XL.
UN DÍA EN HALSINGLAND

Jueves, 16 de Junio

AL DÍA SIGUIENTE atravesaba Nils el Halsingland. El paisaje de primavera se extendía ante sus ojos; los pinos y los abetos mostraban sus brotes de verde claro, los abedules sus bosquecillos de hojas tiernas, los prados su hierba de un nuevo verdor y los campos un tapiz de jóvenes trigales. Era un país accidentado y lleno de bosques; lo atravesaba un valle que dibujaba una clara mancha y del cual surgían otros valles estrechos y cortos, y también largos y anchos.

«Este país —pensó Nils— es verde como una hoja y los valles se ramifican como si fueran los nervios de esa hoja».

En medio del valle central discurría un río que en diversos puntos se ensanchaba, formando lagos. En las orillas del río había prados a los cuales sucedían, un poco más allá, los campos; y, por último, en los linderos del bosque, se elevaban las granjas, grandes, bien construidas, que sucedíanse sin interrupción. Las iglesias erguíanse al lado del río y en torno de ellas se agrupaban las aldeas.

Era un hermoso país. El muchachito pudo verlo todo a su gusto, porque el águila remontaba los valles uno tras otro en busca del pequeño músico ambulante Klement Larsson.

Al avanzar la mañana había una animación extraordinaria en muchas granjas. Las puertas de los establos se abrían de par en par y daban suelta al ganado. Eran hermosas vacas blancas, de corta estatura, ágiles, de paso firme, alegres y saltadoras. Tras ellas iban los becerros y los corderos, y su júbilo por salir, después del invierno larguísimo, se manifestaba en saltos y patadas.

Dos muchachas, con su saco al hombro, corrían entre los animales. Un muchacho, provisto de una larga vara, se esforzaba por impedir que los corderos se desbandaran. Un perro se deslizaba entre las vacas aullando y ladrando. El granjero enganchaba un caballo a la carreta cargada de botes de manteca vacíos, de cajitas de queso y de provisiones. Todo el mundo reía y cantaba; las gentes se mostraban tan felices como los animales.

Por último, el ganado se puso en marcha hacia el bosque. Una joven que iba a la cabeza, lanzaba de vez en cuando gritos sonoros. El ganado la seguía. El pastor y el perro corrían en todas direcciones para cerciorarse de que no se rezagaba ningún animal. El campesino y su criado cerraban el cortejo, reteniendo cada uno de un lado la carreta, que saltaba sobre el estrecho sendero pedregoso.

Era aquél, decididamente, el día en que, según la costumbre, los granjeros del Halsingland envían sus rebaños a pasar el verano en el bosque, porque de cada valle veíanse salir y penetrar en los bosques alegres cortejos. Del fondo sombrío del bosque salieron durante toda la jornada los gritos de las pastoras y el tintineo de las esquilas.

Hacia la tarde llegábase a lugares donde se elevaba un pequeño establo y dos o tres cabañas grises. Al entrar en el estrecho encerradero mugían alegremente las vacas al reconocer su pasto veraniego; y se ponían a saborear en seguida la hierba tierna y olorosa. La gente transportaba a una de las cabañas los objetos que llevaba la carreta, agua y leña. El humo no tardaba en salir por la chimenea y las jóvenes, el pastorcito y los hombres se instalaban al poco rato en torno de una piedra plana que servía de mesa, dispuestos a devorar la comida.

Gorgo, el águila, estaba seguro de encontrar al pequeño músico ambulante entre las gentes que subían hacia los chalets; pero las horas pasaban sin que se le descubriera. Después de haber volado sobre el país en todas direcciones, el águila decidióse a bajar a la caída de la tarde sobre un chalet aislado en la cumbre de la montaña. Las gentes y el ganado acababan de llegar. Los hombres cortaban la leña mientras las hijas de la granja se ocupaban en ordeñar las vacas.

—¡Mira allá abajo! —dijo Gorgo—. Creo que es aquél.

Y al descender muy bajo, Nils reconoció, no sin asombro, que el águila tenía razón. En efecto, el pequeño Klement Larsson cortaba leña en el cercado del chalet.

Gorgo descendió sobre un árbol algo alejado de las casas.

—Yo he cumplido lo que te prometí —le dijo—. Ahora trata de quedar bien con ese hombre. Te espero en lo alto de este pino copudo.

En el chalet había acallado el trabajo del día y la gente conversaban después de haber cenado. Hacía mucho tiempo que no se había pasado una noche de verano en el bosque y ello quitaba a todos el sueño. Además, era aún de día. Las jóvenes iban dejando ya el trabajo y miraban hacia los bosques, sonriéndose unas a otras.

—¡Henos otra vez aquí! —decíanse suspirando satisfechas. La agitación del pueblo se borraba de sus espíritus y el bosque las iba envolviendo en su paz profunda. Cuando estaban en casa y pensaban que pasarían todo el verano solas en el bosque, creían que apenas si podrían soporta tal soledad; pero recién llegadas a las cabañas comprendían que el tiempo pasado allí era el más feliz de su vida.

De súbito, la mayor de las muchachas, levantando la vista de la labor, dijo alegremente:

—No debemos permanecer esta noche en silencio, cuando tenemos entre nosotros a dos cuentistas. Uno es Klement Larsson, que está junto a mí, y el otro es Barnhard de Sunnansjö, que está ahí, con la mirada fija en la colina Black. Creo que podríamos pedirles que refiriesen un cuento y yo prometo entregar este pañuelo que estoy terminando al que diga el cuento que nos resulte más agradable.

Esta proposición mereció una entusiasta acogida, y aunque los llamados a tomar parte en esta contienda, hicieron algunas observaciones, acabaron por cumplir la voluntad de los demás.

Klement requirió a Barnhard que comenzara, y éste accedió. Conocía poco a Klement Larsson, y suponiendo que refiriese un cuento de brujas y duendes, lo que de ordinario gustaba a las gentes, creyó prudente referir algo de este estilo, y comenzó diciendo:

—Hace varios siglos regresaba montado a caballo, a través de un espeso bosque y en la noche de año nuevo, un cura párroco de Delsbo, que venía de dar los auxilios espirituales a un enfermo que habitaba en una pobre cabaña en la que había pasado mucho tiempo sin darse cuenta de ello. Vestía capotón de pieles, tocaba su cabeza con gorra de piel y llevaba sujeta a su silla de montar una bolsa en la que llevaba el copón, el breviario y la capa con la que se revestía para aplicar los santos óleos y dar la comunión. El párroco iba contento porque la noche era buena. El frío no era intenso; no soplaba viento y a través de las nubes que cubrían el cielo veíase lucir el hermoso disco de la tuna, alguna que otra vez. El caballo que montaba, y al que tenía en gran estima, era fuerte, inteligente como una persona y tan conocedor de aquellos sitios que desde cualquier punto iría rectamente a la abadía. De ahí que el cura, entregado a sus cavilaciones, dejase que el caballo siguiese el camino sin preocuparse de las riendas. De pronto el caballo se paró en seco y no logrando el cura que arrancara, se apeó, cogiéndole de la rienda para hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin consiguió que anduviese y como viera que se adentraba en la espesura, empuñó las riendas para guiarle. El caballo se paró, sin encontrar el medio de hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin el caballo dijo, dirigiéndose al cura:

»—¿No te parece que después de haberte servido de mi y hecho tu voluntad año tras año, debías acceder por esta noche a mi capricho?

»Presumió el cura que el caballo necesitaba de su auxilio por una u otra causa, y para que nunca se dijera que el cura de Delsbo había dejado de ayudar a quien se lo pidiera, condujo el caballo junto a una piedra para montar mejor y se dejó llevar.

»El caballo comenzó a subir por una escarpadura que el bosque cubría, hasta llegar a una alta planicie desprovista de arboleda. Allí junto a una gran piedra que había en el centro, vio a buen número de animales feroces: osos, lobos, etcétera, que parecían celebrar una reunión, que presidia un genio del bosque, alto como los más grandes árboles y que vestía capa de ramaje de abeto, tachonada de piñas, y en cuya mano derecha ostentaban una antorcha de leños que ardía en altas y rojizas llamaradas. Del bosque que bordeaba la planicie vio salir a los animales domésticos en grupos y que procedían de sus masías y cabañas y por más que tratase de impedir que llegasen hasta las bestias feroces, no pudo conseguirlo. Los animales domésticos desfilaron ordenadamente ante los feroces, sin que éstos les hicieran daño, y sólo rugían cuando el genio señalaba con la antorcha a los que serían sacrificados aquel año entre los colmillos de las fieras hambrientas. También tuvo el caballo que tomar parte en el desfile y al ver el cura, que el genio iba a señalarle con la antorcha, presentó el breviario y cuando la luz reflejó en la cruz que adornaba la cubierta del libro, apagóse la antorcha y todo se desvaneció como por encanto. Cuando el cura llegó a su casa no pudo decir si aquello era un sueño o una visión, si bien le sirvió para recomendar a sus feligreses, en cada sermón, la defensa y amparo de los animales domésticos, y cuéntase que fueron tan eficaces estos sermones que de la parroquia desaparecieron los lobos y los osos, aunque, dado el tiempo que ha pasado, han vuelto otra vez».

Cuando Barnhard hubo terminado su relato, por el que fue muy felicitado, comenzó el suyo Klement, sin hacerse de rogar.

—En Estocolmo, cuándo yo estaba en el Skansen, añoraba un día mi país…, —y refirió la historia del duende que compró para librarle del cautiverio y evitarle la vergüenza de ser expuesta a los papanatas, encerrado en una jaula.

Después contó como había sido inmediatamente recompensada su buena acción.

El auditorio seguía el relato con estupor siempre creciente y cuando llegó al momento en que el lacayo real le llevó el hermoso libro de parte del rey, las jóvenes dejaron caer la labor de sus manos y le miraron inmóviles, aturdidas, como si les hubieran sobrevenido las cosas más extraordinarias. Todo el mundo comenzó a considerar a Klement de otra manera. ¡Había hablado con el rey! De improviso alguien le preguntó lo que había hecho del duende.

—Me faltó tiempo para comprarle un tazón azul —respondió—; pero yo le encargué esto al viejo lapón. No sé lo que habrá pasado después.

Apenas Klement hubo dicho estas palabras, fue a darle en la punta de la nariz una pequeña piña. Nadie se la había arrojado.

—¡Ay, ay! Me parece que nos está oyendo el duende, Klement —dijo la muchacha—. De todos modos creo que el pañuelo debe corresponderte a ti, porque Barnhard ha contado lo que pudo suceder a otros, mientras que tú has referido algo que te ha sucedido a ti.

Y como todos asintieron, fue Klement el que se llevó el pañuelo.