VI.
LLUVIA

Miércoles, 30 de marzo

ERA EL PRIMER día de lluvia durante el viaje. Mientras los patos habían permanecido en los alrededores de Vombsjö había reinado un tiempo espléndido; pero comenzó a llover el día en que emprendieron el vuelo hacia el norte. El muchacho tuvo que estar algunas horas sobre las espaldas del pato, empapado por la lluvia y tiritando de frío.

Por la mañana, al partir, el cielo estaba claro y sereno. Los patos habíanse elevado mucho, sin precipitaciones y con orden perfecto, Okka a la cabeza, los otros en dos filas, formando triángulo. No habían perdido el tiempo gastando bromas a los animales de tierra, pero como eran incapaces de permanecer callados mucho rato, lanzaban constantemente, al ritmo de su batir de alas, su llamamiento:

—¿Dónde estás? ¡Aquí estoy! ¿Dónde estás? ¡Aquí estoy!

El viaje resultaba monótono. Cuando aparecieron las primeras nubes creyó Nils que aquello iba a ser muy distraído. Al caer el primer aguacero primaveral, los pequeños pájaros prorrumpieron en gritos de alegría en los bosquecillos y en los montes. En lo alto repercutían sus piídos, y Nils se estremecía al oírles.

—Ya llueve. La lluvia da la primavera, la primavera da las flores y las hojas verdes, las flores y las hojas verdes dan larvas e insectos, larvas e insectos nos alimentan, un alimento bueno y abundante es lo mejor que hay en el mundo —cantaban los pájaros.

Los patos silvestres también celebraban la lluvia, que fecundaría las plantas y desharía el hielo de los lagos. No pudiendo permanecer taciturnos, comenzaron a gastar bromas a cuantos veían por aquellos contornos. Cuando pasaron por encima de los campos de patatas, tan numerosos en la región de Kristianstad y que estaban todavía pelados y negros, gritaron:

«Brotad y sed útiles. Ya llega quien os hará brotar. No seáis ya más tiempo perezosas».

Viendo a los hombres que se apresuraban a guarecerse de la lluvia, les decían:

«¿Por qué corréis tanto? ¿No veis que llueven panes y pasteles, panes y pasteles?».

Una nube grande y espesa deslizábase hacia el norte con rapidez, siguiendo a los patos muy de cerca. Creían que eran ellos los que la arrastraban consigo. Y al descubrir muy vastos jardines, gritaron jubilosamente:

«Nosotros traemos anémonas, nosotros traemos rosas, nosotros traemos flores de almendro y de cerezo, nosotros traemos guisantes y habichuelas, rábanos y coles. ¡Tomad lo que queráis, tomad lo que queráis!».

Así hablaron al caer las primeras oleadas de lluvia, que alegraban a todos; pero como continuara lloviendo toda la tarde, acabaron por impacientarse y gritaron a los sedientos bosques de los alrededores del lago de Ivosjo:

«¿No tenéis ya bastante? ¿No tenéis ya bastante?».

El cielo adquiría a cada momento tintes más sombríos y el sol habíase ocultado de tal modo que nadie hubiera podido adivinar donde estaba. La lluvia era más copiosa, chocaba fuertemente contra las alas y atravesando las grasientas plumas exteriores, llegábales al cuerpo. La tierra desaparecía bajo la capa de lluvia. Lagos, montañas y bosques confundíanse en un caos informe; no se distinguían los puntos que iban señalando el camino. El vuelo hacíase más lento, los gritos alegres no se oían ya. Nils sentía más el frío; pero, con todo, conservó todo su valor mientras cabalgó a través de los aires. Cuando ya tarde aterrizaron bajo un pino achaparrado, en medio de una marisma, donde todo era húmedo y frío y donde veíanse algunos arbustos cubiertos de nieve y otros que surgían pelados de hojas de una charca con hielo medio disuelto, no había llegado todavía a descorazonarse. Nils corrió de aquí para allá en busca de bayas silvestres y helados arándanos. Mas sobrevino la noche y las sombras eran tan impenetrables que ni aún los ojos de Nils podían atravesarlas. El desierto adquirió un aspecto terrible y siniestro. Nils cubríase bajo el ala del pato; pero no le era posible dormir porque estaba mojado y tenía frío. Sentía tantos refregones y rozamientos, pasos misteriosos y voces amenazadoras que, poseído de un gran terror, no sabía donde refugiarse. Érale preciso ir adonde brillan el fuego y la luz para no morir de espanto.

—¡Si pudiese llegarme a cualquier casa sólo para pasar la noche! —pensaba—. ¡Sólo para sentarme un instante cerca del fuego y comer algo! Antes del amanecer podría estar de regreso, junto a los patos.

Desenvolvióse de su lecho de plumas y deslizóse a tierra. Nadie estaba despierto y con mucho sigilo y precaución atravesó la marisma. Ignoraba en absoluto si se encontraba en la Escania, en la Esmalandia o en Blekinge. Al salir de la marisma vislumbró a lo lejos un gran pueblo, hacia el que dirigió sus pasos. Había llegado a uno de esos pueblos que surgen en torno de una iglesia y que siendo tan frecuentes en la parte norte apenas si se encuentran en la parte sur.

Pronto encontró un camino por el que llegó a una calle bordeada de árboles y en la que las casas eran de madera, construidas con mucho gusto. La mayor parte tenían los patios y las fachadas adornados con estatuas y ventanas con cristales de color. Las paredes, de tonos claros, estaban pintadas al aceite, y las puertas, tanto las de la calle como las de los balcones, eran azules, verdes y rojas. Al atravesar las calles y contemplar las casas, oía Nils las conversaciones y las risas de los hombres reunidos en habitaciones muy calientes. No distinguía las palabras; pero pensó que era bueno oír voces humanas. «Me imagino lo que dirían si llamara a la puerta y les rogara que me dejasen entrar».

Esto es lo que tenía intención de hacer, si bien su terror a las tinieblas se había disipado al ver las ventanas iluminadas. Ahora experimentaba la misma timidez que sentía siempre que se hallaba en la vecindad de los hombres, y se contentó con pensar que haría bien en pasearse un poco por la ciudad antes de pedir cobijo en algún sitio.

Un momento después abrióse el balcón de una casa y un haz de luz amarilla atravesó las cortinas finas y ligeras. Una hermosa joven asomábase al punto:

«Ya llueve, pronto vendrá la primavera», dijo.

Al verla, experimentó Nils una angustia extraña; tenía ganas de llorar. Afligíale por primera vez, el haber sido eliminado de la sociedad de las personas.

Seguidamente pasó frente a un comercio. A la puerta había una sembradora mecánica roja. Detúvose a mirarla y saltando sobre el asiento del cochero, se sentó. Una vez instalado allí dio voces como las que suelen dar los arrieros e hizo ademán de empuñar las riendas. Pensó cuan divertido sería conducir una máquina tan hermosa entre un campo de trigo. Por un instante olvidóse de su condición presente, pero pronto lo recordó; entonces saltó bruscamente a tierra. Estaba cada vez más inquieto. ¿A cuántas cosas tenía que renunciar por vivir entre animales? Los hombres eran realmente asombrosos y hábiles.

Al pasar frente a la casa de correos pensó en los periódicos que cotidianamente traen noticias de todos los rincones del mundo. Vio la casa del farmacéutico, del médico y pensó que los hombres eran bastante fuertes para luchar contra la enfermedad y la muerte. Llegó a la iglesia y dijo que los hombres la habían construido para oír hablar de otro mundo, de Dios, de resurrección y de una vida eterna.

Cuanto más iba viendo más grande era su amor a los hombres, lo que les sucede siempre a los seres pequeños, los que no distinguen nada que esté más allá de sus narices. Lo que tienen más próximo es lo que desean con mayor ardor, sin reflexionar sobre lo que esto pudiera costarles en el porvenir. Nils no comprendió hasta este momento lo que había perdido al transformarse en duende, y apoderábase de él un miedo atroz ante el temor de no recobrar su primitiva condición. ¿Qué haría para convertirse nuevamente en hombre? Sentado en una gradería que escaló con esfuerzo, entregóse a profundas reflexiones mientras caían torrentes de lluvia. Y así pasó una hora, dos horas, tan pensativo que su frente acabó por arrugarse. Y lo peor era que no encontraba ninguna solución a su problema; las ideas le rodaban por la cabeza vacía. Cuanto más pensaba y más tiempo trascurría, más insoluble lo encontraba todo.

—Este asunto —se decía— es harto difícil para quien como yo, no ha estudiado nada ni sabe nada. Será cuestión de preguntar al cura, al médico, al maestro y a otras personas de estudio, para ver si entre todos encontramos un medio para que yo pueda volver a la condición de hombre.

Lo determinó así y, levantándose, se sacudió el agua como lo hubiera podido hacer cualquier perro al salir de un charco.

De repente vio aparecer un gran búho en lo alto de un árbol de la calle. Un mochuelo oculto bajo una canal, se agitó al gritar:

—¡Kivitt, Kivitt! Por fin, te vuelvo a ver búho. ¿Cómo lo has pasado por el extranjero?

—Muy bien, mochuelo, muy bien. ¿Ha sucedido algo de particular durante mí ausencia?

—En Blekinge nada búho; pero en la Escania ha sucedido que un niño ha sido metamorfoseado por un duende y le ha hecho tan pequeño como una ardilla. Después ha marchado a la Laponia con un pato doméstico.

—Es una cosa muy extraña; es una cosa muy extraña. ¿Y podrá transformarse en hombre alguna vez, mochuelo? ¿Podrá transformarse en hombre alguna vez?

—Esto es un secreto, búho; pero, no obstante, voy a revelártelo. El duende ha declarado que si el muchacho cuida del pato y lo conduce a casa sano y salvo y…

—¿Qué dices, mochuelo, qué dices?

—Ven conmigo hasta el campanario, búho, y te lo contaré todo. Tengo miedo que alguien nos oiga desde la calle.

Los pájaros de la noche volaron entonces. Nils tiró su gorra al aire: «Si yo cuido del pato y le llevo a casa sano y salvo, volveré a ser hombre. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Yo volveré a ser hombre!».

Gritó tanto que fue raro no se le oyera desde las casas próximas. Y corrió velozmente hacia la marisma donde reposaban los patos.