XXXIX. Descontaminación
Una vez más Iván tiene razón y el tiempo que permanecemos en cuarentena no es demasiado largo. Unas seis horas después de nuestra llegada a la sala y cuando ya estaba planteándome muy seriamente el mear en una botella vacía, se ha abierto la puerta captando nuestra atención.
El tipo con barba de un par de días me señala con el dedo y me indica con voz suave pero firme:
—¡Usted! Venga aquí.
No es que se me presenten muchas alternativas, así que me pongo en pie y me dirijo hacia la salida.
—Necesitaría ir al baño —le comento al llegar junto a él.
—No se preocupe por eso —es su seca respuesta—, sígame por favor.
Esta vez recorro el pasillo metálico sin los ojos vendados, pero soy muy consciente de los dos individuos fuertemente armados que me siguen desde una distancia prudencial. No visten ningún tipo de uniforme militar, sino algo más parecido a un oscuro mono de mecánico sobre el que llevan una auténtica fortuna en equipo de combate. Tampoco veo que ostenten ninguna señal de graduación o identificación, lo que aumenta mis sospechas de que se trata de algún tipo de fuerza de seguridad privada. El barbudo abre una pesada puerta de acero a un lado del pasillo y me indica que entre.
La puerta es cerrada a mis espaldas y me encuentro solo en una pequeña estancia de blancas paredes metálicas con un pequeño y reluciente banco también metálico soldado a la pared y otra puerta de sólido aspecto al frente. De un pequeño altavoz situado en una esquina de la parte superior, surge ligeramente distorsionada la voz del tipo que me ha conducido hasta aquí.
—Desnúdese.
Me siento en el banco y obedezco. Dejo mis ropas y mi calzado, más o menos ordenado en un montón, junto al banco con la sensación de que no volveré a verlo. La verdad sea dicha, solo lo sentiré por las botas. Lo que más me preocupa, es que mis pasaportes se encuentran ocultos en el doble fondo del bolsillo de los pantalones, pero no hay un maldito lugar en la pequeña habitación donde pueda ocultarlos. Así que los extraigo y los dejo a un lado de la ropa confiando en que me nuestros anfitriones no los destruyan.
Al cabo de unos minutos se abre la puerta frontal y la voz del altavoz ordena esta vez.
—Pase a la sala de descontaminación.
Atravieso la pesada portezuela y me encuentro en una especie de corredor alargado de suelo enrejado. Al levantar la vista veo una gruesa tubería dotada de gruesas alcachofas de ducha.
La voz procedente de un nuevo altavoz metálico situado por encima de la tubería me ordena:
—Cierre la puerta por favor.
Me vuelvo y cierro la pesada puerta metálica. Al poco oigo el sonido del agua descendiendo por las alcachofas.
—Avance unos pasos —me indica la voz— y asegúrese de mantener los ojos y la boca cerrados.
Durante varios minutos me siento como un coche en un túnel de lavado, mientras mi olfato es saturado por el hedor de potentes productos químicos. El agua (o lo que sea) nunca llega a salir fría, pero está empezando a calentarse quizás demasiado. Aprovecho y vacío mi vejiga. Después de todo, cuando pedí ir al baño me dijeron que no me preocupara.
Por fin la tormenta que cae sobre mí, empieza a enfriarse y a bajar de caudal.
—Puede abrir los ojos —me dice ahora la distorsionada voz.
Obedezco. Por las alcachofas sigue cayendo una generosa cantidad de líquido, pero el hedor químico ya no es tan intenso.
Con un pesado sonido metálico, veo como se abre otra pesada puerta al final del túnel de lavado.
—Ya puede salir.
Sigo las indicaciones de la voz y al llegar junto a la puerta me encuentro con el tipo mal afeitado, que me señala una bata de color blanco y unas chanclas de goma con aspecto de haber salido de un bazar chino.
—Vístase y sígame —me ordena.
—¿No tiene una toalla? —pido amablemente.
—No se preocupe por eso.
Parece que esa es su respuesta a cualquier problema. Pero una vez más, esto es lo que hay. Me seco por encima con la bata y me la coloco. Por lo menos no es una de esas prendas hospitalarias que te dejan el culo al aire. Las chanclas me van un poco pequeñas y desde luego, no llegaría muy lejos intentando huir con ellas.
—Sígame, por favor.
En cuanto empiezo a andar, se abre una nueva puerta metálica (como no) y salimos a otro pasillo idéntico a los anteriores. Si su objetivo es desorientarme, confieso que lo están consiguiendo.
Por suerte, tampoco esta vez tengo que caminar demasiado; llego a una nueva puerta de metal donde me encuentro con una enorme y perfectamente equipada enfermería.
La escotilla se cierra a mis espaldas con un deslizante sonido. Dos siluetas, cubiertas de la cabeza a los pies por una especie de traje protector verde, me miran a través de unas máscaras que les dan cierto aire alienígeno. Supongo que por fin voy a recibir asistencia médica.