XXIII

Las variedades de Europa

Éramos realmente sabios, de verdad podíamos distinguir los signos de nuestro tiempo y, al reconocer sus carencias y ventajas, adaptar juiciosamente nuestra propia posición dentro de él. Pero en lugar de concentrarnos sin medida en la oscura distancia, miremos con calma a nuestro alrededor, al incierto escenario en el que nos encontramos.

THOMAS CARLYLE, ensayista e historiador escocés

El creador de Europa la hizo pequeña e incluso la dividió en pequeñas unidades, para que nuestros corazones pudieran solazarse no en el tamaño, sino en la pluralidad.

KAREL ČAPEK

En Europa somos asiáticos, mientras que en Asia también nosotros somos europeos.

FlODOR DOSTOIEVSKI

Cuando cayó el comunismo y la Unión Soviética se derrumbó, los dos se llevaron consigo no sólo un sistema ideológico, sino las coordenadas políticas y geográficas de todo un continente. Durante cuarenta y cinco años —más allá de la memoria viva de gran parte de los europeos— pervivió el incómodo resultado de la Segunda Guerra Mundial. La división accidental de Europa, con todo lo que comportaba, parecía ya algo inevitable. Sin embargo, de repente, había cambiado por completo. Con el tiempo, las décadas de postguerra cobraron una importancia radicalmente diferente. Cuando se comprendió que habían sido el inicio de una nueva era de polarización ideológica permanente, se convirtieron en lo que realmente eran: el prolongado epílogo de una guerra civil europea iniciada en 1914, un interregno de cuarenta años que iba desde la derrota de Adolf Hitler hasta la resolución definitiva de los asuntos que la guerra de este dictador había dejado pendientes.

Con la desaparición del mundo existente entre 1945 y 1989, sus ilusiones pudieron observarse mejor. El tan cacareado «milagro económico» de la Europa de postguerra había devuelto a la región la categoría comercial e industrial mundial que había perdido durante el periodo que va de 1914 a 1945, retomando a continuación índices de crecimiento económico más o menos comparables a los de finales del siglo XIX. No era éste un éxito menor, pero tampoco el gran salto hacia una prosperidad siempre en desarrollo que ingenuamente habían supuesto sus contemporáneos.

Además, la recuperación no se había logrado a pesar de la Guerra Fría, sino a causa de ella. Al igual que la amenaza otomana de la época anterior, la sombra del imperio soviético dividió Europa, pero impuso a lo que quedaba de ella los beneficios de la unidad. En ausencia de los «aprisionados» europeos del Este, los ciudadanos de Europa occidental habían prosperado: libres de cualquier obligación de ocuparse de la pobreza y el retraso de los Estados sucesores de los imperios continentales y protegidos del pasado reciente por el paraguas militar estadounidense. Desde el Este, siempre se consideró que esa perspectiva era fruto de una visión estrecha. Después del derrumbamiento del comunismo y de la disgregación del imperio soviético, era algo insostenible.

Por el contrario, la feliz crisálida de la Europa occidental de postguerra —con sus comunidades europeas y zonas de libre comercio, sus tranquilizadoras alianzas externas y sus redundantes fronteras internas— parecía de repente vulnerable, llamada a responder a las expectativas frustradas de los futuros «ciudadanos europeos» del Este y privada del ancla que había supuesto la relación manifiesta con la superpotencia del otro lado del océano que tenía al oeste. Los europeos occidentales, obligados una vez más a tener en cuenta la amplitud de las fronteras orientales a la hora de esbozar un futuro común, no podían dejar de recurrir al pasado compartido europeo.

Los años que mediaron entre 1945 y 1989 fueron una especie de paréntesis. La guerra abierta entre los Estados, un rasgo inherente a la forma de vida europea durante trescientos años, había alcanzado niveles apocalípticos entre 1913 y 1945: unos sesenta millones de europeos murieron en las guerras o en los asesinatos de Estado de la primera mitad del siglo XX. Pero entre 1945 y 1989 este tipo de contiendas desaparecieron del continente europeo[1]. Dos generaciones de europeos crecieron con la hasta entonces inconcebible impresión de que la paz era el orden natural de las cosas. Como prolongación de la política, la guerra y también la confrontación ideológica fueron diferidas al llamado Tercer Mundo.

Dicho esto, merece la pena recordar que mientras estaban en paz con sus vecinos, los Estados comunistas practicaron una guerra permanente contra sus propias sociedades, que en general tomaba la forma de censura rigurosa, escasez obligatoria y políticas represivas, aunque en ocasiones estallaba en conflictos abiertos, sobre todo en Berlín en 1953, Budapest en 1956, Praga en 1968 y Polonia, esporádicamente entre 1968 y 1981, y bajo la ley marcial posteriormente. De este modo, para la memoria colectiva de Europa oriental, las décadas de postguerra tomaban un aspecto bastante diferente (aunque no menos parentético). No obstante, en comparación con la historia pasada, también Europa del Este había vivido una época de calma inusual, aunque involuntaria.

El hecho de que la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, que ahora se transformaba rápidamente en recuerdo ante la aparición de los nuevos (des)órdenes mundiales, fuera o no un objeto de añoranza y de pesar dependía enormemente de dónde o cuándo se hubiera nacido. No hay duda de que a ambos lados del Telón de Acero, los hijos de los sesenta —es decir, la cohorte principal de la generación de la explosión demográfica, la nacida entre 1946 y 1951— volvía la vista con afecto hacia «su» década y continuaba albergando agradables recuerdos y una exagerada opinión de su propia importancia. Además, por lo menos en Occidente, sus padres seguían estando agradecidos por la estabilidad política y la seguridad material de la época, que contrastaba con los horrores ocurridos anteriormente.

Sin embargo, era frecuente que a los que eran demasiado jóvenes para recordar los sesenta les irritara la engreída autocomplacencia que mostraban sus mayores en sus memorias; mientras que otras personas de más edad que habían arruinado su vida bajo el comunismo no sólo recordaban el trabajo estable, los alquileres baratos y las calles seguras, también, y principalmente, ese paisaje gris de talentos desperdiciados y esperanzas truncadas. A ambos lados de la brecha continental, sólo algunas cosas podían recuperarse de entre los escombros de la historia del siglo XX, sin duda, la paz, la prosperidad y la seguridad, pero las convicciones optimistas de una época anterior se habían ido para siempre.

Antes de suicidarse en 1942, el novelista y crítico vienes Stefan Zweig escribió con añoranza sobre el mundo perdido de la Europa anterior a 1914, expresando «pesar por los que no eran jóvenes durante esos últimos años de confianza». Sesenta años después, a finales del siglo XX, casi todo lo demás se había recuperado o reconstruido. Pero la confianza con la que la generación europea de Zweig había entrado en él nunca podría recuperarse del todo: habían ocurrido demasiadas cosas. Los europeos de entreguerras que recordaban la Belle Époque podían murmurar sus «peros»; no obstante, después de la Segunda Guerra Mundial, el sentimiento abrumador de cualquiera que reflexionara sobre los treinta años de catástrofe que había sufrido el continente se resumía en la expresión «nunca más»[2].

Dicho en pocas palabras, no había vuelta atrás. En Europa oriental, el comunismo había sido una respuesta equivocada a una pregunta real. En Europa occidental, esa misma pregunta —cómo superar la catástrofe de la primera mitad del siglo XX— se había abordado dejando totalmente de lado la historia reciente, recapitulando algunos de los éxitos de la primera mitad del siglo XIX —la estabilidad política interna, el incremento de la productividad económica y la constante expansión del comercio exterior— y colgándoles la etiqueta de «Europa». Sin embargo, después de 1989, la próspera parte occidental del continente se enfrentó de nuevo a su gemelo oriental y tuvo que repensar Europa.

Como ya hemos visto, no todo el mundo acogió de buen grado la perspectiva de abandonar la crisálida y Jacek Kuroń, al escribir en marzo de 1993 para la revista polaca Polityka, no exageraba al conjeturar que «ciertos políticos occidentales sienten nostalgia del viejo orden mundial y de la Unión Soviética». Pero ese viejo orden —la conocida estasis de las cuatro décadas anteriores— había desaparecido para siempre. Ahora, los europeos no sólo se enfrentaban a un futuro incierto sino a un pasado que cambiaba con rapidez. Lo que hasta hace poco tiempo había sido muy sencillo, ahora se estaba volviendo, una vez más, bastante complicado. A finales del siglo XX se podía ver a quinientos millones de personas del territorio eurasiático preguntándose cada vez más cuál era su identidad. ¿Quiénes son los europeos? ¿Qué significa ser europeo? ¿Qué es Europa y qué tipo de lugar quieren los europeos que sea?

No sirve de mucho intentar destilar la esencia de «Europa». La «idea de Europa» —un asunto de por sí bastante debatido— tiene una larga historia, en parte bastante conocida. Pero aunque la Unión a la que ahora pertenece la mayoría del continente se basa en cierta noción de Europa —reiterada en diversas convenciones y tratados—, ésta sólo ofrece una interpretación parcial de la vida que tienen sus habitantes. En una época de transición y de reasentamiento demográficos, los europeos de hoy en día son más numerosos y heterogéneos que nunca. Cualquier explicación que se dé a su situación común a finales del siglo XX deberá comenzar por reconocer esa variedad, trazando los contornos superpuestos y las líneas de fractura de la identidad y la experiencia europeas.

El verbo «trazar» se utiliza con conocimiento de causa. Después de todo, Europa es un lugar. Pero sus fronteras siempre han sido un tanto cambiantes. Los límites de la Antigüedad —de Roma y de Bizancio, del Sacro Imperio Romano y la Europa cristiana— se corresponden lo suficiente con divisiones políticas posterior es como para sugerir una auténtica continuidad: los incómodos puntos de encuentro de la Europa germánica y eslava estaban tan claros para Adán de Bremen, un autor del siglo XI, como lo están para nosotros; las fronteras medievales de la cristiandad católica y ortodoxa, desde Polonia hasta Serbia, eran parecidas a las que encontramos hoy día; y la idea de una Europa dividida entre el Este y el Oeste por el curso del Elba habría sido familiar en el siglo IX para los administradores del Imperio Carolingio, si hubieran pensado en esos términos.

Pero el hecho de que esas antiquísimas líneas divisorias sean o no de ayuda para conocer el paradero de Europa siempre ha dependido de dónde esté uno situado. Por citar un caso bien conocido: en el siglo XVIII la mayoría de los húngaros y bohemios eran católicos desde hacía siglos y muchos de habla alemana. No obstante, para los austríacos ilustrados, «Asia» comenzaba en la Landstrasse, la gran vía que abandonaba Viena hacia el Este. En 1787, cuando Mozart salió desde Viena hacia el «oeste», de camino hacia Praga, el compositor se describió a sí mismo cruzando una frontera oriental. El Este y el Oeste, Asia y Europa, siempre fueron muros mentales casi en la misma medida que líneas terrestres.

El hecho de que hasta hace poco tiempo gran parte de Europa no estuviera dividida en Estados, sino que formara parte de imperios, nos ayuda a pensar en los indicadores exteriores del continente no como fronteras, sino como regiones limítrofes indefinidas, es decir, marcas, limes, Militärgrenze, krajina: zonas de conquista y asentamiento imperiales, no siempre precisas desde el punto de vista topográfico, pero delimitadoras de una concepción política y cultural. Durante siglos, esas regiones y sus habitantes, desde el Báltico hasta los Balcanes, se han considerado a sí mismas guardianes exteriores de la civilización, zonas vulnerables y estratégicas donde termina el mundo familiar y se mantiene a raya a los bárbaros.

Pero esas tierras fronterizas son inestables y a menudo han basculado de un lado a otro con el paso del tiempo o el cambio de las circunstancias, de manera que sus repercusiones geográficas pueden ser confusas. En su literatura y en sus mitos políticos, polacos, lituanos y ucranianos se presentan a sí mismos como guardianes de las orillas de Europa (o del cristianismo)[3]. Pero como indica una breve ojeada al mapa, sus afirmaciones son mutuamente excluyentes: no todos pueden tener razón. Lo mismo puede decirse de los relatos enfrentados de húngaros y rumanos o de la insistencia, tanto de croatas como de serbios, en que su frontera meridional (con serbios y turcos, respectivamente) es la que constituye la línea defensiva exterior más vital para la Europa civilizada.

Lo que esta confusión demuestra es que durante siglos los límites exteriores de Europa han sido lo suficientemente relevantes como para que las partes interesadas presionaran para defender sus encontradas demandas de aceptación. Estar «en» Europa proporcionaba cierta seguridad: la garantía —o al menos la promesa— de un refugio y de un sentimiento de pertenencia. A lo largo de los siglos, este hecho se fue convirtiendo cada vez más en fuente de identidad colectiva. Ser un «estado fronterizo», ejemplo y guardián de los valores fundamentales de la civilización europea, era ser vulnerable, pero también un motivo de orgullo: ello explica que, para muchos intelectuales de Europa central y oriental, la sensación de haber sido excluidos y olvidados por Europa hiciera de la dominación soviética algo tan especialmente humillante.

En consecuencia, Europa no es tanto un concepto geográficamente absoluto —que define donde se encuentran un país o un pueblo— como relativo, es decir, aquel en el que sus habitantes se sitúan en relación con los demás. A finales del siglo XX, escritores y políticos de lugares como Moldavia, Ucrania y Armenia proclamaban su «europeísmo» no por razones históricas o geográficas (que podrían ser o no verosímiles), sino para defenderse precisamente de la historia y de la geografía. Ahora, esos Estados post-imperiales huérfanos, sumariamente liberados del Imperio moscovita, miraban hacia una nueva capital imperial: Bruselas[4].

Lo que estas naciones periféricas esperaban conseguir con la lejana perspectiva de entrar en la nueva Europa era menos importante que lo que tenían que perder si se quedaban fuera de ella. En los primeros años del nuevo siglo, las consecuencias de la exclusión ya estaban claras hasta para el visitante más ocasional. Lo que en su día tuvieran de cosmopolitas ciudades como la ucraniana Cernovitz o la moldava Chişinău hacía tiempo que se lo habían arrancado los regímenes nazi y soviético; y el medio rural circundante era, incluso ahora, «un mundo premoderno de carreteras sin asfaltar y carros de caballos, de pozos exteriores y de botas de fieltro, de inmensos silencios y de noches negras como el terciopelo»[5]. La identificación con «Europa» no tenía que ver con un pasado común, ahora totalmente destruido. Tenía que ver con la reivindicación de un futuro común, por muy endeble y desesperado que éste fuera.

El miedo a quedar fuera de Europa no se limitaba al perímetro exterior del continente. Desde la perspectiva de los moldavos de habla rumana, sus vecinos occidentales de la Rumania propiamente dicha tenían la bendición de la historia. Occidente los consideraba, al contrario que a los primeros, aspirantes legítimos a entrar en la Unión Europea —aunque pensara que sus resultados eran insuficientes—, y por tanto les garantizaba un auténtico futuro europeo. Sin embargo, visto desde Bucarest, el panorama cambia: es la propia Rumanía la que corre el riesgo de quedarse fuera. En 1989, cuando los colegas de Nicolae Ceaușescu comenzaron por fin a volverse contra él, escribieron una carta acusando al Conducător de tratar de arrancarle al país sus raíces europeas; «Rumania es y sigue siendo un país europeo… Habéis comenzado a cambiar la geografía de las zonas rurales, pero no podéis trasladar Rumania a África». Ese mismo año, el anciano dramaturgo rumano Eugène Ionesco dijo que su país natal estaba «a punto de abandonar Europa para siempre, lo cual significa abandonar la historia». Esta inquietud tampoco era nueva: en 1972, E. M. Cioran, volviendo la vista hacia la sombría historia de su país, se hacía eco de una generalizada inquietud rumana: «Lo que más me deprimía era un mapa del Imperio Otomano. Al mirarlo, comprendía nuestro pasado y todo lo demás»[6].

Los rumanos —al igual que los búlgaros, los serbios y otros con buenas razones para creer que el «núcleo» de Europa los considera extraños (si es que los consideraba)— basculaban entre la proclamación defensiva de sus rasgos europeos originarios (en literatura, arquitectura, topografía, etcétera) y el reconocimiento de lo desesperado de su causa y el distanciamiento de Occidente. Después del comunismo se manifestaron ambas respuestas. Mientras que el ex primer ministro rumano Adrian Năstase describía en julio de 2001 para los lectores de Le Monde el «valor añadido» que Rumania aportaba a Europa, sus compatriotas constituían más de la mitad del número total de extranjeros interceptados al cruzar ilegalmente la frontera polaco-alemana. En un sondeo realizado a comienzos del nuevo siglo, el 52 por ciento de los búlgaros (y la inmensa mayoría de los menores de treinta años) decía que, si tuvieran la oportunidad, emigrarían de Bulgaria preferiblemente a Europa.

Hoy día, la sensación de encontrarse en la periferia de un centro ajeno, de ser una especie de europeos de segunda clase, se limita en general a los antiguos países comunistas, casi todos ellos situados en la zona de naciones pequeñas cuya aparición auguró Tomáš Masaryk y que va desde Cabo Norte hasta el Matapán, en el Peloponeso. Pero no siempre fue así. En la memoria reciente aún pueden detectarse momentos en los que los demás márgenes del continente eran, por lo menos, igual de periféricos en términos económicos, lingüísticos o culturales. Para el poeta Edwin Muir, su traslado en 1901, cuando era niño, desde las islas Orcadas hasta Glasgow fue como si se «salvaran ciento cincuenta años en dos días de viaje»; es una sensación que no habría estado fuera de lugar medio siglo después. Bien entrados los años ochenta, las tierras altas y las islas de los bordes de Europa —Sicilia, Irlanda, el norte de Escocia, Laponia— tenían más rasgos comunes entre sí, y con su propio pasado, que con las prósperas regiones metropolitanas del centro.

Incluso ahora —de hecho, sobre todo ahora— no se puede contar con que las líneas de fractura y los límites sigan el trazado de las fronteras nacionales. El Consejo de Estados del Mar Báltico es un buen ejemplo. Fundado en 1992, incluye miembros escandinavos (Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia), las tres ex repúblicas soviéticas bálticas (Estonia, Letonia, Lituania), además de Alemania, Polonia y Rusia y, desde 1995, forzando los límites geográficos a instancias escandinavas, Islandia. Esta reafirmación simbólica de antiguas afinidades comerciales fue muy apreciada por ciudades en su día hanseáticas como Hamburgo y Lübeck, y todavía mejor recibida por los regidores municipales de Tallinn y Gdańsk, ansiosos de situarse en el centro de una comunidad báltica reinventada (y con acento occidental) y de distanciarse de su núcleo continental y de su pasado reciente.

Pero en otras regiones de algunos de los países miembros, sobre todo en Alemania y Polonia, el adjetivo «báltico» no significa mucho, más bien al contrario. En años recientes, la perspectiva de conseguir ingresos con el turismo extranjero indujo a Cracovia, por ejemplo, a subrayar su orientación meridional y a publicitar su antiguo papel como capital de la Galizia de los Habsburgo. Múnich y Viena, aun compitiendo por las inversiones industriales del otro lado de la frontera, no han dejado de redescubrir un legado «alpino» común, gracias a la práctica desaparición de la frontera que separa el sur de Baviera de Salzburgo y el Tirol.

En consecuencia, está claro que las diferencias culturales regionales sí tienen su importancia, aunque las disparidades económicas sean más relevantes. Austria y Baviera comparten algo más que el catolicismo germano meridional y los paisajes alpinos: a lo largo de las últimas décadas, las dos se han transformado en economías de servicios de altos salarios, que dependen más de la tecnología que de la mano de obra, aventajando en productividad y prosperidad a las antiguas regiones industriales del norte. Al igual que Cataluña, las regiones italianas de Lombardía y Emilia-Romaña, las francesas de Ródano-Alpes e Île-de-France, el sur de Alemania y Austria —junto a Suiza, Luxemburgo y ciertas zonas del Flandes belga—, constituyen una zona común de privilegio económico dentro de Europa.

Aunque era en el antiguo bloque del Este donde los niveles absolutos de pobreza y de desventaja económica seguían siendo más elevados, los contrastes más acusados ahora se encontraban más dentro de los países que entre unos y otros. Sicilia y el Mezzogiorno, al igual que el sur de España, iban tan a la zaga del floreciente norte como siempre durante muchas décadas: a finales de los noventa, el desempleo en la Italia meridional era tres veces superior al que se registraba al norte de Florencia, mientras que el desfase en cuanto al PIB entre el norte y el sur era en realidad mayor que en la década de 1950.

También en el Reino Unido el desfase entre las ricas regiones del sureste y las antiguas zonas industriales del norte había aumentado en los últimos años. No hay duda de que la economía londinense se había disparado. A pesar de mantener las distancias con la zona euro, la capital británica era el incuestionable centro financiero del continente y había cobrado una deslumbrante e hipertecnológica energía que hacía que las demás urbes parecieran insulsas y cuarentonas. A finales del siglo XX, Londres, abarrotada de jóvenes profesionales y mucho más abierta al cosmopolita flujo y reflujo de culturas e idiomas que otras capitales europeas, parecía haber recobrado el lustre de los desinhibidos años sesenta, que los partidarios de Blair encarnaron de manera oportunista al rebautizar su país como cool Britannia (la Gran Bretaña guay).

Pero el lustre era tan fino como el papel. En el inflado mercado inmobiliario de la metrópolis más superpoblada de Europa, los conductores de autobús, los enfermeros, los limpiadores, los maestros, los policías y los camareros, de ambos sexos, que servían a los nuevos británicos cosmopolitas ya no podían permitirse vivir cerca de ellos y se veían obligados a buscar alojamiento cada vez más lejos, arreglándoselas cada día para llegar a trabajar utilizando las carreteras más congestionadas de Europa, o la cara y desvencijada red ferroviaria del país. Más allá de las lindes exteriores del Gran Londres, que ahora extendía sus tentáculos hacia las zonas rurales del sureste, estaba surgiendo un contraste regional sin precedentes en la reciente historia inglesa.

A finales del siglo XX, de las diez regiones administrativas británicas, sólo tres (Londres, el Sureste y East Anglia) alcanzaban o superaban la renta per cápita nacional. El resto del país era más pobre, en ocasiones realmente muy pobre. El noreste de Inglaterra, en su día centro de las minas y los astilleros del país, tenía un PIB per cápita de sólo el 60 por ciento del de Londres. Después de Grecia, Portugal, la España rural, el sur de Italia y los antiguos Länder comunistas de Alemania, el Reino Unido de 2000 era el principal beneficiario de fondos estructurales de la Unión Europea, lo cual equivale a decir que algunas zonas británicas se encontraban entre las regiones más desfavorecidas de la Unión Europea. Las modestas cifras de paro del conjunto del país, un motivo de orgullo muy publicitado, tanto por thatcherianos como por partidarios de Blair, se veían segadas por el peso desproporcionado de la boyante capital: en el norte de Inglaterra, las cifras de paro se mantuvieron muy cerca de las de las peores zonas de la Europa continental.

En el Reino Unido, estas acusadas diferencias regionales se han agudizado con políticas públicas mal enfocadas, pero también son una consecuencia predecible del final de la era industrial. En este sentido, fueron, por así decirlo, orgánicas. Sin embargo, en Alemania, la existencia de disparidades comparables fue una consecuencia directa y no deseada de una decisión política. Entre 1991 y 2004, la incorporación de los Länder orientales a una Alemania unificada costó a la República Federal más de cien mil millones de euros en transferencias y subvenciones. Con todo, a finales de los noventa, la región oriental de Alemania, lejos de ponerse al mismo nivel que la occidental, había retrocedido aún más.

Las empresas privadas alemanas no tenían incentivos para instalarse en el Este —en Sajonia o en Mecklemburgo— cuando podían encontrar mejores trabajadores por menos salario (así como mejores infraestructuras de transporte y servicios locales) en Eslovaquia o Polonia. Factores como la existencia de poblaciones de avanzada edad, una mala formación y una escasa capacidad de compra, así como el desplazamiento hacia Occidente de los trabajadores cualificados y la arraigada hostilidad hacia los forasteros de los que se habían quedado hacían de Alemania Oriental un destino especialmente antipático para los inversores extranjeros, que ahora tenían muchas otras posibilidades. En 2004, el desempleo en la antigua Alemania Occidental era del 8,5 por ciento; mientras que en el Este superaba el 19 por ciento. En septiembre de ese año, el neonazi Partido Nacional Democrático, obtuvo el nueve por ciento de los sufragios y consiguió doce escaños en el Parlamento de Sajonia.

En Alemania, el abismo de resentimiento mutuo que separaba a Wessies y Ossies no sólo tenía que ver con el trabajo y la falta de empleo, ni con la riqueza y la pobreza, aunque desde el punto de vista oriental éste fuera el síntoma más evidente y doloroso. Los alemanes, como todos los demás ciudadanos de la nueva Europa, estaban cada vez más divididos por un novedoso conjunto de diferencias que atravesaba en diagonal las diferencias geográficas o económicas habituales. A un lado estaba una refinada élite de «europeos»: hombres y mujeres, generalmente jóvenes, muy viajados y bien preparados, que quizá hubieran estudiado en dos o incluso tres universidades diferentes del continente. Su cualificación y sus profesiones les permitían encontrar trabajo en cualquier parte de la Unión Europea: desde Copenhague hasta Dublín, desde Barcelona hasta Fráncfort. Los sueldos elevados, los billetes de avión baratos, la apertura de fronteras y una red de ferrocarriles integrada favorecían una movilidad más cómoda y frecuente (véase más adelante). Esta nueva clase de europeos viajaba con confiada facilidad por todo su continente para consumir, llenar su ocio y divertirse, y también para buscar trabajo, comunicándose como habían hecho los clérigos medievales que deambulaban entre Bolonia, Salamanca y Oxford, en una lingua franca cosmopolita: entonces el latín, ahora el inglés.

Al otro lado de la divisoria se encontraban quienes —siendo todavía la inmensa mayoría— o bien no podían formar parte de este maravilloso nuevo continente o no habían decidido (¿por el momento?) entrar en él: eran los millones de europeos cuya ausencia de cualificación, formación, preparación profesional, oportunidades o medios los mantenían firmemente enraizados en su lugar. Esos hombres y mujeres, los villeins (villanos) del nuevo paisaje europeo, no podían beneficiarse tan directamente del mercado único que disponía la Unión Europea para bienes, servicios y mano de obra. Por el contrario, se quedaban ligados a su país y a su comunidad, constreñidos por la falta de familiaridad con posibilidades lejanas y lenguas extranjeras, y con frecuencia mucho más hostiles a «Europa» que sus compatriotas cosmopolitas.

Había dos notables excepciones a esta nueva diferenciación de clase internacional que empezaba a difuminar los antiguos contrastes nacionales. Para los artesanos y trabajadores manuales de Europa del Este con empleos ocasionales, las nuevas oportunidades laborales de Londres, Hamburgo o Barcelona se confundían perfectamente con tradiciones laborales ya arraigadas en el trabajo emigrante y en el empleo estacional en el extranjero. Siempre había habido hombres (más que mujeres) que viajaban a países lejanos para encontrar trabajo, sin conocer el idioma, vistos con un recelo hostil por sus anfitriones y, en cualquier caso, con la intención de volver a casa con sus ganancias cuidadosamente ahorradas. El hecho no tenía ningún componente específicamente europeo, y no era probable encontrar a pintores eslovacos —al igual que a obreros turcos de las fábricas de coches o vendedores ambulantes senegaleses antes que ellos— cenando en restaurantes de Bruselas, de vacaciones en Italia o de compras en Londres. De todas formas, ahora su forma de vida también era típicamente europea.

La segunda excepción era la británica, o, más bien, la inglesa, notablemente euroescéptica. Lanzada al extranjero por las desventajas meteorológicas de los cielos de su país natal y, tras el periodo Thatcher, por la aparición de líneas aéreas baratas que ofrecían pasajes a cualquier lugar de la Europa continental, a veces por menos de lo que costaba una comida en un pub, una nueva cohorte de británicos, a pesar de no tener una mejor preparación que sus padres, entró en el siglo XXI siendo uno de los grupos de europeos más viajados, aunque sin ser exactamente cosmopolita. La ironía que suponía esta yuxtaposición del desdén y la desconfianza que sentían las clases populares inglesas por Europa y el generalizado deseo nacional de gastar el tiempo y el dinero que les sobraban no se les escapó a los observadores del resto del continente, para los que siguió siendo una asombrosa rareza.

Pero, en cualquier caso, los británicos, al igual que los irlandeses, no tenían que aprender idiomas extranjeros. Ya hablaban inglés. En los demás países de Europa (como ya hemos visto) los recursos lingüísticos se estaban convirtiendo en uno de los principales rasgos de identidad que distinguían al continente, símbolo de la categoría social personal y del poder cultural colectivo. En países pequeños como Dinamarca y Holanda, hacía tiempo que se había aceptado que ser monolingüe de un idioma que prácticamente no habla nadie más era un obstáculo que la nación ya no podía permitirse. Los alumnos de la Universidad de Ámsterdam ahora estudiaban en inglés, mientras que del más novato empleado de banca de una ciudad de provincias danesa se esperaba que pudiera realizar con seguridad una transacción en esa lengua. Ayudaba que tanto en Dinamarca como en Holanda y otros muchos pequeños países europeos hacía tiempo que los estudiantes y los empleados de banca tenían soltura, al menos pasiva, en la comprensión de programas televisivos que veían en lengua inglesa sin subtítulos.

En Suiza, donde todo el mundo que terminara la enseñanza secundaria solía dominar tres o incluso cuatro idiomas locales, a pesar de todo se consideraba más fácil, así como más diplomático, recurrir al inglés (que no era la lengua materna de nadie) para comunicarse con alguien de otra parte del país. También en Bélgica, donde (como hemos visto) era mucho menos habitual que valones o flamencos conversaran con comodidad en el idioma del otro, ambos recurrían inmediatamente al inglés como medio de comunicación común.

En países donde ahora los idiomas regionales —el catalán o el vasco, por ejemplo— se enseñaban oficialmente, no era infrecuente que los jóvenes (la generación E, de Europa, como se la conocía popularmente) aprendiera diligentemente el idioma local pero se pasara el tiempo libre —como gesto de revuelta adolescente, esnobismo social e interés personal— «hablando» inglés. El perdedor no era la lengua o el dialecto minoritario —que en cualquier caso no tenía mucho pasado local y carecía de futuro internacional— sino la lengua nacional del Estado principal. Al ser el inglés el medio de comunicación por defecto, ahora las lenguas mayoritarias se veían arrojadas a las tinieblas. El español, al igual que el portugués o el italiano, como idioma típicamente europeo, ya no se impartía mucho fuera de sus fronteras; sólo se conservaba como vehículo de comunicación más allá de los Pirineos gracias a su categoría como lengua oficial de la Unión Europea[7].

También el alemán estaba perdiendo con rapidez su lugar en la liga de idiomas europeos. En su día, un conocimiento suficiente de alemán leído era algo obligatorio para cualquier integrante de la comunidad científica o académica internacional. Junto con el francés, había sido una lengua universal para los europeos cultivados, y hasta la Segunda Guerra Mundial había sido el más difundido de los dos, una lengua en uso común desde Estrasburgo hasta Riga[8]. Pero con la destrucción de la comunidad judía, la expulsión de los alemanes y la llegada de los soviéticos, Europa central y oriental se había alejado de repente de la lengua alemana. Había una vieja generación urbana que seguía leyendo y, con poca frecuencia, hablando alemán; y en las aisladas comunidades alemanas de Transilvania y de otros lugares renqueaba como lengua marginal de escasa utilidad práctica. Pero todo el mundo aprendía ruso, o por lo menos se lo enseñaban.

La vinculación de la lengua rusa con la ocupación soviética limitó considerablemente su atractivo, hasta en países como Checoslovaquia o Polonia donde la contigüidad lingüística lo hacía accesible. Aunque los ciudadanos de los estados satélites eran obligados a estudiar ruso, la mayoría de la gente no hacía ningún esfuerzo por dominarlo, y mucho menos por hablarlo, salvo cuando se los obligaba a hacerlo[9]. A los pocos años de la caída del comunismo ya estaba claro que una de las consecuencias paradójicas de las ocupaciones alemana y soviética había sido la erradicación de cualquier familiaridad sostenida con sus lenguas. En los territorios que durante tanto tiempo se habían visto atrapados entre Rusia y Alemania, ahora sólo importaba una lengua extranjera. Ser «europeo» en la Europa oriental posterior a 1989 significaba hablar inglés.

Para los germanoparlantes de Austria, Suiza y la propia Alemania, el carácter cada vez más provinciano de su idioma era un hecho consumado —hasta el punto de que incluso los holandeses, cuya lengua materna procedía en gran medida del alemán, ya no la estudiaban ni comprendían mayoritariamente— y ya no tenía sentido lamentar la pérdida. A lo largo de los noventa, grandes empresas alemanas, como Siemens, hicieron de la necesidad virtud e instituyeron el inglés como lengua de trabajo empresarial. Era asombroso con qué facilidad se movían los políticos y empresarios alemanes en los círculos anglófonos.

Otra cosa era el declive del francés. Como lengua cotidiana habitual, el francés no había tenido un papel destacado en Europa desde la decadencia de las aristocracias imperiales de los antiguos regímenes. Fuera de Francia, sólo unos pocos millones de belgas, luxemburgueses y suizos, junto a un puñado de comunidades de los Alpes italianos y los Pirineos españoles, utilizaban el francés como lengua nativa, y muchos de ellos lo hablaban en formas dialectales menospreciadas por los guardianes oficiales de la Académie Française. En términos estrictamente estadísticos, comparado con el alemán o con el ruso, el francés hacía tiempo que estaba en la periferia lingüística europea.

Pero desde el declive del latín, el francés había sido la lengua de las élites cosmopolitas y, por tanto, el idioma europeo par excellence. En los primeros años del siglo XX, cuando se propuso por primera vez introducir la enseñanza del francés en el programa de lenguas modernas de la Universidad de Oxford, más de un profesor se opuso, aduciendo, con razón, que cualquiera que mereciera ser admitido en la institución ya tendría un francés fluido. Hasta bien entrado el siglo, en todas las academias y embajadas siguieron estando muy difundidas suposiciones similares, aunque no se admitieran tan abiertamente. Este autor puede dar fe de que, como medio de comunicación estudiantil, el francés era tan necesario como suficiente en lugares tan dispares como Barcelona o Estambul todavía en 1970.

Treinta años después, todo eso ha cambiado. En 2000, el francés ya no era un medio de comunicación fiable ni siquiera para las élites. Sólo en el Reino Unido, Irlanda y Rumania se recomendaba a los escolares que elegían su primera lengua extranjera: todos los demás aprendían inglés. En algunas partes de la antigua Europa de los Habsburgo, el francés, superado por el alemán, ya no era siquiera la segunda lengua extranjera en las escuelas. La francofonía —la comunidad francoparlante mundial, implantada mayormente en antiguas colonias— seguía siendo un actor lingüístico en el escenario internacional; pero el declive del francés en territorio europeo era indiscutible y, probablemente, tampoco pudiera remontarse.

Las cosas habían cambiado hasta en la Comisión Europea, donde el francés había sido la lengua dominante en los primeros años y donde, por tanto, los burócratas francoparlantes tenían una considerable ventaja psicológica y práctica. Lo que ocasionó el cambio no fue tanto la incorporación del Reino Unido —todos los funcionarios de Londres hablaban francés con soltura— como la llegada de los escandinavos, que se comunicaban en inglés; la expansión de la comunidad de habla alemana (gracias a la unificación y a la entrada de Austria) y la perspectiva de que se sumaran más miembros del Este. A pesar del uso de traductores simultáneos (para cubrir las cuatrocientas veinte combinaciones lingüísticas posibles de los veinticinco miembros de la Unión), comunicarse en uno de los tres idiomas principales de la Unión Europea era indispensable para cualquiera que deseara ejercer una auténtica influencia en las políticas y en su puesta en práctica. Y ahora el francés estaba en minoría.

Sin embargo, a diferencia de las alemanas, las autoridades francesas no reaccionaban pasándose al inglés para garantizar resultados eficaces en cuestiones comerciales y políticas. Aunque cada vez había mas jóvenes franceses estudiando inglés y viajando al extranjero para utilizarlo, el estamento oficial se puso realmente a la defensiva: en parte, sin duda a causa de la incómoda coincidencia del declive del uso de la lengua francesa con la reducción del papel internacional del país, algo de lo que los británicos se habían librado porque los estadounidenses también hablaban inglés.

Al principio, los franceses reaccionaron ante los indicios de que su lengua perdía importancia recalcando que otros siguieran hablándola; como el presidente francés Georges Pompidou había señalado a comienzos de los setenta: «Si el francés dejara en algún momento de ser la principal lengua de trabajo de Europa, la propia Europa no sería del todo europea». Sin embargo, no tardó en quedar claro que ésta era una causa perdida y tanto los intelectuales como los políticos decidieron adoptar una mentalidad de asedio: si el francés ya no se hablaba fuera de las fronteras del país, entonces debía tener, por lo menos, el monopolio exclusivo dentro de éstas. Una petición firmada en julio de 1992 por doscientas cincuenta destacadas personalidades —entre ellas los escritores Régis Debray, Alain Finkielkraut, Jean Dutourd, Max Gallo y Philippe Sollers— exigía al Gobierno que impusiera por ley el uso exclusivo del francés, entre otros ámbitos, en las conferencias y reuniones celebradas en suelo galo y en las películas realizadas con financiación francesa. De no ser así, advertían, les angloglottes «harán que todos hablemos inglés o, más bien, americano».

Los gobiernos franceses de todas las tendencias políticas se mostraron encantados de responder a la solicitud, aunque sólo fuera pour le forme (para cumplir). «La batalla por el francés es indispensable —declaró la ministra socialista Catherine Tasca—. En las organizaciones internacionales, en las ciencias e incluso en los muros de nuestras ciudades». Dos años después, un ministro de Cultura conservador, Jacques Toubon, retomaba el asunto, y hacía explícito lo que Tasca no había precisado: que el objeto que motivaba la inquietud no era sólo el declive del francés, sino también, y principalmente, la hegemonía del inglés. Sería mejor si los franceses aprendían otra cosa, cualquier otra cosa: «¿Por qué —se preguntaba Toubon— deben nuestros hijos aprender un inglés empobrecido, algo a lo que en cualquier caso pueden acceder a cualquier edad, cuando lo que deberían tener es un conocimiento profundo del alemán, el español, el árabe, el japonés, el italiano, el portugués o el ruso?».

El blanco de Toubon —lo que desdeñosamente calificaba de «inglés mercantil», que estaba desplazando al francés («el capital principal, el símbolo de la dignidad del pueblo francés»— ya estaba saliendo de su campo de visión, incluso mientras él apuntaba. Intelectuales como Michel Serres podían manifestar su portentosa queja de que, durante la ocupación alemana, en las calles de París había menos calles con nombres germanos de las que había hoy día en inglés, pero a una generación joven, que se había criado con películas, programas de televisión, videojuegos, portales de Internet y música pop internacional —y que además hablaba un cambiante argot francés lleno de palabras y expresiones adaptadas del inglés— todo eso no le importaba en absoluto.

Una cosa era que hubiera leyes (más vulneradas que respetadas) que trataran de obligar a los franceses a hablarse los unos a los otros en francés, pero tratar de exigir a los extranjeros, ya fueran académicos, empresarios, analistas, abogados, arquitectos o cualquier otra cosa, que se expresaran en francés —o que lo comprendieran cuando otros lo hablaban— siempre que se reunieran en territorio galo sólo podía tener un resultado: que se llevaran sus negocios y sus ideas a otra parte. Al iniciarse el nuevo siglo la verdad había calado y la mayoría de las personalidades y políticos franceses (aunque desde luego no todos) se había resignado a la cruda realidad de la Europa del siglo XXI. Las nuevas élites europeas, dondequiera que estuvieran, no hablaban y no querían hablar francés: «Europa» ya no era un proyecto francés.

Para comprender qué clase de sitio era Europa a finales del segundo milenio resulta tentador rastrear, tal como hemos hecho, sus divisiones, fisuras y rupturas internas, que remiten, inevitablemente, al carácter profundamente cismático de la historia moderna del continente y a la innegable variedad que presenta el solapamiento de sus comunidades, identidades e historias. La concepción que tenían los europeos de sí mismos y de cómo vivían comprendía tanto lo que los unía como lo que los dividía: y ahora estaban más íntimamente unidos que nunca.

El mejor ejemplo de la «unión cada vez más estrecha» en la que los europeos se habían trabado —o, más exactamente, en la que sus ilustrados líderes políticos los habían metido— se encontraba en la red de comunicaciones cada vez más tupida a la que dio lugar. Las infraestructuras de transporte intraeuropeas —puentes, túneles, carreteras, vías férreas y líneas de transbordadores— se habían expandido hasta hacerse irreconocibles a lo largo de las últimas décadas del siglo. Ahora los europeos tenían la red de ferrocarriles más rápida y más segura del mundo (con la excepción de los británicos, justamente vilipendiados).

En un continente populoso, cuyas distancias relativamente cortas favorecían más el transporte por carretera que el aéreo, no era polémico destinar una constante inversión pública al ferrocarril. Los mismos países que se habían unido en Schengen ahora cooperaban —con un considerable respaldo de la Unión Europea— para mejorar el trazado de una extensa red de líneas de alta velocidad que iban desde Madrid y Roma hasta Ámsterdam y Hamburgo, con planes de expansión hacia el norte, hasta llegar a Escandinavia y hacia el este a través de Europa central, hasta regiones y países que quizá nunca contaran con trenes TGV, ICE o ES[10]. Los europeos podían viajar por todo el continente, no necesariamente a mucha mayor velocidad que un siglo antes, pero sí con muchos menos impedimentos.

Al igual que en el siglo XIX, en Europa la innovación ferroviaria se produjo a costa de las ciudades y provincias que, al no contar con este servicio, corrían el riesgo de perder mercados y población, y quedarse a la zaga de sus más afortunados competidores. Pero ahora también había una extensa red de carreteras rápidas y, salvo en la Unión Soviética, el sur de los Balcanes y las provincias más pobres de Polonia y Rumania, la mayoría de los europeos ya tenía acceso a un coche. Esos cambios, junto a los hidrofoils y las líneas aéreas desreguladas, hicieron posible que la gente viviera en una ciudad, trabajara en otra y fuera de compras a una tercera, no siempre por poco dinero, pero sí con una inusitada eficiencia. Por ejemplo, se hizo bastante habitual que las jóvenes familias europeas contemplaran la posibilidad, por ejemplo, de vivir en Malmö (Suecia) y trabajar en Copenhague (Dinamarca), o que fueran a trabajar todos los días desde Friburgo (Alemania) a Estrasburgo (Francia), incluso que cruzaran el mar para desplazarse desde Londres a Rotterdam, o desde Bratislava (Eslovaquia) hasta Viena (Austria), para revivir un trayecto habitual en la época de los Habsburgo. Surgía una Europa auténticamente integrada.

Los europeos, cada vez más nómadas, ahora se conocían mejor que nunca. Y podían viajar y comunicarse en igualdad de condiciones. Pero no hay duda de que algunos seguían siendo más iguales que otros. Dos siglos y medio después de que Voltaire señalara el contraste entre una Europa que «conoce» y una Europa que «espera que la conozcan», la diferencia seguía siendo muy importante. Tanto el poder como la prosperidad y las instituciones estaban arracimados en el extremo occidental del continente. La geografía moral de Europa —la Europa que había en la cabeza de los europeos— consistía en un núcleo de Estados «auténticamente» europeos (algunos, como Suecia, bastante periféricos desde el punto de vista geográfico), cuyos valores constitucionales, jurídicos y culturales se esgrimían como modelo para los europeos inferiores, aspirantes a serlo, que trataban, por así decirlo, de convertirse realmente en sí mismos[11].

En consecuencia, se esperaba que los europeos orientales tuvieran conocimientos de Occidente. Sin embargo, cuando el conocimiento fluía en dirección opuesta, no era siempre de forma muy halagüeña. No se trataba únicamente de que los empobrecidos europeos orientales y meridionales viajaran hacia el norte y el oeste para vender su mano de obra o su cuerpo. A finales de siglo, ciertas ciudades de Europa oriental, tras agotar su atractivo como redescubiertas avanzadillas de una Europa central perdida, habían comenzado a reubicarse en un rentable nicho del mercado como centros de vacaciones baratos y chabacanos para el turismo de masas y con poco nivel adquisitivo occidental. En concreto, Tallinn y Praga se granjearon una poco envidiable reputación como destino de «vuelos de hombres solos» británicos: paquetes turísticos de fin de semana a precios muy asequibles para varones ingleses en busca de alcohol en abundancia y sexo barato.

Agencias de viajes y operadores turísticos cuya clientela se habría conformado en su día con Blackpool o (más recientemente) Benidorm, ahora parecían absolutamente entusiasmados con los exóticos placeres que ofrecía el Este de Europa. Pero los ingleses, a su manera, también eran periféricos, lo cual explica que para muchos de ellos Europa siguiera siendo algo exótico. En 1991 el semanario de Sofía Kultura preguntó a los búlgaros a qué cultura extranjera se sentían más próximos: el 18 por ciento contestó que a la francesa; el 11 por ciento, a la alemana, y el 15 por ciento a la americana. Pero sólo el 1,3 por ciento reconoció sentir algún tipo de afinidad con la cultura inglesa.

El centro indiscutible de Europa, pese a todas sus tribulaciones posteriores a la unificación, seguía siendo Alemania: con mucho el mayor Estado de la Unión Europea en población y producción, era la médula misma de la «Europa nuclear», según todos los cancilleres germanos, desde Adenauer a Schröder, habían recalcado siempre que debía ser. Alemania era también el único país que había tenido un pie a cada lado de la antigua divisoria. Gracias a la unificación, la inmigración y la llegada del Gobierno federal, el área metropolitana de Berlín era ahora seis veces mayor que la de París: un símbolo de la categoría relativa de los dos miembros principales de la Unión. Alemania dominaba la economía europea. Era el principal socio comercial de los Estados miembros, dos tercios de los ingresos netos de la Unión procedían de la República Federal, y a pesar de ser sus principales pagadores —o quizá por ello— los alemanes seguían estando entre los ciudadanos más comprometidos con la Unión Europea. Los hombres de Estado alemanes proponían periódicamente la creación de una «vía rápida» para los países que aceptaran una Europa federal totalmente integrada, aunque fuera para retirarse con frustración no disimulada ante las largas que les daban sus socios.

Si Alemania —redundando un poco más en la imagen volteriana— era el país que mejor «conocía» Europa, era normal que a comienzos del siglo XXI otros dos antiguos Imperios trataran con insistencia que Europa los «conociera». En su momento, Rusia y Turquía, al igual que Alemania, habían jugado un papel imperial en el continente. Además, muchos rusos y turcos habían compartido la incómoda suerte de las comunidades germanas de Europa, y como ellos habían sido desplazados de un poder autocrático, relegados al papel de minorías vulnerables y objeto de recelo en Estados nación ajenos, un reflujo sobrante de imperios en retirada. A finales de los noventa se calculaba que más de cien millones de rusos vivían fuera de Rusia en los países independientes de Europa oriental[12].

Pero aquí terminaba el parecido. La Rusia postsoviética era más un imperio eurasiático que un Estado europeo. Preocupada con las violentas rebeliones del Cáucaso, quedaba separada del resto de Europa por los nuevos Estados tapón de Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, y también por su política interna, cada vez más autoritaria. Nunca se planteó que pudiera entrar en la Unión Europea: como hemos visto, a los nuevos socios se les exigía que respetaran los «valores europeos» —en lo tocante al imperio de la ley, los derechos y libertades ciudadanas y la transparencia institucional— que el Moscú de Vladímir Putin estaba muy lejos de reconocer, y mucho menos de aplicar[13]. En cualquier caso, las autoridades rusas tenían más interés en construir oleoductos y en vender gas a la Unión Europea que en entrar en ella. Muchos rusos, entre ellos los que vivían en ciudades occidentales, no se consideraban instintivamente europeos: cuando viajaban a Occidente hablaban (como los ingleses) de «ir a Europa».

No obstante, en la práctica, Rusia había sido una potencia europea durante trescientos años y el legado se mantenía. Había empresarios rusos que pretendían absorber bancos letones. Un presidente lituano, Rolandas Paksas, se vio obligado a abandonar el poder en 2003 ante las sospechas de que tenía relaciones estrechas con la mafia rusa. Moscú conservaba el enclave ruso de Kaliningrado y seguía exigiendo que las mercancías y los convoys militares rusos pudieran circular sin restricciones a través de Lituania, y también que los ciudadanos rusos de visita en la Unión Europea no estuvieran obligados a solicitar visado. El dinero blanqueado procedente de las actividades empresariales de los oligarcas rusos se canalizaba a través del mercado inmobiliario de Londres y la Riviera francesa.

Por lo tanto, a corto plazo, Rusia era una presencia claramente incómoda en el margen exterior de Europa. Pero no una amenaza. Aparte de eso, el ejército ruso estaba ocupado y, en cualquier caso, se encontraba en una situación ruinosa. La salud de la población rusa era objeto de una gran preocupación, aunque, en líneas generales, sólo para los propios rusos: la esperanza de vida, sobre todo de los hombres, estaba cayendo precipitadamente y los organismos internacionales llevaban ya tiempo advirtiendo de que en el país estaba rebrotando la tuberculosis y que el sida estaba a punto de convertirse en una epidemia. En el futuro más inmediato no había duda de que Rusia estaría ocupada en sus propios asuntos.

A la larga, simplemente su proximidad, su enorme tamaño y sus reservas de combustible fósil (sin parangón) debían proyectar inevitablemente una sombra sobre el futuro de un continente europeo escaso en fuentes de energía. Ya en 2004, la mitad del gas natural de Polonia y el 95 por ciento de su petróleo procedían de Rusia. Pero, entre tanto, lo que las autoridades rusas y sus habitantes buscaban en Europa era «respeto». Moscú quería una participación más estrecha en el proceso de toma decisiones intraeuropeo, ya fuera en la OTAN, en la gestión de los acuerdos de los Balcanes o en los pactos comerciales (tanto en los bilaterales como en los alcanzados en la Organización Mundial del Comercio): no porque las decisiones tomadas en ausencia de Rusia fueran necesariamente perjudiciales para sus intereses, sino por una cuestión de principios.

Para muchos observadores, la historia europea había vuelto al punto de partida. En el siglo XXI se repetía la situación del XVIII: Rusia estaba en Europa y fuera de ella, era tanto la nation d’Europe de Montesquieu como el «desierto escita» de Gibbon. Para los rusos, Occidente seguía siendo lo que había sido durante siglos, un contradictorio objeto de atracción y repulsión, de admiración y de resentimiento. Tanto sus gobernantes como el pueblo continuaban siendo enormemente sensibles a la opinión exterior, al tiempo que mostraban un profundo recelo ante cualquier crítica o injerencia extranjera. La historia y la geografía habían legado a Europa un vecino al que no podía ni pasar por alto ni incorporar.

Lo mismo podría haberse dicho en su momento de Turquía. Durante casi seiscientos años los turcos otomanos habían sido el «otro» para Europa, sustituyendo a los árabes, que habían asumido ese papel durante el medio milenio anterior. Durante muchos siglos, «Europa» comenzaba donde terminaban los turcos (razón por la cual a Cioran le deprimía tanto que le recordaran los largos años de dominio otomano sobre Rumania), y era un tópico decir que la Europa cristiana había sido «salvada» de las fauces del islam turco —ya fuera a las puertas de Viena, de Budapest o, en 1571, en la batalla de Lepanto—. Desde mediado el siglo XVIII, cuando Turquía mostró síntomas de decadencia, la «cuestión oriental» —cómo enfrentarse al declive del Imperio Otomano y qué hacer con los territorios que ahora abandonaban tras siglos de dominación turca— fue el desafío más acuciante para los diplomáticos europeos.

La derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial, el derrocamiento de los otomanos y su sustitución por el Estado ostentosamente laico y modernizador de Kemal Atatürk habían sacado la cuestión oriental de la agenda europea. Los turcos, gobernados ahora desde Ankara, tenían problemas propios suficientes, y aunque su desalojo de los Balcanes y del Oriente Próximo árabe había dejado tras de sí una enmarañada red de conflictos y opciones, con trascendentales consecuencias a largo plazo para Europa y para el mundo, los propios turcos ya no eran parte del problema. Si no hubiera sido por su situación estratégica, en plena vía de acceso al mar Mediterráneo para la Unión Soviética, el país podría haber desaparecido por completo de la conciencia europea.

Sin embargo, durante toda la Guerra Fría, Ankara se convirtió en un sumiso participante de la alianza occidental, con la aportación a la OTAN un contingente bastante nutrido. En Turquía se instalaron misiles y bases estadounidenses dentro del cordón sanitario que rodeaba las fronteras soviéticas desde el Báltico al Pacífico, y los gobiernos occidentales no sólo le proporcionaron copiosas sumas en concepto de ayuda, sino que contemplaron con benevolencia y escasas críticas sus inestables regímenes dictatoriales —con frecuencia surgidos de golpes militares— y su incontrolada represión de los derechos de las minorías (sobre todo de los kurdos, un quinto del conjunto de la población, situados en el extremo oriental del país). Entre tanto, los «trabajadores invitados» turcos, al igual que los demás excedentes de población rural de la cuenca mediterránea, emigraban en grandes cantidades a Alemania y a otros territorios de Europa occidental en busca de trabajo.

Pero el legado otomano volvería a rondar a la nueva Europa. Con el fin de la Guerra Fría, la singular ubicación de Turquía cobró otro tipo de importancia. El país ya no era ni una avanzadilla fronteriza ni un Estado barrera en una confrontación geopolítica internacional, sino que constituía un conducto, atrapado entre Europa y Asia, con vínculos y afinidades en ambos lados. Aunque formalmente Turquía era una República laica, gran parte de sus setenta millones de ciudadanos eran musulmanes. Entre los mayores, muchos turcos no eran especialmente ortodoxos, pero con el auge del islam radical cada vez había más temor a que ni siquiera el Estado secular que tan despiadadamente había impuesto Atatürk fuera invulnerable a una nueva generación que se rebelara contra sus secularizados padres y buscara raíces en el antiguo legado del islam otomano.

Por su parte, la zona europea de Estambul acogía a la inmensa mayoría de las élites profesionales y empresariales más preparadas, que se identificaban tremendamente con la forma de vestir, la cultura y las prácticas de Occidente. Al igual que otros europeos orientales con ambición, veían Europa —sus valores, instituciones, mercados y carreras— como el único futuro posible para ellos y para un país como el suyo, de ambigua ubicación. Su objetivo era claro: escapar de la historia hacia «Europa». Además, lo compartían con el cuerpo de oficiales, tradicionalmente influyente, que se identificaba de modo incondicional con el Estado secular soñado por Atatürk y que manifestaba abiertamente la irritación que le producía la islamización que iba calando en la vida pública turca.

Sin embargo, Europa, o por lo menos Bruselas, se mostraba bastante más que dubitativa: durante muchos años no se dio curso a la solicitud de ingreso de Turquía en la Unión Europea. Había buenas razones para la cautela: las prisiones de Turquía, el trato que daba a los opositores internos y las deficiencias de su legislación en materia ciudadana y económica sólo eran algunos de los muchos problemas que tendría que abordar el país antes de poder albergar esperanzas de ir más allá de una relación estrictamente comercial con sus socios europeos. Destacados comisarios de la Unión Europea, como el austriaco Franz Fischler, ventilaban abiertamente sus dudas sobre el hecho de que el país tuviera desde hacía tiempo credenciales democráticas. Además, existían dificultades prácticas: como Estado miembro, Turquía sería, después de Alemania, el país más grande de la Unión, así como el más pobre: la brecha existente entre su próspero extremo occidental y la extensa y empobrecida zona oriental era enorme y, si tenían esa oportunidad, millones de turcos podrían emprender camino hacia el Oeste, hacia Europa, en busca de un sueldo con el que vivir. La Unión Europea no podía dejar de considerar las posibles consecuencias en materia de política de inmigración nacional y presupuestarias.

Pero no eran éstos los auténticos impedimentos[14]. Si Turquía entraba en la Unión Europea, ésta tendría fronteras externas con Georgia, Armenia, Irán, Irak y Siria. Era legítimo preguntarse si tenía o no sentido llevar «Europa» hasta poco más de ciento cincuenta kilómetros de Mosul; dadas las circunstancias del momento, no había duda de que esto ponía en peligro su seguridad. Además, cuanto más prolongara Europa sus fronteras, más sentirían muchos —entre ellos los redactores del documento constitucional de 2004— que la Unión debía manifestar claramente qué definía la casa común. A su vez, esto indujo a varios políticos de Polonia, Lituania, Eslovaquia y otros países —por no hablar del Papa polaco de Roma— a tratar sin éxito de insertar en el preámbulo de un nuevo texto constitucional un recordatorio sobre el pasado cristiano de Europa. ¿Acaso Václav Havel, en un discurso pronunciado en Estrasburgo en 1994, no recordó al público que «la Unión Europea se basaba en un gran conjunto de valores, con raíces en la Antigüedad y en el cristianismo»?

Al margen de qué otras cosas fueran, no había duda de que los turcos no eran cristianos. La ironía era que precisamente por esa razón —que no pudieran definirse a sí mismos como cristianos, o como «judeocristianos»— los turcos aspirantes a europeos eran todavía más proclives que otros europeos a recalcar las dimensiones secular, tolerante y liberal de la identidad del continente[15]. También trataban, y cada vez con más urgencia, de utilizar los valores y normas europeos como resorte contra las influencias reaccionarias que sufría la vida pública turca: un objetivo que los propios Estados miembros de Europa llevaban alentando mucho tiempo.

Pero aunque en 2003 el Parlamento turco retirara finalmente, a instancias europeas, muchas arraigadas restricciones que pesaban sobre la vida cultural y la expresión política de los kurdos, el prolongado vals de las dudas interpretado en Bruselas por gobiernos y funcionarios había comenzado a imponer su precio. Quienes en Turquía criticaban la entrada en la Unión Europea apuntaban con insistencia la humillación que sufría una nación en su día imperial, ahora reducida a la categoría de suplicante que, ante la puerta europea, solicitaba de mala manera apoyos de naciones antes sometidas por ella. Además, el aumento constante del sentimiento religioso en el país no sólo condujo a la victoria electoral del islamismo moderado turco, sino que animó al Parlamento nacional a debatir una moción para volver a convertir en delito el adulterio.

Respondiendo a las explícitas advertencias de Bruselas, en el sentido de que esto podría poner definitivamente en peligro la entrada de Ankara, la moción se abandonó y en diciembre de 2004 la Unión Europea aceptó por fin iniciar conversaciones para negociar las condiciones de acceso de Turquía. Pero el daño estaba hecho. Los enemigos de la entrada turca —y había muchos, tanto en Alemania como en Francia, y, más cerca, en Grecia o Bulgaria— podían esgrimir una vez más la falta de idoneidad del país[16]. En 2004, al retirarse, el comisario holandés de la Unión Europea Frits Bolkestein previno de la próxima «islamización» de Europa. Las posibilidades de que las negociaciones avanzaran sin sobresaltos disminuyeron aún más: Günter Verheugen, comisario de la Unión Europea para la Ampliación, reconoció que no esperaba que Turquía se convirtiera en miembro de la Unión «antes de 2015». Entre tanto, el engranaje que marcaba el coste que suponía —para el orgullo turco y para la estabilidad política del extremo más vulnerable de Europa— el rechazo futuro o la posibilidad de más retrasos, avanzó otro diente. La cuestión oriental se planteaba de nuevo.

Resultaba irónico que la historia hubiera tenido tanto peso sobre los asuntos europeos a comienzos del siglo XXI, si se pensaba con cuánta ligereza reposaba sobre los hombros de los europeos del momento. El problema no era tanto de educación —la enseñanza o mala enseñanza de la historia en las escuelas, aunque en ciertas partes del sur de Europa esto fuera también motivo de preocupación— como de la utilización pública que se daba ahora al pasado. Evidentemente, en las sociedades autoritarias este uso tenía una larga historia; pero Europa, por su propia definición, era post-autoritaria. Los gobiernos ya no ejercían el monopolio del conocimiento y la historia ya no podía alterarse fácilmente con fines políticos.

En general, tampoco se hacía. En Europa, la amenaza de la historia no surgía de una deliberada distorsión del pasado para fines falaces, sino de la nostalgia, algo que inicialmente podría haber parecido un apéndice natural del conocimiento histórico. Las últimas décadas del siglo habían registrado una escalada en la fascinación pública por el pasado como artefacto distanciado que no encerraba recuerdos recientes, sino perdidos: la historia no tanto como fuente de conocimiento para el presente, sino como ilustración de lo distintas que habían sido las cosas. La historia televisiva, narrada o interpretada, la historia en los parques temáticos, o la historia en los museos no subrayaba lo que unía a la gente con el pasado, sino todo lo que la separaba de él. El presente no se reflejaba como un heredero de la historia sino como un huérfano de la misma, arrancado de las cosas, tal como eran antes, y del mundo que habíamos perdido.

En Europa oriental, la nostalgia se alimentaba directamente del pesar generado por la pérdida de las certezas del comunismo, ahora purgado de su lado más oscuro. En 2003 el Museo de Artes Decorativas de Praga organizó una exposición de «indumentaria prerrevolucionaria»: botas, ropa interior, vestidos y otras prendas de un mundo que, a pesar de haber acabado sólo catorce años atrás, se había convertido ya en objeto de distante fascinación. La exposición atrajo a mucha gente mayor para la que la uniformidad gris de los artículos de mala factura que se mostraban debía de constituir un recuerdo reciente. Y, sin embargo, la respuesta de los visitantes sugería cierto grado de afecto e incluso de pesar que sorprendió bastante a los organizadores.

El sentimiento de Ostalgie, como se conocía en Alemania, bebía de las mismas fuentes que el recuerdo olvidadizo. Si se tiene en cuenta que la República Democrática, adaptando la descripción que hizo Mirabeau de la Prusia de los Hohenzollern, era poco más que un servicio de seguridad con un Estado, en el fulgor de la evocación demostró una notable capacidad para suscitar simpatía e incluso nostalgia. Mientras los checos admiraban su antigua vestimenta, los alemanes acudían masivamente a ver Goodbye Lenin: una película cuya supuesta mofa de la escasez, los dogmas y el despropósito general de la vida en la época de Erich Honecker se compensaba deliberadamente con cierta simpatía por el asunto y una actitud algo más que ligeramente ambigua respecto a su súbita pérdida.

Pero los alemanes y los checos, al igual que otros centroeuropeos, habían tenido demasiadas experiencias de reanudaciones súbitas y traumáticas. Su nostalgia selectiva por lo que fuera que pudiera recuperarse entre los desechos del pasado perdido tenía mucho sentido: no fue casual que cada episodio de la serie Heimat: Eine Deutsche Chronik, de Edgar Reitz, contara con un promedio de nueve millones de espectadores cuando se televisó en 1984. Pero no se explica tan fácilmente la obsesión por la nostalgia que recorrió el resto de Europa occidental en los últimos años del viejo siglo, que dio lugar a industrias de la memoria, monumentos, reconstrucciones, recreaciones y renovaciones.

Evidentemente, lo que el historiador Eric Hobsbawm describió en 1995 como «la gran era de la mitología histórica» no carecía de precedentes. El propio Hobsbawm había escrito con brillantez sobre la «invención de la tradición» en la Europa del siglo XIX, en los albores de la era del nacionalismo, sobre esa especie de sucedáneo de cultura tachado por Edwin Muir (al escribir sobre Burns y Scott en «Scotland 1941», 1936) de «parodia de bardos para una parodia de nación». Pero la creativa reformulación del pasado nacional elaborada en Francia y el Reino Unido a finales del siglo XX era algo completamente distinto.

No por casualidad, donde más se elaboró la historia como nostalgia fue precisamente en esos dos ámbitos nacionales. Ambos países, después de entrar en el siglo pasado como orgullosas potencias imperiales, se habían visto privados de territorios y recursos por la guerra y la descolonización. La confianza y la seguridad de haber sido metrópolis fueron sustituidas por recuerdos incómodos e inciertas perspectivas de futuro. Antes estaba muy claro lo que era ser francés o británico, pero ya no. La alternativa, convertirse con entusiasmo en «europeo», era mucho más fácil en países como Bélgica o Portugal, o en lugares, como Italia o España, donde lo mejor era dejar en sombras el pasado nacional reciente[17]. Sin embargo, para naciones que aún podían recordar haberse criado con grandeza y gloria, «Europa» siempre supondría una incómoda transición: una cesión, no una elección.

Desde el punto de vista institucional, el giro británico hacia la nostalgia comenzó casi inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el ministro laborista Hugh Dalton instituyó el Fondo Nacional para la Tierra, destinado a adquirir para la nación lugares y edificios de «belleza e historia», que serían administrados por un Fondo Nacional (National Trust, NT). En el curso de una generación las propiedades del Fondo Nacional —parques, castillos, palacios y «áreas de extraordinaria belleza natural»— se habían convertido en destacadas atracciones turísticas: algunas de ellas ocupadas aún por sus propietarios originales, que habían donado sus reliquias a la nación a cambio de considerables exenciones fiscales.

Desde los cincuenta hasta los setenta una tranquilizadora versión del pasado reciente salió una y otra vez a la luz en forma de películas bélicas, dramas e indumentaria de época: el reciclado de la moda eduardiana, que iba desde los teddy boys hasta diversos tipos de barba, fue un rasgo singular de esta tendencia, que en 1977 culminó, entre fiestas callejeras, exposiciones fotográficas e invocaciones en todo el país a los viejos y buenos tiempos, con una conmemoración, afectadamente «retro» y nostálgica, del jubileo de plata de la reina. Sin embargo, después de la revolución thatcheriana de los ochenta se perdió hasta este elemento de continuidad. A lo largo de esa década el Reino Unido —más precisamente Inglaterra—, que podía sentir cierto fulgor cálido de reconocimiento al remontarse a los años cuarenta o incluso a 1913, prácticamente había desaparecido.

En su lugar surgió un país incapaz de relacionarse con su pasado inmediato, salvo mediante la ironía involuntaria de la negación o a través de una especie de «patrimonio» desinfectado e incorpóreo. La negación aparecía claramente en las inseguridades de la vieja clase docente de Oxford y Cambridge, que, durante la nueva atmósfera de oportunismo igualitarista de la era Blair, sufrió la humillación de verse obligada a insistir en su «antielitismo», o en el grotesco menosprecio por sí mismas que exhibieron instituciones culturales como el Victoria and Albert Museum de Londres, al que durante los noventa no le quedó más remedio que promocionarse como un «selecto café» con un bonito museo anexo.

En cuanto al patrimonio nacional, se transformó, abiertamente, en una propuesta empresarial: en una industria promovida y financiada por un nuevo Departamento de Patrimonio Nacional del Gobierno. Fundado en 1992 por el Ejecutivo conservador, pero siguiendo un proyecto esbozado originalmente por los laboristas, en los posteriores gobiernos del nuevo laborismo de Tony Blair, el nuevo Ministerio fue absorbido por otro que ostentaba el revelador nombre de Departamento de Cultura, Medios de Comunicación y Deportes. Ese ecuménico contexto es importante: el patrimonio no era el proyecto de un partido político. El pasado no fue maltratado ni explotado; fue desinfectado y dotado de un rostro amable.

Un buen ejemplo fue Barnsley, una localidad situada en la zona minera ya difunta de South Yorkshire. El enclave, que en su día había sido un importante centro de extracción, se transformó tras la era thatcheriana hasta hacerse irreconocible. El centro de la localidad fue destripado y su núcleo cívico destrozado y sustituido por chabacanas galerías comerciales revestidas de aparcamientos de cemento. Lo único que quedó fue el ayuntamiento y un puñado de inmuebles aledaños, reliquias arquitectónicas de la gloria municipal del Barnsley decimonónico, a las que los visitantes eran conducidos a través de «pintorescos» carteles que imitaban los antiguos. Entre tanto, los puestos de libros del mercado del pueblo se habían especializado en vender nostalgia local a los propios residentes de la zona (Barnsley no figuraba en ninguna ruta turística): fotos en sepia, grabados y libros con títulos como Los años dorados de Barnsley o Recuerdos de la antigua Doncaster (una localidad vecina), que recordaban un mundo perdido hacía muy poco tiempo y ya medio olvidado.

A pocos kilómetros de Barnsley, cerca del pueblo de Orgreave, la batalla de Orgreave se reprodujo para la televisión en 2001. El enfrentamiento registrado allí en junio de 1984 entre mineros huelguistas y policías fue el choque más violento y desesperado de los que caracterizaron la lucha de Margaret Thatcher contra el Sindicato Nacional de Mineros ese mismo año. Muchos de sus trabajadores seguían en paro desde entonces, y algunos de ellos participaron, a cambio de dinero, en la representación, vestidos con la pertinente vestimenta de «época». La interpretación de batallas famosas era un pasatiempo tradicional en Inglaterra. Pero el hecho de que Orgreave experimentara un tratamiento «patrimonial» ponía de manifiesto el acelerado proceso de «historificación» que estaba en marcha. Después de todo, a los ingleses les costó trescientos años llegar a representar la batalla de Naseby, de la guerra civil, que tenía lugar a unas dos horas de viaje hacia el sur; la de Orgreave sólo tardó diecisiete años en retransmitirse por la televisión.

La localidad de Barnsley tenía un importante papel en The Road to Wigan Pier (El camino de Wigan Pier), de George Orwell, inolvidable obra en la que el autor escribió sobre la tragedia que supuso el desempleo en el periodo de entreguerras para la clase obrera industrial británica. Setenta años después, en Wigan no sólo había un embarcadero (ya se sabe que Orwell recalcó que no lo había), sino un cartel en la autopista cercana que animaba a la gente a visitarlo. Cerca del canal, ahora bien limpio, se había construido un museo estilo «tal como éramos» y también The Orwell at Wigan Pier, un típico pub moderno que vende hamburguesas y patatas fritas. Estaba claro que las temibles barriadas pobres descritas por Orwell habían desaparecido no sólo del paisaje, sino de la memoria local: Recuerdos de Wigan 1930-1970, una guía vendida en el museo, muestra bonitas fotos en sepia de recatadas dependientas y de pintorescas y olvidadas tiendas. Pero ni una palabra sobre los pozos y los trabajadores cuyas penalidades atrajeron a Orwell a la localidad y que dieron a Wigan su dudosa fama.

No sólo se sometió el norte de Inglaterra a la terapia patrimonial. En la zona oeste de las Midlands, la región de la cerámica, se animaba a los turistas y escolares a conocer cómo había elaborado Josiah Wedgwood, un fabricante de cerámicas del siglo XVIII, sus famosos productos. Pero en vano buscarían indicios de cómo vivían los trabajadores del sector o de por qué se llamaba a la zona el Black Country (Orwell describía que incluso la nieve se volvía negra por el humo que escupían un centenar de chimeneas). Y estos ejemplos, en los que las cosas tal como deberían haber sido sustituían a la realidad pasada (o actual), podrían multiplicarse por cien.

Así, aunque la situación real de los ferrocarriles del momento era un reconocido escándalo nacional, el Reino Unido del año 2000 tenía más ferrocarriles a vapor y más museos sobre este tipo de transporte que todo el resto de Europa unida: había ciento veinte; noventa y uno sólo en Inglaterra. Gran parte de los trenes no llevan a ninguna parte e incluso los que lo hacen entretejen la realidad y la fantasía con cierta maravillosa despreocupación: a los visitantes veraniegos de la zona de West Riding, en Yorkshire, se les invita a montarse en Thomas the Tank Engine (la Locomotora Thomas) y recorrer la línea Keighley-Haworth para visitar la casa del párroco Brontë.

En consecuencia, en la Inglaterra del siglo XXI la historia y la ficción se funden a la perfección. Oficialmente, la industria, la pobreza y los conflictos de clase se han olvidado y cubierto de grava. Los contrastes sociales profundos se niegan o igualan. E incluso el pasado más reciente y polémico se presenta únicamente en plásticas y nostálgicas reproducciones. Esta expurgación de la memoria, que afecta a todo el país, fue el logro principal de su nueva élite política. Siguiendo la estela de Thatcher, el nuevo laborismo consiguió librarse del pasado; y, como tenía que ser, la boyante industria del patrimonio inglesa lo ha sustituido por «el Pasado».

La capacidad de los ingleses para plantar y cuidar un jardín del olvido con el que recordar amablemente el pasado, negándolo enérgicamente, no tiene parangón. En Francia, la obsesión con el legado nacional —le patrimoine—, por otra parte comparable, adoptó una forma diferente. Aquí, la fascinación por la identificación y preservación de objetos y lugares valiosos del pasado nacional se remontaba a muchas décadas atrás. Comenzó en el periodo de entreguerras con exposiciones agrarias que ya mostraban la nostalgia por el mundo perdido anterior a 1914, y se aceleró cuando el régimen de Vichy tomó medidas para sustituir el incómodo presente urbano por un idealizado pasado rural.

Después de la guerra, durante la Cuarta y la Quinta República, el Estado destinó gran cantidad de dinero a la preservación nacional y regional, acumulando un patrimoine culturel proyectado como una especie de pedagogía tangible: un recordatorio congelado contemporáneo (tras un penoso y turbulento siglo) del singular pasado del país. Pero en las últimas décadas del siglo, Francia —la de los presidentes Mitterrand y Chirac— ha cambiado hasta hacerse irreconocible. Ahora, lo que suscitaba comentarios no es la continuidad con las glorias —o tragedias— pasadas, sino la discontinuidad a ese respecto. El pasado —el revolucionario, el campesino, el lingüístico, pero, sobre todo, el reciente, desde Vichy a Argelia— apenas servía de guía para el futuro. La historia de Francia, en su día de una pieza, abrumada por la transformación demográfica y por dos generaciones de movilidad sociogeográfica, parecía que iba a desaparecer por completo de la memoria de la nación.

La inquietud ante la pérdida tuvo dos efectos. Uno fue el incremento del abanico de patrimoines oficiales, del corpus de monumentos y objetos a los que públicamente otorgaba este sello la autoridad del Estado. En 1988, a instancias de Jack Lang, ministro de Cultura de Mitterrand, la lista de elementos oficialmente protegidos —anteriormente limitado a reliquias tipo UNESCO como el Pont du Gard, cerca de Nimes, o las murallas de Felipe el Atrevido, en Aigues Mortes— se amplió de forma espectacular.

Es sintomático del enfoque adoptado por Lang y sus sucesores el hecho de que entre los nuevos «lugares de patrimonio» de Francia se encontrara la decrépita fachada del Hotel du Nord, del Quai de Jemappes parisino: un homenaje manifiestamente romántico al clásico film, de título homónimo, realizado por Marcel Carné en 1938. Pero la película de Carné se rodó totalmente en un estudio. De manera que la conservación de un edificio (o más bien de su fachada) que ni siquiera había llegado a aparecer en la cinta, podría considerarse —según el gusto— o bien como un sutil ejercicio de ironía postmoderna o bien como una muestra del carácter inevitablemente falaz de cualquier recuerdo sometido de ese modo a la taxidermia oficial.

Por su parte, la característica aportación de Mitterrand al patrimonio nacional no se basó tanto en la preservación o la clasificación como en la fabricación en tiempo real. Desde Luis XIV, ningún gobernante francés había marcado su reinado con tal profusión de edificios y ceremonias. Los catorce años que duró la presidencia de Mitterrand no sólo se caracterizaron por una constante acumulación de museos, monumentos, inauguraciones solemnes, inhumaciones y reinhumaciones, sino por hercúleas iniciativas destinadas a garantizar el lugar del propio presidente en el patrimonio del país: desde el atroz Gran Arco de la Défense, al oeste de París, hasta la controvertida nueva Biblioteca Nacional de la rivera sur del Sena, pasando por la garbosa pirámide del Louvre y el agresivo modernismo de la Opera de la Bastilla.

Al mismo tiempo que Mitterrand se entregaba al monumentalismo lapidario, inscribiéndose literalmente en la memoria física de la nación, la lacerante sensación de que ésta estaba perdiendo el contacto con sus raíces llevó a un destacado historiador parisino, Pierre Nora, a editar Les Lieux de mémoire (Los lugares de la memoria), una obra colectiva de cinco mil seiscientas páginas que, dividida en tres partes, se publicó en siete volúmenes entre 1984 y 1992, con la intención de identificar y explicar los lugares y ámbitos de la memoria, antes compartida, de Francia: los nombres y los conceptos, los lugares y la gente, los proyectos y los símbolos que son —o eran— Francia, desde las catedrales a la gastronomía, desde la tierra al idioma, desde la planificación urbana al mapa de Francia en la mente de los franceses.

Ninguna otra publicación de esa índole se ha concebido en ninguna otra nación, y resulta difícil imaginar cómo podría hacerse, porque Les Lieux de mémoire de Nora capta tanto la asombrosa confianza de la identidad colectiva francesa —la incuestionable presunción de que ochocientos años de historia nacional han legado a Francia una singularidad y un patrimonio común que, de este modo, se ofrecen para su representación nemónica— como la inquietud, que el editor deja clara en su introducción, de que esos símbolos colectivos y corrientes de un pasado compartido estaban a punto de perderse para siempre.

Ésta es una manifestación de la nostalgia como Angst: el miedo a que algún día —bastante pronto— los paneles de información color terroso que se arraciman a lo largo de las autoroutes francesas, de magnífica ingeniería e impecable disposición, dejen de tener significado para los propios franceses. ¿Qué función tendría entonces aludir —primero en forma de símbolo, después, un poco más adelante, con su propio nombre— a la catedral de Reims, al anfiteatro de Nimes, a los viñedos de Clos de Vougeot, al Mont Ste Victoire o a la batalla de Verdún si la alusión no significara nada? ;Qué quedará de Francia si el viajero ocasional que se tope con esos nombres ha perdido el contacto con las memorias que pretenden evocar y los sentimientos que tratan de suscitar?

En Inglaterra, la industria del patrimonio sugiere una obsesión por las cosas, tal como no fueron: por cultivar, por así decirlo, una auténtica nostalgia por un pasado de pega. Por el contrario, la fascinación francesa por su patrimonio espiritual tiene cierto grado de autenticidad cultural. «Francia» siempre se ha presentado en forma alegórica: fijémonos en las diversas manifestaciones y encarnaciones de Marianne, la República. De manera que encajaba perfectamente que la pena por no tener ya las llaves que daban acceso al carácter francés perdido se centrara en un auténtico cuerpo simbólico, físico o intelectual. Ese corpus «es» Francia. Si se pierde o ya no se comparte, Francia ya no puede ser ella misma: en el sentido en que Charles de Gaulle señalaba al declarar que «Francia no puede ser Francia sin gloria».

Esos presupuestos los compartían políticos, intelectuales y gente de todas las tendencias políticas: razón por la cual Les Lieux de mémoire tuvo tanto éxito, al encerrar, para decenas de miles de lectores, un carácter francés evanescente que ya se estaba escapando de la vida cotidiana francesa. En consecuencia, resulta muy revelador que mientras que el cristianismo —sus ideas, edificios, prácticas y símbolos— ocupa un lugar destacado en los tomos de Nora, no haya sino un breve capítulo sobre los judíos —sobre todo como sujetos de asimilación, exclusión o persecución— y ninguna entrada sobre los musulmanes.

No fue un descuido. En el palacio de la memoria francés no había ningún rincón para el islam y habría ido en contra del propósito de la empresa crear uno a posteriori. No obstante, la omisión ponía de manifiesto el problema que Francia, al igual que sus vecinos, iba a tener para aceptar en su seno a millones de nuevos europeos. De los ciento cinco miembros de la Convención Europea encargados de redactar una Constitución, ninguno tenía orígenes no europeos. Al igual que el resto de la élite política del continente, desde Portugal a Polonia, representaban sobre todo a la Europa blanca y cristiana.

O, más precisamente, a la Europa antes cristiana. Aunque dentro del continente seguía habiendo múltiples variantes de cristianismo —desde los uniatas ucranianos a los metodistas galeses, pasando por los católicos griegos de Transcarpatia y los luteranos noruegos— el número de cristianos que realmente practicaba su fe no dejaba de menguar. En España, que todavía se vanagloriaba de tener novecientos conventos y monasterios a finales del siglo XX —el 60 por ciento del total mundial— la práctica religiosa se reducía y se correspondía excesivamente con el aislamiento, la edad avanzada y el retraso rural. En Francia sólo uno de cada siete adultos reconocía acudir a la iglesia y, en cualquier caso, sólo lo hacía como media una vez al mes. En Escandinavia y el Reino Unido las cifras eran aún más bajas. El cristianismo estaba declinando hasta en Polonia, donde la ciudadanía cada vez hacía más oídos sordos a las prédicas morales de la en su día poderosa jerarquía católica. En el cambio de siglo, bastante más de la mitad de los polacos (y una mayoría mucho mayor de los menores de treinta años) era partidaria de la legalización del aborto.

Por el contrario, el atractivo del islam se expandía: sobre todo entre los jóvenes, para los que aumentaba su utilidad como fuente de identidad comunitaria y de orgullo colectivo en países donde los ciudadanos de origen árabe, turco o africano seguían siendo en gran medida tratados como «extranjeros». Mientras que sus padres y abuelos habían hecho esfuerzos ingentes por integrarse y asimilarse, ahora los jóvenes de ambos sexos de Amberes, Marsella o Leicester se reconocían vehementemente tanto con su lugar natal —Bélgica, Francia o el Reino Unido— como con la religión y la región de sus raíces familiares. En concreto, las muchachas comenzaron a llevar ropas y símbolos religiosos, a veces bajo la presión familiar, pero a menudo para rebelarse contra los compromisos de sus mayores.

Como hemos visto, la reacción de las autoridades varió en cierto modo siguiendo las tradiciones y circunstancias locales: sólo la Asamblea Nacional Francesa, en un recto ataque de republicanismo radical, optó, por 494 votos a favor frente a 36 en contra, por prohibir la presencia de todo símbolo religioso en las escuelas públicas. Pero la iniciativa, impuesta en febrero de 2004 y dirigida contra le voile —el velo de las jóvenes musulmanas practicantes— debe interpretarse dentro de un contexto más amplio y perturbador. En muchos lugares, los prejuicios raciales estaban siendo aprovechados políticamente por la extrema derecha, y el antisemitismo, por primera vez en cuarenta años, aumentaba en Europa.

Al otro lado del Atlántico, donde se convirtió en elemento primordial de los discursos de políticos eurófobos y expertos neoconservadores, el antisemitismo de Francia, Bélgica o Alemania se identificó inmediatamente con un retorno del pasado oscuro del continente. El influyente columnista George Will, en un artículo publicado en el Washington Post en mayo de 2002, llegó a calificar el recrudecimiento del sentimiento antijudío en Europa como «la segunda —¿y definitiva?— fase en la lucha por una «solución final para la cuestión judía». El embajador estadounidense ante la Unión Europea, Rockwell Schnabel, dijo ante una reunión especial del Comité Judío Estadounidense, celebrada en Bruselas, que el antisemitismo en Europa estaba «llegando a un punto en el que es tan grave como en los años treinta».

Era ésta una retórica incendiaria y profundamente sesgada. En líneas generales, los sentimientos antijudíos eran desconocidos en la Europa del momento, salvo entre musulmanes y sobre todo entre europeos de origen árabe, como consecuencia directa de la enconada crisis de Oriente Próximo. Las emisoras de televisión árabe, ahora disponibles vía satélite en toda Europa, emiten con regularidad reportajes desde la Gaza y la Cisjordania ocupadas. Furiosos ante lo que veían y escuchaban, y alentados tanto por las autoridades árabes como por las israelíes a identificar Israel con los vecinos judíos de sus barrios, los jóvenes (varones sobre todo) de los arrabales de París, Lyon o Estrasburgo se volvieron contra esos vecinos: garabateaban pintadas en sus edificios comunitarios, profanaban sus cementerios, arrojaban bombas contra sus escuelas y sinagogas, y, en unos pocos casos, atacaron a adolescentes o familias judíos.

Los ataques a personas o instituciones judías —concentrados en los primeros años del nuevo siglo— crearon preocupación no por su magnitud, ni siquiera por su carácter racista, sino por sus tintes implícitamente intercomunitarios. No se trataba del antiguo antisemitismo europeo: quienes buscaban chivos expiatorios para su descontento ya no ponían a los judíos en el punto de mira. De hecho, su posición dentro de la jerarquía no era mala. Un sondeo realizado en Francia en enero de 2004 descubrió que aunque el número de encuestados a los que les desagradaban los judíos llegaba al diez por ciento, eran muchos más —un 23 por ciento— los que decían que no les gustaban los «norteafricanos». Las agresiones racistas contra los árabes —o, según el país, contra turcos, indios, paquistaníes, bengalíes, senegaleses u otras minorías visibles— eran mucho más numerosas que los ataques contra los judíos, y en algunas ciudades eran endémicas.

Lo problemático del nuevo antisemitismo era que, aunque, una vez mas, los judíos eran las víctimas, ahora sus agresores eran árabes (o musulmanes). La única excepción a esta regla parecía ser Alemania, donde la renacida extrema derecha no se molestaba en distinguir entre inmigrantes, judíos y otros «no alemanes». Pero Alemania, por razones evidentes, era un caso especial. En los demás países las autoridades se preocupaban más de la alienación de sus comunidades árabes y del resto de los musulmanes que de cualquier posible renacimiento putativo del fascismo. Y probablemente con razón.

Al contrario que en Estados Unidos, donde el islam y los musulmanes seguían considerándose un desafío lejano, ajeno y hostil, que como mejor se abordaba era aumentando la seguridad y recurriendo a la «guerra preventiva», los gobiernos europeos tenían buenas razones para ver el asunto de forma muy diferente. En Francia, en concreto, la crisis de Oriente Próximo ya no era un asunto de política exterior: se había convertido en un problema interno. La transmigración de las pasiones y frustraciones de los árabes perseguidos de Palestina a sus airados y descorazonados hermanos de París no debería haber sorprendido a nadie: después de todo, era un legado más del imperio.