XIV.
LA CIUDAD SUBMARINA

LA NOCHE SIGUIENTE fue tranquila y serena. Los patos silvestres no se tomaron la molestia de buscar un abrigo en el interior de los grutas, sino que durmieron en lo alto de la explanada. Nils se durmió sobre la hierba, junto a ellos.

La luna brillaba de tal manera que Nils no podía cerrar los ojos, y se dedicó a pensar en el tiempo que faltaba de su casa. Habían transcurrido tres semanas desde que abandonara a sus padres. Este recuerdo le hizo caer en la cuenta de que aquel día era la víspera de Pascua.

—En esta noche vienen las brujas de Blakulla —exclamó sonriente, porque si bien temía algo a los duendes, no tenía miedo a las brujas.

De no encontrarse con los patos las hubiera podido ver. El cielo estaba tan resplandeciente y limpio de nubes, que hubiera podido distinguir el menor punto negro que cruzara por el espacio.

Hallábase entregado a estas reflexiones, tendido boca arriba, cuando apareció ante su vista algo muy bonito. El disco de la luna, redonda y llena, recorría la altura llevando delante un enorme pájaro. Este no atravesaba la luna en su raudo vuelo; se hubiera dicho que el pájaro salía de ella. Parecía todo negro en el fondo claro y sus alas se extendían de un extremo a otro del disco. Volaba de tal manera que se pareciera dibujado en medio del círculo luminoso. Su cuerpo era pequeño y su cuello largo y fino; las patas, colgantes, eran igualmente muy largas y muy finas. No podía ser más que una cigüeña.

Era el señor Ermenric. Descendió junto a Nils y le rozó con el pico para despertarle. Nils se irguió inmediatamente.

—No dormía, señor Ermenric. ¿Cómo os encontráis por ahí a altas horas de la noche? ¿Cómo lo pasáis en Glimminge? ¿Queréis hablar con la señora Okka?

—Hay demasiada claridad para dormir esta noche respondió la cigüeña —y por esto he emprendido el vuelo para venir a verte, amigo Pulgarcito. Una gaviota me ha dicho dónde estabas. Yo no me he instalado todavía en Glimminge; aun estamos en la Pomerania.

Nils se alegró infinito de ver al señor Ermenric. Hablaban como dos viejos amigos. El señor Ermenric acabó por proponer a Nils hacer un vuelo juntos en aquella noche tan hermosa.

Nils no deseaba otra cosa ni nada mejor, con tal de hallarse de regreso al apuntar el día. La cigüeña le prometió que estarían de vuelta a la hora deseada. Y pusiéronse en camino. El señor Ermenric voló recto a la luna. Subían y subían mientras el mar bajaba cada vez más; y el vuelo era tan extraordinariamente ligero, que Nils recibía la impresión de flotar inmovilizado en el espacio.

No había volado más que un leve momento, al parecer, cuando la cigüeña descendió en tierra. Arribaron a una playa desierta, cubierta de fina arena. A lo largo de la costa extendíase una serie de colinas de moviente arena coronadas de plantas gramíneas en profusión extraordinaria. No eran muy altas, pero sí lo suficiente para impedir a Nils ver lo que tras ellas se ocultaba.

El señor Ermenric situóse en una de las dunas, levantó una de sus patas, dobló el cuello hacia atrás para hurgarse con el pico una de sus alas y dijo a Pulgarcito:

—Tú puedes pasearte un poco por aquí mientras yo descanso; pero no te vayas muy lejos, no sea que te pierdas.

Nils resolvió al punto deslizarse sobre una de las colinas para ver el paisaje. Al dar el primer paso su zapato tropezó con un objeto duro. Agachóse y vio entre la arena una moneda tan corroída por el óxido que era casi transparente. Estaba en tan mal estado que no quiso tomarse el trabajo de recogerla; y le dio un puntapié. Al erguirse de nuevo quedóse estupefacto al ver a dos pasos de distancia un alto muro de aspecto sombrío, coronado por una torre.

En el mismo sitio donde momentos antes extendíase el mar vasto y brillante, elevábase un muro almenado, adornado de torres y troneras. Y ante sus pasos, en el lugar en que hacía un instante sólo existían las arenas con sus gramíneas, abríase ahora la gran puerta de entrada.

Nils comprendió que aquella repentina transformación era cosa de brujería, pero no tuvo miedo. Ofrecían tan soberbio aspecto tanto la puerta como el muro, que resultaba difícil sustraerse a contemplar lo que pudiera haber en el interior.

Bajo la inmensa bóveda, un grupo de guardias, vestidos de trajes multicolores, jugaban a los dados, teniendo al lado sus grandes lanzas. Tan enfrascados estaban en el juego que no repararon en el muchacho que se deslizó hacia el fondo con la mayor rapidez.

Atravesó otra puerta y hallóse en una gran plaza, pavimentada con anchas losas. En torno suyo elevábanse unas casas muy altas, entre las cuales abríanse varias calles muy largas y estrechas.

La plaza rebosaba de gente. Los hombres llevaban largos mantos con forro de pieles sobre sus vestidos de seda; unos birretes adornados con plumas cubrían, ladeados, sus cabezas; sobre sus pechos pendían pesadas, cadenas de oro. Todos eran hermosos como reyes. Las mujeres tocábanse con unos sombreros altos y puntiagudos y ostentaban largos vestidos de mangas estrechas. Iban magníficamente vestidas, pero lucían menos que los hombres. Cuanto presenciaba parecía surgir del viejo libro de cuentos que su madre sacaba a veces del cofre para mostrárselo. No podía creer lo que se representaba ante sus ojos atónitos.

La ciudad era todavía más maravillosa que los habitantes. Todos los edificios lucían magníficas fachadas, con tan bellos adornos que todas rivalizaban en esplendor. Cuando se contemplan de golpe cosas tan asombrosas, no es posible recordarlo todo; pero Nils acordábase después de haber visto fachadas en las que había escalinatas, en cuyos peldaños agrupábanse los Apóstoles en torno de la imagen de Cristo; otras cubiertas de estatuas colocadas en sus correspondientes hornacinas y no pocas ornadas de cristales de infinitos colores o cubiertas de rayas y cuadritos hechos de mármol blanco y negro.

Aun atraído por cosas tan bellas, no dejaba de experimentar Nils cierta inquietud. «Jamás contemplaron mis ojos nada semejante ni han de volver a contemplarlo», se decía.

Y echó a correr hacia el interior de la ciudad subiendo y bajando a través de calles y calles. Eran éstas estrechas muy estrechas, pero no estaban tan desiertas ni eran tan tristes como las de las otras ciudades que hubo conocido. La gente se aglomeraba por todas partes. Algunas viejas hilaban su copo a la puerta de su casa. Trabajaban sin ayuda del torno, utilizando simplemente la rueca. Los puestos y las tiendas de los comerciantes estaban en medio de la calle, como las barracas de las ferias. Los obreros trabajaban al aire libre. Aquí se preparaba el aceite, allá se adobaban las pieles, acullá se veía una cordelería. De haberlo querido, hubiera podido aprender Nils todos los oficios. Los armeros martilleaban los metales para construir finas armaduras y corazas; los joyeros montaban piedras preciosas en sortijas y brazaletes; los zapateros ponían suelas a botas rojas muy flexibles; los que tejían hilo de oro lo trenzaban con suma habilidad y los tejedores bordaban los vestidos señoriales con oro y seda. Pero Nils no tenía tiempo para detenerse. Corría con la mayor rapidez posible a lo largo de las calles, para ver cuanto pudiera antes de que todo desapareciese.

Las altas murallas rodeaban a la ciudad por todas partes, encerrándola como una valla encierra un campo; se les veía siempre que se terminaba una calle, coronadas de torres y troneras. En lo alto del muro, soldados con ricos arneses montaban la guardia. Después de haber atravesado toda la ciudad llegó Nils ante una segunda puerta. Al otro lado extendíase el mar con el puerto. Navíos de viejo aspecto con bancos para los remeros y altas construcciones a proa y popa, cargaban o descargaban variadas mercaderías. Trabajadores y comerciantes corrían en todas direcciones. Por todas partes reinaban una actividad y una animación verdaderamente extraordinarias.

Pero Nils no se paraba en ningún sitio. Volvió hacia atrás y pronto encontróse en la gran plaza. Allí se elevaba la Catedral, con sus tres torres altísimas y sus portadas profundas y adornadas de estatuas. Los tallistas habían esculpido los muros de tal manera que apenas si se veía una piedra que no estuviese trabajada. Frente a la Catedral destacábase un edificio con una torre muy alta que se remontaba hacia el cielo. Debía ser el Ayuntamiento. Alrededor de la plaza elevábanse magníficos edificios con fachadas maravillosamente decoradas.

Nils comenzaba a fatigarse y a sentir calor a fuerza de correr. Juzgaba haber visto las cosas más bellas del mundo. En esto llegó, marchando lentamente, a una calle donde había mucha gente parada frente a los escaparates de las tiendas; los comerciantes desplegaban ante sus clientes las rígidas sedas rameadas, los pesados tejidos de oro, los velos transparentes, las gasas ligeras y los encajes, finos como telas de araña.

Mientras el muchacho corrió a través de la ciudad, nadie reparó en él; se le hubiera podido tomar por un ratoncito negro; pero ahora, que andaba lentamente, fue advertido por un comerciante, que se puso a hacerle señales para que se acercara.

En el primer momento, el muchacho no tuvo otra idea que la de escapar para ponerse en salvo; pero el comerciante no cesaba de llamarle y sonreírle, mostrándole una pieza de damasco riquísimo, como para atraerle.

Nils movió la cabeza, diciendo para sí: «Jamás seré bastante rico para comprar un solo metro de esa tela».

Le miraban ya todos y le hacían señas desde la puerta de todos los comercios de la calle. Allá donde dirigiera sus miradas encontraba un comerciante haciéndole ademanes afectuosos. Todos abandonaban a sus clientes más ricos para no preocuparse más que de él. Veíales precipitarse hacia los rincones más ocultos de sus tiendas para sacar sus mercaderías más preciadas, temblando sus manos de emoción al colocarlas nuevamente en los estantes.

Como Nils parecía dispuesto a proseguir su camino, saltó por sobre el mostrador uno de los comerciantes y corrió hacia él presentándole una pieza de tejido de plata y tapices, en los que brillaban los colores más deslumbrantes. Nils no pudo contener su risa ¿Cómo podía creer el comerciante que un pobre diablo como él adquiriese cosas semejantes? Detuvo el paso y extendió sus manos vacías para hacerle comprender que no poseía nada y que debía dejarle tranquilo.

El comerciante no quería saber nada: levantó un dedo, movió la cabeza y aproximó hacia Nils todo su montón de riquezas.

«¿Sería posible que vendiese todo esto por una sola moneda de oro?», se preguntaba Nils.

El comerciante sacó de su bolsa una pequeña moneda, lo más pequeña posible, muy gastada, y la mostró a Nils. Y en su afán por vender, aun añadió al montón de mercadería dos grandes y pesados cubiletes de plata. Nils comenzó a escarbarse los bolsillos, atraído por todo aquello. Sabía muy bien que no llevaba un céntimo, pero quería convencerse de ello.

Los demás comerciantes miraban intrigados para ver como acababa aquella operación; pero apenas vieron que el pequeñín tentaba sus bolsillos, lanzáronse hacia la calle saltando sobre los mostradores con las manos llenas de alhajas de oro y plata, que le ofrecieron también. Y todos le aseguraban que no querían más que una pequeña e insignificante moneda a cambio de sus géneros.

Pero el muchacho tuvo que sacar el forro de sus bolsillos para demostrarles que no tenía un ochavo. Entonces todos aquellos ricos comerciantes derramaron una lágrima, muy decepcionados. Nils se impresionó tanto al ver su desolación, que, angustiado, se llevó las manos a la cabeza para discurrir el medio de ayudarles. De repente se acordó de la pequeña moneda enmohecida que había encontrado entre la arena.

Y echó a correr y la suerte le fue propicia. Pronto encontró la puerta por donde había entrado, y al salir de la ciudad dirigióse por el arenal en busca de la pequeña moneda de cobre.

La encontró en efecto, pero cuando trató de volver hacia la ciudad, no vio más que la mar inmensa, extendida ante él. Ningún muro, ninguna puerta; nada de guardianes, ni calles, ni casas; nada más que el mar.

El muchacho no pudo retener sus lágrimas.

En este momento se despertó el señor Ermenric y se aproximó hacia él. Como Nils no reparara en su presencia, tuvo que tocarle con el pico para llamar su atención.

—Creí que dormías, como yo —le dijo.

—¡Ah, señor Ermenric! —gritó Nils—. ¿Qué ciudad era esa que estaba aquí hace un instante?

—¿Has visto una ciudad? —le preguntó la cigüeña.

—Te dormiste y has soñado, seguramente.

—No, no he soñado —afirmó Nils. Y para convencerle le refirió cuanto había visto.

Después de oírle, dijo el señor Ermenric:

—No obstante lo que me dices, creo que te has dormido aquí sobre la arena y que has soñado; pero no por esto te ocultaré que Bataki, el cuervo, que es el pájaro más sabio del mundo, me dijo una vez que aquí, junto al agua, hubo antiguamente una ciudad llamada Viñeta. Era tan opulenta y tan dichosa, que jamás conocióse ciudad tan magnífica; pero, desgraciadamente, sus habitantes se dieron al lujo y a la molicie, en castigo de lo cual la ciudad de Viñeta fue tragada por el mar durante una violenta marea, según cuenta Bataki. Los habitantes de aquella población no pueden morir, ni la ciudad desaparecer por completo, por lo que una noche cada cien años surge de las olas del mar con todo su esplendor y permanece en la superficie de la tierra durante una hora.

—Sí, eso debe ser verdad, porque yo la he visto añadió Nils.

—Transcurrida esa hora la ciudad vuelve a hundirse en las aguas profundas, y así sucederá hasta que alguno de los comerciantes de Viñeta pueda vender cualquier cosa a un ser viviente. Si tú hubieras tenido la moneda más ínfima para pagar a los comerciantes, Viñeta permanecería ya para siempre sobre la superficie de la tierra y sus habitantes, Pulgarcito, hubieran podido vivir y morir como los demás mortales.

—Señor Ermenric —objetó Nils—, ahora comprendo por qué ha venido usted a buscarme en medio de la noche. Ha sido porque, sin duda, creyó que yo podría salvar la ciudad. Me entristece mucho que vuestro plan haya fracasado, señor Ermenric.

Y llevándose las manos a los ojos, prorrumpió en sollozos. Tanto del muchacho como del señor Ermenric, se hubiera podido decir que estaban dominados por la congoja más terrible.

LA CIUDAD VIVIENTE

Lunes, 11 de abril

El lunes de Pascua los patos silvestres y Pulgarcito volaban, a la caída de la tarde, por encima de Gottland.

La gran isla se extendía bajo ellos, maciza y plana. La tierra estaba dividida en cuadros y se veían muchas iglesias y granjas. Pero aquí, los pequeños bosques bordeando los campos eran más numerosos, aunque no se descubría ni un solo castillo con torres y vastos parques, como en la Escania.

Los patos silvestres habían escogido el camino de Gottland por Pulgarcito. Hacía dos días que ya no parecía el mismo y no había pronunciado ni una palabra alegre; pensaba siempre en la ciudad que se le había aparecido de una manera tan misteriosa. Jamás había visto nada más hermoso y le desesperaba no haberla podido salvar.

Okka y el pato blanco esforzábanse por hacerle comprender que había sido víctima de un sueño o de un espejismo, pero Nils no quería oír nada. ¡Estaba tan seguro de haber visto cuanto decía! Y nadie pudo convencerle de lo contrario, persistiendo de tal modo en su tristeza, que sus compañeros de viaje comenzaron a preocuparse de verdad.

En el momento en que Nils estaba más acongojado, llegó, por fin, la vieja Kaksi a reunirse con la bandada. Arrastrada por la tempestad hacia Gottland, había atravesado la isla en toda su extensión; algunas cornejas le habían hecho saber, finalmente, que sus compañeros encontrábanse en la pequeña isla de Karl. Todos la recibieron con muestras de satisfacción, y al enterarse Kaksi de los motivos de la tristeza de Nils, le dijo a éste:

—Sí tú, Pulgarcito, lloras por una vieja ciudad, nosotros sabremos consolarte. Ven conmigo y te conduciré a un sitio que vi ayer y te aseguro que después de verlo no ha de durante mucho la tristeza.

Los patos habíanse despedido ya de los corderos y puéstose nuevamente en camino.

Era una tarde bella y apacible. La temperatura era tibia y primaveral, los árboles echaban sus grandes vástagos y las flores cubrían la tierra en los bosques y los prados; el amplio ramaje de los álamos flotaba al viento y en los pequeños jardines cultivados, frente a las casitas, florecían los groselleros.

El calor y la eclosión primaveral de los árboles y plantas habían hecho salir a los hombres por caminos y paseos, y por todas partes reinaba la algazara. No sólo eran los niños los entregados a los juegos, sino también las personas mayores. Muchos se ejercitaban tirando piedras, lanzando proyectiles con tal fuerza, que casi alcanzaban a los patos. Daba gusto ver como se entregaban al juego las personas mayores, y Nils hubiera encontrado en ello un gran placer si le hubiese sido posible olvidar la pena que le embargaba, por no haber salvado la ciudad de Vineta.

No obstante, no podía menos que reconocer que era este un viaje encantador. El aire estaba lleno de cantos y sonoridades. Los niños bailaban en corro, acompañándose de sus cantos. El Ejército de la Salud había salido al campo. Nils vio multitud de gentes, vestidas de rojo y negro, sentadas en un bosque y tocando la guitarra e instrumentos de metal. Por un camino avanzaban grupos numerosos. Eran los Buenos Templarios[2] que regresaban de una excursión. Les reconoció por sus estandartes con inscripciones de oro. Entonaban canción tras canción, y así caminaron largo rato sin que dejara de oírles.

Desde este día no pudo Nils acordarse de la isla de Gottland sin pensar en estos juegos y cantos.

Nils, que durante mucho tiempo había estado mirando hacia tierra, tuvo que levantar de repente la mirada. ¡Quién podría describir su asombro! Sin que él lo hubiera notado, los patos habían abandonado el interior de la isla y volaban hacia la costa del oeste. El mar azul aparecía ante su vista en toda su inmensidad. Sin embargo, no era el mar la causa de su asombro, sino una ciudad que se elevaba junto al agua.

Nils venia del este y el sol comenzaba a declinar hacia el oeste. Así como se iba aproximando hacia la ciudad, surgían las murallas, las torres, los altos edificios y las iglesias, que dibujaban su negra silueta en el fondo del cielo iluminado. Aunque no podíase distinguir ningún detalle, a Nils paréciole, en el primer momento, que se trataba de una ciudad muy parecida en esplendor a la que se le había aparecido la noche de Pascua.

Cuando estuvo cerca pudo observar que aun siendo aquella ciudad semejante a la que había surgido del mar, era, a la vez, muy diferente. Había entre ambas la misma diferencia que entre un hombre, a quien se ha visto un día cubierto de púrpura y resplandeciente de joyas, y a quien se encontrara al día siguiente cubierto de harapos.

Ciertamente, esta ciudad debió parecerse a la que él evocaba. Como la otra, estaba circundada de murallas con torres y puertas; pero las torres de esta ciudad no tenían cubiertas y estaban vacías y abandonadas. Las puertas no tenían hojas de madera para cerrar; los guardianes y soldados habían desaparecido. Todo el antiguo esplendor se había desvanecido y no quedaba más que el esqueleto de piedra, silencioso y gris.

Cuando Nils hubo llegado a la ciudad, vio que estaba formada en gran parte de pequeñas casas bajas, entre las cuales subsistían todavía algunos edificios elevados e iglesias. Las fachadas estaban enjalbegadas, pero Nils, que acababa de ver la ciudad hundida en el fondo del mar, imaginaba como estarían exornadas en otro tiempo. Lo mismo pensaba respecto a las iglesias. La mayor parte de ellas no tenían techumbre. Las ventanas carecían de vitrales, la hierba crecía entre las losas y la yedra trepaba por los muros. Mas Nils adivinaba como habían sido en otra época: cubiertas de imágenes y de pinturas, el coro ornado de altares y de cruces doradas ante las cuales oficiarían los sacerdotes revestidos de mantos de oro.

El pequeñín veía también las calles estrechas y desanimadas en aquel día de fiesta. Sabía muy bien que bullicio reinara en ellas antiguamente. Sabía también que habían sido como vastos talleres invadidos de obreros.

Pero lo que Nils no veía era que la ciudad continuaba siendo bella y magnífica. No veía ni el encanto de las casitas confortables en las calles retiradas, con sus rojos geranios tras los encuadrados brillantes de las ventanas, ni los numerosos jardines con sus veredas bien cuidadas, ni la hermosura de las ruinas con guirnaldas de plantas trepadoras. Sus ojos, deslumbrados por el pasado esplendoroso, nada bueno podían descubrir en el presente.

Los patos revolotearon dos o tres veces sobre la ciudad, con el fin de que Pulgarcito pudiera verla a sus anchas, pero acabaron por descender, instalándose, para pasar la noche, sobre las losas cubiertas de hierba de una iglesia en ruinas.

Dormían ya cuando Pulgarcito continuaba mirando a través de las bóvedas desplomadas, el cielo rosa pálido del crepúsculo. Y, después de hondas reflexiones, acabó por convencerse de que no debía afligirse tanto por no haber podido salvar la ciudad sumergida.

No, ya no viviría afligido después de haber visto esta ciudad. Si la otra no hubiese desaparecido bajo el agua, hubiera acabado en ruinas como ésta. No hubiera resistido, seguramente, al espíritu destructor del tiempo; pronto también hubiera presentado iglesias sin techumbre, casas sin adornos y calles vacías e inanimadas. Era mejor que permaneciese, con todo su esplendor intacto, en el fondo misterioso.

Hay muchos que, aun siendo jóvenes, piensan como Nils, porque cuando el hombre envejece y tiene que contentarse con poco, le satisface más la pobre realidad que la rica fantasía que, como la ciudad de Viñeta, se halla sumergida en el mar.