XXXVII. Purgatorio
Volamos durante lo que calculo deben ser entre cuarenta minutos y una hora. Teniendo en cuenta que este pájaro no está viajando al límite de carga y que debemos llevar una velocidad de crucero de entre 180 a 200 kilómetros por hora, debemos andar, en el peor de los casos, relativamente cerca de la costa, que según el mapa no se encontraba a mucho más de ciento cincuenta kilómetros de nuestra posición. Sé que la limitación a seis personas tiene más que ver con la autonomía que con el espacio, ya que llegado el momento, poco les ha importado quienes fueran los pasajeros y no puede decirse que estemos viajando apretados. ¿Cuál era la autonomía de estos trastos? Creo que cerca de cuatrocientos kilómetros, por lo que supongo que aún nos queda un buen rato de vuelo… a menos que decidan deshacernos de nosotros por la vía rápida y nos lancen encapuchados sobre la costa, aunque dudo que se complicaran tanto la vida. Si quisieran matarnos, podrían haberlo hecho con mayor facilidad disparándonos desde el aire.
Una vez más vuelvo a preguntarme quiénes habrán sido los dos últimos en subirse al aparato. El sonido del rotor es lo único que se cuela por mi oscura capucha, por lo que el hablar no es una opción. Descarto a Frank. El francotirador no solo no se fiaba un pelo, sino que se negaría a viajar sin el arma que ha sido su compañera durante los últimos años. Tampoco apostaría por Arni o Leonid. ¡Diablos! Ni por mí de no necesitar ayuda médica. Marbellita estaba dubitativo. Este asunto no le convence en absoluto pero quiere salir de aquí cuanto antes y quizás sea capaz de agarrarse a un clavo ardiendo; aunque francamente, yo en su pellejo, apostaría por intentar alcanzar la costa junto a sus camaradas antes que subirme a este autocar volante a Guantánamo, o lo que sea que nos tienen reservado estos cabrones.
Siguiendo con mis cábalas, “Johnnosecuantos” no parecía muy convencido. Por un lado, este turbio helicóptero no tiene nada que ver con lo que él se esperaba, pero por otro solo será un estorbo si opta por acompañar a los muchachos en su viaje hacia la costa. Y la parejita estaba discutiendo, lo que me indica que uno quería subir al helicóptero y el otro (o la otra) no. Probablemente, decidan lo que decidan, irán los dos juntos.
Me siento terriblemente cansado. Trato de acomodarme para dar una cabezadita y consigo caer en un estado de duermevela en el que se alterna la oscura realidad de capucha y el estruendo del rotor, con un popurrí de imágenes procedentes de los más enfermos rincones de un pasado repleto de violencia. ¿Es mejor no ver nada que ver un siniestro desfile de muerte y mutilación? Puede que sí, pero una sensación de laxitud me impide desperezarme lo suficiente como para ahuyentar de una vez esa colección de tortuosos fantasmas de mi pasado.
Así, desfila ante mis ojos una especie de macabra película que alterna oscuridad y niños sin piernas, madres sin brazos ni pechos y padres sin cabezas. Con animales a los que han decapitado para coserles burdamente cabezas humanas sobre el muñón del cuello; tipos estrangulados con sus propios intestinos; bebés muertos que gatean sujetos al cordón umbilical que los une al cadáver de su madre muerta; macabras esculturas en las que una pareja de niños, sujetos con estacas, parecen jugar a las canicas con sus globos oculares. Tras ellos, un tipo gordo y grasiento, que sonríe mientras sujeta un soplete con una mano y unos alicates con la otra, vuelve a hacerle una muda pregunta al lloroso despojo que no tardará en formar parte de su apestosa colección de putrefactas estatuas.
De sobras sé que ese gordo cabrón no volverá a levantarse después de que le vaciara medio cargador en la cabeza hace ya más de una década. Lo llamaban “el escultor” y me lo cargué al descubrir su “circo del horror”. Algo más adelante me enteré de que ese bastardo trabajaba para el mismo bando que me pagaba y que era uno de sus mejores bazas a la hora de conseguir información de prisioneros poco comunicativos.
Por suerte nadie descubrió que fui yo quien esparció el contenido de su melón por la pared. Un asesinato dentro de un guerra que no iba conmigo y no fue por dinero ni por venganza, sino… ¿por asco?, ¿por decencia? No lo sabría decir. Nunca he sentido el menor remordimiento por su muerte. Pero por algún motivo, el muy cabrón siempre se aparece en mis pesadillas. Puede que se trate de un mensaje de mi subconsciente o simplemente, el muy hijo de puta, quiera recordarme que está esperándome en el lugar a donde quiera que vamos los tipos como él y como yo al dejar este mundo.
Por fin, soy desvelado por la inconfundible sensación que le indica a mis tripas que el helicóptero está descendiendo. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? No tengo la menor idea, puede que una hora, puede que más. Veo el presente bastante negro, por lo que el futuro inmediato no debería ser capaz de empeorar demasiado.