X. Emboscada

Mi corazón se acelera a medida que el lento vehículo conducido por Iván se aleja y las dos camionetas se aproximan. Sería, como mínimo irónico, salir ileso de pura chiripa de la última emboscada para morir ahora al improvisar una, pero así es la vida en este gremio, por muy hábil que creas ser, al final la suerte o la falta de la misma suele ser la que tiene la última palabra. La primera camioneta pasa a baja velocidad a escasos metros, mientras Iván detiene el Land Rover como si estuviera averiado a una distancia de unos trescientos metros de mi posición. La suerte está echada.

Los gritos de los ocupantes del transporte aumentan de volumen al ver que la captura de su presa es inminente. Los dejo pasar y no tengo que esperar ni diez segundos a la llegada del segundo vehículo perseguidor. El primero está entrando en la pista y el segundo está pasando ahora a baja velocidad por delante de mi escondite. El corazón empieza a bombear a un ritmo salvaje, me pongo en pie sosteniendo el arma, que en muchos países es conocida como “capullo de judío” por su parecido con un pene circuncidado, y utilizo el rudimentario elemento de puntería para apuntar en medio del apiñado grupo de gente. La distancia que nos separa no es mucho mayor de una decena de metros. Aprieto el disparador, a sabiendas que mi posición no es todo lo estable que debiera ser; me desequilibro pero no importa, el proyectil ya ha salido.

La granada explosiona en mitad del grupo de guerrilleros. No se produce ninguna bola de fuego, sino una pequeña explosión rojiza compuesta por los pasajeros al convertirse en un amasijo de metralla humana. Costillares, cabezas y articulaciones se entremezclan y salen despedidas a varios metros de distancia. Por suerte, aunque varios pedazos pasan desagradablemente cerca, ninguno llega a impactarme.

La camioneta, sacudida por el fuerte impacto, empieza a perder velocidad. No es muy probable que en ese vehículo quede alguien capaz de causarme problemas, pero en este oficio, el suponer es peligroso; así que soltando el tubo tomo una de las granadas de fragmentación con la mano derecha, introduzco el dedo índice de la mano izquierda en la anilla del pasador de seguridad y dando un giro, la retiro, echo el brazo hacia atrás y arrojo la granada en dirección al detenido vehículo. La distancia que nos separa es de casi veinte metros, demasiado para mi brazo, pero confío en el rebote. La granada cae a una decena corta de metros y rebota por el suelo en dirección a la furgoneta, antes de explotar sin consecuencias a algunos metros de mi blanco. No se puede pedir todo.

Aunque oigo algunos gemidos lastimeros, mi atención ya se está dirigiendo a la segunda camioneta que ya está frenando a una distancia de unos cien metros.

—Mala decisión —murmuro mientras me apoyo en el capó del vehículo tras el que estaba oculto y a punto con el fusil de asalto—, mala de cojones.

Los guerrilleros saltan a tierra y empiezan a desplegarse en un terreno que es poco más que un campo de tiro. Eso es lo que me gusta de esta gente, su forma tan peliculera de combatir, sin molestarse en buscar cobertura; son gente hasta cierto punto hábil, a su manera, y valerosos hasta la temeridad… pero su táctica no es la más recomendable para preservar la vida del combatiente. Supongo que es lo que pasa cuando el número no es problema.

La cabeza del conductor, que no ha bajado del vehículo, es apenas una forma lejana en el punto de mira de mi arma; un tiro fácil para alguien como Frank, aunque no tanto para mí. Por suerte, el viento apenas es perceptible y el objetivo está inmóvil, aunque si dejo que vuelva a ponerse en marcha voy a necesitar mucha suerte. Bajo ligeramente el punto de mira apuntando algo por debajo de la cabeza, disparo, reapunto ligeramente y disparo dos veces más. De ser soldados profesionales, los guerrilleros ya se estarían dispersando y haciendo cuerpo a tierra para convertirse en los blancos más difíciles posibles, pero ellos se limitan a avanzar disparando con el arma a la cadera. Veo a uno derrumbarse sobre sus rodillas al ser alcanzado en el vientre, lo que me indica que Iván ya ha empezado a disparar.

Varios proyectiles se estrellan escalofriantemente cerca, supongo que más por suerte y volumen de fuego que por puntería, ya que ni uno solo se acerca el arma a la cara para apuntar. Pero la situación es que ellos se encuentran mal desplegados, en territorio abierto, entre dos tiradores a cubierto. De estar dirigidos por alguien competente, son muchas las cosas que podrían haber hecho para ponernos las cosas difíciles o incluso acabar con nosotros, pero en este caso, el valor y el número no son rivales para la experiencia y una posición aventajada.

Disparo los tres últimos cartuchos del cargador contra el último de los guerrilleros que sigue en pie. Ninguno ha vivido lo suficiente como para acercarse siquiera a cincuenta metros de mi posición y no he tenido ni que cambiar de emplazamiento.

Dejo en el suelo el cargador vacío, introduzco otro lleno y maldigo mentalmente por no haber tomado más munición al ver que es el último. Aunque, una de las ventajas de utilizar armamento soviético es la facilidad de encontrar munición en el tercer mundo. No me hace mucha gracia el tener que coger cargadores llenos de munición china caducada desde Dios sabe cuándo y revendida a bajo precio a esta gente.

Mi primera parada es el vehículo al que disparé la granada, que aunque no ha llegado a incendiarse, se encuentra demasiado maltrecho para funcionar. Varios tipos malheridos gimen lastimosamente y suplican algo en su, para mí, ininteligible idioma, aunque no me cuesta suponer que me ruegan que les remate.

Al recordar lo que les hicieron a mis compañeros, mi intención es dejarles aquí para que sean pasto de los animales de rapiña.

Al llegar a la cabina veo que el conductor es apenas un chaval de poco más de trece o catorce años, con la cara acribillada por fragmentos de cristal procedentes del parabrisas. Aún se encuentra consciente, aunque veo regueros de sangre que le caen por los oídos y la boca, señal de que la onda expansiva le ha destrozado los órganos internos. No me cabe duda de que se está desangrando por graves hemorragias internas. Quizás sea por la mirada que me dedica, pero el caso es que tomo mi última granada de fragmentación y después de quitarle el pasador, la arrojo bajo el depósito de combustible del vehículo, antes de alejarme en una rápida carrera y arrojarme al suelo. Esta vez el vehículo sí explota y se incendia, llenando el lugar de hedor a gasolina, goma quemada y carne asada.

No pierdo de vista los cuerpos de los tipos abatidos, mientras me aproximo a la segunda camioneta y disparo un par de veces contra un cuerpo que aún se mueve; su arma se encontraba a una distancia considerable, pero es mejor no correr más riesgos de los necesarios.

Llego sin contratiempos hasta la cabina y veo que aún conservo buena puntería, la bala entró por la parte posterior de la cabeza del conductor, haciendo un agujero no demasiado grande en el punto de entrada, lo mejor del asunto es que la cabeza no presenta un boquete de salida, lo que me ahorra el tener que limpiar sus sesos del limpiaparabrisas. Mientras oigo como Iván regresa pilotando el maltrecho Land Rover, aprovecho para apropiarme de dos cargadores del cadáver, cuyo viejo y baqueteado Kalashnikov descansa junto al asiento del copiloto. Ese arma tiene aspecto de haber visto aún más guerra que yo, pero se le ve sorprendentemente limpia y siento una ligera punzada de remordimiento cuando la arrojo fuera del vehículo, seguida de su ex propietario.

—¿Algún problema? —pregunta Iván.

—Tú conduces.

El hombre asiente en un primer momento, para maldecir al ver el reguero de sangre y masa encefálica que ha goteado en el asiento del conductor.

—¡Maldito puerco! —maldice Iván refiriéndose al fiambre, pero mirando en mi dirección.

Sin muchas más ceremonias, el hombretón limpia lo más gordo con un pañuelo, que tira antes de sentarse sobre el pringoso asiento.

A pesar de su desastrado aspecto, el motor de la camioneta suena de un modo satisfactorio cuando Iván la arranca. Este vehículo nos llevará más lejos que el Land Rover.

—¿Por qué nos atacarían precisamente ahora? —pregunto a Iván.

—El que esté sentado sobre sus sesos —me responde— no significa que sepa lo que piensan.

Al mirar por la ventana mientras arrancamos, cuento mentalmente los vehículos del atacado convoy y me doy cuenta de algo.

—Falta un Land Rover —digo en voz alta.

—Puede que escapara —responde mi patrón.

Supongo que es una posibilidad.

—Si ha escapado, encontraremos a sus ocupantes en la base.

No tardaremos mucho en llegar, pero tengo el presentimiento de que no va a gustarnos lo que encontraremos allí.