XLVII.
LEYENDAS DE HERJEDALEN

CUANDO AL PARTIR los turistas, Nils pudo mirar en todas direcciones, no vio el menor rastro de los patos silvestres. No venía a buscarle ningún pato. Llamó repetidas veces; pero en vano. No concebía que los patos hubieran podido abandonarle; si acaso, temía que hubiera podido ocurrirles alguna desgracia. Devanábase los sesos para imaginar un medio que le permitiera unirse a ellos, cuando, de repente, Bataki, el cuervo, abatió el vuelo junto a él.

Jamás pudo imaginar Nils que pudiese saludar a Bataki con tanto cariño.

—Mi querido Bataki —le dijo—; ¡qué suerte que hayas venido! ¿Podrías darme noticias del pato blanco y de los patos silvestres?

—Precisamente vengo de su parte —contestó Bataki—. Okka había descubierto la presencia de un cazador y no se ha atrevido a venir en tu busca. Me ha encargado que te conduzca a donde están los amigos. Sube sobre mis espaldas y dentro de un instante estaremos con ellos.

Nils saltó sobre las espaldas del cuervo, que le llevó hacia el sur. Descendieron en un espacioso valle. El paisaje era espléndido; las montañas eran altas como las de Jämtland, pero había pocas tierras cultivadas y pocos pueblos. Bataki descendió sobre una cabaña e hizo bajar a Nils.

—Este verano ha habido aquí maíz —le dijo—. Mira si puedes encontrar algunos granos para comer.

Mientras Nils buscaba algunas espigas, de las que sacaba los granos que luego comía, Bataki se entretenía conversando con él.

—¿Ves aquella grande y hermosa montaña que se eleva allá lejos, al sur? —comenzó diciendo.

—Sí, la veo.

—Pues, bien: se llama Sonfjell —continuó el cuervo— y allí hubo en otros tiempos muchísimos lobos. Las gentes que habitaban el valle de este río tuvieron muchas veces que afrontar las más terribles situaciones.

—¿No podrías referirme alguno de esos bellos cuentos de lobos? —preguntó Nils.

—He oído decir que hace mucho tiempo atacaron los lobos a un hombre que vendía cubetas y toneles de toda clase, —dijo Bataki—. Era de Hede, pueblecito situado a algunas millas de este valle. Hacía el peor tiempo del invierno y los lobos le persiguieron corriendo por encima de las aguas heladas del río Ljusnan, sobre las cuales viajaba nuestro hombre. Los lobos eran doce y el caballo que conducía al hombre de Hede era mal corredor. El peligro era inminente.

Las riberas estaban desiertas y no había una distancia menor de dos millas hasta la granja más próxima. El hombre quedó, al fin paralizado por el terror. En este momento vio que algo se movía entre los abetos plantados en el hielo para marcar el camino. Cuando descubrió lo que era su terror se acrecentó aun más. No era un lobo precisamente, sino una pobre mujer que recorría el país mendigando y que se llamaba Malina. Como era chepuda y coja de una pierna, la reconoció de lejos.

La anciana iba derechamente al encuentro de los lobos. No les había descubierto todavía, sin duda, y el habitante de Hede pudo darse cuenta en seguida de que si pasaba por delante de ella sin advertirla podría él escapar, porque entonces caería ella entre las garras de los lobos. Además, de detener el caballo y hacerla montar con él, tampoco podía considerarse cierta su salvación. Estaba seguro de que en este caso perecerían los tres, él, ella y el caballo. ¿No era más justo sacrificar una vida para salvar otras dos?

En este momento los lobos lanzaron un aullido siniestro. El caballo se excitó, apretó el freno entre sus dientes y cruzó velocísimo ante la mujer. Ella también había oído el aullido de los lobos y comprendía su situación.

El hombre vio como levantaba los brazos al aire y abría la boca para gritar. Ella estaba perdida; pero él quedaba a salvo.

Tuvo un primer movimiento de alivio, de tranquilidad, pero pronto sintió un dolor agudo en el pecho. Hasta aquel momento no había hecho nada deshonroso en el mundo. Desde este momento su vida quedaría destruida. Con un esfuerzo brusco dominó el caballo y le hizo detener.

—Ven pronto, Malina —le gritó—; sube aprisa a mi trineo.

Hablaba duramente porque estaba indignado contra sí mismo, al ver que no podía dejar a la mujer abandonada a su suerte.

—Mejor estarías en tu casa que recorriendo los caminos, vieja bruja —gruñó—. Por tu culpa vamos a perder la vida el Negro y yo.

La vieja mujer callaba a todo.

El hombre volvió a decir:

—El Negro ha recorrido hoy más de cinco millas y la carga no será mas ligera cuando subas tú al trineo.

Los patines del trineo chirriaban al deslizarse velozmente sobre el hielo, pero no por eso oíase menos el aliento de los lobos.

—¡Qué va a ser de nosotros! —dijo el hombre—. Ni a ti ni a mi va a servirnos gran cosa el haberte recogido, Malina.

La vieja mujer que hasta entonces había callado, habituada como estaba a oír palabras desagradables abrió, por fin, la boca:

—No comprendo por qué no te desembarazas de las cubetas y los toneles para aligerar la marcha del trineo. Tú podrías venir mañana a recogerlos.

El hombre comprendió que era un buen consejo y se asombró de no haber pensado ya en ello. Entregó las riendas a la mujer, desató las cuerdas que sujetaban los toneles y las cubetas y los dejó rodar por tierra. Los lobos, aterrorizados primero, curiosos después, detuviéronse para ver que era aquello, lo que permitió que el trineo tomara bastante delantera.

—Si eso no bastara, yo misma me arrojaría a los lobos —añadió la vieja mujer—. Entonces tal vez pudieras tú escapar.

Mientras ella hablaba dedicábase él a desatar un tonel enorme. De repente paralizó su trabajo.

—¿Cómo es posible —exclamó— que un hombre y un caballo en buen estado, puedan permitir, por salvarse, que una vieja mujer sea devorada por los lobos? Ciertamente debe haber un medio de salvarse. Pero ¿cuál es?

Y reanudó su trabajo. Trataba ahora de arrojar por encima de las bardas del trineo el pesado tonel.

De repente se detuvo de nuevo y comenzó a reír.

La vieja mujer le miró, creyendo que habríase vuelto loco. El hombre se reía porque había encontrado el medio de salvar a todos. ¿Cómo no había pensado en ello antes?

—Escucha, Malina, lo que voy a decirte. Tú conducirás el trineo con la mayor rapidez posible hasta el pueblo de Linsäll, y cuando llegues, comunicarás a todos que yo he quedado solo sobre la nieve y en medio de los lobos, por lo que deben venir a socorrerme.

El hombre esperó hasta que los lobos estuvieron nuevamente muy cerca del trineo. Entonces arrojó el enorme tonel y saltando tras él al suelo se ocultó debajo del mismo.

Este, construido para contener la cerveza que había de consumirse en una gran granja durante la Navidad, le cubría fácilmente. Los lobos aullaron en torno del tonel, tratando en vano de volcarlo y mordiendo el saliente de las duelas. Como el tonel era pesado y sólido, el hombre estaba fuera de todo peligro.

«De hoy en adelante —decíase gravemente, después de haberse burlado un momento de los esfuerzos de los lobos—, de hoy en adelante, siempre que me encuentre en lo que parezca un callejón sin salida, pensaré en este tonel. No olvidaré que puede evitarse el daño propio sin necesidad de perjudicar a otro. Nunca falta una tercera salida; lo bueno es encontrarla».

Bataki acabó su historia con estas palabras pronunciadas sentenciosamente, como dichas con una intención particular. Nils había observado ya que siempre qué refería el cuervo alguna cosa adoptaba el mismo tono.

—¿Qué es lo que habrá querido decirme al narrar esta historia? —preguntábase.

Después de haber comido, Bataki y el muchacho continuaron su camino siguiendo el curso del Ljusnan. Llegados cerca del pueblo de Kolsatt, en los límites de Hälsingland, el cuervo se echó de nuevo a tierra junto a una pequeña cabaña, en la que no había ventanas y sí sólo un tragaluz casi invisible. De la chimenea escapábase una humareda mezclada con chispas, y en el interior oíanse los golpes de martillo.

—Al ver esta herrería recuerdo que antiguamente hubo en este pueblo herreros tan hábiles que no tenían par. Yo he oído contar algunas historias de esto allá en lo alto.

—Cuéntame una —solicitó Nils.

—Pues, señor —añadió Bataki sin hacerse del rogar—. Hubo una vez un herrero que invitó a otros dos maestros a herreros, uno de la Dalecarlia y el otro de Varmland a medirse con él en la fabricación de clavos. El reto fue aceptado y los tres herreros se reunieron aquí, en Kolsatt. Primero comenzó el dalecarliano. Y forjó una docena de clavos tan iguales, tan agudos y tan bonitos, que nadie los hubiera hecho mejor. Después vino el varmlandés. Y forjó también una docena de clavos perfectos, si bien con la ventaja de que empleó la mitad de tiempo que su contrincante. Los que actuaban de jueces aconsejaron al herrero de Härjedalen que no lo intentara siquiera, porque no lo podría hacer mejor que el primero ni más pronto que el segundo.

—Eso me importa poco y no me entrego —respondió el tercer concursante—. Debe haber una tercera manera de distinguirse.

Y puso el hierro sobre el yunque sin pasarlo por el fuego, calentándolo a martillazos, y forjó clavo tras clavo sin emplear carbón ni fuelle. Nadie de los allí reunidos había visto manejar el martillo con más habilidad, y el herrero de Härjerdalen fue proclamado el más hábil del país.

Bataki se calló una vez dicho esto. Nils reflexionó un instante.

—Dime cual ha sido tu intención al referirme esta historia —preguntó al fin.

—La he recordado al ver esta vieja herrería —respondió Bataki evasivamente.

Los dos viajeros reanudaron el vuelo. El cuervo llevó a Nils a través de la parte de Härjedalen vecina a la Dalecarlia. Y descendió sobre una colina que dominaba la llanura.

—¿Sabes lo que es este montículo que está bajo tus pies? —preguntó Bataki.

Nils contestó que lo ignoraba.

—Pues, bien; es una tumba, un túmulo antiguo —añadió el cuervo—. Fue elevado en honor de un hombre llamado Herjulf, el primero que se instaló en Härjedalen y cultivó el país.

—¿También tendrás que referirme alguna historia sobre este señor? —preguntó Nils.

—No he oído decir grandes cosas respecto a él. Creo que era noruego. Primeramente estuvo al servicio del rey de Noruega; pero creo que acabó riñendo con él. Y presentándose ante el rey sueco que vivía en Upsala, entró a su servicio. Transcurrido algún tiempo pidió en matrimonio a la hermana del rey, y como éste se la negara, la raptó. Y se vio en el trance de no poder habitar en Noruega ni en Suecia; y a todo esto, no quería marcharse al extranjero ni abandonar el país a ningún precio.

—Debe haber una tercera alternativa —pensó—. Y con sus criados y sus tesoros se puso en marcha hacia el norte, a través de la Dalecarlia, hasta que llegó a los grandes desiertos que existen en los confines de esta provincia. Detuvo su marcha, construyó una casa, removió la tierra y se convirtió en el primer habitante de este país.

Al oír esta última historia, quedó Nils más intrigado que nunca.

—¿Por qué no me dices cuál ha sido tu intención al referirme esto? —preguntóle.

En un principio no contestó nada Bataki, limitándose a mover y remover la cabeza, entornando los ojos.

—Bueno; puesto que estamos solos —dijo finalmente— quiero preguntarte una cosa. ¿Te has dado bien cuenta de la condición impuesta por el duende que te ha transformado, para que puedas volver a convertirte en hombre?

—La única de la que he oído hablar, consiste en que yo debo conducir al pato blanco a la Laponia y llevarle sano y salvo a la Escania.

—Precisamente es lo que yo pensaba —dijo Bataki—, porque la última vez que nos vimos, decías tú con orgullo que no está bien traicionar a un amigo cuya confianza se tiene. Tú procederías cuerdamente si le preguntaras a Okka cuál es esa condición. No debes ignorar que ella misma ha ido a tu casa para hablarle al duende.

—Okka nada me ha dicho.

—Sin duda pensaba que era mejor para ti que no supieses el alcance de las palabras del duende. Te estima más a ti que al pato blanco.

—Es curioso, Bataki —dijo Nils— el modo que tienes de ponerme siempre triste y de inquietarme.

—Tal vez pueda, en efecto, parecerte así —añadió el cuervo—; pero esta vez creo que me agradecerás el que te repita las palabras del duende. Ha dicho que volverás a ser hombre cuando conduzcas el pato blanco a tu casa para que pueda matarlo tu madre.

Nils se levantó de un salto.

—¡Es una mala invención tuya, Bataki! —gritó.

—Ahora mismo puedes preguntárselo a Okka, porque creo que se aproxima con su bandada; pero te ruego que no olvides las historias que hoy te he referido. Hay un medio de salir de todas las dificultades que se presenten, con tal de que se encuentre. Me gustaría saber como lo conseguirás tú.