XVI
Una época de transición
Con la perspectiva que da el tiempo, nuestro gran error fue permitir que se celebraran elecciones. Ésa fue nuestra perdición.
OTELO SARAIVA DE CARVALHO
España es el problema, Europa es la solución.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Europa no sólo tiene que ver con resultados materiales, también con un espíritu. Europa es un estado de ánimo.
JACQUES DELORS
En el norte de Europa los cambios nacionales e internacionales se producían siempre sobre el telón de fondo de los tratos entre las superpotencias y la división entre el Este y el Oeste del continente. Pero en la Europa mediterránea, lo que predominaba eran las inquietudes locales. Hasta comienzos de los setenta, España, Portugal y Grecia eran la periferia de Europa en un sentido que iba más allá de lo puramente geográfico. Pese a su posición «occidental» durante la Guerra Fría (Portugal y Grecia pertenecían a la OTAN), los tres países estaban bastante al margen. Sus economías —enormemente dependientes tanto de las remesas enviadas por su mano de obra rural excedente, que trabajaba en el extranjero, como de un creciente sector turístico— se parecían a las de otros países del perímetro meridional europeo, como Yugoslavia o Turquía. El nivel de vida en el sur de España y en gran parte de Portugal y Grecia era comparable al de Europa del Este y al de ciertas zonas del mundo en vías de desarrollo.
A comienzos de los setenta los tres países estaban gobernados por regímenes autoritarios más propios de América Latina que de Europa occidental; parecía que la mayoría de las transformaciones políticas de las décadas de postguerra los habían dejado a un lado. En Portugal —regida por António Salazar entre 1932 y 1970— y España —donde el general Franco dio un golpe de Estado en 1936 y dominó el país sin ser cuestionado entre 1939 y su muerte, ocurrida en 1975— las jerarquías de autoridad de otra época se habían quedado congeladas y en su sitio. En Grecia, una conspiración militar había derrocado al rey y el Parlamento en 1967 y, desde entonces, el país había estado gobernado por una junta de coroneles. El espectro de su inestable pasado se cernía opresivamente sobre las poco halagüeñas perspectivas de futuro de los tres países.
La historia reciente de Grecia, como la de España, se hallaba bajo la sombra de la guerra civil. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el partido comunista (KKE) aterrorizó a los pueblos que controlaba, y permitió que en el recuerdo de muchos la izquierda radical fuera unida a la represión y la atrocidad. Después de que los comunistas abandonaran la lucha en octubre de 1949, a la izquierda le tocó el turno de sufrir una constante represión. Partisanos de la época de la guerra (entre ellos muchos que habían luchado contra los alemanes en los primeros años) fueron obligados a exiliarse durante décadas. A los que se quedaron, incluidos sus hijos y a veces hasta sus nietos, se les impidió acceder a la función pública hasta bien entrados los setenta. En la tristemente famosa cárcel de la isla de Makronisos, los comunistas cumplieron largas penas y sufrieron tratos terriblemente brutales[1].
Pero las divisiones políticas de Grecia, por muy ordenadamente que parecieran encajar en las categorías de la Guerra Fría, siempre estuvieron dominadas por intereses netamente nacionales. En marzo de 1949, en plena pugna entre Tito y Stalin, el servil KKE promoscovita hizo un anuncio por radio (desde Bucarest) refrendando la reivindicación de independencia para Macedonia. Al fomentar la fragmentación territorial de Yugoslavia pretendía debilitar a Tito, pero no fue eso lo que consiguió. Por el contrario, la consecuencia fue reducir durante toda una generación la credibilidad interna del comunismo griego, al sugerir que una victoria comunista dentro del país conllevaría la autonomía para la región norteña de Macedonia, con una minoría eslava y otra albanesa, y, con ello, la ruptura del Estado griego.
Todo esto tenía gran importancia porque el nacionalismo griego era especialmente inseguro, incluso en el contexto de la región. Los conservadores políticos griegos de la postguerra, siempre pendientes de un posible conflicto con Turquía, su antiguo amo imperial, en estado de guerra con Albania desde 1940 (circunstancia que no se solventó hasta 1985), y sin disposición a reconocer siquiera la existencia de una enorme comunidad eslava en las zonas colindantes con Yugoslavia y Bulgaria, optaron enérgicamente por el orden y la estabilidad antes que por la democracia o la reconciliación postbélica. El rey de Grecia, con su ejército y sus ministros, combinando los antiguos intereses griegos con las nuevas divisiones internacionales, se presentó ante Occidente como el aliado más fiable en una región inestable.
Su lealtad fue muy bien recompensada[2]. En febrero de 1947, el Tratado de París obligó a Italia a ceder las islas del Dodecaneso a Atenas. Grecia fue uno de los más importantes receptores de la ayuda estadounidense, tanto después de la proclamación de la doctrina Truman como en virtud del Plan Marshall. El país fue admitido en la OTAN en 1952 y las fuerzas armadas griegas recibieron encantadas una nutrida asistencia práctica, en forma de planificación y de material. De hecho, el papel del ejército habría de resultar crucial. Al principio, los británicos habían esperado legar a la Grecia liberada un ejército auténticamente apolítico y una policía moderna; pero, dadas las circunstancias espacio-temporales, la labor resultó imposible. De manera que el ejército griego, después de ocho años de guerra, era una fuerza rematadamente anticomunista, monárquica y antidemocrática, cuya lealtad a la OTAN y a sus colegas estadounidenses era bastante más sólida que cualquier compromiso que pudiera tener con las instituciones políticas o las leyes de su propio Estado.
En realidad, de forma bastante similar a los tradicionales oficiales españoles en este sentido, los griegos creían que ellos mismos, y no los efímeros documentos constitucionales que se comprometieron a defender, eran los garantes de la nación y de su integridad. El ejército participó desde el principio en la vida política griega de la postguerra: en las elecciones nacionales de comienzos de los cincuenta, el victorioso partido Unión Helénica (ES, en sus siglas griegas) estaba dirigido por el mariscal Aléxandros Papagos, comandante de las fuerzas gubernamentales durante la guerra civil. Hasta 1963 el ejército no tuvo ningún problema en apoyar a Konstantinos Karamanlís, que rebautizó el ES con el nombre de Unión Nacional Radical (ERE) y logró victorias electorales en 1956,1958 y 1961 (aunque después de ésta, la última y más aplastante, se sospechó que había cometido un fraude electoral generalizado).
Por su parte, Karamanlís no era ni ideológicamente anticomunista ni especialmente cercano a las fuerzas armadas. Pero no resulta irrelevante que naciera en la Macedonia griega y que fuera profundamente antieslavo. De familia campesina y confesión ortodoxa, era por instinto provinciano, nacionalista y conservador: un digno representante de su país y un instrumento seguro tanto para los diplomáticos estadounidenses como para los oficiales griegos, que no manifestaba deseos de imponer ninguna supervisión civil al ejército ni de investigar demasiado los crecientes rumores de redes y conspiraciones políticas antiparlamentarias de alto nivel. Con Karamanlís, Grecia mantuvo su estabilidad, aunque económicamente estancada y con bastante corrupción.
Pero en mayo de 1963 un parlamentario de izquierdas, Grigoris Lambrakis, fue atacado en Tesalónica mientras pronunciaba un discurso ante una concentración por la paz. Su muerte cinco días después proporcionó un mártir político a la izquierda y al creciente movimiento pacifista griego, mientras que el estudiado fracaso de las investigaciones oficiales a la hora de esclarecer las turbias circunstancias del asesinato de Lambrakis dio lugar a multitud de sospechas[3]. Seis meses después, Karamanlís perdía las elecciones por un escaso margen ante la Unión de Centro de Giorgios Papandreu, una agrupación moderada respaldada por la creciente clase media urbana del país. Al año siguiente, en una nueva ronda electoral, el partido de Papandreu y sus aliados obtuvieron aún mejores resultados, lograron mayoría absoluta e hicieron que su porcentaje de sufragios pasara del 42 al 52,7 por ciento.
La nueva mayoría parlamentaria exigió una investigación sobre el fraude en los comicios de 1961 y comenzaron a aumentar las tensiones entre el Parlamento y el joven rey Constantino. Las simpatías políticas conservadoras del monarca eran del dominio público y cada día sufría más presiones para que destituyera a Papandreu, que finalmente fue obligado a dimitir. Le sucedió una serie de primeros ministros interinos, que nunca pudieron formar mayorías parlamentarias estables. Las relaciones entre el Parlamento y la corte se tensaron aún más cuando un grupo de oficiales progresistas fue acusado de conspirar con Andreas, hijo de Giorgios Papandreu. En marzo de 1967, veintiuno de ellos fueron sometidos a un consejo de guerra.
Para entonces, del régimen parlamentario griego sólo quedaba el nombre. Los conservadores y los oficiales militares advertían en tono sombrío contra la creciente influencia comunista en el conjunto del país. El rey se negó a colaborar con la mayoría de la Unión de Centro, a la que acusaba de depender de los votos de la extrema izquierda, mientras que la opositora Unión Nacional Radical se negó a apoyar los sucesivos intentos de instalar gobiernos provisionales. Finalmente, en abril de 1967, la propia Unión Nacional Radical formó un gobierno en minoría que sólo duró hasta que el Rey disolvió el Parlamento y convocó nuevas elecciones.
La frustración popular y el callejón sin salida parlamentario, así como la sensación generalizada de que el Rey había tenido un papel inaceptablemente partidista, sugerían que las elecciones venideras producirían un giro aún mayor hacia la izquierda. Esgrimiendo precisamente esta excusa —la «amenaza comunista» tantas veces invocada en Grecia desde 1949— y señalando las indudables deficiencias de las instituciones democráticas griegas y la incompetencia de su clase política, un grupo de oficiales integrados en los arraigados círculos derechistas castrenses se hizo con el poder el 21 de abril.
Bajo la dirección del coronel Giorgios Papadópoulos, llenaron las calles de Atenas y de otras ciudades de tanques y paracaidistas; detuvieron a políticos, periodistas, sindicalistas y otros personajes públicos; tomaron todos los puntos neurálgicos habituales, y se declararon salvadores de la nación: la «democracia», según explicaron, «quedaba en suspenso». El rey Constantino, de forma pasiva, aunque entusiasta, asintió y aceptó que los golpistas juraran su cargo. Ocho meses después, tras un desganado intento de contragolpe, Constantino y su familia huyeron a Roma, sin que nadie lo lamentara. La Junta nombró a un regente y Papadópoulos fue designado primer ministro.
El golpe de los coroneles fue un pronunciamiento clásico. Inicialmente violentos y siempre represivos, Papadópoulos y sus colegas destituyeron casi a un millar de funcionarios, encarcelaron o expulsaron a políticos de centro o de izquierda, y aislaron el país durante siete sofocantes años. Los coroneles, antimodernos hasta extremos grotescos, censuraron la prensa, ilegalizaron las huelgas y prohibieron tanto la música moderna como la minifalda. También prohibieron los estudios de sociología, de ruso y de búlgaro, además de las obras de Sófocles, Eurípides y Aristófanes. De estilo populista y práctica paternalista, estaban obsesionados con las apariencias. En el régimen de los coroneles, el pelo largo estaba prohibido. Los uniformes de los guardias de palacio y de otros puestos protocolarios fueron sustituidos por chillones trajes tradicionales griegos. Atenas adoptó un aire especialmente impoluto y marcial.
Las consecuencias económicas del golpe de Estado griego fueron contradictorias. El turismo no se vio afectado, ya que los viajeros con conciencia política que boicotearon a la Grecia de los coroneles fueron rápidamente sustituidos por turistas atraídos por centros de vacaciones baratos, pero de reglamento asfixiante. La inversión extranjera, que en el caso de Grecia no había empezado hasta más o menos una década antes del golpe, y un constante incremento del PIB, que desde 1964 crecía a una media anual del seis por ciento, tampoco sufrieron a causa de la situación política: al igual que en España, los bajos salarios (secundados por la represión de las protestas sindicales) y un régimen basado en la «ley y el orden» proporcionaban un entorno benigno para el capital extranjero. Inicialmente, la junta militar tuvo incluso un amplio respaldo en las zonas rurales de las que, en líneas generales, procedían los coroneles, sobre todo después de que condonaran toda la deuda campesina en 1968[4].
Pero los instintos autárquicos de los coroneles favorecieron un retorno a la tradicional costumbre de sustituir las importaciones con artículos de mala calidad producidos por ineficientes fabricantes locales, protegidos de la competencia exterior. Esta práctica acabaría por enfrentar al régimen militar con las clases medias urbanas del país, cuyos intereses en cuanto a consumo y producción acabarían imponiéndose en pocos años al alivio que sentían por haberse librado de los pendencieros políticos. Y los coroneles, mediocres hasta para los criterios poco exigentes de su casta, no tenían nada que ofrecer para el futuro: ningún proyecto para integrar Grecia en una Comunidad Europea en ciernes y en expansión, y ninguna estrategia para volver a un régimen civil.[5]
Además, el régimen, bastante seguro en el interior, estaba cada vez más aislado en el exterior: en diciembre de 1969 el Consejo de Europa votó por unanimidad la expulsión de Grecia; dos meses más tarde, la CEE rompió todas las negociaciones con la junta militar. El régimen de los coroneles descansaba, más descaradamente que cualquier otro, en la fuerza. En consecuencia, encajaba a la perfección que la dictadura cayera durante un torpe intento de aplicar la fuerza allende sus fronteras, con objeto de resolver el enquistado problema de Chipre.
La isla de Chipre, parte del Imperio Otomano desde 1571, había estado bajo administración británica desde 1878 y el Reino Unido se la anexionó unilateralmente al estallar la Primera Guerra Mundial. Situada en el extremo oriental del Mediterráneo, cerca de Anatolia, y muy apartada tanto de la tierra firme helena como de cualquiera de sus islas periféricas, Chipre no dejaba de tener una mayoría de lengua griega y credo ortodoxo oriental, cada vez más dispuesta a unirse con el Estado griego. Era comprensible que la minoría turca, alrededor del 18 por ciento de la población de la isla, se opusiera a cualquier arreglo de ese tipo y que contara con el apoyo vehemente de las autoridades de Ankara. La suerte de Chipre —atrapada entre los esfuerzos que realizaba el Reino Unido para librarse de un problemático legado imperial y la tradicional enemistad greco-turca— siguió sin resolverse y mantuvo su carga perturbadora durante la década de 1950.
Al negárseles la posibilidad de enosis (unión con Grecia), los líderes de la mayoría grecochipriota aceptaron un tanto a regañadientes la independencia, que el Reino Unido concedió en 1960, conservando ciertos derechos de tránsito y una base aérea de importancia estratégica. La nueva República de Chipre, cuya soberanía y Constitución garantizaban el Reino Unido, Turquía y Grecia, se regía por un acuerdo de «asociación» grecoturco, dominado por la presidencia del arzobispo Makarios, en su día exiliado por Londres por su condición de terrorista armado y violento, y ahora respetable portavoz de las «razonables» ambiciones grecochipriotas.
Entre tanto, las comunidades griega y turca de la isla convivían en medio de un receloso malestar, interrumpido por esporádicos estallidos de violencia intercomunitaria. Los gobiernos de Atenas y Ankara se proclamaban protectores de sus respectivos compatriotas y amenazaban ocasionalmente con intervenir. Pero la prudencia y la presión internacional les impedían hacerlo, incluso cuando los ataques sufridos por los turcochipriotas en 1963 condujeron a la llegada de una fuerza de paz de la ONU al año siguiente. Pese al monopolio prácticamente total del empleo público y de los puestos de autoridad por parte de los grecochipriotas (ligeramente comparable a la exclusión de los privilegios y del poder a la que sometían los protestantes a los católicos en el Ulster), o quizá a causa de él, la situación en Chipre parecía estable. Pero aunque la isla ya no era causa de crisis, seguía siendo un problema.
Entonces, en 1973, cuando los estudiantes de Atenas (primero los de Derecho, después los de la Escuela Politécnica) abochornaron públicamente a los coroneles oponiéndose por primera vez a su régimen, los militares respondieron distrayendo la atención y tratando de apuntalar su apoyo público volviendo a poner sobre la mesa la reivindicación del carácter griego de Chipre. El general Ioannides, un radical que desplazó a Papadópoulos como jefe de la junta militar después de las manifestaciones de la Politécnica, conspiró con Giorgios Grivas y otros nacionalistas grecochipriotas para derrocar a Makarios y «reunir» la isla con Grecia. El 15 de julio de 1974 unidades de la guardia nacional chipriota, junto a selectos oficiales griegos, asaltaron el palacio presidencial, expulsaron a Makarios (que huyó al extranjero) e instalaron un Gobierno títere que anticipara el control directo desde Antenas.
Sin embargo, ante esta coyuntura, el Gobierno turco anunció su propia intención de invadir la isla para proteger los intereses de la comunidad turcochipriota, y así lo hizo, rápidamente, el 20 de julio. A la semana, dos quintos de la isla estaban en manos turcas. La junta militar griega, incapaz de impedir o de responder a la acción de gran cantidad de fuerzas turcas, parecía impotente: un día ordenaba la movilización total y al siguiente revocaba la orden. Los propios dictadores griegos, enfrentados a la creciente indignación popular que desataba esta humillación nacional, recurrieron al anciano Karamanlís y le pidieron que regresara de su exilio parisino. El 24 de julio, el ex primer ministro volvía a Atenas e iniciaba el retorno del país a un régimen civil.
La transición se realizó con sorprendente facilidad. El Partido Nueva Democracia de Karamanlís (ND) arrasó en las elecciones de noviembre de 1974 y repitió su éxito tres años después. En junio de 1975 se aprobó una nueva Constitución, aunque los partidos de oposición se resistieron inicialmente a aceptar los enormes poderes que concedía al presidente de la República (puesto ocupado por el propio Karamanlís a partir de 1980). Con inesperada prontitud, la política interna griega adoptó el perfil habitual en Europa; se dividió en términos generales entre el centro-derecha (Nueva Democracia) y el centro-izquierda (el Movimiento Socialista Panhelénico, PASOK, dirigido por Andreas, hijo del difunto Giorgios Papandreu y educado en Estados Unidos).
La suavidad con que se produjo el retorno de Grecia a la democracia se debió en parte a la capacidad de Karamanlís para romper con su propio pasado, sin dejar de transmitir al mismo tiempo una imagen de experimentada competencia y de continuidad. En lugar de reconstituir su desacreditada Unión Nacional Radical, formó un nuevo partido. Convocó un referéndum para decidir el futuro de la no menos desacreditada Monarquía y cuando el 69,2 por ciento de los votantes pidió su abolición, contempló el establecimiento de una república. Con el fin de evitar la marginación del ejército se resistió a imponerle las purgas que algunos solicitaban, y prefirió pasar a la reserva a los oficiales de alto rango más comprometidos con la dictadura, recompensando y ascendiendo al mismo tiempo a los leales[6].
Con la Monarquía fuera de la circulación y el ejército neutralizado, Karamanlís tenía que ocuparse del asunto pendiente de Chipre. Ni él ni sus sucesores tenían ninguna intención de reabrir la cuestión de la enosis, pero públicamente tampoco podían hacer como si la presencia turca en la isla no existiera, ni siquiera después del regreso de Makarios a Chipre en diciembre de 1974. En un gesto principalmente simbólico, que contó con la aprobación mayoritaria del país, tanto de la izquierda como de la derecha, Karamanlís sacó a Grecia de la estructura militar de la OTAN durante seis años en protesta por el comportamiento de Turquía, que también formaba parte de ella. Las relaciones grecoturcas quedaron congeladas, marcadas por la proclamación unilateral, realizada en febrero de 1975 por la minoría turca, del Estado Federado Turco de Chipre, y por ocasionales rifirrafes diplomáticos ocasionados por reivindicaciones territoriales en el Egeo oriental.
De este modo, Chipre se convirtió en objeto de preocupación internacional, mientras los diplomáticos y abogados de las Naciones Unidas pasaban décadas infructuosas tratando de resolver las divisiones de la isla. Entre tanto, los políticos griegos se veían liberados de cualquier responsabilidad sobre los asuntos de Chipre (aunque en política interna seguían viéndose obligados a expresar un constante interés por su suerte) y podían centrarse en horizontes más prometedores. Menos de un año después de la caída de los coroneles, en junio de 1975, el Gobierno de Atenas solicitó formalmente la entrada en la Comunidad Europea. El 1 de enero de 1981, en lo que en Bruselas muchos acabarían considerando un lamentable triunfo de la esperanza sobre la sabiduría, Grecia se convirtió en miembro de pleno derecho de la Comunidad.
A diferencia de Grecia, Portugal no tenía experiencia reciente del más mínimo vestigio de democracia. El periodo salazarista había sido especial y conscientemente retrógrado, incluso en el contexto de 1932, año en que se inició; de hecho, en su combinación de clericalismo represivo, corporativismo institucional y subdesarrollo rural, Portugal se parecía bastante a la Austria posterior a 1934. Encajaba por tanto que el Portugal de postguerra contara con el favor de franceses retirados, nostálgicos del régimen de Vichy: Charles Maurras, desacreditado líder de Acción Francesa, era muy admirado por Salazar y se carteó con él hasta su muerte en 1952[7].
El nivel de vida general en el Portugal de Salazar era más propio del África del momento que de la Europa continental; la renta per cápita anual en 1960 sólo ascendía a 160 dólares (frente, por ejemplo, a los 219 de Turquía o los 1.453 de Estados Unidos). Los ricos eran extremadamente ricos, la mortalidad infantil era la más elevada de Europa y el 32 por ciento de la población era analfabeta. A Salazar, un economista que durante algunos años había enseñado en la Universidad de Coimbra, no sólo no le inquietaba el retraso de su país, sino que lo consideraba la clave de su estabilidad: al ser informado de que se había descubierto petróleo en el territorio portugués de Angola, su único comentario fue decir que era una pena.
Al igual que el dictador rumano Ceaușescu, Salazar estaba obsesionado con evitar las deudas y equilibraba a conciencia todos los presupuestos anuales. Mercantilista fanático, acumuló reservas de oro inusualmente cuantiosas, que se ocupó de no gastar ni en inversiones ni en importaciones. A consecuencia de ello, su país se vio atrapado en la pobreza y gran parte de la población trabajaba o en pequeñas empresas familiares del norte o en los latifundios meridionales. Como no disponía de capital local para financiar la industria nacional y al estar claro que la inversión extranjera no era bien recibida, Portugal dependía en gran medida de la exportación y reexportación de materias primas, entre ellas su propia población.
Hasta su muerte en 1970, Salazar no sólo presumió de haber mantenido Portugal al margen de las devastadoras guerras extranjeras del siglo, sino de haber conseguido librar al país tanto del rapaz capitalismo del mercado como del socialismo de Estado. En realidad, su mayor éxito radicaba en haber sometido a sus súbditos a lo peor de ambos sistemas: la desigualdad material y la explotación para lograr beneficios eran rasgos más acusados en Portugal que en cualquier otro país de Europa; además, el Estado autoritario de Lisboa asfixió cualquier opinión e iniciativa independiente. En 1969, únicamente el 18 por ciento de la población adulta tenía derecho al voto.
A falta de oposición interna, Salazar sólo encontraba resistencias en el ejército, la única institución independiente del país. Las fuerzas armadas portuguesas estaban mal pagadas, ya que, en lugar de malgastar escasos recursos en salarios, Salazar alentaba activamente el matrimonio de los pobretones oficiales con mujeres burguesas más acaudaladas. Pero hasta 1961 el régimen podía contar al menos con su lealtad pasiva, pese a dos golpes militares fallidos y fácilmente sofocados, de 1947 y 1958. Puede que los jóvenes oficiales reformistas del ejército de tierra o de la marina rezongaran ante el estancamiento circundante, pero carecían tanto de aliados como de cualquier base popular.
Todo eso cambió en 1961, cuando Delhi se anexionó por la fuerza el territorio portugués de Goa, situado en el continente indio, y cuando estalló una revuelta armada en la colonia africana de Angola. La pérdida de Goa constituyó una humillación nacional, pero la rebelión en África era aún más grave. Las numerosas provincias africanas de Portugal, que con ese nombre se conocían, incluían Angola, Guinea Bissau y las islas de Cabo Verde en África occidental, y Mozambique en el sureste del continente. De todas ellas, Angola, con medio millón de residentes europeos sobre una población total de menos de seis millones, era con mucho la más importante. Su riqueza material sin explotar —hierro, diamantes y petróleo en alta mar, descubierto hacía poco— había hecho que Salazar fuera reacio a permitir la inversión extranjera (especialmente la de la compañía estadounidense Gulf Oil), y durante los sesenta el territorio cobró una considerable importancia económica para la metrópoli.
Además, se trataba de una insurrección abierta. Para aplastar el creciente movimiento nacionalista angoleño, Lisboa inició en 1967 una estrategia de «contrainsurgencia» basada en el reasentamiento de la población en pueblos controlables de grandes dimensiones: en 1974, más de un millón de campesinos habían sido trasladados. El plan no logró detener los levantamientos, pero tuvo resultados nefastos y prolongados para la sociedad angoleña y para su economía rural. Sin embargo, sí se alineó paulatinamente el apoyo de los soldados reclutados para aplicarlo: tanto el de los oficiales sin blanca que se habían incorporado al ejército para ascender socialmente, como el de los reclutas que eran enviados a regañadientes a reprimir a los rebeldes de ultramar.
En Angola los insurgentes se dividían en diferentes facciones y el ejército portugués logró contenerlos, al menos de momento. En Mozambique, donde 60.000 soldados portugueses se afanaban en proteger a un número de colonos europeos no superior a 100.000 personas, o en Guinea y Cabo Verde, donde el carismático Amílcar Cabral mantuvo a 30.000 soldados portugueses ocupados en librar una ingrata guerra de guerrillas contra 10.000 insurgentes, la situación se estaba haciendo insostenible. A comienzos de la década de 1970 las guerras africanas consumían la mitad del presupuesto de defensa del país más pobre de Europa. Uno de cada cuatro varones portugueses en edad militar había sido reclutado para luchar en África, y, después de 1967, para un periodo mínimo obligatorio de cuatro años. En 1973, ya habían muerto 11.000 de ellos, lo cual suponía, en comparación con la población nacional, un índice de mortalidad bastante superior al sufrido por el ejército estadounidense en el momento álgido de la guerra de Vietnam.
A Portugal, la defensa de sus posesiones coloniales le resultaba cara, sangrienta y cada vez era más desesperada; las fuerzas armadas lo sabían mejor que nadie. Y tenían otras razones para sentirse frustradas. Para consolidar su propio poder y distraer la atención de las tribulaciones del país en ultramar, Marcello Caetano —ungido sucesor por Salazar— había relajado las restricciones crediticias, solicitando enormes préstamos extranjeros y fomentando el flujo de importaciones. Entre 1970 y 1973, el consumo del país, impulsado aún más por las remesas de los trabajadores portugueses en el exterior, experimentó un breve periodo de auge, que, sin embargo, fue seguido inmediatamente por una escalada inflacionaria producida por la crisis del petróleo. Los salarios del sector público comenzaron a caer muy por debajo de los precios.
Por primera vez en muchos años, Portugal sufría huelgas. Los residentes de las barriadas de chabolas que rodeaban la capital, muchos de ellos recientemente emigrados desde el empobrecido Alentejo, no sólo padecían por su ya endémica indigencia, sino al contemplar una nueva y ostentosa riqueza en la cercana Lisboa. Al ejército le molestaba cada vez más tener que librar las guerras sucias del país en tierras lejanas, para defender a un Gobierno impopular dirigido por tecnócratas no electos, y su descontento comenzaba a tener eco en la metrópoli. Las quejas de los oficiales más jóvenes y de sus familias, incapaces de subsistir con salarios ya de por sí bajos y reducidos por la inflación, ahora eran compartidas también por una incipiente generación de empresarios que, frustrados por la incompetencia de sus gobernantes, consideraba que el futuro de su país estaba en Europa, no en África[8].
El 25 de abril de 1974 oficiales y soldados del Movimento das Forças Armadas (MFA) expulsaron del poder a Caetano y su círculo y constituyeron un Gobierno provisional cuyos objetivos eran la democratización, la descolonización y la reforma económica. El golpe, al igual que el pronunciamiento de jóvenes oficiales que había llevado al poder a Salazar en 1926, apenas suscitó resistencia y permitió que los líderes del antiguo régimen volaran al exilio, primero a Madeira y después a Brasil. El general António de Spínola, ex subjefe del Estado Mayor del ejército portugués y gobernador de Guinea entre 1968 y 1972, fue nombrado jefe de la Junta militar por sus compañeros. Se disolvió la policía secreta, los líderes de los partidos socialista y comunista portugueses volvieron del exilio y se legalizaron sus organizaciones por primera vez en casi medio siglo.
La revolución tuvo gran aceptación en todas partes[9]. Spínola incorporó al Gobierno provisional a centristas y socialistas, y en julio anunció públicamente planes para ofrecer la autodeterminación total a las colonias africanas. Pasado un año, todas ellas eran independientes e Indonesia se había hecho con el control de Timor Oriental. La descolonización fue bastante caótica —las guerrillas de Guinea y de Mozambique hicieron caso omiso a la insistencia de Spínola en que primero abandonaran las armas y Angola se hundió en una guerra civil—, pero vista desde Portugal, tuvo la ventaja de ser rápida. También precipitó, después de la retirada del ejército y de los violentos enfrentamientos registrados en Luanda, la capital angoleña, el regreso a la metrópoli de unos setecientos cincuenta mil europeos. Muchos de ellos se asentaron en las zonas norteñas de Portugal, más conservadoras, y tuvieron un importante papel político en los años venideros.
Estos rápidos cambios perturbaron a Spínola, cuyos instintos conservadores no encajaban con los proyectos cada vez más radicales de sus jóvenes colegas, y en septiembre de 1974 presentó su dimisión. Durante los catorce meses siguientes Portugal parecía dirigirse a una revolución social en toda regla. Con el apoyo entusiasta del MFA y del Partido Comunista Portugués (PCP) de Álvaro Cunhal, leninista a ultranza, se nacionalizaron los bancos y las grandes empresas, y se emprendió una ambiciosa reforma agraria, especialmente en el Alentejo, la región cerealista del sur, donde la mayoría de las propiedades seguían estando en manos de grandes terratenientes con frecuencia absentistas.
La nacionalización tuvo mucha aceptación en las ciudades, mientras que en el sur la reforma agraria —especialmente la colectivización del campo— se realizó inicialmente mediante ocupaciones y tomas de tierra espontáneas, acometidas por arrendatarios y jornaleros locales movilizados por los comunistas y sus aliados. Los primeros se beneficiaron especialmente de la merecida reputación de ser los más organizados y más eficientes opositores clandestinos del antiguo régimen. Pero esas mismas prácticas, en el centro y el norte del país, donde la tierra ya estaba subdividida en miles de pequeñas parcelas familiares, no fueron nada bien recibidas. El norte rural de Portugal, caracterizado por poblaciones poco densas, era también (y sigue siéndolo) activamente católico, con un promedio de un sacerdote por cada quinientas almas en 1972, mientras que en el centro sur del país, la cifra era de uno por cada cuatro mil quinientos, y aún más baja en el extremo meridional. De manera que los anticlericales proyectos colectivistas de los sindicalistas y líderes campesinos comunistas chocaron con una fuerte y estentórea oposición en las populosas regiones septentrionales.
Fundamentalmente, los revolucionarios portugueses de 1974 estaban repitiendo el mismo error que había cometido en los años treinta el radicalismo agrario de la Segunda República española: al tratar de imponer una reforma agraria colectivista basada en las condiciones del sur a los pequeños propietarios del norte, que funcionaban más eficientemente, hicieron que éstos se volvieran contra ellos. En las elecciones a la Asamblea Constituyente de 1975 los comunistas sólo lograron el 12,5 de los sufragios. Los partidos de centro derecha tuvieron mejor suerte, pero el gran ganador fue el Partido Socialista Portugués, fundado en el exilio dos años ante por Mário Soares, quien realizó una exitosa campaña bajo el lema «¡Socialismo, sí!, ¡dictadura, no!», y recabó el 38 por ciento de los votos.
El MFA y los comunistas no se quedaron contentos con los resultados y Cunhal reconoció abiertamente que si la vía parlamentaria al poder se bloqueaba, se podría tomar un camino alternativo. Como indicó a un periodista italiano en junio de 1975: «No existe la posibilidad de una democracia como la que tienen en Europa occidental… Portugal no será un país con libertades democráticas y monopolios. No lo permitirá». Entre abril y noviembre aumentaron las tensiones. Había comentaristas extranjeros que advertían del peligro inminente de golpe comunista y los aliados de Portugal en la OTAN, así como los socios comerciales de Europa occidental, prometieron conceder ayudas y aceptar la integración del país si éste abjuraba de la revolución marxista.
La situación llegó a un punto crítico al final del año. El 8 de noviembre, la Asamblea Constituyente lisboeta fue rodeada por obreros de la construcción y durante dos semanas hubo rumores de constitución inminente de una «Comuna de Lisboa» e incluso de una guerra civil entre el norte y el sur. El 25 de noviembre grupos de soldados extremistas trataron de dar un golpe de Estado. Inicialmente contaban con el apoyo tácito del PCP, pero cuando quedó claro que el grueso de las fuerzas armadas, e incluso algunos de los propios oficiales de izquierdas se oponían al levantamiento, hasta Cunhal dio un paso atrás. Como reconocerían posteriormente algunos líderes del MFA, el resultado de las elecciones de abril de 1975 había desacreditado por anticipado los objetivos de los oficiales revolucionarios: la izquierda podía tener una democracia parlamentaria o una transición «revolucionaria», pero no las dos.
En febrero de 1976, el ejército portugués, que todavía controlaba de facto el poder dos años después del golpe, entregó oficialmente éste a las autoridades civiles. La nación se regiría por la Constitución aprobada en abril de ese mismo año, que continuaba haciéndose eco de la retórica y las ambiciones del clima posterior a 1974, comprometiendo al país en una «transición al socialismo mediante la creación de condiciones para el ejercicio democrático del poder por parte de las clases trabajadoras». En las elecciones legislativas de ese mismo año, los socialistas volvieron a ser los más votados, aunque con un número de sufragios ligeramente inferior, y Mário Soares formó el primer Gobierno portugués elegido democráticamente en casi medio siglo.
Las perspectivas de la democracia lusa seguían siendo difusas; Willy Brandt era uno de los muchos observadores afines del momento que veía en Soares a otro Kerensky, el involuntario caballo de Troya de unas fuerzas antidemocráticas que le sustituirían a la menor oportunidad. Pero Soares sobrevivió, y de qué modo. Las fuerzas armadas se mantuvieron en sus cuarteles y el papel de su más radicalizada periferia se fue haciendo cada vez más marginal. El voto comunista aumentó realmente, pero a costa de abandonar sus ambiciones insurreccionales: pasó del 14,6 por ciento en 1976 al 19 por ciento tres años después, mientras la economía se deterioraba y las políticas moderadas de Soares frustraban a la izquierda de su partido, al que había prometido la próxima destrucción del capitalismo en un Portugal ya socialista.
En 1977 el Parlamento aprobó la Ley de Reforma Agraria que confirmaba la colectivización de tierras del pasado más inmediato, pero limitándola al sur del país y restringiendo la cantidad de terreno que podía expropiarse a los propietarios actuales. La medida puso fin al peligro de conflicto rural y al de reacción conservadora violenta, pero a corto plazo no podía hacer mucho por aliviar el caos económico heredado por el Portugal democrático. Privado de las materias primas baratas de sus ex colonias africanas (y del mercado cautivo que éstas le habían proporcionado para exportaciones de otro modo poco competitivas), incapaz de exportar a su mano de obra no cualificada a Europa occidental como anteriormente y obligado por los vitales préstamos del FMI a equilibrar su presupuesto y aplicar una rigurosa política fiscal, el país sufrió durante años desempleo y un escaso consumo.
El ejército no había abandonado por completo la escena: según la Constitución de 1976, el denominado Consejo de la Revolución, compuesto por representantes no electos de las fuerzas armadas, conservaba el derecho de veto, y durante 1980 rechazó veintitrés propuestas legislativas, entre ellas un plan del Gobierno de centro derecha para privatizar ese mismo año los bancos nacionales. Pero no puso objeciones cuando el Parlamento revisó la Constitución durante los dos años siguientes, redujo el poder del Ejecutivo (tras abolir el propio Consejo de la Revolución en 1982) y eliminó discretamente el énfasis anticapitalista de la redacción original.
Durante los veinte años siguientes, los socialistas y su adversario, el centrista Partido Socialdemócrata dirigido por Aníbal Cavaco Silva, se alternarían en el poder. El propio Mário Soares, que había abandonado su retórica anticapitalista hacía tiempo, asumió la Presidencia de la República en 1986, el año en que Portugal fue admitido en la Comunidad Europea. El país, dando fe del prolongado legado salazarista, seguía siendo tremendamente pobre en comparación con las demás naciones europeas. Pero, en contra de todas las expectativas, había evitado tanto el «terror blanco» como el «terror rojo». Los comunistas, aunque seguían disfrutando de apoyo en el sur rural y en el cinturón industrial de Lisboa, se mantuvieron en su recalcitrante ortodoxia bajo la dirección del anciano Cunhal, que conservó su cargo hasta 1992. Pero su influencia se redujo paulatinamente. Por su parte, los colonos repatriados nunca lograron articular un partido de extrema derecha compuesto por nacionalistas amargados. Dadas las circunstancias, la aparición de un Portugal democrático constituyó un éxito muy considerable.
A un visitante que entrara en España desde Francia, digamos en 1970, el abismo que separaba ambos lados de los Pirineos se le antojaría inmenso. Los más de treinta años de régimen franquista habían acentuado el retraso social y el aislamiento cultural en el que España había languidecido durante gran parte de los dos siglos anteriores y, dentro de la cultura política europea, su sistema autoritario resultaba todavía más anacrónico que al principio. A primera vista, los sesenta parecían haber pasado completamente de largo por España: cosas como la estricta censura, la rígida aplicación de normas reguladoras de la vestimenta y el comportamiento públicos, la omnipresencia de la policía y unas leyes penales draconianas para los críticos políticos apuntaban que el país estaba congelado en el tiempo y que su reloj histórico parecía haberse detenido para siempre en 1939[10].
Sin embargo, si se prestaba un poco más de atención, se podía ver que España, o por lo menos el norte y las ciudades, estaba cambiando con bastante rapidez. Franco era un dictador estricta y auténticamente reaccionario, pero, a diferencia de su vecino Salazar, también era realista en cuestiones económicas. En 1959 España abandonó las prácticas autárquicas de las dos décadas anteriores y, a instancias de un grupo de ministros del Opus Dei, adoptó el Plan nacional de estabilización con el objetivo de contener la endémica inflación del país y abrirse al comercio y la inversión. Al principio, las consecuencias económicas del plan —impuestas con firmeza y sin concesiones— fueron severas: la devaluación, los recortes presupuestarios, la congelación de créditos y las restricciones salariales redujeron la inflación, pero obligaron a decenas de miles de españoles a buscar trabajo en el exterior.
No obstante, el sector privado, hasta el momento condicionado por normativas corporativistas y por una arraigada política de sustitución de las importaciones, se encontró más libre para expandirse. Los aranceles se redujeron; España se incorporó al Banco Mundial, al FMI (Fondo Monetario Internacional), al GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), y fue admitida como miembro asociado en la OCDE (en 1962 Franco llegó a solicitar, sin éxito, el ingreso en la Comunidad Económica Europea). La nueva política económica franquista eligió un momento propicio. El sector interno español había estado protegido de la competencia durante los primeros años del auge económico de postguerra en Europa, pero ahora se abría al comercio exterior en el momento justo. A partir de 1961, el PIB comenzó a crecer paulatinamente. El porcentaje de mano de obra rural —uno de cada dos trabajadores en 1950— cayó drásticamente cuando los jornaleros del sur y del oeste comenzaron a emigrar al norte para trabajar en fábricas y en el floreciente sector turístico: en 1971 sólo uno de cada cinco españoles trabajaba en labores agrícolas. A mediados de los setenta, según los criterios de Naciones Unidas, España ya había dejado de considerarse un país «en vías de desarrollo».
No conviene exagerar el «milagro económico» franquista. España no sufría el peso residual del imperio y, por tanto, no tuvo que enfrentarse a los costes económicos o sociales de la descolonización. Gran parte del dinero extranjero que entró en el país en la década de 1960 no procedía de la exportación de productos fabricados en España, sino de las remesas enviadas desde fuera por los trabajadores emigrados o por los turistas del norte de Europa: en suma, la modernización económica de España se derivó en gran parte de la prosperidad de otras naciones. Además de Barcelona, la Costa Brava, algunas partes del País Vasco y (en menor medida) Madrid, el transporte, la educación, las infraestructuras sanitarias y los servicios seguían estando muy retrasados. Incluso en 1973, la renta per cápita del conjunto del país era todavía inferior a la de Irlanda y no llegaba a la mitad de la media de la Comunidad Económica Europea.
No obstante, las consecuencias sociales de la modernización económica, aún limitada, fueron considerables. En general, puede que en esa época anterior a la televisión, España hubiera podido protegerse del impacto cultural que tuvieron los sesenta en otros países, pero las disparidades económicas y las perturbaciones generadas por el Plan de estabilización produjeron un generalizado descontento laboral. Desde finales de los sesenta hasta la muerte de Franco, las huelgas, los cierres patronales, las manifestaciones y las demandas constantes de convenios colectivos y de representación sindical se convirtieron en un rasgo de la vida española. El régimen se oponía categóricamente a cualquier tipo de concesión política, pero, en una época en la que tantos extranjeros visitaban el país —diecisiete millones trescientos mil en 1966, que se convertirían en treinta y cuatro un año antes de la muerte del dictador—, no podía permitirse ofrecer un rostro demasiado represivo.
Las autoridades españolas tampoco podían renunciar a la cooperación y las aptitudes de una creciente mano de obra urbana. Por lo tanto, se vieron obligadas a aceptar de facto la aparición de un movimiento sindical, mayoritariamente afincado en Cataluña y en las industrias pesadas del País Vasco. Junto a los sindicatos no oficiales, constituidos por funcionarios, empleados de banco y otros profesionales del sector servicios, estas redes semiclandestinas de representantes de trabajadores manuales y empleados podían recurrir a casi una década de organización y experiencia a la muerte de Franco.
Sin embargo, en España los conflictos laborales se mantenían estrictamente dentro del ámbito de las reivindicaciones puramente materiales. En sus últimos años, el régimen de Franco —de forma similar al de János Kádár en Hungría— no había dependido de la represión abierta y violenta, sino de una especie de asentimiento pasivo impuesto, de una despolitización cultural prolongada durante décadas. Las protestas estudiantiles, que desde 1956 reclamaban mayor autonomía universitaria y una relajación tanto de los códigos morales como de otras restricciones, gozaron de cierta libertad para organizarse, aunque dentro de unos límites estrictamente definidos; los estudiantes podían llegar a contar incluso con la simpatía de algunos de los que criticaban el régimen desde dentro, entre otros, católicos reformistas y socialfalangistas desengañados. Pero cualquier manifestación de simpatía activa o de colaboración entre diferentes sectores —con los mineros en huelga, por ejemplo— quedaba absolutamente prohibida[11]. Lo mismo se aplicaba a los críticos adultos que tenía el régimen.
De hecho, cualquier opinión política digna de tal nombre se mantenía estrictamente en secreto y los partidos políticos independientes estaban prohibidos. Hasta 1967, el país ni siquiera tuvo un texto constitucional (la Ley Orgánica del Estado) y, en líneas generales, los derechos y procedimientos existentes no eran más que medidas para la galería, dirigidas a los socios occidentales de España. Franco, oficialmente regente de la Monarquía suspendida, indicó que, a su debido tiempo, le sucedería el joven Juan Carlos —nieto del último rey de España—, pero para la mayoría de los observadores la cuestión de la Monarquía apenas tenía incidencia en los asuntos españoles. Hasta la función de la Iglesia católica, que seguía teniendo una importante presencia en la vida privada de muchos españoles, era limitada en lo tocante a las políticas públicas.
El papel tradicional de España como baluarte de la civilización cristiana frente al materialismo y al ateísmo era un elemento primordial del programa de estudios primarios; pero a la propia jerarquía católica (al contrario que a los modernizadores «criptomonjes» del Opus Dei) se la mantenía bien lejos de las riendas del poder, situación que contrastaba enormemente con el espíritu de cruzada nacionalcatolica de la primera década del régimen[12]. En junio de 1968, rindiéndose ante la realidad moderna, Franco aceptó por primera vez el principio de libertad religiosa, y permitió que los españoles practicaran abiertamente el credo que quisieran. Pero para entonces la religión misma estaba entrando en una etapa de prolongado declive: en un país que podía presumir de contar con más de ocho mil seminaristas a comienzos de los sesenta, doce años después no había siquiera dos mil. Entre 1966 y 1975 un tercio de los jesuitas españoles abandonó la orden.
También se mantenía al ejército a una distancia prudencial. Tras llegar al poder mediante un golpe militar, Franco comprendía muy bien los riesgos que comportaba marginar a una casta castrense que había heredado un exagerado sentido de la responsabilidad en lo tocante al mantenimiento del Estado español y de sus valores tradicionales. Durante los años de la postguerra el ejército español fue mimado y halagado. Su victoria en la Guerra Civil se celebraba anualmente en las calles de las principales ciudades y sus pérdidas se conmemoraron ostentosamente en el monumental Valle de los Caídos, inaugurado en 1959. Los ascensos y las condecoraciones se multiplicaron: cuando cayó el régimen, había trescientos generales y, por cada once miembros de otra graduación, un oficial, lo cual suponía la proporción más elevada de Europa a este respecto. Según la llamada denominada Ley Orgánica del Estado de 1967, «las fuerzas armadas de la nación [… ] garantizan la unidad e independencia de la patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional».
Sin embargo, en la práctica, las fuerzas armadas se habían convertido en algo superfluo. Durante décadas, Franco había protegido al ejército de cualquier guerra exterior o colonial. A diferencia de las tropas francesas o portuguesas, las españolas no sufrieron derrotas humillantes ni retiradas forzosas. España no se enfrentaba a ninguna amenaza militar y su seguridad interna estaba en manos de la policía, la guardia civil y de unidades especiales de lucha contra el terrorismo (real o imaginario). El ejército, relegado en términos generales a una función ceremonial, era adverso al riesgo; su tradicional conservadurismo se manifestaba cada vez con más entusiasmo en el retorno de la Monarquía, identificación ésta que, irónicamente, habría de resultar beneficiosa durante la transición del país a la democracia.
Dirigía los destinos de España un reducido círculo de abogados, profesores universitarios católicos y funcionarios, muchos de ellos con claros intereses en las compañías privadas que sus políticas favorecían. Pero como la oposición política propiamente dicha estaba prohibida, las ideas reformistas y la presión hacia el cambio habrían de venir del interior de esos mismos círculos de Gobierno —y no de una intelectualidad cuyos principales cerebros se encontraban en el exilio—, alentados por la frustración que generaba la ineficiencia local, las críticas exteriores o el ejemplo del Vaticano II.
Franco murió el 20 de noviembre de 1975, a los ochenta y dos años. Hasta el final se negó a considerar cualquier medida liberalizadora de relevancia o todo tipo de traspaso de autoridad; hacía tiempo que había dejado de ser útil hasta para sus propios partidarios, que en muchos casos simpatizaban con los manifestantes que a comienzos de ese año habían solicitado el levantamiento de las restricciones que pesaban sobre la prensa y las asociaciones políticas. En consecuencia, la transición a la democracia se gestionó desde las propias filas de los ministros y cargos franquistas, lo cual ayuda a explicar su celeridad y su éxito. Cuando el país daba sus primeros pasos para salir del franquismo, las fuerzas tradicionales del cambio en España —liberales, socialistas, comunistas y sindicatos— tuvieron un papel subordinado.
Dos días después de la muerte de Franco, Juan Carlos fue coronado rey. Al principio mantuvo en su cargo a Carlos Arias Navarro, último presidente del Gobierno de Franco, y con él a todos sus colegas de gabinete, con el fin de garantizar al ejército y a otros sectores que no habría una ruptura brusca con el pasado. Pero en abril de 1975, Arias Navarro cayó en desgracia ante el Rey cuando reprimió duramente a Coordinación Democrática, una coalición de partidos de izquierda todavía ilegales que acababa de constituirse, y detuvo a sus líderes. Dos meses después, el Rey había sustituido a Arias Navarro por Adolfo Suárez González, uno de sus ministros.
Con cuarenta y cuatro años, Suárez era un tecnócrata típico del último franquismo; de hecho, había sido vicesecretario general del Movimiento y, en el primer Gobierno de la Monarquía, ministro secretario general del Movimiento. El nombramiento de Suárez resultó una opción bastante hábil. El político constituyó un nuevo partido, Unión de Centro Democrático (UCD), y se dispuso a convencer a las Cortes franquistas de que debían aceptar un referéndum nacional sobre la reforma política, que, fundamentalmente, habría de refrendar la introducción del sufragio universal y el establecimiento de un Parlamento bicameral. La vieja guardia franquista, desprevenida ante alguien que suponían de los suyos, aceptó el planteamiento, y la reforma se aprobó en el referéndum del 15 de diciembre de 1976, con más del 94 por ciento de votos afirmativos.
En febrero de 1977 Suárez autorizó la legalización del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), la formación política más antigua del país, ahora dirigida por el sevillano Felipe González Márquez, envuelto en la lucha clandestina desde que tenía poco más de veinte años. Al mismo tiempo, se legalizaron también los sindicatos y el derecho de huelga. El 1 de abril Suárez disolvió el Movimiento Nacional que en su momento había dirigido; una semana más tarde era legalizado el Partido Comunista de España (PCE) que, dirigido por Santiago Carrillo, ya se había comprometido (muy al contrario que sus camaradas portugueses) a moverse dentro de los márgenes que permitía una transición a la democracia parlamentaria[13].
En junio de 1977 se celebraron elecciones a Cortes constituyentes. Los comicios, los primeros celebrados en España desde 1936, dieron una mayoría relativa a la UCD de Suárez, que consiguió 165 escaños; el segundo partido más votado fue el PSOE de González, que logró sólo 121, mientras que el conjunto de los demás contendientes no reunía más que 67 escaños[14]. Este era, en muchos sentidos, el mejor resultado posible: la victoria de Suárez garantizaba a los conservadores (que en su mayoría le habían votado) que no habría una sacudida violenta hacia la izquierda, mientras que la falta de una clara mayoría le obligada a negociar con los diputados de ésta que, en consecuencia, compartían la responsabilidad de la nueva Constitución que la nueva cámara iba a redactar.
Esta Carta Magna (aprobada como correspondía en un segundo referéndum celebrado en diciembre de 1978) era en muchos sentidos bastante convencional. España sería una Monarquía parlamentaria; no habría religión oficial (aunque en una calculada concesión a la Iglesia católica se reconocía que el catolicismo era un hecho social al indicar que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española»); la mayoría de edad se reducía a los dieciocho años, y se abolía la pena de muerte. Pero, rompiendo de manera drástica con el pasado reciente, las Cortes introdujeron en las nuevas leyes españolas el derecho a la autonomía de las nacionalidades «históricas», especialmente para Cataluña y País Vasco.
El artículo 2 de la Constitución proclamaba la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», pero con la salvedad de que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas». Los posteriores estatutos de autonomía reconocieron la tradición y antigüedad de la diversidad lingüística y de los sentimientos regionales dentro de un Estado hasta entonces tan sumamente centralizado como el español, y también, en concreto, la desproporcionada importancia demográfica de Cataluña, así como el profundo sentimiento autonomista que se sentía tanto en esta comunidad como en el País Vasco. Pero lo que se concedía a algunos españoles, difícilmente podía negarse a otros. Pasados cuatro años España estaba dividida en diecisiete unidades administrativas, cada una con bandera y capital propias. No sólo se reconoció el carácter distinto y autónomo de catalanes y vascos, sino, entre otros, el de gallegos, andaluces, canarios, valencianos y navarros[15].
Sin embargo, según la nueva Constitución, el Gobierno central conservaba la responsabilidad en materia de defensa, justicia y asuntos exteriores, lo cual suponía una cesión inaceptable, especialmente para los nacionalistas vascos. Como hemos visto, ETA, durante los meses en que se debatía la nueva Constitución, había incrementado deliberadamente su campaña de atentados y asesinatos, que, dirigida contra la policía y el ejército, esperaba provocar vina reacción violenta e interrumpir un proceso democrático que parecía ir socavando cada vez más las reivindicaciones extremistas.
En 1981 podrían haberlo conseguido. El 29 de enero, cuando el descontento económico estaba en su apogeo (véase más adelante) y Cataluña, el País Vasco, Galicia y Andalucía se embarcaban en procesos autonómicos de diverso calado, Suárez fue obligado a dimitir por su propio partido, que no estaba molesto por sus fracasos (en las elecciones generales de 1979, ya vigente la nueva Constitución, UCD había vuelto a ganar) sino por sus logros, y por su autocrática gestión. Antes de que otra figura de UCD, Leopoldo Calvo-Sotelo, pudiera sucederle en el cargo, en el País Vasco se convocó una huelga. Para sus críticos de derechas, la España democrática parecía caminar sin rumbo y estaba a punto de dividirse.
El 23 de febrero el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina ocupó el Congreso a punta de pistola. De forma coordinada, el general Jaime Milans del Bosch, capitán general de la Tercera Región Militar, con sede en Valencia, declaró el estado de emergencia y pidió al Rey que disolviera las Cortes e impusiera un gobierno militar. Aunque al volver la vista atrás las acciones de Tejero y Milans nos parezcan teatrales y torpes, no hay duda de que ambos tenían la tradición y ciertos precedentes de su lado. Además, poco podrían haber hecho las propias Cortes, o los diversos partidos políticos y sus simpatizantes, para impedir un golpe de Estado, mientras que el apoyo del ejército no estaba nada claro[16].
Lo que determinó el resultado y también el perfil de la posterior historia de España fue el tajante rechazo mostrado por el rey Juan Carlos I a las exigencias de los conjurados, así como su alocución televisada, en la que mostró su férrea defensa de la Constitución y la inequívoca identificación de su propia figura y de la Monarquía con la aún incipiente mayoría democrática del país. Probablemente, ambos bandos quedaron igualmente sorprendidos por el valor de un joven rey que hasta entonces había vivido bajo el espectro de su propio nombramiento por parte del difunto dictador; sin embargo, ahora su suerte quedaba irremisiblemente ligada al régimen parlamentario. Al carecer de un símbolo o de una institución que aglutinara sus fuerzas, la mayoría de esos policías, soldados y demás nostálgicos del antiguo régimen abandonaron sus sueños levantiscos o de recuperación del régimen y se limitaron a apoyar a la Alianza Popular de Manuel Fraga, un partido recientemente constituido para enfrentarse con «los más peligrosos enemigos de España: el comunismo y el separatismo», pero respetando la ley.
El descrédito que Tejero había llevado a su «causa» ofreció inicialmente a las Cortes la oportunidad de reducir el presupuesto militar y de aprobar una ley de divorcio largamente esperada. Pero la mayoría de UCD se encontraba cada vez más encajonada entre una derecha clerical y nacionalista inquieta por el ritmo de los cambios, perturbada por las autonomías regionales y ofendida por la relajada moral pública de la nueva España, y una izquierda socialista más segura de sí misma que, dispuesta a hacer cesiones sobre cuestiones constitucionales, mostraba sin embargo un rostro intransigente ante el quisquilloso movimiento sindical y ante el creciente número de parados.
Al igual que en Portugal, la transición política había llegado en una difícil coyuntura económica. Ello se debía en gran medida a los últimos gobiernos de la era de Franco, que entre 1970 y 1976 habían tratado de ganar popularidad incrementando el gasto y el empleo públicos, subvencionando los precios energéticos, conteniendo los precios mientras subían los salarios y prestando poca atención al futuro a largo plazo. En 1977 comenzaron a sentirse las consecuencias de esta indiferencia: en junio, en el momento de celebrarse las elecciones generales, la inflación llegó al 26 por ciento anual, las arcas del Estado (ya de por sí diezmadas por el regresivo sistema fiscal franquista) se estaban agotando y el paro entraba en una larga curva ascendente. Entre 1973 y 1982 el país perdió alrededor de un millón ochocientos mil empleos[17].
Al igual que en la fugaz República de los años treinta, España estaba desarrollando una democracia en plena recesión económica y se comentaba con frecuencia que el país podía seguir la senda de Argentina, en la que los salarios determinados por el IPC y los precios subvencionados por el Estado degeneraron en una hiperinflación. Si esta situación se evitó, hay que atribuir gran parte de la responsabilidad a los firmantes de los llamados Pactos de la Moncloa de octubre de 1977, los primeros de una serie de acuerdos consensuados en los que políticos, sindicalistas y patronos acordaron acometer una amplia gama de reformas: devaluación de la moneda, introducción de una política de rentas, control del gasto estatal y aplicación de reformas estructurales en el enorme y despilfarrador sector público del país.
Los Pactos de la Moncloa y sus sucesores (el último acuerdo se firmó en 1984) no obraron milagros. El déficit de la balanza de pagos, en parte debida a la segunda crisis del petróleo, empeoraba cada vez más; muchas pequeñas empresas quebraron y el desempleo y la inflación crecían al unísono, produciendo una oleada de huelgas y agrias escisiones dentro de los sindicatos de izquierdas y del Partido Comunista, que se mostraba reacio a seguir compartiendo la responsabilidad de los costes sociales de la transición democrática. Pero no hay duda de que, sin los Pactos, esas divisiones y sus consecuencias sociales habrían sido todavía más graves.
En las elecciones de octubre de 1982, cuando la crisis económica estaba en su apogeo, el Partido Socialista Obrero Español obtuvo la mayoría absoluta en el Parlamento y Felipe González se convirtió en presidente del Gobierno, puesto que conservaría durante los catorce años siguientes. Los centristas de Suárez —que habían dirigido la transición desde el franquismo— fueron prácticamente barridos de las cámaras y sólo lograron dos escaños. El PCE obtuvo cuatro, lo cual suponía una humillante derrota que provocó la dimisión de Santiago Carrillo. A partir de ese momento, la política española seguiría la pauta del resto de Europa occidental, concentrándose en torno al centro izquierda y al centro derecha, en este caso la Alianza Popular de Fraga (rebautizada Partido Popular en 1989), que logró un sorprendente 26,5 por ciento de los sufragios.
El PSOE había hecho campaña con un programa populista y anticapitalista, que prometía, entre otras cosas, la conservación del empleo y del poder adquisitivo de los trabajadores, y también la salida de la OTAN. Sin embargo, una vez en el poder, González aplicó políticas de austeridad económica, inició el proceso de modernización (y más tarde de progresiva privatización) del sector industrial y de servicios español, y en 1986 derrotó a muchos de sus propios partidarios en un referéndum sobre la pertenencia de España a la OTAN, de la que ahora era partidario[18].
Estos cambios de rumbo no granjearon a González el aprecio de los viejos socialistas, que veían cómo su partido se estaba distanciando de su arraigada filiación marxista[19]. Pero para un político cuyos apoyos esenciales radicaban cada vez más en hombres y mujeres demasiado jóvenes como para recordar la Guerra Civil, y cuyo objetivo manifiesto era superar el atraso de España —que venía afectando a la Península desde el final del Siglo de Oro y que era un tema muy debatido— la vieja izquierda constituía un problema, no una solución. Para González, el futuro del país no estaba en el socialismo, sino en Europa. El 1 de enero de 1986 España, acompañada de Portugal, se integró plenamente en la Comunidad Europea.
La transición a la democracia de la Europa mediterránea fue el proceso más notable e inesperado de la época. A comienzos de los ochenta, España, Portugal y Grecia no sólo se habían convertido pacíficamente en democracias parlamentarias, sino que en los tres países partidos socialistas —clandestinos y abiertamente anticapitalistas sólo unos años antes— constituían ahora la fuerza política dominante, y gobernaban de hecho desde el centro. Los regímenes de Salazar y Franco no sólo se apearon del poder, sino de la memoria, mientras una nueva generación de políticos competía por lograr el apoyo de un electorado joven y «moderno».
Varias razones explicaban esta evolución. Una, ya mencionada, era que en España, en concreto, la que se había quedado muy atrás era la estructura política, no la sociedad en su conjunto. El desarrollo económico de la última década franquista y la movilidad a gran escala, tanto social como geográfica, que trajo consigo significaba que la vida y las expectativas cotidianas de los españoles habían cambiado mucho más de lo que suponían los observadores exteriores, que aún miraban el país a través del prisma del periodo comprendido entre 1936 y 1956. A los jóvenes de la Europa mediterránea no les resultó difícil adaptarse a pautas sociales que eran habituales desde hacía tiempo en el norte; de hecho, ya lo estaban haciendo antes de que tuvieran lugar las grandes transformaciones políticas. Impacientes por librarse de las constricciones de otra época, acogían con especial escepticismo tanto la retórica de derechas como la de izquierdas, y las viejas lealtades no los conmovían. Quienes visitaban Madrid o Lisboa en los años posteriores a la transición se quedaban siempre atónitos al comprobar la ausencia de cualquier tipo de referencia al pasado reciente, tanto en el ámbito político como en el cultural[20].
La irrelevancia que tomarían los años treinta aparecía proféticamente representada en La guerre est finie (La guerra ha terminado), la película triste y elegíaca filmada en 1966 por Alain Resnais y en la que el exiliado comunista español Diego —encarnado por el incomparable Yves Montand— viaja clandestinamente de París a Madrid, transportando valerosamente textos subversivos y planes para un «levantamiento obrero» que sabe que nunca tendrá lugar. «¿No lo entendéis?», trata de explicar a los responsables del partido, que, instalados en París, sueñan con reactivar las esperanzas de 1936. «España se ha convertido en el estandarte lírico de la izquierda, en un mito para los veteranos de guerras pasadas. Entre tanto, catorce millones de turistas pasan sus vacaciones cada año en España. La realidad del mundo se nos resiste». No es casual que el guión de la película lo escribiera Jorge Semprún, que, después de muchas décadas como agente comunista clandestino, abandonó el partido consternado por la estrechez de miras de su nostalgia.
A comienzos de los ochenta era innegable la especial renuencia de la juventud española a ocuparse del pasado reciente, sobre todo en su manifiesto rechazo de los viejos códigos de comportamiento público tocantes al lenguaje, la indumentaria y, sobre todo, cualquier clase de convención sexual. Las conocidas películas de Pedro Almodóvar suponen una especie de tímido revés de cincuenta años de trasnochado régimen autoritario, un concentrado de las nuevas pautas contraculturales. Dirigidas con una perspectiva ingeniosa y existencialista, sus tramas suelen presentar a jóvenes desconcertadas en situaciones de alto contenido sexual. En Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, de 1980, realizada sólo tres años después de que el país celebrara sus primeras elecciones libres, los personajes se ríen con complicidad de las «erecciones generales» y de la «ola de erotismo que nos invade».
Dos años después, en Laberinto de pasiones, unos amanerados terroristas se preguntaban en determinado momento si «las mariconadas son más importantes que el deseo de todo un pueblo». En cada película, el entorno se hace más vistoso y las localizaciones urbanas más elegantes. En 1988, en Mujeres al borde de un ataque de nervios, Almodóvar había logrado compendiar de forma cinematográficamente creíble una sociedad moderna acelerada y consciente de sí misma, que trataba con desesperación de recuperar el tiempo perdido[21].
Resulta todavía mas irónico que estos cambios no los posibilitaran radicales o innovadores culturales y políticos, sino conservadores hombres de Estado de los antiguos regímenes. Konstantinos Karamanlís, Antonio de Spínola y Adolfo Suárez —al igual que Mijaíl Gorbachov algunos años después— eran productos característicos de los sistemas que ayudaron a desmantelar. Es cierto que Karamanlís había estado exiliado durante la época de los coroneles, pero era un nacionalista tan irreprochable y tan estrecho de miras como cualquier otro; además, era el responsable directo de las mancilladas elecciones griegas de 1961, que tan determinantes fueron para desacreditar el sistema de postguerra y llevar al ejército al poder.
Pero lo que permitió a esos hombres desmantelar las instituciones autoritarias a las que con tanta lealtad habían servido fue la propia seguridad que transmitieron a los sectores que los apoyaban. A su vez, ellos fueron sustituidos por gobernantes socialistas —Soares, González, Papandreu— que lograron convencer a sus propios partidarios de que mantenían sus credenciales radicales, al tiempo que, forzados por las circunstancias, ponían en práctica políticas económicas moderadas, y con frecuencia impopulares. La transición, en palabras de un eminente analista español, «requería de los franquistas fingir que no lo habían sido nunca, y de las izquierdas fingir que seguían comprometidas con los principios tradicionales de la izquierda»[22].
En consecuencia, las circunstancias del momento obligaron a muchos a abjurar de la noche a la mañana de arraigados principios. El conocido aroma a promesas juiciosamente rotas y recuerdos convenientemente traspapelados pesó mucho sobre la vida pública mediterránea de esos años y debió de tener bastante que ver con el espíritu escéptico y apolítico de la nueva generación que surgió en los tres países. Pero aquellos que, desde los comunistas a los falangistas, se aferraron con fe y sin arrepentimiento a los compromisos del pasado, fueron superados con rapidez por los acontecimientos. La constancia no hacía bien las veces de la relevancia.
Finalmente, España, Portugal y Grecia, a pesar de su autoimpuesto aislamiento político, consiguieron entrar o volver a entrar en «Occidente» con tan pocas dificultades porque sus políticas exteriores siempre habían sido compatibles con las de la OTAN o los Estados de la CEE (de hecho, se alinearon con ellas). Las instituciones de la Guerra Fría, por no mencionar el anticomunismo que compartían, facilitaron la creciente comunicación y colaboración entre las democracias pluralistas y las dictaduras militares o de corte clerical. Después de muchos años de pasarse el tiempo en reuniones, negociaciones, planificaciones o simplemente haciendo negocios con socios no electos, hacía tiempo que norteamericanos y europeos occidentales habían dejado de mostrarse claramente ofendidos ante las disposiciones internas de Madrid, Atenas o Lisboa.
En consecuencia, para la mayoría de los observadores —entre ellos, muchos de los propios críticos nacionales— la situación de los desagradables regímenes de la Europa meridional no se definía tanto por su bancarrota moral como por su anacronismo institucional. Además, estaba claro que sus economías, en ciertos sentidos esenciales, eran parecidas a las de las naciones occidentales y que ya estaban bien integradas en los mercados internacionales de dinero, bienes y trabajo. Hasta el Portugal de Salazar era una parte reconocible del sistema capitalista internacional, aunque situado en su extremo equivocado. La clase media emergente, sobre todo en España, modeló sus ambiciones, no menos que su indumentaria, fijándose en directivos, empresarios, ingenieros, políticos y funcionarios de Francia, Italia o el Reino Unido. Pese a todo su retraso, las sociedades de la Europa mediterránea ya pertenecían a un mundo en el que ahora aspiraban a entrar en igualdad de condiciones, y lo que más favoreció la transición desde sus respectivos regímenes autoritarios fue la oportunidad que se les concedió para que lo hicieran. Las élites de estos países, que en su día habían mirado decididamente hacia atrás, ahora miraban hacia el norte. Parecía que la geografía había triunfado sobre la historia.
Entre 1973 y 1986, la Comunidad Europea experimentó uno de sus periódicos estallidos de actividad y expansión, que un historiador ha denominado su «secuencia de irregulares big bangs». El presidente francés Georges Pompidou, liberado al morir De Gaulle de la hipoteca que suponía la desaprobación de su protector —y bastante perturbado, como hemos visto, por las consecuencias estratégicas de la nueva Ostpolitik de Willy Brandt— dejó claro que acogería de buen grado la integración del Reino Unido en la CEE. En enero de 1972 este organismo aprobó formalmente en Bruselas que la entrada del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega tendría lugar un año después.
El éxito de la solicitud de ingreso británica fue obra del primer ministro conservador Edward Heath, el único líder político británico desde la Segunda Guerra Mundial que sin ambages y con entusiasmo se había mostrado a favor de que su país vinculara su suerte a la de sus vecinos del continente. Cuando el Partido Laborista volvió al poder en 1974 y convocó un referéndum para validar la pertenencia a la CEE, el país ratificó ésta por diecisiete mil trescientos votos a favor frente a ocho millones cuatrocientos mil en contra. Pero ni siquiera Heath podía conseguir que los británicos —sobre todo los ingleses— se sintieran europeos, y una parte considerable del electorado, tanto de derechas como de izquierdas, siguió dudando de las ventajas de estar «en Europa». Por su parte, los noruegos percibían con bastante claridad que estaban mejor fuera: en un referéndum celebrado en septiembre de 1972, el 54 por ciento de los votantes rechazó la pertenencia a la CEE, optando por establecer con ella un limitado acuerdo de libre comercio, decisión que se confirmó dos años después con un porcentaje de votos prácticamente idéntico[23].
La pertenencia del Reino Unido a la CEE resultó polémica años después, cuando la primera ministra Margaret Thatcher se opuso a los incipientes proyectos de fomento de la Unión, exigiendo que se devolvieran a Gran Bretaña los «pagos excesivos» que hacía al presupuesto comunitario. Pero en los setenta Londres tenía sus propios problemas y, pese al impacto inflacionario que tuvo la entrada en la CEE, el país se sentía en parte aliviado al formar parte de un área comercial que le proporcionaba un tercio de la inversión que recibía. Las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo se celebraron en 1979 —hasta entonces, los miembros de la Asamblea Europea con sede en Estrasburgo eran elegidos por los respectivos parlamentos nacionales—, pero apenas suscitaron interés popular. Como cabía esperar, en el Reino Unido el porcentaje de voto fue escaso, sólo el 31,6 por ciento, si bien tampoco fue muy elevado en otros países: en Francia, sólo tres de cada cinco electores se molestaron en votar; en Holanda fueron todavía menos.
La adhesión de los tres países de la «franja norte» de la CEE fue relativamente fácil, tanto para los recién llegados como para los veteranos. Irlanda era pobre, pero pequeña, mientras que Dinamarca y el Reino Unido eran ricos y por tanto contribuyentes netos al presupuesto comunitario. Al igual que en la siguiente ronda de prósperas incorporaciones, la que en 1995 sumó Austria, Suecia y Finlandia a lo que por entonces ya era la Unión Europea, los nuevos Estados miembros nutrieron las arcas y la influencia de una comunidad en crecimiento sin elevar de manera reseñable sus costes ni competir en áreas delicadas con los miembros veteranos. Los recién llegados del sur eran harina de otro costal.
Grecia, al igual que Irlanda, era pequeña y pobre y su agricultura no suponía ninguna amenaza para los agricultores franceses. De manera que, pese a algunos obstáculos institucionales —la Iglesia ortodoxa tenía carácter oficial y era influyente: el matrimonio civil, por poner sólo un ejemplo, no se permitió hasta 1992— no había argumentos poderosos en contra de su admisión, de la que fue paladín el presidente francés Giscard d’Estaing, entre otros. Pero en lo tocante a Portugal y, sobre todo, a España, los franceses mostraron una enorme oposición. Al sur de los Pirineos costaba mucho menos cultivar y comercializar artículos como el vino, el aceite de oliva, la fruta y otros productos agrícolas; si España y Portugal entraban en el mercado común europeo en igualdad de condiciones, los agricultores ibéricos supondrían una dura competencia para los productores franceses.
De modo que Portugal y España tardaron nueve años en entrar en la CEE (mientras que la solicitud de Grecia fue aceptaba en menos de seis), y durante ese tiempo la imagen pública de Francia, tradicionalmente positiva en la península Ibérica, cayó en picado: en 1983, cuando se habían cumplido dos tercios del enconado periodo de negociaciones, sólo el 39 por ciento de los españoles tenía una opinión favorable de Francia, lo cual no era un punto de partida muy prometedor para el futuro común de ambos países. Parte del problema residía en el hecho de que la llegada de los Estados mediterráneos no sólo comportaba compensar a París con un aumento de los fondos comunitarios destinados a los agricultores franceses: la adhesión de España, Portugal y Grecia suponía la incorporación de cincuenta y ocho millones de personas a la Comunidad, la mayoría pobres y, por tanto, posibles destinatarias de diversos programas y subvenciones financiados desde Bruselas[24].
De hecho, con la incorporación de tres nuevos países, pobres y agrarios, el Fondo Agrícola Común tuvo que soportar nuevas y pesadas cargas, y Francia dejó de ser su principal beneficiario. De manera que había que llegar cuidadosamente a diversos acuerdos y compensar a los franceses por sus «pérdidas». A su vez, se indemnizaba como era debido a los recién llegados por sus propias desventajas y por el largo «periodo de transición» que Francia logró imponer antes de permitir que sus exportaciones entraran en Europa en igualdad de condiciones. Los Programas Mediterráneos Integrados —subsidios regionales en la práctica, aunque todavía no nominalmente— que se aprobaron para España y Portugal a su llegada a la CEE en 1986, no fueron ofrecidos a los griegos en 1981, y Andreas Papandreu logró que se extendieran a su país, ¡llegando incluso a amenazar con sacar a Grecia de la CEE si se le negaban![25].
Fue por tanto en estos años cuando la Comunidad Europea adquirió la poco halagüeña imagen de una especie de mercado de ganado institucionalizado, en el que los países cambiaban alianzas políticas por recompensas materiales, que eran contantes y sonantes. A los españoles y los portugueses les fue bastante bien con «Europa» (aunque no tan bien como a Francia) y los negociadores españoles se fueron haciendo muy diestros en fomentar y consolidar las ventajas financieras de su país. Pero fue Atenas la que se llevó la parte del león: pese a quedarse rezagada en relación con el resto de la Comunidad durante los años ochenta (sustituyendo a Portugal en el puesto de su país más pobre en 1990), se benefició enormemente de su pertenencia a la CEE.
En realidad, la razón de que le fuera tan bien era su pobreza (en 1990 la mitad de las regiones más humildes de la Comunidad eran griegas). Para Atenas, el hecho de ser miembro de la CEE supuso un segundo Plan Marshall: sólo entre 1985 y 1989, Grecia recibió siete mil novecientos millones de dólares en fondos comunitarios; proporcionalmente más que ningún otro Estado. Mientras no hubiera otros países pobres en la cola, este grado de generosidad redistributiva —el precio de la aquiescencia griega a las decisiones comunitarias— podría ser absorbido por los principales países pagadores de la Comunidad, especialmente por Alemania Occidental. Pero después de la gravosa unificación alemana y ante el nuevo grupo de indigentes de Europa oriental que solicitaban su adhesión, los generosos precedentes de los años de la incorporación mediterránea a la CEE resultarían, como veremos, onerosos y polémicos.
La Comunidad Europea se hizo más difícil de manejar a medida que aumentaba su tamaño. La unanimidad que se precisaba en el Consejo de Ministros intergubernamental propiciaba debates interminables. Se podía tardar años en consensuar una decisión (una directiva sobre la denominación y la regulación del agua mineral tardó once años en salir de las dependencias del Consejo). Había que hacer algo. Desde hacía tiempo imperaba la opinión de que el «proyecto» europeo necesitaba una inyección de objetivos y de energía —una conferencia celebrada en La Haya en 1969 había sido la primera de una serie de reuniones informales destinada a «relanzar Europa»— y, entre los años 1975 y 1981, la amistad personal entre el presidente francés Valéry Giscard d’Estaing y el canciller alemán Helmut Schmidt favoreció ese propósito.
Pero era más fácil avanzar mediante la integración económica negativa —eliminando aranceles y restricciones comerciales, subvencionando regiones y sectores desfavorecidos— que acordar una serie de criterios decididos que precisaran de una acción política positiva. La razón era bastante sencilla. Siempre que hubiera dinero suficiente para continuar, la cooperación económica podría presentarse como un beneficio neto para todas las partes; mientras que cualquier medida política encaminada a la integración o la coordinación europea amenazaría tácitamente las autonomías nacionales y restringiría su iniciativa política. El cambio sólo podría producirse cuando poderosos dirigentes de países destacados acordaran, por sus propios intereses, trabajar juntos en pos de un propósito común.
De manera que fueron Georges Pompidou y Willy Brandt quienes lanzaron el primer sistema de coordinación monetaria europeo, la «serpiente»; Helmut Schmidt y Giscard d’Estaing quienes lo convirtieron en el sistema monetario europeo (SME), y Helmut Kohl y Frangois Mitterrand, sus respectivos sucesores, los que planearon el Tratado de Maastricht de 1992, que dio lugar a la Unión Europea. También fueron Giscard d’Estaing y Schmidt quienes inventaron la «diplomacia en la cumbre» con el fin de esquivar los obstáculos de la pesada burocracia supranacional de Bruselas, lo cual servía para recordar una vez más que, como en el pasado, la cooperación francoalemana era una condición imprescindible para la unificación de Europa occidental.
Detrás de las iniciativas francoalemanas de los setenta estaba la ansiedad económica. La economía europea crecía, cuando lo hacía, con lentitud, la inflación era endémica y la incertidumbre producida por la desaparición del sistema de Bretton Woods significaba que los tipos de cambio eran inestables e impredecibles. Al ser de índole regional en lugar de internacional, la «serpiente», el SME y el ecu eran una especie de respuesta alternativa al problema; uno tras otro fueron sustituyendo el dólar por el marco alemán como divisa estable de referencia para los bancos y mercados europeos. Era lógico que el siguiente paso fuera, pese a todas sus perturbadoras consecuencias simbólicas, sustituir unos años más tarde las monedas nacionales por el euro. De este modo, la aparición final de una moneda única europea fue el resultado de una serie de respuestas pragmáticas a los problemas económicos, no una calculada medida estratégica tomada en la senda de un objetivo europeo predeterminado.
No obstante, al convencer a muchos observadores, sobre todo a los hasta entonces escépticos socialdemócratas, de que la recuperación económica y la prosperidad ya no podían lograrse únicamente en un ámbito nacional, la exitosa colaboración monetaria de los Estados europeos occidentales sirvió de inesperado trampolín hacia otras formas de acción colectiva. Al no haber, en principio, ningún sector poderoso que se opusiera, los jefes de Estado y presidentes de Gobierno comunitarios firmaron una declaración solemne en 1983 comprometiéndose a constituir la futura Unión Europea, cuya forma concreta se discutió trabajosamente durante las negociaciones conducentes al Acta Única Europea (AUE), que, aprobada por el Consejo Europeo en diciembre de 1985, entró en vigor en julio de 1987.
El AUE fue la primera revisión importante del Tratado de Roma original. El artículo 1 establecía con claridad que «las comunidades europeas y la cooperación política europea tienen como objetivo contribuir conjuntamente a hacer progresar de manera concreta la Unión Europea». Y limitándose a sustituir «Comunidad» por «Unión» los líderes de los Doce dieron, en principio, un paso adelante decisivo.
Pero los signatarios evitaban o posponían todos los asuntos realmente polémicos, especialmente la creciente carga que suponía el presupuesto agrícola de la Unión. También esquivaron cautelosamente la bochornosa ausencia de cualquier tipo de política común en materia de defensa o de asuntos exteriores. Durante el apogeo de la nueva Guerra Fría de los años ochenta, y cuando estaban a punto de producirse trascendentales procesos a unas decenas de kilómetros hacia el este, los Estados miembros de la Unión Europea mantenían la mirada resueltamente fija en los asuntos internos de lo que, aun abarcando a unos trescientos millones de personas, todavía era esencialmente un mercado común.
Sin embargo, sí estaban de acuerdo en acercarse con determinación a un auténtico mercado único de bienes y de trabajo (que entraría en vigor en 1992), y en aplicar al proceso de toma de decisiones de la Unión un sistema de votación basado en «mayorías cualificadas», es decir, caracterizado por la insistencia de los miembros principales (sobre todo el Reino Unido y Francia) en el mantenimiento de su capacidad para bloquear propuestas consideradas dañinas para sus intereses nacionales. Fueron cambios realmente trascendentales y pudieron acordarse porque, en principio, todos, desde Margaret Thatcher hasta los verdes alemanes, eran partidarios de un mercado único, aunque por razones bastante distintas. Facilitaron y anticiparon la auténtica integración económica de la década siguiente.
Era inevitable dejar atrás el sistema de vetos nacionales vigente en el Consejo Europeo si se quería tomar algún tipo de decisión en una comunidad de Estados cada vez más voluminosa, cuyas dimensiones se habían multiplicado por dos en sólo trece años y que ya preveía la solicitud de entrada de Suecia, Austria y otros países. Cuanto más creciera la futura Unión Europea, más atractiva, y de algún modo más «inevitable», resultaría para quienes aún no estaban dentro. Sin embargo, para los ciudadanos de los Estados miembros, el rasgo más característico de la Unión en esos años no fue ni cómo se gobernaba (algo sobre lo que la mayoría de sus habitantes no tenía ni idea), ni cuáles eran los proyectos que tenían sus dirigentes para incrementar la integración, sino la cantidad de dinero que entraba en sus arcas y cómo se desembolsaba.
El Tratado de Roma inicial sólo contemplaba la creación de un organismo con el cometido específico de identificar regiones dentro de los Estados miembros que precisaran de asistencia y a las que posteriormente la Comunidad entregaría dinero: se trataba del Banco Europeo de Inversiones, en cuya fundación insistió Italia. Pero, una generación después, en Bruselas los gastos regionales, en forma de subvenciones en metálico, ayudas directas, fondos para iniciar proyectos y otros incentivos a la inversión, constituían la razón principal de la expansión presupuestaria, y eran, con mucho, el principal mecanismo de presión con que contaba la Comunidad.
La explicación radicaba tanto en la confluencia de políticas regionalistas dentro de cada uno de los Estados miembros como en las crecientes disparidades económicas existentes entre los mismos. Durante los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los Estados europeos seguían siendo unitarios y se gobernaban desde el centro sin apenas consideración por las peculiaridades o tradiciones locales. Sólo la nueva Constitución italiana de 1948 llegó a reconocer la necesidad de autoridades regionales; pero hasta en este caso el carácter limitado de los organismos estipulados convirtió la disposición en papel mojado durante un cuarto de siglo. Sin embargo, justo cuando las demandas de autonomía se tornaban un factor importante en los cálculos políticos internos de toda Europa, la CEE creó, por sus propias razones, un sistema de asistencia periférico, iniciado en 1975 con el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).
Desde el punto de vista de los funcionarios radicados en Bruselas, el FEDER y los demás «fondos estructurales» tenían dos funciones. La primera era abordar el problema del atraso y el desequilibrio económico dentro de una Comunidad que se seguía guiando en gran medida por la cultura de «crecimiento» de la postguerra, como puso claramente de manifiesto el Acta Única Europea. Cada vez que se incorporaba un nuevo grupo de países, traía consigo nuevas desigualdades que exigían ser atendidas y compensadas para que la integración económica fuera factible. El Mezzogiorno italiano ya no era, como antaño, la única región empobrecida. Casi toda Irlanda; algunas zonas del Reino Unido (el Ulster, Gales, Escocia y el norte y oeste de Inglaterra); gran parte de Grecia y Portugal; y las regiones del sur, centro y noroeste de España eran pobres y, para ponerse al mismo nivel que las demás, precisarían de subvenciones y reasignaciones de recursos considerables por parte de los organismos centrales.
En 1982, si situamos la renta media de la Comunidad en 100, Dinamarca era el miembro más rico (con 126) y Grecia el más depauperado (con sólo 44). En 1989, el PIB per cápita de Dinamarca seguía siendo más del doble del de Portugal (en Estados Unidos, los estados ricos sólo superaban a los pobres en dos tercios de ese indicador). Y éstos eran promedios nacionales: las diferencias regionales eran aún mayores. Hasta los países ricos tenían zonas desfavorecidas: cuando Suecia y Finlandia entraron en la Unión a mediados de los años noventa, sus regiones árticas, despobladas y totalmente dependientes de fondos de mantenimiento y otras subvenciones provenientes de Estocolmo y Helsinki, ahora también podían reclamar la asistencia de Bruselas. Los organismos comunitarios dedicarían ingentes sumas de dinero a corregir las deformaciones geográficas y comerciales que condenaban a Galicia o a la región sueca de Västerbotten a la dependencia, lo cual produjo indudables beneficios en esas regiones, pero que creó de paso burocracias locales gravosas, lentas y en ocasiones corruptas[26].
La segunda función que tenían los costosísimos fondos europeos destinados a proyectos regionales —los diversos fondos estructurales y de cohesión consumirían a finales del siglo XX el 35 por ciento del gasto total de la Unión Europea— era posibilitar que la Comisión Europea esquivara a los gobiernos centrales poco dispuestos a cooperar, con el fin de colaborar directamente con los intereses regionales de cada uno de los Estados miembros. Esta estrategia tuvo un enorme éxito. El regionalismo crecía por doquier (en algunos casos reviviendo) desde finales de los años sesenta. Ahora, los antiguos militantes de 1968, sustituyendo el dogma político por el sentimiento de pertenencia regional, trataban de revivir y utilizar la antigua lengua occitana del suroeste de Francia. Al igual que sus compañeros de lucha de Bretaña, hicieron causa común con nacionalistas catalanes, vascos, escoceses y flamencos, así como con los separatistas del norte de Italia y muchos otros, siempre descontentos con el «mal gobierno» de Madrid, París, Londres o Roma.
El nuevo regionalismo se encuadraba en otras muchas subcategorías superpuestas —históricas, lingüísticas o religiosas, autonomistas, defensoras del autogobierno o incluso directamente independentistas— aunque solía dividirse entre el de las provincias ricas, resentidas por verse obligadas a subvencionar a regiones miserables de su propio país; y el de zonas históricamente desfavorecidas o recientemente desindustrializadas, furiosas por la falta de atención de políticos nacionales insensibles. En la primera categoría se encuentran Cataluña, Lombardía, Flandes, los estados alemanes de Baden-Württemberg y Baviera, y la región francesa de Ródano-Alpes, al sureste del país (que junto a Île-de-France representaba casi el 40 por ciento del PIB francés en 1990). En la segunda categoría se hallan Andalucía, gran parte de Escocia, la Valonia francófona y muchas otras regiones.
Las políticas regionales europeas podían favorecer a los dos grupos. Regiones ricas como Cataluña y Baden-Württemberg establecieron oficinas en Bruselas y aprendieron a ejercer presión para conseguir inversiones de la Comunidad o para lograr políticas que privilegiaran más las instituciones locales que las nacionales. Los representantes políticos de las comarcas desfavorecidas se dieron la misma prisa en manipular las subvenciones y ayudas de Bruselas para incrementar su propia popularidad en el ámbito local, y presionar así a las dóciles autoridades de Dublín o Londres para fomentar e incluso complementar la generosidad de Bruselas. A todo el mundo le venía bien este arreglo: las arcas europeas podían sufrir una hemorragia millonaria para subvencionar el turismo en la despoblada zona occidental de Irlanda o avalar la imposición de incentivos fiscales destinados a atraer a los inversores a zonas de desempleo crónico, como Lorena o Glasgow; pero, aunque sólo fuera por un inteligente interés egoísta, los beneficiarios se estaban convirtiendo en fieles «europeos». Así logró Irlanda sustituir o modernizar gran parte de su ruinosa red de transportes y de alcantarillado, y no fue el único de los países miembros más pobres y periféricos en hacerlo[27].
El Acta Única Europea amplió las competencias comunitarias a muchas políticas —medio ambiente, prácticas laborales, iniciativas locales de investigación y desarrollo— en las que la CEE no había participado anteriormente y que siempre conllevaban el desembolso directo de fondos desde Bruselas a los organismos locales. Esta acumulativa «regionalización» de Europa era burocrática y costosa. Por poner sólo un ejemplo nimio, que puede representar otros cientos de ellos, en 1975, la región italiana de Alto Adigio (Tirol del Sur), situada junto a la frontera del país con Austria, fue clasificada oficialmente por Bruselas de «montañosa» (algo indiscutible); trece años más tarde fue declarada oficialmente «rural» en más del 90 por ciento de su extensión (algo no menos evidente para cualquier viajero que la cruzara), o, según la jerga de Bruselas, «área de objetivo 5-b». En esta doble condición, el Alto Adigio ahora tenía derecho a fondos de protección medioambiental, así como a ayudas para apoyar la agricultura, promover la formación profesional, fomentar la artesanía tradicional y mejorar las condiciones de vida con el fin de no perder población.
De este modo, entre 1993 y 1999 esta diminuta región recibió un total de noventa y seis millones de ecus (más o menos equivalente a la misma cifra de euros de 2005). Durante el llamado «tercer periodo» de fondos estructurales europeos, que debía transcurrir entre 2000 y 2006, otros cincuenta y siete millones de euros se pusieron a disposición de la provincia. En virtud del «objetivo dos», todo ese dinero se desembolsó en beneficio exclusivo de ochenta y tres mil residentes que vivían en zonas «exclusivamente» montañosas o «rurales». Desde 1990, un departamento gubernamental de Bolzano, capital de esta provincia autónoma, se ha dedicado exclusivamente a informar a los residentes sobre cómo aprovecharse de «Europa» y de sus recursos. Desde 1995 la provincia también se encuentra representada en Bruselas (en la oficina que la región autónoma de Trentino-Alto Adigio, a la que pertenece, comparte con la región austríaca del Tirol). La página web oficial de la provincia de Alto Adigio (disponible en italiano, alemán, inglés, francés y ladino, lengua retorrománica emparentada con el romanche que se habla en el sureste de Suiza) muestra con entusiasmo, y con razón, su eurofilia.
El resultado tanto en el Tirol del Sur como en otras zonas fue que la integración del continente «desde la base», tal como insistían sus partidarios y al margen de cuál fuera su coste, parecía funcionar. En 1985, cuando se instituyó el Consejo de Regiones Europeas (más tarde Asamblea), ya lo integraban 107 miembros, y muchos más habrían de incorporarse. Así se estaba promocionando realmente la constitución de un cierto tipo de Europa unida. El regionalismo, en su día objeto de interés de un puñado de lingüistas retrógrados o de folcloristas nostálgicos, se ofrecía ahora como una identidad «subnacional» alternativa que, desplazando a la propia nación, parecía aún más legítima al contar con el imprimatur que otorgaba el refrendo oficial de Bruselas, e incluso el de las propias capitales nacionales (aunque con un entusiasmo claramente menor).
Quizá los residentes de esta Comunidad cada vez más parcelada, cuyos ciudadanos ahora profesaban múltiples lealtades electivas, de resonancia cultural e importancia cotidiana diversas, fueran ahora menos inequívocamente «italianos», «británicos» o «españoles» que en las décadas anteriores, pero, en consecuencia, esto no les hacía sentirse necesariamente más «europeos», pese a la constante proliferación de etiquetas, elecciones e instituciones europeas. La exuberante efusión de organismos, medios de comunicación, instituciones, representantes y fondos reportó muchos beneficios, pero apenas cosechó afectos. Quizá una de las razones fuera la abundancia misma de entidades oficiales dedicadas a canalizar la generosidad comunitaria y a supervisar su gestión: a la ya de por sí compleja maquinaria del Estado moderno, con sus gobiernos, ministerios, comisiones y direcciones generales, ahora había que añadir otra capa superior (la de Bruselas) e incluso otra inferior (la de la provincia o región).
El resultado no sólo fue una burocracia de inusitada magnitud, sino la aparición de una corrupción que, inducida y fomentada por el propio volumen de los fondos disponibles, demandaba en gran medida que se exageraran e incluso inventaran las necesidades locales, alentando prácticamente toda clase de abusos venales en el ámbito local, que pasaban desapercibidos para los gestores de la Unión en Bruselas, pero que corrían el riesgo de desacreditar su empeño ante sus propios beneficiarios. En esos años, a «Europa», atrapada entre la fama de que sus decisiones las tomaban lejanos funcionarios no electos y los bien publicitados rumores de compadreo político y especulación, no le servían de mucho sus propios logros.
Ahora reaparecían a escala continental los conocidos defectos de la política local —clientelismo, corrupción, manipulación— que se suponían superados en los Estados nación mejor gestionados. Los políticos de cada país descargaban prudentemente la responsabilidad pública de los ocasionales euroescándalos sobre los hombros de una clase invisible de eurócratas no electos, cuya mala fama no tenía costes políticos. Entre tanto, el disparatado presupuesto comunitario lo defendían tanto sus beneficiarios como sus promotores, amparándose en el proceso de «armonización» —o justa compensación— entre las diversas naciones (también alimentado por el pozo sin fondo que parecían ser los fondos de la Unión).
«Europa», en suma, estaba comenzando a representar un «peligro moral», tal como sus críticos acérrimos, especialmente en Gran Bretaña, repetían encantados sin cesar. El impulso que durante décadas había tratado de superar la desunión continental a través de medidas puramente técnicas tenía ahora un aspecto claramente político, aunque carecía de la redentora legitimidad de un proyecto político tradicional alentado por una clase política familiar y electa. Aunque Europa tenía realmente un claro objetivo, su estrategia económica seguía enraizada en los cálculos y ambiciones de los años cincuenta. En cuanto al componente político: el tono confiado e intervencionista de los pronunciamientos de la Comisión Europea —y la autoridad y las chequeras abiertas con que los expertos comunitarios caían sobre las regiones más apartadas— denotaban un estilo de gobierno firmemente arraigado en el modelo de las socialdemocracias de los primeros sesenta.
Pese a todos sus loables esfuerzos por superar las deficiencias de los cálculos políticos nacionales, los hombres y mujeres que estaban construyendo «Europa» en los setenta y ochenta seguían siendo curiosamente provincianos. En este sentido, su principal éxito internacional de la época, el Acuerdo de Schengen, firmado en junio de 1985, es absolutamente revelador. Según lo estipulado en este texto, Francia, Alemania Occidental y los países del Benelux acordaban desmantelar sus fronteras comunes y establecer un mismo sistema de control de pasaportes. A partir de ese momento, sería fácil pasar de Alemania a Francia, del mismo modo que hacía tiempo que circular entre Bélgica y Holanda, por ejemplo, no era algo problemático.
Pero, a cambio, los signatarios de Schengen tenían que comprometerse a imponer normativas aduaneras de lo más estricto entre ellos y los países no participantes: si los franceses iban a abrir sus fronteras a cualquiera que viniera de Alemania, tenían que estar seguros de que los alemanes, por su parte, aplicarían criterios muy rigurosos en sus entradas. Por tanto, al abrir las fronteras internas entre algunos miembros de la CEE, el acuerdo reforzaba decididamente las fronteras externas que las separaban de los extranjeros. Desde luego, los civilizados europeos podían superar barreras, pero a los «bárbaros» se les mantendría con firmeza fuera de ellas[28].