XLIII. Grumetillo
Despierto sin tener la menor idea de durante cuánto tiempo he dormido y sin recordar sueño alguno. Probablemente por los efectos de la pastilla me siento terriblemente lento y embotado, aunque por otro lado, el torturante dolor de mi costado es apenas una molestia que puedo tolerar sin dificultad.
Los que vienen a buscarnos saben lo que se hacen. No soy tan tonto como para tratar de ofrecer resistencia mientras me encapuchan e inmovilizan las manos tras la espalda, mediante una brida de plástico.
Camino a ciegas una vez más. Vestido con la fina bata, no tardo en notar el brusco descenso de la temperatura mientras giramos de nuevo por el largo laberinto de pasillos. En el interior de la capucha apenas puedo oír los pasos de mis chancletas, a diferencia del retumbante estruendo de las botas de nuestra escolta sobre el suelo metálico. Subo una escalera y al llegar arriba, reconozco la voz de Iván.
—Por los viejos tiempos —dice.
La que sospecho es su manaza, introduce un pesado paquete en mi bolsillo derecho de la bata.
—Considéralo una compensación —añade el hombretón.
Ahora otro paquete de similar peso es introducido en el bolsillo izquierdo. ¿Qué se supone que dice uno en estas situaciones? ¿Ha sido una jodienda trabajar para ti y eres un cabronazo, pero en el fondo me caes bien?, ¿muchas gracias por esa mierda, sea lo que sea? Un empujón propinado con el cañón de un arma a mi espalda me invita a proseguir poniendo fin a la despedida.
—Ya nos veremos —alcanzo a decir bajo la capucha mientras me pongo en marcha.
—¡Guarde silencio! —Me increpa el guardia.
Qué remedio. No es que tenga muchas más cosas que pueda guardar.
Oigo el sonido de una pesada escotilla al abrirse y al atravesarla, la temperatura desciende aún más. Estoy en el exterior.
Nuestros escoltas deben comunicarse por signos, ya que se mueven sin intercambiar ni una palabra, lo que me dificulta saber cuántos son y dónde se encuentran. Durante varios minutos tengo la sensación de que nos están moviendo de un lado para otro. A menos que estemos dando vueltas por una cubierta y el barco se encuentre anclado, esto debe ser una plataforma petrolífera.
Al cabo de unos minutos, soy sentado en lo que parece un bote hinchable.
—¿No van a darnos un chaleco salvavidas? —pregunto.
El cañón de un arma me golpea en un costado de la cabeza.
—¡Le advertí que guardase silencio! —Me recuerda por las malas el mismo tipo de antes—. Si caéis al agua os ahogareis, si intentáis quitaros la capucha dispararemos.
Así es como están las cosas. Alguien me coge las manos y me las apoya en lo que parece una cuerda de seguridad.
—Será mejor que se agarre aquí.
Obedezco. Si caigo al agua vestido con esta bata, probablemente muera de hipotermia antes de que los tiburones tengan ocasión de darse un festín con mi baqueteado pellejo.
Para mi sorpresa soy envuelto en lo que solo puede ser una manta. No es que sea la panacea, pero con el frío que hace, se agradece bastante.
La voz del cabronazo, que me golpeó con cañón de su arma, me dice ahora desde algún punto situado a mi derecha:
—Ahora os vamos a remolcar. Si sois listos, os estaréis quietecitos tal como estáis, os estaré vigilando y cuento con visión nocturna. Si alguno intenta alguna tontería, os volaré la cabeza a todos. ¿Lo habéis entendido?
No sé qué tonterías espera que cuatro tipos encapuchados y medio muertos de frío puedan llegar a hacer, pero por lo menos tres de nosotros respondemos en un amortiguado coro afirmativo. No sé hasta qué punto Mosi puede haber llegado a entender sus instrucciones, pero espero que no nos haga matar. En cuanto nos ponemos en marcha, tengo que agarrarme a la cuerda con todas mis fuerzas, mientras maldigo entre dientes. No sé con qué nos están remolcando, pero nos movemos deprisa y no tarda en revolvérseme el estómago. Cierro los ojos y aprieto los dientes luchando contra las arcadas, con la certeza de que si empiezo a vomitar dentro de la capucha, la situación va a volverse bastante más desagradable de lo que ya es.