Capítulo 34
ANDERS
1
Jack se dio cuenta de repente de que, aunque seguía corriendo, corría por el aire, como un personaje de tira cómica que tiene tiempo de una sorprendida y tardía reacción antes de caer seiscientos metros en picado. Pero no eran seiscientos metros. Tuvo tiempo —el tiempo justo— de comprender que la tierra firme había desaparecido y entonces cayó casi dos metros, sin dejar de correr. Se tambaleó y podría haberse mantenido en pie si Richard no se hubiera caído encima de él, arrastrándole en sus tumbos.
—¡Cuidado, Jack! —gritaba Richard, quien por lo visto no estaba interesado en seguir su propio consejo, porque tenía los ojos firmemente cerrados—. ¡Cuidado con el lobo! ¡Cuidado con el señor Dufrey! ¡Cuidado con…!
—¡Basta, Richard! —Aquellos gritos entrecortados le asustaban más que cualquier otra cosa. Richard parecía loco, completamente loco—. ¡Cállate, todo va bien! ¡Se han ido!
—¡Cuidado, Jack! ¡Cuidado, Jack! ¡Cuidado, cuidado…! ¡Jack!
—¡Richard, se han ido! ¡Mira a tu alrededor, por el amor de Jason! —Jack no había tenido ocasión de hacerlo, pero sabía que lo habían conseguido: el aire era todavía tranquilo y dulce y la noche silenciosa excepto por una leve brisa agradablemente cálida.
—¡Cuidado, Jack! ¡Cuidado, Jack! ¡Cuidado, cuidado…! Como un eco maligno dentro de la cabeza, oyó el coro de los muchachos-perros frente a Nelson House: ¡Despierrta, despierrta, despierrta! ¡Porfavor, porfavor, porfavor!
—¡Cuidado, Jack! —gimió Richard. Tenía la cara apretada contra la tierra y parecía un musulmán muy ferviente decidido a hacer las paces con Alá—. ¡CUIDADO! ¡EL LOBO! ¡LOS PREFECTOS! ¡EL DIRECTOR! ¡CUIDA…!
Lleno de pánico ante la idea de que Richard estuviera efectivamente loco, Jack levantó la cabeza de su amigo, agarrándole por el cuello, y le propinó una bofetada.
Las palabras de Richard se interrumpieron en seco. Se quedó mirando a Jack con la boca abierta y éste vio la forma de su propia mano marcándose en la mejilla pálida de Richard, un leve tatuaje de color rojo. Su vergüenza cedió el paso a la urgente curiosidad de saber exactamente dónde se encontraban. Había luz; de lo contrario no habría podido ver aquella marca.
Una respuesta parcial a la pregunta surgió de sí mismo; era cierto e indiscutible… por lo menos en apariencia. Las Avanzadas, Jack-O. Ahora estás en las Avanzadas. Pero antes de que pudiera reflexionar sobre ello, tenía que intentar tranquilizar a Richard.
—¿Estás bien, Richie?
Éste miraba a Jack con una expresión de dolida sorpresa.
—Me has pegado, Jack.
—Te he abofeteado. Es lo que conviene hacer con las personas histéricas.
—¡Yo no estaba histérico! No he estado histérico en mi vi… —Richard se interrumpió y se puso en pie de un salto, mirando con angustia a su alrededor—. ¡El lobo! ¡Debemos protegemos del lobo, Jack! ¡Si podemos llegar al otro lado de la valla, no nos cogerá!
Habría echado a correr en la oscuridad en aquel mismo momento hacia una valla de alambre y metal que ahora estaba en otro mundo si Jack no le hubiese retenido, agarrándole del brazo.
—El lobo ya no está, Richard.
—¿Qué?
—Lo hemos conseguido.
—¿De qué estás hablando…?
—¡De los Territorios, Richard! ¡Estamos en los Territorios! ¡Hemos dado el salto! —Y casi me has arrancado el brazo, incrédulo, pensó Jack, frotándose el hombro dolorido. La próxima vez que intente traer a alguien, buscaré a un niño de verdad, que aún crea en el papá Noel y en el conejillo de Pascua.
—Esto es ridículo —dijo lentamente Richard—. Los Territorios no existen, Jack.
—Si no existen —replicó Jack—, ¿cómo es que aquel lobo grande y blanco ya no te muerde el trasero? ¿O tu maldito director?
Richard miró a Jack, abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. Miró a su alrededor, esta vez con un poco más de atención (o así lo esperaba Jack). Jack le imitó, disfrutando del calor y la diafanidad del aire. Morgan y su pandilla de serpientes podían llegar en cualquier momento, pero en este instante era imposible no sentir el placer puro y sensual de estar nuevamente aquí.
Se hallaban en un campo de hierba alta y amarillenta que tenía unas espigas barbudas —no era trigo, pero algo semejante; un cereal comestible, desde luego— y se extendían en todas direcciones. La brisa templada la mecía, formando unas olas misteriosas y muy bellas. A la derecha, sobre una toma, se levantaba un edificio de madera iluminado por una linterna sujeta a una estaca; dentro de la linterna ardía una llama amarilla casi demasiado intensa para mirarla directamente. Jack se fijó en que el edificio era octogonal. Los dos muchachos habían entrado en los Territorios al borde del círculo de luz de aquella linterna… y al otro lado había algo, algo metálico que refractaba la luz, proyectando cortos destellos. Jack guiñó los ojos ante el débil resplandor plateado… y entonces lo comprendió y sintió algo que no fue tanto extrañeza como la impresión de una esperanza cumplida; fue como si dos grandes piezas de un rompecabezas, una en los territorios americanos y la otra aquí, acabaran de colocarse en su sitio.
Eran raíles. Y aunque resultaba imposible ver la dirección en la oscuridad, Jack creía saber hacia dónde se dirigían aquellos raíles:
Hacia el Oeste.
2
—Vamos —dijo Jack.
—No quiero ir allí —contestó Richard.
—¿Por qué no?
—Pasan cosas demasiado raras. —Richard se humedeció los labios—. Podría haber cualquier cosa en el interior de ese edificio. Perros. Gente chalada. —Volvió a humedecerse los labios—. Chinches.
—Ya te he dicho que ahora estamos en los Territorios. Aquella locura se ha desvanecido; aquí todo es puro. Diablos, Richard, ¿es que no lo hueles?
—Los Territorios no existen —repitió Richard con voz débil.
—Mira a tu alrededor.
—No —se obstinó Richard, con la voz todavía más débil, la voz de un niño terco y exasperante.
Jack arrancó un puñado de la hierba peluda.
—¡Mira esto!
Richard volvió la cabeza y Jack tuvo que reprimir el impulso de sacudirle.
En lugar de esto, tiró la hierba, contó mentalmente hasta diez y empezó a subir por la pendiente. Se miró y vio que ahora llevaba una especie de zahones de cuero. Richard vestía casi igual que él, con un pañuelo rojo anudado al cuello que parecía sacado de un cuadro de Frederick Remington. Jack se tocó el cuello y comprobó que él también lo llevaba. Se palpó el cuerpo y descubrió que el abrigo maravillosamente cálido de Myles P. Kiger era ahora una especie de sarape mexicano. Apuesto algo a que parezco un anuncio de Taco Bell, pensó, divertido.
Una expresión de pánico extremo se dibujó en la cara de Richard al ver a Jack subir la loma, dejándole solo.
—¿Adonde vas?
Jack miró a Richard y volvió sobre sus pasos. Puso las manos en los hombros de Richard y le miró a los ojos.
—No podemos quedamos aquí —explicó—. Algunos de ellos deben habernos visto desaparecer. Es posible que no puedan seguirnos y también es posible que puedan hacerlo, no lo sé. Lo único que sé acerca de las leyes que gobiernan todo esto es lo mismo que sabe un niño de cinco años sobre el magnetismo y todo cuanto sabe del tema un niño de cinco años es que a veces los imanes se atraen y otras se repelen. Sin embargo, de momento no necesito saber nada más. Tenemos que irnos de aquí. Fin de la historia.
—Estoy soñando todo esto. Sé que es un sueño. Jack indicó el destartalado edificio de madera.
—Puedes venir o puedes quedarte aquí. Si prefieres quedarte, te vendré a buscar cuando haya examinado el interior.
—Nada de todo esto sucede de verdad —dijo Richard. Sus ojos sin gafas estaban muy abiertos y parecían planos y algo turbios. Miró un momento hacia el cielo negro de los Territorios, cuajado de estrellas desconocidas, se estremeció y desvió la vista—. Tengo fiebre. Es la gripe. Ha habido muchos casos de gripe. Estoy delirando y tú eres un personaje de mi delirio, Jack.
—Bueno, mandaré a alguien al Sindicato de Actores de Delirio para recibir la tarjeta de socio en cuanto tenga ocasión —dijo Jack—, pero mientras tanto, ¿por qué no te quedas aquí tranquilo, Richard? Si nada de esto sucede de verdad, no tienes por qué preocuparte.
Volvió a subir la cuesta, pensando que bastarían unas cuantas conversaciones más con Richard del estilo de «Alicia toma el té» para convencerse de que él también estaba loco.
Estaba a media pendiente cuando Richard le alcanzó.
—Habría bajado a buscarte —dijo Jack.
—Ya lo sé —contestó Richard—, pero he pensado que era mejor venir contigo. Por lo menos, mientras todo esto sea un sueño.
—Bueno, no abras el pico si hay alguien arriba —recomendó Jack—. Creo que sí, me ha parecido ver a una persona mirándome desde aquella ventana.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Richard. Jack sonrió.
—Tocar de oído, Richie, muchacho —respondió—. Esto es lo que he estado haciendo desde que abandoné New Hampshire. Tocar de oído.
3
Llegaron al porche. Richard se agarró al hombro de Jack con toda la fuerza de su pánico y Jack se volvió hacia él, fastidiado; se estaba cansando de los agarrones patentados de Richard.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Es un sueño, no cabe duda —dijo Richard—, y puedo probarlo.
—¿Cómo?
—¡Ya no hablamos en inglés, Jack! Hablamos en otra lengua y a la perfección, ¡pero no es inglés!
—Sí —respondió Jack—. Es extraño, ¿verdad?
Subió los escalones, dejando a Richard con la boca abierta.
4
A los pocos momentos Richard se recobró y subió los escalones detrás de Jack. Los listones de madera estaban gastados, sueltos y resquebrajados; entre ellos crecían tallos de aquella hierba barbuda. Los dos muchachos oían en la oscuridad el soñoliento zumbido de los insectos —no era el grito chillón de los grillos, sino un sonido más dulce—; había muchas cosas más dulces a este lado, pensó Jack.
Pasaron ante la linterna exterior y sus sombras se les adelantaron en el porche, formando ángulos rectos cuando llegaron a la puerta. Encima de ésta pendía un letrero viejo y descolorido. Jack creyó por un momento que estaba escrito en extrañas letras cirílicas, tan indescifrables como si fuera ruso, pero de pronto las reconoció y la palabra no fue ninguna sorpresa: ESTACIÓN.
Jack levantó la mano para llamar, pero entonces meneó la cabeza. No, no llamaría. No se trataba de una vivienda particular; el letrero decía ESTACIÓN y él asociaba esta palabra con edificios públicos: lugares donde se esperaba a los autocares Greyhound y a los trenes Amtrak, zonas de carga para los camiones.
Empujó la puerta y una luz acogedora y una voz decididamente hostil resonaron juntas en el porche.
—¡Márchate, demonio! —chilló la voz destemplada—. ¡Vete, me iré por la mañana! ¡Lo juro! ¡Márchate! Juré que me iría y me iré, así que ahora lárgate… ¡lárgate y déjame en paz!
Jack frunció el ceño y Richard abrió la boca. La habitación estaba limpia pero era muy vieja. Los listones estaban tan gastados que las paredes parecían onduladas. En una de ellas pendía el grabado de una diligencia que parecía grande como un ballenero. Un mostrador muy antiguo, cuya superficie se veía casi tan rizada como las paredes, dividía la habitación por el centro. Detrás de él, en la pared del fondo, colgaba una pizarra en la que había dos columnas de horarios, una encabezada por LLEGADA POSTAS y la otra por SALIDA POSTAS. Mirando el antiguo mostrador, Jack adivinó que hacía mucho tiempo que no se facilitaba información en esta pizarra; pensó que si alguien intentaba escribir en ella con un trozo de yeso, caería partida en pedazos sobre el gastado pavimento.
En un lado del mostrador había el reloj de arena más grande que Jack había visto en su vida; tenía el tamaño de un magnum de champaña y estaba lleno de arena verde.
—Déjame en paz, ¿quieres? ¡He prometido que me marcharé y cumpliré mi palabra! ¡Por favor, Morgan! ¡Ten piedad! Lo he prometido y, si no me crees, ¡entra en el cobertizo! El tren está preparado, ¡juro que está preparado!
Hubo muchos más graznidos en la misma vena. El hombre viejo y fornido que los profería estaba acurrucado en la esquina del lado derecho de la habitación. Jack adivinó que debía medir dos metros como mínimo; incluso en su servil postura actual, el bajo techo de la Estación sólo sobrepasaba a su cabeza en diez centímetros escasos. Podía tener setenta años o tal vez ochenta bien conservados. Una nivea barba le empezaba bajo los ojos y caía en cascada de finas guedejas sobre su pecho. Tenía los hombros anchos, aunque ahora estaban tan encogidos que daban la impresión de que alguien los había roto al obligarle a cargar grandes pesos en el curso de muchos años. Profundas patas de gallo surcaban la piel que rodeaba sus ojos y grandes arrugas ondulaban su frente. La tez era de un amarillo céreo. Llevaba un tonelete blanco recamado con hilos de color escarlata y era evidente que estaba muy asustado. Blandía un palo grueso, pero sin ninguna autoridad.
Jack se volvió a mirar a Richard cuando el viejo mencionó el nombre del padre de éste, pero Richard no se hallaba en situación de advertir pequeños detalles como aquél.
—No soy el que piensas —dijo Jack, avanzando hacia el anciano.
—¡Márchate! —gritó este último—. ¡No me engañarás! ¡Incluso el demonio puede adoptar una cara agradable! ¡Márchate! ¡Yo también me iré! ¡Está listo y me iré a primera hora de la mañana! ¡Dije que me iría y lo cumpliré, pero ahora márchate, por favor!
La mochila era ahora un morral que colgaba del brazo de Jack. Cuando el muchacho llegó hasta el mostrador, rebuscó dentro del morral, apartando a un lado el espejo y los nudosos palos de dinero. Cerró los dedos en tomo a lo que quería y lo sacó; era la moneda que el capitán Farren le había dado hacía tanto tiempo, la moneda con la Reina en una cara y el grifón en la otra. La puso con gran cuidado sobre el mostrador y la luz suave de la estancia iluminó el bello perfil de Laura DeLoessian, que nuevamente le impresionó por su gran similitud con el perfil de su madre. ¿Se parecían tanto al principio? ¿O quizá ocurre que veo más el parecido a medida que pienso más en ellas? ¿O estaré acercándolas de alguna manera, fundiéndolas en una sota persona?
El anciano se acurrucó todavía más al ver a Jack aproximarse al mostrador; empezó a dar la impresión de que acabaría atravesando la pared trasera del edificio. Sus palabras volvieron a fluir en un galimatías histérico. Cuando Jack golpeó el mostrador con la moneda como el malo de una película del Oeste exigiendo un trago, el galimatías cesó y el viejo miró fijamente la moneda con los ojos muy abiertos y las comisuras, húmedas de saliva, temblando de emoción. Los ojos agrandados se alzaron hasta la cara de Jack, viéndola realmente por primera vez.
—Jason —susurró con voz trémula, desprovista de la débil insolencia anterior, temblando ahora no de miedo, sino de respeto—. ¡Jason!
—No —dijo Jack—, mi nombre es… —Entonces se detuvo, comprendiendo que la palabra que pronunciaría en este extraño lenguaje no sería Jack sino…
—¡Jason! —gritó el anciano, cayendo de rodillas—. ¡Jason, has venido! ¡Has venido y todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien, todas las cosas irán bien!
—Oye —protestó Jack—, oye, yo no…
—¡Jason! ¡Jason ha venido y la Reina sanará, sí, y todas las cosas irán bien!
Jack, menos preparado para afrontar esta llorosa adoración que los truculentos y aterrados discursos del guarda de la estación, se volvió hacia Richard… pero éste no podía prestarle ayuda. Se había acostado en el suelo, a la izquierda de la puerta, y o bien estaba dormido o hacía una buena imitación del sueño.
—Oh, mierda —gimió Jack.
El anciano, de rodillas, murmuraba y lloraba. La situación degeneraba con rapidez de lo meramente ridículo en lo cósmicamente cómico. Jack encontró la parte del mostrador que podía alzarse y pasó al otro lado.
—Levántate, servidor bueno y fiel —dijo. Se preguntó vagamente si Jesucristo o Buda habrían tenido problemas como éste—. Ponte en pie, amigo.
—¡Jason! ¡Jason! —sollozó el anciano. Su melena blanca oscureció los pies calzados con sandalias de Jack cuando se inclinó para besárselos… no con besos pequeños, no, sino con besos ruidosos y fuertes. Jack empezó a emitir una risita entre dientes, sin saber qué hacer. Había logrado salir de Illinois y aquí estaban en una destartalada estación en el centro de un gran campo de un cereal que no era trigo, en algún punto de las Avanzadas, y Richard dormía junto a la puerta y este extraño viejo le besaba los pies, haciéndole cosquillas con la barba.
—¡Levántate! —gritó, riendo entre dientes. Trató de retroceder, pero tropezó con el mostrador—. ¡Levántate, oh, buen servidor! ¡Ponte sobre tus malditos pies, ya es suficiente!
—¡Jason! ¡Un beso! ¡Todo irá bien! ¡Un beso, otro beso!
Y todas las cosas irán bien —pensó Jack tontamente, riendo mientras el viejo le besaba los dedos de los pies—. No sabía que leían a Robert Burns aquí en los Territorios, pero supongo que así es…
Un beso y otro y otro.
Oh, basta. No puedo soportarlo más.
—¡LEVÁNTATE! —gritó con todas sus fuerzas y por fin el anciano se puso en pie, temblando, llorando, incapaz de mirar a los ojos de Jack. Sin embargo, sus enormes hombros se habían enderezado un poco, habían perdido aquella postura humillante, y Jack se alegraba de ello.
5
Pasó una hora larga antes de que Jack consiguiera entablar una conversación coherente con el anciano. Empezaban a hablar, y entonces Anders, que era un lacayo de oficio, se enzarzaba en otro de sus galimatías en tomo a «Oh, Jason, mi Jason, eres grande» y Jack tenía que calmarle a toda prisa… sobre todo antes de que volviera a besarle los pies. A pesar de todo, a Jack le gustaba el anciano y le comprendía. Para comprenderle sólo tenía que imaginar los propios sentimientos si Jesús o Buda aparecieran de repente en el garaje local o en la cola para el almuerzo en la escuela. Y tenía que reconocer un hecho claro y real: en parte, no estaba del todo sorprendido por la actitud de Anders. Aunque se sentía Jack, poco a poco se iba sintiendo cada vez más… el otro.
Pero el otro había muerto.
Esto era verdad; no podía negarse. Jason había muerto y era probable que Morgan de Orris hubiera tenido algo que ver con su muerte. Pero los tipos como Jason sabían cómo volver, ¿no?
Jack no consideró perdido el tiempo que Anders tardó en hablar porque le permitió asegurarse de que Richard no estaba fingiendo y dormía de verdad. Esto era bueno porque Anders tenía mucho que decir sobre Morgan.
En un tiempo, dijo, esta estación había sido la última del mundo conocido y ostentaba el eufónico nombre de Estación de las Avanzadas. Una vez rebasada la estación, añadió, el mundo se convertía en un lugar monstruoso.
—¿Monstruoso en qué sentido? —preguntó Jack.
—Lo ignoro —respondió Anders, encendiendo su pipa. Miró hacia la oscuridad y su rostro se entristeció—. Existen historias acerca de las Tierras Arrasadas, pero cada una es diferente de las demás y siempre empiezan más o menos así: «Conozco a un hombre que conoció a un hombre que se perdió durante tres días en las Tierras Arrasadas y dijo…». Pero nunca he oído una historia que empiece por: «Me perdí durante tres días al borde de las Tierras Arrasadas y digo…». ¿Ves la diferencia, mi señor Jason?
—La veo —contestó lentamente Jack. Las Tierras Arrasadas. Sólo el sonido del nombre le erizaba el vello de los brazos y el cogote—. Entonces, ¿nadie sabe cómo son?
—No con seguridad —dijo Anders—, pero si una cuarta parte de lo que he oído es cierta…
—¿Qué has oído?
—Que hay cosas tan monstruosas, que los horrores de las minas de Orris parecen casi normales. Que bolas de fuego ruedan por las colinas y lugares desiertos, dejando atrás largas huellas negras… que son negras durante el día pero que, según cuentan, resplandecen por la noche. Y si un hombre se acerca demasiado a una de esas bolas de fuego, se pone muy enfermo. Pierde el cabello y le salen llagas por todo el cuerpo; después empieza a vomitar y, si empeora, que es lo más corriente, vomita y vomita hasta que el estómago y la garganta se le revienta y…
Anders se levantó.
—¡Señor! ¿Por qué miras de este modo? ¿Has visto algo en la ventana? ¿Has visto un fantasma en esos malditos raíles…?
Anders dirigió una mirada delirante hacia la ventana.
Envenenamiento por radiación —pensó Jack—. Él no lo sabe, pero ha descrito los síntomas exactos del envenenamiento por radiación.
Los dos habían estudiado las armas nucleares y las consecuencias de exponerse a la radiación en una conferencia sobre física el año anterior, porque su madre se interesaba por el movimiento antinuclear y el movimiento en contra de la proliferación de plantas nucleares y Jack había escuchado con mucha atención.
¡Qué bien encajaba en la idea general de las Tierras Arrasadas el envenenamiento por radiación! Y entonces comprendió otra cosa: era en el oeste donde se habían llevado a cabo las primeras pruebas, donde el prototipo de la bomba de Hiroshima había sido colgado de una torre y hecho explotar, donde gran número de suburbios habitados solamente por maniquíes de unos almacenes habían sido destruidos para que el ejército tuviera una idea más o menos aproximada del daño que podía causar una explosión nuclear. Y al final habían vuelto a Utah y Nevada, dos de los últimos territorios americanos auténticos, para reanudar las pruebas subterráneas. Sabía que el gobierno poseía una gran extensión de aquellos vastos desiertos, de aquellos montes, mesetas y terrenos baldíos, y que en ellos no sólo hacían experimentos con bombas.
¿Cuánta desolación de esta clase traería Sloat consigo a los Territorios si la Reina moría? ¿Cuánta había traído ya? ¿Sería esta cabeza de raíl una parte del sistema de transporte a emplear?
—No tienes buen aspecto, mi señor, te lo aseguro. Tu cara está blanca como el yeso, ¡te juro que es la verdad!
—Estoy muy bien —dijo Jack—. Siéntate y prosigue la historia. Y enciende tu pipa, que se ha apagado.
Anders se sacó la pipa de la boca, la volvió a encender y miró de Jack a la ventana y de nuevo a Jack… y ahora en su rostro no sólo se reflejaba la tristeza, sino el terror.
—Sin embargo, creo que pronto sabré si estas historias son ciertas.
—¿Por qué razón?
—Porque mañana al amanecer salgo hacia las Tierras Arrasadas —respondió Anders—. He de cruzarlas conduciendo esa máquina demoníaca de Morgan de Orris que hay en aquel cobertizo y transportando Dios sabe qué clase de horrible mercancía.
Jack le miró con fijeza; el corazón le palpitaba de tal modo, que la sangre le zumbaba en la cabeza.
—¿Hacia dónde? ¿Muy lejos? ¿Hasta el océano? ¿La gran extensión de agua?
Anders asintió con lentitud.
—Sí —contestó—, hasta el agua. Y… —Bajó la voz hasta que sólo fue un débil susurro y sus ojos miraron de reojo las ventanas oscuras, como si temiera que algo sin nombre acechase fuera para oír sus palabras.
—Y allí Morgan irá a recibirme y trasladaremos su mercancía.
—¿Adonde? —preguntó Jack.
—Al hotel negro —concluyó Anders con voz baja y temblorosa.
6
Jack sintió de nuevo la necesidad de prorrumpir en una carcajada nerviosa. El hotel negro… sonaba como el título de una novela de misterio barata. Y no obstante… y no obstante… todo esto había empezado en un hotel, ¿no? El Alhambra de New Hampshire, en la costa atlántica. ¿Habría otro hotel, quizá otro hotel Victoriano monstruoso y aún más destartalado en la costa del Pacífico? ¿Sería allí donde terminaría su larga y extraña aventura? ¿En un lugar análogo al Alhambra, contiguo a un vulgar parque de atracciones? Esta idea resultaba muy convincente y de un modo extraño pero preciso parecía incluso encajar en aquel sistema de Gemelos y personalidades dobles…
—¿Por qué me miras así, mi señor?
Anders parecía agitado y nervioso. Jack desvió rápidamente la vista.
—Lo siento —dijo—. Estaba pensando. Sonrió para tranquilizarle y el lacayo le correspondió con una sonrisa tímida.
—Y me gustaría que dejaras de llamarme así.
—¿Llamarte cómo, mi señor?
—Pues eso, mi señor.
—¿Mi señor? —Anders pareció perplejo. No repetía las palabras de Jack sino que pedía una clarificación. Jack intuyó que si intentaba seguir con este tema, acabarían haciéndose un lío.
—No importa —dijo y se inclinó hacia delante—. Quiero que me lo cuentes todo. ¿Puedes hacerlo?
—Lo intentaré, mi señor —contestó Anders.
7
Sus palabras fueron vacilantes al principio. Era un hombre soltero que había pasado toda su vida en las Avanzadas y no estaba acostumbrado a hablar mucho. Ahora le había ordenado hablar un muchacho a quien consideraba como mínimo un personaje de la realeza y quizá incluso alguien parecido a un dios. Poco a poco, sin embargo, sus palabras empezaron a tener más fluidez y hacia el final de su relato, que no fue muy concluyente pero sí tremendamente interesante, habló casi con precipitación. Jack no tuvo ninguna dificultad en seguir la historia a pesar del acento del hombre, que en su mente no cesaba de traducir a una especie de lenguaje gutural semejante al de Robert Burns.
Anders conocía a Morgan porque Morgan era, sencillamente, Señor de las Avanzadas. Su verdadero título, Morgan de Orris, no era muy noble, pero en la práctica ambos venían a ser lo mismo. Orris era el acantonamiento más oriental de las Avanzadas y la única parte realmente organizada de aquella extensa llanura, gobernada por Orris de un modo tan total y completo, que su gobierno apenas se dejaba sentir en el resto de las Avanzadas. Además, los Lobos malos habían empezado a gravitar hacia Morgan en los quince últimos años. Al principio, esto no significó mucho, porque había muy pocos Lobos malos (la palabra empleada por Anders sonaba un poco como rabiosos a los oídos de Jack). Sin embargo, en los últimos años su número había ido en aumento y Anders dijo que había oído rumores de que, desde que la Reina había caído enferma, más de la mitad de la tribu de pastores había contraído la enfermedad. Anders añadió que no eran éstos los únicos seres que estaban a las órdenes de Morgan de Orris; había otros aún peores de los que se decía que podían volver loco a un hombre con una sola mirada.
—Jack pensó en Elroy, el monstruo del bar Oatley, y se estremeció.
—¿Tiene un nombre esta parte de las Avanzadas donde nos encontramos ahora? —preguntó a Anders.
—¿Qué, mi señor?
—Si tiene un nombre.
—Uno verdadero, no, mi señor, pero he oído llamarla Ellis-Breaks.
—Ellis-Breaks —repitió Jack. Un mapa de la geografía de los Territorios, vago y seguramente incorrecto, empezó por fin a formarse en la mente de Jack. Había los Territorios, que correspondían al este de Estados Unidos; las Avanzadas, que correspondían al medio oeste y a las grandes llanuras (¿Ellis-Breaks? ¿Illinois? ¿Nebraska?); y las Tierras Arrasadas, que correspondían al oeste americano.
Miró a Anders tan larga y fijamente que al final el lacayo empezó a removerse, inquieto.
—Lo siento —dijo Jack—, continúa.
Anders explicó que su padre había sido el último conductor de diligencias que «viajaba al este» desde la Estación de las Avanzadas. Anders había sido su ayudante. Sin embargo, añadió, en aquellos tiempos existían grandes confusiones y tumultos en el este y, aunque la guerra había concluido con la coronación de la Buena Reina Laura, las rebeliones no habían cesado desde entonces, trasladándose siempre un poco más hacia el este desde las rebeldes y baldías Tierras Arrasadas. Algunos aseguraban que el mal se había iniciado en la punta extrema del oeste.
—No estoy seguro de comprenderte —dijo Jack, aunque en el fondo creía lo contrario.
—Donde termina la tierra —precisó Anders—, en la orilla de la gran agua, adonde yo me dirijo.
En otras palabras, se había iniciado en el mismo lugar de donde procedía mi padre… mi padre, yo, Richard… y Morgón. El viejo Sloat.
Los disturbios, agregó Anders, habían llegado a las Avanzadas y ahora la tribu de los Lobos estaba podrida en parte, nadie sabía hasta qué punto, aunque el lacayo dijo a Jack que acabarían pudriéndose todos si el mal no era atajado sin tardanza. Las rebeliones habían llegado hasta aquí y ahora incluso al mismo este, donde, según había oído decir, la Reina yacía enferma y próxima a la muerte.
—Esto no es cierto, ¿verdad, mi señor? —preguntó… casi suplicó Anders. Jack le miró.
—¿Acaso debo conocer la respuesta a esta pregunta? —inquirió.
—Claro —respondió Anders—. ¿No eres su hijo?
Durante un momento, Jack tuvo la impresión de que el mundo entero se detenía. El dulce zumbido de los insectos enmudeció. Richard pareció hacer una pausa entre dos profundas y lentas inspiraciones.
Incluso su propio corazón pareció detenerse… quizá más que todo lo otro.
Entonces, con la voz perfectamente normal, contestó:
—Sí… soy su hijo. Y es cierto… está muy enferma.
—Pero, ¿moribunda? —insistió Anders, con la mirada suplicante—. ¿Se está muriendo, mi señor? Jack esbozó una sonrisa y dijo:
—Esto ya lo veremos.
8
Anders dijo que hasta que comenzaron los disturbios, Morgan de Orris era el señor de un estado fronterizo a quien pocos conocían y nada más; había heredado su título de opereta de su padre, un sucio y maloliente bufón, el hazmerreír de todos mientras vivió y cómico hasta en su modo de morirse.
—Se le soltaron los intestinos después de un día de beber vino de melocotón y murió de diarrea.
La gente estaba dispuesta a convertir en otro bufón al hijo del anciano borracho, pero las risas enmudecieron poco después de que empezaran las ejecuciones en Orris. Y cuando se iniciaron los disturbios en los años posteriores a la muerte del viejo Rey, Morgan creció en importancia como se eleva en el cielo una estrella de mal agüero.
Todo esto significaba muy poco en este lejano rincón de las Avanzadas; estos grandes espacios vacíos, dijo Anders, hacían parecer insignificante la política. Lo único que marcó una diferencia real para ellos fue el mortífero cambio en la tribu de los Lobos, y como la mayoría de los Lobos malos se fueron al Otro Lugar, ni siquiera esto alteró mucho su vida («Nos fastidia poco, mi señor», fue lo que los oídos de Jack parecieron captar).
Entonces, poco después de que la noticia de la enfermedad de la Reina llegara a este remoto lugar del oeste, Morgan envió al este a un gran número de los grotescos y retorcidos esclavos de las minas; cuidaban de estos esclavos Lobos secuestrados y otras criaturas aún más extrañas. Su capataz era un hombre terrible que empuñaba un látigo; había estado aquí casi constantemente cuando empezó el trabajo, pero luego desapareció. Anders, que había pasado la mayor parte de aquellas terribles semanas y meses agazapado en su casa, que estaba a unos ocho kilómetros al sur de aquí, se alegró mucho de su marcha. Había oído rumores de que Morgan había llamado al este al hombre del látigo, pues la situación en aquellos lugares se encontraba en un punto de máxima tensión; Anders ignoraba si esto era cierto y no le importaba. Simplemente, se alegró de la marcha de aquel hombre, que a veces iba acompañado por un chico pequeño muy flaco, de aspecto horroroso.
—Su nombre —exigió Jack—. ¿Cuál era su nombre?
—No lo sé, mi señor. Los Lobos le llamaban El de los Látigos. Los esclavos le daban el nombre de demonio y yo diría que ambas partes tenían razón.
—¿Vestía con elegancia? ¿Levitas de terciopelo? ¿Zapatos con hebillas sobre el empeine, tal vez? Anders asintió.
—¿Olía mucho a perfume?
—¡Sí, sí, en efecto!
—Y el látigo tenía colas de cuero rematadas por puntas de metal.
—Así es, mi señor. Un látigo maligno. Y él era muy diestro usándolo, ya lo creo que sí.
Era Osmond. Era Sol Gardener. Estaba aquí, dirigiendo algún proyecto para Morgan… Entonces la Reina cayó enferma y Osmond fue llamado de nuevo al palacio de verano, donde tuve el gusto de conocerle.—¿Y su hijo? —preguntó Jack—. ¿Cómo era su hijo?
—Flaco —contestó despacio Anders—, con un ojo tuerto. No recuerdo nada más. Señor… el hijo del Hombre del Látigo era difícil de ver. Los Lobos parecían temerle más que a su padre, aunque el hijo no llevaba látigo. Decían que era oscuro.
—Oscuro —repitió Jack.
—Sí. Es su palabra para designar a uno difícil de ver, por muy fijamente que se mire. La invisibilidad es imposible —dicen los Lobos—, pero uno puede volverse oscuro si conoce el truco. La mayoría de Lobos lo conocen y este pequeño hijo de puta también. Así que sólo recuerdo de él que tenía un ojo ciego y que era feo y negro como un pecado sifilítico.
Anders hizo una pausa.
—Le gustaba atormentar a los seres pequeños. Solía llevarlos bajo el porche y yo oía los chillidos más horribles… —Anders se estremeció—. Éste fue uno de los motivos por los que no salía de casa; no me gusta oír chillar a los animales torturados. Me produce una sensación terrible, de verdad.
Todo cuanto decía Anders planteaba cien nuevas preguntas a la mente de Anders. Le habría gustado escuchar en especial todo lo que Anders sabía sobre los Lobos; sólo oírlos mencionar despertaba en él de modo simultáneo placer y una profunda y dolorosa nostalgia de su Lobo.
Pero el tiempo apremiaba; este hombre tenía orden de salir por la mañana hacia el oeste, a las Tierras Arrasadas; en cualquier momento podía irrumpir desde lo que el lacayo llamaba el Otro Lugar una horda de estudiantes dementes conducidos por el propio Morgan y Richard podía despertarse y preguntar quién era este Morgan del cual hablaban y quién era este chico oscuro, el chico oscuro que recordaba sospechosamente al muchacho que ocupaba la habitación contigua en Nelson House.
—Vino esta chusma —murmuró Jack— y Osmond era su capataz… por lo menos hasta que le llamaron o cuando tenía que ir a dirigir las devociones vespertinas en Indiana…
—¿Mi señor? —El rostro de Anders volvía a expresar perplejidad.
—Vinieron y… ¿qué construyeron? —Estaba seguro de conocer la respuesta, pero quería oírla de labios de Anders.
—Los raíles, naturalmente —respondió Anders—, los raíles que van al oeste, a las Tierras Arrasadas. Los raíles por los que he de viajar mañana.
Se estremeció.
—No —dijo Jack. Una excitación cálida y terrible estalló en su pecho como un sol. Se levantó. De nuevo oyó aquel clic en su cabeza, aquella sensación sobrecogedora y categórica de que una gran pieza acababa de encajar en su sitio.
Anders cayó de hinojos cuando una luz terrible y hermosa iluminó el semblante de Jack. Richard se movió al oír el ruido y se incorporó, soñoliento.
—Tú, no —dijo Jack—. Yo. Y él —añadió, señalando a Richard.
—Jack… —Richard le miró con ojos miopes y medio dormidos, lleno de confusión—. ¿De qué estás hablando? ¿Y por qué este hombre está olfateando el suelo?
—Mi señor… irás, claro… pero no comprendo…
—Tú, no —repitió Jack—. Nosotros. Tomaremos el tren en tu lugar.
—Pero, ¿por qué, mi señor? —inquirió Anders, sin atreverse aún a levantar la vista.
Jack Sawyer miró hacia la oscuridad.
—Porque creo que hay algo al final de los raíles —dijo—, al final de los raíles o muy cerca del final, que debo recoger.