XXXVII.
ESTOCOLMO
Sábado, 7 de mayo
HACE ALGUNOS AÑOS vivía en Skansen, este gran jardín de Estocolmo donde se han reunido tantas cosas antiguas y curiosas, un pequeño buen hombre llamado Klement Larsson. Era del Halsingland y había venido al Skansen para tocar viejos aires populares con su violín. Acostumbraba a ejercer el oficio de músico ambulante, por la tarde particularmente. Durante la mañana custodiaba una de esas sugestivas y viejas casas de aldea que han sido transportadas al Skansen, desde todas los rincones de Suecia.
En sus primeros tiempos, Klement se consideraba muy feliz de poder pasar su vejez de tal modo; pero no tardó en sentir un enojo terrible contra cuanto le rodeaba, sobre todo durante las horas en que actuaba de guardián. Lo pasaba menos mal cuando acudía la gente a visitar la casona, pero a veces Klement permanecía solo durante horas enteras. Entonces sufría tanto y añoraba de tal modo su país, que pensaba en abandonar el puesto y renunciar al empleo. Klement era muy pobre; sabía que de volver a su país tendría que implorar la caridad pública. Por lo tanto, esforzábase en conservar su ocupación, pero cada vez considerábase más desgraciado.
Una hermosa tarde de primeros de mayo, habiendo alcanzado unas horas de libertad, descendió Klement por la inclinada pendiente del Skansen. Allí tropezó con un pescador que regresaba a casa con su red al hombro. Era un joven vigoroso que iba frecuentemente al Skansen a ofrecer los pájaros de mar que había capturado vivos. Klement le había visto muchas veces.
El pescador detuvo a Klement para preguntarle si el director del jardín estaría allí, y Klement a su vez le interrogó acerca de lo que llevaba para vender.
—Yo te mostraré lo que llevo —dijo el pescador—; pero, en cambio, aconséjame sobre el precio que puedo pedir.
Y extendió su red. Klement retrocedió despavorido al verlo.
—¿Qué es eso, Absjörn? —balbuceó—. ¿Has hecho tú eso?
Recordaba que, siendo niño, habla oído hablar a su madre de los duendes, que vivían bajo tierra y se enfadaban cuando los niños gritaban demasiado o no eran buenos. Ya mayor, creyó que su madre había inventado esta historia de los duendes para obligarle a estar quieto. ¡Y ahora he aquí que en el capazo de Absjörn veía uno!
Klement no había desterrado por completo sus temores infantiles; un leve estremecimiento le corrió por la espalda. Asbjörn se dio cuenta de ello y se echó a reír.
—Yo no le he acechado —dijo—; es él el que ha venido a mí. Yo he ido al mar esta mañana muy temprano. Casi no había dejado la tierra cuando pasó volando una bandada de patos silvestres. He disparado mi escopeta y he errado el tiro, pero ha caído de lo alto este hombrecito; ha caído en el agua, tan cerca de mi barca, que yo no he tenido más que alargar la mano para cogerlo.
—¿No habrá sido herido, verdad? —preguntó Klement.
—No, no; está sano y salvo. Al caer no sabía dónde estaba y le he atado de pies y manos con un bramante para que no se escapara. Y he pensado en seguida en que esto era algo bueno para el Skansen.
Klement se sintió con el alma oprimida. Todo lo que había oído contar en su infancia sobre los duendes, de su espíritu vengativo y de su prontitud en socorrer a los amigos, le vino a la memoria, jamás habían tenido buena suerte los que habían tratado de coger a un duende.
—¿No ha dicho nada? —preguntó Klement.
—Si, en el primer momento ha tratado de llamar a los patos, pero yo le he amordazado para impedirlo.
—Pero, Asbjörn ¿en qué pensabas? —gritó Klement aterrorizado—. ¿No comprendes que se trata de un ser sobrenatural?
—Yo no lo sé que es esto —replicó Asbjörn impasible.— Que lo decidan otros. Yo me daré por satisfecho sólo con que me lo compren. Dime lo que tú crees que me puede dar el director.
Klement guardó silencio un momento. Una angustia infinita le apretaba el corazón. Parecíale que su madre estaba a su lado suplicándole que fuese bueno con «la gente menuda».
—Yo no sé lo que el director te dará, Asbjörn —le dijo—; pero te ofrezco veinte coronas si quieres dejármelo.
Al oír que se le ofrecía tan grande suma, el pescador miró a Klement casi desvanecido. Imaginó que Klement creía sin duda que el duende estaba dotado de un poder secreto que le podría ser útil, y como tenia la vaga impresión de que el director seria menos generoso, aceptó.
El músico callejero metió el duende en uno de sus largos bolsillos, regresó al Skansen y penetró en una de las cabañas donde no había visitantes ni guardián. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, sacó al prisionero, que todavía tenía los pies y las manos ligadas y la boca amordazada, y le puso sobre una mesa.
—Y ahora escucha bien lo que voy a proponerte —dijo Klement—. Yo sé que los seres de tu especie no quieren ser vistos de los hombres y que aman entregarse solos a sus quehaceres. He decidido ponerte en libertad; pero con la condición expresa de que permanezcas aquí en el jardín hasta que te permita salir. Si aceptas, mueve la cabeza tres veces.
Klement miraba con esta esperanza al duende; pero éste continuó inmóvil.
—No estarás mal aquí —continuó Klement—. Te prepararé todos los días una píldora con comida suficiente y tendrás tantas cosas que hacer, que el tiempo no te parecerá largo. Pero no saldrás de aquí hasta que yo te lo permita. La señal será la siguiente: mientras yo te ponga la comida cada mañana en un tazón blanco, permanecerás aquí. Cuando te dé la comida en uno azul, será la señal para que puedas irte.
Klement se calló de nuevo, esperando que el hombrecito hiciera los movimientos de cabeza; pero no se movía.
—Entonces —dijo Klement— no me queda más que entregarte al director del jardín. Te encerrará en una jaula y toda la gente de la gran ciudad de Estocolmo vendrá a verte.
Esta perspectiva debió desagradar mucho al duende, porque éste se apresuró a mover tres veces la cabeza.
—Muy bien —dijo Klement, tomando su cuchillo para cortar el bramante que sujetaba las manos del pequeño. Después dirigióse hacia la puerta.
El pequeño se desató los pies y se quitó la mordaza. Cuando se volvió para darle las gracias a Klement Larsson, éste había desaparecido.
* * *
Al llegar Klement a la parte de fuera, cruzó ante él un caballero de edad, alto y erguido, que parecía dirigirse a un lugar próximo de donde se divisaba un espléndido panorama. Klement no recordaba haberle visto nunca, pero el caballero debía conocerle, porque deteniendo el paso le dirigió la palabra.
—Buenos días, Klement ¿Cómo te va? ¿Te encuentras acaso enfermo? Parece que has enflaquecido.
Las maneras del anciano eran tan amables y atrayentes, que Klement le demostró la mayor confianza, refiriéndole lo mucho que le atormentaba la añoranza de su país.
—¿Cómo? ¿Te disgusta vivir en Estocolmo? —le preguntó el viejo—. ¿Cómo es posible?
El caballero había adoptado una actitud casi de enojo. Después, con aire maravillado, dijo que aquellas palabras sólo las podía pronunciar un pobre campesino del Halsingland. Y comenzó a hablar con el tono de bondad que había mostrado al principio.
—¿No has oído referir nunca como fue fundada la ciudad de Estocolmo? De no ser así comprenderías que tu nostalgia no es más que una quimera. Vamos a sentamos en aquel banco y te hablaré de Estocolmo.
El caballero tomó asiento y contempló durante un instante la ciudad de Estocolmo, que se extendía espléndida a sus pies. Tras esto, respiró profundamente como para aspirar la fragancia que se exhalaba del paisaje. Por último volvióse hacia el músico ambulante.
—¡Mira, Klement! —dijo dibujando un pequeño mapa en la arena—. Esto es el Uppland, que extiende hacia el sur una lengua de tierra recortada de bahías. Mira la Sudermania que va a su encuentro con otra punta de tierra igualmente bordeada; al oeste hay un lago, cuajado de islas: es el Mälar; al este hay más agua, que sólo a grandes penas consigue abrirse camino entre las islas y los escollos: es el Báltico. Aquí mismo, Klement, en el lugar en que el Uppland encuentra a la Sudermania y el Mälar al Báltico, hay un riachuelo muy corto que recibe las dos corrientes, en cuyo río había en otro tiempo cuatro islas que lo dividían en varios brazos. Uno de esos brazos se llama ahora el Norrström.
»Esas islas no eran en un principio más que islotes poblados de árboles, tales como los que tanto abundan en el Mälar, y estuvieron deshabitadas durante muchísimo tiempo. Nadie descubría su situación favorable entre dos provincias y dos grandes extensiones de agua. Pasaron años. Vinieron diversas gentes a poblar las islas del Mälar y las del Báltico, pero las islas del río no tenían habitante alguno. A lo sumo, ocurría que a veces llegaba allí algún navegante que, al desembarcar, plantase su tienda por una sola noche. Esto era todo.
»Pero un día, un pescador habíase retardado pescando en el Mälar. Al volver a su casa le sorprendió la obscuridad en el Báltico. Y resolvió abordar una de las cuatro islas, para esperar que saliera la luna.
»Era a fines de verano; hacía todavía calor y buen tiempo, aunque las tardes fuesen ya sombrías. El pescador se tendió sobre la hierba, reclinó la cabeza sobre una piedra y se durmió. Cuando despertó hacía mucho que la luna brillaba en lo alto. Iluminaba la tierra tan magníficamente, que se hubiera podido creer que era de día.
»Se puso en pie y preparóse a aparejar su barca; de repente, divisó a lo lejos unos puntos negros que se movían. Era una bandada de focas que se dirigían rectas a la isla. En el momento en que las focas iban a ganar tierra, inclinóse el pescador para buscar el arpón que solía llevar siempre en la barca. Al levantar la cabeza, las focas habían desaparecido: en su lugar había en la orilla las más hermosas jóvenes que sé pudiera soñar, vestidas con largos trajes de seda verde y coronadas de perlas. El pescador comprendió que eran ondinas que vivían en lo más hondo del mar, y que habían tomado la apariencia de focas para venir a tierra a divertirse, al claro de luna, sobre las islas verdes.
»Después de haberlas visto danzar un momento bajo los árboles se deslizó hacia la orilla, apoderóse de una de las pieles de foca que las ondinas habían dejado y la ocultó debajo de una piedra. Después volvió a su barca y acostóse, fingiendo dormir.
»Las jóvenes no tardaron en descender a la ribera para revertirse nuevamente las pieles de foca. Vestíanse en medio de alegres risas y juegos mil; pero pronto surgieron las lamentaciones y los gritos; una de las ondinas no podía dar con su vestido. Corrían todas por la ribera buscándolo, pero en vano. Al cabo vieron que el cielo palidecía y que el amanecer se aproximaba. No atreviéndose a continuar en tierra salváronse todas nadando, todas menos una: la que no había podido encontrar su piel de foca. Y se puso a llorar junto al agua.
»El pescador sentía verdaderamente cierta piedad ante aquellas lágrimas; pero dominándose permaneció oculto hasta que se hizo de día. Entonces despertó; dispúsose a navegar y, como si la descubriera de pronto, dijo a la ondina, luego que había soltado la barca:
»—¿Quién eres? ¿Acaso un náufrago?
»Al verle corrió la ondina hacía él y muy apurada preguntóle si había visto su piel de foca. El pescador hízose el distraído, como si no comprendiera lo que quería decirle, y entonces sentóse ella sobre una piedra y prorrumpió en llanto. El pescador le propuso llevársela a su casa, donde su madre la cuidaría.
»—Tú no puedes quedarte toda la noche aquí, donde no tienes cama donde reposar ni nada que comer.
»Hablóle dulcemente y acabó convenciéndola de que debía acompañarle.
»El pescador y su madre fueron muy buenos con la pobre ondina y ella acabó tomándoles cariño. Cada día mostrábase más alegre y ayudaba a la viejecita en las faenas de la casa. Parcecíase mucho a las jóvenes de la isla, salvo que era más bella que todas las demás. Un día preguntóle el pescador si quería ser su mujer y ella le contestó que sí sin vacilar.
»Se preparó la boda; en este acto la novia presentóse con el traje de seda verde vaporoso y flotante y la deslumbrante corona de perlas que llevaba, cuando el pescador la vio por vez primera. Los novios y su corte se acomodaron en barcas para ir a la iglesia del Mälar.
»El pescador llevaba a su prometida y a su madre y conducía su barca con tanta habilidad que pronto quedaron atrás las otras. Llegados ante la isla donde él había encontrado a la ondina, que ahora orgullosa y compuesta estaba sentada a su lado, no pudo reprimir una sonrisa.
»—¿De qué te ríes? —le preguntó ella.
»—Pienso en la noche en que yo oculté tu piel de foca —respondió el pescador. Sentíase tan seguro de ella, que creyó no tener necesidad de seguir ocultándole lo sucedido.
»—¿Qué es lo que dices? —exclamó la novia—. ¿Mí piel de foca?
»Parecía haberlo olvidado todo.
»—¿No recuerdas cuando danzabas con las ondinas? —añadió él.
»—No sé lo que quieres decir. Creo que esta noche has debido tener un sueño extraño.
»—Y si yo te mostrara la piel ¿me creerías? —dijo el pescador dirigiendo la barca hacia la isla.
»Desembarcaron. El pescador buscó la piel, que estaba bajo la piedra donde la había ocultado.
»Apenas la vio, la novia se la arrancó de las manos, la echó sobre sus espaldas, a las que se adaptaba muy bien, y como una foca viviente se arrojó al agua.
»El novio la vio alejarse rápidamente y en vano trató de lanzarse en su persecución. Desesperado, cogió entonces su arpón y lo lanzó con todas sus fuerzas. Esta vez acertó el golpe mucho mejor de lo que hubiera deseado. La pobre ondina lanzó un grito desgarrador y desapareció en las profundidades del mar.
»El pescador permaneció a la orilla, esperando a que volviera a aparecer; de repente vio brillar el agua con un suave resplandor y animarse como si fuera una beldad nueva. Brillaba, relucía y esparcía un reflejo rosado y blanco como el que despiden el interior de las conchas.
»Cuando esta agua espejeante llegó a las riberas, éstas parecieron metamorfosearse también. Exhalaban un perfume penetrante.
»Un leve resplandor las iluminó y les dio una dulzura no sospechada. El pescador comprendió lo que pasaba: las ondinas tienen algo que las hace aparecer más bellas que las otras mujeres. Cuando la sangre de una de ellas se mezcla con las olas, su belleza ilumina el paisaje; desde tal momento las riberas adquieren el poder de inspirar el amor a todos los que las contemplen y de infundir una especie de nostalgia».
El anciano volvióse hacia Klement, que asintió con un grave movimiento de cabeza; sin atreverse a pronunciar palabra para no interrumpir el relato.
—Cuando ocurre esto, Klement —prosiguió el viejo con los ojos levemente iluminados— se ha observado que la gente comienzan a instalarse en las islas. Primero sólo acudieron aquí pescadores y campesinos; pero un buen día el rey y su chambelán remontaron la corriente y observaron que estas islas estaban situadas de tal manera, que ningún navío que entrase en el Mälar podría evitarlas. Y el chambelán propuso que se cerrara con llave este pasaje para abrirlo o cerrarlo a voluntad, dejando el paso libre a los navíos mercantes o cerrándolo a la sola presencia de las escuadras piratas.
»—Así se hizo —continuó el caballero—. Y aquí —añadió poniéndose de pie para dibujar sobre la arena— en la mayor de las islas, hizo construir el chambelán un fuerte torreón. En torno de la isla construyeron sus habitantes resistentes muros y unieron las cuatro islas por medio de puentes, en cuyos extremos construyeron torres. Y en el agua, rodeando las islas, clavaron un circulo de estacas con barreras, por donde los navíos estaban obligados a pasar».
—Ya has visto, pues, Klement, como las cuatro islas tanto tiempo inhabitadas, se transformaron en verdaderas fortalezas. Estas riberas y estos estrechos atrajeron luego a los hombres de tal modo, que de todas partes vinieron a establecerse aquí. Pronto comenzaron los moradores de la isla a construir una iglesia que llamaron la Gran Iglesia. Estaba situada junto al torreón. Bajo la protección de los muros, comenzaron los habitantes a edificarse pequeñas cabañas. Eran bien poca cosa; pero en aquella época no era menester mucho más para que el poblado mereciera el nombre de la ciudad. Y la ciudad fue llamada Estocolmo, y así se llama todavía.
»Pasado algún tiempo, el chambelán, que había puesto manos a la obra de construir la ciudad, cerró los ojos para siempre; pero no faltaron nuevos constructores. Unos monjes, llamados los Hermanos Grises, vinieron a establecerse en Suecia y pidieron autorización al rey para construir aquí un convento. El rey les dio un pequeño islote. Después vinieron otros monjes, denominados los Hermanos Negros, y construyeron su convento cerca de la puerta meridional de la isla de la ciudad. En otro islote, al norte, elevóse un hospital. Por entonces los hombres industriosos establecieron un molino y los monjes entregábanse a la pesca en las aguas próximas. Las islas pequeñas se vieron pronto cubiertas de casas. Cuando las piadosas mujeres de la orden de Santa Clara vinieron a pedir terrenos, sólo se les pudo ofrecer la ribera al norte de las islas. No quedaron muy satisfechas porque había allí una altura donde los ciudadanos habían instalado el patíbulo. No por eso dejaron de construir al pie de la colina un convento y una iglesia y esto atrajo otras gentes. Pronto se levantó en lo más alto un hospital, y también una iglesia puesta bajo la invocación de San Jorge.
»Tras los religiosos y las religiosas estableciéronse nuevos pobladores, entre los que figuraban multitud de comerciantes y artistas alemanes. Más hábiles que sus compañeros suecos, fueron muy bien recibidos. Se establecieron en la misma ciudad, dentro de los muros, y derribando las pequeñas cabañas, construyeron soberbios edificios de piedra. Como el sitio era muy reducido, hubieron de pegar las casas unas a otras y separar las fachadas por medio de calles estrechas».
—Ya has visto, Klement, el poder que tenía Estocolmo para atraer a los hombres.
En este momento avanzó por la avenida otro caballero; pero se detuvo a distancia, ante una señal que le hizo con la mano el que estaba hablando con Klement.
—Y ahora, Klement, vas a hacerme un favor —prosiguió el viejo—. No dispongo de tiempo para hablar contigo; pero yo te enviaré un libro sobre Estocolmo que tú leerás. Puede decirse que te he hecho presenciar la fundación de Estocolmo. Tú mismo estudiarás como se ha desarrollado la ciudad; como la pequeña población rodeada de murallas, se ha transformado en este vasto mar de casas que vemos a nuestros pies. Lee en el libro como el pesado torreón ha cedido el puesto a ese hermoso y claro castillo que hay frente a nosotros, como la iglesia de los Hermanos Grises se ha convertido en el panteón de los reyes de Suecia. Lee en el libro como los jardines de hortensias, al sur y norte de la ciudad se han transformado en espléndidos jardines y en barrios habitados, como han sido cubiertos los estrechos y allanadas las colinas. Lee en ese libro como ha sido transformado el parque de los reyes en un lugar de esparcimiento, amado del pueblo. Tú debes familiarizarte con la ciudad, Klement, porque esta ciudad no sólo pertenece a los hijos de Estocolmo: te pertenece también a ti, lo mismo que a toda Suecia.
»Recuerda, Klement, al leer la historia de Estocolmo, lo que te he dicho: Estocolmo tiene el poder de atraer a todo el mundo. Primero se instaló aquí el rey, después construyeron sus palacios los grandes señores. Y ahora Estocolmo no sólo pertenece a sí misma y a la región circundante: pertenece a todo el reino. Y cuando leas en tu libro todas las cosas que se han reunido en Estocolmo, piensa también, Klement, en lo que desde Skansen se ha traído aquí. Mira sus viejas casonas. En ellas se bailan las danzas antiguas; mira esos trajes antiguos, esos viejos utensilios caseros. Aquí viven músicos ambulantes y recitadores de leyendas y de cuentos de hadas. Todas las cosas buenas y antiguas del Skansen las ha traído aquí Estocolmo para glorificarlas y transmitirlas con honor al pueblo.
»Pero para leer tu libro precisa, Klement, que te sientes en esta altura. Es necesario que veas la alegría de las olas espumeantes y la hermosura de esas riberas deslumbradoras. Es preciso que estés como encantado, Klement».
El anciano había elevado el tono de la voz; ahora resonaba fuerte e imperiosa y sus ojos despedían destellos de luz. Levantóse y se despidió de Klement con un leve ademán de la mano. Y comprendiendo Klement que el que le había hablado era un gran señor, se inclinó profundamente.
Al día siguiente un lacayo del palacio real llevó a Klement un libro voluminoso y una carta. Esta decía que el libro era regalo del rey.
Después de este acontecimiento el pequeño Klement Larsson estuvo durante varios días con la cabeza trastornada. Al cabo de una semana fue a presentar la dimisión al director. Sentíase obligado a regresar a su país.
—¿Y por qué? le preguntó el director. —¿No estás contento aquí?
—Ahora estoy más contento que nunca; pero es preciso que me vaya.
En realidad Klement estaba ante la mayor perplejidad de su vida; el rey le había ordenado que estudiara la historia de Estocolmo y que aprendiera a divertirse; pero ¿cómo había de renunciar él a la felicidad que le reportaría el referir en su país que el rey en persona le había dado tal orden? Tenía necesidad de reunir gente a su alrededor, un domingo a la salida de misa, para contar a todos lo amable que había estado el rey, sentado a su lado, en un banco, hablándole largo rato, a él, pobre y viejo músico de aldea, sin otro propósito que curarle de su nostalgia. ¡Qué bonito sería referir esto a los viejos lapones y a los pequeños dalecarlianos del Skansen! ¿Qué opinarían de esto en su país?
Aun teniendo que parar en el asilo de los pobres, Klement no sería ya un hombre desgraciado. Era otro e iba a gozar desde entonces de una consideración nueva.
Y este deseo era invencible en él. El director tuvo que dejarle partir.