Capítulo 10

ELROY

1

Cuando tenia seis años…

El bar, que había empezado a vaciarse a esta hora en las dos noches anteriores, estaba en su apogeo, como si los clientes esperasen la llegada del amanecer. Jack vio que habían desaparecido dos mesas, víctimas de la pelea iniciada justo antes de su última expedición al lavabo. Ahora bailaban en el espacio ocupado antes por las mesas.

—Ya era hora —dijo Smokey cuando Jack entró tambaleándose en la parte trasera de la barra y dejó la caja ante las puertas de los frigoríficos—. Mete las botellas y vuelve a por la maldita Bud. Tendrías que haberla traído antes que éstas.

—Lori no me ha dicho…

Un dolor intenso e increíble estalló en su pie cuando Smokey pisoteó con fuerza la zapatilla de Jack, que profirió un grito ahogado y sintió el escozor de las lágrimas en los ojos.

—Cállate —interrumpió Smokey—. Lori es tonta y tú eres lo bastante listo para saberlo. Vuelve allí y tráeme una caja de Bud.

Volvió a la trastienda, cojeando del pie que Smokey había pisoteado, preguntándose si tendría rotos los huesos de algunos dedos. Parecía muy posible. La cabeza le ardía por el humo, el ruido y el ritmo entrecortado de los Genny Valley Boys, dos de los cuales se tambaleaban perceptiblemente sobre el estrado. Sólo tema una idea clara: no podría esperar hasta la hora del cierre, no podría soportarlo hasta entonces. Si Oatley era una cárcel y el bar Oatley su celda, el agotamiento era un guardián tan seguro como Smokey Updike, o quizá más.

A pesar de su preocupación sobre cómo serían los Territorios en este lugar, el zumo mágico parecía prometerle cada vez más la única salida. Podía beber un trago y saltar al otro mundo… y si era capaz de andar allí una milla hacia el oeste, o dos como máximo, podía beber un poco más y saltar de nuevo a Estados Unidos más allá de los límites de este horrible lugar, quizá tan hacia el oeste como Bushville o incluso Pembroke.

Cuando yo tenía seis años, cuando Jack-O tenía seis años, cuando…

Cargó con la Bud y salió de nuevo a trompicones… y el vaquero alto y flaco de las manos grandes, el que se parecía a Randolph Scott, se plantó ante él y se quedó mirándole.

—Hola, Jack —dijo, y Jack vio con terror creciente que los iris de los ojos del hombre eran tan amarillos como las patas de un pollo—. ¿No te ordenó alguien que te fueras? No sabes escuchar, ¿verdad?

Jack, con la caja de Bud en los brazos y la vista fija en aquellos ojos amarillos, tuvo de pronto una idea espantosa: éste había sido el merodeador del túnel, este hombre monstruoso de ojos amarillos y muertos.

—Déjeme en paz —replicó y las palabras salieron como un débil murmullo.

El hombre sé acercó más.

—Ya tenías que haber desaparecido.

Jack intentó retroceder… pero ahora estaba contra la pared y cuando el vaquero que se parecía a Randolph Scott se inclinó sobre él, Jack percibió en su aliento un hedor a carne muerta.

2

Entre la hora en que Jack iniciaba el trabajo el jueves a mediodía y las cuatro, cuando los clientes habituales del bar empezaban a llegar, el teléfono público que ostentaba el letrero de POR FAVOR, LIMITE SUS LLAMADAS A TRES MINUTOS sonó dos veces.

La primera vez, Jack no sintió ningún miedo… y resultó ser sólo un agente del United Fund.

Dos horas después, mientras Jack estaba recogiendo las botellas de la noche anterior, el teléfono volvió a llamar con estridencia. Esta vez levantó la cabeza como un animal que olfatea el fuego en un bosque seco… sólo que sabía que no era ruego, sino hielo. Se volvió hacia el teléfono, que estaba sólo a un metro de donde él trabajaba, y oyó crujir los tendones de su cuello. Pensó que vería el teléfono público recubierto de escarcha, una escarcha que se derretiría por la funda de plástico negro, rezumaría por los agujeros del auricular y la bocina en regueros de hielo azul finos como minas de lápiz y caería en forma de carámbanos por el disco y la ranura del cambio.

Pero sólo era el teléfono y toda la frialdad y la muerte se encontraba en el interior.

Lo miró con fijeza, hipnotizado.

—¡Jack! —gritó Smokey—. ¡Contesta ese maldito teléfono! ¿Para qué demonios te pago?

Jack miró hacia Smokey con la desesperación de un animal acorralado… pero Smokey le miraba a su vez con aquella expresión paciente y los labios apretados que tenía en la cara justo antes de dar un manotazo a Lori. Fue hacia el teléfono, apenas consciente de que movía los pies; caminó hacia el fondo de aquella cápsula de frialdad, sintiendo la carne de gallina en los brazos y una humedad congelada en la nariz.

Alargó la mano y cogió el teléfono. La mano se le durmió.

Se acercó el auricular a la oreja. La oreja se le durmió.

—Bar Oatley —dijo a la letal oscuridad y la boca se le quedó dormida.

La voz que salió del teléfono fue el gruñido cascado y áspero de algo muerto hacía tiempo, de alguna criatura que nunca podría ser vista por los seres vivos; su vista haría enloquecer a una persona viva o la mataría, congelándole los labios y cegándole los ojos con cataratas de hielo.

Jack —susurró, por el auricular, esta voz ronca y quebrada y la cara de Jack se durmió, como cuando tenía que pasar un ingrato día en la silla del dentista y el tipo le inyectaba demasiada novocaína—. Has de volver a casa, maldita sea.

Desde muy lejos, desde una distancia de años luz, según le pareció, oyó repetir a su propia voz:

—Bar Oatley, ¿hay alguien ahí? ¿Diga?… ¿Diga?…

Frío, hacía mucho frío.

Tenía la garganta dormida. Respiró y le pareció que se le dormían los pulmones. Pronto se congelarían las cámaras de su corazón y él caería muerto.

Aquella voz helada susurró:

Pueden suceder cosas muy malas a un chico que viaja solo, Jack. Pregúntalo a cualquiera,

Colgó el teléfono con un gesto rápido y torpe. Apartó la mano y se quedó mirando el aparato.

—¿Era ese cabrón, Jack? —preguntó Lori y su voz era distante… aunque un poco más cercana que su propia voz hacía unos momentos. El mundo volvía. En el auricular del teléfono público pudo ver la forma de su mano, ribeteada por un brillante borde de escarcha. Mientras la miraba, la escarcha empezó a derretirse y gotear por el plástico negro.

3

Aquella noche —la del jueves— fue cuando Jack vio por primera vez al Randolph Scott del condado de Genny. Había menos gente que la noche anterior —la clientela de la víspera del día de pago—, pero los presentes bastaban para llenar el local y ocupar todas las mesas.

Eran los habitantes de una zona rural donde los arados debían oxidarse, olvidados, en los cobertizos traseros, hombres que quizá deseaban ser agricultores pero ya no sabían cómo. Se veían muchas gorras estilo John Deere, pero Jack no creía que estos hombres se sintieran cómodos al volante de un tractor. Vestían monos de algodón grises, marrones y verdes y llevaban sus nombres bordados con hilo de oro en camisas azules; calzaban botas toscas y de sus cinturones pendían manojos de llaves. Tenían arrugas, pero no las que se forman con la risa; sus labios eran hoscos. Llevaban sombreros de vaquero y cuando Jack miró hacia la barra, vio por lo menos a ocho que se parecían a Charlie Daniels en los anuncios del tabaco para masticar. Sólo que estos hombres no masticaban; casi todos fumaban cigarrillos.

Jack limpiaba la parte delantera del tocadiscos cuando entró Digger Atwell. El tocadiscos no funcionaba; los Yankis aparecían por televisión y los hombres de la barra los miraban fijamente. La noche anterior, Atweil vestía la versión de Oatley del atuendo deportivo (pantalones de algodón grueso, camisa caqui con muchos bolígrafos en uno de los dos grandes bolsillos, botas con punteras de acero). Esta noche lucía un uniforme azul de policía; una gran pistola con puño de madera pendía dentro de la funda de su crujiente cinturón de cuero.

Echó una mirada a Jack, que pensó en la frase de Smokey: «He oído decir que al viejo Digger le gustan los chicos que viajan solos», y dio un paso atrás, como si fuera culpable de algo. Digger Atweil le dedicó una sonrisa ancha y lenta.

—¿Has decidido quedarte una temporadita, chico?

—Sí, señor —murmuró Jack y derramó más limpiacristales en el plástico del tocadiscos, aunque ya no podría dejarlo más limpio de lo que estaba; sólo quería esperar a que Atweil se alejara, lo cual hizo al cabo de un momento. Jack se volvió para ver al grueso policía cruzar el bar… y fue entonces cuando el hombre del extremo izquierdo de la barra dio media vuelta y le miró.

Randolph Scott —pensó al instante Jack—; se le parece como una gota de agua a otra.

Sin embargo, a pesar de los rasgos austeros y el rostro enjuto, el verdadero Randolph Scott tenía un innegable aire de heroísmo; si bien sus facciones correctas eran duras, su rostro sabía sonreír. En cambio, este hombre se veía aburrido y como si tuviera una vena de locura.

Y Jack se dio cuenta con auténtico terror de que el hombre le miraba a él, a Jack, y de que no se había vuelto durante los anuncios para ver quién podía estar en el bar, sino para mirarle a él. Jack lo sabía seguro.

El teléfono. El teléfono que sonaba.

Con un tremendo esfuerzo, Jack desvió la vista. Se miró en el plástico del tocadiscos y vio sobre los discos del interior su propia cara asustada, imprecisa y fantasmal.

El teléfono de pared empezó a llamar con estridencia.

El hombre del extremo izquierdo de la barra lo miró… y luego volvió a mirar a Jack, que estaba inmóvil junto al tocadiscos, con la botella de limpiacristales en una mano y un trapo en la otra, mientras el pelo se le ponía de punta y se le congelaba la piel.

—Si es otra vez ese cabrón, voy a procurarme un silbato para usarlo contra el teléfono cada vez que llame, Smokey —dijo Lori mientras se dirigía hacia el aparato—. Te juro por Dios que lo haré.

Podía haber sido una actriz en un escenario y todos los clientes, extras que recibían la paga acostumbrada de treinta y cinco dólares diarios. Las dos únicas personas reales en todo el mundo eran él y este horrible vaquero de manos grandes y ojos que Jack no podía… ver… del todo.

De repente, de un modo aterrador, el vaquero pronunció estas palabras:

Vuelve a casa, maldita sea. —Y guiñó un ojo. El teléfono dejó de sonar justo cuando Lori alargaba la mano para cogerlo.

Randolph Scott se volvió, apuró su vaso y gritó:

—Tráeme otra chicha, ¿quieres?

—Maldita sea —dijo Lori—. Este teléfono tiene fantasmas.

4

Más tarde, en la trastienda, Jack preguntó a Lori quién era el tipo que se parecía a Randolph Scott.

—¿Que se parece a quién? —preguntó ella.

—A un viejo actor que hacía de vaquero. Estaba sentado en el extremo de la barra.

Lori se encogió de hombros.

—Todos son iguales para mí, Jack. Sólo un puñado de borrachínes dispuestos a pasar un buen rato. Las noches de los jueves suelen pagar con los ahorrillos de su mujer.

—Llama «chichas» a las cervezas. Los ojos de Lori se iluminaron.

—¡Ah, ése! Parece odioso. —Hizo esta última observación con verdadero gusto… como si admirase la corrección de su nariz o la blancura de su sonrisa.

—¿Quién es?

—No sé su nombre —respondió ella—. Sólo ha venido estas dos últimas semanas. Supongo que la fábrica vuelve a admitir personal. No…

Por todos los demonios, Jack, ¿me traes ese cuñete o no? Jack se hallaba en pleno proceso de hacer rodar uno de los grandes cuñetes de Busch hasta el pie de la carretilla de mano. Como su propio peso y el del cuñete eran iguales, la operación requería mucho cuidado y sentido del equilibrio. Cuando Smokey gritó desde el umbral, Lori chilló y Jack dio un salto. Perdió el control del cuñete, que cayó sobre el costado, lo cual hizo que el tapón saliera disparado como el de una botella de champán y la cerveza brotara en un surtidor blanco y dorado. Smokey aún le estaba gritando, pero Jack sólo sabía mirar la cerveza, como petrificado… hasta que Smokey le abofeteó.

Cuando volvió al bar unos veinte minutos después, apretando un kleenex contra su nariz hinchada, Randolph Scott ya se había ido.

5

Tengo seis años. John Benjamín Sawyer tiene seis años. Seis…

Jack meneó la cabeza, intentando aclarar esta idea reiterativa y constante mientras el obrero enjuto, que no era un obrero, se acercaba cada vez más. Sus ojos eran… amarillos y en cierto modo escamosos. Parpadeaba con rapidez, ocultando una mirada húmeda, y Jack advirtió que tenía membranas nictitantes sobre los globos de los ojos.

—Habíamos acordado que te ibas —murmuró de nuevo alargando unas manos que ya empezaban a contraerse y tornarse plateadas y duras.

La puerta se abrió con ruido, dejando entrar la algarabía de los Oak Ridge Boys.

—Jack, si no dejas de remolonear, tendrás que vértelas conmigo —dijo Smokey desde detrás de Randolph Scott. Éste retrocedió; sin suavizarse ni derretirse, sus pezuñas volvían a ser manos, grandes, poderosas, con el dorso cruzado por sobresalientes venas. Su mirada era otra, también húmeda y huidiza, que no hacía ningún uso de los párpados… y los ojos ya no eran amarillos, sino simplemente de un azul claro. Lanzó a Jack una última ojeada y se dirigió al lavabo de hombres.

Ahora Smokey se encaró con Jack; llevaba el sombrero de papel echado sobre la frente, tenía la estrecha cabeza de comadreja inclinada hacia delante y los labios entreabiertos, enseñando su dentadura de cocodrilo.

—No me obligues a hablarte otra vez —amenazó—. Es la última vez que te aviso y lo digo muy en serio.

Como le había pasado con Osmond, Jack se sintió invadido por una furia súbita, la clase de furia, estrechamente ligada a un sentido de la injusticia, que quizá no es nunca tan fuerte como a los doce años; los estudiantes universitarios creen sentirla a veces, pero no suelen ser más que un eco intelectual.

En esta ocasión explotó.

—No soy su perro, así que no me trate como si lo fuera —replicó, dando paso hacia Smokey Updike con las piernas aún trémulas de miedo.

Sorprendido —tal vez estupefacto— por la inesperada ira de Jack, Smokey retrocedió.

—Jack, te advierto…

—No, ahora le advierto yo —se oyó decir Jack—. No soy Lori y no quiero que me peguen. Y si usted lo hace, le devolveré el golpe o haré algo parecido.

El desconcierto de Smokey Updike fue sólo momentáneo. Seguramente no lo había visto todo —no podía, viviendo en Oatley—, pero él se imaginaba que sí, e incluso para una persona ignorante, que la seguridad en sí mismo puede ser suficiente. Alargó la mano y agarró a Jack por el cuello de la camisa.

—No gallees conmigo, Jack —dijo, atrayendo al chico hacia sí—. Mientras estés en Oatley, eso es lo que eres: mi perro. Mientras estés en Oatley, te mimaré y pegaré cuando me plazca.

Y le administró una sacudida capaz de desnucar a cualquiera. Jack se mordió la lengua y lanzó un grito. En las pálidas mejillas de Smokey había ahora puntos rojos de ira, como de colorete barato.

—Quizá creas que no es así, Jack, pero te equivocas. Mientras estés en Oatley serás mi perro y estarás en Oatley hasta que decida dejarte marchar. Y será mejor que lo entiendas a partir de ahora mismo.

Echó el puño hacia atrás y por un momento, las tres bombillas de sesenta vatios que iluminaban el estrecho pasillo centellearon absurdamente en los diamantes de su anillo en forma de herradura. Entonces el puño se abalanzó sobre la mejilla de Jack, quien fue a parar a la pared cubierta de inscripciones con la mitad de la cara encendida primero y dormida después. El sabor de la propia sangre le llenó la boca.

Smokey le miró con la expresión atenta y critica del hombre que está pensando en comprar una vaquilla o un número de lotería. Quizá no vio en los ojos de Jack la expresión que deseaba ver, porque agarró de nuevo al aturdido muchacho, probablemente para propinarle un segundo puñetazo.

En aquel momento sonó en el bar el chillido de una mujer:

«¡No! ¡Glen! ¡No!». Se oyó una mezcla de voces masculinas, la mayoría alarmadas. Gritó otra mujer con voz estridente y penetrante. Y por fin sonó un disparo.

—¡Más mierda! —exclamó Smokey, pronunciando cada palabra con el cuidado de un actor de teatro en Broadway. Lanzó a Jack contra la pared, giró en redondo y salió por la puerta giratoria. Sonó otro disparo y después un grito de dolor.

Jack sólo estaba seguro de una cosa: había llegado el momento de irse. No al término del tumo de hoy, ni del de mañana, ni por la mañana del domingo. Ahora mismo.

El tumulto parecía remitir. No había sirenas, así que nadie debía estar herido ni muerto… pero Jack recordó, con miedo glacial, que el obrero parecido a Randolph Scott seguía encerrado en el lavabo de hombres.

Entró en la trastienda helada, que olía a cerveza, se arrodilló ante los cuñetes y buscó su mochila. De nuevo tuvo la paralizante seguridad, cuando sus dedos no encontraron más que aire y el sucio suelo de cemento, de que uno de ellos —Smokey o Lori— le había visto esconder la mochila y se la había llevado. Así te retendremos mejor en Oatley, querido. Luego un alivio casi tan paralizante como el miedo cuando sus dedos tocaron el nailon.

Cargó con la mochila y miró con desaliento la puerta de carga y descarga del fondo de la trastienda. Preferiría usar aquella puerta; no quería ir hasta la salida de incendios del extremo del pasillo, porque estaba demasiado cerca del lavabo de hombres. Pero si abría la puerta de carga, se encendería una luz roja en el bar e incluso aunque Smokey estuviera ocupado atendiendo al estropicio causado por la pelea, Lori vería la luz y le avisaría.

Así que…

Fue hacia la puerta que daba al pasillo, abrió una rendija y miró con un ojo. El pasillo estaba vacío. Muy bien, magnífico. Randolph Scott había vaciado la vejiga y regresado al bar mientras Jack recogía su mochila. Magnífico.

Sí, pero también puede seguir ahí dentro. ¿Quieres encontrarle en el pasillo, Jacky? ¿Quieres ver otra vez cómo sus ojos se vuelven amarillos? Espera hasta estar seguro.

Pero no podía hacer esto porque Smokey se daría cuenta de que no estaba en el bar, ayudando a Lori y a Gloria a limpiar las mesas, o detrás de la barra, vaciando el lavaplatos, y volvería a la trastienda a terminar de enseñar a Jack cuál era su sitio en el gran esquema general. Así que…

Así que… ¡vete de una vez!

Quizá está ahí afuera esperándote, Jacky… Quizá saltará sobre ti como un gran muñeco de resorte…

¿La dama o el tigre? ¿Smokey o el obrero de la fábrica? Jack vaciló un momento más, presa de una horrible indecisión. Que el hombre de los ojos amarillos aún estuviera en el lavabo era una posibilidad; que Smokey iría a la trastienda era un hecho seguro.

Abrió la puerta y salió al angosto pasillo. La mochila que llevaba a la espalda parecía más pesada… y era una elocuente acusación de su propósito de fuga para cualquiera que le viese. Enfiló el pasillo con el corazón desbocado, andando grotescamente de puntillas a pesar de la música atronadora y la algarabía de la gente.

Tenía seis años, Jacky tenía seis años.

¿Y qué? ¿Por qué seguía pensando aquello?

Seis.

El pasillo parecía más largo. Era como andar sobre la rueda de un molino. La puerta de incendios del fondo parecía acercarse con exasperante lentitud. El sudor le cubría la frente y el labio superior. Mantenía la mirada fija en la puerta de la derecha, marcada con la silueta de un perro. Bajo la silueta se leía la palabra POINTERS. Y al final del pasillo, una puerta roja, descolorida y descascarillada. ¡SÓLO PARA CASOS DE EMERGENCIA! ¡SONARÁ LA ALARMA!. En realidad, hacía dos años que el timbre de alarma estaba descompuesto. Lori se lo había dicho una vez que Jack no se decidía a usar la puerta para sacar la basura.

Casi había llegado. Justo enfrente de POINTERS. Está ahí dentro, lo sé… y si sale de un salto, pegaré un grito… me… me…

Jack alargó la trémula mano derecha y tocó la barra protectora de la puerta de emergencia, fresca y agradable al tacto. Por un momento creyó realmente que escaparía de la planta nepente y saldría a la noche… libre.

Entonces la puerta que estaba detrás de él se abrió con un golpe, la puerta de SETTERS, y una mano le agarró por la mochila. Jack profirió el grito agudo y desesperado de un animal preso en una trampa y se lanzó contra la puerta de emergencia, olvidándose de la mochila y del zumo mágico que contenía. Si las correas se hubieran roto, habría continuado huyendo por entre la basura y las malas hierbas del solar que había detrás del bar, sin preocuparse de nada más.

Pero las correas eran de nailon fuerte y no se rompieron. La puerta se entreabrió, revelando una breve y oscura cuña de la noche, y en seguida volvió a cerrarse. Jack se sintió arrastrado hacia el interior del lavabo de mujeres, donde fue zarandeado y lanzado contra la pared. Si hubiese chocado contra ésta de espaldas, no cabe duda de que la botella de zumo mágico se habría hecho añicos dentro de la mochila, empapando sus escasas prendas y el bueno y viejo Rand McNally con el hedor de uvas podridas. Pero fue a dar contra el único lavabo con la región lumbar. El dolor fue enorme y lacerante.

El obrero avanzaba lentamente hacia él, subiéndose los pantalones con unas manos que ya empezaban a retorcerse y agrandarse.

—Ya tenías que haberte ido, chico —dijo con una voz ronca que se parecía cada vez más al rugido de un animal.

Jack empezó a moverse hacia la izquierda, sin perder de vista la cara del hombre. Los ojos de éste parecían más transparentes, no sólo amarillos, sino iluminados por dentro… los ojos de una horrible calabaza de la Víspera de Todos los Santos.

—Pero puedes confiar en el viejo Elroy —dijo el seudovaquero, sonriendo ahora para enseñar dos grandes hileras de dientes curvados, algunos rotos y otros negros de podredumbre. Jack gritó—. Oh, puedes confiar en Elroy —repitió aquello con palabras apenas diferentes de un ladrido—. No te va a hacer demasiado daño. No te pasará nada —gruñó, moviéndose hacia Jack—, no te pasará nada, no te… —Continuó hablando, pero Jack ya no podía entender nada porque ahora sólo rugía.

El pie de Jack tropezó con el alto cubo de basura que había junto a la puerta. Cuando el seudovaquero alargó hacia él sus manos como pezuñas, Jack cogió el cubo y lo tiró contra el pecho de aquello llamado Elroy, que lo hizo rebotar, Jack abrió con fuerza la puerta del lavabo y corrió hacia la izquierda, hacia la salida de emergencia. Luchó con la barra de protección, consciente de que Elroy le pisaba los talones, y se lanzó a la oscuridad reinante en la parte trasera del bar Oatley.

A la derecha de la puerta había un montón de cubos de basura a rebosar. Jack volcó tres, los oyó chocar con gran estruendo… y en seguida oyó un alarido de dolor cuando Elroy tropezó con ellos.

Dio una rápida media vuelta a tiempo de ver que aquello caía al suelo. Tuvo incluso un momento para pensar: Oh, Dios mío, una cola, tiene algo parecido a una cola y… para darse cuenta de que aquello era ya casi enteramente un animal. Sus ojos proyectaban una luz dorada en forma de rayos fantasmagóricos, como si pasaran a través de dos cerraduras iguales.

Jack retrocedió al verle, se quitó la mochila de la espalda e intentó abrir los cierres con dedos que parecían bloques de madera, con la mente sumida en una fragorosa confusión…

Jacky tenia seis años Dios mío Speedy ayúdame Jacky tenia SEIS años por favor Dios mío…

… de ideas y súplicas incoherentes. Aquello gruñía y agitaba las extremidades entre los cubos de basura. Jack vio una mano-pezuña elevarse y bajar con un silbido, convirtiendo el lado de un cubo de metal en una astilla dentada de un metro de longitud. Se levantó de nuevo, tropezó, estuvo a punto de caerse y entonces se abalanzó sobre Jack, con la cara furiosa y contraída casi al mismo nivel del pecho. Y de algún modo, Jack pudo entender lo que decía a través de los gruñidos y ladridos:

—Ahora no sólo voy a hacerte papilla, pequeño polluelo, ahora voy a matarte… después.

¿Los oyó con sus oídos? ¿O dentro de su cabeza?

No importaba. El espacio entre este mundo y aquél se había reducido de un universo a una simple membrana.

Aquello llamado Elroy gruñó y fue hacia él, ahora vacilante y torpe sobre las patas traseras, con la ropa colgando en los lugares más extraños y la lengua oscilante entre los colmillos. Esto era el solar vacío que había detrás del bar Oatley de Smokey Updike, sí, aquí estaba por fin, medio cubierto de malas hierbas y desechos esparcidos: un oxidado muelle de somier por aquí, el radiador de un Ford 1957 por allá y una espantosa media luna, como un hueso curvado en el firmamento, que convertía cada fragmento de vidrio roto en un ojo inmóvil y muerto; y esto no había empezado en New Hampshire, ¿verdad? No. No había empezado cuando su madre cayó enferma ni cuando apareció Lester Parker. Había empezado cuando…

Jacky tenía seis años. Cuando todos nosotros vivíamos en California y nadie vivía en ninguna otra parte y Jacky tenía…

Trató de abrir las correas de la mochila.

Aquello volvió a acercarse, casi como si bailara, recordándole por un momento a un personaje de Disney a la luz peligrosa de la luna. Absurdamente, Jack empezó a reír. Aquello gruñó y saltó hacia él, casi tocándole con sus garras-pezuñas, no consiguiéndolo por muy pocos milímetros y cayendo de nuevo en su baile entre las malas hierbas y los desperdicios. Aquello llamado Elroy cayó sobre el somier y quedó enredado en él de alguna forma. Lanzando alaridos, arrojando al aire bolas blancas de espuma, saltó, se retorció y estiró, con una pata hundida entre los muelles enroscados.

Jack hurgó en la mochila, buscando la botella. Metió la mano por entre calcetines y calzoncillos sucios y un fragante y apretado par de pantalones tejanos. Agarró la botella por el cuello y la extrajo.

Aquello llamado Elroy hendió el aire con un alarido, de rabia y se liberó por fin de los muelles.

Jack cayó al suelo polvoriento, sembrado de malas hierbas, y rodó por él con los dos últimos dedos de la mano izquierda curvados en torno a una correa de la mochila y sosteniendo la botella con la mano derecha. Intentó sacar el tapón con el pulgar y el índice de la mano izquierda, mientras la mochila pendía y oscilaba. El tapón salió.

¿Podrá seguirme? —se preguntó sin coherencia, llevándose la botella a los labios—. Cuando me voy, ¿practico alguna clase de agujero en medio de las cosas? ¿Podrá seguirme por él y acabar conmigo en el otro lado?

La boca de Jack se llenó de aquel horrible sabor a uvas podridas. Tuvo náuseas y la garganta se le cerró, como si realmente fuera a vomitar. Ahora aquel sabor espantoso le invadió también los senos y tabiques nasales, haciéndole proferir un gemido profundo y entrecortado. Pudo oír gritar a aquello llamado Elroy, pero el grito parecía lejano, como si procediera de un extremo del túnel de Oatley y él, Jack, estuviera cayendo rápidamente hacia el otro extremo. Y esta vez tuvo una sensación de caída y pensó:

Oh. Dios mío ¿y si he saltado como un estúpido al fondo de un acantilado o una montaña del otro lado?

Continuó agarrado a la mochila y la botella; con los ojos desesperadamente cerrados, esperando que ocurriera lo que debía ocurrir —con aquello llamado Elroy o sin ello en los Territorios o en la nada— y la idea que le había perseguido toda la noche se acercó dando vueltas tomo un caballo de tiovivo. Dama de Plata o quizá Veloz. La pescó y retuvo en una nube de la horrible vaharada del zumo mágico, guardándola mientras esperaba que ocurriese algo y sintiendo el cambio de la ropa que cubría su cuerpo.

Seis años oh si todos teníamos seis años y nadie era menor o mayor y estábamos en California quien toca ese saxófono papá es Dexter Gordon o no que quiere decir mamá cuando dice que vivimos en una falla y adonde adonde adonde vais tú papá y tío Morgan oh papá a veces te mira como como como si hubiera una falla en su cabeza y un terremoto detrás de sus ojos y tú murieras en él ¡oh papá!

Cayendo, retorciéndose, girando en medio del limbo, en medio de un olor a nube morada, Jack Sawyer, John Benjamín Sawyer, Jacky, Jacky.

… tenía seis años cuando empezó a suceder, y ¿quién tocaba aquel saxófono, papá? ¿Quién lo tocaba cuando yo tenía seis años, cuando Jacky tenía seis años, cuando Jacky…