II. Riesgos laborales

El vehículo frena en seco cuando el conductor ve lo mismo que yo. Por los restos de ropa y las botas, sé que lo que queda del cuerpo que se encuentra tendido en el suelo pertenece al hombre al que llamábamos “Chinchulines”, desde que una vez insistió en cocinarnos una delicia local de su tierra a base de intestino sin limpiar. Aparte de eso, era un buen tipo, no se merecía acabar así. A su alrededor un nutrido grupo de trabajadores se alimentan de su cadáver, como si de una enloquecida manada de hienas se tratara.

—No me lo puedo creer… —murmuro.

Los enloquecidos peones parecen demasiado ocupados en su pitanza como para prestarnos atención, pero no me atrevo a salir del vehículo. ¿Qué se supone que debe hacer uno ante una horda demente y antropófaga de trabajadores mal pagados?

Me dispongo a informar por radio de la situación cuando el chófer, que se ha quedado más blanco que el papel, señala hacia una de las cabinas de plástico que se utilizan como cagadero. Asomada a su puerta, Julie, una de las expertas en lenguas muertas, mueve los brazos tratando de llamar nuestra atención.

Puede que ella sepa qué diablos ha sucedido aquí. La canibalesca horda no parece demasiado interesada en otra cosa que no sea comer, pero eso puede cambiar en cualquier momento.

—Ve hacia ella muy despacio —ordeno al conductor.

El tipo me mira como si acabara de sugerirle que se diera un atracón de excrementos y parece igual de dispuesto a obedecerme. Mientras él niega con la cabeza, agarro el fusil de asalto e introduzco ruidosamente una bala en la recámara.

—Haz lo que te digo o baja del vehículo —le indico empezando a cabrearme de verdad.

El hombre farfulla una rápida retahíla de palabras en su idioma mientras introduce la primera marcha y pisa suavemente el acelerador. Si el auto se cala estaremos muy jodidos. No me cabe duda de que el grupo de tarados es muy capaz de hacernos volcar y si eso ocurre, tendremos muchas posibilidades de convertirnos en el segundo plato de esa panda de zampatripas.

Empiezo a pensar que pasaremos de rositas junto al dantesco espectáculo, cuando uno de los comensales se incorpora violentamente y se arroja prácticamente contra el todoterreno, al más puro estilo kamikaze. Su cabeza se estrella contra la ventanilla de mi lado, rompiendo el durísimo cristal. Eso es demasiado para los nervios del conductor, que acciona el cambio de marchas y acelera violentamente.

Gritamos obscenidades en nuestros respectivos idiomas, mientras el vehículo avanza hacia la cabina cagadero. Unos gritos que no parecen proceder de gargantas humanas hacen que dirija la mirada hacia el retrovisor lateral, que me confirma que la horda de dementes caníbales ha abandonado los restos de Chinchulines, para interesarse por nosotros. Por desgracia, el conductor ha debido hacer lo mismo, apartando la vista del frente. Algo revienta la rueda derecha y nuestro jeep se empotra contra la cabina-cagadero. Al no llevar abrochado el cinturón de seguridad, soy empujado hacia delante por la inercia y mi cabeza se estrella contra el parabrisas. Aunque la velocidad tampoco era demasiado alta, me llevo un buen golpe. La lingüista golpea desesperadamente contra la puerta suplicando que la dejemos entrar. El golpe no me duele demasiado, pero me siento algo aturdido y una herida sobre mi ceja izquierda necesitará unos puntos de sutura. Nada grave al lado de lo que necesitaremos si no nos largamos pronto de aquí.

Quito el seguro de la puerta a tiempo de ver como Mr. Warred, el eminente arqueólogo que debía encontrarse dentro de alguna tienda modular, agarra a la muchacha por detrás y le propina un tremendo mordisco en el hombro.

—¡Pero qué cojones! —exclamo sorprendido.

Golpeo con la culata del fusil de asalto en la cara del “gentleman”, mientras la lingüista entra en el vehículo totalmente histérica.

—¡Arranca! —le grito al conductor.

El tipo hace verdaderos esfuerzos por obedecer, pero como si de una mala película de terror se tratara, el motor no parece estar por la labor.

Soy bañado por una llovizna de fragmentos de cristal cuando varias manos desnudas lo atraviesan. Julie grita aterrada.

—¡A la mierda! —chillo secundándola.

Disparo con el arma a ráfagas a través del boquete de la ventanilla. Los ardientes casquillos rebotan contra el parabrisas y algunos me golpean la cara, pero veo como varios cuerpos se desploman al ser acribillados por las balas. Por desgracia, son inmediatamente sustituidos por otros. Esta gente está definitivamente majareta y carece del menor instinto de auto conservación.

Por fin, el conductor consigue arrancar el motor. La marcha rasca de un modo horrible cuando introduce la marcha atrás. Pero la cuestión es que nos movemos, separándonos del cagadero.

Tengo que golpear con la culata el agrietado parabrisas para hacer un boquete a través del cual poder ver algo. Aparte de los restos de la apestosa cabina de plástico, diviso a media docena de cuerpos tendidos en el suelo, al resto de los trabajadores y al eminente arqueólogo dirigirse hacia el vehículo profiriendo escalofriantes gritos.

—¡¿Pero qué coño les pasa?!

En lugar de proporcionarme una respuesta, la lingüista se limita a gritar aterrorizada, lo que no me es de demasiada ayuda. El conductor, que ya ha conseguido separarse lo suficiente, frena para cambiar de marcha y entonces veo a Malik, el enorme capataz, caminando como si tal cosa, con una expresión triunfal en el rostro. Julie también le ve y me grita señalando en su dirección:

—¡Mátalo!

Pero el chófer que ya ha tenido suficiente por hoy, ha cambiado de marcha, acelera y Land Rover, a pesar de la rueda pinchada, se aleja del lugar.

Recorremos no menos de media docena de kilómetros antes de atrevernos a parar con la llanta de la rueda derecha totalmente destrozada. Mientras el alterado conductor se encarga de cambiarla, cojo el botiquín y me dispongo a tratar la mordedura de la lingüista y de paso, intentar descubrir qué es lo que ha ocurrido. Porque, aunque tendría que estar informando a la base del incidente, no tengo ni la menor idea de qué decirles. Así que, mientras empiezo a regar la mordedura con agua oxigenada, aprovecho para preguntarle a la muchacha que aún parece en estado de shock:

—¿Qué ha pasado aquí?

Ella niega con vagos movimientos de cabeza.

Tomo la pequeña botella de polvos sulfamidas y los espolvoreo sobre la herida, antes de volver a preguntar:

—¿Los incitó Malik a… —vacilo unos segundos en busca de la palabra adecuada— revelarse?

—¡Ese no era Malik!

La violenta respuesta me sobresalta ligeramente y recuerdo una vieja conversación con uno de los presuntos primos de Iván, en la que ante una semivacía botella de rakia (él lo pronuncia “rakija”) se quejaba amargamente de que la guapa lingüista despreciara sus insinuaciones sexuales, para según sus palabras textuales: “contribuir a la degradación de la raza follándose a un moro”. Malik debía ser su “cuchi cuchi” y debe haber cientos de mejores maneras de terminar con una relación o con un rollete, pero ahora necesito respuestas.

—¿Cómo empezó esta locura?

—Los trabajadores debieron liberarlo —responde con un tembloroso hilo de voz.

—¿Liberar?

Ella termina de derrumbarse y se limita a cubrirse la cara con las manos mientras llora más que una quinceañera ante el final de Titanic. Es obvio que no obtendré respuestas aquí. Por lo menos no a corto plazo. Así que coloco una gasa estéril sobre la herida y la sujeto lo mejor que puedo con un vendaje, antes de volver a centrar mi atención en la radio.

Vacilo unos segundos antes de establecer comunicación con el campamento base. Chinchulines está muerto sin lugar a dudas, ¿pero qué les habrá pasado a los otros tres hombres del turno de vigilancia? Supongo que no es imposible que por lo menos alguno de ellos haya podido refugiarse o escapar, aunque lo lógico es que hubieran aprovechado mi llegada como hizo Julie. ¿Qué es lo que hizo enloquecer a los trabajadores? Lo que sea que les ocurrió, también ha afectado al profesor Warred, el más eminente de los arqueólogos de la expedición.

—La rueda está cambiada, efendi —me comunica el ahora enfermizamente pálido conductor.

Asiento con la cabeza y pulso el botón de transmisión.