XLIII.
VESTERBOTTEN Y LA LAPONIA
LOS CINCO EMISARIOS
UN DÍA EN QUE Nils hallábase sentado en los escalones de la cabaña de Bollnäs, oyó que Klement Larsson conversaba con un lapón acerca de las provincias del norte, con el que convino que la Laponia comprendía la mayor parte del territorio de Suecia, si bien la región lapona situada al sur del río Angerman era mejor que la del norte. Como no opinara así el lapón, entablóse una disputa, que dio por resultado que Larsson no había tenido ocasión de conocer el país, porque nunca había pasado de Härnösand. Se rió el lapón la ocurrencia de Larsson de discutir sobre cosas que no conocía, y para ilustrarle le refirió lo siguiente:
—Una vez los pájaros que habitaban el sur de Suecia cayeron en la cuenta de que no tenían suficiente sitio para sus esparcimientos y entonces pensaron en que tal vez encontraran en el norte alimentos, lugares donde anidar y parajes en que ocultarse, determinando enviar allá cinco pájaros encargados de tal misión, siendo elegidos por los del bosque un gallo silvestre; una alondra por los que habitaban en el llano; por los del mar, una gaviota; por los de los lagos, una foja o pájaro diablo, y un gorrión montano por los de las montañas. Ya elegidos, el gallo, que se consideraba con autoridad sobre los demás, propuso que cada cual marchara solo, a explorar lo que le correspondía, por cuanto de ir juntos tardarían mucho más tiempo en cumplir su cometido.
Comprendiéronlo así los demás pájaros y acordaron que el gallo reconociese las tierras del interior, que la alondra llegara hacia el este, y todavía más al este, donde la tierra penetra en el mar, la gaviota. La foja debía ir al oeste y el gorrión hasta los confines de la Laponia.
La primera en regresar fue la gaviota, y dijo:
—Allá es hermosa la tierra, la costa está sembrada de islas, de ensenadas y lugares angostos donde abunda el pescado, y tanto la costa como las islas están cubiertas de bosques. La mayor parte de las islas están sin habitar y en ellas podrán hacer sus nidos las gaviotas. La pesca y la navegación se practican en pequeña escala, y en ello no sufren perjuicio alguno las aves. Debemos ir allá cuanto antes.
La segunda en llegar fue la alondra, y dijo:
—No sé por qué pondera tanto la gaviota las islas y ensenadas. He atravesado los más hermosos prados y no he visto jamás tierra alguna con más ríos, que se deslizan tranquilos sobre el extenso llano. A lo largo de los ríos se levantan las casas de campo, alineadas como si se tratara de una calle y en su desembocadura se erigen bellas ciudades. Si los pájaros del sur quieren seguir mi consejo, deben trasladarse al norte inmediatamente.
Llegó después el gallo, que se expresó así:
—No entiendo lo que quieren decir, la gaviota con sus islas y ensenadas y la alondra con sus prados. Sólo sé que durante el viaje he visto espesos bosques de pinos y abetos y ríos que forman cascadas, y no he visto viviendas. Si los míos quieren seguir mi consejo, márchense acto seguido al norte.
Luego regresó la foja, y dijo:
—No comprendo lo que el gallo dice de los bosques, ni puedo comprender a la gaviota y a la alondra. Allá arriba apenas si hay tierras y sí sólo profundos lagos, al pie de montañas que se reflejan en ellos, y hermosas cascadas. Vi iglesias y poblaciones construidas alrededor de ellas, junto a ciertos lagos, y otros muchos en lugares desiertos. Si las aves de las lagunas quieren seguir mi consejo, trasládense al norte sin pérdida de tiempo.
Por último habló el gorrión, que había volado a lo largo de la frontera:
—No concibo lo que la foja dice de los lagos, ni lo que el gallo de las montañas, ni tampoco lo de la alondra y la gaviota. Sólo he visto una gran extensión de montañas; nada de prados y campos; nada de grandes bosques y sí sólo crestas rocosas, separadas por desfiladeros y valles. En cambio, he visto grandes extensiones de hielo y nieve, con riachuelos de agua tan blanca que más parecía leche, y arbustos, y monte abajo, ni un solo campesino, ni un solo corral para los animales. Sólo algunos lapones con sus renos y sus típicas cabañas. Si los pájaros montaraces quieren seguir mis consejos, deben ir allá seguidamente.
Cuando terminaron de hablar los cinco emisarios, promovióse tal escándalo entre ellos por negar unos lo que los otros afirmaban, que los demás pájaros tuvieron que imponerles silencio, diciendo:
—No discutáis; por lo que referís podemos apreciar lo que existe allá en el norte: extensas montañas, grandes lagos, bosques anchurosos, lagunas dilatadas, y, junto a la costa, centenares de islas e islotes; más de lo que podíamos esperar. No todos los países pueden vanagloriarse de tener dentro de sus límites terrenos tan variados.
LA POBLACIÓN ERRANTE
El águila había dicho a Nils que la ancha faja de costa que se extendía ante sus ojos era Vasterbotten, y que las crestas de las montañas que azuleaban muy lejos, al oeste, se encontraban en la Laponia.
El viaje a espaldas del águila era tan ligero que a veces le daba la impresión de estar inmóvil, sobre todo después que el viento norte que soplara por la mañana había cambiado de dirección. Por el contrarío, la tierra parecía retroceder hacia el sur. Los bosques, las casas, los prados, los cercados, las islas, los numerosos aserraderos de la costa, todo estaba en marcha. Hubiérase dicho que cansadas de la parte extrema del norte, se trasladaban hacia el sur.
Esta idea divertía a Nils. ¡Imaginad si este campo de trigo que parecía recién sembrado llegaba a la Escania, donde en esta época del año el centeno ha echado espigas!
¡Y aquel jardín que descubría en tal momento! Tenía hermosos árboles; pero no árboles frutales, ni nobles tilos, ni castaños; nada más que yerbales y álamos. Había bonitos zarzales, pero no saúcos ni cítisos; sólo cerezos y lilas. Había una huerta, pero no estaba labrada ni sembrada. Si semejante jardincito apareciera al lado del jardín de un gran dominio de Sudermania, daría la impresión de un desierto.
Lo que constituía la gloria del país eran los sombríos y caudalosos ríos rodeados de valles habitados, llenos de maderas flotantes, con sus serrerías, sus pueblos, sus desembocaduras rebosantes de embarcaciones. Si alguno de estos ríos apareciera al sur del Dal Elf, los ríos y los riachuelos de allá sé hundirían bajo tierra, de vergüenza.
¡Pues pensad lo que ocurriría si una llanura tan inmensa, tan fácil de cultivar y tan bien situada, apareciera ante los ojos de los campesinos del Esmaland! Se apresurarían a dejar el laboreo de sus pedazos de tierra infecunda y de sus campos, que son verdaderos pedregales.
Lo que este país poseía en abundancia era luz. En las marismas las grullas dormían de pie. La noche debía haber llegado ya; pero la claridad continuaba. El sol no descendía hacia el sur, sino que, al contrario, subía muy alto hacia el norte, y sus rayos herían ahora los ojos de Nils, quien aun no experimentaba la menor necesidad de dormir. ¡Pensad si esta luz, si este sol, iluminaran Vemmenhög! Esto haría la suerte de Holger Nilsson y de su mujer: ¡Un día de trabajo de veinticuatro horas!
EL SUEÑO
Nils levantó la cabeza y miró en torno suyo, cuando apenas si estaba despierto. Se había acostado en un lugar que no reconocía. Jamás había visto aquel valle ni las montañas que lo circundaban. No había visto tampoco aquel lago redondo que ocupaba el centro del valle ni había visto nunca álamos tan miserables, tan achaparrados como aquellos sobre los cuales aparecía tendido.
¿Y el águila? No se veía por ninguna parte. ¿Qué aventura era aquélla?
Nils se recostó y cerró los ojos; después trató de recordar lo que había ocurrido en el momento de dormirse.
Recordaba que Gorgo había cambiado de dirección y que el viento les daba de lado. Recordaba que el águila le llevaba en uno de sus vuelos poderosos.
—¡Ya entramos en la Laponia! —había dicho Gorgo de repente— y se sintió muy decepcionado al no ver más que marismas infinitas y bosques ininterrumpidos. La monotonía del paisaje había acabado por cansarle. Entonces dijo a Gorgo que no podía más, que tenía necesidad de dormir.
Gorgo bajó a tierra y Nils arrojóse sobre el musgo; pero el águila le recogió con sus garras y remontóse nuevamente.
—¡Duerme, Pulgarcito! —le había gritado—, el sol me tiene desvelado y quiero continuar el viaje.
Y, a despecho de su incómoda posición, durmióse, en efecto, y soñó.
Marchaba por un largo camino, al sur de Suecia, tan de prisa como se lo permitían sus piernecitas. No iba solo; a su lado marchaban tallos de centeno de largas espigas, acianos y crisantemos jóvenes; caminaban los manzanos, doblegándose bajo el peso de sus gruesas manzanas, seguidos de habichuelas trepadoras llenas de vainilla y de verdaderos montes de groselleros. Arboles soberbios, hayas, robles y tilos, avanzaban lentamente: ocupaban el centro del camino, no se apartaban ante nada ni ante nadie y hacían sonar fieramente su ramaje. Entre los pies de Nils corrían flores y frutas: fresales, anémonas, tréboles y miosotises. Mirando con más detención descubrió Nils que hombres y animales formaban también parte de aquel cortejo. Los insectos volaban entre las plantas; los peces nadaban en las lagunas del camino; los pájaros cantaban en los árboles en marcha; los animales domésticos y los silvestres rivalizaban en velocidad, y en medio de este hormiguero de bichos y de plantas, marchaban los hombres, algunos provistos de azadas y guadañas, otros de hachas, algunos de escopetas y los últimos con redes de pescar.
El cortejo avanzaba alegremente y Nils no se asombraba de nada desde que había visto que él iba a la cabeza. Aquello no era ni más ni menos que el sol. Andaba sobre el camino como una gran cabeza resplandeciente de alegría y bondad, con una cabellera formada de rayos multicolores.
—¡Adelante! —gritaba a cada momento—. Nadie debe sentirse inquieto mientras yo esté aquí. ¡Adelante! ¡Adelante!
—Yo me pregunto: ¿Adónde quiere llevarnos el sol? —murmuró Nils.
Un tallo de centeno que marchaba a su lado, le respondió al oír sus palabras:
—Quiere llevarnos a la Laponia para hacer la guerra al rey del frío y de la noche.
Nils percatóse al cabo de un momento de que algunos expedicionarios vacilaban, detenían el paso y se paraban al fin. Vio como quedaba atrás la soberbia haya; como suspendían su marcha el corzo y el trigo, así como las zarzas de la morera silvestre, los castaños y las perdices.
Sorprendido, miró Nils a su alrededor y descubrió entonces que no estaba en el mediodía de Suecia; la marcha había sido tan rápida que se encontraba ya en Esvealand.
En este momento comenzó el roble a sentir cierta zozobra. Se detenía, daba algunos pasos y se paraba definitivamente.
—¿Por qué no nos acompaña el roble hasta más lejos? —preguntó Nils.
—Tiene miedo al rey del frío y de la noche —respondióle un joven y dorado álamo, que avanzaba alegre y decidido.
Aunque se había rezagado mucha gente, no por esto disminuía la rapidez de la marcha. El sol rodaba siempre allá arriba, y repetía con una gran sonrisa alentadora:
—¡Adelante! ¡Adelante! Nadie debe mostrarse inquieto mientras yo esté aquí.
Pronto se encontraron en Norrland y el sol tuvo que apelar de nuevo a su sonrisa: el manzano se detuvo, el cerezo y la avena lo mismo. El muchacho se volvió hacia ellos:
—¿Por qué no venís? ¿Por qué traicionáis al sol?
—No nos atrevemos. Tememos al rey del frío y de la noche que permanece allá lejos, en la Laponia —respondieron.
Pronto conoció Nils que habían entrado en la Laponia. Las filas se habían dispersado extraordinariamente. El centeno, la cebada, el fresal, el mirto, el guisante y el grosellero permanecían fieles hasta allí. El ciervo y la vaca habían marchado juntos; pero todos se detenían ahora. Los hombres continuaron todavía un trecho del camino, pero la mayor parte habíanse detenido. El sol hubiera quedado casi solo si no se hubiesen unido otros compañeros al cortejo: zarzales de mimbre y una multitud de pequeñas plantas montañesas; después lapones y rengíferos, mochuelos blancos, lagópodos alpinos y lobos azules.
El muchacho oyó de golpe algo que marchaba delante con gran estruendo. Eran ríos y riachuelos que corrían bulliciosos.
—¿Por qué corren de una manera tan precipitada? —preguntó.
—Huyen ante el duende del Polo, que habita en las montañas —le explicó un lagópodo hembra.
De súbito vio Nils aparecer ante ellos una sombría pared, muy alta, con la cumbre almenada. A la vista de aquella fortaleza retrocedieron todos aterrorizados. Pero el sol volvió hacia el muro su cara radiante. Y se vio entonces que no era una fortaleza que les cerraba el camino, sino una montaña magníficamente bella, cuyos picos se elevaban unos tras otros, enrojecidos al sol, mientras que las pendientes eran de un azul pálido con reflejos de oro. El sol les exhortaba, rodando hacia la cumbre:
—¡Adelante! ¡Adelante! Mientras esté yo aquí no habrá peligro —les decía.
Pero durante la ascensión fue abandonado por el joven y atrevido álamo, el pino vigoroso y el abeto cabezudo. Después le abandonaron también el rengífero, el hombre de la Laponia y el mimbre. Por último, cuando llegaron a lo alto de la montaña, el único que acompañaba al sol era Nils Holgersson.
El sol rodó hacia una hondonada cuyas paredes estaban tapizadas de escarcha. Nils hubiera querido proseguir todavía, pero un espectáculo terrible le dejó clavado en el sitio. En el fondo de la hondonada estaba sentado el viejo duende del Polo. Su cuerpo era de hielo, sus cabellos de témpanos y su manto de nieve. A sus píes había tendidos tres lobos negros que se levantaron y abrieron sus fauces al aparecer el sol. De las fauces de uno de ellos se exhalaba un frío penetrante; de las del segundo un viento norte que se calaba hasta los huesos, y él tercero vomitaba por las suyas impenetrables tinieblas.
—Ese es el duende del Polo y su corte —pensó Nils—. Deseando saber como acabaría el encuentro del duende y el sol, Nils permaneció al borde de la caverna.
El duende no se movió. Su cara siniestra estaba fija en el sol. Este, igualmente inmóvil, no hacía más que sonreír y brillar. Así pasaron un gran rato. Después creyó ver Nils que el duende comenzaba a agitarse y a suspirar; primero dejó que se deslizara su manto de nieve, y los tres lobos terribles comenzaron a ulular con menos violencia; pero de repente el sol lanzó un grito:
—Mi tiempo ha terminado.
Y retrocedió fuera de la caverna. El duende soltó sus perros; el cierzo, el frío y las tinieblas se lanzaron en persecución del sol.
—¡Dadle caza! ¡Echadle de aquí! —gritaba el duende—. ¡Perseguidle para que no vuelva jamás! ¡Hacedle ver que la Laponia me pertenece!
Nils Holgersson sintió tal estremecimiento ante la idea de que el sol no volviera más a la Laponia, que se despertó dando un grito.
Cuando reaccionó de tan fuerte impresión, vio que se hallaba en el fondo de un valle de montañas. Pero ¿dónde estaba Gorgo?
Levantóse nuevamente y miró a su alrededor. Sus miradas descubrieron un curioso edificio de ramas de pino, construido en una grada de la montaña.
—Eso debe ser un nido de aves de rapiña, como los que Gorgo me ha descrito.
No acabó su pensamiento. Se quitó la gorra y la agitó al aire alegremente. Acababa de comprender adonde le había llevado Gorgo: era aquél el mismo paraje donde las águilas habitaban en lo alto de la montaña y los patos en el fondo del valle. ¡Había llegado! Dentro de algunos instantes volvería a ver al pato blanco, a Okka y a todos sus compañeros de viaje.
LA LLEGADA
Nils marchó lentamente en busca de sus amigos. Todo dormía en el valle. El sol no había salido aún y Nils pensó que era demasiado pronto para que los patos hubiesen despertado. Apenas dio unos pasos fijóse en algo muy bonito: era un pato silvestre que dormía en un nido abierto en tierra; a su lado estaba el pato blanco, que dormía igualmente, pero que se había colocado de tal manera que pudiera hacer frente en seguida al menor peligro.
Nils no les despertó y continuó explorando los montoncitos de mimbre que cubrían el suelo. Pronto descubrió una nueva pareja. No pertenecía a su banda; pero Nils no dejó de alegrarse por eso. Eran dos patos silvestres y esto le bastaba para estremecerse de placer.
Continuó observando lo que había por allí y bajo otro refugio de mimbres vio a Neljä que incubaba sus huevos; el pato que había a su lado no podía ser otro que Kolme; no era posible equivocarse. Nils tuvo la tentación de despertarles; pero se contuvo.
Más allá encontró a Viisi y Kiisi y un poco más lejos a Yksi y Kaksi. Los cuatro dormían.
—Pero ¿qué era aquello blanco que había allá? Nils sintió agitarse su corazón de alegría y corrió. En medio de un minúsculo nido de mimbre, Finduvet, pequeña y bonita, incubaba sus huevos y a su lado estaba el pato blanco que, aun sumido en profundo sueño, parecía muy orgulloso de guardar a su mujer en las montañas de la Laponia.
Nils resistió al deseo de sacarle de su sueño y continuó su caminata.
Pasó bastante tiempo antes de tropezar con otros patos. De pronto, sobre una ligera eminencia, distinguió algo semejante a un pequeño cerro gris. Llegado al pie del montículo reconoció a Okka que, muy despierta, contemplaba el valle como si fuera la encargada de su vigilancia.
—¡Buenos días, madre Okka! —gritó Nils—. ¡Qué alegría de encontrarte despierta! No llames a nadie y así podré hablar a solas contigo un momento.
La vieja pata guía corrió hacia Nils. Primeramente le cogió y le sacudió con sus alas; después le acarició con el pico de arriba a abajo y, por último, volvió a sacudirle otra vez, sin pronunciar una sola palabra, porque Nils le había pedido que no despertara a los demás.
Pulgarcito abrazó a la vieja pata y la besó en las mejillas. Tras esto comenzó a relatarle sus aventuras.
—¿Sabes a quién he encontrado cautiva? A Esmirra, la zorra de la oreja cortada. Aunque haya sido mala para nosotros, no he podido menos que compadecerla. Languidecía allá, privada de libertad. Yo tenía allí muchos amigos y un día supe por el perro lapón, que había venido un hombre al Skansen para comprar zorras. Era de una lejana isla del archipiélago de Estocolmo. En su isla habían sido exterminadas las zorras, y las ratas se multiplicaron de tal manera, que todos llegaron a lamentar la falta de las zorras. Al saber yo la nueva corrí a decir a Esmirra:
—Esmirra, mañana vendrá un hombre a comprar una pareja de zorras. Procura que se te lleve, porque así recobrarás tu libertad.
Como obedeció mi consejo, en este momento debe estar libre de nuevo y correr por la isla. ¿Qué dices a esto, madre Okka? ¿He procedido bien?
—Es lo mismo que hubiera hecho yo —contestó.
—Me satisface que apruebes mi conducta —continuó Nils—. Ahora quisiera pedirte otra cosa. Un día vi que llevaban al Skansen a Gorgo, el águila. Tenía un aspecto lastimoso y pensé en limar algunos alambres de su pajarera para facilitarle la fuga. Después reflexioné que era un ser peligroso, enemigo de los pájaros. Yo no sabía si tenía derecho a darle la libertad y creí que tal vez fuera mejor dejarle donde estaba. ¿Qué piensas de esto, madre Okka? ¿Verdad que no estaba en un error al razonar así?
—Si lo estabas —replicó Okka sin vacilar—. Dígase lo que se quiera, las águilas son unas aves valerosas y puesto que aman la libertad más que todos los otros animales, no se las debe tener cautivas. ¿Sabes lo que te propondría? Que apenas descanses un poco nos marchemos a aquella gran prisión de pájaros para que pongas a Gorgo en libertad.
—Esperaba de ti esas palabras, madre Okka —dijo el muchacho—. Se decía que tú no sentías ya ningún afecto por aquel que habías criado con tantos trabajos desde que comenzó a vivir como a ello están obligadas las águilas. Veo que se equivocan. Iré ahora a ver al pato blanco, si es que se ha despertado; y si durante este tiempo quieres dar las gracias al que me ha traído aquí, sube allá arriba, al nido de aves de rapiña, donde una vez encontraste a un pobre aguilucho abandonado.