XL. Reconocimiento médico

Sean quienes sean los dos tipejos embutidos en trajes de protección NBQ, no parecen impresionados por la gran cantidad de cicatrices viejas que surcan mi maltrecha anatomía. Está claro que lo único que les interesa son las lesiones recientes y, por desgracia para mi maltratado pellejo, tienen una amplia selección.

—¿Ha estado en contacto con infectados? —me pregunta el más alto de los dos.

—Algo así —respondo con calma.

—Responda sí o no —le secunda su homólogo de menor estatura.

—Sí.

El alto dirige su atención al feo hematoma de mi pecho.

—Recibí un par de balazos —explico—, pero el chaleco…

—Hable cuando se le pregunte —me corta el alto.

Asiento con la cabeza. Entiendo que no quieran correr riesgos. Pero más que proporcionarme ayuda médica, este par de individuos empiezan a hacerme sentir como un jodido conejillo de indias.

—¿Ha sufrido hemorragias nasales? —me pregunta el bajo.

—No.

El extraño interrogatorio se prolonga durante lo que calculo debe ser cerca de una hora, hasta que por fin el siniestro dúo parece darse por satisfecho y para mi sorpresa, en lugar de empezar a atenderme, se marchan cerrando la pesada puerta a sus espaldas.

Si esta es toda la ayuda médica que van a molestarse en proporcionarme, creo que hubiera sido mejor no subir al helicóptero.

La puerta metálica vuelve a abrirse y entran dos sujetos vestidos con unas batas de color claro, similares a las que visten los médicos y enfermeros. Pero este par tienen más aspecto de jugadores de fútbol americano o de fornidos celadores de manicomio que otra cosa.

Aunque hubiera preferido ser atendido por un par de simpáticas enfermeras de buen ver, está claro que por aquí no se estilan esos lujos. Los dos hombres me atienden de forma rápida y competente.

—¿Cómo andan las cosas por el mundo? —pregunto al que está palpándome la amoratada zona donde impactaron las balas.

—Hable cuando se le pregunte —es su seca respuesta.

Está claro que en esta instalación, sea lo que sea y esté donde esté, lo suyo es conseguir información. Por desgracia nadie parece tener la menor intención de proporcionarla.

Después de una serie de pruebas rápidas y silenciosas, me informan de que tengo dos costillas rotas, de que estas no me han perforado el pulmón y de que no voy a precisar vendaje compresivo, aunque será mejor que practique reposo durante una buena temporada si quiero que se me suelden bien. Por último y como colofón de sus atenciones, me colocan en la mano un pequeño frasco de plástico lleno de cápsulas rojas. El recipiente no tiene ningún tipo de etiqueta que pueda proporcionarme pista alguna sobre su contenido. Por no tener, incluso carece de un triste número de serie o código de barras.

—Tómese una si el dolor le molesta demasiado —me indica mientras examino el frasco—, no más de tres al día y nunca con el estómago vacío.

Genial. Galletas, chocolatinas y drogas. ¿Qué más se puede pedir? Supongo que una o dos botellas de rakia para hacerlo bajar.

Sin ningún tipo de palabra de despedida, los fornidos tipos se dan la vuelta y desaparecen por donde han entrado. Por lo menos no me han cobrado la visita.

No tengo que esperar mucho hasta que vuelve a abrirse la pesada escotilla y barbudo, acompañado de un par de esbirros fuertemente armados, me invita una vez más a acompañarles.

Como supongo que la invitación es un eufemismo, le sigo de nuevo por el frío laberinto de pasillos. Después de unos cuantos recodos, llegamos hasta una puerta que cuenta con una cámara de seguridad y lo que parece un interfono. La cámara se mueve para enfocarme.

El individuo mal afeitado se dispone a pulsar el botón del interfono, cuando la puerta se abre con un sonoro chasquido. En lugar de entrar, el tipo se vuelve y me dice:

—Adelante, le están esperando.

Obedezco. En el interior me encuentro con dos sujetos que en efecto, parecen estar esperándome. El primero es un hombre calvo de mediana edad y aspecto de “animal de oficina”, que va impecablemente vestido con un traje digno de un ejecutivo de éxito. Pero lo que realmente me sorprende es la identidad del otro tipo. Sonriendo de un modo que no contribuye en absoluto a calmar mi ira, me encuentro con Iván.