XI. Pateando el avispero
El pequeño pueblecito nunca fue un hervidero de actividad, pero ahora parece siniestramente abandonado. Lo que encontramos frente a los edificios en los que nos habíamos instalado confirma mis oscuros presentimientos. El vehículo ligero que faltaba se encuentra detenido frente a la clínica, su carrocería presenta varios orificios de bala, supongo que adquiridos en la emboscada que acabó con el resto del convoy, pero lo peor, es el cuerpo derrumbado sobre el volante que hace que el claxon no pare de sonar produciendo un sonido de lo más desquiciante.
—Esto no pinta ni pizca de bien —afirmo bajando de la furgoneta.
Mientras coloco el selector de disparo en posición de tiro semi automático, avanzo lentamente hacia el vehículo. Reconozco al conductor, un tipo de media edad y piel cetrina. El hombre ha recibido un balazo en el hombro, pero lo que ha terminado con su vida es una herida de aspecto realmente feo en su garganta. El tamaño de la mordedura concuerda con el de una boca humana, pero le han arrancado incluso parte de la tráquea… un ser humano no tiene tanta fuerza en la mandíbula.
Aparto el cuerpo y el claxon enmudece por fin, solo para ser sustituido por un grito femenino y algún tipo de furioso rugido.
—Pero que… —empiezo a decir, cuando mi visión periférica capta un violento movimiento a mi derecha.
Vuelvo la cabeza y me encuentro con Mr. Warred, aún atado, cubierto de sangre y furioso. Pero él no ha podido ser el responsable… un rugido se aproxima por el lado contrario e Iván grita una advertencia, me vuelvo y tengo una fugaz y aterradora visión de Valimir, que acaba de salir a la carrera por la puerta de la clínica. Todos los pelos se me ponen de punta mientras el gigantesco y ensangrentado mercenario se lanza en mi dirección; disparo dos veces reaccionando por instinto cuando el tipo se encontraba apenas a un par de metros de mí. Las balas le impactan en el pecho y lo lanzan hacia atrás, como si le hubieran golpeado con un mazo, frenándolo en seco. El cabrón era rápido. Iván llega a tiempo de ver sus últimos y agonizantes estertores en el suelo.
—Nunca me cayó demasiado bien —dice.
Varios gritos pidiendo auxilio nos llegan desde el interior de la clínica.
—¡Cuidado! —me advierte Iván.
Asiento con la cabeza mientras avanzo hacia la entrada del dispensario. El interior se encuentra totalmente revuelto por lo que parecen evidentes signos de pelea, pero mi acelerado corazón agradece el no llevarse más sobresaltos. Las voces proceden de la cerrada sala que hace funciones de consultorio. Iván se aproxima a la puerta y grita:
—¡Están a salvo! ¡Ya pueden abrir la puerta!
Oigo unos ininteligibles murmullos tras la pesada lámina de madera. Supongo que los que al otro lado no acaban de fiarse, pero al cabo de unos segundos oigo como se descorre el pestillo de la entrada y me encuentro con el Doctor Eric, que empuña una muleta a modo de cachiporra y con escasa convicción. Su rostro refleja un alivio considerable al vernos.
—Gracias a Dios —dice—, al oír disparos pensé que quizás eran…
Aunque no termina la frase, es obvio que se refiere a la guerrilla, lo que me hace pensar que como mínimo sospecha el motivo de su ataque. Tras él, se encuentra Alima, su guapa enfermera y Greg, un estudiante del último curso del arqueólogo estirado, que debe andar haciendo funciones de becario o algo así y que sufrió una indigestión hace un par de días.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunta Iván, que parece genuinamente sorprendido por el aparente éxodo del pueblo.
Durante un par de minutos el doctor nos hace un breve resumen de la situación, que todo sea dicho, no es demasiado halagüeña para nosotros. Los habitantes del poblado, a excepción de los más ancianos, han huido masivamente asustados por algún tipo de superstición local, que nos acusa de haber abierto el equivalente a la caja de Pandora. Lo peor del caso es que el éxodo de habitantes alertó a la guerrilla. No es difícil suponer que alguno de ellos se acercara a echar un vistazo o que les llegara el rumor de alguien que nos vio cargando con máscaras antigás y equipos de protección NBQ. Son muchas las conclusiones a las que pueden haber llegado: que se nos ha escapado un agente biológico, que estamos experimentando sus efectos con la población local, o peor aún, que estamos a sueldo del gobierno para exterminarlos mediante la utilización de armas químicas.
—Sea como sea —dice Iván—, lo mejor será largarse antes de que se nos echen encima. Llamaré al helicóptero para que nos saque de aquí… —Pero el hombre no termina la frase, al ver la negativa del doctor.
—El helicóptero no vendrá —anuncia el doctor—. Llamé ayer para confirmar la llegada de Julie y por lo que sé, el gobierno ha puesto a toda la empresa en cuarentena. No sé qué es lo que tiene esa muchacha, pero es algo realmente malo, malo y contagioso.
Iván maldice, pero es una persona práctica, así que no pierde demasiado tiempo en lamentaciones. Sabe por experiencia que eso no suele resolver gran cosa. Sobre la mesa del consultorio extiende un mapa de la zona.
—Tendremos que hacerlo por tierra —comenta quizás más para sí mismo que para los demás—, no puede decirse que nos sobren las alternativas.
Su dedo índice se mueve sobre la gran franja oscura que representa el desierto.
—No, no tenemos muchas alternativas —continúa—, quizás nuestra mejor opción sea huir por tierra hacia el norte, con un poco de suerte podremos llegar hasta la costa…
Muevo la cabeza negativamente. Eso llevaría demasiado tiempo y en cuanto la guerrilla se nos eche encima, no será de tiempo precisamente de lo que andaremos sobrados.
—¿No puedes organizar una extracción aérea?
Iván se encoje de hombros.
—Si esto fuera Tanzania, sin duda —responde—, pero Tanzania está demasiado lejos; tendré que hacer algunas llamadas.
—¡Pues hazlas de una puta vez! —le espeto mientras me dirijo de nuevo hacia la puerta—. Tenemos que estar listos para partir en menos de dos horas… suponiendo que tengamos dos horas.
El hombre asiente mientras dice casi para sí mismo:
—Sé de un par de tipos que podrían echarnos una mano…
Por alguna razón que no soy capaz de definir, ese último comentario no me ha dado ni pizca de buena espina. Puede que se deba a la expresión de Iván al decirlo, o puede que tenga algo que ver el que desde ayer todo lo que nos rodea, parece estar convirtiéndose en mierda. Pero si van a sacarnos de aquí, me importa un bledo que quien lo haga sea la mafia, traficantes de armas o cualquiera de los sórdidos contactos de Iván.
—¿A dónde va usted? —me pregunta el Doctor Eric.
—A recoger a nuestra gente de la zona de trabajo —respondo—. No podemos dejarles allí.
¿No podemos? Probablemente, lo más inteligente que podría hacer ahora mismo es llenar la camioneta con toda el agua y combustible que pueda cargar y salir pitando hacia el norte con la esperanza de llegar a la costa. Pero no estaría aquí de ser una persona acostumbrada a hacer lo más inteligente.