XIII.
EL ISLOTE DE KARL

LA TEMPESTAD

Viernes, 8 de abril

LOS PATOS SILVESTRES habían pasado la noche en el extremo norte de la isla e iban a emprender el vuelo hacia tierra firme. Un viento del sur bastante fuerte, que soplaba en el estrecho de Kalmar, les había arrastrado hacia el norte. Volaban a gran velocidad hacia la tierra; ya estaban cerca los primeros islotes de la costa; de repente, oyeron un ruido, como si tras ellos corriera una multitud de pájaros de alas poderosas; el agua se hizo negra. Okka se detuvo de golpe y se dejó caer sobre el mar. Pero la tempestad, que venía del oeste, les sorprendió antes de que los patos tocasen el aguas. Ante ellos, torbellinos de polvo, de espuma salada y pajarillos. El huracán se los llevó mar adentro de tumbo en tumbo.

Fue una tempestad espantosa. Los patos trataron de volver atrás, pero no lo consiguieron, por lo que fueron arrastrados a la deriva en pleno Báltico. Pronto les llevó la borrasca más allá de la isla de Öland. El mar se extendía ante ellos vacío y desierto. No tenían más remedio que ceder a la violencia del viento.

Okka, dándose cuenta de que no podían volver para atrás, resolvió, para no verse obligada a atravesar todo el Báltico, tirarse al agua para no cansarse tanto. La marejada era fuerte y crecía por instantes. Las olas, de un verde oscuro, corrían furiosas, cubiertas de espuma. La de delante era pronto alcanzada por la de detrás. Se hubiera dicho que luchaban por llegar cada una a mayor altura y por lanzar espumarajos más grandes. Pero los patos silvestres no tenían miedo al golpe y caída de las olas, hasta parecían divertirlos. No se cansaban de nadar. Se dejaban balancear en lo alto de las olas y se divertían como niños montados en un columpio. Su única inquietud era el miedo que se dispersara la bandada. Los infelices pájaros de tierra, que pasaban a gran altura arrastrados por la tempestad, gritaban, poseídos de envidia:

—Vosotros no sois tan desgraciados, porque sabéis nadar.

Los patos silvestres no estaban. Sin embargo, fuera de peligro. Primeramente, el balanceo de las olas les daba sueño. A cada instante volvían la cabeza hacia atrás para meter el pico bajo el ala y echarse a dormir. Y como nada era tan peligroso como ceder al sueño, Okka no cesaba de gritar a los patos silvestres:

—No os durmáis, patos silvestres; el que se duerma se alejará de la bandada, el que se aleje de la bandada está perdido.

Uno tras otro fueron durmiéndose y la misma Okka daba alguna cabezada. De repente vio que algo redondo y negro surgía de lo alto de una ola:

—¡Las focas, las focas, las focas! —gritó con voz aguda, elevándose rápidamente entre el rumor de su batir de alas. A pesar de la prisa para emprender el vuelo, fue alcanzado el último palo, que por milagro pudo escapar de las fauces de una foca.

De nuevo quedaron expuestos a ser arrastrados por la tempestad. No había tierra a la vista; por todas partes el mar, vasto y desierto.

Por fin decidiéronse a dejarse caer al agua otra vez; pero, al sentir el balanceo, les dominaba el sueño. Mientras ellos dormían, se acercaron las focas. Si Okka no hubiera velado por todos, ni un pato hubiera escapado.

La tempestad continuó durante el día haciendo estragos entre la multitud de pájaros, que en esta época del año realizan sus viajes anuales, Muchas aves fueron apartadas lejos de su ruta y murieron de hambre; otras, agotadas por el cansancio, se desplomaron sobre el mar, ahogándose. Muchas fueron aplastadas contra las rocas y otras fueron pasto de las focas.

A la caída de la tarde, como la tempestad no amainaba, pensó Okka en la posibilidad de que ella y su bandada perecieran. Sentíanse en el límite de sus fuerzas y no descubrían ningún refugio. Además, no les era posible flotar sobre el agua, porque el mar estaba cubierto de grandes témpanos de hielo, que entrechocaban, y corrían el peligro de morir aplastados. Intentaron mantenerse sobre el hielo, pero el viento se los llevaba. Las focas, las terribles focas, trepaban por los bancos de hielo, persiguiéndolos.

A la puesta del sol, los patos volaban todavía, angustiados ante la proximidad de la noche. Cayeron las tinieblas en aquella tarde tan llena de peligros mucho antes que de ordinario.

Y siempre lejos de tierra. El cielo estaba cubierto por las nubes, la luna permanecía oculta y la oscuridad cada vez era más densa. La noche infundía espanto y hacía temblar a los corazones más valientes. Los gritos de los pájaros en retirada habían repercutido sobre el mar durante la jornada, sin que nadie les prestara atención; pero ahora, que no se sabía de dónde venían, sonaban más siniestros.

Allá lejos, sobre el mar, entrechocaban los bloques de hielo con gran estrépito. Las focas hacían oír sus feroces cantos de caza. El cielo y la tierra parecían hundirse.

LOS CARNEROS

Hacía unos instantes que Nils tenía los ojos fijos en el mar; de repente comenzó a bramar más fuerte. Ante él, a sólo unos metros de distancia, se levantaba un muro rocoso y pelado; las olas chocaban contra él entre montañas de espuma. Los patos silvestres se lanzaron hacía allí con tanta prisa, que Nils creyó que iba a morir aplastado contra la muralla.

No tuvo tiempo ni para asombrarse de que Okka no se diera cuenta del riesgo. Ya estaban en la montaña y sólo entonces pudo ver que ante ellos se abría la cavidad semicircular de una gruta. Los patos entraron sin vacilar; estaban salvados.

Lo primero que hicieron, aun antes de alegrarse por su buena suerte, fue contarse: Okka, Yksi, Kolme, Nelja, Viisi, Kiisi, los seis patos jóvenes, el pato blanco, Finduvet y Pulgarcito; sólo faltaba Kaksi de Nulia, la primera pata de la derecha. Nadie sabía nada de ella.

Sin embargo no se inquietaron mucho, porque Kaksi era vieja y experimentada; conocía la ruta que llevaban y sus costumbres y no tardaría en encontrarlos.

Seguidamente comenzaron a examinar la caverna. De fuera entraba todavía la suficiente luz para ver lo profunda y grande que era. Alegrábanse ya de haber encontrado tan excelente nido. Uno de los patos advirtió unos puntos lucientes y verdes que brillaban en el fondo oscuro.

—¡Eso son ojos! —exclamó Okka—. Aquí hay animales grandes.

Precipitáronse hacia la puerta, pero Pulgarcito, que veía mejor en la oscuridad, les llamó:

—No temáis miedo, son corderos que se han ocultado allá dentro.

Isla de Karl

Cuando los patos fuéronse habituando a la penumbra, distinguieron muy bien a las ovejas. Las grandes eran aproximadamente tan numerosas como los patos; también había algunos corderillos. El jefe del rebaño parecía ser un carnero de largos cuernos retorcidos, Los patos silvestres avanzaron hacia él con solemnes reverencias.

—Recibid nuestro más cariñoso saludo —dijeron; pero el carnero continuó inmóvil, silencioso, sin contestar ni siquiera con la menor inclinación de cabeza.

Los patos sacaron la convicción de que las ovejas estaban descontentas por la invasión de la gruta.

—¿Estáis enfadadas por vernos en vuestra casa? —preguntó Okka—. Pero esto ha sido contra nuestra voluntad, porque hemos sido empujados a la deriva por el viento. Hemos pasado el día luchando con la tempestad y para nosotros sería un gran descanso pasar aquí la noche.

Pasó un buen rato antes de que las ovejas se decidieran a responder; oíanse los hondos suspiros que lanzaban algunas. Okka sabía muy bien que las ovejas son animales tímidos y raros. Y además, las allí reunidas desconocían en absoluto las buenas costumbres, a juzgar por su comportamiento. Finalmente, una vieja borrega de cara larga y mirada triste respondió con voz quejumbrosa:

—Nadie se opondrá a que os quedéis aquí, es una lúgubre mansión y no podemos recibiros como solíamos hacer con nuestros huéspedes.

—No os preocupéis por esto —dijo Okka—. Si supierais lo que hemos sufrido, comprenderíais que contentos nos quedaríamos, si pudiéramos encontrar aquí un rincón seguro donde dormir.

A estas palabras repuso la borrega:

—Creo que sería mejor para vosotros volar en medio de la más desatada tempestad que permanecer aquí. Pero no os marchéis sin tomar el pequeño refrigerio que podemos ofreceros.

Y los llevó hasta un hoyo lleno de agua. Junto al hoyo había un montón de paja desmenuzada, y les hizo los honores de la casa.

—Nosotros hemos tenido un invierno muy riguroso de nieve. Los campesinos que habitan la isla, que son nuestros dueños, nos han traído heno y paja de avena para que no muriésemos de hambre. Y ese montón es todo lo que nos queda.

Los patos se precipitaron sobre la comida. Mientras comían pensaban en lo bien que estaban allí y manifestaban mejor humor. Observaban que las corderas estaban agitadas, pero sabiendo lo asustadizos que son tales animales, no creían en la proximidad de un peligro. Cuando comieron bastante, dispusiéronse para dormir. Entonces el viejo carnero se aproximó. Nils no había visto jamás un carnero de cuernos tan largos ni tan retorcidos. Era notable por diversos conceptos. Tenía una gran frente curvada, ojos inteligentes y un aspecto arrogante, que indicaba su valerosa estirpe y fiereza.

—Mi conciencia no me permite que os deje dormir aquí sin advertiros que este lugar no es seguro —dijo—. Nosotros no podemos recibir huéspedes de noche.

Okka comenzó a comprender que se trataba de algo serio.

—Entonces, partiremos al punto; pero ¿por qué no nos decís antes el peligro que os amenaza? Nada sabemos, ni aun en qué sitio nos hallamos.

—Os encontráis en la pequeña isla de Karl —dijo el carnero— ante la costa de Gottland; la isla sólo está habitada por corderos y aves marinas.

—¿Sois vosotros, tal vez, corderos silvestres? —preguntó Okka.

—Casi, casi —dijo el carnero—. Nosotros apenas si tenemos el menor trato con los hombres. Existe un antiguo convenio entre nosotros y los moradores de una granja de Gottland, por la que deben aprovisionarnos de forraje en tiempo de nieve; en pago de esto pueden disponer de algunos de nosotros cuando llegamos a ser muy numerosos. La isla es tan pequeña que sólo puede alimentar un reducido número de animales. Por lo demás, nos bastamos, y jamás permanecemos encerrados en el interior de las casas, sino en las grutas.

—¿Y también permanecéis aquí durante el invierno? —Preguntó Okka, no sin asombro.

—Claro está —respondió el carnero—; no nos faltan buenos pastos durante el invierno en estos parajes.

—Parece que lo pasáis mejor que los otros corderos —dijo Okka—. ¿Qué desgracia se ha cebado en vosotros?

—El último invierno ha sido muy frío. Se heló el mar y a través del hielo vinieron tres raposas que se han quedado aquí. Exceptuando estos, no hay animales peligrosos en la isla.

—¿Y se atreven las raposas a atacar animales como vosotros?

—Durante el día no, porque tenemos defensa —dijo el carnero moviendo sus cuernos—. Pero durante la noche se deslizan entre nosotros mientras dormimos. Por esto tratamos de estar siempre despiertos; pero como alguna vez hay necesidad de dormir, nos atacan apenas cerramos los ojos. En las otras grutas han matado ya hasta el último cordero, y eso que había rebaños tan numerosos como el mío.

—No es nada agradable confesar nuestra impotencia —interrumpió la vieja oveja. Nosotros no somos capaces de defendernos mejor que los corderos domésticos.

—¿Creéis que vendrán a atacaros esta noche? —preguntó Okka.

—Es probable. En la noche de ayer ya vinieron y nos robaron un corderito. Nos perseguirán hasta que no quede uno de nosotros. Lo mismo han hecho en las otras grutas.

—Si continúan así van a exterminaros —añadió Okka.

—Sí; no vivirán mucho tiempo los pequeños corderos de la isla Karl.

Okka quedó un poco pensativa. Lanzarse a través de la tempestad no era nada agradable; pero, por otra parte, ¿cómo continuar en un sitio donde esperaban semejantes huéspedes? Después de reflexionar un momento, preguntóle a Nils:

—¿Querrías ayudarnos como otras veces? Nils respondió que no aspiraba a otra cosa.

—Es algo molesto para ti, porque te impedirá dormir; pero yo te rogaría que permanecieras despierto y que nos avisaras la llegada de las raposas para que podamos escapar.

El muchacho recibió con cierto agrado este encargo, por cuanto era esto preferible a volar en medio de la tormenta. Nils se comprometió, pues, a permanecer en vela y fue a esconderse tras una piedra que había a la entrada de la gruta. A medida que la noche avanzaba parecía calmarse el viento. Aclarábase el cielo y se reflejaba la luna en las olas juguetonas. La gruta estaba a bastante altura entre las escarpaduras de la montaña. Un estrecho y abrupto sendero conducía hasta allí. Por esta senda llegarían seguramente las raposas.

No se veía todavía ninguna de ellas, pero Nils descubrió algo que le alarmó extraordinariamente en el primer momento: en la estrecha playa, al pie de la montaña, había algo parecido a gigantes, unas moles de piedra que también podrían ser hombres de talla colosal.

De repente creyó soñar, por más que estaba convencido de no haber dormido; pero les veía tan claramente que no podía atribuir su vista a una ilusión de sus sentidos. Algunos se hallaban en el agua y los otros parecían estar dispuestos a escalar la montaña. Unos tenían grandes cabezas redondas, otros apenas si parecían tenerlas. Algunos eran mancos y otros tenían jorobas detrás y delante. Nils no había visto nunca nada tan extraño. Les observaba con tal espanto que llegó incluso a olvidarse de las raposas. De repente oyó el ruido de unas patas arrastrándose entre las piedras. Y descubrió tres raposas que se aproximaban furtivamente. Apenas se dio cuenta de que estaba ante un peligro real recobró la calma y se disipó su terror. Pensó que era muy sensible despertar tan sólo a los patos y abandonar a los corderos a su mala suerte, y que era necesario arreglar las cosas de otro modo. ¿Qué debía hacer?

Se dirigió corriendo al interior de la gruta, sacudió al carnero por los cuernos para despertarle y de un salto se puso sobre sus espaldas.

—Levántate, viejo carnero; vamos a darle un poco de miedo a las raposas —le dijo.

Aunque trataron de hacer el menor ruido posible, las raposas oyéronles, sin duda, por cuanto al llegar a la entrada de la gruta se detuvieron como para celebrar consejo.

—Alguien se ha movido aquí —dijo una—. Tal vez se hayan despertado.

—¡Bah, bah! —dijo otra—. ¿Qué mal pueden causarnos?

Entraron prudentemente, y a poco hacían alto para indagar mejor lo que pudiera ocurrir.

—¿A quién nos llevaremos esta noche? —preguntó la que iba a la cabeza.

—Esta noche nos llevaremos al carnero grande —dijo la última—. De esta manera no podremos esperar ningún mal de los que queden.

El muchacho, cabalgando sobre el carnero grande, vio como se aproximaban.

—Da una cornada rectamente hacia delante —le dijo al oído.

El carnero obedeció y la primera raposa fue corneada y arrojada hacía la salida de la gruta.

—Ahora cornea hacia la izquierda —añadió el muchacho, volviéndole la cabeza en la dirección indicada.

El carnero dio una terrible cornada que recibió de costado la segunda raposa. Esta tuvo que dar varias volteretas antes de tocar tierra y poder huir. Nils hubiera querido dar buena cuenta de la tercera, pero había huido ya.

—Creo que no tendrán ganas de volver por esta noche —dijo Nils.

—Lo mismo creo —contestó el carnero—. Acuéstate, pues, en mi espalda, y te cubriré con mi lana. Mereces disfrutar del calor de un buen abrigo después de la tempestad que has soportado.

LA BOCA DEL INFIERNO

Sábado, 9 de abril.

Al día siguiente el carnero hizo subir a Nils sobre sus espaldas y le llevó a dar la vuelta a la isla, que no era más que un peñasco enorme. Parecíase a una gran casa de paredes rectas y techo bajo. El carnero subió primero a lo más alto para mostrar a Nils los ricos parajes donde solían pastar. Nils tuvo que reconocer que la isla parecía creada expresamente para los corderos. Allí no crecían más que el tomillo y algunas otras de esas hierbecitas aromáticas que tanto gustan a los corderos.

Pero allí había otras muchas cosas que admirar. Ante todo, se veía el mar azulino y soleado, cuyas olas se deslizaban rumorosa y suavemente hacia la isla. Sólo en contados puntos se encrespaban y reventaban en espuma al chocar contra algún promontorio. Hacia el este se distinguía la isla de Gottland con una franja de costa y al sudoeste la gran isla de Karl, de aspecto parecido a la de Lil. El carnero llegóse hasta lo último de la llanura para que Nils pudiese ver los parajes montañosos cubiertos de nidos habitados por multitud de pájaros, cuervos marinos, ánades, urías, fulgas y pingüinos, que en excelente armonía dedicábanse a la pesca de sardinas.

—Esto es la tierra prometida —exclamó el muchacho—. Vosotros, los corderos, disfrutáis de un magnífico alojamiento.

—Sí, estamos muy bien. Sólo que al pasear por aquí has de ir con mucho cuidado para no caer en uno de estos hoyos profundos —dijo el carnero suspirando. Parecía deseoso de añadir algo más, pero se calló.

La advertencia no dejaba de ser útil, porque los hoyos eran muchos y peligrosos. Al más grande se le denominaba Boca del Infierno. Su profundidad era tremenda y su anchura medía algunos metros de diámetro.

—Si alguien cayera ahí se mataría —dijo el carnero.

El tono con que fueron dichas estas palabras parecía envolver una intención particular. Esto llamó la atención de Nils.

El carnero llevóle después hasta la playa donde el muchacho pudo ver de cerca los gigantes que tanto le habían alarmado la noche anterior. No eran otra cosa que rocas aisladas. El carnero las llamaba «raukar».

Nils no dejaba de mirarlas. Si alguna vez hubo gigantes y duendes que se convirtieron en piedras, no pudieron tener otro aspecto que el de aquellos peñascos.

Aunque resultaba agradable pasear por la playa, Nils prefería volver hacía lo alto. Por allí encontrábanse los restos de muchos corderos muertos. Era el sitio donde las raposas acostumbraban celebrar sus festines. Había esqueletos bien pelados, pero también corderos medio devorados y otros en los que las raposas apenas si habían hincado el diente. Se oprimía el corazón ante esta carnicería que las raposas habían realizado por el placer de cazar y matar.

El carnero ascendió con Nils a cuestas a lo más alto de la isla, y dijo deteniendo el paso:

—Si viera este crimen algún ser capaz e inteligente, no pararía hasta castigar a las raposas.

—Pero las raposas tienen que vivir también —contestó Nils.

—Sí —replicó el carnero—, tiene derecho a vivir el que mata por necesidad, por atender a su subsistencia; pero éstas son unas criminales; matan por el placer de matar.

—Los campesinos propietarios de la isla debieron haber venido en vuestra ayuda —dijo Nils.

—Varias veces vinieron a remo hasta aquí, pero las raposas se escondieron en grietas y agujeros tan profundos que fue imposible darles caza ni aun a tiros.

—¡Oh! ¿Crees que un pequeñín como yo podría matar a las raposas cuando no habéis podido vosotros ni los campesinos tampoco?

—Con astucia se pueden hacer muchas cosas, aun siendo pequeño —respondió el carnero.

Y no hablaron más. Nils fue a sentarse cerca de los patos silvestres, que picoteaban alegremente por los lugares más elevados de la isla. Aunque no lo había dado a entender, lamentaba muy de veras el desastroso fin de los corderos y deseaba correr en ayuda de los supervivientes. «Es preciso que pida consejo a Okka y a Martín».

Poco después Nils dirigíase hacia la Boca del Infierno, montado sobre el pato blanco.

Marchaba este tranquilamente sobre la llanura descubierta, sin darse cuenta de que su blancura y su elevada talla le hacían visible desde muy lejos. Lo extraño era verle tan arrogante, siendo así que la tempestad de la víspera había hecho estragos en su cuerpo. Cojeaba de la pata derecha y su ala izquierda arrastrábase por tierra. Caminaba como si no le amenazara el menor peligro, mordisqueando aquí y allá las hierbas que le placían, sin tomarse la molestia de mirar a su alrededor. Pulgarcito, recostado sobre las espaldas del pato blanco, fijaba sus miradas en el cielo azul. Era tal su costumbre de ir sobre el pato, que lo mismo se mantenía de pie, como tendido a la larga o como le diera la gana.

Como iban tan descuidados, ni el pequeñín ni el pato se percataron de que las tres raposas habían trepado hasta la llanura. Las raposas sabían muy bien que es imposible atacar a un pato a campo descubierto; su propósito no era realmente el de cazar al pato de buenas a primeras, por lo que optaron por esconderse en una hondonada y llegarse hasta él rastreando con la mayor prudencia. Así pudieron aproximarse hasta el pato, quien al verles intentó elevarse; batió las alas, pero no pudo volar. Esto excitó todavía más a las raposas. Una vez en la llanura corrieron hacia él, procurando ocultarse entre los pedruscos y los zarzales, llegando tan cerca del pato que no tenían más que dar un gran salto para atraparle.

Las raposas fracasaron en su primer intento porque el pato pudo apartarse a tiempo; pero este fracaso importaba poco porque la distancia que les separaba era muy corta y el pato cojeaba.

El pequeño, encaramado sobre el rabo del pato, se burlaba de las raposas, gritando:

—Estáis tan hartas de carne de carnero, que no podéis atrapar a un pato que corre ante vosotros.

Las burlas del muchacho hicieron que las raposas se volvieran locas de rabia y se lanzaran como furias en persecución del pato.

El pato corrió hasta la gran hondonada, y una vez allí saltó el hoyo de un vuelo. Las raposas casi le dieron caza en este momento.

Llegados a la otra orilla, aun continuó el pato en su carrera; pero Nils le dijo, acariciándole el cuello:

—Ya puedes detenerle, pato.

Al punto oyeron tras ellos gritos feroces, el roce de unas patas contra los muros de piedra y el golpe de unos cuerpos que caen pesadamente. Las raposas habían desaparecido.

Al día siguiente, el torrero del faro de la gran isla de Karl, encontró a su puerta una cortecita con la siguiente inscripción, grabada en letras inclinadas y angulosas:

«Las raposas de este islote han caído en la Boca del Infierno. Id a recogerlas».