XXVIII. Bocas y mangueras
La primera parte del plan funciona razonablemente bien. Por descontado no soy tan estúpido como para contar con que todo salga como lo planeamos. Para afrontar una huida en la que la rapidez y el sigilo van a ser cruciales, cuento con un grupo compuesto por: un tipo herido y semicolocado con a saber qué tipo de analgésicos caseros, un universitario utilizado como mano de obra barata por sus eminentes ex profesores, una niña soldado a la que su traumática vida ha podido convertir en una psicópata, un misionero italiano que a mí me parece más bien un integrista, una veterana y regañona monja mitad enfermera mitad niñera todo religiosa, y por si fuera poco, un grupo de media docena de delincuentes juveniles en potencia. Esas son demasiadas variables para cualquier ecuación, se mire por donde se mire, pero ya cuento con que alguien cometerá un error del que escaparemos con algunas bajas. Aunque tengo algunas preferencias al respecto, los resultados a menudo son inciertos en este tipo de negocios.
El padre Joaquín, que hace casi un cuarto de hora que empezó a gritar y arrojarles objetos a los zampatripas desde una de las ventanas superiores del otro lado del edificio, ha conseguido, o por lo menos eso es lo que parece, atraer hacia allí a la mayor parte de fiambres ambulantes.
Mientras la hermana Sara se las apaña para ir instalando a los jóvenes “grumetillos” en la parte trasera del vehículo de la misión, Mosi y Greg hacen guardia en la entrada del garaje y en una alianza contra natura donde las haya, el meapilas del padre Carlo y yo colaboramos para repostar el destartalado todo terreno al límite de su capacidad. Son quizás miles las cosas que esperaba que salieran mal, desde un ruido inoportuno, a que alguien perdiera los nervios o simplemente, que algún zampatripas se hubiera quedado rezagado, pero para mi sorpresa, todo parece estar marchando sorprendentemente bien.
Quizás sea por el miedo, pero todo el mundo cumple con su parte casi en completo silencio, aunque en medio de sus gemidos, es prácticamente imposible que los fiambres oigan cuando Carlo se sobresalta por el leve sonido que hago al quitar el tapón de combustible. Ignorando su mirada asesina, me dirijo hacia los depósitos de combustible en los que habrá que emplear el tradicional sistema de introducir una manguera y succionar. No es que esperase encontrarme con una gasolinera, pero este proceso va a ser lento.
El joven misionero, que por lo que veo no está muy familiarizado con el procedimiento, necesita varios intentos hasta que el combustible empieza a fluir en dirección al depósito.
—Pensé que tendría más práctica en este tipo de acciones —le susurro.
El tipo me dedica una mirada envenenada antes de espetarme:
—¡Cállese!
La religiosa, que se encuentra con los delincuentes juveniles, nos dedica una severa mirada mientras se lleva un dedo a los labios, a pesar de que es imposible que las hordas de no muertos puedan oír unos susurros que se encuentran al otro lado del edificio, por encima de sus gemidos y lamentos.
El depósito del todo terreno parece no tener fondo, aunque con todos los que vamos a viajar a bordo, vamos a necesitar hasta la última gota de combustible para llegar a la zona de extracción. Sobre todo, ahora que empieza a parecer que no vamos a sufrir bajas en nuestras filas, algo que ya empezaba a ver como un medio para ir aligerado lastre.
—¡Daos prisa! —exclama Greg con una voz que a pesar de su bajo tono, a todos nos parece desagradablemente alta—. ¡Ya vienen!
¡Imposible! Desde aquí no pueden habernos visto ni oído. ¿Cómo demonios nos han descubierto? Una expresión de satisfacción aparece en el rostro de Mosi. Estoy seguro de que estaba ansiosa por disparar el rifle desde que este cayó en sus manos y por lo que parece, pronto va a tener ocasión. Greg acciona la corredera de su pistola, introduciendo una bala en la recámara.
—¡No disparéis! —les ordeno—. Puede que solo estén buscando otra entrada.
Greg niega con la cabeza, terriblemente pálido.
—Lo saben. Ellos saben que estamos aquí.
Mi primera impresión es que el muchacho ha perdido los nervios, así que dejo la manguera introducida en el depósito y ante la furibunda mirada del religioso que se apresura a sostenerla, me dirijo a echar una ojeada.
—¡Joder! —exclamo.
Me basta un simple vistazo para saber que Greg está en lo cierto. No se trata de un par de emprendedores que han decidido probar suerte por otro lado. Hasta el último de esos olorosos bastardos se está moviendo directamente hasta aquí. Durante un par de horrorosos segundos, soy incapaz de hacer otra cosa, aparte de observar su lento pero implacable avance, pero por suerte o por desgracia, el estruendoso disparo del arma de Mosi me hace reaccionar. Volviéndome hacia el misionero, que aún sostiene la manguera entre sus temblorosas manos, grito todo lo que mis doloridas costillas me permiten:
—¡Deja eso! ¡Nos vamos!
El hombre me mira como si no comprendiera mientras me siento tras el volante.
—¡No está lleno! —exclama con una mezcla de indignación, que me hace pensar en un adolescente al que solo le hacen una paja después de haber pagado por una mamada.
Mosi se deja arrastrar hasta el vehículo y ambos se las apañan para sentarse muy juntos en el asiento del copiloto. El único que sigue en tierra es el padre Carlo, que parece incapaz de soltar la manguera de combustible a pesar de los ruegos de la hermana Sara.
—¡Maldita sea! —maldigo—. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
Pongo el motor en marcha cuando las primeras hileras de zampatripas se encuentran a apenas media docena de metros y puedo ver con total claridad sus ojos de tiburón. Estoy convencido de que el religioso se ha quedado helado por el horror, cuando para mi sorpresa exclama con su inconfundible acento italiano:
—¡Ya está lleno!
Estoy a punto de cambiar de opinión sobre él, cuando el tapón del depósito de carburante se le escapa de las manos al dejar la manguera, que sigue regando combustible por el suelo y rueda en dirección a la horda de no muertos.
—¡Joder!
Greg saca la mano armada con la pistola por la ventanilla y dispara un par de veces, pero a estas alturas eso es algo tan ridículo como intentar apagar un incendio forestal con un vaso de limonada. El padre Carlo mira el tapón caído entre los pies de los zampatripas y no me cuesta imaginar que está planteándose si puede recuperarlo.
—¡Olvídelo! —le grito—. Deje las oposiciones de mártir para otro día y meta su escuálido culo en esta patera con ruedas.
—Perderemos gasoil —dice.
El carburante sigue derramándose por el suelo. Introduzco la primera marcha.
—Nosotros nos marchamos —le advierto.
Funciona. El tipo se las apaña para meterse en la parte de atrás del vehículo mientras empiezo a acelerar. El jeep pasa entre dos escuálidos fiambres y golpea de lado a otro que produce un extraño sonido seco.
—No iremos lejos —dice el padre Carlo—, perdemos combustible.
—No hará falta ir muy lejos —digo casi para mí mismo.
Maldigo en voz baja y aprieto los dientes al pasar sobre unos baches, pero la cosa mejora ligeramente cuando por fin tomo el pedregoso camino que lleva a la aldea donde dejé atascado el otro Land Rover. Salvo que los zampatripas se lo hayan comido, seguirá allí, así que solo tenemos que liberarlo y seguir el viaje.