Capítulo 31
THAYER SE CONVIERTE EN UN INFIERNO
1
Jack fue el primero en advertir el cambio y reconocer lo ocurrido; había sucedido antes, mientras Richard estaba ausente, y ya era sensible a ello.
Había desaparecido el estridente ruido del Vampiro tatuado del Blue Oyster Cult. El televisor de la sala de estar, que emitía un episodio de los Héroes de Hogar en vez del telediario, había enmudecido.
Richard se volvió hacia Jack, abriendo la boca para hablar.
—No me gusta, Gridley —se le adelantó Jack—. Los tambores nativos han callado. Hay demasiado silencio.
—Ja, ja —murmuró Richard.
—Richard, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí, claro.
—¿Tienes miedo?
La expresión de Richard decía que le habría gustado por encima de todo poder decir: No, claro que no; siempre hay silencio en Nelson House a esta hora de la tarde. Por desgracia, Richard era totalmente incapaz de decir una mentira. El querido y viejo Richard. Jack sintió una oleada de afecto.
—Sí —contestó Richard—, tengo un poco de miedo.
—¿Puedo preguntarte otra cosa?
—Supongo que sí.
—¿Por qué estamos cuchicheando?
Richard le miró mucho rato sin decir nada y de pronto volvió a enfilar el pasillo verde.
Las puertas de las otras habitaciones que daban al pasillo estaban entornadas o abiertas. Jack percibió un olor muy familiar saliendo por la puerta entreabierta de la suite 4 y empujó la puerta con dedos rígidos.
—¿Cuál de ellos es el fumador de marihuana? —inquirió Jack.
—¿Qué? —preguntó Richard, desorientado. Jack aspiró con fuerza.
—¿Lo hueles?
Richard se acercó y asomó a la habitación. Ambas lámparas de estudio estaban encendidas. En una mesa había un libro abierto de historia y un ejemplar de Heavy Metal en la otra. Carteles decoraban las paredes: la Costa del Sol, Frodo y Sam corriendo por las llanuras humeantes y resquebrajadas de Mordor en dirección al castillo de Sauron, Eddie Van Halen. Sobre el ejemplar abierto de Heavy Metal reposaban unos auriculares que emitían pequeños y metálicos chirridos de música.
—Si pueden expulsarte por dejar que un amigo duerma bajo tu cama, dudo de que se limiten a darte una palmadita en el hombro por fumar marihuana —observó Jack.
—Te expulsan por ello, naturalmente. —Richard miraba el porro como hipnotizado y Jack pensó que parecía más escandalizado y perplejo que en cualquier otro momento de su vida, incluso más que cuando Jack le había enseñado las cicatrices de las quemaduras entre sus dedos.
—Nelson House está vacía —dijo Jack.
—¡No seas ridículo! —La voz de Richard era aguda.
—Es cierto. —Jack indicó el vestíbulo con un ademán—. Somos los únicos que quedamos. Y no es posible sacar a unos treinta muchachos de un dormitorio sin que se oiga. No se han ido; han desaparecido.
—Saltado a los Territorios, supongo.
—Lo ignoro —dijo Jack—. Tal vez siguen aquí, pero a un nivel un poco diferente. Tal vez están allí. Tal vez en Cleveland. Pero aquí con nosotros no están.
—Cierra esa puerta —dijo bruscamente Richard y, como Jack no se movió con la rapidez que él deseaba, la cerró él mismo.
—¿No quieres apagar el…?
—Ni siquiera puedo tocarlo —replicó Richard—. Sé que debería denunciarlos a ambos al señor Haywood.
—¿Lo harías? —preguntó Jack, fascinado. Richard pareció arrepentirse.
—No… probablemente no —dijo—, pero no me gusta.
—No es ordenado —apuntó Jack.
—Eso. —Los ojos de Richard centellearon detrás de sus gafas, diciéndole que era eso precisamente, que había dado en el clavo y que si no le gustaba, tendría que aguantarse. Volvió a caminar por el pasillo—. Quiero saber qué ocurre aquí —añadió— y, créeme, voy a averiguarlo.
Esto podría ser más peligroso para tu salud que la marihuana, Richie, muchacho, pensó Jack, siguiendo a su amigo.
2
Se quedaron en la sala de estar, mirando hacia afuera. Richard señaló el cuadrángulo de césped. A la luz moribunda del día, Jack vio un grupo de chicos reunidos en tomo a la estatua de bronce verdoso de Elder Thayer.
—¡Están fumando! —gritó, airado, Richard—. ¡Fumando en pleno cuadrángulo!
Jack recordó inmediatamente el olor de porro en el pasillo de Richard.
—En efecto, están fumando —dijo— y no precisamente los cigarrillos que se sacan de una máquina.
Richard golpeó el cristal con los nudillos, muy enfadado. Jack vio que ya había olvidado la fantasmal soledad de su dormitorio, olvidado al falso entrenador vestido con chaqueta de cuero y fumando en cadena, olvidado la aparente aberración mental de Jack. La expresión escandalizada de Richard decía: Cuando un grupo de chicos se reúnen así, fumando porros en torno a la estatua del fundador de esta escuela, es como si alguien intentara decirme que la tierra es plana o que los números primos son divisibles por dos o algo igualmente absurdo.
Jack se compadeció de su amigo, pero también admiró una actitud que debía antojarse muy reaccionaria e incluso excéntrica a sus condiscípulos. Se preguntó de nuevo si Richard podría soportar los sobresaltos que tal vez le esperaban.
—Richard —dijo—, esos chicos no son de Thayer, ¿verdad?
—Dios mío, desde luego te has vuelto loco, Jack. Son alumnos de último curso. Los conozco a todos. Aquel que lleva esa ridícula gorra de cuero es Norrington. El del chal verde es Buckley. Veo a Garson… Littlefield… y el de la bufanda es Etheridge —enumeró.
—¿Estás seguro de que es Etheridge?
—¡Claro que es él! —gritó Richard. De repente abrió la ventana, la subió hasta arriba y se asomó al aire frío. Jack tiró de él.
—Richard, por favor, escucha…
Richard no quería escuchar. Dio la espalda a Jack y se asomó al glacial crepúsculo.
—¡Eh!
No, no llames su atención, Richard, por el amor de Dios…
—¡Eh, muchachos! ¡Etheridge! ¡Norrington! ¡Littiefield! ¿Qué diablos hacéis ahí fuera?
La charla y las carcajadas se interrumpieron. El tipo que llevaba la bufanda de Etheridge se volvió al oír la voz de Richard e inclinó un poco la cabeza para mirarlos. Las luces de la biblioteca y el resplandor sombrío del crepúsculo invernal iluminaron su rostro. Richard se llevó las manos a la boca.
La mitad derecha de la cara se parecía un poco a Etheridge… a un Etheridge mayor, a un Etheridge que había estado en muchos lugares adonde los chicos bien educados de la escuela preparatoria no debían ir y hecho muchas cosas que los chicos bien educados no debían hacer. La otra mitad era una retorcida masa de cicatrices. Una brillante media luna que podía haber sido un ojo atisbaba desde un cráter de la masa carnosa que se amontonaba debajo de la frente. Parecía una canica introducida hasta el fondo de un charco de sebo medio derretido. Un único y largo colmillo salía por la comisura izquierda de la boca.
Es su Gemelo —pensó Jack con tranquila certidumbre—, es el Gemelo de Etheridge. ¿Serán todos Gemelos? ¿El Gemelo de Littiefield, el Gemelo de Norrington, el Gemelo de Buckiey, etcétera, etcétera? No puede ser… ¿o sí?
—¡Sloat! —gritó aquello llamado Etheridge, dando dos pasos en dirección a Nelson House. El resplandor de los faroles de la avenida caía ahora directamente sobre su rostro desfigurado.
—Cierra la ventana —susurró Richard—, cierra la ventana. Me he equivocado, se parece a Etheridge pero no es él, quizá es su hermano mayor, quizá alguien le derramó ácido de batería en la cara y ahora está loco, pero no es Etheridge así que cierra la ventana Jack ciérrala en se…
Abajo, aquello llamado Etheridge se acercó otro paso, sonriendo. La lengua, horriblemente larga, le caía de la boca como un barquillo desenrollado.
—¡Sloat! —gritó—. ¡Entréganos a tu pasajero!
Jack y Richard se volvieron de un salto y se miraron con expresión de alarma.
Un aullido tembló en la noche… porque ya era de noche; el crepúsculo le había cedido el paso.
Richard miró a Jack y por un momento Jack vio algo parecido al odio en los ojos del otro muchacho… un destello de su padre. ¿Por qué has tenido que venir aquí, Jack? ¿Por qué? ¿Por qué has tenido que meterme en este lío? ¿Por qué me has traído todas estas malditas fantasías de Seabrook Island?
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Jack en voz baja. Durante un segundo, la mirada de cólera hostil permaneció en los ojos de Richard, pero en seguida fue sustituida por la antigua bondad de su amigo.
—No —dijo, pasándose las manos trémulas por los cabellos—, no, tú no te irás a ninguna parte. Hay… hay perros salvajes ahí fuera. ¡Perros salvajes, Jack, en el campus de Thayer! Quiero decir… ¿los has visto?
—Sí, los he visto, Richie, muchacho —respondió Jack en voz baja, mientras Richard volvía a pasarse las manos por los cabellos, despeinándolos y enredándolos cada vez más. El pulcro y ordenado amigo de Jack empezaba a parecerse un poco al primo amable y un poco loco del Pato Donald, el inventor Eugenio.
—Llamar a Boynton, de seguridad, esto es lo que debo hacer —dijo Richard—. Llamar a Boynton o a la policía urbana o…
Se elevó un aullido entre los árboles del otro extremo del cuadrángulo, donde reinaba la oscuridad… un aullido tembloroso y penetrante que era casi humano. Richard miró hacia allí, con la boca contraída como la de un viejo enfermo, y luego dirigió a Jack una mirada suplicante.
—Cierra la ventana, ¿quieres, Jack? Me siento febril. Creo que me he resfriado.
—En seguida, Richard —dijo Jack, cerrándola, dejando fuera el aullido lo mejor que pudo.