XXVII. Mano izquierda

Lo bueno de estar rodeado por una horda de fiambres zampatripas es que no hace falta ser un genio para engañarlos. Lo malo es que me consta que es demasiado fácil subestimarlos y acabar realmente jodido. Desde luego no son rápidos y no parecen planificar más allá de tirarse por el suelo en comuna. Pero en cuanto, de alguna forma, detectan a una presa en su zona, son capaces de coordinarse a la perfección para acorralarla, y sé por experiencia que son capaces de caminar o arrastrarse de un modo tan incansable como implacable. Parecen capaces de esperar con infinita paciencia cuando tienen la certeza de que una víctima se encuentra atrapada en las inmediaciones. Supongo que después de todo no es algo tan sorprendente. Esta debe de ser la prueba de que cuando uno ya está en el otro barrio, deja atrás el estrés y todas las preocupaciones que vayan más allá de a quién propinarle el próximo mordisco.

—Será mejor que se lo lleve —me dice el padre Joaquín tendiéndome su baqueteado rifle—, a usted va a hacerle más falta que a mí.

Me encuentro desarmado, ya que aunque no recuerdo haber soltado mi pistola, esta debió perderse en algún momento. Es posible que se encuentre dentro del vehículo de la misión, pero siendo realista, no confío en volver a verla. De todos modos, el estado de mis costillas no me permite disparar un arma con semejante retroceso, así que niego con la cabeza.

—¿Ha probado alguna vez a disparar uno de esos con las costillas rotas?

El misionero niega con la cabeza mientras sigue tendiéndome el arma.

—Le ruego que la tome o tendré la tentación de utilizarlo…

Sé perfectamente a lo que se refiere. Dudo muy seriamente que nadie vaya a llegar en su rescate y desde luego los zampatripas no van a largarse. Si se queda aquí, como al parecer es su intención, sus alternativas no son muchas y no creo que tarde en sentir la tentación de cometer uno de esos pecados por los que te cierran las puertas de ese club tan exclusivo, que al parecer es el cielo. De existir el paraíso, a mí no me dejarían ni entrar para limpiarles los retretes, claro que, yo hace años que dejé de creer en cuentos infantiles.

—Como guste —acepto finalmente tomando el arma de sus manos.

Pero el Padre Joaquín no parece haber terminado aún y algo me dice que lo que quiere no es hacerme entrega de las municiones.

—Quiero que se lleve al Padre Carlo —añade.

Esa es la madre del cordero. Por un lado, ya no me viene de eso, pero por otra, ese estúpido meapilas me dio la sensación de ser el típico hijo de puta que se las apaña para conseguir estorbar en medio de cualquier situación.

—No parecía muy dispuesto a dejar esto.

—Tendremos que utilizar un poco de mano izquierda.

Me encojo de hombros. Por mi parte puede venir, pero si espera que mueva un solo dedo para convencerlo de que me acompañe lo tiene claro, mi relación con el masoquismo aún no está tan avanzada.

—Vamos a hablar con él —acepto con escaso entusiasmo.

Reconozco que quedo sorprendido al comprobar los persuasivos efectos de la mano izquierda del padre Joaquín. Al abrir la puerta de la habitación del religioso italiano, lo encuentro atado y amordazado sobre su cama con un visible moretón alrededor de su ojo izquierdo.

—¿No se condena uno a los infiernos por pegarle a un sacerdote? —pregunto sin molestarme en disimular lo divertida que me resulta la situación—. Claro que en alguna parte escuché algo sobre poner la otra mejilla.

El padre Joaquín enrojece ligeramente a diferencia del amarrado padre Carlo, que ya está más rojo que una cereza, mientras se retuerce rabiosamente en sus ligaduras. Pero por muy divertida que me parezca la situación, está claro que no podemos llevárnoslo así. Nuestro pellejo va a depender en gran medida de lo rápido que podamos movernos. Este tipo es un lastre, lo que lo convierte en una amenaza para la supervivencia del grupo en general, algo que no pienso tolerar, especialmente cuando yo formo parte del mismo.

Me dispongo a quitarle la mordaza de la boca, pero el tipejo sigue debatiéndose como un cochino al que estuvieran sodomizando su almorránico trasero con una guindilla.

—¡Basta! —le grito con una voz más cansada que furiosa—. Ahora voy a hablarle, si va a ser razonable, le quitaré la mordaza.

Mis palabras parecen surtir efecto. El religioso deja de retorcerse mientras asiente con la cabeza. De un tirón retiro el grueso esparadrapo que cerraba su boca y escupe lo que podría ser algodón o una bola de papel de celulosa.

—Me marcho en quince minutos —le comunico—. Puede que su gobierno, el Vaticano o incluso el arcángel Gabriel al mando de un comando de querubines, acuda a su rescate. Si prefiere quedarse y esperar por mí está bien.

Por la expresión de su rostro veo que no está nada convencido, estoy a punto de ofrecerle la posibilidad de acompañarnos cuando el padre Joaquín se me adelanta.

—Tienes que marcharte Carlo —dice con un tono de voz grave—, eres joven y mantienes intacta la fe en nuestro señor.

La verdad es que no se me ocurre gran cosa que añadir. Para mi sorpresa, en lugar de un estallido de furia e insultos, el aún amarrado misionero solo pregunta:

—¿Y qué será de usted, padre?

El veterano misionero mueve la cabeza a los lados. Es el capitán que ha decidido hundirse con su barco, el anciano que escoge morir en su casa, en lugar de ir a buscarse la vida en un país en guerra. Alguien me dijo una vez que en esta vida hay dos tipos de personas: las que salen a buscar su muerte y las que prefieren sentarse a esperarla. El padre Joaquín, quizás porque ya ha perdido toda esperanza en el mundo de los hombres y la fe en sus creencias, ha decidido ser de los segundos. Todo un descreído desengañado haciendo oposición para llegar a mártir.

—Yo… debo quedarme —es todo lo que dice.

Con la clara sensación de que esta no es mi guerra, me doy la vuelta y salgo de la habitación. Tengo asuntos de los que ocuparme, y no hay gran cosa que yo pueda añadir para convencer o disuadir a Carlo.

Entrego el pesado rifle y la bandolera de municiones a Greg que a su vez se lo entrega a Mosi. La expresión de la muchacha se anima como la de una adolescente ante el primer regalo de su novio.

—¿Cuál es el plan? —me pregunta Greg.

Mientras Mosi acciona el cerrojo del arma, ya sea para comprobarlo o bien para familiarizarse con él, mi mente vuelve a centrarse en el plan de fuga.

—No es nada demasiado elaborado —reconozco—, creamos una distracción para atraer a tantos zampatripas como podamos lo más lejos posible del vehículo, nos metemos dentro y nos largamos.

Mosi sonríe con satisfacción ante el sonido del cerrojo de su nueva y flamante arma, pero el rostro de Greg me indica bien a las claras que mi plan le parece la madre de todas las cagadas, y probablemente se disponía a decirlo, cuando ambos nos volvemos hacia la puerta que se abre a nuestras espaldas. Por ella, entra el padre Carlo ya liberado de sus ataduras.

—Finalmente —nos dice con su inconfundible italiano—, aceptaré su invitación.

—Cojonudo —respondo.

Mosi dice algo que no alcanzo a comprender, que no creo que fuera destinado a nadie en concreto y a decir verdad, difícilmente podía importarme menos. Vamos a ir muy apretados en el vehículo y esta va a ser una noche muy larga, así que voy a intentar tomarme todo este asunto con calma. Al fin y al cabo, si conseguimos llegar hasta el punto de extracción, será cuando la cosa se complique de verdad.