XX.
LA PREDICCIÓN
Viernes, 22 de abril
NILS DORMÍA UNA noche sobre un islote del lago de Takern cuando fue despertado por el golpe de los remos sobre el agua. Apenas hubo abierto los ojos vio una luz tan deslumbrante que le hizo parpadear. De momento no comprendió de dónde se reflejaba sobre el lago tan inmensa claridad, mas pronto vio una barquilla junto a los cañaverales. Detrás de la embarcación se veía una antorcha embreada, sujeta a un pico de hierro. La llama rojiza de la antorcha se reflejaba en las negras aguas del lago y este hermoso resplandor atraía, sin duda, a los peces, porque en torno de la embarcación movíanse y se agitaban multitud de rayitas negras.
Dos viejos estaban en la barquilla. Uno sentado, sosteniendo los remos, y el otro, de pie sobre el banco de atrás, tenía en la mano un arpón, con redes burdamente tejidas. El remero tenía el aspecto de un pobre pescador. Era pequeño, seco y de tez, curtida por el viento, y llevaba un traje delgado y raído por el uso. Echábase de ver que salía a pescar en todo tiempo y que no temía el frío. El otro, bien portado, y bien vestido, tenía el aire autoritario de un acomodado aldeano.
—Para —ordenó el aldeano, cuando llegaron junto al islote donde estaba durmiendo el muchacho con un movimiento rápido echó el arpón al agua. Cuando hubo pasado una gruesa anguila, dijo—: He aquí una que no es pequeña. Creo que ya hay bastante para esta noche y que podemos regresar.
Su compañero no movía los remos; miraba como encantado en torno de él:
—Qué bien se está esta noche en el lago! —dijo.
En verdad que era así. Todo estaba en calma; el agua se extendía inmóvil, a excepción de la estela que el bote dejaba al marchar; los resplandores de la antorcha la hacían relucir como un camino de oro, y en el cielo, de azulada obscuridad, brillaban las estrellas a millares. Las riberas desaparecían bajo la frondosidad de los cañaverales, exceptuando la parte oeste. En ese lado se elevaba la montaña de Omberg, sombría y alta, que, más imponente que durante el día, ocultaba en forma de triángulo una parte del cielo.
El otro volvió la cabeza para no quedar deslumbrado por la antorcha, y miró en torno de él.
—Sí, es un hermoso país —dijo al fin—; pero la belleza no es lo principal de nuestra Ostergötland.
—¿Qué otra cosa es mejor? —preguntó el remero.
—Ha sido siempre esta una provincia rica y estimada.
—Eso puede ser verdad —asintió el otro.
—Así es y así será siempre.
—¿Qué sabemos? —replicó el remero.
El aldeano se irguió, y apoyándose sobre el arpón, dijo:
—Sé una vieja historia que en nuestra familia se transmite de padres a hijos. Nosotros no se la contamos a cualquiera; pero a un viejo camarada como tú se le puede confiar.
—En Ulvâsa, aquí en Ostergötland —comenzó diciendo con un tono que revelaba haber oído de otros y saber de memoria—, vivía hace mucho tiempo una dama que tenía el don de leer el futuro y anunciar a la gente lo que les iba a acontecer, con la misma seguridad y certeza que si se tratase de hechos consumados. Era famosa en todas partes y de muy lejos venían a consultarla.
Un día la dama de Ulvâsa hilaba en su salón como se acostumbraba en otros tiempos; un aldeano entró y se sentó en un banco, junto a la puerta.
«Quisiera saber en qué estáis pensando, estimada señora», dijo después de un instante de silencio.
«Pienso en cosas bonitas y santas», respondió ella.
«¿Sería indiscreto preguntaros una cosa que me preocupa mucho?».
«Sin duda quieres saber si tu campo te dará mucho trigo… Has de saber que yo he recibido requerimientos del emperador, inquieto por la suerte de su corona, y del Papa, temeroso del porvenir de sus llaves».
«Ya sé que son cosas sobre las que es difícil responder, —contestó el aldeano—; pero no he de ocultaros que he oído decir que de aquí se sale siempre disgustado por lo que decís».
Al oír esto, la dama de Ulvâsa se mordió los labios y se afirmó aún más en su asiento:
«¡Ah! ¿Conque tú has oído decir eso? Muy bien; entonces pregúntame, a ver si no sé responder de una manera cierta y satisfactoria para que tú quedes contento».
El aldeano declaró que había venido con la esperanza de conocer el futuro de Ostergötland. Nada amaba en el mundo tanto como su provincia y se consideraría dichoso con oír una buena respuesta.
«Si no quieres saber otra cosa, respondió la prudente dama de Ulvâsa, creo que quedarás contento, porque yo puedo decirte ahora, sin temor a equivocarme, que Ostergötland poseerá siempre algo de lo que podrá enorgullecerse por encima de otras provincias».
«Es una buena respuesta, mi querida señora; dijo el aldeano, y quedaría completamente satisfecho si supiera, al menos, como ha de ser eso posible».
«¿Por qué no ha de ser posible?, contestó la dama de Ulvâsa. ¿No sabes que Ostergötland es ya una provincia célebre? ¿Crees tú que hay en Suecia otra que pueda envanecerse de poseer dos monasterios como los de Alvastra y Vreta y una catedral como la de Linköping?».
«Es verdad, afirmó el aldeano, pero yo soy viejo y sé que el espíritu de los hombres es tornadizo. Temo que llegue un tiempo en que no se nos conceda honor ni gloria por Alvastra, ni por Vreta, ni aun por nuestra misma catedral».
«Hay algo de verdad en lo que dices, confesó la dama de Ulvâsa; pero no tienes necesidad de poner en duda mi predicción. Voy a construir un nuevo monasterio en Vadstena, que será el más renombrado del norte. Nobles y plebeyos vendrán en peregrinación y todos alabarán esta provincia por poseer entre sus fronteras un lugar santo».
El aldeano se consideró feliz al conocer la buena nueva. Pero como todo es pasajero en este mundo, aspiraba a saber como se mantendría el renombre de la provincia si el monasterio de Vadstena caía en decadencia.
«Tú no eres fácil de contentar —respondió la dama de Ulvâsa—, pero yo puedo misteriosamente ver bastante lejos en la noche de los tiempos para asegurarte que antes de que el monasterio de Vadstena haya perdido su prestigio, se elevará un castillo en sus proximidades; este castillo, que será el más hermoso de la época, lo visitarán reyes y príncipes y constituirá un gran motivo de orgullo para la provincia poseer un tesoro semejante».
«Creo firmemente cuanto decís —repitió una vez más el aldeano—; pero yo soy viejo y sé de la vanidad de las cosas de este mundo. Y si llegara un día en que el castillo se desmoronara, ¿qué podría entonces atraer la mirada de los hombres sobre esta provincia?».
«Eres muy curioso —dijo la dama de Ulvâsa—; pero yo veo bastante lejos para descubrir una maravillosa animación en los bosques en torno de Fispâng. Veo construir grandes hornos y herrerías y creo que la provincia será muy considerada por su arte en trabajar el hierro».
El aldeano confesó que esto le satisfacía mucho. Pero aun no decayeran nunca los talleres de Fispâng ¿habría todavía algo más de que la provincia pudiera enorgullecerse?
«Es muy difícil que se te pueda satisfacer —dijo nuevamente la dama de Ulvâsa—; pero veo aún bastante lejos para decirte que vastas construcciones como castillos surgirán en las orillas de estos lagos, erigidas por grandes señores después de haber guerreado en el extranjero. Creo que estos castillos adornarán grandemente la provincia».
«Eso es hermoso y bueno; pero ¿y si llega un tiempo en que los castillos caen en ruinas?», objetó el aldeano.
«No siento la menor zozobra —dijo la dama de Ulvâsa—. Veo surgir fuentes de agua mineral en los prados de Medeví, no lejos de Vettern. Creo que estas fuentes reportarán a nuestra provincia toda la celebridad que puedas, desear».
«Bueno es saberlo; pero —prosiguió el aldeano con terca insistencia— ¿y si llega un tiempo en que las gentes busquen la curación de sus dolencias en otras aguas?».
«No te inquietes —respondió la dama—. Yo veo un hormiguero de hombres entre Mótala y Mem. Construyen un canal de comunicación a través del país y, cuando quede terminado, vendrán las alabanzas de todas partes».
El aldeano manifestaba siempre su aire intranquilo e incrédulo.
«Veo que las caídas de agua de Mótala hacen girar ruedas —continuó la dama de Ulvâsa, pintándose en sus mejillas dos grandes rosetas que denotaban que iba perdiendo la paciencia—. Oigo resonar los martillos en Mótala y oigo los telares de Norköping».
«Es una feliz nueva —dijo el aldeano—; pero pienso en que todo pasa y temo que eso llegue a olvidarse algún día».
La paciencia de la dama de Ulvâsa llegó a su término.
«Tú dices que todo pasa. Muy bien. Yo te revelaré algo que no cambiará. En este país habrá hasta el fin del mundo aldeanos tan testarudos y orgullosos como tú».
Entonces se levantó el aldeano radiante y satisfecho y le dio las gracias calurosamente.
«Al fin me voy contento», dijo.
«En verdad, no comprendo tu pensamiento», dijo la dama de Ulvâsa.
«Pues bien; pienso, mi estimada señora —explicó entonces el aldeano— en que todo lo que los reyes y las gentes de los monasterios y los señores y los hombres de las ciudades puedan fundar y construir, no durará más que algunos años; pero me habéis dicho que en Ostergötland habrá siempre aldeanos honrados y tenaces. Así es que ya sé que el país conservará siempre su antiguo honor. Sólo los que doblen su cuerpo en el constante trabajo de la tierra podrán mantener de siglo en siglo la prosperidad y la gloria de mi provincia».