LIV.
EN CASA DE HOLGER NILSSON

Martes, 8 de noviembre

EL TIEMPO ERA GRIS y brumoso. Los patos silvestres hallábanse entregados a la siesta, cuando Okka se aproximó rápidamente a Nils diciéndole:

—El tiempo parece encalmado y he decidido que mañana atravesemos el Báltico.

—Bueno —dijo Nils. Y su garganta se anudó de tal modo, que no pudo añadir palabra. Esperaba, a pesar de todo, ser desencantado mientras permaneciese todavía en la Escania.

—Ahora estamos bastante cerca de Vemmenhög —prosiguió Okka—. He pensado que tal vez quisieras hacer una visita a tu casa, al pasar. Así podrás ver a tu familia.

—Será mejor que no vaya —respondió Nils; pero el tono de su voz indicaba lo mucho que le complacía esta proposición.

Okka respondió:

—Tú debes ir a informarte de la marcha de tu casa y de la salud de tus padres. ¡Quién sabe si les podrás prestar ayuda por pequeño que seas!

—Tienes razón, madre Okka. Debí pensar en ello antes —respondió Nils muy excitado.

Un instante después estaban los dos en marcha hacia la granja de Holger Nilsson. Descendieron al abrigo de un muro de piedra que rodeaba la granja.

—Es extraño que todo esté igual —exclamó Nils, trepando por la cerca—. Parece que fue ayer cuando os vi venir, sentado en este mismo sitio.

—¿Sabes si tu padre tiene una escopeta? —preguntó Okka de repente.

—Sí —dijo Nils—. Precisamente por esa escopeta quise yo permanecer en casa aquel domingo.

—Entonces no me atrevo a esperarte aquí. Será mejor que vengas a reunirte con nosotros al cabo de Smygehuk, mañana a primera hora. Podrás pasar aquí la noche.

—¡Oh, no! ¡No te vayas, madre Okka! —prorrumpió Nils saltando del muro. No sabía por qué; pero tenía el presentimiento de que les sucedería algo, tanto a él como a los patos, y que ya no volverían a verse—. Ya sabes como me entristece no haber recobrado mi estatura normal —prosiguió—; pero quiero que sepas que no lamento haberos seguido durante la última primavera. Antes que volverá ser hombre, preferiría de nuevo ese viaje.

Okka aspiró el aire fuertemente antes de responder.

—Hay una cosa de la que he querido hablarte repetidas veces —comenzó diciendo—. No es preciso que te la diga en este momento, porque tú no vienes en busca de los tuyos para quedarte; no obstante, tendré el gusto de comunicártela ahora. Es lo siguiente: Sí verdaderamente crees que has aprendido alguna cosa de bueno entre nosotros, ¿verdad que opinarás qué sólo los hombres deben vivir en la tierra? Piensa en el hermoso país que tienes. ¿No podrías conseguir que se nos reservaran algunas rocas peladas en la costa, algunos lagos, que no sean navegables y algunas marismas, algunas montañas desiertas y algunas forestas apartadas, donde nosotros, pobres animales, podamos estar tranquilos? Durante toda mi vida me he visto perseguida. ¡Qué bueno sería saber que en cualquier parte existe un refugio para un ser como yo!

—¡Ciertamente, yo quedaría muy contento y satisfecho de poder prestaros mi ayuda —contestó el muchacho—; pero yo no podré decir nunca gran cosa a los hombres!

—Pero nosotros estamos hablando aquí como si no debiéramos vernos ya más —interrumpió Okka—. A todo esto nos hemos de ver mañana. Hasta la vista.

Y después de abrir sus alas volvió de nuevo, y acariciándole dulcemente con el pico, partió al fin.

Era ya mediodía y aun no habíase dado señal de vida en la granja. Nils pudo ir y venir a su antojo. Corrió rápidamente al establo, creyendo que las vacas le informarían mejor que nadie de todo. El establo presentaba un triste aspecto: en vez de los tres hermosos animales que lo habitaban en la primavera, no había más que uno. Era Rosa de Mayo. Añorando a sus compañeras, permanecía con la cabeza doblada por la pena y sin probar el forraje.

—Buenos días, Rosa de Mayo —gritó Nils— corriendo hacia ella sin temor alguno—. ¿Cómo están el padre y la madre? ¿Cómo están los patos y las gallinas y el gato? ¿Dónde están tus compañeras. Lis de Oro y Estrella?

Al reconocer la voz del muchacho la vaca se estremeció; después bajó la cabeza como dispuesta a embestirle; pero como la edad había hecho que sus movimientos fuesen más lentos, tuvo tiempo para fijarse en Nils Holgersson. Continuaba siendo tan pequeño como al partir, y aunque iba vestido del mismo modo, parecía otro. El Nils Holgersson que partiera en la pasada primavera, tenía un aire torpe y lánguido y los ojos semidormidos; el que volvía mostrábase vivaracho y ágil y hablaba animadamente. Andaba tan erguido y con un paso tan firme, que inspiraba respeto a pesar de su pequeñez.

—¡Mu! —mugió Rosa de Mayo—. Me habían dicho que habías cambiado, pero no lo creí. Sé bienvenido, Nils Holgersson, sé bienvenido a esta casa. Este es el primer momento de alegría que tengo desde no sé cuánto tiempo.

—Te agradezco mucho este recibimiento, Rosa de Mayo —contestó Nils con el corazón conmovido por tan buena acogida—. Comunícame noticias de mis padres.

—No han tenido más que penas desde que te marchaste. Lo peor ha sido lo ocurrido con el caballo, que les costó mucho dinero, sin que durante todo el verano haya podido hacer otra cosa que comer. Tu padre no quiere matarlo; pero nadie lo quiere comprar. Por su culpa ha tenido que vender tu padre mis dos compañeras, Estrella y Lis de Oro.

Había otra cosa de la que tenía grandes deseos de hablar; pero estaba harto embarazado para iniciar esta conversación directamente, Y preguntó luego:

—¿Verdad que mi madre sufrió un gran disgusto al ver que el pato blanco habíase escapado?

—Creo que no hubiera llegado a experimentar tanta pena de haber sabido como escapó el pato. Sólo se lamentaba de que su propio hijo, al marchar de su casa, se llevara el pato consigo.

—¡Ah! ¿Pero cree que lo he robado yo? —preguntó Nils.

—¿Pues qué quieres que crea?

—Eso indica que mis padres creen que yo he recorrido el país, este verano, como un mendigo.

—Han llorado tu ausencia con todo el dolor que se siente cuando se pierde al ser más querido del mundo.

Nils salió corriendo del establo. Lo primero que hizo fue entrar en la cuadra, pequeña, pero en perfecto estado de limpieza. Echábase de ver en seguida que Holger Nilsson habíala dispuesto de modo que complaciere al nuevo huésped que iba a albergar. Había en ella un hermoso caballo reluciente que reventaba literalmente de salud.

—Buenos días —dijo Nils saludando—. He oído decir que había un caballo enfermo por aquí. ¿Cómo es posible que seas tú, teniendo tan buen aspecto?

El caballo volvió la cabeza hacia el muchacho y le miró largamente.

—¿Eres tu el hijo de la casa? —le preguntó—. He oído muchas cosas malas de ti; pero tienes un aspecto tan simpático que jamás te hubiera tomado por Nils de no saber que has sido transformado en duende.

—Sé que he dejado un mal recuerdo tras de mí —añadió Nils Holgersson—. Hasta mi propia madre cree que yo desaparecí de esta casa como un ladrón. No espero estar mucho tiempo aquí; pero antes de partir he querido saber qué es lo que tienes.

—¡Qué dolor que no te quedes entre nosotros! —exclamó el caballo—. Tengo la seguridad de que llegaríamos a ser muy buenos amigos. Yo sufro por una tontería, por una punta de cuchillo u otro objeto puntiagudo que me ha penetrado en un pie. Esta punta está tan bien disimulada que el mismo veterinario no ha podido descubrirla; pero me hace mucho daño y me impide marchar. Si tú pudieras advertir a Holger Nilsson de lo que me pasa, creo que podría curarme. Yo estaría muy contento si pudiera serte útil. Me da vergüenza permanecer ocioso.

—¡Cuánto me alegro de que no tengas una verdadera enfermedad! —respondió Nils—. Ya procuraremos curarte; permíteme que de momento haga algunas señales con mi cuchillo en tu pata.

Acababa de rascar la pata al caballo, cuando oyó voces en el corral. Eran sus padres que regresaban. Veíase que estaban agobiados por la pena. La madre tenía el rostro lleno de arrugas y los cabellos del padre habían encanecido. La madre trataba de convencer a su marido de que no había otro remedio que pedir dinero prestado a su cuñado.

—No, no; yo no pido ya dinero prestado —decía el padre, ante la puerta entreabierta de la cuadra—. Nada más terrible que contraer deudas. Será mejor vender la casa.

—Nada tendría que decir contra esto —respondió la madre— sí no existiera nuestro hijo. ¿Qué haría él si volviera algún día, pobre y miserable, y no nos encontrase aquí?

—Es triste, ciertamente —respondió el padre—; pero habrá que pedir a los que compren la granja que lo acojan con dulzura y que le digan que será siempre bien atendido y bienvenido a nuestra casa. Nosotros no le dirigiremos ni una sola palabra de reproche. Estamos de acuerdo ¿verdad?

—Ciertamente. ¡Ah! ¡Si al menos anduviese por ahí, sabiendo yo que no pasa hambre ni frío por los caminos!

Nils no pudo oír nada más de esta conversación porque sus padres penetraron seguidamente en la casa. Hubiera querido correr hacia ellos; pero ¿no les hubiera causado mayor pena verle tal como era en la actualidad?

Mientras estaba entregado a estas vacilaciones, llegó un carruaje que se detuvo ante la verja. Nils estuvo a punto de lanzar un grito de asombro al ver descender dos personas que no podían ser otras que Asa y su padre. Los recién llegados se dirigieron hacia la casa cogidos de la mano, graves y recogidos, con un inefable, destello de felicidad en los ojos. Ya cerca de la puerta. Asa detuvo a su padre:

—Quedamos entendidos, padre ¿verdad? Nada diremos de ese duende que tanto se parece a Nils, del pequeño sueco, ni de los patos.

—Eso es —respondió Jon Assarsson—. Sólo diré que su hijo te ha ayudado varias veces mientras tú me buscabas a través del país, y que hemos venido a preguntarles si nosotros podemos, en pago de tal favor, prestarles algún servicio, ya que he llegado a crearme una posición y aun a ser rico, gracias a la mina que he descubierto allá.

Entraron en la casa, y Nils hubiera dado mucho por oír la conversación; pero no se atrevió a entrar en el corral. Al salir Asa y su padre, acompañábanles sus padres. Parecían como animados por una nueva vida.

Cuando partieron los visitantes, el padre y la madre de Nils quedaron junto a la verja un momento, viendo como se alejaba el carruaje.

—Ya no quiero estar triste, Holger, después de haber oído tantas cosas buenas de Nils —exclamó la madre.

—No han dicho muchas cosas, en último término —contestó el padre.

—¿No te basta con que hayan venido aquí expresamente para ofrecemos sus servicios como prueba de agradecimiento por los favores que les prestó Nils? Creo que hubieras podido aceptar su ofrecimiento.

—No, no he querido. Nosotros no aceptaremos dinero de nadie, prestado ni regalado. Quiero antes que nada desembarazarme de mis deudas; creo que lo conseguiremos, y lo espero así porque todavía no somos unos viejos decrépitos.

El padre rió al pronunciar estas palabras.

—Diriase que gozas ante la idea de deshacerte de esta tierra en la que has puesto tanto trabajo —dijo la madre con un tono de reproche.

—Pero ¿es que no comprendes por qué me estoy riendo? —preguntó el padre—. Lo que me quitaba las fuerzas era el sentimiento que me causaba la creencia de haber perdido a mi hijo; mas ahora que sé que mi hijo vive y promete ser siempre un hombre honrado, ya verás que Holger Nilsson es capaz todavía de trabajar. La madre entró en la casa y Nils debió ocultarse rápidamente en un rincón, porque el padre encaminóse hacía la cuadra. Y llegándose al caballo, levantóle el pié enfermo para buscar una vez más donde estaba el mal.

—¿Qué es esto? ¿Qué es lo que hay aquí? —gritó viendo algunas letras grabadas en la pata del animal.

«Retira el hierro del pie», leyó con estupor. Y se puso a examinar la pata con toda atención.

—Creo que tiene clavado algo puntiagudo —murmuró. Mientras el padre ocupábase del caballo y Nils permanecía inmóvil en un rincón, llegó a la casa una nueva visita. El pato blanco, sabiendo que hallábanse muy cerca de su antigua residencia, no había podido resistir al deseo de mostrar su mujer y sus hijos a sus compañeros, invitando a ello a Finduvet y a los seis patos.

Cuando llegaron a la casa de Holger Nilsson, no había nadie en el corral. El pato blanco descendió tranquilamente hasta donde estaba su familia y mostró a Finduvet los esplendores de que gozan los patos domésticos. Después de haber hecho los honores del corral, advirtió que la puerta del establo estaba entreabierta.

—¡Venid y veréis! —gritó—. Venid y veréis donde yo vivía en otro tiempo. Esto es muy distinto a tener que pasar las noches en las marismas y en las hornagueras, como nosotros hacemos ahora.

El pato permanecía en el dintel del establo.

—Aquí no hay nadie —exclamó—. Ven, Finduvet, y verás el sitio de los patos. No tengas miedo; no hay ningún peligro.

Finduvet y los seis patos entraron en el sitio indicado para contemplar el lujo en medio del cual había vivido el gran pato blanco, antes de reunirse con los patos silvestres.

—Ved como era. Allí estaba mi sitio y allá el cubillo siempre lleno de avena y la pileta con agua. Esperad; creo que todavía debe quedar algo de comida.

El pato blanco dio un salto hacia el cubillo y se puso a comer con avidez.

De Finduvet iba apoderándose una gran intranquilidad.

—Salgamos pronto —suplicó.

—Espera un poco; aun quedan unos granos —contestó el pato.

En este mismo momento lanzó un grito y se precipitó hacia la salida. Era ya demasiado tarde. La puerta quedó cerrada, y el ama de la casa hecho el pasador. ¡Estaban cogidos!

El padre de Nils acababa de extraer un pedazo de hierro puntiagudo del pie de su caballo y acariciaba al animal con toda solicitud, cuando llegó la madre muy sofocada.

—¡Ven, ven y verás la hermosa presa que acabo de hacer! —gritó.

—Aguarda un momento y mira un poco aquí. He descubierto lo que motivaba el malestar del caballo.

—Creo que comienza otra vez la suerte para nosotros —dijo la madre—. Figúrate que el gran pato blanco que desapareció durante la última primavera, ha vuelto a casa con siete patos silvestres. Ha debido seguir a alguna bandada de ellos. Han ido directamente a su puesto y yo he conseguido encerrarles.

—¡Es extraño! —dijo Holger Nilsson—. Lo que más me alegra es saber que ya no tenemos motivos para sospechar que Nils se llevara el pato al partir.

—En efecto. Pero creo que no debemos matarlos esta misma tarde. Dentro de unos días se celebrará la fiesta de San Martín y será preciso que vayamos cuanto antes a la ciudad para venderlos.

—Sería muy desagradable matar al pato, ya que ha vuelto con tan buena compañía —objetó Holger Nilsson.

—Si los tiempos fueran menos duros, les dejaríamos vivir tranquilamente; pero como nosotros no continuaremos aquí, probablemente ¿qué vamos a hacer de los patos?

—Es verdad.

—Ven, pues; ayúdame a llevarlos a la cocina —dijo la madre.

Y partieron. Algunos instantes después, Nils vio salir a su padre del establo llevando al pato bajo un brazo y a Finduvet bajo el otro. El pato gritaba como siempre que se encontraba en peligro:

—¡Socorro, socorro, Pulgarcito!

Nils le oyó perfectamente; pero no vaciló en que no debía abandonar la puerta de la cuadra, y no porque pensara ni un solo momento en que sería muy conveniente para él que se diera muerte al pato blanco —porque no se acordaba para nada de la condición impuesta, por el duende—; lo que le retenía en su puesto era la idea de que por salvar al pato tenía que mostrarse a sus padres; y eso le repugnaba mucho.

—Siendo ya felices —se decía— ¿por qué he de proporcionarles yo esa pena?

Pero cuando la puerta se cerró tras el pato, Nils abandonó sus vacilaciones. Y atravesando el corral todo lo aprisa que pudo, entró en el vestíbulo. Se quitó los zuecos según su vieja costumbre, y se aproximó a la puerta; pero se detuvo de nuevo.

«Es el pato blanco el que está en peligro —decíase—; el que ha sido tu mejor amigo desde que abandonaste esta casa».

En este instante recordó bruscamente todos los peligros que él y el pato habían corrido juntos sobre los lagos helados y la mar tempestuosa, y entre los feroces animales de presa. Su corazón llenóse de reconocimiento y de afecto, y dio unos golpes en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el padre antes de abrir.

—¡Madre, madre, no hagas mal al pato! —gritó Nils, entrando como una tromba.

El pato y Finduvet, que reposaban sobre un banco con las patas atadas, lanzaron un grito de alegría al reconocer su voz.

Pero la que lanzó el mayor grito de alegría fue la madre.

—¡Oh, Nils, Nils! ¡Qué grande y hermoso vuelves! —prorrumpió entre transportes de alegría.

El muchacho se detuvo en el umbral, como dudando del recibimiento que le dispensaban sus padres.

—Loado sea Dios, que te trae a mi lado —gritaba la madre—. ¡Ven, ven!

—¡Te doy la bienvenida, hijo! —dijo el padre, sin poder proferir ni una palabra más.

Nils vacilaba todavía, inmóvil, en el umbral. No comprendía la alegría de sus padres; pero la madre se había precipitado hacia él, echándole los brazos alrededor de su cuello. Entonces comprendió Nils lo que le ocurría.

—¡Padre, madre, vuelvo a ser alto! ¡He vuelto a ser hombre! —gritó fuera de sí, de contento.