XXXV.
EN UPSALA
LOS ESTUDIANTES
Jueves, 5 de mayo
EN LA ÉPOCA en que Nils Holgersson recorría el país en compañía de los patos silvestres, vivía en Upsala un joven y ejemplar estudiante. Habitaba en una pequeña buhardilla y era tan frugal en su alimentación que al decir de la gente, apenas si probaba bocado. Ponía todo su entusiasmo en el estudio, con lo cual lograba aprender sus lecciones antes que los demás, sin que su aplicación le impidiera pasar buenos ratos al lado de sus camaradas. Era lo que debe ser un estudiante. No tenia defectos graves, pues no puede contarse como tal ser mimado por la suerte, a lo cual es difícil sustraerse, al menos en la primera edad.
Cierta mañana, al despertarse, comenzó a reflexionar sobre lo bien que lo pasaba. Todos le querían, lo mismo sus compañeros que sus profesores y, además, ¡le iba tan bien en sus estudios…! «Hoy —se decía— es mi último examen; pronto habré terminado y, en seguida, obtendré una colocación y con ella un buen sueldo. ¡Pero qué suerte tengo!».
Los estudiantes de Upsala no estudian reunidos, como los chicos en la escuela, sino cada uno en su casa y en su habitación. Una vez sabida la asignatura acuden al profesor para que les examine. A este examen le llaman «téntame» y era precisamente el último y el más difícil el que aquel día iba a sufrir nuestro estudiante.
En cuanto se hubo vestido y tomado el desayuno, se sentó a su mesa de estudio para echar una postrera ojeada a sus libros. Es innecesario —pensaba— porque estoy bien preparado, pero no quiero dejar de seguir estudiando hasta el último momento, para no tener nada que reprocharme.
Poco después oyó llamar a su puerta y vio entrar a un compañero suyo con un paquete bajo el brazo. Este muchacho era de muy distinta condición que la del que estaba estudiando. Era retraído y vergonzoso y de mísero aspecto. Se había dado por completo a los libros, que eran su única afición. Se decía de él que era muy inteligente, pero tan medroso y apocado que jamás se atrevió a sufrir un examen. La opinión general era que no haría camino.
Su visita tenía por objeto invitar a su compañero a leer un libro que había escrito y acerca del cual deseaba que le indicara su parecer.
El que podía llamarse afortunado, prometió a su camarada leer las cuartillas tan pronto le fuera posible, y el paquete quedó sobre la mesa. Guárdalo bien —decía el interesado—; me ha costado cinco años de trabajo y si desapareciera no podría escribirlo de nuevo.
—No temas —replicó su compañero—; no saldrá de casa.
Con esto el visitante se despidió contento.
Al quedar solo nuestro estudiante, abrió el legajo, atraído por la curiosidad y vio que dichas páginas tenían por epígrafe «Historia de la ciudad de Upsala», cosa que le fue muy grata. Como quiera que el consultado amaba muy especialmente esa ciudad, púsose acto continuo a la lectura, diciéndose:
«No importa que dedique un rato a estas páginas, ya que insistir en mis estudios no me será provechoso».
Con tanta avidez leyó, que no levantó la vista de las cuartillas en varias horas. Al concluir se bailaba muy satisfecho y se decía:
«¡Vaya un muchacho de talento! Cuando el libro se publique, su porvenir quedará asegurado. ¡Con qué placer le diré cuánto me ha gustado su libro!».
Reunía las cuartillas para dejarlas sobre la mesa, cuando sonó el reloj.
—¡Caramba, es la hora de acudir al examen! —y se dispuso a recoger de otra habitación de la buhardilla su traje negro. Como sucede a menudo cuando se lleva prisa, hubo de perder un buen rato, pues la cerradura no funcionaba bien.
Cuando reapareció dio un grito de sorpresa. Al salir había dejado abiertas la puerta y la ventana que estaba junto a la mesa, y la corriente se había ido llevando las cuartillas del manuscrito. Se apresuró a poner la mano sobre las cuartillas, pero sólo quedaban ya sobre la mesa cosa de una docena. Las restantes bailaban por el patio y los tejados.
Vio que en ellos yacían aun algunos papeles que acaso hubiese podido salvar de no depender de los exámenes, pero considerando que ante todo debía ocuparse de lo suyo, por tratarse de su porvenir, cambió de traje y fue en busca de su profesor.
Comenzó el examen sin que el estudiante pudiese olvidar lo ocurrido con las cuartillas.
«¿Qué dirá ahora mi pobre compañero, que ha estado trabajando en ellas cinco años y no se halla con fuerzas para escribirlas de nuevo? No sé como darle esa triste noticia».
Era tanta su preocupación, estaba tan apesadumbrado, que no se enteraba de las preguntas del profesor ni sabía lo que se decía. El profesor quedó extrañado y no pudo por menos que suspenderlo.
Al pisar de nuevo la calle se sintió muy desdichado.
«Ahora voy a perder mi colocación y de ello tiene la culpa mi compañero. ¿Por qué diantre se le ocurriría venir con el manuscrito precisamente hoy? He aquí lo que tiene ser servicial».
Mientras esto pensaba dio con su compañero. No se atrevía a declararle la desaparición de las cuartillas, e intentó pasar por su lado sin dirigirle la palabra; pero como viera que el otro se hallaba a su vez inquieto por el concepto que hubiera podido merecerle el libro, le cogió por el brazo y le preguntó si había comenzado a leerlo.
—He estado de exámenes —contestó el interrogado, intentando continuar su camino; pero como el otro imaginara que su compañero esquivaba hablarle porque el libro no le había gustado, dijo a su amigo y compañero, un poco triste:
—Fíjate en lo que te digo: si el libro no sirve, no quiero volver a verlo. Léelo cuanto antes y dame tu opinión y, si es desfavorable, quémalo. —Y dicho esto alejóse de su compañero.
Al quedar éste solo quiso llamar al que partía, pero se contuvo. Fuese a casa y poniéndose en traje de diario se lanzó por calles, plazas, parques y patios en busca de las cuartillas perdidas, sin poder dar ni siquiera con una de ellas.
Después de dos horas de buscar en vano, sintió tanta hambre que hubo de marcharse a comer, y en el comedor donde solía hacerlo volvió a encontrar a su amigo. Este fue en seguida a preguntarle por el libro.
—Prometo buscarte ésta noche y hablarte de él —díjole para terminar cuanto antes.
El otro, demudado, pues seguía creyendo que el libro le había hecho mala impresión, le dijo:
—Ten presente que si no te gusta es preciso que lo quemes, —y se fue.
El estudiante que perdiera las cuartillas siguió buscándolas por la ciudad hasta bien obscurecido, y cuando dirigíase desalentado a su casa, se encontró con un par de camaradas que iban a la fiesta de la primavera.
—¿Dónde te has metido —le preguntaron— que no has estado con nosotros en la fiesta?
—¡Ah, maldito de mí sí me acordaba de ello!
Y mientras hablaba acertó a pasar junto a ellos una linda muchacha que siempre le había gustado. No le miró siquiera; pero se puso a hablar muy afablemente con otro estudiante y entonces nuestro protagonista recordó que había convenido en encontrarse con esa muchacha en la fiesta de la primavera y había faltado a la cita.
«¿Qué pensará —se decía— esa muchacha de mí?».
Quiso seguirla para darle explicaciones, cuando oyó a uno de sus compañeros que Stemberg, el muchacho escritor, había enfermado de repente aquella tarde.
—No es cosa grave —dijo el otro— es algo relacionado con el corazón: un ataque que puede reproducirse. El médico cree que algún disgusto ha de haberlo motivado, y que su curación podría alcanzarse con hacer desaparecer la causa.
Poco después nuestro estudiante se reunía con su compañero, el joven escritor, el cual se hallaba postrado en el lecho, pálido y desencajado.
—He venido a hablarte de tu libro; es una gran obra; no conozco otra mejor.
El escritor al oír esto, con un supremo esfuerzo se incorporó, y dijo con asombro a su compañero:
—Siendo así, ¿cómo has podido expresarte esta tarde del modo que lo has hecho?
—Es que me encontraba de malhumor porque me han suspendido en los exámenes. Por lo demás, no creía que dieras tanta importancia a mi opinión.
El enfermo fijó en él una mirada interrogativa.
—Esto lo dices porque sabes que he enfermado y quieres consolarme.
—No tal, tu obra es una gran obra; puedes creerlo.
—¿Entonces no la has destruido como te pedí?
—Ni que estuviera loco.
—Tráemela, pues, y te creeré.
Y diciendo esto reclinó la cabeza en la almohada con tal abatimiento, que nuestro estudiante temió que a su compañero le repitiera el ataque.
Acongojado, tomó las manos del enfermo entre las suyas y le relató el suceso de las cuartillas, lamentando el gran perjuicio que le proporcionaba.
—Eres demasiado bueno —contestaba el enfermo—. No me vengas con historias. Comprendo bien que hayas cumplido mis instrucciones, destruyendo mi manuscrito por carecer de valor, y que ahora no quieras confesarlo, ante el temor de que yo no pudiese soportar la noticia.
El estudiante insistía en que le decía la verdad y el enfermo en no creerle, a menos que le presentara el manuscrito; y viendo que éste empeoraba, nuestro estudiante se marchó por miedo a perjudicarle.
Cuando llegó a su casa estaba rendido; casi no podía sostenerse en pie. Tomó una taza de té y se fue a acostar, sin esperanzas de conciliar el sueño. Mucho había sufrido, pero esto no le atormentaba tanto como pensar que había causado la desgracia de otro.
A pesar de su estado de ánimo se durmió en seguida sin haber llegado a apagar la bujía que ardía sobre la mesa de noche.
FIESTA DE LA PRIMAVERA
Gracias a la corneja Bataki, el liliputiense Nils Holgersson se hallaba en Upsala. Cierta noche en que el pequeñuelo se hallaba contemplando los cielos, vio venir volando entre las nubes a la referida corneja, la cual entabló conversación con él, como si fueran los mejores amigos.
Díjole la corneja que tenía una deuda con él por no haberle dicho donde se hallaban los filones de la herencia que constituyeron la mejora de la hermana, y que venía ahora para revelarle, en compensación, otro secreto que le permitiría volver a ser hombre.
La corneja creyó que el chiquillo pronta mordería el anzuelo, en lo cual se equivocó de medio a medio, porque éste le contestó que no tenía interés en saberlo, ya que conocía muy bien que, después de viajar con el pato blanco hasta la Laponia y de regresar con él a la Escania, volvería a convertirse en hombre.
La corneja le dijo que era conveniente conocer algún otro medio para conseguir lo que deseaba, y asintiendo a ello el liliputiense, aquélla le invitó a montar sobre su espalda y a seguirle en su vuelo.
El chiquillo se halló un poco perplejo por no inspirarle la corneja una completa confianza, pero ésta le dijo:
—¿Acaso no te atreves a venir conmigo? —Y él, por mostrarse valiente, montó al punto.
Le llevó a Upsala y le colocó sobre un tejado diciéndole que mírase bien en derredor, y preguntándole quién podría dirigir aquella ciudad.
Era grande y hermosa y ocupaba el centro de una llanura muy bien cultivada. Tenía muy hermosos edificios y, en un pequeño montículo, un castillo con dos grandes torres.
—¿Vivirá aquí algún monarca con su corte?
—Así fue en la antigüedad —dijo la corneja— pero aquello ha concluido.
Se fijó en la iglesia, cuyas elevadas torres brillaban a la luz de la tarde, y dijo:
—¿Reside aquí algún obispo?
—Existieron, sí, arzobispos tan poderosos como los reyes y, aunque hoy sigue siendo sede arzobispal, no es ya el arzobispo quien manda.
—Entonces no sé quien pueda ser…
—Aquí manda la sabiduría, y todos esos grandes edificios que estás viendo han sido erigidos en honor de aquélla y de los hombre.
Y Bataki le mostró por las ventanas abiertas la gran biblioteca colmada de libros, la suntuosa universidad con sus hermosas aulas, el llamado Gustavianum, con su gran colección de animales disecados, su jardín botánico y su observatorio astronómico.
La corneja hizo observar a Nils Holgersson cuan hermoso era aprender a curar las enfermedades, saber lo que había sucedido en el mundo, hablar todos los idiomas, conocer la ruta del sol, la luna y las estrellas en los espacios celestes, distinguir el bien del mal y la verdad del error. Luego le hizo ver la fiesta anual de la primavera que celebraban los estudiantes.
Iban en procesión hacia el jardín botánico, donde debía verificarse la fiesta. Sus gorras blancas lucían como flores de igual color en la penumbra de la calle. Un blanco estandarte, recamado de oro, les servía de guía y ellos iban detrás, entonando cantos a la primavera. Era esto de un efecto tan sorprendente, que Nils Holgersson llegó a creer que no eran ellos los que cantaban, sino algo que sobre ellos vagaba; que no eran los estudiantes los que cantaban a la primavera, sino la primavera la que cantaba a los estudiantes. Nunca hubiese creído que la voz humana fuera capaz de producir sonidos que tuviesen tal encanto. Traían el recuerdo del susurro del viento en las copas de los árboles y el murmullo de las olas del mar.
Cuando los estudiantes entraron en el jardín, donde los verdes macizos servían de base al alumbrado, y los brotes de los árboles estaban a punto de abrirse, detuviéronse ante una tribuna, donde subió un joven muy apuesto para pronunciar un discurso.
Esta tribuna se alzaba junto al invernadero y en su techumbre colocó la corneja a Nils Holgersson para que pudiera oír mejor los discursos.
Después del primero hablaron otros varios oradores, y tras éstos ocupó la tribuna un caballero ya anciano, que dijo que la mayor felicidad de la vida consistía en ser joven y pasar en Upsala la juventud. Dijo también que entre camaradas de nobles sentimientos, lo denso se hacía ligero, lo triste se olvidaba fácilmente y las esperanzas se cimentaban.
Tras los discursos reprodujéronse los cantos y después de éstos pronunciáronse nuevos discursos. El pequeño nunca hasta entonces había podido imaginar que unas palabras engarzadas con otras pudieran tener la virtud de causar tanta alegría y tan estimulante entusiasmo.
No todos los que pululaban por el jardín eran estudiantes. Había también lindas jóvenes con trajes claros y sombreros propios de la temporada, y muchos hombres, que habían acudido deseosos de presenciar la fiesta estudiantil.
A veces había pausas entre los cantos y los discursos, y entonces diseminábanse la gente por el Botánico, hasta que un orador congregaba en torno suyo a los paseantes. Y así discurrió la fiesta hasta anochecer.
Entonces dijo la corneja a Pulgarcito:
—Voy a decirte ahora como podrás ser hombre de nuevo. Bastará con que encuentres a alguien que te diga que quisiera hallarse en tu lugar y hacer un viaje con los patos silvestres.
—No puedo creer que sea posible encontrar a alguien que se ofrezca a ocupar mi sitio —dijo el chicuelo como resumen de aquella conversación.
—No es tan imposible como crees —replicó la corneja. Y, tomándole sobre sus espaldas llevóle a la ciudad y detúvose en un tejado, frente a la ventana de una habitación iluminada por una lamparilla. La ventana estaba entreabierta y en ella estuvo un buen rato nuestro liliputiense pensando en la felicidad que aparentaba aquel estudiante que dormía allí.
LA PRUEBA
En esto despertóse el estudiante y cuál no sería su extrañeza al ver que la lamparilla que dejara encima de la mesita de noche, y que creyó apagar, continuaba ardiendo. Al incorporarse para apagarla, vio que en la mesa de escritorio, junto a la ventana, había algo que se movía.
La habitación era pequeña, y como de la cama a la mesa había poca distancia, podía ver el estudiante los libros, los papeles, los retratos, la lamparilla de alcohol y la bandeja de té, con sus adminículos. Lo más extraño era que con la misma claridad distinguía también un duendecillo que, inclinado sobre la mantequera, preparábase un trocito de pan con mantequilla.
Lo que le había acontecido el día anterior le había llevado a tal extremo, que no sintió miedo alguno, y hasta encontraba natural que el duendecillo hubiese entrado en su aposento a satisfacer el hambre que pudiese sentir. Se acostó de nuevo sin apagar la luz y como en estado de somnolencia continuó observando al liliputiense. Este se había sentado sobre una máquina de escribir y saboreaba tranquilo los residuos o migajas de la cena del estudiante, especialmente las cortezas de queso, que debían parecerle un manjar suculento por lo que se relamía al morderlas.
Mientras comió, no quiso el estudiante molestarlo. Una vez terminado, entabló con él la siguiente conversación:
—Oye, ¿tú quién eres?
El liliputiense, sobresaltado, corrió hacia la ventana. Al observar que el estudiante continuaba tranquilo en la cama sin tratar de perseguirlo, se detuvo para responder:
—Soy Nils Holgersson, de Vestra Vemmenhög. Una persona como tú, pero fui transformado en diminuto liliputiense, y desde entonces ruedo de un lado para otro con los patos silvestres.
Y empezó a preguntarle hasta saber todo lo que le había acontecido.
—Lo debes pasar muy bien —comentó el estudiante—. ¡Quién pudiera hallarse en tu lugar, libre de toda clase de preocupaciones!
La corneja Bataki, que había permanecido junto a la ventana, dio un picotazo sobre el cristal al oír esto. Nils comprendió muy bien lo que esto significaba y que no debía perder la ocasión.
—¡Oh! —exclamó el liliputiense—. Tu no querrás cambiarte por mí. El que sea estudiante no debe querer cambiarse por nada ni por nadie.
—Lo mismo pensaba yo ayer al levantarme, Si supieras las cosas que me han pasado luego, comprenderías que todo ha cambiado para mí y que lo mejor sería marcharme con los patos silvestres, Bataki volvió a golpear el cristal de la ventana y esperó con emoción que Nils pronunciara la palabra precisa para la transformación.
—Ya te he dicho todo sobre mí. Ahora dime lo que te ha pasado.
El estudiante, contento al ver que había alguien a quien interesaba lo que le había sucedido, refirióle sus motivos de angustia, diciéndole, finalmente, que a lo que no podía avenirse era a haber causado la desgracia de un compañero, por lo que prefería encontrarse en el lugar de su interlocutor y volar con los patos.
La corneja picoteó por tercera vez en la ventana y el chicuelo quedó quieto y silencioso largo rato, con la mirada extraviada.
—Espera un poco —le dijo al estudiante—. Pronto sabrás de mí.
Y a pasos lentos, como cuadra al que medita, cruzó por encima de la mesa y desapareció por la ventana. Cuando llegó al tejado, los primeros destellos solares de aquel amanecer envolvían la ciudad de Upsala con resplandores rosáceos.
—¿Qué te pasa? —le preguntó la corneja—. Ahora ya has perdido la oportunidad de convertirte en hombre.
—Poco me importa. No tengo interés en ocupar el sitio del estudiante, porque, a causa de las cuartillas que el viento se llevó, sólo me sobrevendrían disgustos.
—Si es por esto, no debes preocuparte —respondió Bataki—. Yo te las proporcionaré.
—Ya sé que puedes hacerlo, pero se trata de que lo quieras hacer.
La corneja, sin contestar, salió volando y poco después volvía con dos cuartillas. Y con la presteza de la golondrina cuando aporta materiales para su nido, voló otras veces y cuartilla tras cuartilla fue trayéndolas todas, hasta quedar completa la obra sobre la misma mesa del estudiante.
—Gracias —dijo Nils a la corneja—. Ahora hablaré al estudiante.
Este, a la vez que desayunaba, iba ordenando las cuartillas recuperadas.
—Eres un tonto —le dijo la corneja a Nils—. ¿De qué te servirá una nueva conversación con él, si ya tiene sus cuartillas? No esperes que te diga que quisiera hallarse en tu lugar.
Nils contemplaba al estudiante, que en mangas de camisa saltaba y corría alegremente por su pequeña habitación, y de repente exclamó dirigiéndose a la corneja:
—Comprendo que hayas querido ponerme a prueba. Creíste que yo hubiera podido dejar que el pato blanco hiciese solo su difícil camino, mientras yo, convertido en persona, disfrutaba la ventaja de pasarlo bien. Cuando el estudiante me refirió su historia, me di cuenta de lo bochornoso que resulta abandonar a un camarada en las horas de apuro, y esto no lo haré yo nunca.
Bataki rascóse el cuello con su pata, en actitud pensativa. Sintió cierto rubor por lo que había hecho y, tomando sobre si al liliputiense, lo llevó volando hasta donde estaban los patos Silvestres.