Interludio
SLOAT EN ESTE MUNDO (1)
—Sé que trabajo demasiado —dijo Morgan Sloat a su hijo Richard aquella noche. Hablaban por teléfono; Richard, en el pasillo de la planta baja de su dormitorio escolar y su padre, sentado a su mesa en el último piso de una de las operaciones inmobiliarias más provechosas de Sawyer & Sloat en Beverly Hills—, pero te diré algo, muchacho: con frecuencia uno tiene que hacer las cosas por sí mismo si quiere que se hagan bien. En especial cuando afectan a la familia de mi difunto socio. Espero que sea un viaje corto. Probablemente lo dejaré todo bien atado en ese maldito New Hampshire en menos de una semana. Te llamaré de nuevo cuando todo haya concluido. Quizá nos iremos de viaje en tren por California, como en los viejos tiempos. Aún haremos justicia; confía en tu padre.
Aquella operación inmobiliaria había sido especialmente provechosa a causa de la voluntad de Sloat de hacer las cosas por sí mismo. Después de que él y Sawyer negociaran la compra del inmueble pagando el arrendamiento a corto plazo y luego (tras una serie de pleitos) a largo plazo, terminaron fijando el alquiler a tanto por metro cuadrado, tras lo cual realizaron las obras necesarias y se anunciaron para atraer a nuevos inquilinos. El único inquilino antiguo era el restaurante Chino de la planta baja, que pagaba un mísero alquiler cuyo valor no llegaba ni a un tercio del valor real del espacio que ocupaba. Sloat había intentado discutir de modo razonable con los chinos, pero cuando éstos vieron que su intención era convencerles para que pagaran un alquiler más elevado, perdieron de repente la capacidad de hablar o comprender el inglés. Los intentos negociadores de Sloat se Prolongaron unos días, hasta que sorprendió a un pinche de la cocina saliendo por la puerta trasera con un cubo de grasa. Sintiéndose mejor, Sloat siguió al hombre hasta un oscuro callejón sin salida, donde le vio volcar la grasa en un cubo de basura. No necesitaba nada más. Al día siguiente, una cadena de hierro separaba el callejón del restaurante; y al otro día, un inspector del ministerio de Sanidad entregó a los chinos una denuncia y una citación. Ahora el pinche tenía que sacar toda la basura, incluida la grasa, por el comedor y por un pasillo cercado por una alambrada que Sloat había levantado frente al restaurante. El negocio se vino abajo; los clientes percibían olores extraños y desagradables de los cercanos cubos de basura. Los propietarios volvieron a descubrir la lengua inglesa y se ofrecieron a doblar el alquiler mensual. Sloat contestó con un agradecido discurso que no le comprometía a nada y aquella noche, después de premiarse con tres grandes martinis, fue en coche de su casa al restaurante, sacó un bate de béisbol del maletero y destrozó la larga ventana que antes disfrutaba de una vista agradable de la calle y desde la cual se veía ahora una tupida alambrada que terminaba en un montón de cubos de metal.
Había hecho cosas así… pero no era exactamente Sloat cuando las hizo.
Al día siguiente los chinos solicitaron otra reunión y esta vez ofrecieron cuadriplicar el alquiler.
—Ahora hablan ustedes como hombres —dijo Sloat a los impasibles chinos—, ¡y les diré una cosa! Sólo para probar que estamos de acuerdo, nosotros sufragaremos la mitad del gasto que supone cambiar la ventana.
Al cabo de nueve meses de tomar Sawyer & Sloat posesión del edificio, todos los alquileres habían subido de forma notoria y el coste y las perspectivas de ganancias iniciales empezaron a antojarse francamente pesimistas. Por el momento, este edificio era uno de los negocios más modestos de Sawyer & Sloat, pero Morgan Sloat estaba tan orgulloso de él como de las imponentes estructuras nuevas que habían erigido en el centro comercial de la ciudad. Sólo pasar por delante del lugar donde había levantado la valla cuando iba a trabajar por la mañana le recordaba —a diario— cuan grande era su contribución a Sawyer & Sloat y cuan razonables eran sus pretensiones.
Este sentido de la justicia de sus últimas metas le enardeció mientras hablaba con Richard; después de todo, si quería quedarse con la participación de Phil Sawyer en la compañía, era por el bien de Richard. En cierto sentido, su hijo representaba su inmortalidad. Podría acudir a las mejores escuelas de comercio y graduarse en leyes antes de empezar a trabajar en la compañía; y armado con estos conocimientos, Richard Sloat dirigiría toda la compleja y delicada maquinaria de Sawyer & Sloat hasta bien entrado el siglo venidero. La ridícula ambición del muchacho de estudiar química no sobreviviría mucho tiempo a la determinación paterna de sofocarla; Richard era lo bastante listo para ver que la ocupación de su padre era mucho más interesante, amén de mucho más remuneradora, que trabajar con una probeta sobre un mechero de Bunsen. Esa tontería de ser «químico investigador» se desvanecería muy pronto en cuanto el muchacho echara un vistazo al mundo real. Y si a Richard le preocupaba hacer justicia a Jack Sawyer, sería fácil hacerle comprender que cincuenta mil al año y una educación universitaria garantizada no era solamente justo, sino magnánimo. Principesco. ¿Quién podía decir, al fin y al cabo, que Jack quisiera una parte de la empresa o que poseyera algún talento para dirigirla?
Además, ocurrían accidentes. ¿Quién podía asegurar siquiera que Jack Sawyer llegara a los veinte años?
—Bueno, en realidad sólo es cuestión de arreglar todos los documentos de propiedad de una vez por todas —dijo Sloat a su hijo—. Lily se ha escondido de mí durante demasiado tiempo. Ahora ya chochea, puedes creerme. Es probable que no le quede más de un año de vida, así que si no me apresuro a ir a verla ahora que la he localizado, podría tener el tiempo suficiente para legalizar oficialmente el testamento o ponerlo todo en un fondo fiduciario y no creo que la mamá de tu amigo me confiase la administración. Bueno, no quiero preocuparte con mis problemas, sólo deseaba decirte que faltaré de casa unos días, por si telefoneas. Escríbeme y recuerda lo del tren, ¿vale? Hemos de volver a hacer aquel viaje.
El muchacho prometió escribir, trabajar mucho y no preocuparse por su padre ni Lily Cavanaugh ni Jack.
Y un día, cuando este hijo obediente estuviera, por ejemplo, en el último curso de Standford o Yale, Sloat le daría a conocer los Territorios. Richard sería seis o siete años más joven de lo que fuera él cuando Phil Sawyer, con el cerebro alegre y aturdido por un porro en su primera pequeña oficina del norte de Hollywood, había confundido primero, después enfurecido (porque Sloat estaba seguro de que Phil se reía de él) y por fin intrigado a su socio (porque sin duda Phil estaba demasiado borracho para inventar toda aquella historia de ciencia ficción acerca de otro mundo). Y cuando Richard viera los Territorios, todo arreglado; si él mismo no lo había hecho antes, los Territorios le harían cambiar de opinión, porque incluso un pequeño atisbo de aquel mundo inducía a perder la confianza en la omnisciencia de los científicos.
Sloat se pasó la palma de la mano por la reluciente calva y después se atusó el bigote con complacencia. El sonido de la voz de su hijo le había causado un alivio vago e inesperado: mientras tuviera a Richard caminando, deferente, a su lado, todo iría bien y todas las cosas imaginables irían bien. Ya era de noche en Springfield, Illinois, y en Nelson House, Colegio Thayer, Richard Sloat volvía sin hacer ruido a su escritorio por el pasillo verde, pensando quizá en cuanto se habían divertido, y volverían a divertirse, a bordo del tren de juguete de Morgan, que bordeaba la costa californiana. Ya se habría dormido cuando el jet de su padre venciera la resistencia del aire a muchos metros de altitud y a varios centenares de kilómetros más al norte; pero Morgan Sloat deslizaría hacia un lado el panel de su ventanilla de primera clase y miraría hacia abajo, esperando ver el resplandor de la luna y un claro entre las nubes.
Quería ir a su casa inmediatamente —se hallaba sólo a treinta minutos de la oficina— para cambiarse de ropa y comer algo, tal vez aspirar un poco de coca antes de salir hacia el aeropuerto, Pero en lugar de esto tuvo que coger la autopista hasta el Marina, donde se habla citado con un cliente que por culpa de los efectos alucinantes de la droga estaba a punto de ser despedido de una película, y luego ir a una reunión de aguafiestas que se quejaban de que un proyecto de Sawyer & Sloat muy próximo a Marina del Rey contaminaba la playa… cosas que no podían aplazarse. Aunque Sloat se prometía que en cuanto se hubiera cuidado de Lily Cavanaugh y su hijo empezaría a tachar clientes de su lista, ahora tenía negocios mucho más importantes en perspectiva, mundos enteros donde hacer de intermediario y no por un mero diez por ciento. Al pensar en el pasado, Sloat se preguntaba cómo había podido soportar a Phil Sawyer durante tanto tiempo. Su socio nunca jugaba para ganar, no de una manera seria; se lo impedían ideas sentimentales de lealtad y honor, estaba corrompido por las tonterías que se decían a los niños para civilizarlos un poco antes de quitarles la venda de los ojos. Aunque se tratara de una cantidad irrisoria, a la luz de los grandes negocios a que ahora se dedicaba, no podía olvidar que los Sawyer estaban en deuda con él y pensar en esta deuda le causó un dolor de estómago parecido al que precede a un ataque cardíaco y antes de llegar al coche, aparcado en la zona aún soleada contigua al edificio, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un arrugado paquete de Di-Gel.
Phil Sawyer le había subestimado y esto seguía doliéndole. Y como Phil le consideraba una especie de serpiente de cascabel amaestrada a la que sólo podía sacarse de la jaula bajo circunstancias restringidas, los demás pensaban lo mismo. El empleado del aparcamiento, un patán tocado con un sombrero roto de vaquero, le miró de reojo mientras rodeaba su pequeño coche en busca de abolladuras y arañazos. El Di-Gel mitigó la mayor parte del ardor que sentía en el estómago. Se tocó el cuello, empapado de sudor. El empleado no se le acercó siquiera; Sloat le había despellejado verbalmente hacia unas semanas, después de descubrir una pequeña raya en la puerta del BMW. En mitad de su filípica, Sloat había visto brillar un inicio de violencia en los ojos verdes del patán y una repentina oleada de alegría le había impulsado a aproximarse al hombre, sin dejar de increparle, casi esperando que le propinara un golpe. De improviso, el patán perdió agresividad y en tono débil, casi humilde, le sugirió que quizá aquella raya «pequeñita» era de otro sitio, del servicio de aparcamiento del restaurante, tal vez… Ya sabe, esos tipos tratan los coches de cualquier manera y la luz tampoco es muy buena por la noche…
—Cierra tu asquerosa boca —le había dicho Sloat—. Esa raya pequeñita, como tú la llamas, me costará el doble de lo que tú ganas en una semana. Debería despedirte ahora mismo, mequetrefe, y si no lo hago es porque existe una posibilidad del dos por ciento de que tengas razón; cuando salí de Chasen anoche quizá no miré bajo la manija de la puerta, quizá Sí, pero quizá NO; en todo caso, si vuelves a hablarme, si vuelves a decirme sólo «hola, señor Sloat», o «adiós, señor Sloat», te despediré tan de prisa que tendrás la impresión de haber sido decapitado. —Así que el patán le miró inspeccionar el coche, sabiendo que si Sloat encontraba la menor imperfección en la carrocería del coche, volvería a enfurecerse y temiendo acercarse lo suficiente para pronunciar el rutinario adiós. A veces Sloat había visto al empleado desde la ventana del aparcamiento frotando con energía alguna mancha, excrementos de ave o una salpicadura de fango del capó del BMW. Y a esto se llama dirección, compañero.
Al salir de la zona, ajustó el espejo retrovisor y vio en el rostro del patán una expresión muy parecida a la de Phil Sawyer en los últimos segundos de su vida, en alguna parte del desierto de Utah. Subió sonriendo toda la rampa de salida.
Philip Sawyer había subestimado a Morgan Sloat desde la época de su primer encuentro, cuando eran estudiantes de primer curso en Yale. Tal vez, pensó Sloat, él era entonces fácil de subestimar: un muchacho de Akron, regordete, de dieciocho años, desgarbado, sobrecargado de ansiedades y ambiciones, fuera de Ohio por primera vez en su vida. Al oír a sus condiscípulos hablar con naturalidad sobre Nueva York, sobre el 21 y el Stork Club, sobre ver a Brubeck en la calle Basin y a Errol Gamer en el Vanguard; sudaba para ocultar su ignorancia. «A mí me gusta mucho la parte comercial», terció en el tono más natural posible, con las palmas húmedas y los dedos agarrotados. (Por las mañanas, Sloat solía encontrarse las palmas tatuadas por las uñas, que le dejaban huellas moradas). «¿Qué parte comercial, Morgan?», le preguntó Tom Woodbine, mientras los demás se reían. «Pues, Broadway y el Village, ya sabes. Más o menos». Más risas, esta vez estridentes. Era poco agraciado e iba mal vestido; su vestuario consistía en dos trajes, ambos de color gris oscuro, que parecían hechos para un espantapájaros. Empezó a caerle el pelo en la escuela de segunda enseñanza y a través de los escasos cabellos cortos se le veía el cráneo rosado.
No, Sloat no había sido ninguna belleza y esto formaba parte de todo los demás. Los otros le hacían sentir como un puño cerrado; aquellos cardenales matutinos eran difusas fotografías de su alma. Sus condiscípulos, todos interesados en el teatro como él mismo y Sawyer, poseían buenos perfiles, estómagos planos y modales alegres y despreocupados. Se repantigaban en los sillones de su suite en Davenport —mientras Sloat, sudando profusamente, se quedaba de pie para no arrugarse los pantalones y poder llevarlos unos días más—, dando a veces la impresión de participar en una reunión de jóvenes dioses; los suéters de cachemira echados sobre sus hombros parecían vellocinos de oro. Pronto serían actores, dramaturgos, compositores de canciones. Sloat se veía a sí mismo como director, envolviéndoles a todos en una red de complicaciones y designios que sólo él podía desenredar.
Sawyer y Tom Woodbine, que se le antojaban fabulosamente ricos a Sloat, eran compañeros de cuarto. Woodbine se interesaba muy poco por el teatro y sólo asistía al taller dramático de estudiantes porque Phil pertenecía a él. También un muchacho dorado de escuela privada, Thomas Woodbine difería de los demás en su absoluta seriedad y franqueza. Se proponía ser abogado y ya parecía poseer la integridad e imparcialidad de un juez. (De hecho, la mayoría de los conocidos de Woodbine imaginaban que iría a parar a la Corte Suprema, para gran turbación del propio muchacho). Woodbine carecía de ambición, según Sloat, pues le interesaba mucho más vivir con rectitud que vivir bien. Claro que lo tenía todo y si por casualidad le faltaba algo, otras personas se apresuraban a dárselo; tan mimado por la naturaleza y los amigos, ¿cómo podía ser ambicioso? Sloat le detestaba, casi inconscientemente, y no podía decidirse a llamarle «Tommy».
Sloat dirigió dos piezas teatrales durante sus cuatro años en Yale: Sin salida, que el periódico estudiantil calificó de «confusión furiosa», y Volpone, descrita como «retorcida, siniestra, cínica y casi increíblemente chapucera», y culparon a Sloat de casi todas estas cualidades. Quizá no era un director, después de todo; su visión resultaba demasiado intensa y compacta. Pero sus ambiciones no disminuyeron, sólo cambiaron. Si no estaba destinado a colocarse detrás de la cámara, podía estar detrás del público y delante de ella. Phil Sawyer también había empezado a pensar así; nunca había estado seguro de adonde le llevaría su amor por el teatro y creía que tal vez tenía talento para representar a actores y escritores.
—Vamos a Los Angeles y abramos una agencia —le dijo Phil durante el último curso—. Es una locura y nuestros padres lo odiarán, pero quizá resulte. Pasaremos hambre un par de años. Sloat se había enterado en el segundo curso que Phil Sawyer no era rico, después de todo. Sólo lo parecía.
—Y cuando podamos pagarle, pediremos a Tommy que sea nuestro abogado. Para entonces ya habrá terminado la carrera.
—Sí, muy bien —contestó Sloat, pensando que ya podría evitar aquello cuando llegara el momento—. ¿Cómo nos llamaremos?
—Como quieras. ¿Sloat y Sawyer? ¿O deberíamos ser fieles al alfabeto?
—Sawyer y Sloat, esto mismo, magnífico, por orden alfabético —aprobó Sloat, furioso al imaginar que su socio le condenaba a la perpetua sugerencia de que él era en cierto modo secundario de Sawyer.
Los padres de ambos odiaron efectivamente la idea, tal como había predicho Phil, pero los socios de la incipiente agencia de talentos viajaron a Los Angeles en el viejo DeSoto (de Morgan, otra demostración de lo mucho que Sawyer le debía), se instalaron en una oficina de un edificio situado al norte de Hollywood, con una feliz población de ratas y pulgas, y empezaron a merodear por los clubs, repartiendo sus flamantes tarjetas comerciales. Para nada… casi cuatro meses de fracaso total. Tuvieron a un cómico que se emborrachaba demasiado para ser gracioso, un escritor que no sabía escribir y una bailarina de strip-tease que insistía en cobrar al contado para poder pagar a sus agentes. Y un día, al atardecer, borracho de marihuana y whisky, Phil Sawyer había mencionado los Territorios a Sloat, riendo como un tonto.
—¿Sabes qué sé hacer, ambicioso mequetrefe? Pues sé viajar, socio. Viajar a fondo.
Poco después, cuando ya viajaban ambos, Phil Sawyer conoció a una prometedora y joven actriz en una fiesta del estudio y al cabo de una hora ya tenían a su primer cliente importante. Y ella tenía además tres amigas igualmente descontentas de sus agentes respectivos y una de las amigas tenía un novio que había escrito un guión decente y necesitaba un agente y el novio tenía un amigo… Antes de que concluyera el tercer año, estrenaron una oficina nueva y apartamentos nuevos, un pedazo del pastel de Hollywood.
Los Territorios, de una manera que Sloat aceptó pero que nunca comprendió, les habían bendecido.
Sawyer trataba con los clientes y Sloat se cuidaba del dinero, de las inversiones, del aspecto comercial de la agencia. Sawyer gastaba dinero —almuerzos, billetes de avión— y Sloat lo ahorraba, lo cual era toda la justificación que necesitaba para quedarse con el cambio de vez en cuando. Y era Sloat quien no dejaba de empujar a ambos hacia nuevas áreas: urbanizaciones, inmobiliarias, contratos de producción. Cuando Tommy Woodbine llegó a Los Angeles, Sawyer & Sloat era una empresa de cinco millones de dólares.
Sloat descubrió que seguía detestando a su antiguo condiscípulo; Tommy Woodbine había engordado doce kilos y, con sus trajes azules de tres piezas, parecía y actuaba cada vez más como un juez. Tenía las mejillas casi siempre ruborizadas (¿sería alcohólico?, se preguntaba Sloat) y sus modales eran afables y mesurados. El mundo había dejado sus huellas en él: pequeñas arrugas en torno a los ojos y éstos infinitamente más cautos que los del muchacho dorado de Yale. Sloat comprendió casi en seguida —y supo que Phil Sawyer nunca lo vería si alguien no se lo hacía ver— que Tommy Woodbine vivía con un tremendo secreto: quienquiera que hubiese sido el muchacho dorado, ahora era homosexual. Probablemente se autodenominaba gay. Y esto lo facilitaba todo… al final, facilitaría incluso la tarea de deshacerse de él.
Porque los maricones suelen ser asesinados, ¿no es verdad? ¿Y quería alguien realmente hacer responsable de la educación de un adolescente a un maricón de noventa y cinco kilos? Podría decirse que Sloat estaba salvando a Phil Sawyer de las consecuencias póstumas de un grave error de apreciación. Si Sawyer hubiera nombrado a Sloat albacea testamentario y tutor de su hijo, no habría surgido ningún problema. El hecho era que los asesinos de los Territorios —los mismos que habían fracasado en el secuestro del muchacho— se habían saltado un semáforo en rojo y estuvieron a punto de ser arrestados antes de regresar a su casa.
Todo habría sido mucho más sencillo, pensó Sloat quizá por milésima vez, si Phil Sawyer no se hubiera casado. Sin Lily, no habría nacido Jack. Era posible que Phil no hubiese mirado siquiera los informes sobre la vida de adolescente de Lily Cavanaugh recogidos por Sloat; incluían una lista de dónde, con cuánta frecuencia y con quién y habrían puesto fin a aquel enamoramiento con tanta rapidez con que la furgoneta negra atropello a Tommy Woodbine en la calle. Si Sawyer leyó aquellos meticulosos informes, le inspiraron una indiferencia asombrosa. Quería casarse con Lily Cavanaugh y así lo hizo. Del mismo modo que su maldito Gemelo se había casado con la Reina Laura. Subestimado una vez más. Y pagado de la misma manera, lo cual no dejaba de ser conveniente.
Esto significaba, pensó Sloat con cierta satisfacción, que una vez atendidos algunos detalles, todo quedaría finalmente arreglado. Después de tantos años, cuando volviera de Playa de Arcadia tendría a Sawyer & Sloat en el bolsillo. Y en los Territorios, todo estaba dispuesto, en equilibrio sobre el borde, listo para caer en las manos de Morgan. En cuanto muriera la Reina, el antiguo representante de su consorte gobernaría el país, introduciendo todos los pequeños e interesantes cambios que tanto él como Sloat deseaban. Y entonces, a contemplar cómo afluye el dinero, pensó Sloat, dejando la autopista para desviarse hacia Marina del Rey. ¡A contemplar cómo afluía todo!
Su cliente, Asher Dondorf, vivía al final de una nueva urbanización, en una de las estrechas calles de Marina, parecidas a callejones, muy próximas a la playa. Dondorf era un viejo actor secundario que había alcanzado un sorprendente nivel de celebridad en los últimos años de la década de los setenta gracias a un papel en una serie de televisión; encamaba al casero de la joven pareja —detectives privados y ambos encantadores como dos crías de oso panda—, que eran los protagonistas de la serie. Dondorf recibía tal cantidad de correo después de sus primeras apariciones, que los guionistas ampliaron su papel, convirtiéndole en padre secreto de uno de los jóvenes detectives, permitiéndole resolver un par de asesinatos, poniéndole en peligro, etcétera, etcétera. Su salario se dobló, triplicó, cuadriplicó y cuando la serie llegó a su fin al cabo de seis años, volvió a trabajar en el cine. Y esto fue el problema. Dondorf se consideraba una estrella, pero los estudios y productores seguían considerándole un actor de carácter, popular, pero no importante para ningún proyecto. Dondorf quería flores en su camerino, quería peluquero propio y profesor de dicción propio, quería más dinero, más respeto, más amor, más de todo. Dondorf, en realidad, era un estorbo.
Después de aparcar el coche y apearse de él, cuidando de no arañar el borde de la puerta contra los ladrillos, Sloat llegó a una conclusión: si en los próximos días se enteraba, o tan sólo sospechaba, que Jack Sawyer había descubierto la existencia de los Territorios, le mataría. Existía algo llamado un riesgo inaceptable.
Sonrió para sus adentros, metiéndose otro Di-Gel en la boca, y llamó a la puerta de la casa. Ya lo sabía: Asher Dondorf tenía intención de suicidarse y lo haría en la sala de estar, a fin de crear el máximo desorden posible, Un tipo temperamental como su casi ex cliente consideraría un suicidio realmente asqueroso la venganza más apropiada contra el banco que tenía su hipoteca. Cuando un Dondorf pálido y tembloroso le abrió la puerta, la efusividad del saludo de Sloat fue completamente auténtica.