XXI
La hora de la verdad
Si llega a haber otra guerra en Europa, surgirá de alguna nadería en los Balcanes.
OTTO VON BISMARK
Parece que estos campesinos enfrentados no pueden esperar a que invadan su país para poder darse caza y asesinarse unos a otros.
MILOVAN DJILAS, Wartime, 1977
No tenemos nada que ver con este asunto.
JAMES BAKER, secretario de Estado estadounidense, junio de 1991
Lo peor del comunismo es lo que viene después.
ADAM MICHNIK
La verdad es siempre concreta.
GEORG WILHELM HEGEL
La pacífica división de Checoslovaquia contrasta tremendamente con la catástrofe que asoló Yugoslavia en esos mismos años. Entre 1991 y 1999 cientos de miles de personas bosnias, croatas, serbias y albanesas fueron asesinadas, violadas o torturadas por sus conciudadanos; mientras que millones se veían obligadas a abandonar sus casas y a exiliarse. Los analistas extranjeros, esforzándose por explicar unas masacres y una contienda civil de una magnitud inédita desde 1945 —en un país que durante mucho tiempo los radicales occidentales habían considerado una especie de modelo de sociedad socialista— habitualmente han propuesto dos explicaciones contradictorias.
La primera, muy difundida entre los medios occidentales e incorporada a los pronunciamientos públicos de los hombres de Estado europeos y estadounidenses, presenta los Balcanes como un caso insoluble, un hervidero de misteriosas pendencias y odios ancestrales. Yugoslavia estaba «condenada». Se componía, según una conocida ocurrencia, de seis repúblicas, cinco naciones, cuatro lenguas, tres religiones y dos alfabetos, todos ellos sujetos por un solo partido. Lo ocurrido después de 1989 era sencillo: se había levantado la tapa y el caldero había explotado.
Según esta explicación, «antiquísimos» conflictos surgieron por doquier, como había ocurrido en los siglos anteriores, en lo que el marqués de Salaberry había calificado en 1791 de las «extremidades no pulidas» de Europa. Enemistades homicidas, alimentadas por el recuerdo de injusticias y venganzas, hicieron presa de toda una nación. En palabras del secretario de Estado estadounidense Lawrence Eagleburger, pronunciadas en septiembre de 1992: «Hasta que los bosnios, los serbios y los croatas no decidan dejar de matarse entre sí, no hay nada que el mundo exterior pueda hacer al respecto».
Siguiendo una interpretación contraria, algunos historiadores y analistas extranjeros proclamaron que, más bien, la tragedia balcánica era en gran medida culpa de extranjeros. Gracias a la intervención exterior y las ambiciones imperiales, durante los últimos dos siglos el territorio de la antigua Yugoslavia había sido ocupado, dividido y explotado en beneficio de otros: Turquía, el Reino Unido, Francia, Rusia, Austria, Italia y Alemania. Si entre los pueblos de la región había mala sangre habría que explicarla remontándose a la manipulación imperial más que a la hostilidad étnica. Según este argumento, lo que había exacerbado los problemas locales era la irresponsable interferencia de las potencias extranjeras: si el ministro de Asuntos Exteriores alemán Hans-Dietrich Genscher, por ejemplo, no hubiera insistido en 1991 en reconocer «prematuramente» la independencia de Eslovenia y de Croacia, puede que Bosnia nunca hubiera seguido su ejemplo, que Belgrado no la hubiera invadido y que se hubiera evitado una década de desastres.
Cualquiera que sea nuestra opinión sobre esas dos lecturas de la historia balcánica, hay que señalar lo sorprendente que es que, pese a la aparente incompatibilidad de una y otra, ambas tienen un importante rasgo en común. Ambas reducen o desdeñan el papel de los propios yugoslavos, a los que se descalifica, bien considerándolos víctimas de su suerte, bien de los errores ajenos. No hay duda de que en las montañas de la ex Yugoslavia había mucha historia enterrada y también muy malos recuerdos. Además, los extranjeros habían hecho aportaciones cruciales a la tragedia del país, aunque su participación en los crímenes locales se debiera más bien a una irresponsable aquiescencia. Sin embargo, la desmembración de Yugoslavia —parecida en este sentido al desmantelamiento de otros antiguos Estados comunistas— fue obra del ser humano, no del destino. Y la abrumadora responsabilidad de la tragedia yugoslava no residía ni en Bonn ni en ninguna otra capital extranjera, sino en los políticos de Belgrado.
En 1980, cuando murió Josip Broz Tito a los ochenta y siete años, existía realmente la Yugoslavia que él había reconstituido en 1945. La componían unidades separadas dentro de un Estado federal, en cuya presidencia había representantes de las seis repúblicas y también de dos regiones autónomas (Voivodina y Kosovo), pertenecientes a Serbia. El pasado de cada una de las unidades había sido diferente. Eslovenia y Croacia, en el norte, eran mayoritariamente católicas y en su día habían formado parte del Imperio Austrohúngaro, al igual que Bosnia, aunque ésta durante menos tiempo. La parte meridional del país (Serbia, Macedonia, Montenegro y Bosnia) había estado durante siglos bajo el dominio de los turcos otomanos, lo cual explica que, además de serbios, mayoritariamente ortodoxos, hubiera un gran número de musulmanes.
Pero estas diferencias históricas —aunque bastante reales y exacerbadas por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial— se habían ido atenuando en las décadas posteriores. Desde entonces, las transformaciones económicas habían puesto en contacto, a veces incómodo, a aisladas poblaciones rurales con ciudades como Vukovar o Mostar; pero esos mismos cambios también habían acelerado una integración que pasó por encima de antiguas fronteras sociales y étnicas.
En consecuencia, aunque el mito comunista de la unidad fraterna exigía no volver la vista hacia los recuerdos y conflictos de la época bélica —los libros de historia de la Yugoslavia de Tito eran prudentemente reservados respecto a las sangrientas guerras civiles que habían caracterizado el pasado común del país—, los beneficios de esos silencios oficiales eran reales. Entre la generación que surgió en la postguerra se alentó la identidad yugoslava, en lugar de la «croata» o la «macedonia»; y muchos, especialmente las personas jóvenes, las de mayor formación y los habitantes de las ciudades, cada vez más numerosos, habían adoptado esa costumbre[1]. A los intelectuales jóvenes de Liubliana o Zagreb ya no les interesaba mucho la heroica o turbulenta historia de sus antepasados étnicos. En 1981, en la cosmopolita Sarajevo, capital de Bosnia, el 20 por ciento de la población se consideraba «yugoslava».
Bosnia siempre había sido la región étnicamente más abigarrada de Yugoslavia y quizá por eso fuera la menos prototípica. Pero todo el país era un tapiz variopinto de minorías superpuestas. Los 580.000 serbios que vivían en Croacia en 1991 representaban el 12 por ciento de la población de la República. En ese mismo año, Bosnia era un 44 por ciento musulmana, un 31 por ciento serbia y un 17 por ciento croata. Hasta la minúscula región de Montenegro era una mezcolanza de montenegrinos, serbios, musulmanes, albaneses y croatas; todo ello sin tener en cuenta a los que decidían calificarse de «yugoslavos» ante los encuestadores del censo. Era frecuente que los residentes en regiones étnicamente mixtas desconocieran prácticamente cuál era la nacionalidad o la religión de sus amigos o vecinos. Además, el matrimonio intercomunitario era cada vez más habitual.
En realidad, dentro de Yugoslavia, las líneas de fractura étnicas nunca estuvieron muy bien definidas. Las diferencias lingüísticas pueden servir de ejemplo representativo. Los albaneses y los eslovenos hablan lenguas diferentes. Los macedonios hablan macedonio (es decir, búlgaro, con variaciones menores). Pero las diferencias entre las variantes serbia y croata del «serbocroata» que hablaba la inmensa mayoría de la población eran, y siguen siendo, realmente nimias. Los serbios utilizan el alfabeto cirílico y los croatas (y bosnios) el latino; pero, al margen de ciertos términos literarios y especializados, de ciertas diferencias ortográficas y de la diferente pronunciación de la letra e (ye en la forma iyekávica o croata, e en la ekávica o serbia), las dos lenguas son idénticas. Además, los montenegrinos escriben en cirílico (como los serbios), pero pronuncian al modo iyekávico, como los croatas, los bosnios y los serbios residentes en Bosnia. Sólo los que han habitado a lo largo de la historia en Serbia propiamente dicha utilizan la variante ekávica, y cuando los líderes nacionalistas serbios de Bosnia trataron de imponer, después de 1992, a los demás serbios bosnios de la zona que habían desgajado de Bosnia propiamente dicha la pronunciación oficial «serbia» (es decir, la ekávica), se toparon con una inmensa resistencia.
De manera que el idioma «croata» reconocido en 1974 como lengua oficial de la República de Croacia —para responder a las demandas de la Declaración de la Lengua de 1967, redactada por un grupo de intelectuales de Zagreb— era sobre todo una etiqueta identitaria: una forma que tenían los croatas de protestar contra la supresión de cualquier manifestación de identidad nacional impuesta por Tito a su federación. Lo mismo podía decirse de la obsesión de ciertos escritores serbios con la conservación o reafirmación del serbio «puro». Parece justo concluir que —al contrario de lo que ocurre con las diferencias convencionales entre dialectos de un mismo idioma nacional, en las que los usos autóctonos varían enormemente, pero las élites preparadas suelen compartir una misma forma considerada la «correcta»— en la antigua Yugoslavia era el grueso de la población el que realmente hablaba una única lengua intercambiable, mientras que unos pocos nacionalistas pretendían diferenciarse acentuando el narcisismo de los pequeños contrastes.
Las tan cacareadas diferencias nacionales no son menos engañosas. La diferencia entre católicos croatas y ortodoxos serbios, por ejemplo, había importado mucho más en siglos anteriores, o durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los ustachas de Zagreb esgrimieron el catolicismo como un arma frente a serbios y judíos[2]. En los años noventa la práctica religiosa en las ciudades yugoslavas, que crecían rápidamente, estaba menguando y sólo en el campo seguía teniendo alguna importancia la correspondencia entre religión y sentimiento nacional. Muchos supuestos musulmanes bosnios estaban profundamente secularizados y, en cualquier caso, tenían poco en común con los musulmanes albaneses (y no todos los albaneses eran musulmanes, aunque este hecho pasaba en gran medida desapercibido para sus enemigos). De manera que, aunque no hay duda de que la vieja práctica otomana de definir la nacionalidad mediante la religión había dejado su sello, exagerando sobre todo el lugar que ocupaba el cristianismo ortodoxo entre los eslavos meridionales, las pruebas patentes de dicha práctica se veían cada vez más atenuadas.
A pesar de que los yugoslavos de mayor edad seguían teniendo muchos de los prejuicios del pasado —el futuro presidente croata Franjo Tudjman era tremendamente ecuménico en sus prejuicios y despreciaba por igual a musulmanes, serbios y judíos—, probablemente la única discriminación generalizada que se había practicado en los últimos años era la que sufría en el sur la minoría albanesa, tachada por muchos eslovenos, croatas, serbios, macedonios y montenegrinos de criminal y haragana. Donde más fuerza tenían esos sentimientos era en Serbia[3].
Había diversas razones para ello. Dentro del país, los albaneses eran el grupo que crecía con más rapidez. Mientras que en 1931 los albaneses no representaban más que el 3,6 por ciento de la población de Yugoslavia, en 1948 ya eran el 7,9 (a causa de la inmigración de postguerra procedente del propio Estado albanés). En 1991, gracias a un índice de natalidad mucho más alto que el de los demás (once veces superior al de las comunidades serbia o croata), alrededor de 1.728.000 albaneses de Yugoslavia constituían el 16,6 por ciento del total de Serbia, incluyendo Voivodina y Kosovo. Gran parte de los ciudadanos albaneses vivía en Serbia, en la región autónoma de Kosovo, donde constituían el 82 por ciento de la población local y cuyo número superaba con mucho al de los 194.000 serbios, aunque fueran éstos los que tuvieran, entre otros privilegios sociales, los mejores empleos y viviendas.
Kosovo tenía una importancia histórica para los nacionalistas serbios por haber sido el último baluarte de resistencia de la Serbia medieval frente a los turcos y escenario de una memorable derrota bélica en 1389. En consecuencia, para algunos intelectuales y políticos serbios, el predominio albanés en esa zona era tan demográficamente turbador como históricamente provocador, sobre todo porque repetía el desplazamiento que sufrían los serbios por parte de los musulmanes como principal minoría en la vecina República de Bosnia. Parecía que los serbios estaban perdiendo la partida ante comunidades hasta entonces sometidas que se habían beneficiado de la rigurosa aplicación de la igualdad federal por parte de Tito[4]. En consecuencia, Kosovo era un problema potencialmente explosivo, por razones sólo ligeramente relacionadas con las «antiquísimas» enemistades balcánicas: como señaló sagazmente a André Malraux un visitante yugoslavo en la Francia de los años sesenta: «Le Kosovo c’est votre Algérie dans l’Orléanais» (Kosovo es vuestra Argelia en plena provincia de Orléans).
Mientras que la manía que tenían los serbios a los albaneses se alimentaba de la proximidad y de la inseguridad, en el extremo norte de Yugoslavia la creciente aversión hacia los sureños irresponsables era indiscriminada desde el punto de vista étnico y no se basaba en la nacionalidad, sino en la economía. En Yugoslavia ocurría como en Italia, el norte, más próspero, era cada vez más hostil hacia los empobrecidos habitantes del sur, mantenidos —según parecía— con transferencias y subvenciones de sus más productivos conciudadanos. En Yugoslavia, el contraste entre la riqueza y la pobreza se estaba haciendo cada vez más acusado, y tenía un peligroso correlato geográfico.
De este modo, mientras que Eslovenia, Macedonia y Kosovo aportaban, cada una de ellas, el ocho por ciento de la población al total federal, en 1990 la pequeña Eslovenia producía el 29 por ciento de las exportaciones de Yugoslavia, frente a un cuatro por ciento de Macedonia y el uno por ciento de Kosovo. Hasta donde es posible hacer cálculos con los datos oficiales yugoslavos, podemos decir que el PIB per cápita en Eslovenia era el doble que en Serbia, tres veces superior al de Bosnia y ocho veces el de Kosovo. En la alpina Eslovenia la tasa de analfabetismo en 1988 era inferior al uno por ciento, mientras que en Macedonia y Serbia afectaba al 11 por ciento de la población y en Kosovo al 18 por ciento. A finales de los ochenta, en Eslovenia la mortalidad infantil se situaba en el 11 por mil. En la vecina Croacia era del 12 por mil. Pero en Serbia la cifra era del 22 por mil, en Macedonia del 45 por mil y en Kosovo llegaba al 52 por mil.
Lo que esas cifras apuntan es que Eslovenia y, en menor medida, Croacia ya estaban al mismo nivel que los países menos prósperos de la Comunidad Europea, mientras que Kosovo, Macedonia y la Serbia rural se parecían más a ciertas partes de África o de Latinoamérica. De este modo, si los eslovenos y los croatas estaban cada vez más intranquilos dentro de la patria común yugoslava no era por la reaparición de arraigados sentimientos religiosos o lingüísticos, ni por un resurgimiento del particularismo étnico. Era porque estaban empezando a creer que les iría mejor si se ocupaban de sus propios asuntos sin tener en cuenta las necesidades e intereses de los yugoslavos del sur, que no estaban a la altura de las circunstancias.
La autoridad personal de Tito y su enérgica represión de cualquier crítica importante hicieron que esas opiniones disidentes fueran invisibles. Pero después de su muerte, la situación se deterioró con rapidez. Durante los años sesenta y primeros setenta, cuando el despegue económico en Europa occidental absorbía mano de obra yugoslava, que enviaba al país remesas considerables en divisas fuertes, el exceso de población y el subempleo del sur no eran tan problemáticos. Sin embargo, desde finales de la década de 1970, la economía yugoslava comenzó a deshilacharse. Al igual que otros Estados comunistas, Yugoslavia estaba enormemente endeudada con Occidente, pero mientras Varsovia o Budapest reaccionaron solicitando aún más créditos en moneda extranjera, en Belgrado se recurrió a la emisión cada vez de más moneda propia. A lo largo de los ochenta el país entró paulatinamente en un proceso de hiperinflación. En 1989 la tasa de inflación anual era de un 1.240 por ciento, y continuaba en ascenso.
Los errores económicos se estaban cometiendo en la capital, Belgrado, pero sus consecuencias se sufrían sobre todo en Zagreb y Liubliana, y allí era donde peor sentaban. Muchos croatas y eslovenos, comunistas o no, creían que su situación mejoraría si tomaban sus propias decisiones, libres de la corrupción y el nepotismo de los círculos gobernantes de la capital federal. Estos sentimientos se acentuaron con el miedo creciente a que el reducido grupo de aparatchiks que rodeaba a Slobodan Milošević, el hasta entonces desconocido presidente de la Liga de los Comunistas de su Serbia natal, tratara de hacerse con el poder en medio del vacío político posterior a la muerte de Tito, suscitando y manipulando los sentimientos nacionales serbios.
En sí mismo, el comportamiento de Milošević no era inusual entre los líderes comunistas de esos años. En la República Democrática Alemana, como hemos visto, los comunistas trataron de congraciarse con las masas aludiendo a las glorias de la Prusia del siglo XVIII; y el «comunismo nacional» ya llevaba algunos años a la vista en las vecinas Bulgaria y Rumania. Cuando en 1986 Milošević acogió aparatosamente un informe patriótico de la Academia Serbia de Artes y Ciencias, o cuando visitó Kosovo al año siguiente para mostrar su apoyo a las quejas serbias contra el «nacionalismo» albanés, sus cálculos no eran muy diferentes a los de otros comunistas de Europa oriental en aquel momento. En la época de Gorbachov, cuando la legitimidad ideológica del comunismo y su papel predominante estaban en pleno declive, el patriotismo ofrecía una forma alternativa de garantizar el control del poder.
Pero mientras que en el resto de Europa oriental este recurso al nacionalismo y la consiguiente invocación a los recuerdos nacionales sólo suscitaba ansiedad entre los «extranjeros», en Yugoslavia el precio lo pagarían los propios yugoslavos. En 1988 Milošević, con el fin de afianzar su posición dentro de la República serbia, comenzó a fomentar abiertamente la celebración de mítines en los que se mostraba públicamente, por primera vez en cuatro décadas, la insignia de los chetniks de la Segunda Guerra Mundial: con ello, se recordaba el pasado reprimido por Tito y se tomaba una medida cuyo fin manifiesto era causar gran inquietud, sobre todo a los croatas.
El nacionalismo fue la manera que tuvo Milošević de afianzar su control sobre Serbia, avalado en mayo de 1989 cuando fue elegido presidente de la República. Pero para preservar y fortalecer la influencia de su país en el conjunto de Yugoslavia, necesitaba transformar el propio sistema federal. El cuidadosamente calculado equilibrio de influencias entre las diversas repúblicas que lo componían había sido impulsado primero por el carismático liderazgo de Tito y después por una presidencia rotatoria. En marzo de 1989 Milošević comenzó a derribar ese ordenamiento.
Al forzar una modificación de la propia Constitución de Serbia, hizo que ésta «absorbiera» las hasta entonces provincias autónomas de Kosovo y Voivodina, pero permitiéndolas que conservaran sus dos puestos en la presidencia federal. A partir de ese momento, Serbia contaría con cuatro de los ocho votos federales en cualquier disputa (Serbia, Kosovo, Voivodina y la sumisa y proserbia República de Montenegro). Como el objetivo de Milošević era constituir un Estado más unitario (bajo dirección serbia), algo a lo que, naturalmente, las otras tres repúblicas se resistirían, en la práctica, el sistema de gobierno federal quedó en punto muerto. Desde la perspectiva de Eslovenia y Croacia, especialmente, el curso de los acontecimientos sólo conducía a una solución posible: como ya no podían confiar en mejorar o mantener su situación mediante un sistema federal disfuncional, su única esperanza era distanciarse de Belgrado, declarando su total independencia si era necesario.
¿Por qué habían llegado las cosas a tal extremo a finales de 1989? En otros lugares la vía de salida del comunismo fue la «democracia»: en cuestión de meses, los funcionarios y burócratas del partido, desde Rusia a la República Checa, dejaron de ser dóciles miembros de la nomenklatura para convertirse en lenguaraces profesionales del pluralismo político. La supervivencia dependía de cómo se calculaban las lealtades de los propios partidarios recurriendo a la estructura de partidos habitual en la cultura política liberal. La transición, por inverosímil que resultara en algunos casos, funcionó. Y fue así porque no había alternativa. En la mayoría de los países postcomunistas la «carta» de la clase estaba desacreditada y no había muchas divisiones étnicas internas en las que hacer presa: en consecuencia, un nuevo conjunto de categorías públicas —privatización, sociedad civil, democratización (o «Europa», que comprendía las tres anteriores)— ocupó gran parte del nuevo escenario político.
Pero Yugoslavia era distinta. Precisamente porque sus diversas poblaciones estaban totalmente mezcladas (y porque no habían sufrido los genocidios y los desplazamientos demográficos que en décadas anteriores habían reorganizado países como Polonia o Hungría), el país ofrecía grandes oportunidades a demagogos como Milošević o Franjo Tudjman, su equivalente croata. Al modelar su salida del comunismo recurriendo a una nueva base política, podían jugar una carta étnica de la que ya no disponían otros países de Europa, utilizándola como sustituto del interés en la democracia.
En los Estados bálticos, en Ucrania o en Eslovaquia, los políticos recurrieron a la independencia nacional para escapar del pasado comunista —se dedicaron a la construcción simultánea de un nuevo Estado y de una democracia— sin tener que preocuparse demasiado de la presencia de minorías nacionales. Pero en Yugoslavia, la fragmentación de la Federación en las repúblicas que la constituían dejaría en todos los casos, salvo en el esloveno, una considerable minoría o conjunto de minorías varadas en un país ajeno. En esas circunstancias, una vez que alguna de las repúblicas se proclamara independiente, otras se sentirían obligadas a seguir su ejemplo. En pocas palabras, Yugoslavia se enfrentaba ahora a los mismos problemas inmanejables que Woodrow Wilson y sus colegas no habían logrado resolver en Versalles setenta años antes.
Como muchos habían previsto, el catalizador fue Kosovo. A lo largo de los ochenta tuvieron lugar esporádicas manifestaciones albanesas, sobre todo en Pristina, la capital local, contra el mal trato que daba Belgrado a esta etnia. Sus instituciones habían sido clausuradas, sus líderes despedidos, sus rutinas cotidianas condicionadas por la severidad policial y, a partir de marzo de 1989, por el toque de queda. Las enmiendas constitucionales serbias privaban realmente a los albaneses, una clase marginada ya de por sí deprimida y desfavorecida, de cualquier autonomía o representación política, y todo este proceso fue celebrado y recalcado por la visita que hizo Milošević a la provincia en junio de 1989 para conmemorar el seiscientos aniversario de la batalla de Kosovo.
Durante un discurso pronunciado ante una multitud que se calculó en casi un millón de personas, Milošević garantizó a los serbios de la región que una vez más habían «recuperado su integridad estatal, nacional y espiritual… Hasta ahora, gracias a sus líderes y políticos y a su mentalidad servil [los serbios]… se sentían culpables ante sí mismos y ante los demás. Esta situación se prolongó durante décadas, duró años y aquí estamos ahora en el campo de Kosovo para decir que ya no es así». Unos meses después, después de una serie de sangrientos enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, que ocasionaron multitud de muertos y heridos, Belgrado cerró la Asamblea de Kosovo, de rango provincial, haciendo que la región fuera directamente gobernada desde Belgrado.
La evolución de los acontecimientos en el extremo meridional del país influyó directamente en las decisiones que se tomaban en las repúblicas del norte. Para Liubliana y Zagreb, como mucho ligeramente comprensivas con las dificultades de los albaneses, la preocupación principal era el incremento del autoritarismo serbio. En las elecciones eslovenas de abril de 1990, la mayoría de los votantes, aun siendo todavía partidaria de mantenerse dentro de Yugoslavia, dio su apoyo a candidatos de la oposición no comunista que criticaban abiertamente el ordenamiento federal vigente. Al mes siguiente, en la vecina Croacia, un nuevo partido nacionalista obtuvo una abrumadora mayoría y su líder, Franjo Tudjman, accedió a la presidencia de la República.
Sintomáticamente, la gota que colmó el vaso llegó en diciembre de 1990, cuando, bajo la dirección de Milošević, los líderes serbios de Belgrado se hicieron con el 50 por ciento de los derechos de giro de la Federación Yugoslava, destinados a cubrir los pagos atrasados y las bonificaciones de los empleados federales y los trabajadores de las empresas públicas. La medida indignó especialmente a los eslovenos que, siendo el ocho por ciento de la población federal, aportaban un cuarto del presupuesto yugoslavo. Al mes siguiente, el Parlamento esloveno anunció su retiraba del sistema fiscal federal y proclamó la independencia de la República, aunque sin tomar ninguna iniciativa conducente a la secesión. Un mes después, la Cámara croata había hecho lo propio (como cabía esperar, el Parlamento macedonio de Skopje siguió el mismo ejemplo).
Al principio no estaba claro qué consecuencias tendrían estos acontecimientos. La nutrida minoría serbia del sureste de Croacia, especialmente en la Krajina, una región fronteriza de población serbia muy consolidada, ya estaba enfrentándose a la policía croata y pidiendo a Belgrado ayuda frente la represión ustacha. Pero la lejanía de Eslovenia respecto a Belgrado y la presencia de menos de cincuenta mil serbios en la República amparaban la esperanza de que se pudiera alcanzar una salida pacífica. En el exterior, las opiniones estaban divididas: Washington, pese a haber suspendido todas sus ayudas económicas a Yugoslavia por las medidas serbias en Kosovo, se opuso públicamente a cualquier movimiento secesionista.
Anticipándose a la visita del presidente Bush a Kiev de algunas semanas después, el secretario de Estado James Baker acudió a Belgrado en junio de 1991 y garantizó a sus gobernantes que Estados Unidos era partidario de «una Yugoslavia democrática y unida». Pero para entonces hablar de «una Yugoslavia democrática y unida» era un oxímoron. Cinco días después de las declaraciones de Baker, Eslovenia y Croacia asumían el control de sus respectivas fronteras e iniciaban la secesión unilateral de la Federación, con el apoyo mayoritario de sus ciudadanos y el respaldo tácito de varios destacados hombres de Estado europeos. El ejército federal respondió avanzando hacia la nueva frontera eslovena. La guerra de Yugoslavia estaba a punto de comenzar.
O, más bien, las guerras de Yugoslavia, porque hubo cinco. El ataque yugoslavo a Eslovenia de 1991 sólo duró unas semanas, después de las cuales el ejército se retiró y permitió que el Estado secesionista se desgajara en paz. A continuación vino una contienda mucho más sangrienta entre Croacia y su insurrecta minoría serbia (respaldada por el ejército de «Yugoslavia», en la práctica de Serbia y Montenegro), que se prolongó hasta que la ONU propició un inestable alto el fuego a comienzos del año siguiente. Después de que los croatas y los musulmanes de Bosnia votaran a favor de la independencia en marzo de 1992, los serbios de Bosnia declararon la guerra al nuevo Estado y se dispusieron a desgajar la llamada República Srpska, de nuevo con el apoyo del ejército yugoslavo, poniendo sitio a varias ciudades bosnias, sobre todo a la capital, Sarajevo.
Entre tanto, al margen de esta contienda, en enero de 1993 estallaba una guerra civil entre los croatas y los musulmanes de Bosnia, y ciertos croatas trataban de recortar un efímero miniestado en Herzegovina, dominada por ellos. Finalmente, después de que todos estos conflictos llegaran a su fin (aunque no antes de que la guerra entre croatas y serbios cobrara nuevos bríos en 1995 cuando Zagreb consiguió recuperar la Krajina, que perdería ante las fuerzas serbias tres años después), llegó la guerra que se desarrolló en y a causa de Kosovo: Milošević, cuando ya había sido realmente derrotado en todos los demás sitios, se centró en Kosovo, hasta que una ofensiva sin precedentes de las fuerzas de la OTAN, que atacaron Serbia en la primavera de 1999, impidió por poco que destruyera o expulsara a la población albanesa de esa región.
En todos esos conflictos confluyeron tanto dinámicas internas como intervenciones extranjeras. Como ya hemos visto, las independencias eslovena y croata se auparon en sólidas consideraciones internas. Pero fue el precipitado reconocimiento alemán de los dos nuevos Estados —y posteriormente el de la Comunidad Europea— lo que confirmó su existencia oficial, para amigos y enemigos. Como ahora existía una Croacia independiente, en las emisoras de radio y televisión de Belgrado una histérica propaganda podía jugar con los miedos de los serbios residentes en la nueva República, invocando el recuerdo de las masacres de la Segunda Guerra Mundial e instando a los serbios a tomar las armas contra sus vecinos ustachas.
En Bosnia, donde había muchos más serbios, la perspectiva de un país independiente de mayoría croato-musulmana despertaba inquietudes parecidas. Sigue sin estar claro que la independencia bosnia fuera inevitable: ésta era la más integrada de las repúblicas de preguerra y la que más tenía que perder si se daba algún paso para separar por la fuerza a las comunidades étnicas o religiosas que la integraban, que dibujaban una especie de mosaico por todo el territorio y que, antes del ascenso de Milošević, no habían mostrado deseos persistentes de imponer una separación institucional. Pero una vez que sus vecinos del norte se habían separado, la cuestión ya fue discutible.
Después de 1991, los croatas y los musulmanes de Bosnia no podían sino preferir una independencia soberana a la situación de minoría dentro de los restos de la Yugoslavia de Milošević, y así lo votaron en un referéndum celebrado a finales de febrero de 1992. Sin embargo, ahora no era menos comprensible que los serbios de Bosnia, después de escuchar durante meses mensajes lanzados desde Belgrado que no sólo hablaban de masacres de los ustachas, sino de la inminente yihad musulmana, prefirieran unirse a Serbia o, por lo menos, constituirse en comunidad autónoma, antes que ser una minoría en un Estado croata-musulmán gobernado desde Sarajevo. Una vez que Bosnia (o más bien sus líderes musulmanes y croatas, ya que los serbios boicotearon tanto el referéndum como la votación en el Parlamento) se declaró independiente en marzo de 1992, su suerte estaba echada. En los meses siguientes los líderes de los serbios de Bosnia proclamaron la República Srpska y el ejército yugoslavo avanzó para ayudarles a conseguir territorio y para «limpiarlo».
Las guerras serbocroata y serbobosnia causaron una tremenda cantidad de víctimas a sus pueblos. Aunque inicialmente hubo enfrentamientos directos entre ejércitos más o menos regulares, sobre todo en ciudades estratégicas como Sarajevo o Vukovar, y en sus alrededores, gran parte de los combates, sobre todo en el caso de los serbios, fueron librados por tropas irregulares. Eran poco más que bandas organizadas de matones y criminales, armados por Belgrado y dirigidos o bien por delincuentes profesionales como Arkan (Željko Ražnatović), cuya Guardia de Voluntarios Serbios (los «Tigres») masacró a cientos de personas en las regiones orientales de Croacia y Bosnia, o bien por antiguos oficiales del ejército yugoslavo, como el teniente coronel Ratko Mladić (que el diplomático estadounidense Richard Holbrooke calificó de «asesino carismático»), que desde 1992 se puso al frente de las fuerzas serbias de Bosnia, ayudando a organizar los primeros ataques contra pueblos croatas situados en zonas mayoritariamente serbias de la Krajina.
El principal objetivo estratégico no era tanto derrotar a las fuerzas enemigas como expulsar de sus casas, tierras y negocios a los ciudadanos no serbios de los territorios reivindicados por los que sí lo eran[5]. Todos los contendientes practicaron esta «limpieza étnica» —una expresión nueva para denominar una práctica antigua—, pero las fuerzas serbias fueron con mucho las más criminales. Además de los muertos (cuya cifra se calcula en torno a los trescientos mil al final de la guerra de Bosnia), millones de personas fueron obligadas a exiliarse. Entre 1988 y 1992, las solicitudes de asilo recibidas por la Comunidad Europea fueron más de tres veces superiores a las de años anteriores: en 1991, sólo Alemania tuvo solicitudes de asilo de doscientos cincuenta y seis mil refugiados. Durante el primer año de las guerras entre Croacia y Bosnia, tres millones de personas buscaron refugio en el exterior (uno de cada ocho habitantes, según la población de preguerra).
Por lo tanto, la comunidad internacional fue bastante consciente, en líneas generales, de la tragedia yugoslava, que, en cualquier caso, se desarrollaba en tiempo real en las pantallas de televisión del mundo, con desgarradoras imágenes de musulmanes muertos de hambre en campos de prisioneros serbios, y otras aún peores. Los europeos fueron los primeros que intentaron intervenir, enviando a un equipo de ministros a Yugoslavia en junio de 1991: fue en esta ocasión en la que el inoportuno Jacques Poos, ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo, se desahogó haciendo la imperecedera afirmación de que estábamos en los albores de «la hora de Europa». Pero pese a establecer comisiones de alto nivel para investigar, mediar y proponer, la entonces Comunidad Europea y sus diversos organismos resultaron bastante inoperantes, en gran medida porque sus miembros se dividían entre los que, como Alemania y Austria, eran partidarios de las repúblicas secesionistas y los que, dirigidos por Francia, preferían mantener las fronteras y Estados existentes, razón ésta, entre otras razones, por la que no eran del todo hostiles a Serbia.
Como Estados Unidos, y por tanto la OTAN, se mantuvo decididamente al margen de la contienda, sólo quedaban las Naciones Unidas. Sin embargo, no parecía que pudiera hacer mucho más que imponer sanciones a Belgrado. Históricamente, se había autorizado la presencia de soldados bajo mando de las Naciones Unidas en regiones y países asolados por la guerra para garantizar el mantenimiento de la paz, pero en Yugoslavia no había por el momento ninguna paz que mantener y tampoco había ni voluntad ni medios para buscarla sobre el terreno. Al igual que en el caso comparable de la Guerra Civil española, una postura internacional supuestamente neutral en la práctica favoreció al agresor en un conflicto civil: el embargo internacional de armas impuesto a la antigua Yugoslavia no sirvió para contener a los serbios, que podían recurrir a la considerable industria armamentística de la antigua Federación yugoslava, y más bien dificultó gravemente la capacidad de combate de los musulmanes bosnios, lo cual explica en gran medida sus considerables pérdidas militares entre 1992 y 1995.
Después de 1995, el único éxito práctico de la comunidad internacional fue el despliegue de catorce mil hombres de la Fuerza de Protección de la ONU para separar a croatas y serbios, después de que los combates hubieran remitido en la zona, seguido de la inserción de unos pocos cientos de soldados de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas en determinadas ciudades de Bosnia —las llamadas «zonas seguras»—, con el fin de proteger al creciente número de refugiados (sobre todo musulmanes) que se hacinaban en ellas. Después llegó el establecimiento en ciertos lugares de Bosnia de «zonas de exclusión aérea» autorizadas por la ONU, que pretendían reducir la libertad con la que se amenazaba a los civiles (o se vulneraban las sanciones de las propias Naciones Unidas).
A largo plazo, quizá fuera de mayor relevancia el establecimiento en La Haya, en mayo de 1993, del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, que entendía sobre crímenes de guerra. La propia existencia de una instancia de esas características confirmaba lo que para entonces ya era evidente: que se estaban perpetrando crímenes de guerra, y otros aún peores, sólo a unos cuantos kilómetros al sur de Viena. Pero como gran parte de los presuntos criminales, entre ellos Mladić y el también serbobosnio Radovan Karadžić (presidente de la República Srpska), estaban ocupados cometiendo impunemente sus crímenes, por el momento el tribunal fue una fantasmal e irrelevante comparsa.
La situación no empezó a cambiar hasta 1995. Hasta entonces, todas las propuestas de intervención extranjera se habían visto obstaculizadas por la afirmación —enérgicamente postulada por altos cargos franceses y británicos, de dentro y de fuera de las fuerzas de la ONU— de que los serbios de Bosnia eran fuertes, decididos y estaban bien armados. No había que provocarlos: lo que se apuntaba era que cualquier intento serio que se hiciera en Bosnia para imponer un acuerdo de paz en contra de su voluntad o sus intereses no sólo sería injusto, sino que podría empeorar aún más la situación; una forma de razonar astutamente fomentada desde Belgrado por Milošević, que sin embargo afirmaba algo un tanto inverosímil, que apenas tenía que ver con las decisiones de sus compañeros los serbios de Bosnia.
No obstante, como de esta forma se les concedía prácticamente manga ancha[6], los serbobosnios no dudaron en pasarse de la raya. Aunque en general la comunidad internacional (incluido el Grupo de Contacto compuesto por diplomáticos extranjeros que buscaban incansablemente un acuerdo) coincidía en que una federación croato-musulmana debería recibir el 51 por ciento de una nueva Bosnia federal, mientras que los serbios recibirían el 49 restante, los líderes serbios instalados en la ciudad de Pale no se dieron por enterados y continuaron sus ataques. En febrero de 1994 sus fuerzas habían disparado cargas de mortero desde las montañas que rodean Sarajevo contra el mercado de la ciudad, matando a setenta y ocho personas e hiriendo a cientos de ellas. Después de esto, la OTAN, con cobertura de la ONU, amenazó con lanzar ataques aéreos si había más bombardeos y se produjo un periodo de calma.
Pero en mayo de 1995, en represalia por los avances militares bosnios y por la reconquista de la Krajina por parte de los croatas (que desmentía el mito de la destreza militar serbia), se reanudó el bombardeo de Sarajevo. Cuando los aviones de la OTAN respondieron lanzando bombas contra instalaciones de los serbios de Bosnia, éstos tomaron como rehenes a trescientos cincuenta integrantes de las fuerzas de paz de la ONU. Aterrorizados por la suerte de sus soldados, los gobiernos occidentales hostigaron a la ONU y a la OTAN para que abandonaran esas medidas. Ahora, la presencia internacional, lejos de contener a los serbios, les daba todavía más cobertura.
Envalentonados por esta demostración de pusilanimidad occidental, el 11 de julio las fuerzas serbobosnias dirigidas por Mladić avanzaron descaradamente hacia una de las denominadas «zonas seguras» de la ONU, Srebrenica, una ciudad del este de Bosnia, entonces atestada de aterrorizados refugiados musulmanes. El enclave estaba oficialmente protegido no sólo por el mandato de la ONU, sino por cuatrocientos soldados holandeses que formaban el contingente de paz. Pero al llegar los hombres de Mladić, el batallón holandés abandonó las armas y no ofreció resistencia alguna cuando las tropas serbias expurgaron a la comunidad musulmana, separando sistemáticamente a hombres y muchachos del resto. Al día siguiente, después de que Mladić hubiera dado su «palabra de honor de oficial» para garantizar que esos hombres no sufrirían ningún daño, sus soldados condujeron a los varones musulmanes, entre ellos a chicos de hasta trece años, a los campos que rodean Srebrenica. Durante los cuatro días siguientes casi todos ellos —siete mil cuatrocientos— fueron asesinados. Los soldados holandeses volvieron sanos y salvos a su patria.
La matanza de Srebrenica fue la peor de las registradas en Europa desde la Segunda Guerra Mundial: un crimen de guerra equiparable a los de Oradour, Lidice o Katyn, perpetrado ante los propios ojos de los observadores internacionales. A los pocos días, noticias de los sucesos que parecían haber tenido lugar en Srebrenica se retransmitían a todo el mundo. Sin embargo, la única respuesta inmediata fue la advertencia oficial que hizo la OTAN a los serbios en el sentido de que, si eran atacadas otras zonas seguras, se reanudarían los ataques aéreos. La comunidad internacional no reaccionó hasta el 28 de agosto, pasadas siete semanas, y sólo porque los serbobosnios, al presuponer con bastante razón que tenían carta blanca para realizar masacres a su antojo, cometieron el error de bombardear el mercado de Sarajevo por segunda vez, matando a otras treinta y ocho personas, muchas de ellas niños.
Esta vez, la OTAN actuó por fin. Superando la constante resistencia de la cúpula de la ONU, de ciertos mandatarios europeos e incluso de algunos de sus propios oficiales, el presidente estadounidense Clinton autorizó el inicio de una importante y persistente campaña de bombardeos, destinada a reducir y finalmente eliminar la capacidad serbia para causar más daños. La decisión había tardado mucho en llegar, pero funcionó. La tan cacareada maquinaria bélica serbia se evaporó. Los serbios de Bosnia, ante la perspectiva de un ataque prolongado y abierto a sus posiciones, y sin el respaldo de Milošević (ahora totalmente dedicado a recalcar las distancias que le separaban de los hombres de Pale), se plegaron.
Con los serbios fuera de escena y Estados Unidos implicado por completo en el asunto, resultó sorprendentemente fácil imponer la paz —o al menos la ausencia de guerra— en los Balcanes. El 5 de octubre, el presidente Clinton anunció un alto el fuego, y declaró que las partes habían acordado asistir en Estados Unidos a unas conversaciones de paz, que se iniciaron el 1 de noviembre en la base aérea de Dayton, en Ohio. Tres semanas después, el 14 de diciembre de 1995, concluían con un acuerdo firmado en París[7]. Tudjman representó a Croacia, Alija Izetbegović habló en nombre de los musulmanes de Bosnia y Slobodan Milošević firmó en nombre tanto de Yugoslavia como de los serbobosnios.
Desde la perspectiva estadounidense, el objetivo de Dayton era encontrar una solución para las guerras yugoslavas que no conllevara la partición de Bosnia. Ésta habría supuesto la victoria de los serbios (que entonces habrían tratado de unir su parte del país al territorio serbio propiamente dicho y forjar así la Gran Serbia soñada por los nacionalistas), y habría avalado la utilidad de la limpieza étnica como vía para constituir un Estado. Para evitarla, se implantó un complicado sistema de Gobierno tripartito, en el que los serbios, los musulmanes y los croatas de Bosnia disfrutaban, cada uno de ellos, de cierto grado de autonomía administrativa y territorial, pero dentro de un mismo Estado bosnio cuyas fronteras exteriores no se alteraban.
De este modo, formalmente, Bosnia sobrevivió a su guerra civil. Pero las consecuencias del terror y de la expulsión no podían deshacerse. Gran parte de los expulsados de sus casas (musulmanes, sobre todo) nunca regresaron, pese a las garantías y el aliento de las autoridades locales e internacionales. De hecho, todavía habría más «limpiezas», esta vez de serbios, que o bien fueron sistemáticamente expulsados por Zagreb de la Krajina, nuevamente reconquistada, o presionados por sus propias milicias para abandonar sus hogares en Sarajevo y en otros lugares, y «reasentarse» en zonas predominantemente serbias. Sin embargo, en conjunto, la paz se respetó y Bosnia no se desmembró, gracias a un contingente de sesenta mil hombres de las Naciones Unidas que actuó como fuerza de implementación (más tarde fuerza de estabilización) y a un alto representante civil con capacidad para administrar el país hasta que éste pudiera asumir la responsabilidad de gestionar sus propios asuntos.
En el momento de escribirse estas páginas (diez años después de Dayton), tanto el alto representante como las tropas internacionales siguen en Bosnia y continúan supervisando sus asuntos, lo cual indica la calamitosa situación del país después de la guerra y la pervivencia del rencor y de la falta de cooperación entre las tres comunidades[8]. Bosnia se convirtió en anfitriona de una plétora de organizaciones internacionales: gubernamentales, intergubernamentales y no gubernamentales. De hecho, después de 1995 la economía bosnia ha dependido por completo de la presencia y los fondos de esas instituciones. En enero de 1996, el Banco Mundial calculaba que, para recuperarse, Bosnia necesitaría cinco mil cien millones de dólares a lo largo de los tres años siguientes. Se ha demostrado que esa cifra era tremendamente optimista.
Una vez finalizada la guerra de Bosnia y con las diversas organizaciones internacionales sobre el terreno para garantizar la paz, el interés exterior fue decayendo. La Unión Europea, como de costumbre, estaba paralizada por sus propias preocupaciones institucionales, mientras que Clinton, ocupado primero con asuntos relativos a las elecciones estadounidenses y después con la expansión de la OTAN y la inestabilidad de la Rusia de Yeltsin, dejó de centrarse en la crisis balcánica. Pero aunque Eslovenia, Croacia y Bosnia eran ahora Estados supuestamente independientes, el problema de Yugoslavia no se había resuelto. Slobodan Milošević seguía controlando lo que quedaba del país y la cuestión que inicialmente le había servido para auparse al poder estaba a punto de estallar.
Los albaneses de Serbia habían seguido siendo discriminados y reprimidos: de hecho, como la atención internacional se había desviado hacia la crisis que tenía lugar más al norte, ahora eran más vulnerables que nunca. Después de Dayton, la posición internacional de Milošević había mejorado considerablemente; aunque no había logrado librarse de todas las sanciones (su principal propósito al cooperar de buen grado con la iniciativa de paz estadounidense en Bosnia) , hasta cierto punto Yugoslavia había dejado de ser un paria. Y así, como responsable de una serie de derrotas y con los nacionalistas de Belgrado criticándole por ceder ante los «enemigos» de Serbia, Milošević volvió a Kosovo.
En la primavera de 1997 Elisabeth Rehn, representante especial de la ONU para Asuntos de Derechos Humanos, avisó ya del desastre inminente que podía producirse en la provincia de Kosovo, puesto que Belgrado estaba apretando las tuercas a su mayoría albanesa, rechazando todas las reivindicaciones de autonomía local y privando a la población hasta de la más mínima representación institucional. Pasando por encima de la impotente y humillada moderación del líder Ibrahim Rugova, una nueva generación de albaneses —armada y alentada por la propia Albania— estaba abandonado la resistencia no violenta y engrosando las filas del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK).
El ELK formado en Macedonia en 1992, era partidario de la lucha armada para alcanzar la independencia de Kosovo (y quizá la unión con Albania). Sus tácticas —que consistían sobre todo en ataques guerrilleros contra comisarias aisladas— dieron a Milošević la oportunidad de condenar como terrorista cualquier resistencia albanesa y de autorizar una política cada vez más violenta. En marzo de 1998, después de que fuerzas serbias armadas con morteros y respaldadas por helicópteros de combate mataran e hirieran a decenas de personas en masacres registradas en Drenica y otros pueblos albaneses, la comunidad internacional reaccionó por fin a las peticiones de Rugova y comenzó a prestar más atención a la provincia. Pero cuando Estados Unidos y la Unión Europea se mostraron «horrorizados ante la violencia policial en Kosovo», la beligerante respuesta de Milošević fue advertir que el «terrorismo que pretende la internacionalización del problema, a quien más daños causará será a quienes recurran a tal método».
Para entonces todos los dirigentes albanokosovares (la mayoría en el exilio u ocultos) habían decidido que sólo una separación total de Serbia podría salvar a su comunidad. Entre tanto, Estados Unidos y los países del Grupo de Contacto, aún en funcionamiento, seguían tratando de mediar entre Milošević y los albaneses: en parte para negociar una solución «justa», en parte para atajar un conflicto generalizado en el sur de los Balcanes. Y este temor no carecía de fundamentos: si no se lograba que Yugoslavia tratara dignamente a sus ciudadanos albaneses —y éstos optaban por la secesión—, las consecuencias podrían ser tremendas para la vecina Macedonia, que tenía su propia minoría albanesa, numerosa y descontenta.
Históricamente, Macedonia, que acababa de acceder a la independencia y que, por insistencia griega, se conocía con el nombre de Antigua República Yugoslava de Macedonia (ARYM)[9], era una zona delicada. Sus fronteras con Bulgaria, Grecia y Albania habían sido objeto de litigio antes y después de las dos guerras mundiales. Sus vecinos —de los que este pequeño Estado sin salida al mar depende completamente para comerciar y acceder al mundo exterior— la miraban con recelo. Y su pervivencia después de la desintegración de Yugoslavia no se daba en absoluto por segura. Sin embargo, si Macedonia se venía abajo, Albania, Bulgaria, Grecia e incluso Turquía podrían verse arrastradas al conflicto.
De manera que el continuo maltrato —en forma de masacres— al que Milošević sometía a los albaneses de Kosovo no podía sino reportarle la condena, y finalmente la intervención, de las potencias occidentales. Curiosamente, no parece que llegara nunca a comprender por completo la situación, pese a la serie de advertencias lanzadas a lo largo del verano de 1988 por la secretaria de Estado de Estados Unidos Madeleine Albright (quien dijo que consideraría a Milošević «personalmente responsable»), el presidente francés Jacques Chirac y el secretario general de la OTAN Javier Solana. Al igual que Sadam Husein algunos años después, Milošević estaba aislado y protegido de la opinión occidental y confiaba excesivamente en su propia capacidad para manipular y sortear a los gobernantes extranjeros.
Esta sensación no sólo era culpa de Milošević. Halagado por las frecuentes visitas de ciertos diplomáticos estadounidenses —que se vanagloriaban, con exceso de confianza, de su habilidad para negociar—, Milošević tenía buenas razones para pensar que en Occidente no se le consideraba un enemigo intransigente, sino un interlocutor privilegiado[10]. Además, el dictador yugoslavo era muy consciente de que la preocupación fundamental de la comunidad internacional era evitar cualquier modificación de las fronteras. Todavía en julio de 1998, pese a las pruebas fehacientes de que la situación en Kosovo era ya desesperada, el Grupo de Contacto descartó públicamente que la independencia pudiera ser una solución.
Lo que Milošević no alcanzaba a concebir era el impacto transformador que había tenido la catástrofe bosnia sobre la opinión pública internacional. Los derechos humanos —en concreto, la limpieza étnica— ahora eran objeto de preocupación general, aunque sólo fuera por el lacerante sentimiento de culpa que sentía el mundo por no haber actuado a tiempo anteriormente. En junio de 1998 el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia se proclamó competente para juzgar los crímenes cometidos en Kosovo —Louise Arbor, fiscal general, declaró que la magnitud y la naturaleza de los combates que se libraban en la provincia hacían que éstos pudieran considerarse un conflicto armado según el derecho internacional— y el 19 de julio el Senado estadounidense instó a los jueces de La Haya a acusar a Milošević de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.
La verosimilitud de esas acusaciones aumentaba rápidamente. No sólo cientos de «terroristas» albaneses estaban siendo asesinados por unidades especiales de policía reclutadas en Serbia, sino que cada vez había más pruebas de que, amparándose en este conflicto, Belgrado planificaba «alentar» la salida de la población albanesa, forzándola a abandonar sus tierras y su fuente de sustento para salvar la vida. Durante el invierno de 1998-1999 se conocieron informes sobre acciones policiales serbias —que en ocasiones respondían a ataques del ELK y que en general conllevaban la ejecución de una o más familias extensas— destinadas a aterrorizar a comunidades enteras para que abandonaran sus pueblos y escaparan cruzando las fronteras de Albania o Macedonia.
La comunidad internacional estaba cada vez más dividida. Ya desde octubre de 1988 Estados Unidos y gran parte de sus aliados de la OTAN eran claramente partidarios de algún tipo de intervención militar destinada a defender a los asediados albaneses. Pero en la ONU (que habría tenido que autorizar esa intervención en los supuestos asuntos «internos» de un Estado soberano) se planteaba la enérgica oposición tanto de China como de Rusia (cuyo Parlamento había aprobado una resolución calificando cualquier futura acción de la OTAN de «agresión ilegal»). Dentro de la Unión Europea y de la OTAN, la propia Grecia, por sus propias razones, se oponía a cualquier tipo de intervención en los asuntos yugoslavos. Entre tanto, Ucrania y Bielorrusia ofrecían «solidaridad incondicional» y «apoyo moral» a sus hermanos eslavos de Serbia.
El aparente punto muerto podría haberse mantenido indefinidamente si Belgrado no hubiera redoblado su apuesta con una serie de brutales asesinatos masivos a comienzos de 1999, primero el 15 de enero en el pueblo de Račak, en el sur de Kosovo, y después en marzo en toda la provincia. El ataque en Račak, en el que fallecieron cuarenta y cinco albaneses (parece que veintitrés ejecutados) sirvió finalmente —al igual que la matanza del mercado de Sarajevo— para incitar a la comunidad internacional a actuar[11]. Después de las infructuosas negociaciones de Rambouillet entre Madeleine Albright y una delegación yugoslava, que terminaron en la predecible negativa de Belgrado a retirar sus fuerzas de Kosovo y a aceptar la presencia de un contingente militar extranjero en ella, la intervención se hizo inevitable. El 24 de marzo, y a pesar de la ausencia de un aval formal de la ONU, barcos, aviones y misiles de la OTAN entraron en acción sobre Yugoslavia, declarando la guerra efectiva al régimen de Belgrado.
La última guerra yugoslava duró algo menos de tres meses y durante ésta las fuerzas de la OTAN ocasionaron graves daños a Serbia, pero apenas lograron impedir la expulsión de Kosovo de la población albanesa: durante el conflicto, ochocientos sesenta y cinco mil refugiados (la mitad de la población albanesa de la provincia) huyeron a campos improvisados situados al otro lado de las fronteras de Montenegro, Bosnia, Albania y las regiones de etnia albanesa de Macedonia occidental. Sin embargo, a pesar de que el presidente norteamericano Clinton insistió imprudentemente en que no debía haber tropas de la OTAN sobre el terreno —lo cual obligó a la Alianza a llevar a cabo una guerra aérea con inevitables contratiempos que hicieron el juego a la propaganda yugoslava y al victimismo serbio—, el resultado fue una conclusión anunciada. El 9 de junio Belgrado aceptó retirar todas sus tropas y fuerzas policiales de Kosovo, los ataques de la OTAN se suspendieron y, como cabía esperar, la ONU dispuso que una fuerza dirigida por la OTAN (la KFOR) ocupara «temporalmente» la provincia.
La ocupación de Kosovo supuso el final de un ciclo bélico que se había prolongado durante una década en Yugoslavia, y también marcó el principio del fin del propio Milošević. Con su credibilidad minada por el último revés, y el peor, sufrido por el proyecto nacionalista serbio, Milošević sufrió una arrolladora derrota en las elecciones a la presidencia de Yugoslavia celebradas en septiembre de 2000, ante un candidato de la oposición, Vojislav Koštunica. Cuando Milošević aceptó cínicamente que el aspirante tenía más votos, a la vez que declaraba que el margen era tan estrecho que se necesitaba una segunda vuelta, provocó por fin una explosión de protestas populares entre los sufridos serbios. Decenas de miles de manifestantes se lanzaron a las calles de Belgrado y el 5 de octubre Milošević aceptó finalmente la derrota y se retiró. Seis meses después, el Gobierno de Serbia, cada vez más necesitado de asistencia económica occidental, acordó detener a Milošević y lo entregó al Tribunal de La Haya, donde fue acusado de genocidio y crímenes de guerra.
¿Quién tuvo la culpa de la tragedia de Yugoslavia? No hay duda de que la responsabilidad está bastante repartida. Al principio, las Naciones Unidas apenas se preocuparon —su incompetente e indiferente secretario general, Boutros Boutros-Ghali, calificó el conflicto de Bosnia de «guerra de ricos»— y cuando sus representantes llegaron por fin a los Balcanes pasaron gran parte de su tiempo tratando de impedir cualquier acción militar decisiva contra los peores criminales. El comportamiento europeo tampoco fue mejor. En concreto, Francia desplegó una singular renuencia a atribuir culpas de lo ocurrido a Serbia, y una clara falta de voluntad a la hora de implicarse en el asunto.
De manera que en septiembre de 1990, cuando Washington trató de introducir a Yugoslavia en el orden del día de la siguiente reunión de la OSCE, que se celebraría en París, Francois Mitterrand acusó a los estadounidenses de «exceso de dramatismo» y se negó a hacerlo. Cuatro meses después, cuando el problema se planteó de nuevo, el Ministerio de Asuntos Exteriores francés afirmó que era «demasiado tarde» para una intervención extranjera… París ni siquiera se mostró más dispuesto a cooperar después de que las fuerzas internacionales se vieran obligadas a intervenir en la región: el general francés Bernard Janvier, comandante de la fuerza de protección de la ONU en Bosnia, prohibió personalmente los ataques aéreos contra las contingentes serbobosnios en Srebrenica[12]. En cuanto al Gobierno holandés, llegó a vetar cualquier ataque de la OTAN contra baluartes serbobosnios hasta que todos los soldados holandeses hubieran salido sanos y salvos del país.
Otros países se comportaron algo mejor, pero no mucho más. Aunque Londres acabó respaldando las presiones estadounidenses a favor de la intervención, las autoridades británicas se pasaron los primeros años cruciales del conflicto yugoslavo obstaculizando calladamente cualquier implicación directa de la Comunidad Europea o de la OTAN. Además, el trato que dio el Reino Unido a los refugiados yugoslavos fue vergonzoso: en noviembre de 1992, cuando el flujo de bosnios desesperados y sin hogar llegaba a su punto culminante, Londres anunció que ningún bosnio podría viajar al país sin visado. La Pérfida Albión mostraba su rostro más cínico. Como en Sarajevo ya no había embajada británica para expedir visados, la única manera de que una familia bosnia pudiera lograrlo era abriéndose camino hasta un tercer país… momento en el que el Gobierno británico aduciría, como no dejó de hacer, que como ya había logrado asilo en otro Estado, el Reino Unido ya no tenía que admitirle. Así, mientras Alemania, Austria y los países escandinavos acogieron generosamente a cientos de miles de refugiados yugoslavos entre 1992 y 1995, en el Reino Unido se registró realmente un descenso del número de solicitantes de asilo durante esos mismos años.
Aunque a Washington le costó muchísimo tiempo centrarse en los acontecimientos de los Balcanes, una vez que Estados Unidos se implicó en la zona su historial fue sustancialmente más positivo. En realidad, el hecho de que fuera la iniciativa norteamericana la que propiciara cada uno de los pasos de la intervención internacional fue una humillación constante para los aliados de Europa occidental. Sin embargo, Estados Unidos también dio largas al problema, en gran medida porque su aparato militar era reacio a correr riesgos y porque muchos políticos del país seguían creyendo que Estados Unidos no tenía «nada que ver» con esta guerra; la idea de desplegar fuerzas de la OTAN en estas novedosas circunstancias o la de que Estados Unidos interviniera unilateralmente en los asuntos internos de un Estado soberano con el que no tenían disputas no era fácil de vender. Como apuntó el secretario de Estado Warren Christopher en el momento culminante de la guerra de Bosnia, era «un problema del demonio».
En cuanto a los propios yugoslavos, nadie sale bien parado. El hundimiento del sistema federal yugoslavo se propició desde Belgrado, pero Liubliana y Zagreb no lamentaron la pérdida. Es cierto que los bosnios musulmanes tuvieron escasas oportunidades de cometer sus propios crímenes de guerra: en líneas generales fueron los que se llevaron la peor parte de las agresiones ajenas. Su pérdida es la más triste de todas, y la destrucción de Sarajevo un dolor especialmente punzante. A su reducida escala, la capital bosnia era una ciudad auténticamente cosmopolita, quizá el último de los centros urbanos multiétnicos, multilingües y multiconfesionales que en su día fueron el orgullo de Europa central y del Mediterráneo oriental. Se reconstruirá, pero nunca podrá recuperarse.
Por otra parte, croatas armados fueron responsables de innumerables actos de violencia contra civiles, bajo la dirección de Zagreb y por propia iniciativa. En Mostar, ciudad al oeste de Bosnia con un porcentaje inusualmente elevado de matrimonios mixtos, los extremistas croatas se empeñaron en expulsar a los musulmanes y a las familias mixtas de la mitad occidental. Después los sustituyeron por campesinos croatas, empujados a la ciudad y radicalizados por su propia experiencia con la limpieza étnica en sus pueblos; además, asediaron los distritos musulmanes del este de la localidad. Entre tanto, en noviembre de 1993, procedieron a la destrucción sistemática del puente otomano del siglo XVI que cruzaba el río Neretva, un símbolo del pasado de integración y multiconfesionalidad de la ciudad.
En consecuencia, los croatas no tenían mucho de qué presumir; además, de todos los líderes postcomunistas surgidos de los escombros, Franjo Tudjman era uno de los más clamorosamente desagradables. Convirtió, más que ningún otro, el deseo de borrar el pasado yugoslavo de la memoria de sus conciudadanos en un proyecto personal: en marzo de 1993 la propia palabra Yugoslavia había sido borrada de los libros de texto, manuales, enciclopedias, títulos de libros y mapas publicados en la nueva Croacia. Sólo después de la muerte de Tudjman pudo el Estado croata que él había fundado comenzar a postularse, con credibilidad, como miembro de la comunidad internacional.
Sin embargo, al final, la responsabilidad principal de la catástrofe yugoslava debe recaer en los serbios y en Slobodan Milošević, el presidente por ellos elegido. Fue Milošević el que, en su lucha por el poder, empujó a las demás repúblicas a abandonar la Federación. Fue él quien después alentó a los serbios de Croacia y de Bosnia a desgajar territorios y el que los respaldó con su ejército. Y fue también él quien autorizó y dirigió el persistente ataque contra la población albanesa de Yugoslavia que condujo a la guerra de Kosovo.
Las acciones de Belgrado fueron un desastre para los serbios en todas partes. Perdieron sus tierras en la región croata de la Krajina; se vieron obligados a aceptar una Bosnia independiente y a abandonar los planes de desgajarle un Estado serbio soberano; fueron derrotados en Kosovo, de donde gran parte de la población serbia ha huido desde entonces por el justificado miedo a las represalias albanesas, y en los restos del Estado yugoslavo (del que hasta Montenegro ha tratado de separarse[a]) el nivel de vida ha caído hasta índices históricos. El curso de los acontecimientos ha agravado aún más la antigua propensión de los serbios a la victimización colectiva ante las injusticias de la historia y es cierto que, a la larga, puede que sean ellos los grandes perdedores de las guerras yugoslavas. Algo dice sobre la situación actual del país el hecho de que hoy en día hasta los niveles de vida y perspectivas de futuro de Bulgaria y Rumania estén por encima de los de Serbia.
Pero esta ironía no debería impedirnos apreciar la responsabilidad serbia. La brutalidad atroz y el sadismo de las guerras de Croacia y de Bosnia —los múltiples abusos, humillaciones, torturas, violaciones y asesinatos de cientos de miles de sus conciudadanos— fueron obra de hombres serbios, sobre todo jóvenes que, arrastrados por la propaganda y el liderazgo de caudillos locales cuya dirección y poder procedían en última instancia de Belgrado, llevaron hasta el paroxismo el odio despreocupado y la indiferencia hacia el sufrimiento. La consecuencia no fue tan inusitada: había ocurrido en Europa unas pocas décadas antes, cuando —por todo el continente y amparándose en la guerra— gente normal cometió crímenes extraordinarios.
No hay duda de que en Bosnia, en concreto, había una historia a la que la propaganda serbia podía remitirse, hecha de sufrimientos pasados que yacían enterrados justo debajo de la superficie engañosamente apacible de la vida yugoslava de postguerra. Pero la decisión de despertar esa memoria, de manipularla y explotarla para fines políticos, la tomaron hombres: uno en particular. Como Slobodan Milošević reconoció de forma falaz a un periodista durante las conversaciones de Dayton, él nunca había pensado que las guerras de su país pudieran durar tanto. Sin duda, es cierto. Pero esas guerras no surgieron espontáneamente de la combustión étnica. Yugoslavia no se derrumbó: la empujaron. No murió: fue asesinada.
Yugoslavia fue el peor caso, pero el postcomunismo fue difícil en todas partes. En Portugal o España, el abandono del autoritarismo y el acceso a la democracia fue de la mano de la acelerada modernización de una economía agraria retrasada: una combinación que el resto de Europa occidental conocía bien por la experiencia de su propio pasado. Pero la salida del comunismo carecía de precedentes. El tantas veces previsto tránsito del capitalismo al socialismo había sido teorizado hasta la saciedad en academias, universidades y cafés, desde Belgrado a Berkeley; pero a nadie se le había ocurrido dar orientaciones para la transición desde el socialismo al capitalismo.
El más tangible de los muchos y gravosos legados del comunismo fue su herencia económica. En las obsoletas fábricas de Eslovaquia, Transilvania o Silesia se conjugaba la disfunción económica con la irresponsabilidad medioambiental. Ambas estaban estrechamente ligadas: el envenenamiento del lago Baikal, la muerte del mar de Aral o la lluvia ácida que caía en los bosques del norte de Bohemia no sólo representaban una catástrofe ecológica sino una enorme hipoteca para el futuro. Antes de que pudiera invertirse en nuevas industrias, habría que desmantelar las antiguas y alguien tendría que enmendar los errores cometidos.
En los Länder orientales de Alemania la reparación de los daños causados por el comunismo corrió a cargo del Gobierno federal. Durante los cuatro años siguientes la Treuhandgesellschaft (véase el capítulo XVII) gastó miles de millones de marcos comprando y saldando todo tipo de instalaciones industriales obsoletas, dando el finiquito a los trabajadores excedentes y corrigiendo, en la medida de lo posible, las consecuencias de sus actividades. Pero aunque los resultados fueran desiguales y la empresa estuviera a punto de ocasionar la bancarrota de la hacienda federal, los antiguos alemanes orientales no dejaban de ser afortunados: la economía más sólida de Europa occidental sufragó su transición desde el comunismo. En otros países, el coste de reinventar la vida económica recaería sobre los hombros de las propias víctimas.
Fundamentalmente, la alternativa a la que se enfrentaban los gobiernos postcomunistas era, o bien tratar de convertir de un plumazo, de la noche a la mañana, una economía subvencionada en un capitalismo de mercado —el enfoque big bang— o bien proceder con cautela para desmantelar o liquidar los sectores más clamorosamente ineficientes de la economía planificada, preservando durante el mayor tiempo posible las medidas que más importaban a la población local, es decir, los alquileres bajos, el trabajo garantizado y los servicios sociales gratuitos. La primera estrategia se ajustaba mejor a los teoremas del libre mercado tan queridos por una generación de economistas y empresarios postcomunistas en ascenso; la segunda era más prudente desde un punto de vista político. El problema era que, a corto plazo (y quizá no tan a corto plazo), los dos enfoques causarían sufrimiento y pérdidas considerables: en la Rusia de Borís Yeltsin, donde se aplicaron ambos enfoques, el tamaño de la economía se redujo drásticamente durante ocho años, y constituyó así el más grande revés sufrido en tiempo de paz por una economía importante durante la historia contemporánea.
En Polonia fue donde primero se aplicó, y con mayor coherencia, el enfoque big bang, bajo la decidida supervisión de Leszek Balcerowicz (primero como ministro de Hacienda, después como jefe del Banco Central). Evidentemente, según Balcerowicz, Polonia —insolvente en todos los sentidos, aunque no se dijera así— no podía recuperarse sin ayuda internacional. Pero la ayuda no llegaría a menos que el país impusiera estructuras creíbles que dieran garantías a los bancos y organismos financieros occidentales. No era el FMI el que estaba obligando a Polonia a tomar medidas drásticas, sino que sería el propio país el que, anticipándose a las restricciones del FMI, haría méritos y recibiría la ayuda que necesitaba. Y esto sólo se podía hacer rápidamente, durante la luna de miel postcomunista y antes de que la gente se diera cuenta de lo penoso que sería el proceso.
En consecuencia, el 1 de enero de 1990 el primer Gobierno postcomunista de Polonia se embarcó en un ambicioso programa de reformas: acumuló reservas en moneda extranjera, eliminó los controles sobre los precios, restringió los créditos y redujo las subvenciones (es decir, permitió que las empresas se vinieran abajo), todo ello sacrificando los salarios reales internos, que inmediatamente se redujeron en torno a un 40 por ciento. Salvo por el reconocimiento expreso de que el desempleo sería inevitable (atemperado por la instauración de un fondo que ayudaría a los que perdieran su trabajo y subvencionaría cursos de capacitación profesional), las medidas no eran muy diferentes de las aplicadas sin éxito en dos ocasiones durante los años setenta. Lo que había cambiado era el clima político.
En la vecina Checoslovaquia, bajo la dirección de su ministro de Hacienda (más tarde primer ministro) Václav Klaus, se puso en marcha un programa igualmente ambicioso, que incidía además en la convertibilidad de las divisas, la liberalización del comercio exterior y la privatización; todo ello en consonancia con el declarado thatcherismo de Klaus. Al igual que Balcerowicz y que algunos de los jóvenes economistas del Kremlin, Klaus era partidario de una «terapia de choque»: puesto que le parecía que no había nada en la economía socialista que mereciera conservarse, no veía ninguna ventaja en posponer el paso al capitalismo.
En el otro extremo se encontraban hombres como el eslovaco Mečiar, el rumano Iliescu o el primer ministro ucraniano (y posteriormente presidente) Leonid Kuchma. Temiendo desilusionar a su electorado, pospusieron la introducción de cambios lo más posible —Ucrania anunció su primer programa de reforma económica en octubre de 1994—, siendo especialmente remisos a la liberalización de los mercados internos o a la reducción de la participación estatal en la economía. En septiembre de 1995 Kuchma defendió su postura —en términos familiares para los historiadores de la región— previniendo contra «las copias ciegas de las experiencias extranjeras».
Después de cruzar un cenagal de abatimiento económico durante los primeros noventa, el primer escalón de los Estados ex comunistas aparecía asentado en cimientos más firmes, capaces de atraer a los inversores occidentales y preparar el camino que finalmente conduciría hasta la Unión Europea. En comparación con la suerte de Rumania o Ucrania, a cualquier visitante le parecerá obvio el relativo éxito de las estrategias económicas polaca o estonia: de hecho, desde el punto de vista de la actividad de las empresas pequeñas e incluso del optimismo de los ciudadanos, a los países más exitosos de Europa del Este les ha ido mejor que a la antigua Alemania Oriental, a pesar de las aparentes ventajas de ésta.
Podríamos, por tanto, caer en la tentación de concluir que los Estados postcomunistas más «avanzados», como Polonia, la República Checa, Estonia, Eslovenia y quizá Hungría, lograron durante unos pocos e incómodos años salvar la brecha que separaba el socialismo de Estado del capitalismo de mercado, aunque sus ciudadanos más mayores y pobres tuvieran que pagar cierto precio por el salto; entre tanto, un segundo grupo de países balcánicos y de la antigua Unión Soviética les seguía los pasos entre penalidades, retrasado por una élite gobernante inepta y corrupta, sin capacidad o voluntad para plantearse los cambios necesarios.
En líneas generales fue así. Pero incluso sin Klaus, Balcerowicz o sus colegas húngaros y estonios, algunos Estados ex comunistas siempre se las habrían arreglado mejor que otros en el tránsito a la economía de mercado: bien porque, como hemos visto, ya habían optado por ese camino antes de 1989, bien porque las distorsiones de la época soviética no eran en ellos tan patológicas como en los menos afortunados de sus vecinos (es reveladora, en este sentido, la comparación entre Hungría y Rumania). Además, es evidente que los milagros de transformación económica palpables en las capitales de ciertos países —en Praga, Varsovia o Budapest, por ejemplo— no siempre se reprodujeron en las provincias más apartadas de cada uno de ellos. Al igual que en el pasado, las auténticas fronteras de Europa central y oriental no eran ahora las que separaban los países, sino las que había entre los prósperos centros urbanos y un interior rural abandonado y empobrecido.
En esas tierras, son bastante más reveladoras las similitudes entre las experiencias postcomunistas que sus diferencias. Después de todo, las nuevas élites gobernantes de cada país se enfrentaban a las mismas opciones estratégicas. El «romance con la economía de mercado», como lo denominó con desdén el primer ministro ruso Víktor Chernomirdin en enero de 1994, era tan universal como los objetivos económicos generales[13]: liberalización de la economía, transición a algún tipo de mercado libre y acceso a la Unión Europea, que seducía prometiendo consumidores, inversiones y fondos de ayuda regional extranjeros que aliviarían las penas inherentes al desmantelamiento de una economía centralizada. Estos eran los resultados que casi todo el mundo buscaba, y, en cualquier caso, según las opiniones más fundamentadas, no había otra alternativa.
En consecuencia, si había diferencias más profundas entre las políticas públicas de las sociedades postcomunistas ello no se debió a ninguna división de opiniones generalizada sobre adonde tenían que dirigirse esos países o cómo tenían que llegar allí. El problema principal era cómo enajenar sus recursos. Puede que las economías de los países comunistas padecieran distorsiones e ineficiencia, pero tenían activos enormes y potencialmente lucrativos: entre otras muchas cosas, energía, minerales, armas, bienes inmobiliarios, medios de comunicación y redes de transporte. Además, en las sociedades postsoviéticas los únicos que sabían cómo manejar un laboratorio, una granja o una fábrica —los que tenían experiencia con el comercio internacional o con la gestión de grandes instituciones— y los que sabían sacar adelante el trabajo eran los mismos que habían estado en el entorno del partido: los intelectuales, la burocracia y la nomenklatura.
Fueron ellos los que, después de 1989, se harían cargo de sus países, al igual que lo habían hecho anteriormente: al menos hasta que pudiera surgir una nueva generación ajena al comunismo. Pero ahora tendrían que llevar un hábito nuevo: en lugar de trabajar para el partido, se encuadrarían en diferentes agrupaciones políticas que competirían por alcanzar el poder, y en lugar de trabajar para el Estado, serían agentes independientes en un mercado competitivo de capacidades, bienes y capitales. Cuando el Estado se desprendió de todas sus posesiones, desde derechos de extracción a edificios de viviendas, éstos fueron los hombres que las vendieron, y también los que las compraron (en general fueron varones, con la notable excepción de la futura primera ministra de Ucrania, Yulia Timoshenko).
El capitalismo, según el evangelio que se difundió por la Europa postcomunista, se basa en el mercado. Y éste significa privatización. La liquidación total de los bienes de propiedad pública en la Europa oriental posterior a 1989 no tenía precedentes históricos. El culto a la privatización que se había afianzado en Europa occidental desde finales de los setenta (véase el capítulo XVI) fue el patrón para la atropellada retirada de la propiedad estatal en el Este; pero, aparte de eso, ambos procesos apenas tenían nada en común. El capitalismo, tal como había surgido en el mundo atlántico y se había desarrollado en Europa occidental durante cuatro siglos, fue acompañado de leyes, instituciones, reglamentos y prácticas de los que dependían enormemente su funcionamiento y su legitimidad. En muchos países postcomunistas esas leyes e instituciones eran bastante desconocidas, y fueron peligrosamente subestimadas por los neófitos partidarios del libre mercado.
El resultado fue una privatización en forma de cleptocracia. En su encarnación más desvergonzada, la de la Rusia gobernada por Borís Yeltsin y sus amigos. Después de la transición, la economía cayó en manos de un reducido número de hombres tremendamente ricos: en 2004, los treinta y seis multimillonarios rusos (sus oligarcas) habían acaparado una cifra que se cifraba en torno a los ciento diez mil millones de dólares, es decir, un cuarto del conjunto del PIB del país. La diferencia entre privatización, apropiación indebida y puro y simple robo desapareció por completo: había mucho que robar —petróleo, gas, minerales, metales preciosos, oleoductos— y nadie ni nada que impidiera el robo. Los bienes e instituciones públicos fueron desgajados y redistribuidos por funcionarios que, literalmente, sacaron y consiguieron cualquiera cosa que pudiera recolocarse legalmente en manos privadas.
Rusia fue el caso más obvio, pero Ucrania apenas le fue a la zaga. Kuchma y otros políticos fueron elegidos con el ingente apoyo financiero de unos «empresarios» que así daban la entrada a futuras adquisiciones: en la Ucrania postsoviética, como comprendían perfectamente todos esos individuos, el poder generaba dinero, no al revés. Los bienes públicos, créditos o subvenciones estatales pasaron directamente de las manos del Gobierno a los bolsillos de unos pocos clanes, en gran medida trasladándose después a cuentas privadas en el extranjero. En realidad, los nuevos «capitalistas» de estos países no hacían nada; se limitaban a blanquear bienes públicos para su propio beneficio.
El nepotismo proliferó, de forma muy similar a como lo había hecho durante el comunismo, pero con ganancias privadas mucho mayores: cuando la empresa ucraniana Krivorozhstal, una de las principales acerías del mundo —con cuarenta y dos mil empleados y un beneficio anual previo al pago de impuestos de trescientos millones de dólares (en un país cuya renta media era de 95 dólares mensuales)— se puso por fin a la venta en junio de 2004; en Kiev nadie se sorprendió al enterarse de que su «adjudicatario» fuera Víktor Pinchuk, uno de los empresarios más acaudalados del país y yerno del presidente ucraniano.
En Rumania y Serbia, los bienes estatales corrieron una suerte parecida o no llegaron siquiera a venderse, porque los caciques políticos, una vez superadas las especulaciones sobre posibles privatizaciones, prefirieron mantener su poder e influencia a la vieja usanza. Al igual que a los albaneses (que más o menos en la misma época buscaban una gratificación mercantil instantánea), a los rumanos se les ofrecieron modelos financieros de corte piramidal que prometían enormes ganancias a corto plazo y exentas de riesgos. Es posible que uno de esos programas, el chanchullo de Caritas, que se prolongó desde abril de 1992 hasta agosto de 1994, tuviera en su momento cumbre cuatro millones de participantes, es decir, uno de cada cinco habitantes de Rumania.
Al igual que la privatización «legítima», estas estructuras piramidales (también habituales en Rusia) servían mayormente para canalizar el dinero privado hacia mafias instaladas en las antiguas estructuras del partido y en sus servicios secretos. Entre tanto, catorce años después de la caída de Ceaușescu, el 66 por ciento de la industria rumana seguía estando en manos estatales, aunque algunas de las empresas más rentables y atractivas hubieran cambiado de manos. Es comprensible que durante muchos años los inversores extranjeros contemplaran con recelo la posibilidad de arriesgar su capital en esos países: la perspectiva de obtener ganancias considerables se veía ensombrecida por la crónica ausencia de salvaguardas jurídicas.
En otros países de Europa central la situación de la balanza de riesgos beneficiaba a los inversores extranjeros, aunque sólo fuera porque la perspectiva de entrar en la Unión Europea estaba acelerando el necesario proceso de reforma institucional y legislativa. Aun así, en Hungría o Polonia gran parte de las privatizaciones iniciales o bien supusieron una transformación en negocios legítimos de actividades del mercado negro de la época comunista, o bien conllevaron una rápida venta de las partes más evidentemente viables de las compañías estatales a empresarios locales respaldados por capital extranjero. Tres años después de la revolución sólo el 16 por ciento de las empresas estatales polacas se había vendido a entidades privadas. En la República Checa se suponía que un ingenioso plan de cupones, que ofrecía a la gente la posibilidad de comprar acciones de las empresas estatales, habría de convertir a la ciudadanía en una nación de capitalistas: pero, en los años siguientes, su principal consecuencia fue la de allanar el camino para futuros escándalos y para una violenta reacción política contra la especulación rampante.
Una de las razones que explican las distorsiones que conllevó el proceso de privatización en la Europa postcomunista fue la ausencia, prácticamente total, de participación occidental. No hay duda de que al principio Moscú o Varsovia estaban anegados de jóvenes economistas estadounidenses que se ofrecían a dar lecciones de construcción del capitalismo a sus anfitriones, y que, en concreto, hubo empresas alemanas que no tardaron en mostrar interés en compañías comunistas relativamente pudientes como Škoda, el fabricante de coches checo[14]. Pero prácticamente no hubo implicación de los gobiernos extranjeros, ningún Plan Marshall ni nada remotamente parecido: salvo en Rusia, que recibió sumas considerables de Washington en concepto de subvenciones y préstamos que, destinadas a reforzar el régimen de Yeltsin, a su vez se desviaron hacia los bolsillos de los amigos y patrocinadores de éste.
Por el contrario, la inversión extranjera se pareció más a la participación irregular del sector privado registrada después de los acuerdos de Versalles que al esfuerzo sostenido que ayudó a reconstruir Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial: era algo que se producía en momentos favorables y que desaparecía cuando las cosas se ponían feas[15]. En consecuencia, tal como había ocurrido anteriormente, los europeos orientales tuvieron que competir con Occidente en una situación tremendamente desfavorable, por carecer tanto de capital local como de mercados extranjeros, y por ser únicamente capaces de exportar alimentos y materias primas con escaso margen de beneficio o bienes industriales y de consumo que mantenían baratos los escasos salarios y las subvenciones públicas.
No es sorprendente que muchos de estos gobiernos, al igual que sus predecesores de entreguerras, cayeran en la tentación de parapetarse frente a los costes políticos de esta situación estableciendo medidas de protección: en este caso, leyes que restringían la propiedad extranjera de tierras y empresas. Como cabía esperar, estos ecos de anteriores iniciativas autárquicas, tachados un tanto injustamente de «nacionalistas» por los críticos externos, no tuvieron mucho éxito: al inhibir la inversión extranjera y distorsionar el mercado local, lo único que consiguieron fue inclinar todavía más el proceso de privatización hacia la corrupción[16].
De modo que por cada oligarca sinvergüenza ruso con segunda residencia en Londres o Cannes, o por cada joven empresario polaco con un BMW y un teléfono móvil, había millones de contrariados pensionistas y trabajadores en paro para los que la transición al capitalismo supuso, en el mejor de los casos, un beneficio ambivalente, por no hablar de los millones de campesinos a los que no se podía ni reubicar ni hacer económicamente autosuficientes: en Polonia, a finales del siglo XX, la agricultura sólo generaba el tres por ciento de PIB, aunque seguía ocupando a un quinto de la población activa. El paro siguió siendo endémico en muchos lugares; además, la pérdida del empleo llevaba aparejada la de ciertas prestaciones a bajo precio y otras ventajas que tradicionalmente lo habían acompañado en esos países. Al aumentar constantemente los precios, ya fuera a causa de la inflación[17] o por las expectativas de entrar en Europa, cualquiera que dependiera de una renta o pensión estatal fija (situación en la que se encontraban la mayoría de los profesores, doctores e ingenieros que en su día habían sido el orgullo del socialismo) tenía buenas razones para caer en la nostalgia del pasado.
En Europa oriental había mucha gente, sobre todo entre los mayores de cuarenta años, que se quejaba amargamente de lo que había perdido en cuanto a seguridad material, alimentación, vivienda y servicios baratos; pero esto no significaba necesariamente que anhelaran una vuelta al comunismo. Como explicaba ante periodistas extranjeros en 2003 una ingeniera militar rusa retirada de cincuenta y cinco años que vivía con su esposo, también pensionista, con cuatrocientos cuarenta y ocho dólares al mes: «Lo que queremos es que nuestra vida sea tan fácil como lo era en la Unión Soviética, con la garantía de que tendremos un futuro bueno y estable y precios baratos, pero, al mismo tiempo, con esta libertad que antes no existía».
No obstante, entre los letones, a los que les habría horrorizado imaginarse un retorno al dominio ruso, las encuestas indican que los campesinos, en concreto, están convencidos de que estaban mejor en la época soviética. Puede que tengan razón, y no sólo si son campesinos. A finales de los ochenta, antes de las revoluciones, los europeos orientales eran ávidos consumidores de cine. En 1997, la asistencia a las salas cinematográficas letonas había disminuido en un 90 por ciento. En otros lugares ocurrió lo mismo: en Bulgaria este índice se redujo en un 93 por ciento; en Rumania, en un 94, mientras que en Rusia cayó en un 96 por ciento. Es interesante comprobar que en Polonia la asistencia al cine durante esos mismos años sólo se redujo en un 77 por ciento; en la República Checa, en un 71, y en Hungría en un 51. En Eslovenia apenas disminuyó. Estos datos sugieren la existencia de una relación directa entre la prosperidad y la asistencia al cine, y confirman la explicación postulada por una encuesta búlgara en relación con el declive de la asistencia a las salas de cine locales: desde la caída del comunismo había más películas entre las que elegir… pero la gente ya no se podía permitir pagar las entradas.
Dadas las circunstancias, la difícil e incompleta transformación económica de Europa del Este conduce a una observación de tipo johnsoniano: aunque no se hizo bien, es sorprendente constatar que llegara siquiera a producirse. En líneas generales, lo mismo podría decirse de la transición a la democracia. Con la excepción de Checoslovaquia, en ninguna de las antiguas sociedades comunistas situadas entre Viena y Vladivostok existía recuerdo vivo alguno de haber disfrutado de una auténtica libertad política y muchos analistas locales contemplaban con pesimismo las perspectivas de pluralismo político. Se temía que, si un capitalismo sin cortapisas legales caía realmente en el robo, entonces, en ausencia de límites consensuados y asumidos para la retórica pública y la competencia política, la democracia correría el riesgo de deslizarse hacia una competencia de demagogias.
Este temor no carecía de fundamento. Al concentrar el poder, la información, la iniciativa y la responsabilidad en manos del partido único, el comunismo había dado lugar a una sociedad de individuos que no sólo recelaban de sus conciudadanos y asistían con escepticismo a las proclamas o promesas oficiales, sino que carecían de experiencias de iniciativa individual o colectiva y de cualquier base consistente en la que sustentar sus opciones públicas. No era casual que la empresa periodística más importante de las registradas en los Estados postsoviéticos fuera la aparición de periódicos dedicados a proporcionar datos concretos: Hechos y Argumentos en Moscú y Hechos en Kiev.
La gente mayor era la que menos preparada estaba para superar la transición a una sociedad abierta. Los jóvenes podían acceder mejor a la información: a través de la televisión y la radio extranjeras, y, cada vez más, vía Internet. Pero al tiempo que esto hacía que muchos jóvenes votantes de esos países se hicieran más cosmopolitas e incluso refinados, también abrió una brecha entre ellos, sus padres y abuelos. Un estudio sobre la juventud eslovaca realizado una década después de la independencia del país puso de manifiesto la existencia de un claro choque generacional. Los jóvenes eran completamente ajenos al pasado anterior a 1989, del que apenas sabían nada; sin embargo, se quejaban de que en el mundo feliz de la Eslovaquia postcomunista sus padres estuvieran a la deriva y se vieran impotentes: no podían ni ayudar ni aconsejar a sus hijos.
Este desfase generacional tendría consecuencias políticas en todos los países, con votantes mayores y pobres que periódicamente se mostraban proclives a verse atraídos por partidos que ofrecían alternativas nostálgicas o ultranacionalistas al nuevo consenso liberal. Era previsible que este problema fuera más grave en determinadas zonas de la antigua Unión Soviética, donde los trastornos y perturbaciones fueron más acusados y donde, hasta ese momento, la democracia era algo desconocido. Miserables, inseguros y dolidos por la llamativa riqueza que ahora mostraba una minúscula minoría, los votantes ancianos —y los que no lo eran tanto—, en especial de Rusia y Ucrania, eran fácilmente atraídos por políticos autoritarios. De manera que, mientras en las tierras postcomunistas resultaba bastante fácil inventarse constituciones y partidos democráticos modélicos, otra cosa muy distinta era forjar un electorado que discriminara. En líneas generales y en todas partes, las primeras elecciones favorecieron a las alianzas liberales o de centro derecha que habían gestionado el derrocamiento del antiguo régimen; pero, con frecuencia, la violenta reacción ocasionada por las penurias económicas y las inevitables decepciones benefició a los ex comunistas, ahora vestidos con atuendos nacionalistas.
Esta transformación de la vieja nomenklatura fue menos peculiar de lo que podría parecer en el exterior. El nacionalismo y el comunismo tenían más rasgos comunes entre sí que los que cada uno de ellos tenía con la democracia: compartían, por así decirlo, una «sintaxis» política, mientras que el liberalismo era un lenguaje completamente distinto. Como mínimo, el comunismo soviético y los nacionalistas tradicionales tenían un enemigo común —el capitalismo u «Occidente»— y sus herederos supieron manipular con destreza un igualitarismo generalizado y envidioso («por lo menos entonces todos éramos pobres») para atribuir los males del postcomunismo a la injerencia extranjera.
De manera que el ascenso de Corneliu Vadim Tudor, por ejemplo, no tenía nada especialmente incongruente: era un bien conocido adulador literario de la corte de Nicolae Ceaușescu, que, antes de pasar del comunismo nacional al ultranacionalismo, se había dedicado a escribir odas a mayor gloria del Conducător. En 1991, con el respaldo económico de eminentes emigrados, fundó el Partido de la Gran Rumania, cuyo programa, abiertamente antisemita, conjugaba el irredentismo nostálgico con los ataques a la minoría húngara. En las elecciones presidenciales de diciembre de 2000, uno de cada tres votantes rumanos optó por Tudor, frente a la única alternativa viable, el ex aparatchik comunista Ion Iliescu[18].
Los políticos nacionalistas, incluso los que habían partido de las críticas al comunismo —como fue el caso del movimiento nacional patriótico ruso Pamiat (Memoria)—, caían con bastante facilidad en una simbiótica simpatía hacia el pasado soviético, que conjugaba una especie de resentimiento nacionalista con la nostalgia del legado soviético y de sus monumentos. Esa misma combinación de retórica patriótica y de tristeza por haber perdido el mundo autoritario de cuño soviético explicaba la popularidad de los nuevos nacionalistas ucranianos, bielorrusos, serbios y eslovacos, al igual que la de sus equivalentes en los diversos partidos agrarios y populares que proliferaron en Polonia a finales de los noventa, especialmente el Partido de la Autodefensa de Andrzej Lepper, que tanto apoyo tuvo.
Aunque los comunistas reciclados se aliaron en todas partes con auténticos nacionalistas[19], donde el nacionalismo puro y duro atrajo con más fuerza y de manera más duradera fue en Rusia. No era sorprendente: en palabras de Vladímir Zhirinovsky, un nuevo y ardiente personaje público que cimentó sus apoyos electorales en una descarada xenofobia al viejo estilo ruso, «el pueblo ruso se ha convertido en la nación más humillada del planeta». Cualesquiera que hubieran sido sus limitaciones, la Unión Soviética había sido una potencia mundial: un gigante territorial y cultural, heredero legítimo y prolongación de la Rusia imperial. Su desintegración ocasionó grandes afrentas a los viejos rusos, que en muchos casos compartían el resentimiento que sentía el ejército soviético tanto por la absorción que había realizado la OTAN del «Oeste cercano» ruso como por la incapacidad de su país para impedirlo. El deseo de recuperar algún tipo de «respeto» internacional ha orientado gran parte de la política exterior de Moscú después del comunismo y explica tanto la naturaleza de la presidencia de Vladímir Putin como el amplio apoyo con el que éste podía contar, pese al creciente autoritarismo de su política interna (y también a causa de él).
Las razones por las que los ciudadanos del antiguo imperio ruso en Europa central no estaban dispuestos a este tipo de nostalgia son evidentes. Pero el mundo comunista perdido tenía cierto apoyo incluso en Alemania Oriental, donde los sondeos de mediados de los noventa demostraban lo extendida que estaba la idea de que, salvo por los viajes, los medios de comunicación electrónicos y la libertad de expresión, la vida había sido mejor antes de 1989. En otros países, hasta los medios de comunicación de la antigua época comunista se veían con cierto cariño: en 2004, el programa de más audiencia de la televisión checa fue una reposición de Major Zeman, una serie policíaca de comienzos de los setenta cuyos guiones eran poco más que ejercicios de propaganda para el periodo de «normalización» posterior a 1968.
El Partido Comunista sólo tuvo el descaro de conservar su nombre en la República Checa (además de en Francia y los Estados de la antigua Unión Soviética). Pero en todos los países postcomunistas de Europa central se podía decir que alrededor de uno de cada cinco votantes apoyaba grupos de corte «anti-» similares: antiamericanos, antieuropeos, antioccidentales, antiprivatizadores… o, más habitualmente, todo eso junto. En los Balcanes, en concreto, el «antiamericanismo» o el «antieuropeísmo» solían ser un sobrenombre del anticapitalismo, una tapadera para los ex comunistas que no podían expresar abiertamente la nostalgia por los viejos tiempos, pero que la explotaban de todas maneras en sus enmascarados pronunciamientos públicos.
Este voto de protesta ilustraba indirectamente el inevitable consenso que envolvía las corrientes políticas mayoritarias: sólo había un futuro posible para la región, que, costara lo que costara, estaba en Occidente, en la Unión Europea y en un mercado mundial. Pocas diferencias había respecto a estos objetivos entre los principales partidos contendientes, que siempre ganaban las elecciones criticando las «fallidas» políticas de sus adversarios, para luego proceder a implantar programas sorprendentemente similares. En Europa central, esto ocasionó la aparición de un nuevo lenguaje «acartonado» sobre las políticas públicas —hecho de «democracia», «mercado», «déficit presupuestario», «crecimiento» y «competencia»—, que, para muchos ciudadanos, apenas tenía significado o interés.
En consecuencia, los votantes que querían poner de relieve su protesta o expresar su dolor quedaban marginados. A comienzos de los noventa, para los observadores, el ascenso en la Europa postcomunista de partidos nacionalpopulistas marginales y de sus demagógicos líderes representaba una peligrosa reacción antidemocrática, el retorno a sentimientos atávicos de una región atrasada que durante medio siglo había estado presa de la ilusión de que el tiempo se había detenido. Sin embargo, en épocas más recientes, el éxito de Jörg Haider en Austria, de Jean-Marie Le Pen en Francia y de otras figuras prácticamente equivalentes en países tan distintos como Noruega y Suiza ha servido para diluir el tono paternalista de los comentarios en Europa occidental. El atavismo no respeta fronteras.
El éxito de la democracia política en muchos países del antiguo bloque comunista tuvo consecuencias ambivalentes para los intelectuales que tanto habían hecho por su instauración. Algunos, como Adam Michnik en Polonia, mantuvieron su influencia a través del periodismo. Otros, como János Kis en Hungría, pasaron del disentimiento intelectual a la política parlamentaria (en el caso de Kis como líder de los demoliberales), para acabar retornando a la vida académica después de unos pocos años turbulentos expuestos al escrutinio público. Pero, en su mayoría, los intelectuales opositores de antaño no lograron convertirse ni en políticos postcomunistas ni en personajes públicos, salvo como mascarones de los procesos de transición, y muchos de los que lo intentaron mostraron tristemente su incapacidad. Václav Havel fue singular, pero ni siquiera él tuvo un especial éxito en este sentido.
Como Edmund Burke señaló con desdén respecto a una generación anterior de activistas revolucionarios: «Los mejores sólo eran hombres para la teoría». La mayoría no estaban preparados para las enrevesadas cuestiones políticas y técnicas de la década posterior. Tampoco para la drástica disminución que sufrió la consideración pública de los intelectuales en general, a medida que cambiaban los hábitos de lectura y los jóvenes daban la espalda a las fuentes tradicionales de orientación y opinión. A mediados de los noventa algunos de los en su día influyentes periódicos de la generación de intelectuales anterior se habían convertido en algo lamentablemente marginal.
Zeszyty Literackie, de Barbara Toruńczyck, una publicación literaria muy admirada y editada en París por una exiliada polaca de la generación de 1968, había tenido un importante papel en el mantenimiento del debate cultural polaco antes de 1989. Ahora, después de su regreso triunfal a la capital de su patria liberada, luchaba por mantener a diez mil lectores. Literární Noviny, el semanario checo de más solera e influencia, no tuvo mucha más suerte y su tirada no alcanzaba los quince mil ejemplares en 1994. Estas cifras, puestas en relación con la población, no les habrían parecido tan indignas a los editores de las diversas publicaciones literarias de la mayoría de los países occidentales; pero en Europa central su lugar cada vez más marginal suponía una traumática transformación de las prioridades culturales.
Una de las razones del declive de los intelectuales fue que su tan cacareada insistencia en el carácter ético del anticomunismo, la necesidad de levantar una sociedad civil con conciencia moral, que llenara el espacio existente entre el individuo y el Estado, había sido superada por las consideraciones prácticas que conllevaba construir una economía de mercado. En muy pocos años, la «sociedad civil» de Europa central se había convertido en un concepto arcaico, que sólo interesaba a un puñado de sociólogos extranjeros. Algo bastante similar había ocurrido después de la Segunda Guerra Mundial en Europa occidental (véase el capítulo III), cuando el elevado tono moral de la resistencia de la época bélica se había desvanecido, desplazado primero por las consideraciones prácticas de la reconstrucción y después por la Guerra Fría. Sin embargo, mientras que los escritores franceses e italianos de esos años todavía contaban con una audiencia considerable —en parte gracias a un compromiso político ruidosamente proclamado— sus compañeros de Hungría o Polonia no tuvieron tanta suerte.
Los intelectuales que consiguieron dar el salto a la vida pública democrática solían ser tecnócratas —abogados o economistas— cuya presencia en la comunidad disidente anterior a 1989 no había sido destacada. Al no haber desempeñado ningún papel heroico hasta entonces, ofrecían modelos más tranquilizadores para sus conciudadanos, tan poco heroicos como ellos mismos. Poco después de suceder a Havel como presidente de la República Checa en 2003, Václav Klaus incidió sin rodeos en este asunto en una alocución presidencial: «Yo soy muy parecido a todos vosotros. Ni un ex comunista ni un ex disidente; ni un esbirro ni un moralista, cuya misma presencia en el escenario os recuerde la valentía que no tuvisteis: vuestra mala conciencia».
Las alusiones a la mala conciencia suscitaban la perturbadora cuestión del desquite: qué había hecho la gente durante el pasado comunista y qué debía ocurrirle ahora (si es que tenía que ocurrir algo). El problema supuso un traumático dilema para casi todos los regímenes postcomunistas. Por una parte, en general se estaba de acuerdo, y no sólo los intelectuales moralistas, en que los crímenes políticos cometidos durante la época soviética debían salir a la luz y que había que castigar a sus autores. La transición hacia la libertad, ya de por sí difícil, resultaría aún más costosa si no se reconocía públicamente la verdad sobre el pasado comunista: los defensores del antiguo régimen enjuagarían sus pecados y la gente olvidaría qué había representado 1989.
Por otra parte, los comunistas habían ocupado el poder durante más de cuarenta años en todos esos países (cincuenta en los Estados bálticos y setenta en la propia Unión Soviética). El partido único había sido hegemónico. Sus leyes, sus instituciones y su policía habían sido la única fuerza del país. ¿Quién habría de decir, a posteriori, que los comunistas no habían sido gobernantes legítimos? Sin duda habían sido reconocidos como tales por los gobiernos extranjeros y ninguna instancia judicial internacional había declarado nunca que el comunismo fuera un régimen criminal. Entonces, ¿cómo castigar a alguien retroactivamente por haber cumplido leyes comunistas o por haber trabajado para el Estado comunista?
Además, entre los mismos que habían destacado inicialmente clamando venganza contra la tiranía comunista había algunos de dudosa procedencia: era frecuente que, en el confuso clima de comienzos de los noventa, el anticomunismo se solapara con cierta nostalgia por los regímenes que habían sido sustituidos por los comunistas. Separar la condena del comunismo de la rehabilitación de sus antecesores comunistas no siempre sería fácil. Muchas personas razonables aceptaron que era necesario trazar una línea de separación tras la época estalinista: era demasiado tarde para castigar a los que habían colaborado en los golpes, en los juicios espectáculo y en las persecuciones de los años cincuenta, y la mayoría de sus víctimas habían muerto.
Se tenía la sensación de que era mejor dejar esas cosas en manos de los historiadores, que ahora tendrían acceso a los archivos y podrían hacer un relato coherente para las generaciones futuras. Sin embargo, respecto a las décadas post-estalinistas, se solía coincidir en la necesidad de que hubiera algún tipo de pronunciamiento público sobre los crímenes y criminales más atroces: los líderes comunistas checos participantes en la represión de la Primavera de Praga; los policías polacos responsables del asesinato del padre Popiełuszko (véase el capítulo XIX); las autoridades germanas orientales que ordenaron disparar contra cualquiera que tratara de saltar el muro de Berlín, y así sucesivamente.
Pero esto dejaba sin resolver dos dilemas mucho más peliagudos. ¿Qué hacer con los antiguos miembros del Partido Comunista y con los funcionarios policiales? Si no se los acusaba de crímenes concretos, ¿debían sufrir algún tipo de castigo por sus acciones pasadas? ¿Había que permitirles que participaran en la vida pública, como policías, políticos o incluso primeros ministros? ¿Por qué no? Después de todo, muchos de ellos habían cooperado activamente en el desmantelamiento de su propio régimen. Pero si no se hacía así, si se restringían los derechos ciudadanos y políticos de esas personas, ¿cuánto debían durar esas restricciones y cuánto debían bajar por el escalafón de la nomenklatura? En términos generales, éstos eran problemas comparables a los que habían tenido los ocupantes aliados de la Alemania de la postguerra al tratar de aplicar su programa de desnazificación, con la salvedad de que después de 1989 las decisiones no las estaba tomando un ejército de ocupación, sino los propios implicados.
Este era uno de los asuntos espinosos. En cierto modo, el segundo era todavía más complicado y sólo se evidenció con el paso del tiempo. Los regímenes comunistas no se limitaron a imponerse a una ciudadanía reacia, también alentaron a la gente a implicarse en la represión, colaborando con las fuerzas de seguridad e informando de las actividades y opiniones de sus colegas, vecinos, conocidos, amigos y familiares. La magnitud de esta red clandestina de espías y confidentes varió de un país a otro, pero existió en todos ellos.
La consecuencia fue que, mientras el conjunto de la sociedad era por ello objeto de sospecha —¿quién podría no haber trabajado para la policía o para el régimen en algún momento, incluso sin darse cuenta?—, al mismo tiempo, se hacía difícil diferenciar la colaboración venal e incluso mercenaria de la pura y simple cobardía, o incluso del deseo de proteger a la propia familia. La negativa a informar a la Stasi podía costarle a alguien el futuro de sus hijos. De este modo, el velo gris de la ambigüedad moral cubría muchas opciones privadas de individuos impotentes[20]. Si volviéramos la vista atrás, ¿quién, salvo un puñado de heroicos e inquebrantables disidentes, saldría indemne? Además, es asombroso que muchos de estos mismos disidentes —entre los que destaca el caso de Adam Michnik— fueran los que con más energía se opusieran a cualquier medida de desquite contra sus conciudadanos.
Aunque todos los Estados postcomunistas pasaron por esas dificultades, cada uno de ellos las abordó a su manera. En lugares donde nunca hubo realmente una transición, donde los comunistas o sus amigos siguieron en el poder con otro nombre y con impolutos programas «occidentales», el pasado no se tocó. En Rusia, al igual que en Ucrania, Moldavia o lo que quedó de Yugoslavia, el problema del desquite nunca llegó a plantearse y los altos cargos del antiguo régimen se reciclaron discretamente para retomar el poder: alrededor de la mitad de los integrantes del gabinete informal del presidente ruso Vladimir Putin proceden de las filas de los siloviki de la época comunista (fiscales, policías, militares y empleados de seguridad).
Por otra parte, en Alemania, las revelaciones sobre la magnitud y el alcance de la burocracia policial asombraron a la nación. Resultó que, además de sus 85.000 empleados a tiempo completo, la Stasi tenía alrededor de 60.000 «colaboradores extraoficiales», 110.000 confidentes regulares y más de medio millón de confidentes «a tiempo parcial», que en muchos casos no tenían forma de saber que pertenecían a esa categoría[21]. Los maridos espiaban a las esposas, los profesores informaban sobre sus alumnos, los sacerdotes sobre sus parroquianos. Había expedientes de seis millones de habitantes de la extinta Alemania Oriental, es decir, de un tercio de la población. Guardianes autoproclamados se habían infiltrado realmente en toda una sociedad a la que habían atomizado y contaminado.
Para sajar el forúnculo de miedo y sospecha mutuos, el Gobierno federal nombró en 1991 una comisión que, dirigida por el ex ministro luterano Joachim Gauck, habría de velar por los expedientes de la Stasi para evitar cualquier tipo de abuso. A título individual se permitiría que la gente verificara si tenía un expediente y entonces, si así lo deseaba, podría acudir a leerlo. De este modo, los ciudadanos sabrían —a veces con devastadoras consecuencias familiares— quién había estado dando informes sobre ellos; pero el material no estaría abierto al público en general. Era éste un torpe compromiso que, al final, tuvo bastante éxito: en 1996, 1.145.000 personas habían solicitado ver sus expedientes. No se podía enmendar el daño humano, pero como se confiaba en que la Comisión Gauck no hiciera un uso abusivo de sus competencias, la información que controló casi nunca fue explotada para obtener réditos políticos.
Fue precisamente el miedo a ese tipo de utilización lo que impidió el inicio de procesos similares en otros países de Europa oriental. En Polonia, las acusaciones de colaboracionismo en el pasado se convirtieron en una forma habitual de desacreditar a los adversarios políticos: en 2000, hasta Lech Wałęsa fue acusado de colaborar con los antiguos servicios especiales, aunque la acusación nunca se demostró. Un ministro del Interior de la etapa postcomunista llegó incluso a amenazar con publicar los nombres de todos sus oponentes políticos manchados por la brocha del colaboracionismo; ésta fue precisamente la razón por la que Michnik y otros, previendo con inquietud ese tipo de comportamiento, se mostraron partidarios de poner sencillamente punto final al pasado comunista y mirar hacia delante. Michnik, de acuerdo con esa postura, llegó incluso a oponerse en 2001 a las iniciativas que pretendían juzgar al ex presidente comunista Jaruzelski (que tenía ya setenta y ocho años) por ordenar en 1970 que se disparara contra huelguistas. En 1989 el recuerdo de la reciente ley marcial y de su época posterior había hecho que resultara poco razonable la posibilidad de levantar la tapa del pasado y atribuir culpas; cuando esas iniciativas ya no suponían un peligro, ya había pasado el momento de realizarlas, la atención popular estaba en otra parte y la búsqueda de una tardía justicia retroactiva parecía fruto del oportunismo político.
En Letonia se decretó que cualquiera que tuviera en su historial vínculos con el KGB no podría ocupar ningún empleo público durante diez años. A partir de 1994, los ciudadanos letones tuvieron libertad, siguiendo el modelo alemán, para consultar los archivos policiales de su propia historia comunista; pero los contenidos sólo se harían públicos si una persona se presentaba a las elecciones o pretendía conseguir trabajo en las fuerzas de seguridad. En Bulgaria, el nuevo régimen, siguiendo el ejemplo de las autoridades de la Francia posterior a Vichy, estableció tribunales con autoridad para imponer «humillación ciudadana» a los culpables de delitos vinculados con el régimen anterior.
En Hungría, la docilidad del Partido Comunista durante el periodo en el que perdió el poder hizo que fuera difícil justificar la aprobación de purgas o castigos por pecados anteriores: sobre todo teniendo en cuenta que en la Hungría posterior a Kádár el principal punto de desacuerdo era, evidentemente, 1956, una fecha que no tardaría en convertirse en historia antigua para la mayoría de la población. En la vecina Rumania, donde la historia reciente proporcionaba realmente un amplio margen para el desquite, los esfuerzos para constituir una versión local de la Comisión Gauck fueron zozobrando durante años a causa de la firme oposición de la élite política postcomunista, cuya implicación (en el caso de muchas de sus luminarias, empezando por el propio presidente Iliescu) en las actividades del régimen de Ceaușescu habría quedado constatada si se hubiera llevado a cabo cualquier investigación seria. Al final, se inauguró el llamado Colegio Nacional para el Estudio de los Archivos de la Securitate, que, sin embargo, nunca pudo aspirar a tener la autoridad del original germano.
En ninguno de esos países se resolvió con la satisfacción de todos o con absoluta imparcialidad el problema de cómo enfrentarse al pasado comunista. Pero en Checoslovaquia la solución adoptada suscitó una polémica que rebasó con mucho las fronteras del país. Allí, el estalinismo se había instalado más tarde y había durado más tiempo que en los demás países, y el desagradable recuerdo de la «normalización» seguía estando muy vivo. Al mismo tiempo, en la región checa el comunismo había tenido una base política más firme que en los demás países de Europa oriental. Finalmente, la nación sentía cierta incomodidad al recordar la aparente sucesión de fracasos registrados en Checoslovaquia a la hora de resistirse a la tiranía: en 1938, en 1948 y después de 1968. Por una u otra razón, todo el país —en opinión de sus más inflexibles críticos internos— tenía mala conciencia. Václav Klaus sabía de qué hablaba.
La primera ley de la Checoslovaquia postcomunista —que en 1990 estableció la rehabilitación de cualquiera que hubiera sido ilegalmente condenado entre 1948 y 1989, y que acabó abonando cien millones de euros en concepto de indemnización— apenas suscitó debates. Pero fue seguida de una ley de lustración[22] (cuya vigencia se prolongó cinco años más en 1996 y, de nuevo, a comienzos del siglo XXI, cuando expiró la prórroga anterior), que pretendía investigar a todos los cargos públicos o aspirantes a ocuparlos en busca de vínculos con los antiguos servicios de seguridad. Sin embargo, este objetivo, aparentemente legítimo, generó numerosas oportunidades para cometer abusos. Resultó que muchos de los nombres descubiertos en las listas de la antigua policía secreta no eran más que «candidatos»: hombres y mujeres a los que el régimen esperaba obligar a someterse. Entre ellos figuraban varios conocidos escritores checos, algunos de ellos ni siquiera residentes en el país.
Las listas de la policía secreta no tardaron en filtrarse a la prensa, que las publicó, y en ser aireadas por políticos y aspirantes a parlamentarios que esperaban desacreditar a sus adversarios. Durante el cruce de insultos llegó a aparecer hasta el nombre de Havel como candidato a ser reclutado en una ocasión por la red policial de informadores. Además, tal como algunos críticos habían advertido, aunque los expedientes de la policía secreta proporcionaban gran cantidad de datos sobre aquéllos a los que se pretendía reclutar, prácticamente no daban información sobre la identidad de los policías encargados de enrolarlos. En una viñeta del periódico Lidové Noviny aparecían dos hombres hablando delante del Parlamento de Praga: «No me preocupan las lustraciones», decía uno de ellos. «Yo no era un informador. Sólo daba las órdenes»[23].
La lustración no era un procedimiento penal, pero sí puso enormemente en ridículo a muchas de sus víctimas, injustamente «nombradas y avergonzadas». Quizá lo más grave fuera que desde el principio fue un mecanismo abiertamente político, que, entre otras cuestiones, provocó el derrumbamiento del antiguo Foro Cívico: veteranos disidentes (entre ellos Havel) se opusieron a la nueva ley, mientras que Klaus la apoyó entusiasmado, como fórmula para «clarificar dónde está cada uno» (y poner en la picota a sus antiguos críticos de la disidencia, algunos de ellos ex comunistas reformistas). Es preciso señalar que, en Eslovaquia, Vladimír Mečiar también se opuso a la ley de lustración —y los difundidos rumores sobre sus propios vínculos con la antigua policía secreta no fueron irrelevantes a este respecto—, aunque una vez que llevó a su país a la independencia, recurrió copiosamente a la información de los expedientes policiales para sus propios fines políticos.
Durante sus doce primeros años en vigor, los daños directos ocasionados por la ley de lustración fueron relativamente escasos. Se aplicó a unos trescientos mil aspirantes a ocupar cargos públicos: se calcula que nueve mil no obtuvieron el aval preciso, un número enormemente reducido si se tiene en cuenta el medio millón de checos y de eslovacos que perdieron sus empleos o que fueron purgados por el partido después de 1968. Pero la consecuencia más duradera de la ley fue el mal regusto que dejó, contribuyendo a que en la sociedad checa se instalara un generalizado cinismo sobre el agotamiento de la «revolución de terciopelo». En la República Checa, la lustración parecía tener más que ver con la legitimación de la élite entrante que con un examen sincero del pasado saliente.
En julio de 1993 el Parlamento checo aprobó una ley sobre la ilegalidad del régimen comunista y sobre la resistencia al mismo, que en realidad declaraba al Partido Comunista una organización criminal. En teoría, esto tendría que haber afectado a millones de antiguos miembros del partido, pero su impacto fue meramente retórico y no conllevó acción alguna. Lejos de desacreditar el comunismo y de legitimar su derrocamiento, la ley se limitó a acentuar el distanciamiento crítico de la población a la que iba dirigida. Diez años después de su aprobación, las encuestas revelaban que uno de cada cinco votantes checos era partidario del recalcitrante (y completamente legal) Partido Comunista, que seguía siendo la principal organización política del país, con ciento sesenta mil afiliados.