XIII. El Precio
El pequeño convoy formado por los tres vehículos hubiera tardado un tiempo récord en formarse de no ser por la estupidez de los miembros, presuntamente los más sesudos y laureados de la expedición.
Alfred —para nosotros, señor Wallace—, con esa sensación de invulnerabilidad que da el estar seguro de que nadie osará ponerte la mano encima por ser quien eres, se niega en un principio a abandonar el gran hallazgo arqueológico.
—Por mí, como si se la machaca con dos piedras —le respondo con fastidio.
Su rostro refleja ahora la incredulidad del que no está acostumbrado a encajar ese tipo de respuestas, pero no tarda en recuperarse, y enrojeciendo como un tomate, empieza a gritarme:
—¡Esto es increíble, inaceptable! ¡Una violación del contrato! Son unos impresentables, unos incompetentes, unos piratas…
El tipo se detiene para tomar aire. Mientras, ignorándolo por completo, organizo la carga y la disposición de los vehículos.
—¡No se atreva a darme la espalda! —me grita el arqueólogo agarrándome por el hombro—. ¡No sabe con…!
No puede terminar la frase, me vuelvo violentamente y con la rapidez que da la práctica, lo agarro de la muñeca practicándole un movimiento de torsión que le provoca una dolorosa luxación.
—No —le digo haciendo acopio de mis últimas reservas de paciencia—, es usted el que no sabe en la mierda en la que está metido. Si quiere quedarse me parece perfecto, si quiere gritar, por mí puede hacerlo hasta reventar, pero no se atreva a hacerme perder más tiempo.
Lo suelto y Alfred parece darse cuenta por vez primera, que todo su prestigio, poder y dinero no van a servirle de nada en este puerco rincón del planeta. Como si acabara de despertar en medio de una pesadilla, ve como los escasos trabajadores contratados, cargando con agua y comida, prefieren marcharse a pie por su cuenta y riesgo. Saben que somos imanes de balas; no puedo culparlos, como suele decirse: esta no es su guerra y sobrepasa con creces la cantidad de riesgos laborales que están dispuestos a asumir. También sé que no dudaran un segundo en delatarnos a la guerrilla en cuanto topen con ellos, si a cambio pueden salvar su pellejo. Así han sido siempre las cosas y así seguirán siendo.
Mientras, “Johnnosecuantos” acompaña al prestigioso arqueólogo a la parte posterior del segundo vehículo, el Land Rover conducido por el doctor Eric, donde Alima conserva su puesto de copiloto. Leonid se las apaña para acomodar su pesada ametralladora en la ventana del copiloto del tercer vehículo, que será pilotado por Arni. Por mi parte, le cedo el volante a Marbellita, sentándome en el asiento del copiloto del jeep que abrirá la marcha, mientras Frank se instala a sus anchas en la parte posterior.
Nos movemos manteniendo una velocidad que rara vez pasa los cincuenta kilómetros por hora y temiendo constantemente caer en una emboscada, pero aunque me llevo un sobresalto cada vez que detecto el menor brillo en el horizonte, el temido ataque no llega a producirse.
—No van a organizarse tan rápido —me dice Marbellita—, sus campamentos están apartados y dispersos para evitar que el ejército pueda barrerles de un solo plumazo.
Asiento con la cabeza a pesar de que el hombre, absorto en la conducción por el pedregoso camino, difícilmente puede darse cuenta de ello, así que estoy a punto de decirle que probablemente está en lo cierto, cuando los vemos aparecer.
—¡Joder!
Marbellita da un volantazo y derrapamos hacia la derecha. Tal como acordamos antes de salir, el segundo vehículo conducido por el buen doctor, se coloca ladeado más o menos a nuestra derecha; aunque no lo compruebo, sé que el tercero se habrá colocado ladeado en la parte trasera, con lo que formamos una especie de perímetro defensivo. Bajo del vehículo y apunto en dirección al pequeño grupo de guerrilleros, que se mueven de un modo aparentemente despreocupado y tambaleante en nuestra dirección.
—Se mueven como… —dice Marbellita—. Ya sabes.
Lo sé. Frank, que ya ha saltado a tierra y está apuntando a través del visor telescópico de su arma, nos lo confirma:
—Esos cabrones están muy jodidos.
Bajo el arma y vuelvo al Land Rover donde rebusco hasta dar con los prismáticos.
—¿Abrimos fuego? —me pregunta Leonid, que se ha movido hasta la retaguardia.
Miro a través de las lentes de aumento. Se trata casi de chavales: uno sufre terribles quemaduras que rezuman un líquido que parece demasiado claro para ser pus; el segundo presenta varios impactos de bala en los puntos donde le disparé, aparte de faltarle la mayor parte del rostro, donde los animales de rapiña, que nunca desprecian las partes especialmente tiernas, se han estado cebando; el resto de cuerpos hirvientes de moscas tampoco presentan mucho mejor aspecto. Aunque quizás el más espeluznante es uno de los cuerpos desollados que sin duda había sido uno de los nuestros. El polvo se ha pegado a los tejidos dándole un grotesco aspecto a caballo entre un maniquí de anatomía y una croqueta.
—No disparéis —ordeno sin atreverme a levantar demasiado la voz—, ya están muertos, solo que aún no se han dado cuenta.
—Son putos zombis, tío —confirma Frank—, como los de las películas, solo que en peor.
Sé a lo que se refiere, el resto está demasiado lejos como para poder apreciarlo, pero tanto Frank, a través de su mira de doce aumentos, como yo a través de los prismáticos, veo esos ojos tan fríos como implacables. Los seres avanzan de un modo que parece casi mecánico, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para perseguirnos y atraparnos y sé que a pesar de todos los horrores que he visto a lo largo de los años, esa mirada va a tener un lugar de honor entre mis peores recuerdos.
—Vámonos.
Subimos a los vehículos y cruzamos por la zona de la emboscada, ahora convertida en lo que parece una macabra atracción de feria en la que todos los cuerpos caminan, se arrastran o agitan mecánicamente. Los seres se vuelven hacia nosotros cuando pasamos entre ellos, pero se mueven con demasiada torpeza y lentitud como para suponer un problema que los conductores no puedan esquivar. No veo ni rastro de los animales carroñeros que se estaban alimentando de los cadáveres durante el viaje de ida.
No sé en el resto de vehículos, pero en el nuestro nadie habla sobre lo sucedido. Frank fuma un cigarrillo tras otro con la mano diestra, sosteniendo con la zurda su preciada arma, de forma que con el cuerpo, protege el visor de cualquier golpe que pudiera llevarse al pasar sobre algún bache. En la mayoría de los casos, los mercenarios somos tipos supersticiosos y en este caso, su arma, un carísimo Heckler & Koch PGS-1 de origen alemán del que no se ha separado durante los últimos años, es su fetiche.
La mayoría no nos complicamos. Viajamos en vuelos comerciales y al llegar a la zona, la empresa nos proporciona lo que necesitamos; en otros casos más raros, algunos compran al llegar a destino determinado modelo de arma con el que están especialmente familiarizados y por último, los más sibaritas, generalmente los tiradores de élite, suelen gastarse un dinero en hacer enviar su arma a la zona. Frank es uno de ellos.
Marbellita se dedica a tararear en voz baja una cantinela que habla de una cabra y de una tal Asunción, mientras conduce con los ojos perdidos en el horizonte.
A pesar de la tensión no sufrimos más sobresaltos. Llegamos a la silenciosa base de operaciones donde encontramos a Greg, saludándonos nerviosamente. Por lo que veo, el delgado joven ha entrado en el depósito de armamento y se ha colgado una pistolera del cinturón en la que descansa una Tokarev TT-33. La enorme arma de calibre 7.62 mm le confiere cierto aire cómico.
—¿Sabes usar eso? —le pregunto en cuanto bajo del Land Rover.
Por su mirada de temor, está claro que teme que se la quite; puede que no sepa utilizarla, pero sin duda le hace sentirse más seguro.
—Soy un hacha en el Counter Strike —responde con nerviosismo.
—Si no has disparado nunca —le recomiendo—, quizás sería mejor que escogieras una de nueve milímetros, pero haz lo que quieras.
—Gracias —responde con alivio evidente.
—Solo asegúrate de no dispararte en el pie —le advierto—. ¿Dónde está Iván?
Greg señala el interior de la clínica y hacia allí me encamino mientras el resto se encarga de repostar los vehículos.
Encuentro a Iván inclinado sobre uno de los improvisados mapas de la zona, se encuentra tan absorto que incluso se sobresalta ligeramente cuando doy unos golpecitos en la puerta abierta para anunciarle mi presencia.
—¿Cómo va el asunto de la evacuación, jefe? —le pregunto con fingido buen humor.
—Tengo buenas noticias —responde.
Pero le conozco lo suficiente como para saber que está a punto de intentar colarme un sándwich de mierda como si fuera paté francés.
—No me importa quién ni cómo mientras nos saquen de esta.
—Está todo arreglado —afirma con una sonrisa más falsa que un billete de treinta euros—, no será fácil, pero puede hacerse si llegamos a un aeródromo abandonado. Nos llevarán en avión a baja altura hasta Tanzania y desde allí…
—Desde allí se encargaran tus contactos de llevarnos a Europa.
La cosa no pinta tan mal como pensaba.
—Pero hay una condición.
Ese es el sándwich. No tengo ni la menor idea de cuál va a ser esa condición, pero no me cabe la menor duda de que no va a gustarme un pelo.
—¿Qué coño piden?
Iván no responde, parece estar meditando sobre el mejor modo de soltarlo, lo que no hace sino empeorar mis temores.
—¡Suéltalo de una vez, joder!
—Quieren a Malik.
—¡Joder!
—Y lo quieren vivo.
Me equivoqué, no es un sándwich de mierda lo que intenta colarme, sino un pastel de mierda relleno de cuchillas de afeitar.