XX
Un continente fisible
No tengo que hacer nada para impedirlo; los soviéticos lo harán por mí. Nunca permitirán la existencia de esta Alemania ampliada justo delante de ellos.
FRANÇOIS MITTERRAND, 28 de noviembre de 1989
Al comenzar, no comprendimos la magnitud de los problemas a los que teníamos que enfrentarnos.
MIJAÍL GORBACHOV, 1990
Nuestro país no ha tenido suerte. Se decidió aplicar sobre nosotros este experimento marxista. Al final demostramos que no hay lugar para esa idea, que no ha hecho más que apartarnos por la fuerza de la trayectoria adoptaba por los países civilizados del mundo.
BORÍS YELTSIN, 1991
La existencia de la nación checa nunca fue incuestionable y es precisamente este carácter incierto lo que constituye su rasgo más sorprendente.
MILAN KUNDERA
Liberada del comunismo, Europa del Este experimentó una segunda transformación todavía más sorprendente. Durante los años noventa, cuatro Estados consolidados desaparecieron del mapa del continente y nacieron —o resucitaron— otros catorce. Las seis repúblicas más occidentales de la Unión Soviética —Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia— se convirtieron en países independientes, al igual que la propia Rusia. Checoslovaquia se partió en dos y dio lugar a Eslovaquia y la República Checa. Además, Yugoslavia se rompió en pedazos formados por las partes que la habían constituido: Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia-Montenegro y Macedonia.
La magnitud de este proceso de fabricación y ruptura de naciones fue comparable al impacto de los Tratados de Versalles posteriores a la Primera Guerra Mundial, y en ciertos sentidos fue algo más dramático. La aparición de Estados nación en Versalles fue la culminación de un larguísimo proceso cuyas raíces se remontaban a mediados del siglo XIX o antes; no fue ninguna sorpresa. Pero la perspectiva de que pudiera ocurrir algo parecido a finales del siglo XX no lo pronosticaba prácticamente nadie. De hecho, tres de los Estados que desaparecerían durante la década de 1990 —Checoslovaquia, Yugoslavia y la Unión Soviética— eran fruto de la cosecha posterior a 1918.
Sin embargo, no es casual que éstos fueran los últimos Estados multiétnicos y federales que quedaban en la región. La fisión territorial de los noventa fue de la mano de la extinción del último de los cuatro imperios de la Europa continental: el ruso. De hecho, fue un postergado epílogo al proceso postimperial de formación de Estados que se había producido después de la caída de los otros tres: la Turquía otomana, el Imperio Austrohúngaro y la Alemania guillermina. Pero, por sí sola, la lógica de la desintegración imperial no habría desatado el reordenamiento institucional de Europa del Este. Como había ocurrido con tanta frecuencia en el pasado, lo que determinó la suerte de la región fueron los acontecimientos registrados en Alemania.
En primer lugar, hay que reconocer a Helmut Kohl su papel en la reunificación alemana, un caso único de fusión en una década de fisiones. Al principio, el canciller germano occidental se mostró tan dubitativo como los demás: el 28 de noviembre de 1989 presentó ante el Bundestag un programa de cinco años de cauteloso acercamiento hacia la unidad alemana. Pero después de escuchar a las multitudes de Alemania del Este (y de asegurarse el apoyo de Washington), Kohl llegó a la conclusión de que en ese momento una Alemania unificada no sólo era simplemente posible sino quizá urgente. Estaba claro que la única manera de contener el flujo demográfico hacia Occidente (dos mil personas al día y por un único punto) era llevar Alemania Occidental hacia el este. Para impedir que los alemanes orientales abandonaran su país, el líder germano occidental se dispuso a eliminarlo.
Al igual que en el siglo XIX, la unificación alemana había de lograrse en primer lugar mediante una unión monetaria, pero era inevitable que después viniera la unión política. Las referencias a una «confederación», alentada inicialmente por los alemanes occidentales y buscada ansiosamente por el gabinete de Hans Modrow en la República Democrática Alemana, se abandonaron precipitadamente y durante las elecciones celebradas en Alemania Oriental en marzo de 1990, convocadas a toda prisa, los candidatos cristianodemócratas se presentaron con una propuesta de unificación. Su Alianza por Alemania logró el 48 por ciento de los votos: los socialdemócratas, devaluados por su bien conocida ambivalencia al respecto, sólo lograron el 22 por ciento[1]. Los ex comunistas —ahora Partido del Socialismo Democrático— consiguieron un respetable 16 por ciento; pero la Alianza 90, una coalición de antiguos disidentes que incluía al Neues Forum de Bärbel Bohley, sólo consiguió el 2,8 por ciento[2].
La primera medida que tomó en la Volkskammer germano oriental la nueva mayoría de la coalición formada por CDU, SPD y los liberales, liderada por Lothar de Maizière, fue comprometer el país con la unidad alemana[3]. El 8 de mayo de 1990 las dos Alemanias firmaron la constitución de una «unión monetaria, económica y social» y el 1 de julio entró en vigor su cláusula principal: la extensión del marco occidental a Alemania del Este. Ahora los alemanes orientales podían cambiar sus propios marcos, prácticamente inservibles —hasta un monto equivalente a cuarenta mil marcos occidentales—, con una equivalencia enormemente ventajosa de uno por uno. Siguiendo esa paridad, a partir de ese momento todos los salarios de la República Democrática se pagarían en marcos occidentales, lo cual supuso un mecanismo dramáticamente efectivo para lograr que los alemanes del Este se quedaran donde estaban, si bien a largo plazo la medida tuvo funestas consecuencias para el empleo en Alemania Oriental y para el presupuesto de la República Federal.
El 23 de agosto, en virtud de un acuerdo previo con Bonn, la Volkskammer votó la entrada en la República Federal. Una semana después se firmaba el Tratado de Unificación, por el que la República Democrática era absorbida por la República Federal Alemana, tal como lo habían refrendado los votantes en las elecciones de marzo y en virtud del artículo 23 de la Ley Fundamental de 1949. El 3 de octubre entró en vigor el tratado: la República Democrática «accedió» a la República Federal y dejó de existir.
La división de Alemania había sido obra de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y su reunificación en 1990 nunca se habría producido sin su aliento o consentimiento. Alemania Oriental era un satélite de la Unión Soviética, que tenía trescientos sesenta mil soldados instalados en el país en 1989. Alemania Occidental, pese a toda su independencia, no era libre para actuar de forma autónoma a este respecto. En cuanto a Berlín, hasta que no se alcanzó un acuerdo de paz definitivo, siguió siendo una ciudad cuya suerte dependía formalmente de los ocupantes originales: Francia, el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética.
Ni los británicos ni los franceses estaban especialmente ansiosos por ver una Alemania reunificada. Si los europeos occidentales pensaban siquiera en la posibilidad de la unificación, lo hacían presuponiendo, de forma bastante razonable, que sería algo que llegaría al final de un largo proceso de cambio en Europa oriental, no desde el principio. Como señaló en diciembre de 1989 Douglas Hurd, ministro de Asuntos Exteriores británico, al reflexionar sobre la conclusión inminente de la Guerra Fría: «Era un sistema… con el que hemos vivido bastante felizmente durante cuarenta años».
La primera ministra británica, Margaret Thatcher, no escondía sus temores. En sus memorias recuerda una precipitada reunión con el presidente francés Mitterrand: «Saqué del bolso un mapa con las diversas configuraciones de Alemania en el pasado, que no eran en absoluto tranquilizadoras para el futuro… [Mitterrand] dijo que en momentos de gran peligro, Francia siempre había establecido relaciones especiales con el Reino Unido y que él tenía la sensación de que había llegado de nuevo un momento de ese tipo… Me pareció que aunque no habíamos descubierto el modo, por lo menos los dos teníamos la voluntad de frenar al gigante alemán. Era un punto de partida».
A Thatcher —y no era a la única— también le preocupaba que la unificación alemana (por analogía con la vergüenza sufrida por Nikita Jruschov tras la humillación en Cuba) pudiera desestabilizar a Mijaíl Gorbachov y, posiblemente, producir su caída. Pero los británicos, pese a todas sus inquietudes, no tenían ninguna alternativa que ofrecer al curso que habían tomado los acontecimientos y, como era de esperar, los aceptaron. Mitterrand no se calmó tan fácilmente. A los franceses los alteraba más que a nadie el derrumbamiento del estable y conocido ordenamiento de la situación en Alemania y en el conjunto del bloque comunista[4].
Lo primero que hizo París fue intentar bloquear cualquier movimiento conducente a la unificación de su país vecino: Mitterrand llegó incluso a visitar la República Democrática Alemana en diciembre de 1989, como muestra de apoyo a su soberanía. Declinó la invitación de Helmut Kohl para asistir a una ceremonia de reapertura de la puerta de Brandenburgo e intentó convencer a los líderes soviéticos de que, como aliados tradicionales, Francia y Rusia tenían un interés común en bloquear las ambiciones alemanas. De hecho, los franceses contaban con que Gorbachov vetaría la unificación: tal como Mitterrand explicó a sus asesores el 28 de noviembre de 1989, «no tengo que hacer nada para impedirlo; los soviéticos lo harán por mí. Nunca permitirán la existencia de esta Alemania ampliada justo delante de ellos».
Pero una vez que quedó claro que no sería así —y después de la decisiva victoria electoral de Kohl en Alemania Oriental— el presidente francés adoptó una táctica diferente. Los alemanes podían unificarse, pero pagando un precio. Había que abortar toda posibilidad de que una Alemania ampliada tomara una trayectoria independiente y mucho menos de que recuperara sus antiguas prioridades en Europa central. Kohl debía comprometerse personalmente a cimentar el proyecto europeo bajo el condominio francogermano y Alemania tenía que someterse a una unión «cada vez más estrecha», cuyas cláusulas, especialmente una moneda única europea, consagrarían un nuevo tratado (que se negociaría al año siguiente en la ciudad holandesa de Maastricht)[5].
Los alemanes aceptaron con bastante rapidez todas las condiciones francesas (aunque la torpeza de las maniobras diplomáticas galas enfrió las relaciones durante un tiempo), de forma análoga a como Bonn había aceptado después de 1955 limitar «Europa» a los seis países originales para mitigar la inquietud que sentía Francia ante la restauración de la plena soberanía alemana. En los meses siguientes, Kohl llegó incluso a aceptar diversas concesiones menores destinadas a recompensar a París por su tolerancia[6]. La unificación bien valía cierta labor de apaciguamiento de sus nerviosos vecinos. En cualquier caso, a Kohl —nacido en Ludwigshafen e instintivamente proclive, al igual que su paisano renano Adenauer, a mirar hacia el Oeste— no le preocupaba demasiado la idea de vincular Alemania cada vez más a la Comunidad Europea.
Pero lo más importante de todo era que el canciller alemán, como se constata en cualquiera de sus fotografías del momento, tenía el viento a su favor: la unificación alemana contaba con el respaldo absoluto de Estados Unidos. Como todo el mundo, la administración del presidente Bush supuso, al igual que sus aliados, que la unificación alemana sólo podría producirse al final de una serie de cambios impredecibles que se desarrollarían en la Unión Soviética y en Europa oriental, y desde luego sólo con el consentimiento soviético. Pero Washington captó con más celeridad el estado de ánimo imperante, sobre todo después de que una encuesta de febrero de 1990 mostrara que el 58 por ciento de los alemanes occidentales estaba a favor de una Alemania unida y neutral. Éste era precisamente el resultado que más temía Estados Unidos (y muchos políticos de Europa occidental): una Alemania ampliada que, neutral y desvinculada en medio de Europa, desestabilizara e inquietara a sus vecinos de ambos lados.
En consecuencia, el Gobierno de Bush se comprometió sin reservas a apoyar los objetivos de Kohl, para asegurarse que Alemania nunca se viera obligada a elegir entre la unidad y la alianza occidental. En consecuencia, presionados por Washington, británicos y franceses acabaron por aceptar que había que sentarse junto a la Unión Soviética y a representantes de las dos Alemanias para discutir en qué condiciones surgiría el nuevo Estado germano. Estas conversaciones, llamadas «4+2», las mantuvieron los ministros de Exteriores entre febrero y septiembre de 1990 y culminaron en la firma de un tratado para un arreglo definitivo de la cuestión alemana, firmado en Moscú el 12 de septiembre.
Mediante este documento, que reconocía formalmente que las fronteras de la futura Alemania serían las de los dos Estados alemanes del momento, se ponía fin a la situación de Berlín, sometida al control de cuatro potencias, que expiró la medianoche del 2 de octubre de 1990. La Unión Soviética aceptó que la Alemania unificada permaneciera en la OTAN y se determinó cómo habría de retirarse tanto el Ejército Rojo como todas las tropas extranjeras de Berlín (durante un proceso que se prolongaría durante cuatro años a partir de ese momento y después del cual sólo un pequeño contingente de efectivos de la OTAN permanecería en suelo germano).
¿Por qué aceptó de tan buen grado Gorbachov que avanzara la unificación alemana? Durante décadas el principal objetivo estratégico de la Unión Soviética había sido mantener el statu quo en Europa central: Moscú —al igual que Londres, París y Washington— se había acomodado a la existencia de una Alemania dividida y desde hacía tiempo había abandonado el objetivo propugnado por Stalin en la postguerra de sacar a Bonn de la alianza occidental. Además, a diferencia de los dirigentes franceses y británicos, los soviéticos seguían estando en situación de bloquear el proceso de unificación, por lo menos teóricamente.
Gorbachov, como todo el mundo en 1990, caminaba a ciegas. Nadie, ni en el este ni en el oeste, tenía un plan que le dictara qué había que hacer si se desintegraba la República Democrática Alemana; y tampoco había directrices para llevar a cabo la unificación. Pero el líder soviético, al contrario que sus homólogos occidentales, no tenía buenas alternativas. Siendo realista, no podía esperar impedir este proceso sin contradecir sus prometedoras declaraciones públicas de los últimos años y sin dañar gravemente su propia credibilidad. Al principio sí se opuso a la incorporación a la OTAN de la Alemania unificada, e incluso después de aceptarla teóricamente[7] siguió insistiendo en que no se permitiera a las tropas de la Alianza Atlántica situarse a menos de trescientos kilómetros al oeste de la frontera polaca, algo que en realidad el secretario de Estado estadounidense James Baker llegó a prometer a su homólogo soviético en febrero de 1990. Pero, posteriormente, cuando esa promesa se incumplió, Gorbachov fue incapaz de intervenir.
Sí fue capaz de imponer, literalmente, un precio por sus concesiones. Como el canciller germano occidental había previsto, la Unión Soviética estaba dispuesta a que la convencieran por medios económicos. Al principio, Gorbachov intentó que las negociaciones fueran rehenes de un rescate de veinte mil millones de dólares, antes de acabar aceptando ocho mil, junto a dos mil más en concepto de créditos sin intereses. En conjunto, desde 1990 hasta 1994, Bonn transfirió a la Unión Soviética (y más tarde a Rusia) el equivalente a setenta y un mil millones de dólares (además de otros treinta y seis mil destinados a los antiguos Estados comunistas de Europa oriental). Helmut Kohl también aceptó mitigar el miedo de los soviéticos (y de los polacos) al expansionismo alemán, y se comprometió a aceptar, como hemos visto, el carácter permanente de los límites orientales de su país, un compromiso consagrado al año siguiente en un tratado firmado con Polonia.
Una vez conseguidas las mejores condiciones que pudo, Moscú aceptó abandonar la República Democrática Alemana. La Unión Soviética, en una especie de Casablanca en la que ella era Sydney Greenstreet y Washington Humphrey Bogart, sacó el mejor partido que pudo a sus malas cartas y renunció a su diminuto y resentido adlátere germano oriental con las protestas de rigor, pero sin sentirlo apenas realmente. Tenía más sentido desarrollar una relación estratégica con una nueva Alemania amistosa y agradecida que convertirla en enemigo y, desde la perspectiva soviética, una Alemania unificada, firmemente sujeta —y contenida— por el abrazo occidental, no era un resultado tan negativo.
La República Democrática Alemana no había sido muy querida, y sin embargo no desapareció sin que se escucharan algunos lamentos. Además de intelectuales germanos occidentales como Günter Grass y Jürgen Habermas, que temían por el alma de una gran Alemania reunida[8], muchos alemanes orientales que no habían conocido otra patria tuvieron sentimientos encontrados cuando les arrancaron «su» Alemania de debajo de los pies. En la República Democrática se habían criado dos generaciones y puede que no se hubieran creído los más egregios despropósitos con que ella misma se calificaba, pero no podían haber hecho oídos sordos absolutamente a toda la propaganda oficial. No debería sorprendernos que mucho después de 1989 los niños de las escuelas secundarias de Alemania del Este siguieran creyendo que las tropas germanas orientales habían luchado junto al Ejército Rojo para liberar a su país de Hitler.
Este error inculcado formaba parte de la identidad fundamental de la República Democrática y no sirvió en absoluto para aliviar la desorientada transición que la «devolvía» a Alemania, sobre todo cuando «su Alemania» era sistemáticamente extirpada de la historia oficial. Los nombres de las ciudades, las calles, los edificios y las demarcaciones regionales cambiaron, con frecuencia recuperando la denominación anterior a 1933. Se recuperaron rituales y monumentos. Sin embargo, con esto no se recuperaba la historia, más bien se borraba: era como si la República Democrática no hubiera existido nunca. Cuando Erich Mielke fue juzgado y condenado por asesinato, la sentencia no se refería a los crímenes que autorizó como jefe de la Stasi, sino a un asesinato político cometido en los años treinta, con pruebas proporcionadas por actas de interrogatorios nazis.
Dicho de otro modo, a los antiguos ciudadanos del Este no se los animó a enfrentarse a la turbulenta historia de la República Democrática, sino a olvidarla, lo cual constituía una irónica reedición de la propia edad del olvido de la República Federal durante los años cincuenta. Y después de 1989 ocurrió lo mismo que había ocurrido en los primeros años de la postguerra: la prosperidad sería la respuesta. Alemania escaparía a la historia a base de consumo. Sin duda, la República Democrática era un caso absolutamente adecuado para ese tratamiento. No sólo sus instituciones se estaban viniendo abajo, sino que su propia infraestructura material estaba decrépita. Dos de cada cinco viviendas se habían construido antes de 1914 (en Alemania Occidental esa cifra no representaba siquiera una de cada cinco); una de cada cuatro carecía de cuarto de baño, un tercio sólo tenía un retrete exterior y más del 60 por ciento carecía de cualquier clase de calefacción central.
Al igual que había hecho con Moscú, la respuesta de Bonn fue dedicar grandes sumas de dinero al problema. En los tres años posteriores a la unificación, el total de transferencias monetarias desde la Alemania Occidental a la Oriental supuso un monto equivalente a un millón doscientos mil euros; a finales de 2003, el coste de absorber la antigua República Democrática Alemana había llegado a 1,2 billones de euros. Los alemanes orientales entraron en la República Federal a fuerza de subvenciones, con sus trabajos, sus pensiones, su transporte, su educación y su vivienda financiados por un enorme incremento del gasto público. Este enfoque funcionó a corto plazo, confirmando la fe de los habitantes orientales no tanto en el libre mercado como en los insondables recursos de la Hacienda de Alemania Occidental. Pero después de la euforia inicial de la unión, en realidad a muchos Ossies (habitantes del Este) les decepcionó el triunfalismo paternalista de sus primos occidentales, sentimiento éste que aprovecharían con cierto éxito los ex comunistas en futuras elecciones.
Entre tanto, para evitar disgustar a los votantes occidentales —que desde luego no habían recibido en todos los casos la unificación con absoluto entusiasmo— Kohl optó por no subir los impuestos. Por el contrario, para cumplir sus nuevos e ingentes compromisos, la República Federal, cuya balanza de pagos había disfrutado hasta el momento de superávits considerables, no tuvo más remedio que endeudarse. En consecuencia, a partir de 1991, el Bundesbank, aterrado por el impacto inflacionario de esa política, comenzó a subir paulatinamente los tipos de interés, precisamente cuando al marco se lo encerraba para siempre en la prevista moneda única europea. Las consecuencias de esta subida de los tipos —aumento del desempleo y ralentización del desarrollo económico— se harían sentir no sólo en Alemania sino en todo el sistema monetario europeo. En realidad, Helmut Kohl exportó el coste de la unificación de su país y los socios europeos de Alemania tuvieron que compartir la carga.
No hay duda de que las concesiones de Mijaíl Gorbachov a Alemania contribuyeron al declive de su prestigio interno: de hecho, él mismo advirtió a James Baker de que una Alemania unida dentro de la OTAN podría «ser el fin de la perestroika». La pérdida de los demás Estados satélites de Europa oriental podía atribuirse a una desgracia, pero renunciar también a Alemania daba una sensación de descuido. El ministro soviético de Defensa, el mariscal Serguéi Ajroméyev, estaba convencido —y no era el único— de que Gorbachov podría haber arrancado mejores condiciones a Occidente si se hubiera ocupado a tiempo del asunto. Pero, evidentemente, ése fue el problema de Gorbachov: a finales de los ochenta estaba tan inmerso en los desafíos internos que, cada vez más, su respuesta a la súbita aparición de problemas en el «Oeste cercano» de la Unión Soviética fue, como hemos visto, dejar que siguieran su curso.
Practicar una benévola negligencia no era la opción adecuada cuando se trataba de abordar desafíos comparables dentro de las propias fronteras de la Unión Soviética. A lo largo de los siglos, el imperio ruso se había desarrollado mediante conquistas y adiciones, y gran parte de lo que en su día había sido territorio extranjero estaba ahora estrechamente vinculado a la patria. Parecía incuestionable que no podía ser «liberado» en el sentido en que Polonia o Hungría habían sido liberadas. Pero, como ya comentáramos, las conquistas soviéticas más recientes no habían sido digeridas del todo y seguían siendo vulnerables a la influencia y el ejemplo extranjeros: en Asia Central, en el Cáucaso, pero sobre todo en el extremo occidental del imperio, a orillas del mar Báltico.
Las repúblicas bálticas de la Unión —Estonia, Letonia y Lituania— eran singulares en tres importantes sentidos. En primer lugar estaban más expuestas a Occidente que cualquier otra región de la Unión Soviética propiamente dicha. En concreto, los estonios estaban en contacto con los países escandinavos, veían la televisión finlandesa desde los años setenta y siempre habían sido conscientes del contraste entre su propia situación y la de sus prósperos vecinos. Los lituanos, cuya principal afinidad histórica y geográfica era la que los vinculaba con la contigua Polonia, apenas podían dejar de percibir que incluso bajo el comunismo los polacos eran claramente más libres y estaban en mejor situación que ellos.
En segundo lugar, y pese a la poco halagüeña comparación con sus vecinos extranjeros, los Estados bálticos no dejaban de ser prósperos en el contexto soviético. Dentro de la Unión Soviética, eran los principales productores de gran cantidad de productos industriales, como vagones de tren, equipos de radio o artículos de papelería, y también constituían una gran reserva de pescado, productos lácteos y algodón. Gracias a las materias primas que producían y las que pasaban por sus muelles, los estonios, letones y lituanos conocían, por lo menos de pasada, una forma y un nivel de vida con el que gran parte de la Unión Soviética no podía más que soñar.
Pero el tercer rasgo definitorio de las repúblicas bálticas, y con mucho el más importante, era que sólo ellas tenían una historia reciente de auténtica independencia. Después de acceder inicialmente a la libertad en 1919, tras el derrumbamiento del imperio zarista, habían sido reabsorbidas a la fuerza veinte años después por los herederos soviéticos de los Romanov, en virtud de las cláusulas secretas del Pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939. Pero la invasión de 1940 seguía estando todavía muy viva en el recuerdo. Entre los bálticos, la glasnost de Gorbachov —que en otras partes de la Unión Soviética suscitó reivindicaciones de mayores derechos ciudadanos o económicos— reabrió inevitablemente la cuestión de la independencia. Como no podía ser de otra manera, los samizdat de esta región siempre tuvieron un tono nacionalista.
Otra de las razones que explicaba esta situación era la «cuestión rusa». En 1945 la población de las tres repúblicas bálticas era bastante homogénea y la mayoría de sus habitantes pertenecía al grupo nacional dominante y hablaba la lengua del país. Pero a comienzos de los ochenta, gracias a las expulsiones forzosas realizadas durante y después de la guerra, y al flujo constante de soldados, funcionarios y trabajadores rusos, la población estaba mucho más mezclada, sobre todo en las repúblicas del norte. En Lituania alrededor del 80 por ciento de los habitantes seguían siendo lituanos, pero en Estonia se calculaba que sólo un 64 por ciento de la población era étnicamente estonia y tenía el estonio como lengua materna; mientras que en Letonia, según el censo de 1980, la parte letona de la población estaba compuesta por un millón trescientas mil personas de un total de dos millones y medio aproximadamente. El campo seguía estando poblado por bálticos, pero las ciudades eran cada vez más rusas, y rusoparlantes, lo que suponía una transformación enormemente molesta.
En consecuencia, los primeros indicios de protesta en la región se orientaron a cuestiones lingüísticas y de nacionalidad, y al consiguiente recuerdo de las deportaciones soviéticas de miles de «subversivos» locales a Siberia. El 23 de agosto de 1987 se celebraron manifestaciones simultáneas en Vilna, Riga y Tallinn con motivo del aniversario del Pacto Ribbentrop-Mólotov, seguidas tres meses más tarde de una concentración pública convocada únicamente en Riga para conmemorar la declaración de independencia letona en 1918. Envalentonados por su éxito —o, para ser más precisos, por la inaudita tolerancia que las autoridades mostraron ante esas expresiones públicas de tácito disentimiento— comenzaron a proliferar y a reunirse por toda la región grupos independientes.
Así, el 25 de marzo de 1988 se congregaron en Riga cientos de personas para conmemorar las deportaciones de letones de 1949 y en marzo se celebró una manifestación para recordar las expulsiones de 1940. A continuación se produjo un reunión inusualmente animada de la hasta entonces sumisa Unión de Escritores Letones, en la que se habló de constituir un Frente Popular letón. Semanas después, a instancias del Club de Protección Medioambiental (CPM), supuestamente apolítico, nació el Movimiento para la Independencia Nacional de Letonia. En Estonia, el curso de los acontecimientos fue prácticamente idéntico: después de las conmemoraciones de 1987 y de una serie de manifestaciones ecologistas nació primero la Sociedad del Patrimonio Estonio, dedicada a la conservación y restauración de los monumentos culturales locales; después, en abril de 1988, un Frente Popular de Estonia, y finalmente, en agosto —un mes después que su hermano letón— el Movimiento para la Independencia Nacional de Estonia.
En ambos casos, el aspecto más llamativo de estos incipientes movimientos políticos fue precisamente su existencia, así como el carácter inusualmente subversivo de su denominación. Pero fue en Lituania, país en el que la presencia rusa era mucho menos molesta, donde se hizo explícito el desafío hacia el poder soviético. El 9 de julio de 1988 una manifestación convocada en Vilna para exigir medidas de protección medioambiental, democracia y una mayor autonomía congregó a cien mil personas que, portando pancartas con el lema «Ejército Rojo, vuelve a casa», apoyaban a Sajudis, el Movimiento de Reorganización Lituano recientemente constituido, que criticaba abiertamente al Partido Comunista de Lituania por su «sumisión» a Moscú. En febrero de 1989, Sajudis se transformó en un partido político de ámbito nacional. Al mes siguiente, en las elecciones al Congreso Soviético de Diputados del Pueblo, consiguió treinta y seis de los cuarenta y dos escaños de Lituania.
En las tres repúblicas las elecciones se caracterizaron por la victoria aplastante de los candidatos independientes y alumbraron la creciente conciencia de que existía una trayectoria báltica común, confirmada simbólicamente el 23 de agosto de 1989 al formarse una cadena humana de seiscientos cincuenta kilómetros de longitud (Manos a través del Báltico) que discurrió desde Vilna, pasando por Riga, hasta Tallinn, al cumplirse el quincuagésimo aniversario de la firma del Pacto Ribbentrop-Mólotov. Se calcula que participaron un millón ochocientas mil personas, es decir, un cuarto de la población de toda la región. Ahora que los movimientos independentistas estonio y letón seguían el ejemplo de su homólogo lituano, proclamando abiertamente que su objetivo era la independencia nacional, la confrontación con Moscú parecía inevitable.
Y, sin embargo, llegó con bastante lentitud. Los movimientos de independencia bálticos pasaron el año 1989 forzando las fronteras de lo permisible. Cuando los soviets supremos recién elegidos y de tendencia independentista, primero de Lituania y después de Letonia, trataron de imitar una ley estonia de noviembre de 1988 que autorizaba la privatización de las empresas estatales locales, Moscú invalidó los decretos, al igual que había hecho anteriormente con la iniciativa estonia; pero, aparte de eso, el Gobierno no tomó ninguna otra medida. El 8 de octubre de 1989 (al día siguiente de que Gorbachov advirtiera públicamente en Berlín Este que «la vida castiga a los que la posponen»), cuando el Frente Popular letón proclamó su intención de acceder a la independencia total, las autoridades soviéticas estaban demasiado preocupadas con la escalada de la crisis alemana como para reaccionar.
Pero el 18 de diciembre el Partido Comunista Lituano se dividió; una abrumadora mayoría se declaró a favor de la independencia inmediata. Gorbachov ya no podía guardar silencio. Viajó a Vilna el 11 de enero de 1990 para aconsejar que no se produjera la secesión propuesta, pidiendo «moderación». Sin embargo, y no sería la primera vez, su propio ejemplo le perjudicaba. El Soviet Supremo Lituano, envalentonado por la victoria electoral de Sajudis, por el éxito del propio presidente Gorbachov al conseguir que el Comité Central de los Soviets abandonara la cláusula constitucional del «papel preponderante» del partido[9] y por las negociaciones 4+2, entonces en marcha, votó el 11 de marzo la reinstauración de la independencia lituana, y recuperó simbólicamente la Constitución del Estado lituano de 1938 e invalidó la autoridad de la Constitución de la Unión Soviética en la República de Lituania.
Sobre la incertidumbre reinante en 1990 —cuando hasta el Gobierno de la propia República de Rusia proclamaba ahora su soberanía y la preponderancia de las leyes rusas sobre los decretos de «toda la Unión»— dice mucho que la respuesta de los gobernantes soviéticos a la declaración de Vilna fuera dictar algo tan poco amenazador como un boicot económico: incapaz de evitar la secesión de Lituania, Gorbachov seguía siendo a pesar de todo capaz de impedir la intervención militar que muchos de sus colegas más intransigentes estaban exigiendo. Hasta se abandonó el propio boicot en junio, a cambio de que Lituania aceptara suspender la completa entrada en vigor de su declaración de independencia.
Después de seis meses frenéticos en los que prácticamente todas las repúblicas soviéticas importantes proclamaron su soberanía, aunque todavía no su completa independencia, la posición de Gorbachov se estaba tornando insostenible. Sus esfuerzos para frenar las iniciativas bálticas habían debilitado considerablemente su imagen de «reformista», al tiempo que su fracaso a la hora de reprimir los discursos autonomistas, soberanistas e independentistas estaba agitando el resentimiento entre sus colegas y —algo que no podía traer nada bueno— dentro del ejército y las fuerzas de seguridad. El 20 de diciembre de 1990 dimitió el ministro de Asuntos Exteriores Edvard Shevardnadze, advirtiendo públicamente del creciente riesgo de golpe de Estado.
El 10 de enero de 1991, cuando Estados Unidos y sus aliados estaban absolutamente embebidos en la guerra del Golfo que se desarrollaba entonces en Irak, Gorbachov lanzó un ultimátum a los lituanos, exigiéndoles como presidente de la Unión que se adhirieran inmediatamente a la Constitución de la Unión Soviética. Al día siguiente soldados de las fuerzas de élite del KGB y del Ministerio soviético de Interior tomaron los edificios públicos de Vilna e instituyeron un Comité de Salvación Nacional. Veinticuatro horas más tarde atacaban los estudios de radio y televisión de la ciudad, apuntando sus cañones hacia la enorme multitud de manifestantes allí reunida: catorce civiles murieron y setecientos resultaron heridos. Una semana más tarde, tropas de las mismas unidades irrumpían en la sede del Ministerio del Interior letón en Riga y mataban a cuatro personas.
El derramamiento de sangre en el Báltico señaló el comienzo del fin para la Unión Soviética. Una semana después, ciento cincuenta mil personas se congregaban en Moscú para manifestarse contra los tiroteos. Borís Yeltsin, ex primer secretario del Comité Municipal de Moscú y, desde mayo de 1990, presidente del Soviet Supremo Ruso, viajó a Tallinn para firmar un acuerdo de mutuo reconocimiento de las «soberanías» de Rusia y de las repúblicas bálticas, saltándose completamente a las autoridades soviéticas. En marzo de 1991 los referendos celebrados en Letonia y Estonia confirmaron que los electores de esos países eran mayoritariamente partidarios de la independencia total. Gorbachov, que con poco entusiasmo había tratado de reprimir a las repúblicas díscolas, retomaba ahora su posición inicial y trataba en vano de buscar un modus vivendi con ellas.
Pero ahora el presidente soviético sufría ataques desde todos los flancos. Su resistencia a aplastar a los bálticos le privó definitivamente de sus aliados militares (dos de los generales que organizaron los ataques de Vilna y Riga serían figuras destacadas del posterior golpe en Moscú). Además, los que antes habían sido sus amigos y admiradores ya no confiaban en él. En marzo de 1991, Yeltsin denunció públicamente las «mentiras y engaños» de Gorbachov y pidió su dimisión, desafiando las presiones oficiales para que guardara silencio si no quería ser destituido. Entre tanto, otras repúblicas seguían el ejemplo báltico.
Desde Ucrania hasta Kazajistán, los gobernantes comunistas, mientras las estructuras globales del poder soviético se mantuvieron seguras, limitaron sus reformas a una cautelosa labor de imitación de Gorbachov. Pero después del desastre en las repúblicas bálticas, los mismos indicios que los habían conectado con la perestroika ahora señalaban que la propia Unión podía estar condenada; en cualquier caso, ellos mismos podían ver que en ciertos círculos gobernantes el presidente soviético estaba sentenciado. De manera que, mientras que los nuevos procesos políticos del Báltico reflejaban un auténtico y generalizado renacimiento nacional, las iniciativas «soberanistas» de muchas de las demás repúblicas solían ser una mezcla más variable de sentimiento nacional y de instinto de conservación de la nomenklatura. También aumentaba la importancia del miedo: la sensación de que si la seguridad y la autoridad se estaban haciendo añicos en el vértice de la pirámide —o, peor aún, que los enemigos de Gorbachov podrían pronto recuperarlas a la fuerza y unilateralmente—, lo prudente sería concentrar las principales riendas del poder en manos locales. En suma, los gestores soviéticos empezaban a ser conscientes de que, si el centro se derrumbaba, una enorme cantidad de bienes públicos se quedaría sin dueño: entre otros, propiedades del partido, derechos de extracción de minerales, granjas, fábricas e ingresos fiscales.
De las aspirantes a repúblicas «soberanas» que ahora proclamaban su singularidad, la más importante, con diferencia, era Ucrania[10]. Por accidentado que hubiera sido, Ucrania, al igual que las repúblicas bálticas, había tenido un historial de independencia, proclamada por última vez y perdida inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. También había estado íntimamente vinculada con la historia de la propia Rusia: para muchos nacionalistas rusos, el Rus de Kiev —el reino del siglo XIII cuya capital estaba en la capital ucraniana y que se extendió desde los Cárpatos al Volga— era tan esencial para la identidad del imperio como la propia Rusia. Sin embargo, mayor importancia inmediata y práctica tenían los recursos materiales de la región.
Ucrania, que cubría completamente las rutas de acceso al Mar Negro (y al Mediterráneo), así como a Europa central, era uno de los puntales de la economía soviética. Aunque sólo constituyera el 2,7 por ciento del territorio de la Unión Soviética, albergaba al 18 por ciento de su población y producía casi el 17 por ciento del producto nacional bruto del país, lo que la situaba únicamente por detrás de la propia Rusia. En los últimos años de la Unión Soviética, Ucrania tenía el 60 por ciento de las reservas de carbón del país y gran parte de las de titanio (vital para la producción actual de acero); a la riqueza inusual de sus terrenos se debía más del 40 por ciento del valor de la producción agrícola soviética.
Esta desproporcionada importancia de Ucrania en la historia soviética se reflejaba en los propios dirigentes de la Unión. Tanto Nikita Jruschov como Leónidas Brézhnev eran rusos oriundos de Ucrania oriental; el primero regresó allí en los años treinta como primer secretario del partido en Ucrania. Konstantín Chernenko era hijo de kulaks ucranianos deportados a Siberia, mientras que a Yuri Andrópov le había empujado hacia la cima el hecho de haber ocupado el puesto estratégico de jefe del KGB en Ucrania. Pero esta estrecha vinculación entre la República ucraniana y la cúpula soviética no conllevaba ninguna consideración especial para con sus habitantes.
Más bien era al contrario. Durante gran parte de su historia como república soviética, a Ucrania se la trató como una colonia: se explotaron sus recursos naturales y se mantuvo a su pueblo muy vigilado (además, durante los años treinta fue sometido a un punitivo programa represivo prácticamente equivalente a un genocidio). Los productos ucranianos —sobre todo los alimentos y los metales ferrosos— se enviaban al resto de la Unión a precios enormemente subvencionados, una práctica que continuó prácticamente hasta el final. Después de la Segunda Guerra Mundial, la República Socialista de Ucrania aumentó considerablemente su extensión al anexionarse las provincias polacas de Galitzia oriental y Volinia occidental: la población polaca local fue expulsada hacia el Oeste y sustituida por los ucranianos que, a su vez, eran expulsados de Polonia.
Esos intercambios demográficos —y el exterminio durante la guerra de gran parte de la comunidad judía local— dieron lugar a una región que, en el contexto soviético, era bastante homogénea, de manera que, mientras que en 1990 la República de Rusia contenía unas cien minorías étnicas, treinta y una de ellas en regiones autónomas, Ucrania era en un 84 por ciento ucraniana. La mayor parte del resto de la población se componía de rusos (11 por ciento), además de pequeños grupos de moldavos, polacos, húngaros y búlgaros, así como los judíos que habían sobrevivido. Quizá lo más importante fuera que la única minoría de relevancia, la rusa, estuviera concentrada en las zonas industriales del este del país y en la capital, Kiev.
Ucrania central y occidental, especialmente en torno a Lvov, segunda ciudad del país, era predominantemente ucraniana en cuanto a lengua y prácticas religiosas (dominaba el culto ortodoxo oriental o uniata, es decir, católico de rito griego). Gracias a la relativa tolerancia de los Habsburgo, a los ucranianos de Galitzia se les había permitido conservar su idioma materno. En 1944, dependiendo de los distritos, entre el 78 y el 91 por ciento lo tenían como primera lengua, mientras que en los territorios en su día gobernados por el zar era frecuente que hasta los que se consideraban ucranianos hablaran ruso con facilidad.
Como hemos visto, la Constitución soviética atribuía identidades nacionales a los residentes de las repúblicas autónomas y, de hecho, definía a todos sus ciudadanos en función de una clasificación étnico-nacional. Al igual que en las demás regiones, en Ucrania, especialmente en la zona occidental, recientemente anexionada, esto tuvo consecuencias satisfactorias. En épocas anteriores, cuando la lengua local solía verse relegada a zonas rurales apartadas y las ciudades, de habla rusa, estaban dominadas por los rusos, el carácter teóricamente descentralizado y federal de esta unión de repúblicas nacionales sólo interesaba a los estudiosos y a los apologistas de la Unión Soviética. Pero al aumentar el número de hablantes de ucraniano en las ciudades y los medios de comunicación en esa lengua, y al existir una élite política que ahora se identificaba conscientemente con intereses «ucranianos», era predecible que el nacionalismo en Ucrania fuera de la mano de la fragmentación soviética[11].
En noviembre de 1988 se fundó en Kiev un movimiento no partidista: el RUKH (Movimiento Popular por la Perestroika), la primera organización política autóctona que se constituía en Ucrania desde hacía décadas. Recabó un número considerable de seguidores, sobre todo en las principales ciudades y entre los comunistas reformistas de los sesenta; pero, muy al contrario que los movimientos independentistas del Báltico, no podía dar por sentado un apoyo masivo y no reflejaba ninguna corriente de sentimiento nacional. En las elecciones al Soviet Supremo Ucraniano celebradas en marzo de 1990, los comunistas lograron una clara mayoría; RUKH no llegó a obtener un cuarto de los escaños.
De manera que no eran los nacionalistas ucranianos los que habrían de tomar la iniciativa, sino los propios comunistas. El 16 de julio de 1990, los del Soviet Ucraniano votaron a favor de proclamar la soberanía de Ucrania y declararon el derecho de la República a poseer su propio ejército y la primacía de sus leyes. Bajo la dirección de Leónidas Kravchuk —un aparatchik comunista y ex secretario para Cuestiones Ideológicas del partido en Ucrania— los ucranianos participaron en un referéndum celebrado en toda la Unión en marzo de 1991, en el que hicieron saber que eran partidarios de un sistema federal, pero «renovado» (según la expresión de Gorbachov). Sólo en Ucrania occidental, donde se preguntó a los votantes si eran partidarios de la independencia completa o de la soberanía dentro de la federación, los comunistas fueron superados por quienes pretendían romper definitivamente con Moscú: el 88 por ciento votó a favor. Kravchuk y sus compañeros en la dirección del partido no dejaron de tomar nota, mientras aguardaban con cautela para ver adonde conducían los acontecimientos en el exterior.
La misma pauta se repitió en las pequeñas repúblicas soviéticas occidentales, con variaciones que dependían de las circunstancias locales. En Bielorrusia (o Belarús, la «Rusia blanca»), situada al norte de Ucrania, no había ni una identidad ni unas tradiciones nacionales comparables. La efímera independencia de la República Nacional Belarrusana (sic) de 1918 nunca logró reconocimiento exterior y muchos de sus propios ciudadanos se sentían más vinculados a Rusia que a Polonia o Lituania. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la anexión de ciertas zonas de Polonia oriental, la República Socialista Soviética Bielorrusa contenía una nutrida minoría de rusos, polacos y ucranianos. Los propios bielorrusos —aunque fueran con mucha diferencia la principal comunidad lingüística de la República— no daban muestras de querer o esperar ningún tipo de soberanía; su país, enormemente dependiente de Rusia, tampoco podía confiar en sostener una auténtica independencia.
Bielorrusia, una región pobre y pantanosa, más apropiada para la cría de ganado que para la agricultura extensiva, había sido devastada por la guerra. Sus aportaciones más relevantes a la economía soviética de postguerra habían sido los productos químicos y el lino, así como su posición estratégica, que la situaba en plena trayectoria de los principales gaseoductos y vías de comunicación que conectaban Moscú y el mar Báltico. La organización que más se parecía a un movimiento independentista era Adradzhenne (Renacimiento), un grupo radical de la capital, Minsk, que surgió en 1989 siguiendo muy de cerca los pasos del RUKH ucraniano. En Bielorrusia, al igual que en Ucrania, las elecciones a los soviets de 1990 produjeron una clara mayoría comunista; y cuando el Soviet Ucraniano se declaró «soberano» en julio de 1990, su vecino del norte siguió, como cabía esperar, el ejemplo dos semanas después. En Minsk, como en Kiev, la Nomenklatura local se movía con prudencia, a la espera de los acontecimientos en Moscú.
La Moldavia soviética, como una cuña entre Ucrania y Rumania, fue un caso diferente y bastante más interesante[12]. El territorio en cuestión —Besarabia, según la denominación más difundida en tiempo de los zares— había basculado varias veces de Rusia a Rumania a lo largo del siglo y en función de los avatares bélicos. Sus cuatro millones y medio de habitantes eran mayoritariamente moldavos, pero con importantes minorías rusas y ucranianas y un número bastante importante de búlgaros, judíos, gitanos y gagauz (un pueblo de habla turca y religión ortodoxa que vive cerca del Mar Negro). En esta mezcla de pueblos típicamente imperial la mayoría hablaba rumano, pero, bajo el dominio soviético, los ciudadanos de Moldavia, en una medida destinada a separarlos de sus vecinos rumanos, fueron obligados a escribir su lengua en cirílico y a calificarse no de rumanos sino de «moldavos».
En consecuencia, aquí la identidad nacional era bastante incierta. Por una parte, había muchos, sobre todo en la capital Kishinev (Chișinău), que hablaban bien ruso y se consideraban ciudadanos soviéticos; por otra, el vínculo rumano (histórico y lingüístico) les proporcionaba un puente con Europa y una base para las crecientes demandas de mayor autonomía. Cuando en 1989 surgió un Frente Popular, su objetivo principal era exigir que el rumano se convirtiera en lengua oficial de la República, una concesión que las autoridades comunistas locales concedieron ese mismo año. También existía un discurso incendiario, en general especulativo y activamente desalentado desde Bucarest, que hablaba de «reunir» Moldavia con la Rumania propiamente dicha.
Después de las elecciones de 1990, en las que el Frente Popular logró la mayoría, el nuevo Gobierno procedió primero a cambiar el nombre de la entidad, que dejó de ser la República Socialista Soviética Moldava para convertirse en la República Socialista Soviética de Moldavia (posteriormente, para abreviar, «República de Moldavia»), y después a declararse soberana. Estas medidas, mayormente simbólicas, suscitaron cada vez más inquietud e hicieron que entre los rusohablantes, así como en la minúscula comunidad gagauz, se planteara la posibilidad de poner en marcha un separatismo preventivo. Después de un referéndum de autonomía celebrado en el otoño de 1990, los líderes comunistas de Tiráspol —la principal ciudad de Moldavia oriental, situada en la otra orilla del río Dniéster, donde los rusos y los ucranianos eran mayoría— proclamaron la República Socialista Soviética Autónoma de Transdniéster, reflejo de la llamada República Socialista Soviética Gagauz, igualmente «autónoma», proclamada en el sureste del país.
Dado que como máximo hay 160.000 gagauz y que Transdniéster es una estrecha esquirla de terreno de sólo 4.000 kilómetros cuadrados y una población de menos de 500.000 habitantes, la aparición de esas «repúblicas autónomas» podría parecer ridícula, la reducción al absurdo de tradiciones inventadas o naciones imaginadas. Pero mientras que la República de los gagauz nunca fue más allá de su proclamación como tal (el futuro Estado moldavo la reincorporó pacíficamente, a cambio del derecho a la secesión si Moldavia se «reunía» alguna vez con Rumania), la «independencia» de Transdniéster contó con el aval que proporcionaba la presencia del XIV cuerpo de ejército soviético (más tarde ruso), que ayudó a sus protegidos a repeler los primeros ataques lanzados por los moldavos para recuperar el territorio.
En el clima de la época, cada vez más incierto, las autoridades soviéticas (después rusas) no eran en absoluto reacias a ofrecer su protección a un microestado que necesariamente tenía que ser leal a Moscú, absolutamente dependiente de la buena voluntad rusa y cuyos dirigentes eran sátrapas comunistas locales que se habían hecho con el control de una región que en breve se convertiría en refugio de contrabandistas y blanqueadores de dinero. En cierto modo, como Transdniéster producía el 90 por ciento de la electricidad de Moldavia, los nuevos gobernantes tenían incluso una especie de fuente de recursos legítima, que podían amenazar con retirar si Kishinev se negaba a cooperar.
La independencia de Transdniéster no fue reconocida ni por Moldavia ni por ningún otro país: ni siquiera Moscú llegó a conceder a la región secesionista legitimidad oficial. Pero la escisión en la minúscula Moldavia anticipaba las complicaciones más graves que ocurrirían a unos pocos cientos de kilómetros al este, en el Cáucaso. Allí, los arraigados conflictos entre armenios y azeríes, que se complicaban especialmente con la presencia en Azerbaiyán de una considerable minoría armenia en la región de Nagorno-Karabaj, ya habían producido choques violentos, tanto entre ambas comunidades como entre éstas y las tropas soviéticas en 1988, que causaron cientos de víctimas[13]. En la capital azerbayana, Bakú, se produjeron nuevos enfrentamientos en enero del año siguiente.
En la vecina Georgia, veinte manifestantes fallecieron por impacto de bala durante los choques registrados en la capital, Tbilisi, entre nacionalistas y soldados en abril de 1989, cuando subió la tensión entre la multitud que pedía la secesión de la Unión y las autoridades que seguían empeñadas en mantenerla. Pero la Georgia soviética y también las repúblicas vecinas de Armenia y Azerbaiyán eran un conglomerado demasiado vulnerable geográfica y étnicamente como para contemplar con serenidad la inseguridad que no podía sino acompañar el derrumbamiento de la Unión Soviética. En consecuencia, las autoridades locales decidieron anticiparse a la eventualidad precipitándola; los partidos comunistas que ocupaban el poder se redefinieron y se convirtieron en movimientos nacionales independentistas, y los jefes del partido en la zona —de los cuales el más conocido era, de lejos, el georgiano Edvard Shevardnadze— tomaron posiciones para hacerse con el poder tan pronto como «cayera a la calle».
De este modo, al llegar la primavera de 1991, en la periferia todo el mundo estaba esperando a ver qué ocurría en el centro. Evidentemente, la clave estaba en la propia Rusia, que, con la mitad de la población del país, tres quintos de su producto nacional bruto y tres cuartos de su territorio, era con mucho la república principal de la Unión. En cierto sentido, Rusia, como país, no existía: durante siglos había sido o aspirado a ser un imperio. «Rusia», que recorría once husos horarios y que comprendía a decenas de pueblos diferentes, siempre había sido algo demasiado grande como para reducirlo a una sola identidad o a una única meta común[14].
No hay duda de que durante la Gran Guerra Patriótica y con posterioridad las autoridades soviéticas habían jugado la carta rusa, apelando al orgullo nacional y exaltando la «victoria del pueblo ruso». Pero, en la jerga soviética, éste nunca había tenido una «nacionalidad» como la atribuida a kazakos, ucranianos o armenios en virtud de sus «naciones» oficiales. Ni siquiera había un partido comunista «ruso» independiente. Ser ruso era ser soviético. Ambas cosas se complementaban de forma natural: en una época postimperial la Unión Soviética daba cobertura al Estado imperial ruso, mientras que «Rusia» otorgaba a la Unión Soviética legitimidad histórica y territorial. En consecuencia, los límites entre «Rusia» y la «Unión Soviética» se mantuvieron (deliberadamente) difusos[15].
En la época de Gorbachov ya había aumentado notablemente el énfasis en el «carácter ruso», por algunas de las mismas razones que el Estado germano-oriental había comenzado a mostrarse públicamente orgulloso de Federico el Grande y a ensalzar los rasgos propiamente «alemanes» de la República Democrática. En los años postreros de las repúblicas populares, el patriotismo resurgió como útil sustituto del socialismo. Ésta fue precisamente la razón por la que también fue la forma más fácil e inofensiva de oposición política. En Rusia o en la República Democrática Alemana, al igual que en Hungría, los intelectuales críticos podían sufrir persecución pero las expresiones de nacionalismo en sordina no siempre eran reprimidas y ni siquiera desalentadas: las autoridades podían canalizarlas para aprovecharse de ellas. Desde esta perspectiva habría que abordar el renacimiento en las publicaciones soviéticas y en los medios de comunicación del «patrioterismo de la Gran Rusia», que, evidentemente, también fue una causa más de inquietud para las minorías nacionales vulnerables.
Fue en este contexto en el que se produjo la inesperada aparición de Borís Yeltsin, un típico aparatchik de la era Brézhnev que, antes de convertirse en secretario del Comité Central, había sido especialista en construcción industrial y que ascendió paulatinamente por el escalafón del partido, hasta ser sumariamente degradado en 1987 por sobrepasarse en sus críticas a colegas de más peso. En esa coyuntura crucial, Yeltsin, que había tenido oportunidades de sobra para observar lo bien que se le daban al PCUS y a la burocracia estatal impedir cualquier auténtico cambio, tuvo el instinto político de reprogramarse para convertirse en un auténtico político ruso: primero consiguió un escaño en representación de la Federación Rusa en las elecciones de marzo de 1990 y después fue elegido presidente del Soviet Supremo Ruso, es decir, del Parlamento.
Esta influyente y visible atalaya fue la que utilizó Borís Yeltsin para convertirse en el principal reformista del país, abandonando ostentosamente el Partido Comunista en julio de 1990 y utilizando, por así decirlo, su influencia en el Moscú ruso para apuntar hacia sus antiguos camaradas del otro lado, el Moscú soviético. Ahora, su blanco principal era el propio Gorbachov (a pesar de que Yeltsin había sido en su región natal de Sverdlovsk, donde había trabajado durante más de una década, un firme partidario del presidente soviético). Los fracasos del líder reformista se estaban haciendo cada vez más evidentes y penosos, y su popularidad estaba cayendo en picado, como Yeltsin no podía dejar de percibir.
Esta influyente y visible atalaya fue la que utilizó Boris Yeltsin para convertirse en el principal reformista del país, abandonando ostentosamente el Partido Comunista en julio de 1990 y utilizando, por así decirlo, su influencia en el Moscú ruso para apuntar hacia sus antiguos camaradas del otro lado, el Moscú soviético. Ahora, su blanco principal era el propio Gorbachov (a pesar de que Yeltsin había sido en su región natal de Sverdlovsk, donde había trabajado durante más de una década, un firme partidario del presidente soviético). Los fracasos del líder reformista se estaban haciendo cada vez más evidentes y penosos, y su popularidad estaba cayendo en picado, como Yeltsin no podía dejar de percibir.
En política interior, el principal error táctico de Gorbachov había sido el de alentar la aparición de una cámara legislativa nacional con gran visibilidad, auténticos poderes y una independencia considerable. Yeltsin y sus partidarios rusos comprendieron con mayor rapidez que el propio Gorbachov que este nuevo Soviet, elegido de manera abierta, sería un foro natural para la expresión de toda clase de descontento; y Yeltsin se aficionó especialmente a vincular los intereses particulares de Rusia con los de las diversas naciones y repúblicas. Gorbachov no perdía de vista la amenaza que tales alianzas suponían para la propia Unión, pero para entonces ya era demasiado tarde y no tenía más remedio que alinearse él mismo, a regañadientes y sin convicción, con funcionarios soviéticos que añoraban el antiguo monopolio del PCUS: el mismo que él tanto había hecho por desarticular.
De este modo, mientras Gorbachov seguía «triangulando» entre lo deseable y lo posible, defendiendo una fórmula de federalismo controlado (un punto medio típicamente gorbachoviano), Yeltsin defendía con pasión y abiertamente las luchas independentistas bálticas. En abril de 1991 Gorbachov concedió a regañadientes el derecho de secesión a las repúblicas dentro de una nueva Constitución de la Unión; pero este gesto de realismo no hizo más que debilitarle aún más, lo que convenció a sus enemigos conservadores de que habría que apartarle del poder para poder recuperar el orden. Entre tanto, el 12 de junio de 1991, Yeltsin, cuya popularidad superaba desde hacía tiempo la de Gorbachov en los sondeos nacionales, fue elegido presidente de la República Soviética de Rusia, y se convirtió así en el primer dirigente de la historia rusa elegido democráticamente[16].
Al mes siguiente, el 12 de julio, el Soviet Supremo de la Unión Soviética votó a favor de constituir una nueva Unión descentralizada que concediera un margen de maniobra considerable a los Estados miembros disconformes. Esta medida, junto a la elección popular de Yeltsin, ahora abiertamente anticomunista, acabó por desequilibrar la situación. Los conservadores del partido se estaban desesperando y un grupo de altos cargos —entre ellos el presidente de Gobierno, los ministros de Defensa e Interior, y Vladímir Kryuchkov, jefe del KGB— comenzó a prepararse para dar un golpe de Estado. Para entonces, en Moscú era un secreto a voces que algo así se estaba cociendo: de hecho, ya el 20 de junio el embajador estadounidense previno a Gorbachov de la conspiración, pero fue inútil.
El golpe se programó para que coincidiera con las vacaciones anuales de Gorbachov en Crimea; Nikita Jruschov, el último líder del PCUS depuesto a la fuerza, también estaba relajándose en el sur de la Unión Soviética cuando sus colegas de Moscú organizaron su destitución por sorpresa. De este modo, los confabulados de 1991 estaban recuperando sin ningún rubor las antiguas prácticas soviéticas. En consecuencia, el 17 de agosto se pidió a Gorbachov que aceptara entregar sus poderes presidenciales a un «comité de emergencia». Cuando se negó, el comité anunció el 19 de agosto que el presidente no podía ejercer su autoridad por «razones de salud» y que, por tanto, ese organismo asumiría todos los poderes. El vicepresidente soviético Gennady Yanáyev firmó un decreto privando a Gorbachov de su autoridad y se declaró el estado de emergencia durante seis meses.
Sin embargo, aunque Gorbachov estaba impotente, a todos los efectos prisionero en su casa de campo del mar Negro, situada en el promontorio meridional de Crimea, los conjurados no estaban mucho mejor. En primer lugar, simplemente el hecho de que tuvieran que declarar el estado de emergencia y anunciar prácticamente la ley marcial para limitarse a sustituir a un líder comunista por otro demostraba hasta qué punto se habían deshilvanado las estructuras tradicionales de la Unión Soviética. Los conspiradores no tenían el apoyo unánime ni de sus propios organismos: fue crucial que la mayoría de los cargos más destacados del KGB se negara a respaldar a Kryuchkov. Y aunque no había duda de a qué se oponían los conjurados, nunca fueron capaces de indicar claramente qué pretendían.
Además, eran, a su pesar, una caricatura de todos los defectos del pasado soviético: figuras viejas y grises de la era Brézhnev, de discurso lento y acartonado, ajenas a los cambios experimentados por un país cuyo reloj trataban torpemente de retrasar treinta años. En épocas pasadas, cuando hombres como esos intrigaban en el Kremlin, sus rostros no estaban a la vista de la población y sólo aparecían durante las ceremonias públicas sobre lejanos estrados. Sin embargo, ahora se veían obligados a comparecer en televisión y ante la prensa para explicar y defender sus acciones, y el público tenía muchas posibilidades de observar muy de cerca la decrepitud física del socialismo oficial.
Entre tanto, Borís Yeltsin se aprovechaba de la situación. Su prestigio había aumentado aún más tras un encuentro personal con George Bush, celebrado durante la visita del presidente estadounidense a la Unión Soviética sólo tres semanas antes. Ahora, el 19 de agosto, denunció públicamente el golpe de Estado ilegal que constituía la toma del Kremlin y se situó al frente de la resistencia contra él, dirigiendo las operaciones desde su cuartel general en el Parlamento ruso y movilizando a las masas que lo rodeaban para defender la democracia frente a los tanques. Al mismo tiempo, ante los focos de los medios de comunicación internacionales allí congregados, Yeltsin mantenía prolongadas conversaciones y negociaciones con los dirigentes del mundo, que en su mayoría, salvo uno de ellos, le ofrecieron públicamente su apoyo, guardándose mucho de reconocer a unos conspiradores cada vez más aislados[17].
La resistencia no fue una mera formalidad: la noche del 20 al 21 de agosto tres manifestantes murieron en enfrentamientos con el ejército. Pero ahora los líderes del golpe, perdida la simpatía popular, comenzaban a perder también el temple. No contaban con el amplio respaldo de las fuerzas armadas necesario para hacerse con el país, y cada hora que se mantenía el pulso en las calles de Moscú (y Leningrado) suponía una merma para su principal activo: el miedo. Los acontecimientos del Kremlin, en lugar de intimidar a demócratas y nacionalistas, los envalentonaron: en medio de la incertidumbre, el 20 de agosto Estonia se declaró independiente y Letonia siguió el ejemplo al día siguiente. El 21 de agosto se suicidó uno de los jefes del golpe, Borís Pugo (ministro de Interior y ex director del KGB en Letonia); a instancias de Yeltsin, sus colegas fueron detenidos. Ese mismo día se trasladaba en avión de regreso a Moscú a un exhausto e inquieto Gorbachov.
Teóricamente, Gorbachov recuperó sus poderes; pero, en realidad, todo había cambiado para siempre. La credibilidad del PCUS se hallaba en un estado terminal: hasta el 21 de agosto, cuando los conspiradores ya estaban en prisión, el portavoz de la formación no condenó públicamente el golpe de sus colegas y Yeltsin se había aprovechado de las trágicas dudas del partido para prohibir sus actividades dentro de la Federación Rusa. Comprensiblemente, Gorbachov, que parecía aturdido e inseguro en sus apariciones públicas, tardó en descifrar la importancia de todos estos acontecimientos. En lugar de alabar a Yeltsin, al Parlamento ruso o al pueblo ruso por sus éxitos, habló ante las cámaras de la perestroika y del papel indispensable que el partido seguiría teniendo en cuestiones como su propia renovación o el fomento de las reformas.
Este enfoque seguía teniendo buena prensa en Occidente, donde en general se presuponía (y esperaba) que después del golpe fallido las cosas recuperarían más o menos su curso. Pero en la propia Unión Soviética, el anacronismo que suponía volver a escuchar a Gorbachov incidir en objetivos fracasados y su aparente ingratitud hacia sus salvadores fueron una revelación. Era un hombre que había sido superado por la historia sin darse cuenta de ello. Para muchos rusos, los acontecimientos de agosto habían sido una auténtica revolución, un levantamiento genuinamente popular no a favor de los reformistas y de su partido sino en contra de ellos: el PCUS, como gritaban los manifestantes a Gorbachov a su tardía llegada al Parlamento ruso, era una «empresa criminal» que, a través de los ministros de su propio Gobierno, había tratado de acabar con la Constitución. Cuando un escarmentado Gorbachov captó el mensaje, suspendió las actividades del PCUS y (el 24 de agosto) dimitió como secretario general del mismo, ya era demasiado tarde. Ahora el comunismo era irrelevante y también Mijaíl Gorbachov.
Evidentemente, el ex secretario general seguía siendo presidente de la Unión Soviética. Pero ahora la importancia de la propia Unión Soviética se ponía directamente en cuestión. El golpe de Estado abortado había sido el último y definitivo impulso para la secesión. Entre el 24 de agosto y el 21 de septiembre, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Azerbaiyán, Kirguistán, Uzbekistán, Georgia, Tayikistán y Armenia siguieron el ejemplo de las repúblicas bálticas y se declararon independientes de la Unión Soviética; la mayoría hicieron esa proclamación en medio de la confusión y la incertidumbre de los días posteriores al regreso de Gorbachov[18]. Siguiendo los pasos de Kravchuk en Ucrania, algunos primeros secretarios regionales, como Nursultán Nazarbáyev de Kazajistán, Askar Akáyev de Kirguistán, Gueidar Alíyev de Azerbaiyán, Stanislav Shushkévich de Bielorrusia y otros se distanciaron con astucia de su filiación tradicional y se recolocaron en la cúspide de sus nuevos Estados, nacionalizando lo antes posible todos los bienes locales del partido.
En Moscú, Gorbachov y el Soviet Supremo no podían hacer mucho más que aceptar la realidad, reconocer los nuevos Estados y, sin convicción, proponer una nueva Constitución que incorporara a las repúblicas independientes a una especie de acuerdo confederal. Entre tanto, a unos cuantos metros de allí, Borís Yeltsin y el Parlamento ruso estaban estableciendo un Estado independiente. En noviembre, Yeltsin había sometido al control central prácticamente toda la actividad financiera y económica que se desarrollaba dentro del territorio de Rusia. La Unión Soviética era ya una cascara vacía, carente de poder y de recursos.
Para entonces las principales instituciones de la Unión Soviética estaban o bien en manos de Estados independientes o habían dejado de existir: el 24 de octubre el propio KGB fue formalmente suprimido. Cuando Gorbachov propuso un nuevo tratado de constitución de la comunidad económica de Estados independientes, gran parte de las repúblicas secesionistas se negaron simplemente a firmarlo. En octubre, las repúblicas occidentales no acudieron a las reuniones del Soviet Supremo de la Unión Soviética. Finalmente, el 8 de diciembre, el presidente y los primeros ministros de Rusia, Ucrania y Bielorrusia —los Estados eslavos esenciales del imperio soviético—, reunidos cerca de Minsk, asumieron la responsabilidad de denunciar el Tratado de Unión de 1922, y acabaron de hecho con la Unión Soviética. Para sustituirla, proponían la constitución de una Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Al enterarse de esto, Gorbachov tachó furiosamente la iniciativa de «ilegal y peligrosa». Pero las opiniones del presidente de la Unión Soviética ya no preocupaban a nadie: como el mismo Gorbachov estaba comprendiendo por fin, en realidad él no estaba a cargo de nada. Nueve días después, el 17 de diciembre, Gorbachov se reunió con Yeltsin y ambos acordaron (o, más bien, Gorbachov aceptó) que la Unión Soviética debía ser oficialmente suprimida: sus ministerios, embajadas y ejércitos pasarían a control ruso y, jurídicamente, su papel internacional lo heredaría la República Rusa.
Veinticuatro horas más tarde, Gorbachov anunciaba su intención de dimitir como presidente del Soviet. El día de Navidad de 1991 la bandera rusa sustituyó a la enseña soviética en lo alto del Kremlin: Mijaíl Gorbachov cedió sus prerrogativas como comandante en jefe a Yeltsin, presidente de Rusia, y abandonó su puesto. A las cuarenta y ocho horas Gorbachov había desalojado su oficina, que ocupó Yeltsin. En la medianoche del 31 de diciembre de 1991 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas dejó de existir.
La desaparición de la Unión Soviética fue algo realmente notable, sin parangón en la historia contemporánea. No fue una guerra con otro país, ni una revolución sangrienta, ni una catástrofe natural. Un enorme Estado industrial —una superpotencia militar— se limitó a derrumbarse: su autoridad se agotó, sus instituciones se evaporaron. Como hemos visto en los casos de Lituania y del Cáucaso, el proceso de desmembramiento de la Unión Soviética no careció por completo de violencia, y en algunas de las repúblicas independientes habría más combates en años posteriores. Pero, en líneas generales, el país más grande del mundo abandonó la escena casi sin rechistar. Seguramente sea exacto calificar este proceso de incruenta retirada de un imperio, aunque la definición apenas sirva para captar la inesperada facilidad de todo el proceso.
Entonces, ¿por qué fue todo tan aparentemente indoloro? ¿Por qué, después de décadas de violencia interna y de agresiones exteriores, la primera sociedad socialista del mundo se hundió sin siquiera tratar de defenderse? Evidentemente, una de las razones es que, en realidad, nunca llegó a existir, es decir, que, en palabras del historiador Martin Malia, «el socialismo, como tal, no existe, y fue la Unión Soviética la que lo levantó». Pero si esto explica la futilidad de la autoridad comunista en los Estados satélites, amparada únicamente en la sombra del Ejército Rojo, en realidad no basta para explicar lo que le ocurrió a la propia patria imperial. Aunque la sociedad que el comunismo decía haber construido fuera esencialmente fraudulenta, el Estado leninista, después de todo, era indudablemente real. Y era un producto autóctono.
En parte, la respuesta radica en el éxito inesperado que tuvo Mijaíl Gorbachov al destripar el aparato administrativo y represivo del que dependía el Estado soviético. Una vez que el Partido perdió el control, una vez que quedó claro que el ejército y el KGB no actuarían sin piedad para aplastar a los críticos del régimen y castigar la disidencia —y esto no fue evidente hasta 1991—, las naturales tendencias centrífugas de un enorme imperio territorial pasaron a un primer plano. Sólo entonces saltó a la vista —a pesar de setenta años de vigorosas proclamas— que en realidad no había una auténtica sociedad comunista: sólo un Estado marchito y sus inquietos ciudadanos.
Sin embargo —y éste es el segundo aspecto de la explicación— el Estado soviético no desapareció realmente. Más bien fue la Unión Soviética la que se hizo añicos, creando múltiples Estados herederos, muchos de ellos gobernados por experimentados burócratas comunistas cuya reacción instintiva fue reproducir e imponer los sistemas y la autoridad que hasta entonces habían ejercido como cargos soviéticos. En la mayoría de esas repúblicas no hubo «transición a la democracia»; la transición se produjo, si acaso, un poco después. El poder estatal autocrático, el único que la mayoría de los habitantes del interior del imperio soviético había conocido en su vida, no fue tanto destronado como mermado. Desde el exterior, el cambio parecía drástico, pero, en el interior, sus consecuencias se vivieron como algo bastante menos radical.
Además, mientras que los secretarios comunistas locales que tan apaciblemente mutaron en presidentes de Estados nacionales tenían todas las razones del mundo para actuar con decisión en la consolidación de sus feudos, las autoridades centrales soviéticas carecían de feudos territoriales propios que proteger. Lo único que podían ofrecer era un retorno a las decrépitas estructuras que con tanto denuedo había cercenado Gorbachov; no es sorprendente que carecieran de voluntad para continuar la lucha[19]. El único líder ex comunista con poder en Moscú era Borís Yeltsin; como hemos visto, actuó realmente con decisión, pero para defender una Rusia que renacía.
De este modo, no debe considerarse que la proliferación de Estados postsoviéticos demuestre que la Unión Soviética se derrumbó por el peso de un nacionalismo hasta el momento inactivo y recientemente reavivado en las repúblicas que la conformaban. Con la excepción de los países bálticos, cuya trayectoria era muy parecida a la de sus vecinos occidentales, las ex repúblicas eran también fruto de la planificación soviética y, como ya se ha visto, solían ser bastante complejas étnicamente. Hasta en los Estados independientes de nuevo cuño había muchas minorías vulnerables (sobre todo los omnipresentes rusos): antiguos ciudadanos soviéticos que con razón lamentarían la pérdida de la protección «imperial» y que enfocarían su nueva situación con bastante ambigüedad.
No eran los únicos. Cuando el presidente estadounidense George Bush visitó Kiev el 1 de agosto de 1991 hizo lo posible por recomendar públicamente a los ucranianos que siguieran en la Unión Soviética. «Ha habido quien ha instado a Estados Unidos —declaró— a elegir entre apoyar al presidente Gorbachov y apoyar a los líderes independentistas de toda la Unión Soviética. Me parece que ésta es una alternativa falaz. El presidente Gorbachov ha tenido éxitos asombrosos… Mantendremos una relación lo más sólida posible con el Gobierno soviético del presidente Gorbachov». Este intento, realmente torpe, de sostener al presidente soviético, que era cada vez más vulnerable, no equivalía de verdad a refrendar el mantenimiento de la Unión Soviética… pero se acercaba peligrosamente.
La advertencia pública del presidente estadounidense sirve para recordarnos una vez más el reducido papel que desempeñó Estados Unidos en todo este proceso. Con el debido respeto a la autocomplaciente interpretación que ha asumido el relato oficial estadounidense, Washington no «derribó» el comunismo: éste se hundió motu proprio. Entre tanto, si el público ucraniano de Bush hizo caso omiso a sus consejos y votó, unos meses después, abrumadoramente a favor de abandonar para siempre la Unión, no fue por un súbito acceso de entusiasmo patriótico. Las independencias de Ucrania, Moldavia e incluso Georgia no fueron tanto fruto de la autodeterminación como del instinto de conservación: algo que a la postre se vería que proporciona una base sólida para crear un Estado, pero escasos fundamentos para asentar una democracia.
Nada en la vida de la Unión Soviética fue tan característico como el hecho de abandonarla. En gran medida, lo mismo puede decirse de la ruptura de Checoslovaquia, el «divorcio de terciopelo» de eslovacos y checos pacífica y amigablemente consumado el 1 de enero de 1993, A primera vista, éste podría parecer un ejemplo de manual de la crecida natural de los sentimientos étnicos en el vacío creado por el comunismo: el «retorno de la historia» en forma de renacimiento nacional. Y evidentemente así fue como lo anunciaron muchos de sus protagonistas locales. Pero, si se observa con más atención, la división de Checoslovaquia en dos Estados diferentes —Eslovaquia y la República Checa— pone de manifiesto una vez más, a escala reducida y en el centro de Europa, las limitaciones de ese tipo de interpretación.
Está claro que no faltaba «historia» a la que remitirse. Los checos y los eslovacos, por muy idénticos que les parecieran a los atónitos extranjeros, habían tenido pasados notablemente diferentes. Bohemia y Moravia —los territorios históricos que formaban las tierras checas— no sólo podían presumir de un destacado pasado medieval y renacentista en el centro del Sacro Imperio Romano, sino que también habían tenido un papel primordial en la industrialización de Europa central. En la mitad austríaca del Imperio de los Habsburgo, los checos habían disfrutado de una autonomía creciente y de una considerable prosperidad. En 1914, su ciudad principal, Praga —una de las glorias estéticas del continente— era un importante centro del modernismo artístico y literario.
Los eslovacos, por el contrario, tenían poco de qué presumir. Gobernados durante siglos desde Budapest, carecían de una historia nacional propia: dentro de la mitad húngara del Imperio no se les consideraba «eslovacos» sino campesinos de lengua eslava de la Hungría rural septentrional. En la región eslovaca, los habitantes de las ciudades eran predominantemente alemanes, húngaros o judíos: no era casual que la ciudad más populosa de la zona, una conurbación danubiana poco atractiva, situada a pocos kilómetros al este de Viena, se conociera unas veces como Pressburg (para los austríacos germanoparlantes) y otras como Pozsony (para los húngaros). Sólo con la independencia de Checoslovaquia en 1918, y la incorporación de los eslovacos a la misma, un tanto a regañadientes, se convertiría en segunda ciudad del nuevo Estado con el nombre de Bratislava.
La República de Checoslovaquia del periodo de entreguerras fue democrática y liberal según los cánones predominantes en la zona, pero sus instituciones centralizadas favorecieron enormemente a los checos, que ocuparon casi todos los puestos de poder e influencia. Eslovaquia era una mera provincia y, además, pobre y un tanto desfavorecida. De este modo, el mismo impulso que llevó a muchos de los tres millones de ciudadanos de habla alemana del país a escuchar a los separatistas nazis, condujo también a cierta parte de los dos millones y medio de eslovacos del país a mirar con simpatía a los populistas de su región, que exigían autonomía e incluso independencia. En marzo de 1939, cuando Hitler absorbió las regiones checas, creando el protectorado de Bohemia y Moravia, en Eslovaquia se estableció un Estado títere, autoritario y clerical, bajo la dirección del padre Józef Tiso. De manera que el primer Estado independiente eslovaco de la historia surgió a instancias de Hitler y sobre el cadáver de la República de Checoslovaquia.
A posteriori, resulta difícil precisar qué grado de aceptación tuvo la «independencia» eslovaca durante la guerra. Después de la contienda fue desacreditada tanto por su propio historial (Eslovaquia deportó a los campos de exterminio prácticamente a todos los ciento cuarenta mil judíos que habitaban en ella antes de la guerra) como por su estrecha dependencia respecto al amo nazi. Después de su liberación, Checoslovaquia volvió a constituirse en un único Estado y las expresiones de nacionalismo eslovaco no se vieron con buenos ojos. De hecho, en los primeros años del estalinismo, la acusación de ser un «nacionalista eslovaco burgués» era una de las que se lanzaban a los supuestos acusados durante los juicios espectáculo organizados entonces (Gustav Husák pasó seis años en prisión por esa acusación).
Pero, con el tiempo, los comunistas de Checoslovaquia, como los de otros lugares, llegaron a comprender las ventajas que tenía fomentar un cierto grado de sentimiento nacional. Los reformistas de 1968 (muchos de ellos de origen eslovaco), haciéndose eco del aumento de dicho sentimiento en Bratislava, propusieron, como ya se ha visto, una nueva Constitución federal que diera cabida a dos repúblicas distintas: la checa y la eslovaca; de todas las innovaciones importantes debatidas o puestas en marcha durante la Primavera de Praga, ésta fue la única que sobrevivió a la «normalización» posterior. Las autoridades del partido, después de tratar a la católica y rural Eslovaquia como territorio hostil, ahora llegaban, incluso, a favorecerla (véase el capítulo XIII).
El retraso de Eslovaquia —o, más bien, la ausencia en su territorio de grandes concentraciones de urbanitas preparados de clase media— ahora obraba a su favor. Con menos coches y televisiones y peores comunicaciones que los habitantes de las provincias occidentales, los eslovacos parecían menos vulnerables a la influencia extranjera que los radicales y disidentes asentados en Praga, que tenían acceso a medios de comunicación extranjeros. En consecuencia, sufrieron mucho menos durante la represión y las purgas de los años setenta. Ahora eran los «checos» los que se llevaban la peor parte del desdén de las autoridades[20].
Si tenemos en cuenta esta historia, la ruptura de Checoslovaquia después de 1989 podría parecer, si no algo cantado, sí como mínimo un resultado lógico de unas décadas de mutua animadversión que, reprimida y explotada por el comunismo, no había sido olvidada. Pero no fue así. En los tres años que median entre el final del comunismo y la separación definitiva, todas las encuestas mostraban que la mayoría de los checos y los eslovacos eran partidarios de mantener algún tipo de estado checoslovaco común. Y tampoco la clase política estaba profundamente dividida al respecto: en términos generales, tanto en Praga como en Bratislava estaban de acuerdo en que al final la nueva Checoslovaquia sería una federación, compuesta por dos partes enormemente autónomas. Y el nuevo presidente, Václav Havel, creía con firmeza, y así lo proclamaba públicamente, en mantener a checos y eslovacos en el mismo país.
La escasa relevancia inicial de la cuestión «nacional» se puede apreciar en el resultado de las primeras elecciones libres de junio de 1990. En Bohemia y Moravia el Foro Cívico de Havel logró la mitad de los sufragios, mientras que gran parte de los demás votos se dividieron entre los comunistas y los democristianos. En Eslovaquia el panorama era más complejo: el partido hermano del Foro Cívico, Público contra la Violencia (PCV), fue el más votado, pero una parte considerable de los sufragios se repartió entre los democristianos, los comunistas, los cristianodemócratas húngaros y los verdes[21]. Sin embargo, el Partido Nacional Eslovaco, ahora reconstituido, sólo obtuvo el 13,9 de los votos en las elecciones al denominado Consejo Nacional Eslovaco y el 11 por ciento en los comicios a delegados de la Asamblea Federal (Parlamento). Menos de uno de cada siete electores eslovacos optó por la única formación política partidaria de dividir el país en dos circunscripciones étnicas distintas.
Con todo, durante 1991 el Foro Cívico comenzó a desintegrarse. Lo que había sido una alianza basada en un enemigo común (el comunismo) y un líder popular (Havel), ya no tenía ni lo uno ni lo otro: el comunismo había desaparecido y Havel era el presidente de la República, supuestamente por encima de las pugnas políticas. Ahora las diferencias entre antiguos colegas saltaban a la palestra y los doctrinarios partidarios del libre mercado, dirigidos por el ministro de Hacienda Václav Klaus (que se proclamaba thatcheriano), tenían cada vez más influencia. En abril de 1991, después de que el Parlamento aprobara una amplia ley de privatizaciones de empresas públicas, el Foro Cívico se escindió y la facción de Klaus (la dominante), se convirtió en el Partido Democrático Cívico.
Klaus estaba decidido a conducir rápidamente al país por la senda del «capitalismo». Pero mientras que en las tierras checas ese objetivo sí contaba con apoyos reales, no era así en Eslovaquia. La privatización, el libre mercado y la reducción del sector público apenas atraían a la mayoría de los eslovacos, que dependían mucho más que los checos del empleo que proporcionaban fábricas, minas y acerías estatales deficitarias y desfasadas: «empresas» de improbable atractivo para el capital extranjero o los inversores privados que ya no podían contar con un mercado protegido para sus productos. Para muchos círculos empresariales y políticos de Praga, Eslovaquia era una pesada herencia.
Entre tanto, Público contra la Violencia también se desunió, por razones análogas. Su personaje público más destacado era ahora Vladimír Mečiar, un ex boxeador que había tenido un papel relativamente menor en los acontecimientos de 1989, pero que desde entonces había demostrado más maña que sus colegas para esquivar los escollos de la política democrática. Después de los comicios de junio había formado parte del Gobierno en el Consejo Nacional Eslovaco, pero su repelente estilo personal produjo una escisión de su coalición y Mečiar fue sustituido por el católico Jan Čarnogurský. Como cabía esperar, Mečiar abandonó PCV para formar su propio grupo, el Movimiento para una Eslovaquia Democrática.
Entre el otoño de 1991 y el verano de 1992 representantes de las administraciones checa y eslovaca mantuvieron largas negociaciones, tratando de acordar las bases de una Constitución descentralizada y federal, que era la que deseaba una clara mayoría de los políticos y votantes de ambas partes. Pero ahora Mečiar, con el fin de crear una zona de influencia para él y su partido, enarboló la bandera del nacionalismo eslovaco, un asunto en el que hasta entonces no había mostrado gran interés. Informó a sus simpatizantes de que los eslovacos sufrían toda clase de amenazas: desde los planes de privatización checos hasta el separatismo húngaro, pasando por las perspectivas de absorción por parte de Europa. Lo que ahora estaba en juego era su existencia nacional (por no hablar de su medio de vida).
Encumbrado por esa retórica y por su chabacano, pero carismático comportamiento público, Mečiar llevó a su nuevo partido a una clara victoria en las elecciones federales de junio de 1992, en las que logró casi el 40 por cierno de los sufragios en Eslovaquia. Entre tanto, en las regiones checas, el nuevo Partido Democrático Cívico de Václav Klaus, aliado con los democristianos, también salió victorioso. Con Klaus como primer ministro de la zona checa, ahora las dos mitades de la República Federal estaban en manos de hombres que, por razones diferentes pero complementarias, no lamentarían la división del país. Ahora, únicamente el presidente federal representaba, en términos constitucionales y con su propia persona, el ideal de una Checoslovaquia unida y federal.
Pero Václav Havel ya no tenía el favor popular de antes y, en consecuencia, ya no era tan influyente como lo había sido menos de dos años atrás. Su primera visita oficial como presidente no había sido a Bratislava, sino a Alemania, una iniciativa comprensible dada la tradicional enemistad checogermana y la necesidad que tenía el país de hacer amigos en Europa occidental; sin embargo, desde el punto de vista de la sensibilidad eslovaca, fue un error táctico. Además, Havel no siempre estuvo bien arropado por sus colaboradores: en marzo de 1991, su portavoz Michael Žantovský declaró que la política eslovaca estaba cayendo en manos de ex comunistas y de personas para las que la época del Estado eslovaco era la edad de oro de la nación eslovaca[22].
La declaración de Žantovský no iba del todo desencaminada, pero en el contexto del momento fue como si sus palabras hicieran realidad el fenómeno que enunciaban. Al igual que otros disidentes checos, Havel y sus colegas no siempre pensaban bien de los eslovacos, más bien los consideraban provincianos patrioteros que, en el mejor de los casos, perseguían con ingenuidad el espejismo de la soberanía y, en el peor, añoraban el Estado títere de la guerra. Irónicamente, Klaus no compartía esos prejuicios progresistas y tampoco le importaba ni para bien ni para mal el pasado eslovaco. Al igual que Mečiar, era un pragmático. Ambos, que ahora eran los dos políticos más poderosos de sus respectivas regiones, se pasaron las semanas siguientes supuestamente negociando los términos del tratado de constitución de una Checoslovaquia federal.
Es improbable que hubieran podido llegar a un acuerdo: Mečiar exigía los derechos de emisión de moneda y crediticios de una república eslovaca prácticamente soberana, una moratoria en las privatizaciones, la recuperación de las subvenciones de la época comunista, además de multitud de medidas adicionales, todas ellas anatema para Klaus, que se obstinaba en acometer a marchas forzadas su plan de instauración de un mercado sin restricciones. De hecho, las reuniones que mantuvieron durante junio y julio de 1992 no fueron realmente negociaciones: Klaus se hacía el sorprendido y el disgustado ante las exigencias de Mečiar, aunque los muchos discursos de éste hacían bastante evidentes sus pretensiones. En realidad, era Klaus, y no al revés, el que estaba manejando al líder eslovaco para llegar a un punto de ruptura.
En consecuencia, aunque la mayoría de los diputados eslovacos del Consejo Nacional eslovaco y de la Asamblea Federal hubieran aceptado de buen grado un tratado que concediera autonomía total e igual peso dentro de un Estado federal a cada una de las mitades del país, se vieron ante la tesitura de aceptar un hecho consumado. Al estancarse las negociaciones, Klaus les decía realmente a sus interlocutores: como parece que somos incapaces de llegar a un acuerdo, quizá podríamos abandonar estos infructuosos esfuerzos e ir cada uno por nuestro lado. Los eslovacos, ante la aparente realización de sus propios deseos, cayeron en la trampa del asentimiento, en muchos casos sabiendo que era un error.
En consecuencia, el 17 de julio de 1992 el Consejo Nacional eslovaco adoptó una nueva bandera, una nueva Constitución y un nuevo nombre: República Eslovaca. Una semana después, Klaus y Mečiar, este último todavía ligeramente aturdido por su propio éxito, acordaron dividir el país a partir del 1 de enero de 1993. Ese día Checoslovaquia desapareció y sus dos repúblicas se convirtieron en Estados independientes, con Klaus y Mečiar como sus respectivos primeros ministros. Václav Havel, cuyos esfuerzos por mantener unido el país habían sido cada vez más desesperados —y completamente ignorados en los últimos meses— dejó de ser presidente de Checoslovaquia y se reencarnó en presidente de la recortada República Checa[23].
Durante algún tiempo no se supo si el divorcio había sido bueno para los dos socios: durante la primera década postcomunista ni la República Checa ni Eslovaquia fueron países boyantes. Tanto la «terapia de choque» de Klaus como el nacionalcomunismo de Mečiar fracasaron, aunque de distinta manera. Sin embargo, a pesar de que los eslovacos llegaron a lamentar sus devaneos con Vladimír Mečiar y de que la estrella de Klaus declinó en Praga, la nostalgia de Checoslovaquia nunca fue muy evidente. El divorcio checoslovaco fue un proceso manipulado en el que la derecha checa consiguió lo que decía no haber buscado y los populistas eslovacos lograron bastante más de lo que pretendían; el resultado no entusiasmó a casi nadie, pero tampoco se apreció un malestar duradero. Al igual que había ocurrido con la ruptura de la Unión Soviética, el poder del Estado y la maquinaria política que había generado no se vieron amenazados, sólo se duplicaron.
La división de Checoslovaquia fue producto del azar y de las circunstancias. También fue una obra humana. Si el control hubiera estado en manos de otras personas —y si los resultados de las elecciones de 1990 y 1992 hubieran sido diferentes— la historia no habría sido la misma. El contagio tampoco tuvo una gran importancia: el ejemplo de la Unión Soviética —y de los acontecimientos que ocurrían en los Balcanes— hizo que el cisma que dividió a las dos «repúblicas nacionales» de un pequeño país centroeuropeo resultara menos absurdo o inaceptable de lo que podría haber sido en otras circunstancias. Si en 1992 se hubiera consensuado la constitución de un Estado federal —si Checoslovaquia hubiera durado unos cuantos años más— es muy poco probable que en Praga o Bratislava hubiera habido nadie con razones para continuar sus peleas: las perspectivas de admisión en la Unión Europea habrían centrado su atención y las sangrientas masacres en la cercana Bosnia habrían ocupado su mente.