I. Esta es la última vez…
Calor. Mientras el vehículo todo terreno se dirige a respetable velocidad por una pista con más piedras que el riñón de mi primo Walter, lo único que se me pasa por la cabeza es que hace demasiado calor para esta mierda. De hecho, ¡qué cojones! Hace demasiado calor para cualquier tipo de mierda.
—Lo juro —digo más para mí que para mi chófer—. Esta es la última vez.
El sudoroso nativo ignora mi comentario y continúa realizando su tarea de un modo que me hace dudar entre si pretende joder el vehículo, batir algún tipo de récord sobre número de baches pillados, o simple y llanamente tocarme las pelotas. En cualquier caso, aunque solo sea para oír algo aparte del traqueteo de los motores, agrego:
—Bueno… o la penúltima.
Pero diga lo que diga, la única verdad es que ya van demasiadas últimas veces. De hecho, la última vez fue casi verdad. Después de un trabajo especialmente húmedo en Irak, decidí recoger mis fichas y retirarme del juego. Pero hace apenas cuatro meses, me encontré con Iván en uno de esos garitos que no acostumbran a aparecer con buena puntuación en las guías del ocio.
A pesar de su aspecto de oso depilado, Iván no es mal tipo. No creo que ese sea realmente su verdadero nombre, pero le pega. Supongo que procede de algún país donde hace frío, se destila licor casero y las mujeres no se depilan el bigote ni las piernas. Lo conocí en Bosnia y me cayó bien al instante. Desde entonces, coincidimos de vez en cuando aquí y allá. No siempre en el mismo bando. Los dos hemos estado alguna que otra vez en el punto de mira del otro y ambos hemos fallado el disparo que nos hubiera sacado del juego, lo cual es casi como si hubiéramos intercambiado fluidos corporales. En realidad, dudo que mi ex mujer hubiera fallado el disparo en idénticas circunstancias. Después de unas cuantas copas y ponernos al día, la conversación fue degenerando hacia los temas de siempre. Poco después de que el hombretón me soltara su alegato contra los pubis depilados y exaltara convenientemente las virtudes de que una entrepierna femenina pareciera la cabeza de un actor de blaxpotation, fue cuando me habló de “un trabajo fácil, relativamente seguro y bien pagado”.
A pesar de que me mostré adecuadamente escéptico al respecto, debo reconocer que la cosa no pintaba del todo mal. El tinglado no lo manejaba Executive Outcomes, ni ninguna de las empresas habituales en ese ramo. Tampoco se trataba de proteger algo a priori demasiado jugoso como una mina de diamantes, sino una excavación arqueológica de medio pelo. Por lo que pude entender, unas prospecciones en busca de uraninita descubrieron lo que podían ser restos arqueológicos de cierto interés e inscripciones en sánscrito o alguna lengua muerta del año de cascorro. La zona era tradicionalmente evitada por los locales, ya que según ellos, el mal, vampiros africanos, el hombre del saco, el monstruo rococó y puede que hasta una panda de paletos endogámicos caníbales, se encargara de asesinar atrozmente a todo el que se aventurase por allí. Lo que por un lado, dificulta la contratación de personal local. Pero por otro, simplificaba las labores de protección de la instalación.
Resumiendo: el trabajo se limita a proteger el trasero de un grupo de arqueólogos, lingüistas y frikis con gafas de pasta. El gobierno local, convenientemente lubricado con dinero, les ha dado permiso para llevar a cabo sus investigaciones y actividades, pero también fueron claros respecto a que no podían garantizar su seguridad en esa zona, situado en uno de los rincones más purulentos del culo del mundo; lo que en ese rincón del planeta significa más o menos: “buscaos la vida como Orzoguei”. El presupuesto no da para pagar a una de las empresas que generalmente se encargan de dar seguridad en este tipo de situaciones, pero aquí es donde entra el primo de Iván, un tipo emprendedor al que una mina antipersona retiró del negocio familiar y decidió reciclarse en empresario. Para él no hay negocio pequeño y con sus lemas: “somos una empresa familiar” y “si ellos cobran cuatro, nosotros lo hacemos por tres”, el sujeto aspiraba a arañar unas migajas del gran pastel que llevaba alimentando a su familia desde generaciones.
¿Qué puedo decir? Lo peor del dinero es su desagradable tendencia a evaporarse y aún recuerdo como si fuera ayer las palabras de Iván cuando me dijo:
—Tal como yo lo veo, puedes escoger entre quedarte aquí o venirte con tu camarada Iván al paraíso de los chochos peludos. Puedo entender que escojas dejar a tu camarada en la estacada si tienes a una ninfómana de tupido vello púbico rojizo esperándote en el catre, pero de no ser así, los dos sabemos que lo mejor que puedes hacer, es venirte conmigo. ¡Buen sueldo!, buenos amigos, buena comida y buen clima. ¿Qué más se puede pedir?
Y aquí estoy una vez más, en algún rincón de África, el continente donde un condón roto puede ser más letal y doloroso que una bala, con un clima de casi cuarenta grados y sospecho que perdido en una zona que sería totalmente incapaz de situar, siquiera de un modo general, en un mapa de la zona.
No es que Iván no dijera la verdad. A pesar de que no contamos con los medios que contaríamos de estar trabajando para Black Water o Executive Outcomes, el sueldo es casi igual de bueno y por el momento, el ambiente de trabajo es bastante distendido.
Al principio, durante un par de cálidas y sudorosas semanas, en las que armados y equipados hasta los dientes patrullamos la zona arriba y abajo montados en los destartalados todoterrenos que algún pariente inconcreto del primo de Iván nos había conseguido, supongo que nos lo tomamos bastante en serio.
Yo mismo sentía que me derretía como un helado en un solárium, mientras los cuatro arqueólogos británicos, más excitados que un pajillero ante un ejemplar de Private, descubrían unas piedras verdosas y ligeramente radioactivas llenas de extraños grabados que definieron como anteriores a la escritura cuneiforme, lo que para mí no significa absolutamente nada, pero hizo que las dos lingüistas se devanaran los sesos durante semanas estudiándolas. Después de eso, empezamos por quitarnos las placas de los chalecos antibalas; poco después optamos por prescindir de los chalecos; y actualmente tengo más aspecto de actor de serie Z disfrazado para protagonizar una imitación barata de “Cocodrilo Dundee” que de otra cosa. Pero, precisamente hoy, ha tenido que joderse lo que, en palabras de Iván, es: “la mejor radio del mundo, dura y fiable, no como esas mierdas ultra tecnológicas de los yanquis”. Es decir: una radio del ejército ruso, que no me extrañaría que procediera del mismísimo acorazado Potemkin.
Lo cierto es que, para sus años y aspecto, el cacharro se ha portado. Pero justamente hoy que hace un calor de mil demonios y que a mí me toca encargarme de dar apoyo a incidencias (lo que significa tumbarme a beber cerveza fría a no ser que ocurra algún imprevisto del que tenga que ocuparme), se ha perdido el contacto por radio entre el campamento (situado a unos cuarenta kilómetros) y la zona de la excavación. Es una auténtica jodienda el tener que “montar el chiringuito” tan lejos de la zona, pero los indígenas evitan ancestralmente ese lugar como la peste. No es que me sorprenda, teniendo en cuenta la cantidad de leyendas a cual más oscura e inquietante, que circulan sobre esa zona. Si la cosa se prolonga (y tiene pintas de que así va a ser) y si los que han contratado este tinglado obtienen una subvención para estirar su presupuesto, se montará un campamento en condiciones allí, pero hasta entonces, ese pueblecito de nombre impronunciable donde nos hemos instalado, es el lugar más próximo en contar con servicios básicos.
El encontrar mano de obra en la zona fue otro de los problemas. Aunque no suelen ser caros de contratar, los habitantes del pueblo se mostraron absolutamente reticentes a internarse en la zona por más dinero que se les ofreciera. Así que empezaron a buscarlos a cientos de kilómetros de distancia, hasta que finalmente a base de turbias empresas de trabajo temporal, pudieron reclutar a un heterogéneo grupo de conductores, porteadores y peones de diverso origen. Desde egipcios y marroquíes a turcos.
—Estamos llegando, efendi.
La voz del silencioso conductor me devuelve al presente. En efecto, en un horizonte borroso por el calor, se perfilan ya las inconfundibles siluetas de las grandes tiendas modulares y de los altos focos destinados a iluminar el perímetro. A medida que avanzamos me va quedando cada vez más claro que algo anda mal.
—Parece que hay un herido.
Aunque tengo mis dudas sobre si el conductor ha entendido mis palabras, se dirige hacia el grupo de siluetas que se encuentran agachadas alrededor de un cuerpo tendido. La distancia es por el momento demasiado grande como para poder distinguir de quién se trata o qué es lo que ha sucedido. Insolación, picaduras de bichos ponzoñosos, disentería… la lista de posibilidades no es precisamente pequeña.
—¡Joder! —exclamo al tener una visión más clara del problema.