XXXI. Tres Balas
Para mi sorpresa, el padre Carlo parece alegrarse al verme aparecer. A pesar del miedo y de la tensión, me siento terriblemente cansado, dolorido y soñoliento. Supongo que el sueño será en gran parte debido al efecto de los analgésicos, pero siento la cabeza terriblemente pesada, así que en cuanto llegamos a las inmediaciones del riachuelo que debemos seguir, detengo el vehículo y le pido al sacerdote que se encargue de conducir siguiendo su curso en sentido ascendente.
El religioso se coloca tras los mandos del jeep diciendo que no me preocupe y que ya me despertará si ocurre cualquier cosa. Me acomodo lo mejor posible en la parte trasera. Greg sonríe levantando un pulgar hacia arriba, en un inconfundible gesto de que todo va bien. Sé que debería desarmarle, pero las fuerzas parecen abandonarme a toda prisa y la verdad sea dicha, todo este asunto está empezando a importarme un carajo. Si hubiera sido listo, me hubiera largado por mi cuenta cuando tuve la oportunidad. Cada minuto que pasa se hará más y más complicado salir de aquí. Incluso en el mejor de los casos, si los tipos a los que les entregamos el “paciente cero” cumplen con su parte del trato, ¿qué pasará con los religiosos y los niños? No creo que acepten llevarlos así, sin más. Quizás lo mejor sería…
Despierto sobresaltado al pasar sobre un bache especialmente profundo. No recuerdo haberme quedado dormido, pero así debe de haber sido y lo que es más raro, siento la cabeza totalmente despejada, inclusive el dolor de mis costillas parece haberse calmado un poco. Dedico una rápida mirada al reloj, son las 04:36, a menos que nos hayamos desviado o que la velocidad haya sido ridículamente baja, ya deberíamos haber llegado. Cojo el envase de los calmantes y a punto estoy de tomar otro comprimido, pero finalmente opto por devolverlo al bolsillo. El dolor me mantendrá despierto y despejado.
Greg no se ha volado la tapa de los sesos ni me ha asesinado mientras dormía, lo que es aún mejor, su rostro ya no muestra aquella espeluznante sonrisa de tarado, aunque un simple vistazo a sus ojos, me indica que se encuentra agazapada y dispuesta a aparecer.
—Me gustaría dormir —me comenta animadamente—, pero no puedo. Estoy demasiado impaciente.
Asiento con la cabeza y me sorprendo al comprobar que mi mano derecha se ha dirigido de un modo instintivo hacia mi cuchillo de combate. Aparto la mano y de nuevo veo esa odiosa sonrisa en el rostro del muchacho. ¿Se habrá dado cuenta de mi involuntario gesto? Quizás debería desarmarlo ahora.
—¿Cuántas balas te quedan? —le pregunto.
Greg toma la pistola con un gesto rápido y nervioso que a punto está de hacer que me lance sobre él, pero se limita a pulsar el botón de retenida y atrapar el cargador.
—Tres balas.
—No son muchas.
—Una para cada uno de nosotros —añade Greg—. ¿Debería reservarlas?
Ese es el tipo de comentario que me temía que haría.
—¿Usted que dice padre? —prosigue Greg dirigiéndose al religioso—. ¿Quiere que le guarde una por si acaso?
—¡El suicidio es un pecado mortal! —responde el alterado sacerdote.
—Bueno —el joven becario parece divertido y excitado—, podría matarlo yo, así no le pondrían pegas para entrar en el cielo.
Con unos movimientos que me hacen sospechar que el joven ha estado practicando, vuelve a introducir el cargador en el arma.
—Quizás sería mejor que la llevase yo —comento con un tono de voz que pretendo suene despreocupado.
Greg mira mi mano durante un par de segundos, se encoge de hombros y durante un instante estoy seguro de que me la entregará.
—Creo que no —responde finalmente.
El muchacho vuelve a hacer girar el arma con un gesto parecido al del pistolero de un western y la guarda en su pistolera.
—Como prefieras —digo intentando aparentar una indiferencia que no siento en absoluto.
—¿Quieres que guarde una bala para ti? —me pregunta ahora Greg con una amplia sonrisa de oreja a oreja.
Guardo silencio y contengo mi impulso de borrarle la sonrisa de la cara mediante un puñetazo.
—No —respondo finalmente.
—¿Prefieres que te coman vivo?
El joven parece estar disfrutando enormemente con el macabro tema de conversación.
—No, no es que lo prefiera —le aclaro—, pero al fin y al cabo, solo se muere una vez. No he tenido una vida fácil y no escogeré una muerte fácil.
Transcurren varios segundos de tenso silencio durante los que Greg se limita a mirar con aparente fascinación su arma, pero sin decidirse a sacarla de la pistolera. Finalmente es el padre Carlo el que rompe el tenso silencio.
—¡Veo algo allí delante!
Centro mi atención al frente, y aunque las tenues luces que utilizamos son insuficientes para ver a poco más de media docena de metros por delante nuestro, no me cuesta distinguir el perfil de lo que solo pueden ser varios edificios de perfil bajo.
—Creo que ya hemos llegado —anuncio sin demasiado entusiasmo.
El Padre Carlo acelera ligeramente y las formas ganan en detalle. Parece un pequeño pueblecito compuesto mayormente por pequeños edificios cuadrados de color claro, toda una rareza en una zona donde suelen predominar los campamentos nómadas.
—Parecen ruinas romanas —comenta el padre Carlo.
No veo el menor rastro de vida (muertos vivientes incluidos), lo que supongo es una buena señal. Suponía que el recuadro en el mapa se trataría de un pueblo, pero bien pensado, unas ruinas es un lugar mucho más seguro.
Son las 04:52, aún disponemos de unas cuantas horas hasta que amanezca. Para entonces será mejor que seamos capaces de encontrar el rastro de Iván y llegar al punto de extracción.