XXVIII.
LA FUNDICION

DURANTE EL DÍA que los patos silvestres atravesaron las montañas de Bergslagerna sopló un fuerte viento oeste, que llegó a tal extremo de violencia, que, cuando aquéllos trataron de dirigirse al norte, se sintieron arrastrados hacia el este.

Como Okka temía que la zorra anduviese por la parte este de aquellas tierras, resistíase a seguir tal dirección y obstinábase en orientar su vuelo hacia el norte. En su lucha contra el viento no pudieron los patos adelantar mucho, por lo que al caer la tarde estaban a poca distancia del lugar de partida.

Declinaba el sol, cuando el viento cesó de soplar, y los patos, abrumados de fatiga, creyeron que su vuelo haríase mas fácil y que podrían hacer un buen recorrido antes de que desapareciera por completo la luz solar. Mas de repente desencadenóse un irresistible huracán que arrastró a los patos, lanzándoles por los aires como si fuesen pompas de jabón. El chicuelo, que creíase seguro y que habíase aposentado tranquilamente sobre el lomo del pato predilecto, fue arrebatado por el viento y su cuerpecito, dado su poco peso, fue llevado a impulsos del viento, por lo que en vez de caer al suelo verticalmente, quedó largo rato a merced del aire que soplaba con furia, cayendo finalmente a tierra como si fuese débil hoja desprendida de un árbol.

Pulgarcito cayó de espaldas y, como tuvo la suerte de que el descenso fuese lento, no se hizo ningún daño. Repuesto del susto, levántose del suelo. Recogió su gorro y empezó a hacer señales con el mismo para llamar la atención de sus compañeros de viaje, Sin dejar de repetir a grito pelado:

—Estoy aquí. ¿Dónde estáis vosotros? Estoy aquí.

Como transcurriera el tiempo y Okka no apareciese, trató de consolarse haciéndose algunas reflexiones. Pensó que el viento debió llevarse los patos muy lejos y decidió ir en su busca apenas amainase.

Ya más tranquilo y sin abandonar esta idea, comenzó a mirar en derredor suyo, pudiendo observar entonces que no había caído en terreno llano, sino en lo más profundo de la hendidura de unas excavaciones que allí se practicaban, cubiertas en su mayor parte de pinos y arbustos, y que en uno de sus extremos presentaba un orificio que conducía al interior de la tierra.

Por lo que vio anteriormente pudo comprender que aquello era una mina, que debió estar en explotación años antes, y disponíase a trepar hacia lo alto para salir del hoyo en que había caído, cuando oyó un sordo bramido al par que le sujetaban por la espalda:

—Ya puedes decirme quién eres —le preguntaron.

Volvióse y en el primer momento de su asombro creyó ver ante él una piedra gris, pero pronto pudo observar que lo que tomo por una piedra era un ser viviente que tenía cuatro patas, unos ojos brillantes y una boca enorme. Pulgarcito recibió tal impresión que no pudo articular palabra. Era un oso.

Este parecía dispuesto a devorarlo, a engullirlo sin más averiguaciones. Sin embargo, al contemplarlo, cambió de opinión y acabó llamando a gritos a dos oseznos que tenía, diciéndoles:

—Venid, venid, que tengo algo bueno para vosotros.

No tardaron en aparecen, con paso incierto, los cachorritos, que tenían una piel suave como si fueran perritos, y dirigéndose a su madre, le preguntaron:

—¿Qué es lo que has encontrado para nosotros? Enséñanoslo.

—Ahí lo tenéis —contestó—. Y dándole una patada a Pulgarcito lo lanzó hacia sus hijos.

Uno de los cachorros le cogió con su boca por el pescuezo y se lo llevó corriendo, aunque sin apretar demasiado los dientes, porque quería divertirse con aquel monigote antes de matarlo. El otro cachorro, que no quería verse desposeído, corrió tras su hermanito para arrebatarle la presa, entablándose entre los dos una lucha que devolvió a Nils la libertad. Y mientras los oseznos luchaban, el pequeño comenzó a trepar entre los arbustos, buscando en ellos su salvación; pero los oseznos, que adivinaron sus intenciones, abalanzáronse hacia él, consiguiendo hacerle caer de nuevo en el fondo de la hendedura donde se hallaban. Por su actitud hiciéronle comprender al pequeño Nils como debe ser tratado un pobre ratón cuando cae en las garras de un gato.

Y los osos jugaron con el infeliz Nils como los gatos con los ratoncillos.

—Corre otra vez —le decían cuando tras correr mucho caía el pobrecito muerto de cansancio, sin poder moverse—. Como no corras más, te comemos.

—Ya podéis hacerlo —contestaba Nils—. No tengo fuerzas para continuar corriendo.

Ante esta respuesta y viendo que Nils apenas daba señales de vida, fueron a contárselo a su madre, diciéndole:

—Ya no quiere jugar más.

A lo que contestó la madre:

—Entonces os lo podéis comer, haciendo dos partes iguales.

Pero la orden de la madre no fue cumplida. Los cachorros se habían divertido tanto con el pequeño, que prefirieron guardarlo para el día siguiente, y para que no pudiese escapar lleváronselo con ellos para que durmiera junto a la madre y los dos pusiéronle una pata encima para que no se moviese.

Pronto quedaron todos dormidos. El cansancio y el agotamiento de Nils sobrepasaban lo angustioso de su situación. Pasó algún tiempo hasta que el rodar de unos pedruscos los despertó a todos, viendo entonces Nils con verdadero espanto que junto a ellos hallábase un gran oso, que muy irritado decía:

—Olor a carne humana siento por aquí.

—¿Cómo puedes suponer tal cosa? —contestó la madre.

—He andado buscando nuevo albergue para nosotros. El hombre parece que quiere quedarse solo en la tierra. Hasta ahora nos hemos alimentado de bayas y plantas, no hemos molestado a ganados ni a personas, y a pesar de ello, no se nos deja tranquilos en el bosque. En las abandonadas galerías de estas minas lo hemos pasado bastante bien durante muchos años —añadió el oso—, pero ahora que se han hecho en estas cercanías instalaciones tan ruidosas, la gente no nos deja vivir y en estos días estuve dando vueltas por la montaña de Garpenberg, en las que hay también buenos escondrijos y podríamos evitar el encuentro del hombre.

Apenas el oso hubo dicho esto, se levantó dando señales de inquietud, diciendo:

—Es extraño. Cuando hablo del hombre, percibo de nuevo el mismo olor de antes.

—Ve y busca por ti mismo, si no te fías de lo que yo digo —replicó la osa. El oso olfateo por todos los rincones.

La casualidad quiso que uno de los cachorros se moviese y colocase una de sus patitas sobre las narices de Nils, con lo que el chicuelo no pudo menos que estornudar.

Apenas lo hubo hecho, el oso fuera de sí, separó a los hijuelos del regazo de su madre y descubrió al pobre Nils antes de que este pudiese moverse. Y lo habría devorado si la osa no se hubiese interpuesto, gritando:

—No lo toques, es propiedad de nuestros hijitos. Han estado jugando con el toda la tarde y no lo han comido por guardarlo hasta mañana.

—No te mezcles en asuntos que no conoces —dijo el oso—. ¿No ves que esto es un hombre y si nos descuidamos nos hará alguna mala pasada?

Ya había abierto la boca para dar el primer bocado, cuando, recurriendo Nils a los fósforos de azufre que siempre llevaba consigo, encendió uno rapidísimamente, frotándolo contra el pantalón, y lo aproximó al oso.

Este, molestado por el olor y extrañado por aquella luz, retrocedió y lleno de curiosidad le preguntó al chicuelo:

—¿Tienes otras lucecitas como esa para poder encender?

—Tantas —dijo el chiquillo para amedrentar al oso— que con ellas podrías incendiar todo el bosque.

—Entonces —le replicó el oso— ¿podrías incendiar igualmente casas y fabricas?

—Eso sería para mi muy fácil —contestó con petulancia el chicuelo.

—Me alegro, porque entonces podrás hacerme un favor y me alegraré de no haberte comido.

Puestos de acuerdo, cogió el oso entre sus dientes con mucho cuidado al chicuelo y rápidamente lo llevó a una altura próxima, desde la que se dominaban las fábricas y fundiciones, y preguntó:

—¿Podrás incendiar unos talleres tan grandes como éstos?

—El hecho de que sean grandes o pequeños, oso, no tiene para mi importancia alguna —manifestó el pequeño Nils jactándose de su poderío.

—Óyeme, pues —dijo el oso—, hace años no había aquí más que un par de herrerías, que trabajaban sólo algunas horas al día. Hoy, sin embargo, se han hecho tan grandes estas fábricas, que se trabaja sin parar de noche y día y es ya tanta la gente que hay en ellas, que no nos es posible vivir aquí como no destruyamos esto.

Y cogiendo de nuevo con la boca al chiquillo lo llevó con sigilo hasta las tapias de las fábricas, que le enseñó, diciéndole:

—Si las haces arder, te perdono la vida; de lo contrario, acabo contigo.

El chiquillo comprendió que aquello no era fácil. La techumbre era de teja y pidió un poco de tiempo para pensar. Quería imaginar un medio para salir del atolladero; pero por más que pensaba nada se le ocurría.

El oso, que en un comienzo accedió a su petición; se inquietaba, exigiéndole una pronta resolución:

—¿Quieres o no quieres? —le preguntaba.

El chicuelo, pensativo, llevóse la mano a la frente. Estaba convencido de que no debía intentar nada que redundase en perjuicio del hierro, que tan buen auxiliar ha sido siempre del hombre, tanto rico como pobre. Y que proporcionaba el pan a muchísimos obreros de aquella comarca.

—No quiero —contestó Nils con decisión.

El oso se abalanzó sobre él, oprimiéndole entre sus patas.

—No conseguirás —continuó diciendo el muchacho— que yo destruya fábricas en las que se trabaja el hierro, que tan grandes beneficios proporciona a la humanidad.

—Entonces no habrá salvación para ti —le replicó el oso.

—Ni la espero —exclamó Nils, dirigiendo una mirada de rabia al oso que le sujetaba.

Tan entregados estaban ambos a su disputa, que ninguno de los dos advirtió la presencia de un hombre que se había aproximado al lugar donde estaban, hasta que el bruñido cañón de una escopeta brillo cerca de ellos. Al darse cuenta de la proximidad del arma salvadora, le gritó al oso:

—Huye; de lo contrario, morirás.

El oso salió escapado, pero no sin llevar entre sus dientes al chicuelo.

En ese instante sonaron dos disparos. Las balas pasaron rozando las orejas del oso, sin hacer blanco.

—Nunca he sido tan tonto como ahora —pensaba Nils mientras corría el oso—. Si no le hubiese dicho nada, el oso hubiera muerto y yo recobrado la libertad.

Tan acostumbrado estaba a hacer bien a los animales, que sin proponérselo había salvado al oso.

Cuando el fiero animal hubo recorrido un buen trecho a través del bosque, detuvo su marcha y dejó a Nils sobre el suelo con todo cuidado. Y le dijo:

—Muchas gracias, pequeñín. Esas balas me habrían alcanzado, Si no me hubieras advertido a tiempo.

Tras esto dijo unas palabras al oído del chicuelo y salió de estampida como si le persiguiese un grupo de cazadores o una jauría. Y Nils quedó completamente solo, sin poder darse cuenta de lo que le había sucedido.

Los patos Silvestres volaron toda aquella noche en busca de Nils, hasta que el cansancio los rindió, aterrizando profundamente entristecidos. Poco después estaban dormidos. Ninguno de los patos dejaba de creer que su compañero se había estrellado en la caída, por lo que temían no encontrarlo ya.

Así es que a la mañana siguiente, al despertarse con el amanecer, fue extraordinaria la alegría de la bandada de patos al ver que Nils dormía entre ellos.

Sentían tales ansias por saber lo que le había acontecido a Nils, que nadie pensó en levantar el vuelo para ir en busca de alimento. Y allí permanecieron todos hasta que Nils termino de referirles lo que le había sucedido con el oso.

—Y ya sabéis como he llegado hasta vosotros —terminó diciendo.

—No, no lo sabemos. Te equívocas. Nosotros no sabemos nada. Creíamos que te habías estrellado al caer.

—Oídme, pues, y os lo contaré. —Y tras una pausa añadió:

Al dejarme el oso, trepé a lo alto de un abeto y me dormí. A los primeros albores del día observé que se acercaba a mí un águila, que, cogiéndome entre sus garras, me llevó consigo. ¡Y entonces sí que creí llegado mi último momento! Pero no fue así, porque el águila no hizo más que traerme directamente, en rápido vuelo, hasta donde estábais y entre vosotros me dejó.

—¿Y no te dijo el águila quién era? —le preguntó Okka.

—No —contestó Nils—. Marchó tan ligera, que no me dio tiempo ni a darle las gracias.

Okka miró a sus compañeros como interrogándoles acerca de lo que pudiera pensarse del suceso; pero todos miraban hacia el cielo como si no les importase lo que acababan de oír.

—No debemos olvidar que todavía no hemos almorzado esta mañana —dijo Okka.

Y, abriendo sus alas, emprendieron los patos el vuelo.