Interludio

SLOAT EN ESTE MUNDO (V)

Hacía casi seis años que el motel Kingsland estaba vacío y despedía aquel olor mohoso, de periódico amarillento, común a los edificios deshabitados durante mucho tiempo. Este olor molestó a Sloat al principio. Su abuela materna había muerto en su casa cuando Sloat era un muchacho —tardó cuatro años en morir, pero al fin se decidió— y el olor de su muerte había sido muy semejante a éste. Le desagradaba aquel olor —y aquellos recuerdos— en un momento que debía ser el de su mayor triunfo.

Ahora, sin embargo, no importaba. Ni siquiera importaban las desastrosas pérdidas que había causado la llegada prematura de Jack a Camp Readiness. Sus anteriores sentimientos de furia y desilusión se habían convertido en un frenesí de excitación nerviosa. Con la cabeza baja, los labios fruncidos y los ojos brillantes, se paseaba arriba y abajo de la habitación donde él y Richard se habían alojado en tiempos pasados. A veces cruzaba las manos a la espalda, otras se golpeaba la palma con el puño, otras se acariciaba la calva, pero casi todo el tiempo se paseaba como lo hacia en el colegio, con las manos cerradas en un puño apretado, anal, por así decirlo, con las uñas rabiosamente clavadas en las palmas. En el estómago sentía ya acidez, ya un ligero mareo.

Las cosas tocaban a su fin.

No, no. La idea era buena, pero la frase estaba equivocada.

Las cosas encajaban en su sitio.

Richard ya debe haber muerto. Mi hijo ha muerto. Es seguro. Ha sobrevivido —de milagro— a las Tierras Arrasadas, pero jamás saldrá vivo del Agincourt. Está muerto. No te hagas ilusiones sobre esta cuestión. Jack Sawyer le ha matado y le arrancaré los ojos por ello.

—Pero yo también le he matado —murmuró Morgan, deteniéndose un momento.

Y de repente pensó en su padre.

Gordon Sloat había sido un austero pastor luterano en Ohio y Morgan había pasado toda su adolescencia intentado huir de aquel hombre duro y temible. Finalmente se escapó a Yale y se entregó a Yale en cuerpo y alma durante su segundo año de estudios superiores por una razón más importante que todas las demás, secreta para su mente consciente, pero sólida y profunda: era un lugar adonde su padre, rudo y campesino, jamás se atrevería a ir. Si un día osaba poner los pies en el campus de Yale, le sucedería algo. El estudiante Sloat ignoraba en qué podía consistir ese algo… pero presentía que sería semejante a lo que había ocurrido a la Bruja Malvada cuando Dorothy le echó el cubo de agua por encima. Y esta seguridad resultó cierta: su padre no puso jamás los pies en el campus de Yale. Desde el primer día que Morgan pasó allí, el poder de Gordon Sloat sobre su hijo empezó a debilitarse… y sólo esto hacía que todos sus esfuerzos hubiesen merecido la pena.

Sin embargo, ahora, mientras apretaba los puños y se clavaba las uñas en las delicadas palmas, su padre habló: ¿De qué sirve a un hombre ganar todo un mundo, si pierde a su propio hijo?

Durante un momento, el olor a moho —el olor de motel vacío, el olor de la abuela, el olor de la muerte— le llenó la nariz, amenazando con ahogarle, y Morgan Sloat / Morgan de Orris tuvo miedo.

¿De que sirve a un hombre…?

Porque el «Libro del buen agricultor» dice que el hombre no llevará a su progenie a ningún lugar de sacrificio…

¿De qué sirve…

Este hombre será maldito, maldito, maldito…

… a un hombre ganar todo el mundo, si pierde a su hijo?

A yeso apestoso. El olor seco de excrementos de ratón pulverizándose en los huecos oscuros de detrás de las paredes. Locos. Había locos por las calles.

¿De qué sirve a un hombre?

Muerto. Un hijo muerto en aquel mundo, un hijo muerto en éste.

¿De qué sirve a un hombre?

Tu hijo está muerto, Morgan. Tiene que estarlo. Muerto en el agua o muerto bajo los pilares y flotando entre ellos, o muerto —¡seguro!— en tierra. No ha podido resistirlo. No ha podido…

¿De qué sirve…?

Y de pronto se le ocurrió la respuesta.

¡Le sirve el mundo! —gritó Morgan en la desolada habitación y empezó a reír y pasear de nuevo—. ¡Le sirve el mundo y, por Jason, el mundo es suficiente!

Riendo, se puso a andar cada vez más de prisa, y al poco rato sus puños cerrados empezaron a gotear sangre.

Unos diez minutos después, un coche frenó ante la entrada. Morgan se acercó a la ventana y vio a Sol Gardener apearse como un loco del Cadillac.

A los pocos segundos llamó a la puerta con los dos puños, como un niño de tres años golpeando el suelo en una rabieta. Morgan vio que el hombre se había vuelto completamente loco y se preguntó si esto sena bueno o malo.

—¡Morgan! —vociferó Gardener—. ¡Ábreme, mi señor! ¡Noticias! ¡Tengo noticias!

Creo que he visto todas tus noticias con los prismáticos. Llama a esa puerta un rato más, Gardener, mientras decido sobre este asunto. ¿Es bueno o malo que te hayas vuelto loco?

Bueno, decidió Morgan. En Indiana, Gardener se había vuelto cobarde en el momento crucial y huido sin acabar con Jack de una vez por todas. Ahora, sin embargo, su gran dolor le había hecho recuperar la confianza. Si Morgan necesitaba un piloto kamikaze, Sol Gardener sería el primero en correr hacia los aviones.

—¡Ábreme, mi señor! ¡Noticias! ¡Noticias! ¡N…! Morgan abrió la puerta. Aunque estaba muy excitado también él, Presentó a Gardener un rostro de una serenidad casi sobrecogedora.

—Tranquilo —dijo—, tranquilo, Gard. Te reventarás una arteria.

—Han ido al hotel… por la playa… les he disparado mientras cruzaban la playa… esos cretinos no han dado en el blanco… Después he pensado que en el agua… que los acertaríamos en el agua… pero entonces han emergido esos monstruos de las profundidades… Le tenía en mi punto de mira… tenía a ese chico malo, malo en MI PUNTO DE MIRA… y entonces… los monstruos… han… han…

—Cálmate —le tranquilizó Morgan. Cerró la puerta y extrajo una petaca de su bolsillo interior, que alargó a Gardener. Éste desenroscó el tapón y bebió dos grandes sorbos. Morgan esperó. Su semblante era benigno, sereno, pero una vena latía en medio de su frente y sus manos se abrían y cerraban, se abrían y cerraban.

Habían ido al hotel, sí. Morgan había visto la ridícula balsa con su proa en forma de caballo y su cola de goma moviéndose sobre el agua.

—¿Y mi hijo? —preguntó a Gardener—. ¿Han dicho tus hombres si estaba vivo o muerto cuando Jack le subió a la balsa? Gardener meneó la cabeza… pero sus ojos dijeron lo que él creía.

—Nadie lo sabe con certeza, mi señor. Algunos dicen que le han visto moverse. Otros dicen que no.

No importa. Si no estaba muerto entonces, lo estará ahora. Una inspiración en aquel lugar y sus pulmones reventarán.

Las mejillas de Gardener eran del color del whisky y tenía los ojos llorosos. No devolvió la petaca, sino que permaneció con ella en la mano. Esto le parecía muy bien a Sloat. Él no quería whisky ni cocaína. Tenía lo que aquellos idiotas de los años sesenta llamaban una intoxicación natural.

—Empieza otra vez —dijo Morgan— y procura ser coherente. Lo único que Morgan no había deducido del entrecortado discurso de Gardener era la presencia del viejo negro en la playa, pero casi lo había adivinado. No obstante, dejó hablar a Gardener, porque su voz le tranquilizaba y su furia le fortalecía.

Mientras Gardener hablaba, Morgan sopesó sus alternativas por última vez, desechando a su hijo de la ecuación con una breve punzada de pesar.

¿De qué sirve a un hombre? Le sirve el mundo y el mundo es suficiente… o, en este caso, mundos. Dos para empezar, y más cuando se acaben, si se acaban. Puedo gobernarlos todos si me apetece… puedo ser algo parecido al Dios del Universo.

El Talismán. El Talismán es…

¿La llave?

No, oh, no.

No una llave, sino una puerta; una puerta cerrada que le separaba de su destino. No quería abrir aquella puerta, sino destruirla, destruirla total y completamente, para toda la eternidad de modo que jamás pudiera volver a cerrarse y, menos aún, con llave.

Cuando el Talismán estuviera destrozado, todos aquellos mundos serían suyos.

—¡Gard! —exclamó, volviendo a pasear nerviosamente. Gardener dirigió a Morgan una mirada inquisitiva.

—¿De qué sirve a un hombre? —canturreó Morgan con voz aguda.

—¿Mi señor? No compren…

Morgan se detuvo delante de Gardener, con los ojos brillantes y febriles. Su rostro se arrugó, convirtiéndose en el de Morgan de Orris, pero en seguida volvió a ser el de Morgan Sloat.

—Le sirve el mundo —dijo, poniendo las manos sobre los hombros de Osmond. Cuando las apartó un segundo después, Osmond volvía a ser Gardener—. Le sirve el mundo y el mundo es suficiente.

—Mi señor, no lo comprendes —contestó Gardener, mirando a Morgan como si estuviera loco—. Creo que han entrado. Entrado donde está ESO. Intentamos matarlos, pero esos monstruos… emergieron para protegerles, tal como dice El libro del buen agricultor… y si están dentro… —La voz de Gardener subía de tono. Los ojos de Osmond miraban con odio y consternación.

—Lo comprendo —dijo Morgan para calmarle. Su voz y su rostro volvían a ser tranquilos, pero sus puños no paraban de abrirse y cerrarse y la sangre goteaba sobre la mohosa alfombra—. Sí, hombre, sí, claro que sí, cálmate, cálmate. Han entrado y mi hijo no saldrá jamás. Tú perdiste al tuyo, Gard, y ahora yo he perdido al mío.

¡Sawyer! —ladró Gardener—. ¡Jack Sawyer! ¡Jason! Ese… Gardener empezó a proferir unas horribles maldiciones que se prolongaron durante casi cinco minutos. Maldijo a Jack en dos lenguas; su voz se disparaba y jadeaba de pesar y de odio. Morgan permaneció inmóvil, dejando que se desahogara.

Cuando Gardener se interrumpió, sin aliento, y tomó otro sorbo de la petaca, Morgan exclamó:

—¡Muy bien! ¡Liquidados los dos! Ahora, escucha, Gard… ¿Me escuchas?

—Sí, mi señor.

Los ojos de Gardener / Osmond brillaron con amarga atención.

—Mi hijo no saldrá nunca del hotel negro y no creo que Sawyer pueda salir. Existe una buena posibilidad de que no sea todavía lo bastante Jason para conseguir lo que hay ahí dentro. Es probable que ESO lo mate, o le haga enloquecer, o le envíe a cien mundos de distancia. Pero puede salir, Gard. Sí, es posible que salga.

—Es el bastardo más malo, más malo que ha alentado jamás —murmuró Gardener, apretando la petaca… apretándola… apretándola… hasta que sus dedos empezaron a abollar el acero.

—¿Dices que el viejo negro está abajo en la playa?

—Sí.

—Parker —dijo Morgan, y en el mismo momento Osmond dijo:

—Parkus.

—¿Muerto? —preguntó Morgan sin mucho interés.

—No lo sé. Creo que sí. ¿Envío a unos hombres a recogerlo?

—¡No! —exclamó con brusquedad Morgan—. No… pero nosotros nos acercaremos al lugar donde yace, ¿verdad, Gard?

—¿Ah, sí?

Morgan empezó a sonreír.

—Sí. Tú… yo… todos nosotros. Porque si Jack sale del hotel, irá allí directamente. No dejará a su viejo compañero de juergas en la playa, ¿verdad?

Ahora Gardener también esbozó una sonrisa.

—No —dijo—, no.

Morgan sintió por primera vez un dolor sordo y palpitante en las manos. Las abrió y miró con expresión pensativa la sangre que fluía de las profundas heridas semicirculares de sus palmas. Su sonrisa no se desvaneció, sino que, por el contrario, se tornó más amplia.

Gardener le miraba con fijeza y solemnidad. Una gran sensación de poder invadió a Morgan. Se llevó al cuello una mano ensangrentada y la cerró en torno a la llave que generaba rayos.

—Al hombre le sirve el mundo —susurró—. Entonemos el aleluya.

Sus labios se abrieron todavía más. Era la sonrisa cobarde y maligna de un lobo pervertido… un lobo viejo que aún es astuto, tenaz y poderoso.

—Andando, Gard —dijo—. Vámonos a la playa.