XLVII. Esperanza

Si el día se hizo largo, la noche ha sido muchísimo peor. Al frío y el hambre se les ha unido la mutua desconfianza. Menos el que está de vigía, todos hacemos como que dormimos, pero estoy seguro de que todos fingimos. Esta situación es absurda. Solo llevamos un día y ya estamos así. Quizás debería matarlos a todos ahora que aún puedo hacerlo. Pero entonces me quedaría solo en medio de esta sopa demasiado salada y esa es una posibilidad que no me atrae lo más mínimo.

Ya debe estar a punto de amanecer. Empieza un nuevo día sin novedad en el horizonte. Es el turno de vigilancia del lingüista, así que me dispongo a coger los remos para ir improvisando una sombra para no achicharrarnos sobre este cascarón.

—¡Allí! —grita John señalando hacia un punto inconcreto a mis espaldas—. ¡Un barco!, ¡es un barco!

Lo cierto es que no tengo muchas esperanzas de que sea verdad. En el estado nervioso en el que nos encontramos es normal que si uno mira fijamente demasiado tiempo a una misma zona, termine viendo de todo. Pero por si las moscas miro hacia donde me indica el lingüista.

Mi corazón empieza a bombear como loco cuando efectivamente veo una pequeña silueta recortándose en el oscuro horizonte. Parpadeo para aclararme los ojos y confirmar que lo que veo es real.

—¿Lo ves? —pregunta Greg a mis espaldas, supongo que dirigiéndose a Mosi—. ¡Ya te lo dije!

Sí, claro. Aún recuerdo cuando me preguntó sobre lo que íbamos a tardar en morir. Pero eso ahora no importa, lo que cuenta es: ¿dónde está la jodida pistola de bengalas?

—¿La pistola de bengalas? —pregunto al excitadísimo John.

—La tenía aquí mismo —responde moviendo las manos atropelladamente.

—¿Dónde es aquí mismo?

—Después de tu ataque de paranoia de ayer —me acusa—, no me atreví a …

¡Mierda! Este pijo hijo de mil putas es capaz de haber perdido la pistola de bengalas y ahora encima va a resultar que la culpa es mía.

—¡Aquí está! —exclama finalmente el lingüista al rescatarla de entre sus pies.

La bengala se eleva en un arco ascendente en dirección a la lejana silueta.

—Tienen que haberlo visto —dice “Johnnosecuantos”.

Imagino a un bostezante vigía desperezándose de espaldas a la bengala.

—Dispara otra por si acaso.

El lingüista abre la pistola con un sonoro chasquido e intenta extraer, con escaso éxito, el grueso casquillo parecido al de un cartucho de escopeta, pero obviamente mucho más grande.

—¡No puedo!

Saco la pistola, la apunto hacia arriba y disparo hasta vaciar el cargador. Aunque a esta distancia dudo mucho que puedan escuchar el sonido, deberían poder ver los fogonazos a poco que estén mirando en esta dirección.

—¡Se acercan! —grita Greg.

En efecto, aunque con lentitud, la silueta de la embarcación está agrandándose. Todos respiramos algo más tranquilos.

Pero a pesar de las celebraciones de mis compañeros de navegación (bueno, de flotación sería más correcto), no lo tengo tan claro. ¿No deberían encender alguna luz o indicarnos mediante algún tipo de señal que nos han visto?

—Se lo están tomando con mucha calma —comento.

—Normal —responde Greg especialmente sonriente—, a estas horas deben estar sobados.

Supongo que debe tener razón. ¿Qué hora puede ser?, ¿las seis y pico? El sol sale a las ocho, por lo que deben ser las siete y algo como mucho. No es que sepa gran cosa de vida marinera, pero me suena que esa gente se levanta temprano.

—No son ellos los que vienen hacia nosotros —dice ahora John—, ellos están quietos. Somos nosotros los que nos movemos en su dirección.

Es cierto. El barco, que ya empieza a ser una silueta claramente distinguible, está totalmente quieto y es la corriente que nos mueve, la que nos acerca en su dirección.

—Puede que estén todos durmiendo —aventura Greg.

Lo de que está anclado es obvio. ¿Pero dejar el barco totalmente a oscuras y sin ningún tipo de vigía? Decididamente, algo no marcha bien a bordo. Pero ahora mismo esa es nuestra única esperanza. Así que le paso un remo a Greg.

—Vamos a tener que remar.

El joven asiente con la cabeza y ambos nos afanamos en paletear más o menos coordinados.

—Rema con el cuerpo —le aconsejo— si sigues haciéndolo solo con los brazos, no aguantarás mucho.

Y va a haber que hacerlo. A pesar de que la corriente nos empuja en su dirección, si pasamos de largo estaremos jodidos. Solo tendremos una oportunidad.

—¿Cómo lo abordaremos? —me pregunta John.

No tengo la menor idea. Me concentro en inclinarme hacia delante y hacia atrás, mientras el dolor de mis costillas pasa de nuevo de ser un dolor sordo relativamente soportable a una dolorosa tortura, pero la mera idea de pasar otro día como el de ayer me espolea con fuerzas renovadas, haciéndome bogar como el jodido Charlton Heston en Ben-Hur.

El tiempo va transcurriendo y el día empieza a clarear. La embarcación es mucho más pequeña que un barco pesquero, pero mucho más grande que los yates y embarcaciones de recreo. Tiene un puente cuadrado y erizado de antenas, con una popa muchísimo más baja que la proa.

—¡Es un barco científico! —grita John—. Nuestra única posibilidad es la popa.

—¿Qué pasa con la popa? —pregunto entre dientes.

—Allí es donde debería estar la escalerilla de baño —explica él—. Es la única forma que se me ocurre de subir a bordo.

Asiento levemente con la cabeza. La distancia que nos separa de la embarcación es de apenas un par de decenas de metros. El sol empieza a resplandecer por el lejano horizonte, revelando que la embarcación es totalmente blanca, a excepción de unos oscuros regueros que descienden por un lateral cerca de donde podemos leer: “Häp”.

—Es un barco noruego —dice John, que debe de haber visto el pabellón.

—Cambio —digo con la poca voz que me queda.

Greg le pasa su remo a Mosi, mientras yo hago lo propio con John. Se acerca el momento crítico y será mejor que los remeros estén frescos. Para mi sorpresa, veo que el lingüista rema incluso mejor que yo. Claro que él no tiene ninguna fractura en las costillas, pero así y todo sospecho que el tipo debe haber pertenecido a algún equipo de regatas o algo por el estilo. Mosi, por el contrario, carece por completo de estilo y se nota que esta debe ser la primera vez que coge un remo. Pero poco a poco nos acercamos. Apenas una decena de metros nos separa ya del costado de la embarcación.

—¡Vamos! —les animo—, ¡remad con fuerza!

John pone una cara rara cuando su remo parece quedar momentáneamente atrapado en el agua.

—Algo ha intentado quitarme el remo —dice con extrañeza sin dejar de remar.

Dirijo momentáneamente mi atención hacia las aguas pero no puedo ver gran cosa. De todos modos ya casi puedo tocar el barco.

Llegamos hasta la popa y para mi sorpresa, veo la famosa escalerilla de baño bajada. ¡Ya era hora de que algo saliera bien! Lanzo la cuerda a la que nos agarramos durante nuestro remolcaje y a la que hemos dotado de una especie de tosco garfio, que John ha apañado con la bomba de hinchado. Pero a pesar de su tosco aspecto, el aparatejo se engancha en la escala y yo suspiro aliviado.

Tiro con fuerza de la cuerda y la balsa se aproxima a la popa de la embarcación. El lingüista saca el remo del agua y con horror, ve que lo que parece una gran dentellada se ha llevado la mayor parte de la pala.

—¡Pero…!

—Arriba —le indico cuando la balsa se sitúa finalmente junto a la escala.

Greg asiente y es el primero en encaramarse por la escalerilla. Aunque no ha comentado nada, estoy seguro de que también ha visto que la parte superior que no ha sido barrida por el agua, se encuentra sucia y pegajosa por una más que generosa cantidad de lo que estoy seguro que es sangre.