XLVI.
¡HACIA EL SUR! ¡HACIA EL SUR!

PRIMER DÍA DE VIAJE

Sábado, 1 de octubre

NILS, SOBRE LAS espaldas del pato blanco, viajaba por encima de las nubes. Volaban hacia el sur, formando un triángulo regular, treinta y un patos silvestres. Las plumas zumbaban y las alas se agitaban en el espacio haciendo vibrar el aire; no se podía oír ni una voz. Okka volaba a la cabeza y tras ella, a derecha e izquierda, seguían Yksi y Kaksi, Kolme y Nelja, Viisi y Kiisi, el pato blanco y Finduvet. Los seis patos jóvenes que formaban parte de la bandada, ya no figuraban en la expedición. En cambio, iban con los patos viejos veintidós patitos que habían nacido en el valle de la Laponia. A la derecha iban once y otros once a la izquierda, y hacían cuanto podían por guardar las mismas distancias que los patos viejos.

Los pobres pájaros, que no habían hecho nunca ningún viaje, tenían que hacer grandes esfuerzos por seguir el vuelo rápido de los patos.

—¡Okka! iOkka! —gritaban en tono lastimero.

—¿Qué os pasa? —preguntábales el pájaro guía.

—¡Nuestras alas se cansan de tanto volar! ¡Nuestras alas se cansan de tanto volar!

—Ya se os irá el cansancio volando —respondíales Okka sin detener el vuelo lo más mínimo. Y se hubiera dicho que tenía razón, porque a las dos horas de volar ya no alegaban la menor fatiga. Pero comenzaron a lamentarse de otra cosa. Como en el valle pasaban el día comiendo, no tardaron en decir que tenían hambre.

—¡Okka, Okka, Okka! —gritaban los patos tristemente.

—¿Qué os pasa ahora?

—Tenemos tanta hambre que no podemos continuar volando. ¡Tenemos mucha hambre!

—Un pato silvestre debe saber nutrirse de aire y beber los vientos —respondióles la implacable Okka continuando su vuelo.

Pronto debieron aprender a nutrirse de aire y viento, porque dejaron de exhalar sus lamentos. La bandada de patos estaba todavía sobre las montañas y las patas viejas indicaban a gritos el nombre de todas las cimas que iban dejando atrás para que los aprendieran. Y como no cesaran de anunciar: «Este es el Porsotjokko, y ese el Sarjetjokko y aquél el Sulitelma», los jóvenes comenzaron a impacientarse.

—¡Okka, Okka, Okka! —gritaban con voz desgarradora.

—¿Qué ocurre?

—En nuestras cabezas no hay sitio para tantos nombres —gritaban—. No hay sitio para tantos nombres.

—Cuantas más cosas entran en la cabeza más sitio hay para las otras —contestó Okka sin conmoverse.

Nils pensaba que ya debía ser tiempo de ponerse en camino hacia el sur porque nevaba mucho y la tierra estaba blanca en toda su extensión visible. Últimamente lo habían pasado bastante mal allá arriba, en el valle de las montañas. La lluvia, la tempestad y la niebla se sucedían sin interrupción y si alguna vez se aclaraba un poco el tiempo, no tardaba en sobrevenir alguna helada. Las bayas y las setas con las que Nils se alimentara, heláronse o echáronse a perder, y al cabo había tenido que comer pescado crudo, que no le gustaba. Los días acortaban ya mucho, las noches eran largas y los amaneceres eran terriblemente lentos para cualquiera que no pudiera dormir mucho después de la puesta del sol. Finalmente, fortaleciéronse las alas de los patos y pudieron comenzar el viaje hacia el sur. Nils cantaba y reía al mismo tiempo, de contento. No deseaba abandonar la Laponia sólo porque allí no alumbrara el sol, hiciera frío y escaseara la comida: había otra cosa que le arrastraba hacia la Escania.

Las primeras semanas habíalas pasado bastante bien en el país. ¡Experimentaba tanto placer viendo la Laponia! Lo único que le molestaba eran los enjambres de mosquitos que amenazaban devorarle.

Emprendía largos paseos con Okka y Gorgo. Desde lo más alto del Kebnekajse nevado, había contemplado los glaciares que rodeaban la base del cono blanco y escarpado. Okka habíale llevado a visitar los valles más ocultos y héchole ver las cavernas, donde las lobas amamantaban a sus pequeños. Había trabado conocimiento con los renos, que pacían en grandes rebaños a orillas del hermoso lago de Torne y llegado hasta las grandes cascadas de Sjöfallet, para saludar a los osos que permanecen allí. El país aparecíasele como algo soberbio, y aun sintiendo la satisfacción de verlo no deseaba habitarlo. Okka tenía razón al decir que los colonos obrarían cuerdamente si lo abandonaran a los osos, lobos, renos, patos silvestres, mochuelos blancos, y a los lapones, que parecen nacidos para vivir allí.

¡Ah, qué feliz era al ver que seguía el camino de la Escania! Al divisar el primer bosque de abetos, agitó su gorra alegremente y saludó con un ¡hurra! las primeras casitas grises de los campesinos, las primeras cabras, el primer gato, las primeras gallinas. Pasaba por encima de las soberbias cascadas y veía a su derecha los altos picos de las montañas; pero apenas si los miraba. Cuando descubrió la capilla de Kvickjock, con su pequeño presbiterio y la aldea que la rodea, ya fue otra cosa. Le pareció tan bello este rincón que las lagrimas saltaron de sus ojos.

A cada instante se cruzaba con los patos emigrantes que volaban en grupos más numerosos que en la primavera.

—¿Adónde vais, patos silvestres? ¿Adónde vais? —preguntaban los pájaros.

—¡Vamos al extranjero, como vosotros! ¡Vamos al extranjero! —respondían los patos.

—Vuestros pequeñuelos no son bastante fuertes —gritaban los otros—. No franquearán el mar mientras tengan las alas tan débiles.

Los renos y los lapones se disponían a abandonar las montañas. Descendían en medio del mayor orden: abría marcha un lapón al que seguía un rebaño presidido por grandes toros, un grupo de renos con las tiendas y bagajes a cuestas y, por último, cerrando el cortejo, siete u ocho personas. Al ver a los renos, descendieron un poco los patos silvestres, para gritarles: «¡Hasta la vista! ¡Hasta el verano próximo! ¡Hasta el verano próximo!».

—Buen viaje y que regreséis bien —respondieron los renos.

Los osos, viendo partir a los patos, los mostraban a los oseznos, gruñendo:

«¡Mirad a esos miedosos que temen el frío y no quieren pasar el invierno en sus casas!».

Pero las patas viejas, no cortas de lengua, contestaban:

«Mirad a esos holgazanes que prefieren dormir la mitad del año, antes que tomarse la molestia de emigrar».

En los bosques de abetos veíase a los gallos silvestres frotándose unos contra otros, erizados y transidos de frío, mientras miraban envidiosos a todas las bandadas, de pájaros que se dirigían hacia el sur entre exclamaciones de alegría:

«¿Cuándo nos llegará la vez? ¿Cuándo nos llegará la vez?», preguntaban a sus madres.

—Vosotros permaneceréis con vuestros padre y madre —respondía la gallina—. Vosotros permaneceréis aquí con vuestros padre y madre.

EL MONTE OESTBERG

Mientras los patos volaron por la Laponia disfrutaron de buen tiempo; pero apenas entraron en el Jämtland quedaron envueltos en nieblas impenetrables y descendieron sobre la cumbre de una colina. Nils creyó hallarse en un país habitado, porque se imaginaba percibir la voz de los hombres y el chirrido de los vehículos. Hubiera preferido refugiarse en una granja; pero temía perderse entre la niebla. Todo destilaba agua y despedía humedad. De la punta de cada brizna de hierba caían gotas constantemente y observaba que al menor movimiento descargaban sobre él verdaderas duchas.

Al cabo dio algunos pasos en busca de un refugio y advirtió ante él un edificio muy alto, pero no muy grande. La puerta estaba cerrada y el edificio deshabitado. Nils comprendió que aquello sólo podía ser una torre erigida en aquel punto para contemplar mejor el paisaje. Y volvió a donde estaban los patos.

—Mi buen pato, ponme sobre tus lomos y llévame a lo alto de aquella torre que hay allá. Tal vez encuentre un rincón seco donde dormir.

El pato obedeció y dejóle en lo alto de la torre, donde el muchacho quedóse dormido hasta que el sol de la mañana le dio en pleno rostro. Al abrir los ojos no pudo darse cuenta en un principio del lugar en que se hallaba. Habituado a los desiertos de la Laponia, creyó que era un cuadro aquella extensión de tierra tan cultivada y habitada. Además, el sol naciente revestía las cosas de coloraciones extraordinarias.

La torre estaba construida sobre una montaña, en medio de una isla situada cerca de la ribera oriental de un gran lago. Este lago ofrecía en tal momento un matiz tan rosado como el cielo. Las riberas amarilleaban por los bosquecillos que el otoño había dorado y por el rastrojo de los campos. Tras esta franja amarillenta destacábase el cinturón sombrío del bosque de abetos, sobre el cual dibujábase al este la línea azulada que trazaban las colinas; a lo largo del horizonte occidental corría en forma de arco una cadena de montañas deslumbrantes, puntiagudas, dentelladas, de un color tan dulce y suave, que no puede determinarse, y acerca del cual no hubiera podido decir Nils si era rojo, blanco o azul; no hay nombre que pueda designar semejante color. En la parte amarilla que por uno de sus lados rodea al lago, se elevaban, aquí y allá, iglesias blancas y caseríos colorados, y hacia el este, a la otra parte del estrecho que separa la isla de la tierra firme, adosada a una montaña protectora, se extendía en la ribera una ciudad en medio de un terreno fértil y cultivado.

—He aquí una ciudad que ha sabido procurarse una buena situación —pensó Nils—. Quisiera saber cuál es su nombre.

En este momento experimentó gran sobresalto. Sumido en la contemplación del país, no se había dado cuenta hasta entonces de que algunos visitantes subían por la torre. Ascendían con tal rapidez por la escalera que apenas si tuvo tiempo para meterse en un agujero.

Tratábase de un grupo de muchachas y muchachos que hacían una excursión a pie a través del Jämtland. Al llegar a lo alto felicitáronse de haber llegado a la ciudad de Oestersund la víspera por la tarde, para gozar al amanecer del bello espectáculo que ofrece la vista del Fröso, donde se distinguen más de veinte poblaciones. Señalábanse unos a otros las iglesias y las montañas. Todos estaban de acuerdo en que las más próximas eran las montañas de Ovik; pero ¿cuál de aquellas cumbres era la del Areskutan?

Una jovencita sacó de su bolsa un mapa que desplegó sobre sus rodillas y todos se sentaron para examinarlo. Nils mostrábase inquieto porque su presencia allí se iba prolongando demasiado. El pato no vendría en su busca mientras estuviesen aquellos jóvenes en la torre, y no ignoraba que los patos tenían prisa de continuar su viaje. En medio de la conversación de los turistas; creyó oír por un momento el chillido de los patos y el batir de sus alas; pero no se atrevió a salir de su escondite.