XXIII.
EL BELLO PARQUE

Domingo, 24 de abril

AL DÍA SIGUIENTE dirigiéronse los patos silvestres hacia el norte, atravesando la Sudermania. El pequeño dirigía su mirada hacia tierra y contemplaba el paisaje pensando que éste no era igual a los que anteriormente había conocido. No había grandes llanuras como en la Escania y en la Ostergötlandia, ni tampoco existían grandes agrupaciones forestales como en Esmaland; no parecía sino que todo anduviese revuelto y mezclado, como si se hubiese tomado un gran lago, un gran río, un gran bosque y una gran montaña y, ya en pedazos, extendido sin orden ninguno sobre la superficie del suelo. No veía el muchacho por parte alguna otra cosa que pequeños valles, pequeñas lagunas, pequeños montes y pequeños bosques. Nada llegaba a desarrollarse allí. Tan pronto comenzaba a extenderse una llanura, venía un montículo que le cerraba el camino, y si el monte quería extenderse en cordillera, oponíase a ello el llano. Y lo mismo sucedía con las llanuras y los lagos.

Como quiera que los patos volaran tan cerca de la costa que el muchacho podía ver el mar, observó que tampoco este podía extender su superficie sin que le dividiesen una porción de pequeñas islas que, a su vez, tampoco podían desarrollarse, porque las oprimía el mar.

Había cambios constantes: el tupido bosque con el bosque claro; los sembrados con las praderas; las grandes casas señoriales con la cabaña humilde.

Allí no había gente que trabajasen los campos; pero, en cambio, las había en buen número a lo largo de los caminos y veredas. Las gentes salían de las pequeñas viviendas esparcidas sobre la ladera de la montaña, vestidas de negro, con un libro y un pañuelo en la mano.

«Hoy es domingo», pensaba para sí el chicuelo. Y dirigió sus miradas hacia las iglesias. Vio en un par de sitios cortejos nupciales que, seguidos de gran acompañamiento, iban en carruaje hacia la iglesia, mientras que en otro marchaba con paso lento un entierro. Vio también coches de grandes señores, así como modestos vehículos campesinos, e igualmente pequeñas embarcaciones en el mar, todos en marcha hacia la iglesia.

El chiquillo pasó sobre Björkviks, Bettna, Blacksta, Vadsbro, Sköldinge y Floda, y por todas partes oyó los repiques de las campanas. Sonaban de un modo hermoso allá en la altura; parecía que el aire no fuese más que vibraciones y sonidos.

—En todo caso puedo asegurar —decía el chiquillo— que a cualquier parte de esta tierra que me dirija, he de oír siempre el toque de las campanas.

Y estaba seguro de que no podría extraviarse, porque el sonido de las campanas había de guiar siempre sus pasos.

Habíase adentrado bastante en Sörmland, cuando pudo observar un punto negro que se movía por debajo de ellos. Pensó primero si sería algún perro; pero al ver que saltaba atravesando zanjas, brincando por encima de los arbustos, sin que nada fuese un obstáculo a su paso, cayó en la cuenta de que podría ser la zorra, y los patos hiciéronse entonces el propósito de alejarse de ella desviando el vuelo, aumentando su velocidad hasta perderla de vista.

Al anochecer de aquel día volaron hacia los terrenos de Sörmland y sitio llamado Stora Djulö. Allí estaba la gran casa blanca con su parque de álamos detrás del edificio y delante un lago de forma irregular y accidentadas riberas. Aquello presentaba un aspecto de cosa antigua y atrayente, por lo que al cruzar por encima suspiró el chicuelo, diciendo:

—¡Qué bien me encontraría yo en un sitio así para descansar después de la caminata del día, en vez de ir a parar sobre una húmeda piedra o un frío pedazo de hielo! Pero no había que pensar en ello.

Los patos aterrizaron a bastante distancia de la parte norte del lindero del bosque, que se hallaba tan inundado, que sólo algunos terruños asomaban de trecho en trecho sobresaliendo de las aguas. No tenía duda de que la noche que le esperaba era la peor de todas las que había pasado durante el viaje.

Permaneció un buen rato sobre las espaldas del pato sin saber como arreglárselas; pero saltando por fin a tierra, empezó a brincar de terruño en terruño, rápidamente, con dirección a la vieja casona.

Aconteció que justamente aquella noche algunos hombres hallábanse sentados en torno del fuego, en una cabaña perteneciente a Stora Djulö, hablando acerca del sermón, de los trabajos del campo durante la primavera y del tiempo. Y conforme el tema de la conversación se fue agotando pidieron a una vieja, que era madre del dueño de la cabaña, que les relatara alguna historia de duendes.

Ya es sabido que en ningún sitio de Suecia hay tantos dominios señoriales ni se refieren tantas historias de duendes como en Sörmlandia.

La vieja, en su juventud, había servido a grandes señores y conocía tantas cosas extraordinarias, que podía pasar día y noche contando historias. Explicábase de un modo tan claro y firme que cuantos la oían sentíanse inclinados a dar por cierto cuanto refería.

Después de haber hecho varios relatos, preguntáronle si Stora Djulö no tenía también su leyenda, y como contestase afirmativamente, quisieron todos saber lo que se decía de aquel dominio.

Y la vieja comenzó diciendo que hubo un tiempo en que existía un castillo con un bello parque sobre un montículo, en cuyo sitio sólo veíase hoy el bosque.

Y sucedió que un señor, que se llamaba Carlos y que en su tiempo dominaba toda la Sörmlandia, había llegado de viaje al castillo. Después de bien comer y beber marchó a dar un paseo por el parque, donde permaneció largo rato contemplando el hermoso paisaje que desde allí se divisaba. Pero cuando más tranquilo se hallaba en la contemplación del mismo, pensando en que no había tierra más hermosa que aquélla, se percató de que alguien suspiraba a sus espaldas. Volvióse y pudo ver que un viejo jornalero hallábase trabajando la tierra.

—¿Eres tú el que suspira de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te obliga a suspirar?

—¿No te parece que tengo motivo para ello cuando día tras día véome obligado a trabajar la tierra? —contestó el interpelado.

Pero el caballero Carlos, que era brusco de temperamento y no gustaba de oír lamentos, le dijo:

—¿No tienes ninguna otra cosa de qué quejarte? Yo te puedo decir que me daría por muy satisfecho si pudiese siempre venir a cavar esta nuestra tierra de Sörmlandia.

—Dios quiera que suceda como deseáis —contestó el jornalero.

Pero contaban las gentes que el caballero Carlos, solamente por estas palabras no tuvo sosiego en su sepultura después de muerto y que todas las noches acostumbraba a ir a Stora Djulö para trabajar la tierra de su parque.

Bien es verdad que ahora no hay allí castillo ni parque. Donde estuvieron éstos sólo existe un bosque; pero si alguien quisiera atravesarlo durante la noche obscura, pudiera muy bien darse el caso de que llegara a ver el parque.

Aquí suspendió la vieja su relato y miró en dirección a un obscuro rincón, diciendo:

—¿No hay ahí algo que se mueve?

—No, madre —contestó la nuera—. Prosiga su relato; no es nada. Ayer vi que los ratones hicieron un agujero; pero como tuve tantas otras cosas de que ocuparme, no hubo tiempo de taparlo. Díganos si ha visto alguien el tal parque alguna vez.

—Sí —contestó la vieja—. Mi mismo padre lo vio en cierta ocasión. Atravesaba el bosque una noche de verano, cuando de modo inesperado hallóse frente a una tapia, por encima de la que sobresalían los árboles más raros, tan cargados de frutas y flores, que sus ramas se inclinaban sobre el muro. El padre continuó con gran cuidado su marcha, pensando como había podido surgir aquel parque. Abrióse entonces rápidamente un portón y apareció el jardinero, que le preguntó si quería ver el parque. Tenía el jardinero su legón en la mano y cubríase de una blusa como las que usan los jardineros. Disponíase el padre a seguirlo cuando se fijó en su cara, viendo con asombro que aquella cara era la misma, con su misma frente invadida por los cabellos y la misma barba, que había visto en los retratos del caballero Carlos que existían en todas las casas señoriales que poseyera.

Nuevamente suspendió la vieja el relato. Una chispa había saltado de la chimenea iluminando la estancia por un momento, y entonces creyó ver junto al agujero de los ratones, algo minúsculo que se movía y que se apresuró a desaparecer.

—Continúe, madre —dijo la nuera.

Pero la vieja no quiso.

—Ya hay bastante por hoy.

Dijo esto con una voz tan extraña que, si bien los presentes querían continuar oyendo el relato, fue entonces la misma nuera la que se opuso, porque la veía palidecer y porque veía también como temblaban sus manos.

—No, madre, ya hay bastante por esta noche; debes estar cansada y te conviene dormir.

Un rato después, volvía el pequeño Nils al bosque donde se hallaban los patos. Daba mordiscos a una zanahoria que había encontrado y que saboreaba como una espléndida cena, después de haber pasado algunas horas en el templado ambiente de la cabaña.

«¡Si yo pudiese hallar ahora donde pasar la noche!», pensó para sí.

Entonces se le ocurrió que quizá fuese lo mejor buscar refugio en las tupidas ramas de un abeto que se hallaba junto al camino. Trepó hacia lo alto, unió dos ramas y allí dispuso su cama para dormir. Durante un rato permaneció despierto, reflexionando sobre lo que había oído respecto al caballero Carlos, durmiéndose después. Y hubiese dormido tranquilamente hasta bien entrada la mañana, si a poco no le despertara el ruido de una verja que se abría a sus pies.

Se incorporó al momento, restregóse los ojos y miró en derredor. Junto a él vio una gran tapia, por encima de la cual sobresalían unos árboles tan cargados de frutas y flores, que sus ramas se inclinaban a su peso.

Aquello parecióle muy raro, porque recordaba que al llegar no vio allí ninguna clase de árboles frutales; pero pronto cayó en la cuenta, por los recuerdos que acudían a su memoria de lo que debía ser aquel huerto. Lo más extraño fue que, en vez de sentir miedo, experimentaba un vivísimo deseo de entrar en él.

Allá, en las altas ramas del abeto en que se había refugiado, era grande la obscuridad y se sentía frío; pero en el huerto había luz y parecíale ver brillar las flores y los frutos bajo los vivos reflejos solares. ¡Qué bien, disfrutar de este calor veraniego cuando tanto tiempo había sentido el frío y sufrido las inclemencias del tiempo!

Para llegar hasta el parque no había obstáculo alguno. El portón del muro estaba al pie del mismo árbol y un viejo jardinero acababa de abrir, asomándose como si esperara a alguien. En un breve instante bajó del árbol y gorro en mano, saludó al jardinero, preguntándole si podría ver el parque.

—Sí, señor —contestó el jardinero con voz algo bronca—. Puede usted pasar.

Cerró luego el portón con llave y guardó ésta en su cinturón mientras le contemplaba el muchacho.

El jardinero internóse en el parque a largos pasos y esto obligó al muchacho a correr para seguirle.

Conforme iban llegando a unas y otras veredas del jardín, que era en verdad maravilloso, el bueno del jardinero iba dando explicaciones al muchacho, diciéndole:

—Este jardín se llama Sörmlandía.

Y tan contento se hallaba el chicuelo, que de buena gana hubiérase quedado en cuantos sitios visitaba.

Llegaron a un sitio denominado el palacio de Eriksberg, preguntándole el jardinero si quería penetrar en él, sin dejar de advertirle que de hacerlo debía llevar cuidado con la mujer del casero.

Contemplaba atónito el muchacho las riquezas que en cuadros, tapices, libros y otros ornatos ostentaba aquel castillo, cuando oyó la voz del jardinero invitándole a salir, lo que se apresuró a hacer sin ver más que una mitad del castillo.

—¿Cómo te ha ido? —preguntóle el jardinero—. ¿Has visto a la mujer del casero?

—No he visto a ningún ser viviente —contestó el pequeño.

La contrariedad reflejóse en el semblante del jardinero, que dijo:

—La mujer del casero encontró descanso y yo no.

La misma escena se repitió en otro edificio donde el jardinero le encargó que buscara a la dama blanca, a la que tampoco pudo encontrar, lo que motivó que fuese en aumento la contrariedad del jardinero, exclamando como antes.

—La dama blanca encontró descanso y yo no.

Llegaron también ante una iglesia y penetró en ella, no sin haberle encargado el jardinero que tratase de ver al obispo Rogge. Tampoco le encontró y el jardinero dijo:

—El obispo Rogge descansa y yo no.

Y llegaron a un bello islote y le dijo:

—Entra en él si te place; pero lleva cuidado de no encontrarte con el rey Erik.

Y Nils tampoco vio al rey Erik. Y el jardinero dijo:

—El rey Erik encontró descanso y yo no.

Y así fueron pasando por unos y otros, sitios, hasta que advirtió el muchacho que se iban acercando hacia el sitio de salida.

Quiso darle el muchacho las gracias al jardinero cuando se hallaban junto a la puerta; pero el jardinero no sé cuidó de oírle; pedíale sólo que le sostuviera el legón mientras él abría la puerta; pero el muchacho, llevado del deseo de no molestarle, le dijo que no era necesario, pues era tan pequeño que podía pasar cómodamente entre los barrotes sin necesidad de que la puerta se abriese. Y así lo hizo.

Esto llevó al jardinero a la mayor desesperación, que se tradujo en un violento pataleo y fuertes sacudidas, cogido a los hierros de la puerta.

—¿Qué es eso, qué es eso? ¿Por qué os disgustáis tanto? —preguntó el chiquito—. Yo sólo quise evitaros molestias.

—¿No crees que tengo motivos para ello? —replicó el viejo jardinero—. Si tú hubieses tomado el legón, hubieras quedado aquí guardando el parque y yo me vería libre del encantamiento. Ahora ya no sé cuánto tiempo más tendré que permanecer aquí.

—No tenéis por qué disgustaros por ello, caballero Carlos de Sodermarlandia —contestóle— porque no habrá nadie que venga a cuidar de vuestro parque como vos lo hacéis.

Apenas hubo concluido Nils de expresarse así, quedó como silencioso y quieto el jardinero, y poco a poco se fue desvaneciendo el parque hasta desaparecer con sus flores, sus frutos y su luz, cual si hubiese sido una neblina, quedando todo sumido en la más completa obscuridad.