XXII.
LA LEYENDA DE KARR Y PELO GRIS

EL KOLMARDEN

AL NORTE DEL golfo de Braviken, en la frontera de Ostrogocia y de Sudermania, se yergue una montaña de varias millas de anchura. De elevarse en la misma proporción, sería una de las montañas más imponentes que pudieran verse; pero no es así.

Vese allí un edificio comenzado a base de tan vasta extensión, que el constructor no hubiera podido acabarlo jamás: se ven fundamentos sólidos y fuertes bóvedas, pero no paredes ni tejados; esta construcción sólo se eleva algunos metros del suelo. Nada daría una idea mejor de esta montaña fronteriza; diríase que era aquello el fundamento de una montaña antes que una montaña acabada. Surge de la llanura en forma de pendientes escarpadas; por todas partes se acumulan grandes masas rocosas, que parecen destinadas a soportar salones inmensos. Todo es fuerte y de grandiosas proporciones, pero falto de altura. El constructor se ha cansado y ha abandonado su trabajo antes de edificar esas largas pendientes, esas puntas y crestas que forman las murallas y las cumbres de las montañas ordinariamente.

En compensación, esta gran montaña está revestida de árboles gigantes. En todo tiempo han crecido los robles y los tilos en los vallecitos que allí existen; los álamos y los alisos a orillas de los lagos, los pinos en las escarpaduras y los abetos allí donde hubiera un poco de tierra vegetal.

Todos estos árboles forman el gran bosque de Kolmarden, en otro tiempo tan temido, que quien tuviera necesidad de atravesarlo recomendábase a Dios y se preparaba para su última hora.

Era una magnífica guarida para los anímales silvestres y los pilluelos que saben trepar, arrastrarse y deslizarse a través de la maleza. Para la gente seria ofrecía pocos atractivos. Era sombrío y siniestro, inexplorado y engañador, espinoso e inextricable, y abundaba en árboles centenarios, que semejaban trojes con sus troncos musgosos y sus ramas cubiertas de largas rebabas de líquenes…

Los hombres lanzaban miradas sombrías sobre el bosque que, con su vegetación desbordante, parecía burlarse de su pobreza y debilidad; no obstante, acabaron por creer en la posibilidad de sacar de allí algún provecho.

Pusiéronse a explotarlo, a extraer maderas, tablas y vigas, que vendían a los habitantes de la llanura que, por su parte, habían abatido ya sus árboles. Y descubrieron que el bosque podía darles el alimento lo mismo que los campos. De este modo acabaron por mirarlo de otro modo, aprendiendo a cuidarlo y amarlo y llegando a olvidar por completo su vieja hostilidad, al comprender que tenían que considerar al bosque como su mejor amigo.

KARR

Unos doce años antes de que Nils Holgersson emprendiera su viaje, ocurrió que un propietario de Kolmarden pensó en deshacerse de uno de sus perros de caza. Envió a buscar a uno de sus guardas y le dijo que no podía tener aquel perro, porque no hacía nada más que cazar a los corderos y gallinas; por lo tanto, debía llevarlo al bosque y pegarle un tiro.

El guarda ató el perro y se lo llevó al lugar en que era costumbre matar y enterrar a los perros inútiles. A pesar de que no se trataba de un hombre perverso, el guarda experimentaba cierto placer ante la proximidad de deshacerse de aquel perro, porque sabía que el animal, además de dar caza a los corderos y las gallinas, se escapaba al bosque para atrapar alguna liebre o gallo silvestre.

El perro, pequeño y negro, tenía el pecho y las patas delanteras amarillas. Se llamaba Karr y era tan inteligente, que comprendía todo lo que decían los hombres. Cuando el guarda le conducía a través el bosque, dióse cuenta del final que le esperaba, pero no dio a entender nada. No doblaba la cabeza ni se le metía el rabo entre las piernas; mostraba la misma resolución de siempre. ¿No atravesaba el bosque donde había sido el terror de los pequeños animales que lo habitaban?

«¡Qué alegría sentirían muchos de los que están entre esa maleza, si supieran la que me espera!», se decía.

Y se puso a menear el rabo y a dar ladridos de contento para que no se sospechara nada.

Pero de pronto, cambió su estado de ánimo: extendió el cuello y levantó la cabeza como para aullar. Y en vez de ir al paso del guarda, fuése quedando atrás; echábase de ver que le dominaba una idea desagradable.

El verano apenas si había apuntado. Los ciervos acababan de dar al mundo sus pequeños y la víspera por la noche había conseguido Karr arrebatar a su madre un cervatillo que no tendría más allá de cinco días y que arrastró hacia una marisma. Allí le había perseguido de otero en otero, no para darle caza, sino simplemente, por el placer de ver el terror que le infundía. La madre, que sabía que en esta época del año, poco tiempo después del deshielo, no tiene fondo la marisma y, por lo tanto, apenas si puede sostener un gran animal como ella, permaneció cuanto le fue posible sobre la tierra firme; pero como su pequeño se alejaba más y más, se lanzó de golpe en la marisma y poniendo en fuga al perro recogió a su hijo y volvió hacia la orilla. Los ciervos son más hábiles que los otros animales para avanzar a través de las marismas y evitar el hundirse en el fango; los dos animales no revelaban temor por hallarse aún distantes de la tierra; pero, llegados cerca de la orilla, se hundió un otero sobre el cual acababa de poner el pie la cierva madre, y ésta se hundió también en el limo. Fue en vano todo su esfuerzo, pues se hundía más y más. Karr miraba lo que estaba sucediendo sin atreverse a respirar; viendo que la cierva no aparecía se alejó de allí lo más aprisa que pudo. No ignoraba que le esperaba una paliza terrible si se llegaba a descubrir que había sido la causa de la muerte de una cierva. Y le entró tal miedo, que sólo dejó de correr al llegar a su casa.

Tal es la aventura cuyo recuerdo acababa de asaltar a Karr; ninguna de sus antiguas hazañas le había afligido de tal manera. Sin querer causar el menor mal a la cierva ni a su pequeño, habíales causado la muerte.

«Tal vez no hayan muerto —pensó al cabo—. Puede que se hayan salvado».

Sintió un deseo violento de saberlo. El guarda no sujetaba el lazo muy fuerte; Karr dio un salto brusco y escapó, corriendo libremente a través de la marisma; estaba ya lejos cuando el guarda se repuso de su sorpresa. Corrió tras él y logró alcanzarle en la marisma, de píe sobre un otero, a algunos metros de la tierra firme, aullando con todas sus fuerzas. Deseoso de saber lo que ocurría, avanzó arrastrándose sobre el hielo a cuatro patas. No tardó en descubrir una cierva ahogada en el limo. Junto a ella estaba su pequeñuelo, aun con vida, pero agotado, sin fuerzas para seguir lanzando su gemido. Karr se acercó al cervatillo y tan pronto lanzaba un aullido en demanda de socorro como le lamía.

El guarda llevó a tierra al pobrecito animal. El perro estaba loco de contento. Saltaba en torno del guarda, dando ladridos y lamiéndole las manos.

El guarda llevóse el cervatillo y lo encerró en su establo. Inmediatamente requirió el auxilio de otros hombres para sacar a la cierva grande de la marisma; pasó bastante tiempo sin acordarse de que tenía que dar un tiro a Karr. Por fin llamó al perro y se lo llevó nuevamente al bosque Una vez en camino debió cambiar de propósito, porque desandando lo andado se encaminó hacia el castillo.

Karr le había seguido tranquilamente; pero viendo que le conducían de nuevo a casa de su amo, se alarmó. Sin duda había comprendido el guarda que él, Karr, era la causa de la muerte de la cierva, y ahora le aplicarían una buena porción de azotes antes de matarle.

Ser azotado parecíale a Karr la peor de las cosas. Le faltó el valor; llevaba la cabeza colgando y parecía no reconocer a nadie.

El amo estaba sobre la escalinata. Karr se encogió cuanto pudo y se ocultó tras las piernas del guarda, cuando éste comenzó a hablar de los ciervos. Pero el guarda no relató la historia de la manera que temía el perro. Hizo el elogio de Karr. Este había sabido que los ciervos estaban en peligro y había querido salvarlos.

—Que el señor me perdone —acabó diciendo—; pero yo no puedo matar este perro.

Karr levantó las orejas. ¿Habría oído bien? Aunque no hubiera querido revelar su inquietud, no pudo retener un débil ladrido lastimero. ¿Era posible que el simple hecho de haber querido salvar los ciervos le valiera el salvar la vida?

El dueño contestó que no podía menos que reconocer que Karr se había portado bien; pero como estaba decidido a no tenerlo un día más, pensó un poco acerca del partido que debía tomar.

—Si tú te encargas de él y me garantizas que no volverá a cometer ninguna fechoría, te dejaré con vida —dijo al fin.

El guarda aceptó, y he aquí por qué Karr fue a habitar la casa forestal.

LA HUIDA DE PELO GRIS

Desde entonces dejó Karr de cazar furtivamente, no por miedo, sino por no disgustar al guarda que le había salvado la vida y al que le había tomado un gran cariño. Seguíale por todas partes y cuando el guarda cumplía su misión, precedíale para vigilar el camino; cuando se hallaba descansando en su casa, Karr permanecía tendido a la puerta, inspeccionando a todos los que iban y venían.

Cuando todo estaba en calma y ningún paso resonaba en la carretera, cuando el guarda cuidaba sus plantas y sus legumbres, Karr íbase a jugar con el cervatillo.

En un principio, Karr no había tenido el menor deseo de ocuparse de él, pero como seguía a su dueño por todas partes, acompañábale también al establo en las horas en que correspondía dar la leche al pequeñuelo. Karr sentábase delante del abrevadero y se entretenía viendo beber al cervatillo. El guarda había bautizado a éste con el nombre de Pelo Gris, porque no creía que el cervatillo mereciera un nombre más bonito. Karr era en absoluto de la misma opinión. Siempre que le veía pensaba que nunca había visto nada feo ni peor hecho. El cervatillo tenía unas largas patas desgavilladas y tan mal puestas, que hubiera, podido decirse que iba montado sobre zancos. La cabeza era enorme, vieja y arrugada, y caminaba siempre ladeado hacia uno u otro costado. La piel, demasiado floja, formaba pliegues y bolsas como una pelliza harto holgada. Tenía un aspecto triste y desolado, pero, cosa extraña, apenas veía a Karr se levantaba rápidamente, como contento de estar con él.

El animalito parecía enfermo, no crecía y su estado empeoraba cada vez más; por último, acabó no levantándose del suelo ni aun al ver a Karr. El perro saltaba entonces sobre el abrevadero; una débil lucecilla iluminaba los ojos de la pobre bestia. Desde entonces Karr hacíale todos los días una visita; pasaba a su lado horas enteras, lamiéndole, jugando y saltando con él, al par que le enseñaba lo que necesita saber un animal del bosque.

Poco a poco se fue registrando un hecho notable: el cervatillo comenzó a mejorar y a crecer. Su crecida fue tan rápida, que a las dos semanas no podía entrar donde estaban los becerritos y hubo necesidad de trasladarla a un pequeño lugar; de pastoreo cercado con una valla. Dos meses más tarde tenía unas patas tan largas que podía saltar la cerca sin dificultad. El guarda recabó entonces, autorización para construirle, una alta empalizada junto a un pequeño bosque donde el ciervo vivió algunos años, llegando a ser un ejemplar soberbio. Karr iba algunos ratos a hacerle compañía, no ya por piedad sino por afecto. El ciervo continuaba siendo melancólico y parecía indolente y desmayado; sólo Karr conseguía divertirle y hacerle jugar.

Pelo Gris llevaba ya cinco años en casa del guarda foral, cuando el propietario de aquel terreno recibió una carta del director de un jardín zoológico del extranjero proponiéndole la venta del animal. El guarda quedó desolado, pero nada podía hacer. La venta del ciervo quedó resuelta. Karr supo pronto lo que se tramaba y corrió a instruir á su amigo. El perro estaba afligido ante la idea de perderlo; pero el ciervo aceptó su suerte con calma y no parecía contento ni descontento.

—¿Es que piensas dejarte llevar sin resistencia? —le preguntó Karr.

—¿Para qué resistir? —replicó el ciervo. Ciertamente, prefiero continuar aquí; pero como me han comprado no tardarán en llevarme.

Karr miró largo rato al ciervo, midiéndole con los ojos. Veíase que no había alcanzado todavía el límite de su talla: no tenía los retoños muy desarrollados, la jiba muy alta ni la crin tan espesa como los ciervos adultos, aunque no era menos fuerte que ellos para defender su libertad.

«Ya se ve que ha estado siempre cautivo», pensó Karr. Pero nada le dijo.

Karr no volvió a ver al ciervo hasta después de media noche, a la hora en que sabía que Pelo Gris, luego de un sueño, hacía su primera comida.

—Haces bien Pelo Gris, dejándote llevar —le dijo—. Serás guardado en un jardín grande y gozarás de una vida sin sobresaltos. Lo único triste es que tengas que abandonar el país sin conocer el bosque. Ya conoces la divisa de los tuyos: «Los ciervos y el bosque son una misma cosa», y tú no has visto el bosque.

El ciervo apartó la cabeza del trébol que comía:

—De haber querido hubiese visto el bosque; pero yo no puedo salir del encierro —contestó con su acostumbrada indolencia.

—En efecto, es imposible cuando se tienen las patas tan cortas —dijo Karr.

El ciervo le miró con el rabillo del ojo. Karr, siendo tan pequeño, saltaba la empalizada varias veces al día. Pelo Gris se aproximó a la cerca, dio un salto y, sin saber como, se vio libre.

Karr y Pelo Gris se encaminaron hacia el bosque. Era una hermosa noche, iluminada por la luna; finalizaba el verano; los árboles proyectaban sus grandes sombras. El ciervo caminaba lentamente.

—Tal vez sea mejor volvernos —dijo Karr—. Tú no tienes la costumbre de correr por el bosque y puedes romperte las patas.

El ciervo pareció no comprenderle; pero apresuró su marcha e irguió la cabeza.

Karr le llevó a la parte del bosque donde crecían enormes abetos, tan juntos que el viento casi no podía penetrar.

—Aquí es donde los miembros de tu familia se ponen al abrigo de la tempestad y del frío —dijo Karr—. Pasan el invierno a pleno aire. Tú te alojarás mejor. Durante el invierno te meterán en un establo, como si fueras un buey.

Pelo Gris no respondió; había detenido el paso y aspiraba con delicia el fuerte aroma resinoso que se desprendía de los pinos.

—¿Tienes algo más que enseñarme —dijo al fin— o me lo has mostrado todo?

Karr le condujo a una gran marisma, donde le mostró las isletas y las laderas abruptas.

—Cuando los ciervos son perseguidos se salvan a través de esta marisma —dijo Karr—. No sé como lo consiguen siendo tan grandes y pesados; pero no se hunden en el limo. Tú no podrías marchar por un terreno tan peligroso; pero, felizmente, no tendrás necesidad de intentarlo, porque a ti no te perseguirán jamás los cazadores.

Pelo Gris no respondió; pero de un salto se lanzó a la marisma. Sentíase feliz al percibir el temblor de las isletas bajo sus pies y corrió en todos sentido por las laderas; después volvió al lado de Karr.

—¿Hemos visto ya todo el bosque? —preguntó.

—Todavía, no —respondió Karr.

Y condujo al ciervo hacia el arenal, donde crecían hermosos árboles llenos de hojas: robles, álamos y tilos.

—Es aquí donde los de tu raza vienen a comer hojas y cortezas —dijo Karr—. Consideran eso como un regalo, pero tú tendrás en el extranjero mejor alimento.

El ciervo contempló con admiración los árboles que extendían sobre su cabeza sus copas verdes. Y saboreó las hojas de los robles y la corteza de los álamos.

—Esto es bueno y amargo —dijo—. Es mejor, que el trébol.

—AI menos lo habrás probado una, vez —dijo el perro.

Más arriba condujo al ciervo junto a un pequeño lago, cuyas aguas dormidas reflejaban las riberas, envueltas de ligeras brumas vaporosas. Pelo Gris se detuvo de pronto.

—¿Qué es esto? —gritó.

El no había visto nunca un lago.

—Es el agua —respondió Karr—. Tu gente tiene la costumbre de atravesarlo nadando de una a otra orilla. Tú no sabrás hacerlo, pero podrías darte un baño.

Apenas dijo esto, Karr se echó al agua y se puso a nadar. Pelo Gris permaneció en tierra, un buen momento; pero acabó por seguir al perro. Cuando el agua fresca envolvió blandamente su cuerpo, experimentó una voluptuosidad que le hizo jadear; quería hundir su espalda bajo el agua y se alejó de la orilla; al observar que el agua le sostenía se puso a nadar. Nadaba cerca de Karr y parecía en su elemento. Cuando salieron a la otra orilla Karr le propuso arrojarse al agua nuevamente.

—Aun está lejos la mañana —objetó el ciervo—. Demos otra vuelta por él bosque.

Penetraron otra vez en el bosque. Pronto llegaron a un pequeño claro iluminado por la luna; la hierba y las flores brillaban bajo el rocío; allí pastoreaban grandes animales. Había un ciervo y varias ciervas, algunos más jóvenes y otros más pequeños. Al verlos se detuvo Pelo Gris. Apenas si fijó su mirada en las ciervas y los cervatillos; parecía fascinado ante un ciervo viejo, jefe de la tribu, que ostentaba un bosque de cuernos y una alta jiba en sus espaldas; una barba recubierta de largos pelos pendía de su cuello.

—¿Quién es aquél? —preguntó Pelo Gris. Su voz temblaba de emoción.

—Se llama el Coronado —contestó Karr— y es pariente tuyo. Tú también, también tendrás un día, como él, un bosque de cuernos y una crin, y si te quedaras en el bosque conducirías un rebaño como ése dentro de algún tiempo.

—Puesto que es de mi familia —añadió Pelo Gris— voy a verle más de cerca. Yo no había imaginado ver un animal tan soberbio.

Aproximóse hacia el rebaño; pero al punto volvió corriendo hacia Karr, que se había quedado esperándole bajo un árbol.

—¿Acaso no te ha querido recibir? —preguntóle Karr.

—Le he dicho que era la primera vez que veía a mis parientes; él me ha amenazado con los cuernos.

—Has hecho bien retirándote —dijo Karr—. Un joven como tú, que apenas si tiene los primeros cuernos, no puede medir sus fuerzas con los viejos ciervos. Hubiera sido otra la canción del bosque si él hubiera cedido sin resistencia. ¿Y esto que puede importarte a ti, que no te has de quedar en él, porque tienes que vivir en el extranjero?

No había acabado Karr cuando Pelo Gris le volvió la espalda para marchar al lugar de donde venía. El viejo ciervo se puso ante él y comenzó la lucha. Cruzaban sus cuernos y embestíanse con todas sus fuerzas. Pelo Gris retrocedía a lo largo del claro del bosque, sin que al parecer supiera valerse de su fuerza; pero al llegar a los linderos del bosque hundió más firmemente sus pies en el suelo y arqueándose hizo un esfuerzo vigoroso y consiguió rechazar a su adversario. Luchaba en silencio, mientras su viejo rival soplaba y rechinaba sus dientes. De pronto se oyó el ruido de algo que se resquebrajaba. Era un retoño que saltaba del bosque de madera del viejo ciervo. Retrocedió bruscamente y huyó hacia el bosque.

Karr esperaba a su amigo bajo los árboles.

—Ahora ya has visto lo que hay en el bosque —díjole a Pelo Gris al regresar—. ¿Quieres que volvamos a casa?

—Sí, ya es hora —respondió el ciervo.

Caminaron en silencio. Karr suspiró varias veces, como víctima de una decepción; Pelo Gris marchaba con la cabeza alta, contento de su aventura. Avanzó hacia su encierro sin vacilación; pero al llegar, se detuvo. Recorría con su mirada el estrecho lugar donde había vivido, fijábase en el suelo tantas veces pisado, en el heno pasado, en el pequeño abrevadero y en el sombrío rincón donde había dormido.

—Los ciervos y el bosque son una misma cosa —gritó—. Y tras esto echó atrás su cabeza y huyó precipitadamente hacia el bosque.

LA MUERTE DE PELO GRIS

Una tarde Okka y su bandada descendieron a la orilla de un lago del bosque. Estaban todavía en Kolmarden, pero en Sudermania.

La primavera se había retrasado, como ocurre siempre en las montañas. El hielo cubría el lago en toda su extensión, excepto una pequeña franja de agua en todo el largo de la tierra. Los patos se precipitaron sobre el agua para lavarse y buscar alimento. Nils Holgersson, que había perdido un zueco por la mañana, corría entre los alisos y los álamos de la orilla, buscando algo con que resguardar su pie.

Debió ir bastante lejos para encontrar lo que buscaba. Había encontrado un pedazo de corteza de álamo que se ajustaba bien a su pie, cuando escuchó a sus espaldas un rumor de hojas secas. Volvióse y advirtió una serpiente que avanzaba hacia él. Era muy larga y muy gruesa, pero Nils vio que tenía una mancha clara en cada mejilla, y permaneció quieto.

—No es más que una culebra —pensó— y no llegará a hacerme daño.

Pero la culebra se abalanzó sobre él y le dio tal golpe en el pecho que le echó de espaldas. Nils dio un salto y echó a correr, más la culebra lanzóse en su persecución. El suelo era pedregoso y abundaba en maleza y no le era posible avanzar gran cosa. Y al descubrir una roca escarpada se dispuso a escalarla. Ya en lo alto vio que el animal trataba de seguirle.

Junto al muchacho, en la cumbre de la roca, había una piedra casi redonda, gruesa como una cabeza, de hombre, situada junto a la pendiente y que parecía suelta. Viendo que se aproximaba la culebra, corrió Nils a ponerse tras la piedra y la empujó con toda su fuerza. La piedra rodó recta hacia la culebra, tropezó con ella y le aplastó la cabeza.

—Ya estoy salvado —dijo Nils exhalando un suspiro, mientras la serpiente hacía algunos movimientos bruscos hasta quedar inmóvil—. Creo que no he corrido tanto riesgo como ahora en todo el viaje.

Apenas se había repuesto del susto oyó un batir de alas y vio un pájaro que descendía cerca de la culebra. Este pájaro tenía la altura y el aspecto de una corneja, pero su plumaje era negro completamente y con reflejos metálicos. El muchacho se ocultó prudentemente en un hoyo. Guardaba muy vivo recuerdo de su aventura con las cornejas.

El pájaro negro describió algunas vueltas en torno del cadáver y, por último, le empujó con el pico. Tras esto batió dos o tres veces las alas y gritó con voz sobreaguda:

—Es Indefensa, la culebra; la he encontrado muerta aquí.

Todavía dio otra vuelta alrededor del cadáver y se entregó, al parecer, a profundas reflexiones mientras se rascaba la nuca con una pata.

—No es posible que en el bosque haya dos serpientes tan grandes —dijo al fin—. No puede ser más que ella.

Y se dispuso a hundir su pico en el cuerpo de la serpiente; pero se contuvo de pronto:

—No hagas el bestia, Bataki —murmuró—. ¿Cómo es posible que pienses en comerte la culebra antes de haber llamado a Karr? No querrá creer que Indefensa, su enemiga, ha muerto, si no lo ve con sus propios ojos.

Nils trataba de sostener su serenidad; pero el pájaro estaba tan solemnemente ridículo, yendo y viniendo y hablando consigo mismo, que el muchacho no pudo reprimir la carcajada estrepitosa que se le escapó.

Oyóle el pájaro y de un vuelo se plantó sobre la roca. Nils se levantó y fuése hacia él.

—¿No eres tú el llamado Bataki, el cuervo amigo de Okka? —le preguntó.

El pájaro se le quedó mirando y agitó tres veces su cabeza.

—¿Serás tú, acaso, el que vuela en compañía de los patos silvestres y al que llaman Pulgarcito?

—Soy el mismo —contestó Nils.

—¡Qué suerte haberte encontrado! ¿Podrías decirme quién ha matado esta culebra?

—La ha aplastado una piedra que he hecho rodar desde lo alto de la roca —dijo Nils. Y le refirió cuanto había acontecido.

—Eso está muy bien para un hombrecito como tú —dijo el cuervo—. Yo tengo por aquí un amigo que se pondrá muy contento cuando sepa la muerte de la culebra y, por mi parte, me consideraría muy feliz si pudiera prestarte algún servicio.

Bataki había vuelto la cabeza y aguzaba el oído.

—¡Escucha! —prorrumpió de pronto—. Karr no está lejos. ¡Qué contento se pondrá!

Nils escuchaba también.

—Habla con los patos silvestres.

—Habrá venido a la orilla del lago para enterarse del paradero de Pelo Gris.

El muchacho y el cuervo se dirigieron rápidamente hacia la orilla. Todos los patos habían salido del agua y habían entablado conversación con un perro viejo, tan cansado y tan débil, que se esperaba verle caer de un momento a otro.

—Mira a Karr —dijo Bataki a Nils—. Dejémosle que oiga lo que le cuenten los patos y después le diremos que la culebra ha muerto.

Okka decía:

«Fue, como le digo, cuando hicimos nuestro último viaje de primavera. Habíamos partido una mañana Yksii, Kaksi y yo del lago Siljan, en Dalecarlia, y atravesábamos los grandes bosques de la frontera entre la Dalecarlia y el Halsingrand. A nuestros pies no veíamos más que los árboles, de un verde sombrío. La nieve estaba todavía dura y los ríos helados, con algunos agujeros negros aquí y allá; a lo largo de las riberas la nieve se había fundido ya. De pronto distinguimos tres cazadores. Se deslizaban sobre sus esquíes y llevaban perros de caza, pero no escopetas. La superficie de la nieve era muy dura y firme, y como no tenían por qué seguir los caminos tortuosos, corrían rectamente delante de ellos. Parecían saber muy bien hacia donde iban».

»Nosotros volábamos muy alto y vislumbrábamos todo el bosque. Habiendo visto los cazadores sentíamos grandes deseos de ver la caza. Dimos algunas vueltas sobre el bosque para ver mejor entre los árboles. De súbito, en una espesura descubrimos algo parecido a gruesas piedras enmohecidas. Aquello no podían ser piedras porque no estaban cubiertas de nieve. Nos dejamos caer en medio de la espesura. Los tres bloques de piedra se movieron. Eran un macho y dos hembras. El macho se puso en pie ante nuestra proximidad. No he visto jamás animal más grande ni más hermoso. Al ver que sólo eran tres pobres patos silvestres los que le habían despertado, se volvió a acostar.

»—No, no, abuelo, no vuelvas a dormirte —le dije—. Salvaos lo antes posible, porque tres cazadores se dirigen hacia aquí.

»—Os doy las gracias, madre pata; pero habéis de saber que la caza del ciervo está prohibida en esta época. Esos cazadores habrán salido a cazar zorras.

»—Por todas partes hay huellas de zorras, pero los cazadores no se fijan en eso. Creedme. Saben donde estáis y vienen a mataros. No llevan escopetas y van armados de cuchillos y venablos porque no se atreven a disparar una escopeta en esta época del año.

»El ciervo permanecía en calma, pero las dos hembras comenzaban a impacientarse.

»—Los patos pueden tener razón —dijeron, incorporándose a medias.

»—Estad tranquilas —dijo el ciervo—; no vendrán cazadores por aquí; podéis estar seguras.

»No podíamos conseguir nada y nos elevamos sin alejarnos mucho de aquel lugar. Cuando estaríamos a la altura a que acostumbramos volar, vimos salir al ciervo de la espesura. Husmeó en torno suyo y fuese hacia los cazadores. Al marchar pisaba las ramas secas, que se rompían con estrépito. Una gran marisma descubierta surgió ante su paso. Y fue a apostarse en sitio muy visible, en el centro precisamente.

»Permaneció allí hasta que los cazadores desembocaron en el bosque. Entonces echó a correr para ponerse a salvo, pero no hacia el lugar de donde había salido. Los cazadores achucharon los perros y corrieron rápidamente tras ellos, montados en sus esquíes.

»El ciervo, con la cabeza tendida sobre su espalda, corría a toda velocidad; la nieve volaba en grandes copos a su alrededor. Perros y cazadores se quedaron muy atrás. Entonces se detuvo como para escucharles y cuando les vio venir escapó nuevamente. Comprendimos que trataba de llevar a los cazadores lejos del sitio donde estaban las ciervas.

»La caza duró dos o tres horas. Nosotros nos asombrábamos de ver tan obstinadamente a los cazadores tras semejante corredor, siendo así que no llevaban escopetas. ¿Cómo podían esperar cogerle?

»Mas pronto observamos que el ciervo no corría ya con tanta rapidez. Ponía los pies sobre la nieve con mayor prudencia y cuando los sacaba dejaba huellas de sangre.

»Entonces comprendimos por qué le perseguían tanto los cazadores y por qué no se descorazonaban. Contaban con la nieve. El ciervo era pesado y a cada paso se hundía más y la superficie endurecida de la nieve le rascaba las piernas, arrancándole los pelos y la piel.

»Los cazadores sobre sus esquíes y los perros que corrían con bastante ligereza sobre la helada superficie, le seguían siempre. El ciervo huía, huía; pero sus pasos eran cada vez más inciertos, tropezaba y soplaba violentamente. Sufría mucho y se agotaba de fatiga en la nieve endurecida.

»AI fin perdió la paciencia y se detuvo para que se aproximaran los perros y los cazadores y luchar con ellos. Mientras les esperaba lanzó una mirada hacia el cielo y nos descubrió:

»—¡Vais a ver mi fin, pájaros silvestres! —gritó—. Cuando atraveséis el bosque de Holmarden, buscad a Karr, el perro, y decidle que su viejo amigo Pelo Gris ha muerto bellamente».

Al llegar el relato a este punto se levantó el perro y se dirigió hacia Okka:

—Pelo Gris ha llevado una buena vida —dijo—. Me conocía mucho. No ignoraba que soy un perro valiente y que me satisfaría saber que ha tenido una muerte digna. Cuéntame ahora…

—¡Karr, Karr! —gritó en este momento una voz humana desde el bosque.

El viejo perro se irguió de nuevo.

—Es mi amo que me llama —dijo— y no puedo retardar mi vuelta. Hace un momento le he visto cargar su escopeta. Hemos venido al bosque por última vez. Te doy las gracias, pato silvestre. Ahora sé cuanto necesitaba para marchar contento hacia la muerte.