentían fuertemente motivados a participar en las elecciones, movidos por un objetivo político primordial: su derecho a regresar a sus tierras y propiedades en los países del bloque soviético, o, en su defecto, exigir una compensación por sus pérdidas.
Además de los Vertriebene, estaban los muchos millones de veteranos de guerra, cuyo número había aumentado aún más desde que Jruschov accedió en 1955 a devolver a los prisioneros de guerra que quedaban. Al igual que los expatriados, los veteranos de guerra y sus portavoces se consideraban víctimas injustamente tratadas de la guerra y de la postguerra. Descartaban con indignación la mera insinuación de que la actuación de Alemania, y especialmente la de sus fuerzas armadas, hubiera precipitado o justificado su sufrimiento. Se prefería en su lugar la autopercepción de Alemania que propugnaba Adenauer, la de una víctima por partida triple: primero a manos de Hitler —el enorme éxito de películas como Die letzte Brücke (El último puente, 1954), sobre una doctora que se resistía a los nazis, o Canaris (1955) contribuyeron a popularizar la idea de que eran mayoría los alemanes buenos que habían pasado la guerra resistiéndose a Hitler—; después a manos de sus enemigos —los paisajes en ruinas de las ciudades bombardeadas fomentaban la idea de que tanto dentro del país como en el campo de batalla los alemanes habían sufrido terriblemente a manos de sus enemigos—; y, por último, a causa de las malévolas «distorsiones» de la propaganda de la postguerra, que —según se creía mayoritariamente— exageraban con deliberación los «crímenes» de Alemania al tiempo que minimizaban sus pérdidas.
Durante los primeros años de la República Federal podían detectarse algunos indicadores de que estos sentimientos llegarían a traducirse en una violenta reacción política. Ya en las elecciones de 1949, 48 escaños parlamentarios —el triple de los conseguidos por los comunistas y casi el mismo número que el obtenido por los liberal-demócratas— fueron a parar a manos de diversos partidos populistas de la derecha nacionalista. Cuando a los refugiados se les permitió organizarse políticamente, surgió el «Bloque de los Expatriados y los Sin Voto»: en las elecciones locales de Schleswig-Holstein (antiguo feudo rural del partido nazi), el Bloque consiguió el 23 por ciento de los votos en 1950. Al año siguiente, en la vecina Baja Sajonia, un partido denominado Sozialistische Reichspartei —dirigido a un electorado similar— consiguió el 11 por ciento de los votos. Este en absoluto desdeñable electorado fue el que hizo que Konrad Adenauer tuviera buen cuidado de evitar las críticas directas al pasado alemán y culpar explícitamente a la Unión Soviética y a los aliados occidentales de los problemas continuados de Alemania, especialmente aquellos derivados de los Acuerdos de Potsdam.
Para apaciguar las exigencias de los refugiados y los que los apoyaban, Adenauer y la CDU mantuvieron siempre una línea dura con respecto al Este. En las relaciones internacionales, Bonn insistía en que las fronteras alemanas de 1937 siguieran legalmente en vigor hasta una conferencia de paz definitiva. De acuerdo con la Doctrina Hallstein propuesta en 1955, la República Federal rehusó mantener relaciones diplomáticas con todos los países que reconocieran a la RDA (lo cual contradecía la reivindicación de Bonn, contemplada en la Ley Básica de 1949, de representar a todos los alemanes). La única excepción fue la Unión Soviética. La rigidez de Bonn quedó demostrada en 1957, cuando Alemania rompió sus relaciones diplomáticas con Yugoslavia después de que Tito reconociera a Alemania Oriental. Durante los diez años siguientes, las relaciones de Alemania con la Europa del Este se mantuvieron congeladas a efectos prácticos.
En cuanto a los asuntos domésticos, además de destinar considerables recursos a ayudar a los refugiados y a los prisioneros de guerra y sus familias para que se integraran en la sociedad de Alemania Occidental, los gobiernos de la década de 1950 promovieron un enfoque en absoluto autocrítico del pasado reciente de Alemania. En 1955, el Ministerio de Asuntos Exteriores presentó una protesta formal por la proyección del documental Noche y niebla de Alain Resnais en el Festival de Cannes de aquel año. Con la República Federal a punto de entrar en la OTAN como miembro de pleno derecho, el filme podía perjudicar las relaciones de Alemania Occidental con otros Estados: según los términos de la protesta oficial, «este enfático recordatorio de un pasado doloroso podría dañar la armonía internacional del festival». El Gobierno francés accedió y la película se retiró[17].
No se trató de una aberración puntual. Hasta 1957, el Ministerio del Interior de Alemania Occidental mantuvo la prohibición de proyectar la película de Wolfgang Staudte (de Alemania Oriental) basada en Der Untertan (El hombre de paja, 1951), de Heinrich Mann, al oponerse a su planteamiento de que el autoritarismo tenía en Alemania profundas raíces históricas. Esto parecería confirmar la idea de que la Alemania de la postguerra sufrió de una dosis masiva de amnesia colectiva; pero la realidad era más compleja. Los alemanes no hicieron tanto por olvidar como por recordar selectivamente. Durante la década de 1950 los círculos oficiales de Alemania Occidental propugnaron una autocomplaciente visión del pasado alemán, según la cual la Wehrmacht actuó heroicamente, y los nazis habían constituido una minoría que ya había sido debidamente castigada.
En el curso de una serie de amnistías, los criminales de guerra que hasta el momento habían estado encarcelados fueron puestos en libertad y se reincorporaron paulatinamente a la vida civil. Mientras, la mayoría de los crímenes de guerra alemanes —los cometidos en el Este y en los campos de concentración— nunca fueron investigados. Aunque en 1956 se estableció en Stuttgart una Oficina Central de los Departamentos de Justicia de los Länder, los fiscales locales dejaron deliberadamente de llevar a cabo ninguna investigación hasta 1963, año en el que Bonn comenzó a obligarlos a hacerlo (especialmente a partir de 1965, cuando el Gobierno federal amplió la ley de prescripción aplicable al asesinato, vigente desde hacía veinte años).
La propia actitud de Adenauer fue bastante complicada en lo referente a estos aspectos. Por un lado creía firmemente que un silencio prudente era mejor que una declaración pública de la verdad (los alemanes de aquella generación mantenían un férreo compromiso con el funcionamiento de la democracia, salvo en lo tocante a pagar este precio). Otra cosa hubiera supuesto el riesgo de un resurgimiento de la derecha. A diferencia de Schumacher, que se refería pública y emotivamente a los sufrimientos de los judíos a manos alemanas, o del presidente alemán Theodor Heuss, que en noviembre de 1952 declaró en Bergen-Belsen: «Diese Scham nimmt uns niemand ab[18]». Adenauer apenas mencionó este tema. De hecho, rara vez se refirió a las víctimas judías, y jamás a sus autores alemanes.
Por otro lado, reconocía la irresistible presión para efectuar las indemnizaciones. En septiembre de 1952, Adenauer llegó a un acuerdo con el primer ministro israelí Moshe Sharett para pagar a los supervivientes israelíes lo que, con los años, llegarían a ser más de 100.000 millones de marcos alemanes. Con este acuerdo, Adenauer corría cierto riesgo político nacional: en diciembre de 1951, sólo un 5 por ciento de los ciudadanos de Alemania Occidental admitía sentirse «culpable» hacia el pueblo judío. Otro 29 por ciento reconocía que Alemania debía indemnizar de algún modo al pueblo judío. El resto se dividía entre los que pensaban que «sólo los que de alguna manera habían participado directamente» eran responsables y por tanto debían pagar (aproximadamente un 40 por ciento de los encuestados) y los que opinaban que «los judíos eran en parte responsables de lo que les había ocurrido durante el Tercer Reich» (un 21 por ciento). Cuando el acuerdo de indemnización fue debatido en el Bundestag el 18 de marzo de 1953, los comunistas votaron en contra, los liberal-demócratas se abstuvieron y tanto la Unión Social Cristiana como la propia CDU de Adenauer se encontraron divididas, y emitieron un gran número de votos contra cualquier tipo de Wiedergutmachen (indemnización). Para que el acuerdo se aprobara, Adenauer dependía de los votos de sus oponentes socialdemócratas.
En más de una ocasión, Adenauer se aprovechó del nerviosismo internacional acerca de un posible resurgimiento nazi en Alemania para empujar a los aliados de Alemania Occidental en la dirección que a él le interesaba. Si los aliados occidentales querían que Alemania cooperara en la defensa europea, insinuó, era mejor que se abstuvieran de criticar la actuación alemana o remover el turbulento pasado. Si querían evitar reacciones violentas dentro del país, debían apoyar decididamente a Adenauer en su rechazo de los planes soviéticos sobre Alemania Oriental. Etcétera. Los aliados occidentales se daban cuenta perfectamente de las intenciones de Adenauer. Pero también leían las encuestas de opinión alemanas. Por eso le permitían ciertas libertades, y aceptaron su insistencia en que él encarnaba la única opción válida para ellos, frente a una alternativa mucho menos favorable, y su afirmación de necesitar concesiones extranjeras para poder resolver los problemas en casa. En enero de 1951 incluso Eisenhower llegó a declarar que se había equivocado al confundir a la Wehrmacht con los nazis («el soldado alemán luchaba con valentía y honor por su patria»). En una tónica similar, el general Ridgeway, el sucesor de Eisenhower como comandante en jefe de las fuerzas aliadas en Europa, pidió en 1953 a los miembros del Alto Comisionado aliado en Europa que perdonaran a todos los oficiales alemanes que cumplían condena por crímenes de guerra cometidos en el frente del este.
El comportamiento de Adenauer no le granjeaba las simpatías de sus interlocutores; en concreto, a Dean Acheson le irritaba especialmente la insistencia de Bonn en fijar unas condiciones antes de acceder a entrar en la comunidad de las naciones civilizadas, como si Alemania Occidental le estuviera haciendo un favor a los victoriosos aliados occidentales. Pero en las raras ocasiones en las que Washington o Londres manifestaban su frustración en público, o siempre que se sugería que éstos podían mantener conversaciones con Moscú a las espaldas de Bonn, Adenauer actuaba rápidamente para sacar ventaja política de la situación y recordaba a los votantes alemanes la inconstancia de los aliados de Alemania, y que él era el único con el que podían contar para velar por los intereses nacionales.
El apoyo nacional al rearme alemán no fue especialmente fuerte durante los años cincuenta, y la creación en 1956 de un nuevo ejército de Alemania Occidental, la Bundeswehr, tan sólo once años después de la derrota, no despertó un entusiasmo generalizado. Incluso el propio Adenauer se había mostrado ambiguo, e insistió —con lo que a su modo de ver suponía cierta dosis de sinceridad— en que él no hacía sino responder a la presión internacional. Uno de los logros del Movimiento por la Paz de comienzos de la década de 1950, respaldado por los soviéticos, consistió en convencer a muchos alemanes occidentales de que su país alcanzaría a la vez la reunificación y la estabilidad si se declaraba «neutral». Más de una tercera parte de los adultos encuestados a principios de la década de 1950 estaba a favor de una Alemania neutral y unida bajo cualquier circunstancia, y casi un 50 por ciento deseaba que la República Federal se declarase neutral en caso de guerra.
Dado que el desencadenante más probable de una Tercera Guerra Mundial en Europa era la propia situación de Alemania, estas aspiraciones pueden parecer curiosas. Pero una de las rarezas de la Alemania Occidental de la postguerra consistía precisamente en que la posición privilegiada de este país como protectorado estadounidense de facto constituía para algunos de sus ciudadanos una fuente de resentimiento al mismo tiempo que de seguridad. Y dichos sentimientos se vieron agudizados cuando a partir de finales de la década de 1950 quedó claro que una guerra en Alemania podría suponer la utilización de armas nucleares (las cuales estaban bajo el control exclusivo de terceros).
Ya en 1956 Adenauer había advertido que la República Federal no podía continuar siendo un «protectorado nuclear» para siempre. Cuando a principios de la década de 1960 resultó evidente que los aliados occidentales habían llegado a un acuerdo con Moscú sobre este delicado asunto, y que entre todos no permitirían jamás que Alemania tuviera acceso a armas nucleares, Adenauer montó en cólera[19]. Durante un breve periodo pareció como si la lealtad de la República de Bonn a Washington pudiera trasladarse al París de De Gaulle, al que le unía el resentimiento común hacia un prepotente tratamiento angloamericano y la sospecha compartida de que Estados Unidos se estaba intentando zafar de sus obligaciones para con sus clientes europeos.
Ciertamente, el deseo francés de contar con un poder nuclear disuasorio independiente resultaba un tentador precedente para Alemania Occidental, que De Gaulle utilizó hábilmente en sus esfuerzos por apartar a Bonn de sus amigos norteamericanos. Como De Gaulle manifestó en la misma conferencia de prensa del 14 de enero de 1963 en la que respondió «Non!» a la entrada de Gran Bretaña en la CEE, él «simpatizaba» con las aspiraciones de Alemania Occidental a un estatus nuclear. «Simpatía» que a la semana siguiente tradujo en un Tratado de Amistad Franco-alemana. Pero dicho Tratado, a pesar de la fanfarria de la que fue acompañado, carecía de contenido. El aparente cambio de lealtades de Adenauer fue desautorizado por muchos colegas de su propio partido, que avanzado aquel mismo año conspiraron para promover su retirada del poder y reafirmar su fidelidad a la OTAN. En cuanto a De Gaulle, él era el que menos ilusiones se hacía respecto a los alemanes. El presidente francés había manifestado en Hamburgo seis meses antes, ante una multitud enfervorizada, «Es lebe die deutsch-französiche Freundschaft! Sie sind ein grosses Volk!» (¡Larga vida a la amistad franco-alemana! ¡Son un gran pueblo!); pero a uno de sus ayudantes le había comentado, «si realmente siguieran siendo una gran nación, no me aclamarían de esta manera».
En todo caso, por más frías que fueran sus relaciones, ningún líder de Alemania Occidental se atrevía a romper con Washington por una ilusoria alternativa francesa. No obstante, las intrigas de la política exterior de Adenauer contribuyeron a generar un sentimiento de rencor hacia la inevitable sumisión de Alemania a Estados Unidos. Desde la retrospectiva, tendemos a dar por hecho con excesiva facilidad que la República Federal de Alemania de la postguerra recibía con entusiasmo cualquier iniciativa norteamericana; que los soldados estadounidenses repartidos por todo el centro y el sur de Alemania durante aquellos años, con sus instalaciones y bases militares, convoyes, películas, música, comida, ropa, chicles y dinero en efectivo despertaban simpatías por todas partes y eran bien acogidos por la población cuya seguridad habían ido allí a garantizar.
La realidad era más compleja. Individualmente, los soldados estadounidenses (y británicos) eran del agrado de casi todo el mundo. Pero una vez hubo pasado el alivio inicial de haber sido «liberados» (sic) por Occidente (y no por el Ejército Rojo), emergieron otros sentimientos. Los duros años de la postguerra de la ocupación aliada contrastaban desfavorablemente con la vida durante el periodo nazi. Durante la Guerra Fría, algunos culparon a Estados Unidos de colocar a Alemania en el centro de «su» conflicto con la Unión Soviética y poner en riesgo al país. Muchos conservadores, especialmente en el católico sur, atribuían el ascenso de Hitler a la influencia «secularizadora» de Occidente y argumentaban que Alemania debía adoptar una «vía intermedia» entre los tres males de la modernidad: el nazismo, el comunismo y el «americanismo». Y el creciente protagonismo de Alemania Occidental en la frontera este de la alianza occidental recordaba subliminalmente el papel que Alemania se había adjudicado como bastión cultural de Europa frente a las hordas asiático-soviéticas.
Por otra parte, la americanización de Alemania Occidental —y la omnipresencia de ocupantes extranjeros— contrastaba claramente con la saneada Alemania de los deseos populares, alimentados a principios de los años cincuenta a base de las nostálgicas películas de producción nacional. Este tipo de películas, conocidas como cine Heimat («patrio»), estaban generalmente ambientadas en los paisajes montañosos del sur de Alemania y versaban sobre historias de amor, lealtad y convivencia en comunidad, y sus personajes iban vestidos con trajes regionales o de época. Estos pasatiempos populares, descaradamente cursis, a menudo constituían copias casi exactas de las películas de la época nazi, a veces con títulos idénticos; por ejemplo Schwarzwaldmädel (La doncella de la Selva Negra), de 1950, era una nueva versión de una película del mismo título de 1933, todas ellas obra de directores como Hans Deppe, de gran renombre durante la época nazi u otros jóvenes discípulos suyos, como Rudolf Schündler.
Los títulos —Grün ist die Heide (Verde es el brezo, 1951), Land des Lachelns (La tierra de las sonrisas, 1952), Wenn der weiße Flieder wieder blühl (Cuando los lirios blancos vuelvan a florecer, 1953), Viktoria und ihr Husar (Victoria y su húsar, 1954), Der treue Husar (El húsar fiel, 1954), Das fröhliche Dorf (El pueblo alegre, 1955), Wenn die Alpenrosen blüh’n (Cuando florecen las rosas alpinas, 1955), Rosel vom Schwarzwald (Rosel de la Selva Negra, 1956) y docenas de otros similares— evocan una tierra y unas gentes ajenas a las bombas o los refugiados, «la Alemania profunda»: rural, incontaminada, feliz y rubia, cuya intemporalidad transmitía reconfortantes connotaciones de un país y una población no sólo libre de ocupantes del este y del oeste, sino también libre de culpa y no mancillada por el reciente pasado de Alemania.
El cine Heimat reflejaba el provincianismo y el conservadurismo de los primeros tiempos de la República Federal, un profundo deseo de que la dejaran tranquila. Esta indiferencia de los alemanes se vio quizá facilitada por la desproporcionada presencia de mujeres entre la población adulta. En el primer censo de la postguerra, llevado a cabo en 1950, el cabeza de familia, en un 33 por ciento del total de los casos de Alemania Occidental, era una mujer divorciada o una viuda. Incluso después de que en 1955 y 1956 regresaran de la URSS los prisioneros de guerra supervivientes, la desproporción siguió manteniéndose: en 1960, el número de mujeres de la República Federal superaba al de los hombres en una proporción de 126:100. Al igual que en Gran Bretaña o en Francia, e incluso en mayor medida que en dichos países, las preocupaciones familiares y domésticas ocupaban el primer puesto en la opinión pública. En este mundo de mujeres, muchas de las cuales trabajaban a jornada completa y tenían que criar solas a sus hijos[20]—acosadas por el terrible recuerdo de los últimos meses de la guerra y primeros años de la postguerra— la retórica de la nación, el nacionalismo, el rearme, la gloria militar o la confrontación ideológica ejercía escasa influencia.
La adopción de unos objetivos públicos sustitutivos que reemplazaran las desacreditadas ambiciones del pasado fue en gran medida deliberada. Como Konrad Adenauer explicó a su gabinete de ministros el 4 de febrero de 1942 al subrayar la importancia del plan Schuman para sus compatriotas: «Hay que proporcionar a la gente una nueva ideología. Y sólo puede ser una ideología europea». El caso de Alemania Occidental resulta peculiar, dado que sólo ella dependía de su integración en los organismos internacionales para recuperar su soberanía; y la idea de Europa podía en este sentido sustituir al vacío dejado en la vida pública alemana por la evisceración del nacionalismo alemán (como Schuman deseaba expresamente que ocurriera).
Para las élites intelectuales y políticas, esta derivación de las energías resultaba eficaz. Pero para la mujer de la calle, el verdadero sustitutivo de la vieja política no era la nueva «Europa» sino el mero hecho de sobrevivir —y prosperar—. Al final de la guerra, según el político laborista británico Hugh Dalton, Winston Churchill había expresado su deseo de que Alemania «engordara pero permaneciera impotente». Y así ocurrió, con una rapidez y unas consecuencias mayores de las que Churchill se habría atrevido a soñar. La atención de los alemanes occidentales durante las dos décadas siguientes a la derrota de Hitler no necesitaba ser desviada de la política hacia la producción y el consumo, porque ella por sí sola se volcó entusiasta y resueltamente en esta dirección.
Fabricar, ahorrar, adquirir y gastar no sólo se convirtieron en las principales actividades para la mayoría de los alemanes occidentales, sino en los propósitos públicamente declarados y refrendados de la vida nacional. Cuando reflexionaba muchos años más tarde sobre esta curiosa transformación colectiva y el unánime afán con el que los ciudadanos de la República Federal se volcaron en su trabajo, el escritor Hans Magnus Enzensberger comentó que «no se puede entender la asombrosa energía de los alemanes si no se acepta la idea de que habían transformado sus defectos en sus virtudes. Podría decirse, en un sentido bastante literal, que habían enloquecido y que en ello residió la clave de su futuro éxito».
Los alemanes, condenados internacionalmente tras la caída de Hitler por haber cumplido ciegamente unas órdenes inmorales, convirtieron de este modo el defecto de su diligente obediencia en una virtud nacional. El demoledor impacto de la completa derrota del país y su posterior ocupación hizo que los alemanes se avinieran a la imposición de la democracia de un modo que pocos hubieran podido imaginar una década antes. En lugar de la «devoción a sus gobernantes» que Heine había observado en el pueblo alemán hacía un siglo, los alemanes de la década de 1950 se ganaron el respeto internacional por su igualmente entusiasta devoción por la eficacia, el detalle y la calidad en la fabricación de sus productos acabados.
Especialmente para los alemanes de más edad, esta recién descubierta devoción por trabajar por la prosperidad fue claramente bienvenida. Bien entrada ya la década de 1960, muchos alemanes mayores de sesenta años —entre los que se incluían los que ocupaban puestos de responsabilidad— seguían pensando que se vivía mejor con el Káiser. Pero a la vista de lo ocurrido después, la seguridad y la tranquilidad que les procuraron la pasividad y la rutina de la vida diaria de la República Federal constituyeron un sustitutivo más que aceptable. Sin embargo, los ciudadanos más jóvenes se mostraban más recelosos. La «generación escéptica» —los hombres y mujeres nacidos en los últimos tiempos de la República de Weimar y por tanto lo suficientemente mayores para haber vivido el nazismo al tiempo que lo bastante jóvenes para no ser responsables de sus crímenes— desconfiaban especialmente del nuevo orden alemán.
Para hombres como el escritor Günter Grass, o el sociólogo Jürgen Habermas, ambos nacidos en 1927, Alemania Occidental era una democracia sin demócratas. Sus ciudadanos habían pasado con sorprendente facilidad de Hitler al consumismo; habían superado sus recuerdos culpables con el trabajo por la prosperidad. En este rechazo alemán de la política en aras de la acumulación de bienes privados, Grass y otros vieron una negación de las responsabilidades ciudadanas pasadas y presentes; disentían absolutamente del aforismo de Bertolt Brecht «Erst kommt das Fressen, dann kommt die Moral» (Primero comer y luego la moral), al igual que Ernst Reuter, el alcalde de Berlín Oeste, que asilo manifestó en marzo de 1947: «Ninguna frase es más peligrosa que “primero comer, y luego la moral”. Si ahora tenemos hambre y frío es porque permitimos que se instalara la errónea doctrina que expresa dicha frase».
Más adelante, Habermas se identificaría en gran medida con la búsqueda del Verfassungspatriotism (patriotismo constitucional), el único tipo de sentimiento nacional que creía correcto —y prudente— alentar en sus compatriotas. Pero ya err 1953 había captado la atención pública con un artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung en que atacaba a Martin Heidegger por permitir la reedición de sus conferencias de Heidelberg con sus alusiones originales a la «grandeza inherente» del nazismo. En aquel momento se trataba de un incidente aislado y despertó escasa atención internacional. Pero, no obstante, constituyó una señal que ya presagiaba los amargos interrogantes de la década siguiente.
En su película de 1978, El matrimonio de Maria Braun, Rainer Werner Fassbinder (nacido en 1945) disecciona ácidamente los que para sus jóvenes críticos constituyen los defectos recurrentes de la República Federal. La epónima heroína de la película rehace su vida a partir de los escombros de la derrota, en una Alemania en la que «todos los hombres parecen achicados», y deja fríamente atrás el pasado con la afirmación de que «no es tiempo para las emociones». Maria se vuelca pues con firme resolución en la obsesión nacional de hacer dinero, para lo que demuestra ser extraordinariamente experta. En su trayectoria, la protagonista, cuya vulnerabilidad inicial se recubre de cinismo, explota los recursos, los sentimientos y la credulidad de los hombres —incluidos los de un soldado (negro) norteamericano— mientras es «fiel» a Hermann, su marido, un soldado alemán encarcelado en la Unión Soviética cuyas hazañas bélicas se mantienen deliberadamente ocultas.
Todas las relaciones de Maria, sus logros y sus comodidades se miden en dinero, y culminan con una nueva casa llena de artilugios domésticos en la que espera recibir a su marido cuando vuelva. Cuando están a punto de recuperar la felicidad conyugal, ellos y todos sus bienes materiales explotan en pedazos por un descuido: Maria se deja abierta la llave del gas en su cocina ultramoderna. Mientras, en la radio se celebra con histerismo la victoria de Alemania Occidental en el Campeonato Mundial de fútbol de 1954. Para Fassbinder y una generación venidera de alemanes occidentales airados y disidentes, las cualidades recién descubiertas de Alemania en su nueva Europa —la prosperidad, el compromiso, la indiferencia política y un acuerdo tácito de no despertar los fantasmas del pasado en la memoria nacional— no consiguieron desviar la atención de sus viejos defectos. En realidad eran los viejos defectos bajo una nueva apariencia.