IV.
LA VIEJA CASA DE GLIMMINGE
LAS RATAS NEGRAS Y LAS RATAS GRISES
AL SUDESTE DE la Escania, no lejos del mar, se eleva un viejo castillo que lleva el nombre de Glimminge. Se compone de un solo cuerpo de edificio de piedra, alto, grande y sólido. Se le ve desde varías millas de distancia. No tiene más altura que la de cuatro pisos, pero es tan enorme, que una casa como las que se construyen ordinariamente, puesta en el patio, tendría todo el aspecto de una casa de muñecas.
Son tan gruesas las paredes exteriores e interiores y las bóvedas, que apenas si queda sitio dentro para otra cosa. Las escaleras son estrechas, los vestíbulos pequeños y las salas poco numerosas. Para que los muros tengan la mayor solidez, sólo hay un reducido número de ventanas en los pisos superiores; a ras del suelo, solamente había estrechos orificios para dar paso a la luz. En los tiempos antiguos, cuando se vivía en perpetua guerra, se mostraban los hombres tan contentos de encerrarse en el interior de esta construcción tan sólida e imponente, como se muestran en nuestros días al enfundarse una pelliza en pleno invierno; pero cuando llegaron las dulces horas de la paz, no quisieron permanecer encerrados en las salas de piedra, lúgubres y frías, del viejo castillo. Y hace mucho tiempo que abandonaron el vasto castillo de Glimminge para establecerse en habitaciones confortables y abiertas a la luz y al aire.
En los días que Nils Holgersson iba de aquí para allá con los patos silvestres, no había ningún ser humano en Glimminge, que, sin embargo, no estaba falto de habitantes. En el tejado había un gran nido que en verano habitaban muchas cigüeñas; en el granero vivían buen número de mochuelos; en los corredores secretos de los muros refugiábanse infinidad de murciélagos; un gato viejo habíase establecido en la chimenea de la cocina; y por la bodega corrían algunos centenares de ratas de la vieja especie negra.
Las ratas no son muy apreciadas de los otros anímales; pero las ratas negras de Glimminge constituyen una excepción. Siempre se las nombraba con respeto, porque habían dado pruebas de mucha bravura en las luchas con sus enemigos, y de una gran fuerza de resistencia, después de las desgracias que se habían cebado en su pueblo. Pertenecían a un pueblo de ratones que en otros tiempos fue muy numeroso y fuerte y que se extinguía ya. Durante muchos años las ratas negras habían poseído todo el país de la Escania. Se las encontraba en las bodegas, en los graneros, en las trojes y en los caminos, en los almacenes de víveres y en las carnicerías, en los establos y en las cuadras, en las iglesias y en los castillos, en los molinos y en las destilerías, en todos los lugares construidos por los hombres; pero ahora habían sido cazadas de todas partes y casi exterminadas.
Apenas por acá y acullá, en sitios aislados y desiertos, encontrábanse algunas; en Glimminge las había aún en número bastante crecido.
Por lo general, cuando desaparece alguna raza de animales, son los hombres la causa de ello; pero no en este caso. Los hombres habían declarado la guerra, ciertamente, a las ratas negras; pero no lograron conseguir gran cosa. Los que las vencieron pertenecían a otro pueblo de la misma especie: a las ratas grises.
Estas ratas grises no habitaban el país desde tiempo inmemorial, como las ratas negras. Descendían de algunos pobres colonos que cien años antes, a lo sumo, desembarcaron en Malmö, de un navío procedente de Lubeck. Eran unas pobres ratas miserables, famélicas y sin hogar, que vegetaban en el mismo puerto, nadando entre las estacas, bajo los puentes, y alimentándose de los detritos que los hombres arrojaban al agua. Jamás se aventuraban a entrar en la ciudad, ocupada por las ratas negras.
No obstante, su número fue creciendo poco a poco y su atrevimiento haciéndose mayor. Comenzaron por instalarse en algunas viejas casas abandonadas que las ratas negras desalojaron. Buscaban su sustento en los arroyos y albañales y recogían todos los residuos que las ratas negras dejaban. Eran fuertes e intrépidas y se contentaban con poco; en pocos años llegaron a sumar bastante número para echar a las ratas negras de Malmö. Poco a poco iban tomándoles los graneros, las cuevas y los almacenes, obligándolas a rendirse por hambre o matándolas, porque no temían la lucha.
Una vez tomado Malmö partieron en grandes y pequeños grupos a la conquista del país entero. No es fácil comprender por qué las ratas negras se abstuvieron de reunirse con el fin de exterminar en una guerra encarnizada a las ratas grises antes de que llegaran a ser muy numerosas. Esto debióse, probablemente, a que las ratas negras se sentían tan superiores en poder que no concebían la posibilidad de destruirlas. Permanecieron tranquilas en sus dominios y durante este tiempo las grises arrebatáronles granja tras granja, aldea tras aldea, ciudad tras ciudad. Y debieron ceder paso a paso, rendidas por el hambre, cazadas, exterminadas. En la Escania sólo pudieron retener una sola plaza, Glimminge.
El viejo castillo tenía unas paredes tan seguras y un tan pequeño número de entradas que las ratas negras habían logrado defenderse de la invasión. La lucha entre defensores y asaltantes se había prolongado noches y noches durante años; las ratas negras defendían bien sus posiciones y se batían con el más grande desprecio a la muerte; y gracias a la disposición del viejo castillo habían salido siempre victoriosas.
Hay que añadir que las ratas negras se habían hecho tan odiosas durante el tiempo de su dominación, de todas las otras criaturas vivientes, que las ratas grises lo eran también ahora, y con razón. Habían atacado a pobres prisioneros encadenados en sus calabozos; habían devorado con fruición los cadáveres; habían robado el último mendrugo de pan de la cueva habitada por el pobre; mordido los pies de los patos dormidos; saqueado los gallineros, apoderándose de los huevos y los polluelos; en resumen, habían cometido mil fechorías; pero desde que cayeron en el infortunio, todo parecía haberse olvidado, y no se podía menos que admirar a los supervivientes de la raza que tan briosamente se defendió contra sus enemigos.
Las ratas grises que habitaban el castillo de Glimminge y sus alrededores, proseguían la guerra sin descanso, acechando la ocasión de apoderarse de él. Cabía suponer que dejasen tranquila en Glimminge a la pequeña tribu de las ratas negras, ya que poseían el resto del país; pero no era éste su propósito. Decían que era una cuestión de honor vencer a las ratas negras; los que las conocían no ignoraban que esto era simplemente porque los hombres empleaban el castillo para almacén de cereales, de los que las ratas grises querían apoderarse a toda costa.
LA CIGÜEÑA
Sábado, 26 de marzo.
A primera hora de la mañana los patos silvestres que dormían de pie sobre el hielo del lago de Vombsjö, fueron despertados por unos gritos agudos que venían del cielo. «¡Triop triop!» se escuchaba. Trianuta, la grulla, saludó a Okka y a su bandada. Seguidamente le hizo saber que al día siguiente se celebraba el gran baile de las grullas en Kullaberg.
Okka extendió al punto su cuello y contestó:
—¡Salud y gracias! ¡Salud y gracias!
Las grullas prosiguieron su vuelo y los patos silvestres continuaron oyendo, durante un buen espacio de tiempo, como anunciaban por encima de los campos y los bosques, lo siguiente:
—Trianuta envía a decir que mañana es el gran baile de las grullas, en Kullaberg.
Los patos silvestres quedaron muy contentos ante este mensaje.
—Tendrás la suerte de ver el hermoso baile de las grullas —le dijeron al gran pato blanco.
—¿Pero tan maravillosa es ver bailar a las grullas? —preguntó.
—Es algo que tú no has podido ni soñar —le respondieron.
—Hay que pensar en lo que debemos hacer mañana con Pulgarcito, para que no le ocurra nada malo mientras nosotros permanezcamos en Kullaberg —dijo Okka.
—Pulgarcito no se quedará solo —respondió el pato—. Si las grullas no permiten que vea su baile tampoco iré yo.
—Ningún ser humano ha presenciado todavía la reunión de los animales en Kullaberg —dijo Okka— y no seré yo quien se atreva a llevar a Pulgarcito. Pero ya hablaremos de esto más tarde. Ahora hay que ver si encontramos algo con qué alimentarnos.
Okka dio la señal de partida. Esta vez también condujo muy lejos a su gente, a causa de haber advertido la presencia de Esmirra, la zorra, abatiendo su vuelo cerca de los prados inundados al sur de Glimminge.
Nils pasó el día sentado a la orilla de un estanque, tocando la flauta. Estaba de un humor de mil diablos, porque no le querían llevar a ver el baile de las grullas, y no pensaba dirigir la palabra a Martín ni a los patos.
Le molestaba que Okka no tuviera confianza en él. Desde el momento que renunciaba a su condición de hombre para viajar con unos pobres patos silvestres, debían comprender que no abrigaba la menor intención de traicionarles; cuando él lo había sacrificado todo por seguirles, su deber consistía en mostrarle tantas cosas como fuese posible. «Es preciso que les diga lo que pienso», murmuraba. Pero las horas pasaban sin que se decidiera a ello. Puede parecer algo extraño, pero la presencia de la vieja pata guía le infundía un gran respeto. No podía rebelarse contra su voluntad.
El prado pantanoso por donde cruzaban los patos, estaba bordeado de un muro de piedra. Cuando al llegar la tarde levantó la cabeza el muchacho para hablar a Okka, sus ojos se fijaron en este muro. Lanzó un débil grito de asombro y todos los patos elevaron sus ojos para mirar en la misma dirección. En el primer momento se hubiera dicho que las piedras obscuras de que estaba construida la pared, tenían patas y corrían; pero pronto echaron de ver que eran ratas que pasaban a bandadas. Corrían presurosas y sus filas eran tan compactas y numerosas que cubrieron el muro durante un buen rato.
Cuando Nils era alto y robusto, ya les tenía miedo a las ratas. Y ahora, con mayor motivo: era tan pequeño que dos o tres ratas podían dar buena cuenta de él. Nils se estremeció, y, cosa rara, los patos parecían profesar el mismo horror a las ratas. No les dirigieron la palabra para nada, y cuando hubieron pasado, agitaron sus alas, tal como si sus plumas hubiesen sido salpicadas de barro.
—¡Cuántas ratas grises! —dijo Yksi—. No es buena señal.
Nils creyó llegado el instante favorable para decirle a Okka que le llevase a ver el baile de Kullaberg; pero se lo impidió la aparición de un pájaro muy grande.
Al verle se hubiera dicho que había imitado el cuerpo, el cuello y la cabeza de un pequeño pato blanco. Pero, además, habíase procurado grandes alas negras, altas patas coloradas y un pico largo y fuerte, excesivamente grande para su cabecita; este pico tan pesado hacíale doblar la cabeza, dándole un aspecto tristón y melancólico.
Okka extendió rápidamente sus alas, saludó un gran número de veces con la cabeza y avanzó hacia la cigüeña. No se asombró mucho de verla ya en la Escania, porque sabía que en la primavera los machos se adelantaban con el fin de asegurarse de si los nidos han desaparecido durante el invierno, antes de que las hembras se tomaran el trabajo de atravesar el Báltico; pero le sorprendía que la cigüeña compareciera ante ella, porque generalmente no visitan a nadie más que a las gentes de su raza.
—Espero que no encuentres tu nido en mal estado, señor Ermenric —dijo Okka.
Una vez más pudo comprobarse que no se miente al afirmar que una cigüeña no puede abrir el pico sin lanzar un gemido. Esta parecía tanto más digna de lástima por cuanto experimentaba una gran dificultad para articular las palabras; su pico castañeteó un buen momento antes de hacer oír su voz cascada y débil. Se lamentaba de todo: el nido, construido en la techumbre de Glimminge, había sido destrozado por las tormentas invernales y en la Escania era difícil encontrar algo que comer. Los escanianos se apoderaban cada día más de lo que necesitaban. Agotaban los prados y cultivaban los aguazales. Acabaría por abandonar aquél país, al que nunca más volverían.
Mientras la cigüeña iba exponiendo sus lamentaciones, Okka, la pata silvestre, que en ninguna parte encontraba protección ni abrigo, pensó: «Si yo fuera tan feliz como tú, señor Ermenric, tendría vergüenza de condolerme de ese modo. Tú has logrado ser un pájaro salvaje y libre, y, además, tan respetado por los hombres que nadie ha de dispararos su escopeta ni hurtar un huevo de vuestro nido». Pero se reservó su pensamiento.
La cigüeña preguntó al instante si los patos habían visto desfilar las ratas grises que se dirigían hacia Glimminge; y al oír la respuesta afirmativa de Okka, el señor Ermenric le refirió la historia de las valientes ratas negras, que tantos altos habían defendido el castillo.
—Pero esta noche, Glimminge caerá en poder de las ratas grises —terminó diciendo con un suspiro.
—¿Por qué esta noche, señor Ermenric? —preguntó Okka.
—Todas las ratas negras marcharon ayer a Kullaberg porque saben que los otros animales irán también; pero las ratas grises se han abstenido de ir y ahora se reúnen para penetrar este noche en el castillo, sólo defendido por algunos ratones viejos, sin fuerzas para llegar hasta Kullaberg. Las ratas grises saldrán con la suya; pero yo he vivido tantos años en buena armonía con las ratas negras, que no me seduce habitar ahora en el mismo sitio que sus enemigos, Okka comprendía muy bien que la cigüeña, irritada contra el proceder de las ratas grises, había venido a buscarla para desahogarse con ella. Mas, según costumbre en las cigüeñas, nada había hecho para evitar aquel desastre.
—¿Has enviado algún mensaje a las ratas negras, señor Ermenric? —interrogó Okka.
—¿Para qué? Les faltará tiempo para regresar antes de la toma del castillo.
—No es esto tan seguro como os parece, señor Ermenric —contestó Okka—. Conozco una vieja pata silvestre que no quiere otra cosa que impedir tan gran atrocidad.
Al oír la cigüeña estas palabras, levantó la cabeza y miró a Okka con ojos muy abiertos.
En efecto, la vieja Okka no tenía garras ni pico propios para combatir. Además era un pájaro de día; apenas llegada la noche se rendía al sueño, quisiera o no quisiera, mientras que las ratas podían luchar aun en medio de la obscuridad.
Pero Okka estaba resuelta a prestar su ayuda a las ratas negras. Llamó a Yksi y le ordenó que condujera los patos a Vombsjö, y a las objeciones que el otro le opuso, respondió con autoridad:
—Lo mejor para todos nosotros es que me obedezcáis. Es preciso que yo vuele hasta aquella gran casa de piedra y si tú me acompañas será fácil que los habitantes de la granja nos descubran y disparen contra nosotros. El único que vendrá conmigo es Pulgarcito, que podrá serme útil porque tiene muy buena vista y puede estar despierto durante la noche.
El muchacho estaba aquel día de un humor de perros; al escuchar las palabras de Okka irguióse para fingirse mayor y avanzó con las manos cruzadas detrás y la mirada retadora para decirle que no le era muy agradable luchar con los ratones. Okka haría mejor escogiendo a uno de sus compañeros.
Apenas compareció el muchacho, comenzó a excitarse la cigüeña. Hasta entonces había permanecido con la cabeza baja y el pico apoyado en su cuello, como es costumbre en las cigüeñas; mas he aquí que, de pronto, prorrumpió en un gorgojeo como si riera. Extendió el pico, cogió al muchacho bruscamente y lo lanzó a dos o tres metros de altura. Y repitió la acción siete veces más sin prestar oído a los ayes del muchacho ni a los quejidos de los patos, que gritaban:
—¿Qué es lo que os ha dado, señor Ermenric? ¡Eso no es una rana, es un hombre, señor Ermenric!
La cigüeña acabó por recoger al muchacho y ponerle en tierra sano y salvo. Después, díjole a Okka:
—Yo me vuelvo a Glimminge, señora Okka. Todos sus moradores estaban muy inquietos cuando les he dejado. Se pondrán muy contentos cuando sepan que Okka, la pata silvestre, y Pulgarcito, el chiquitín, correrán a salvarles.
Dicho esto alargó el cuello, extendió las alas y voló rápida como una flecha disparada con un arco muy tirante. Okka comprendió que el señor Ermenric se burlaba, pero fingió ignorarlo. Esperó a que el muchacho recogiera los zapatos que la cigüeña le había hecho perder, lo puso sobre sus espaldas y emprendió el vuelo tras la cigüeña. El muchacho no opuso resistencia y procuró ocultar su intención. Estaba tan furioso contra la cigüeña que rugía de cólera. Ese zancudo de patas coloradas se imaginaba, sin duda, que Nils no servía para nada al verle tan pequeño; pero ya le demostraría de qué era capaz Nils Holgersson, de Vestra Vemmenhög.
Un instante después Okka posábase sobre el nido de cigüeñas en la techumbre de Glimminge. Era un nido magnífico. Había allí una especie de alfombrilla formada por varias capas de ramaje y hierba. Estaba allí desde tantos años que habían arraigado varias plantas y zarzas, y cuando la madre cigüeña incubaba sus huevos en la suave hendidura del centro del mullido lecho, podía gozar del panorama de una buena parte de la Escania, rodeada de plantas y flores.
Desde el primer momento Okka y el muchacho pudieron darse cuenta de que todo andaba revuelto en la casa. Allí anidaban dos mochuelos, un viejo gato gris y una docena de ratones decrépitos, de dientes prominentes y ojos pitañosos. No eran estos los anímales que habitualmente se encuentran en reuniones pacíficas.
Ninguno de ellos volvióse para mirar a Okka y darle la bienvenida. Entregados por entero a sus preocupaciones seguían con la mirada las largas filas grises que entreveíanse en los campos, pelados por el rigor del invierno. Las ratas negras, enmudecidas, sentíanse cada vez mas desconsoladas; no había esperanza; se daban perfecta cuenta de que no podrían defender el castillo ni su propia vida. Los dos mochuelos movían sus ojos redondos, haciendo virar sus anteojos de plumas, y hablaban con voz siniestra y áspera de la gran crueldad de las ratas grises. No tendrían más remedio que abandonar su nido, porque habían oído decir que no respetaban los huevos ni los pajarillos. El viejo gato atigrado estaba seguro de que las ratas grises le matarían, y llegaban en tan gran número que no hacía más que decir a las ratas negras:
—¿Cómo habéis podido cometer la tontería de dejar partir a vuestros mejores guerreros? ¿Cómo habéis confiado tanto en las ratas grises? Eso es imperdonable.
Las doce ratas negras no se atrevían a chistar; pero la cigüeña, a pesar de su enojo, no dejaba de impacientar un poco al gato, diciendo con sorna:
—¡No temas nada, infeliz! ¿No ves que la señora Okka y Pulgarcito han venido a salvar el castillo? Ten por seguro que triunfarán. Ahora voy a echarme a dormir, cosa que haré con la mayor tranquilidad. Mañana, cuando me despierte, no quedará ni un solo ratón gris en Glimminge.
El muchacho guiñó el ojo a Okka, advirtiéndole que quería empujar y hacer rodar por tierra a la cigüeña cuando ésta se hallase dormida, apoyada sobre una sola pata, en uno de los extremos del nido; pero Okka le retuvo.
En su aspecto no demostraba mucho enfado.
—Seria de muy mala condición —dijo— si a mi edad no pudiera vencer mayores dificultades que ésta. Sólo con que esta pareja de mochuelos, que pueden pasar la noche sin dormir, quisieran llevar algunos avisos de mi parte, todo podría salir a medida de nuestros deseos.
Los dos mochuelos se mostraron dispuestos a ejecutar sus órdenes. Okka encargó al marido que fuese a buscar a los ratones negros que habían partido para ordenarles que volvieran a su refugio. La madre mochuelo fue enviada en busca de Flama, el mochuelo que habitaba en la torre de la catedral de Lund. Debía llevar un mensaje tan secreto que Okka apenas si se atrevió a comunicárselo al oído, en voz casi imperceptible.
EL ENCANTADOR DE RATONES
Casi era media noche cuando los ratones grises descubrieron un ventanuco abierto. Se hallaba en el muro, a bastante altura del suelo, pero lograron acertar el camino y no pasó mucho tiempo sin que el más audaz de los ratones escalara la abertura, pronto a introducirse en el castillo, ante cuyas paredes habían muerto tantos de sus antecesores.
El ratón gris permaneció un momento inmóvil en el ventanuco, esperando ser atacado. El cuerpo principal del ejército de los defensores estaba ausente; pero el ratón gris suponía que las ratas negras que quedasen en el castillo no se entregarían sin oponer resistencia. Con el corazón oprimido trataba de percibir los más insignificantes ruidos, pero todo permanecía en silencio. Esto dio nuevos ánimos al jefe de los ratones grises, que saltó al interior de la cueva obscura.
Los otros siguieron a su jefe, uno tras otro. Se deslizaban hacia el interior del castillo con mucha prudencia, esperando ser sorprendidos. No siguieron adelante hasta que faltó sitio para nuevos invasores.
Aunque no habían entrado nunca en el castillo, no encontraron ninguna dificultad para continuar su camino. Poco después descubrían entre las paredes los orificios por donde los ratones negros ascendían a los pisos superiores. Pero antes de decidirse, prestaron oído. Esta ausencia de enemigos les inquietaba mucho más que los riesgos de una lucha abierta. No se atrevieron a creer en su felicidad hasta que llegaron al primer piso.
Una vez allí, les dio en las narices el olor del trigo amontonado. Pero aun era prematuro todo canto de victoria. Primero husmearon detenidamente en las vastas piezas desnudas. Escalaron la chimenea que ocupaba el centro de la ancha cocina y estuvieron a punto de caer en el pozo situado en una de las piezas del fondo. Atalayaron todos los caminos desde las pequeñas ventanas, pero no descubrían las ratas negras. Entonces creyéronse dueños de este piso. Y con la misma prudencia comenzaron a escalar el segundo. Fue una nueva ascensión, penosa y arriesgada, a través de las viejas paredes; esperaban ser atacados de manera ruda e imprevista. Y aunque se sentían atraídos por el grato perfume que exhalaba el trigo, creíanse en el caso de examinar con el mayor orden la sala de las columnas donde montaban la guardia los soldados de otros tiempos, con su mesa de piedra, el fogón, los profundos huecos de las ventanas y los orificios del suelo, por los que en la antigüedad echábase plomo fundido sobre el enemigo.
Los ratones negros continuaban invisibles. La gran sala del dueño del castillo estaba tan fría y desnuda como las demás. Llegaron, por último, al piso superior, que constaba de una vasta sala vacía. El único sitio que no pensaron en reconocer fue el gran nido de cigüeñas que había en el tejado, y donde precisamente en aquel instante despertaba a Okka el mochuelo hembra para anunciarle que Flama, el mochuelo de la torre, había accedido a su requerimiento, enviándole lo que necesitaba.
Después de haber recorrido detenidamente todo el castillo, se consideraron tranquilos los ratones grises. Comprendiendo que los ratones negros habían huido, renunciando a presentar combate, precipitáronse radiantes de satisfacción sobre los montones de trigo. Apenas si habrían devorado algunos granos cuando oyeron en el patio el agudo sonido de un pito. Levantaron la cabeza, escucharon con inquietud y dieron algunas vueltas como disponiéndose a abandonar los montones codiciados; pero no tardaron en reanudar el opíparo banquete, mordisqueando en el trigo.
El pito resonó de nuevo, agudo y penetrante; entonces ocurrió algo extraordinario. Un ratón, dos ratones, un ejército de ellos abandonaron el trigo y se lanzaron por el camino más corto dispuestos a salir de la casa. Otros muchos quedaron inmóviles. Pensaban en los trabajos que les había costado la toma de Glimminge y no querían evacuarlo. Pero al oír por tercera vez el sonido del pito siguieron el camino de los demás. Se atropellaban locamente, corrían por los estrechos orificios de las paredes y se pisoteaban por salir antes.
En medio del patio había un hombrecito que tocaba el pito y en su torno un círculo de ratones le escuchaban sorprendidos y encantados. A cada minuto llegaban nuevos ratones. Sólo un instante quitóse el pito de la boca para hacerles un palmo de narices a los ratones; hubo un momento en que parecían dispuestos a arrojarse sobre él para devorarle; pero su cólera quedaba desarmada apenas el hombrecito volvía a tocar el pito.
Cuando el buen pequeñín hizo que todos los ratones salieran de Glimminge, marchó hacia la carretera andando lentamente, seguido de todos sus oyentes. Las notas del pito sonaban tan dulcemente en sus oídos que no podían resistir a su encanto.
El hombrecito les llevó hacia la parte de Vallby. Conducíales por mil senderos a través de vallados y barrancos; y le seguían por todas partes. No dejaba de tocar su pito, que parecía hecho con un cuerno de animal, pero tan pequeño que no ostenta iguales ningún animal de nuestros días. Nadie hubiera podido decir que lo había fabricado él. Flama, el mochuelo de la torre, se lo había encontrado en uno de los tragaluces de la catedral de Lund. Lo enseñó a Bataki, el cuervo, y ambos convinieron en que era uno de esos cuernos de que se servían los antiguos para encantar a las ratas y a los ratones. El cuervo era amigo de Okka y fue él quien le comunicó que Flama tenía aquel tesoro.
Y era cierto que las ratas no podían resistir el encanto del pito. El muchacho anduvo tanto tiempo como duró el resplandor de las estrellas, y no dejaron de seguirle, de seguirle siempre. Tocaba a la hora del alba, tocaba a la salida del sol y la multitud de ratas le acompañaba, distanciándose cada vez más de los vastos graneros de Glimminge.