Capítulo 37

RICHARD RECUERDA

1

Tuvieron la sensación de resbalar hacia un lado y hacia abajo, como si hubiera una corta rampa entre los dos mundos. De un modo cada vez más confuso, hasta que la voz se desvaneció por completo, Jack oyó gritar a Osmond: «¡Malos! ¡Todos los chicos! ¡Axiomático! ¡Todos los chicos! ¡Asquerosos! ¡Asquerosos!».

Durante unos segundos, flotaron en el aire. Richard lanzó una exclamación y entonces Jack se dio contra el suelo con un hombro. La cabeza de Richard saltó sobre su pecho. Jack no abrió los ojos y se limitó a permanecer acostado en el suelo, abrazado a Richard, escuchando y oliendo.

Un silencio no total y completo, sino extenso… con dos o tres pájaros cantores como contrapunto de su dimensión.

El olor era fresco y salado. Un buen aroma… pero no tan bueno como podía oler el mundo en los Territorios. Incluso aquí —adondequiera que fuese aquí— Jack podía percibir un olor sutil y subrepticio, como el de la gasolina que impregna los suelos de cemento de las gasolineras. Era el olor de un exceso de personas al volante de demasiados coches, que había contaminado toda la atmósfera. Su nariz estaba sensibilizada y él podía olerlo incluso aquí, en un lugar donde no se oía ningún coche.

—¡Jack! ¿Estás bien?

—Claro —contestó Jack, abriendo los ojos para ver si decía la verdad.

Su primera mirada le inspiró una idea aterradora: en su frenética necesidad de salir de allí, de escapar antes de que Morgan llegara, tal vez no había saltado a los Territorios Americanos, sino avanzado de algún modo en el tiempo. Este lugar parecía ser el mismo, sólo que más viejo y abandonado, como si hubiese transcurrido uno o dos siglos, pero todo lo demás había cambiado. Los raíles que cruzaban el sucio patio de revista donde ellos estaban y que se dirigían a Dios sabía dónde, eran viejos y oxidados. Las traviesas parecían esponjosas y podridas y las malas hierbas crecían profusamente entre ellas.

Apretó los brazos en tomo a Richard, que se removió débilmente y abrió los ojos.

—¿Dónde estamos? —preguntó a Jack, mirando a su alrededor. En el lugar ocupado antes por el cuartel se levantaba ahora una larga cabaña prefabricada, de chapa ondulada, cubierta de manchas de óxido y con tejado de zinc. Este tejado era lo más visible; el resto se ocultaba tras una maraña de hiedra y malas hierbas. Ante ella se erguían dos estacas que tal vez antes sostenían un letrero, aunque no quedaba ©1 menor rastro de él.

—Lo ignoro —respondió Jack y entonces, al mirar hacia donde había estado la pista de obstáculos, que ahora era un trozo de tierra llena de hoyos, medio cubierta por los restos de matas de flor silvestre y varas de San José, expresó su peor presentimiento—: Quizá hemos avanzado un poco en el tiempo.

Ante su asombro, Richard se echó a reír.

—En tal caso, es agradable saber que nada va a cambiar mucho en el futuro —dijo, señalando un pedazo de papel clavado a uno de los postes que se erguían ante el cuartel de chapa ondulada. Estaba un poco deteriorado por los elementos, pero aún era perfectamente legible:

¡PROHIBIDO EL PASO!

Por orden del Departamento del Sheriff del Condado de Mendocino

Por orden de la Policía Estatal de California

¡LOS INFRACTORES SERÁN PERSEGUIDOS POR LA LEY!

2

—Bueno, si sabías dónde estamos —dijo Jack, sintiéndose a la vez ridículo y muy aliviado—, ¿por qué lo preguntas?

—Acabo de verlo —contestó Richard y Jack perdió el deseo de insistir sobre el asunto.

Richard tenía muy mal aspecto, parecía haber contraído una extraña tuberculosis que le afectara el cerebro en lugar de los pulmones. No se debía solamente a haber hecho el terrible viaje de ida y vuelta a los Territorios; en realidad, daba la impresión de haberse adaptado a aquello. Lo peor era que ahora sabía algo más. No se trataba de una realidad radicalmente distinta de todas sus ideas cuidadosamente elaboradas, a esto también podría haberse adaptado, si hubiese dispuesto del mundo y el tiempo suficiente. Pero descubrir que el propio padre es uno de los malos de la película no puede ser un momento agradable en la vida de nadie, reflexionó Jack.

—Está bien —dijo, intentando parecer alegre; de hecho, estaba un poco alegre. Huir de un monstruo como Reuel alegraría incluso a un muchacho que sufriera un cáncer irreversible, pensó—. Levántate y anda, Richie, muchacho. Tenemos que cumplir ciertas promesas y recorrer kilómetros antes de dormir y tú aún estás hecho un verdadero flan.

Richard dio un respingo.

—Quienquiera que te haya dicho que tienes sentido del humor, merece ser fusilado, compinche.

Tomez mon brazo, mon ami.

—¿Adonde vamos?

—No lo sé —respondió Jack—, pero creo que cerca de aquí. Lo presiento. Es como un anzuelo en mi cabeza.

—¿Point Venuti?

Jack volvió la cabeza y miró largamente a Richard. Los ojos cansados de éste eran insondables.

—¿Por qué has preguntado eso, compinche?

—¿Es allí adonde vamos?

Jack se encogió de hombros. Quizá si. Quizá no. Empezaron a andar despacio por el patio de revista lleno de malas hierbas y Richard cambió de tema.

—¿Ha sido real todo aquello? —Se acercaban a la oxidada doble puerta. Un retazo de cielo azul descolorido aparecía sobre el verde—. ¿Ha habido algo real?

—Hemos pasado dos días en un tren eléctrico que iba a unos cuarenta kilómetros por hora, o cincuenta como máximo —contestó Jack—, y de alguna manera hemos viajado desde Springfield, Illinois, hasta el norte de California, cerca de la costa. Ahora dime si ha sido real.

—Sí… sí, pero…

Jack alargó los brazos. Tenía las muñecas cubiertas de ronchas coloradas que le picaban y escocían.

—Mordeduras —dijo Jack—. De los gusanos, los gusanos que salían de la cabeza de Reuel Gardener.

Richard volvió la cabeza y vomitó con violencia. Jack lo sostuvo. De otro modo, pensó, Richard se habría caído.

Le horrorizó ver su delgadez y notar el calor de su carne a través de la camisa de estudiante.

—Siento haber dicho eso —se disculpó, cuando Richard pareció mejorar—. Ha sido demasiado crudo.

—Sí, en efecto, pero supongo que es lo único que podía… ya sabes…

—¿Convencerte?

—Sí, tal vez. —Richard le miró con sus ojos francos y tristes. Tenía granos por toda la frente y los labios rodeados de llagas—. Jack, tengo que preguntarte algo y quiero que me contestes… ya sabes, con sinceridad. Quiero preguntarte…

Oh, ya sé qué quieres preguntarme, Richie, muchacho.

—Dentro de unos minutos —le interrumpió Jack—. Me harás todas las preguntas y te daré todas las respuestas que conozco dentro de unos minutos. Antes tenemos que ocuparnos de otro asunto.

—¿Qué asunto?

En vez de responder, Jack fue hacia el pequeño tren. Permaneció allí un momento, contemplando la chata locomotora, el furgón vacío, el vagón de carga. ¿Habría conseguido de algún modo hacer saltar todo esto al norte de California? No lo creía. Saltar con Lobo había sido arduo, arrastrar a Richard hasta los Territorios desde el campus de Thayer casi le había arrancado el brazo y realizar ambas cosas había supuesto un esfuerzo consciente por su parte. Por lo que podía recordar, no había pensado para nada en el tren mientras saltaba, sólo en sacar a Richard del campo de entrenamiento paramilitar de los Lobos antes de que viera a su padre. Todo lo demás adoptaba una forma ligeramente distinta cuando se trasladaba de un mundo a otro: el acto de Emigrar parecía requerir un acto de traslación. Las camisas se convertían en coletos, los vaqueros, en pantalones de lana, el dinero, en palos nudosos. En cambio, este tren ofrecía el mismo aspecto aquí que allí. Morgan había conseguido crear algo que no perdía nada en la Emigración.

Allí también llevaban vaqueros azules, Jack-O.

Es cierto. Y aunque Osmond empuñaba su querido látigo, también tenia una pistola automática.

La pistola automática de Morgan. El tren de Morgan.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Oyó murmurar a Anders:

Mal asunto.

Ya lo creo que lo era. Un asunto muy malo. Anders tenía razón: era una obra de todos los demonios juntos. Jack metió la mano en la cabina, cogió una de las Uzis, le puso un cargador lleno y volvió junto a Richard, que observaba el entorno con un vago interés contemplativo.

—Esto parece un viejo campamento de supervivencia —comentó.

—¿Te refieres a la clase de lugar donde tipos mercenarios se preparan para la tercera guerra mundial?

—Sí, algo así. Hay bastantes lugares como éste en el norte de California… Surgen y prosperan durante un tiempo y luego la gente pierde interés al ver que la tercera guerra mundial no comienza en seguida, o son expulsados por tenencia ilícita de armas o droga, u otra cosa por el estilo. Mi… mi padre me lo contó.

Jack no dijo nada.

—¿Qué vas a hacer con la metralleta, Jack?

—Intentaré volar ese tren. ¿Alguna objeción?

Richard se estremeció e hizo una mueca de repugnancia.

—Ninguna en absoluto.

—¿Lo conseguiré con la Uzi? ¿Qué te parece? ¿Disparando a ese explosivo de plástico?

—Una bala no bastaría. Todo un cargador quizá sí.

—Ahora lo veremos. —Jack quitó el seguro del arma. Richard le agarró del brazo.

—Sería conveniente que nos alejáramos hasta la valla antes de hacer el experimento —sugirió.

—Está bien.

Junto a la valla cubierta de hiedra, Jack se entrenó disparando contra los paquetes blandos y aplanados del plástico. Apretó el gatillo y la Uzi rompió el silencio en mil pedazos. Durante un momento, de la boca del cañón pendió un fuego misterioso. El disparo sonó con alarmante estruendo en el silencio catedralicio del campamento vacío. Gritaron unas aves, que volaron hacia partes más tranquilas del bosque, sorprendidas y temerosas. Richard dio un respingo y se tapó las orejas con las manos. La lona se hinchó y bailó. Entonces, aunque Jack seguía apretando el gatillo, la metralleta dejó de disparar. El cargador se había gastado y el tren continuaba entero sobre las vías.

—Bueno —dijo Jack—, ha sido magnífico. ¿Se te ocurre otra i…?

El vagón de carga estalló en una llamarada azul y un inmenso fragor.

Jack vio elevarse literalmente el vagón por encima de las vías, como si despegara. Agarró a Richard por el cuello y le obligó a agacharse.

Las explosiones continuaron durante largo rato. Trozos de metal silbaban y volaban por los aires, cayendo como una lluvia metálica sobre el tejado de la cabaña prefabricada. De vez en cuando un trozo de mayor tamaño sonaba como un gong chino o producía un gran crujido si era lo bastante grande como para perforar la chapa ondulada. Entonces algo atravesó la valla justo por encima de la cabeza de Jack, dejando un agujero más grande que sus dos puños juntos, y Jack decidió que había llegado el momento de echar a correr. Agarró a Richard y empezó a tirar de él hacia la puerta.

¡No!—gritó Richard—. ¡Las vías!

¿Qué? —Las vi…

Algo silbó por el aire y ambos muchachos se agacharon. Al hacerlo, sus cabezas chocaron una contra otra.

¡Las vías! —gritó Richard, frotándose la coronilla con una mano pálida—. ¡La carretera no! ¡Dirígete a las vías!

¡Está bien! —Jack ignoraba el motivo, pero no discutió. Tenían que ir a alguna parte.

Los dos muchachos empezaron a caminar agachados a lo largo de la alambrada oxidada que servía de barrera, como soldados cruzando la tierra de nadie. Richard iba ligeramente adelantado en dirección al agujero en la alambrada por donde las vías salían del recinto.

Jack miró hacia atrás sin dejar de caminar y vio todo lo que necesitaba o quería ver a través de la puerta parcialmente abierta. La mayor parte del tren parecía haberse vaporizado. Retorcidos trozos de metal, algunos reconocibles, la mayoría no, estaban esparcidos en un gran círculo alrededor del lugar donde el tren había llegado a Estados Unidos, donde había sido construido, comprado y sufragado. El hecho de que no les hubiera matado un pedazo de metralla era asombroso, pero que ni siquiera hubiesen sufrido el menor arañazo rayaba en lo imposible.

Ya había pasado lo peor. Estaban frente a la puerta, erguidos (aunque listos para agacharse si se producía una explosión secundaria).

—A mi padre no le gustará que hayas volado su tren, Jack —observó Richard.

Su voz era totalmente tranquila, pero cuando Jack le miró, vio que Richard estaba llorando.

—Richard…

—No, no le gustará nada —añadió, como contestándose a sí mismo.

3

Una espesa y tupida franja de malas hierbas, alta hasta la rodilla, crecía en el centro de los raíles que salían del campamento para tomar una dirección que Jack estimaba era la del sur. Los raíles estaban oxidados y no se habían usado en mucho tiempo; en algunos puntos se veían retorcidos y ondulados de manera extraña.

Esto lo hicieron los terremotos, pensó con inquietud. A sus espaldas, el plástico continuaba explotando. Cuando Jack pensaba que había oído la última explosión, se producía otro fragor largo y sordo, como el carraspeo de un gigante. O el ruido de una irrupción en el aire. Miró atrás una vez y vio flotando en el cielo una nube de humo negro. Se preparó para oír el denso crepitar del fuego —como cualquiera que haya vivido una temporada en la costa de California, temía al fuego—, pero no oyó nada. Incluso los bosques de aquí se parecían a los de Nueva Inglaterra, espesos y empapados de rocío. Ciertamente, era la antítesis de la tierra parda que rodea la Baja California, con su aire claro y seco. El bosque pululaba de vida plácida; el propio tren era un sendero entre los frondosos árboles, arbustos y abundante hiedra (zumaque venenoso, seguro, pensó Jack, rascándose distraídamente las mordeduras de las manos), mientras el cielo, de un azul desteñido, formaba un sendero casi igual entre las copas verdes. Incluso la carbonilla de las vías estaba medio cubierta de musgo. El lugar parecía secreto, un lugar para secretos.

Aceleró el paso, y no sólo para alejarse de la vía férrea antes de que aparecieran los policías o los bomberos. El paso rápido aseguraba además el silencio de Richard, que se veía demasiado dispuesto a entablar conversación… o a formular preguntas.

Habrían caminado ya unos tres kilómetros y medio y Jack aún se felicitaba del éxito de su treta para estrangular toda conversación, cuando Richard le llamó con una voz débil, como un silbido:

—Oye, Jack…

Jack se volvió justo a tiempo de ver a Richard, que se había rezagado un poco, desplomarse hacia delante. Las manchas destacaban como marcas de nacimiento en su tez blanca como el papel.

Jack le sostuvo… en el último instante. Richard no parecía pesar más que una bolsa de papel fino.

—¡Oh, Dios mío, Richard!

—Me encontraba bien hace unos segundos —dijo Richard, con aquella voz débil como un silbido. Su respiración era muy rápida, muy seca y tenía los ojos medio cerrados. Jack sólo podía ver el blanco y los minúsculos arcos de unos iris azules—. Me he… mareado un poco. Lo siento.

Detrás de ellos sonó otra fuerte explosión, seguida del estruendo producido por los fragmentos de tren que cayeron sobre el tejado de zinc de la cabaña prefabricada. Jack miró hacia allí y también hacia las vías con ojos ansiosos.

—¿Puedes agarrarte a mí? Te llevare un trozo a cuestas. —Sombras de Lobo, pensó.

—Sí, puedo agarrarme.

—Si no puedes, dilo.

—Jack —replicó Richard con un alentador indicio de su irritación característica—, si no me viera capaz, te lo diría.

Jack le soltó y Richard se quedó quieto, tambaleándose un poco, como a punto de caerse hacia atrás si alguien le soplaba en la cara y Jack se puso en cuclillas, con las suelas de las zapatillas sobre una de las podridas traviesas. Formó estribos con las manos y Richard se agarró a su cuello. Entonces Jack se incorporó y cruzó las vías a un paso que era casi un trote ligero. Llevar a Richard a cuestas no representaba ningún problema, y no sólo porque había adelgazado, sino porque Jack había acarreado cuñetes de cerveza y cajas grandes y recogido manzanas, además de amontonar piedras en el Campo Lejano; entonemos el aleluya. Todo aquello le había endurecido, pero el endurecimiento afectaba más a su ser esencial de lo que hubiera podido afectarlo algo tan simple y rutinario como el ejercicio físico. Tampoco era una cuestión de saltar de uno a otro de los dos mundos como un acróbata o de que aquel otro mundo —por maravilloso que pudiera ser— se quitase con el roce como la pintura fresca. Jack reconocía de un modo vago que había intentado hacer algo más que salvar la vida de su madre; desde el principio había intentado hacer algo todavía más grande que aquello: una buena obra, y ahora se daba cuenta de que tan disparatadas empresas siempre endurecían a una persona.

Empezó a trotar de verdad.

—Si me mareas —dijo Richard, con una voz que temblaba al ritmo de los pasos de Jack—, vomitaré encima de tu cabeza.

—Sabía que podía contar contigo, Richie, muchacho —jadeó Jack, sonriendo.

—Me siento… ridículo en extremo aquí arriba. Como un palo saltarín.

—Y es probable que eso es lo que parezcas, compinche.

—No… me llames compinche —murmuró Richard. La sonrisa de Jack se amplió mientras pensaba: Oh, Richard, sinvergüenza, espero que vivas eternamente.

4

—Reconocí a aquel hombre —murmuró Richard desde la espalda de Jack.

Jack se sobresaltó, como si hubiera estado dormitando. Había cargado con Richard hacía diez minutos, habían recorrido casi dos kilómetros y aún no se veía ningún signo de civilización. Sólo las vías y el aroma de la sal en el aire.

La vía férrea… —pensó Jack—. ¿Irá hacia donde yo me imagino?

—¿Qué hombre?

—El del látigo y la pistola automática. Le reconocí. Solía verle a menudo.

—¿Cuándo? —jadeó Jack.

—Hace mucho tiempo, cuando era pequeño. —Y Richard añadió con desgana—: Más o menos cuando tuve… aquella extraña pesadilla en el armario. —Hizo una pausa—. Sólo que me temo que no fue una pesadilla, ¿verdad?

—No, me parece que no.

—Ya. ¿Era el hombre del látigo el padre de Reuel?

—¿Tú qué crees?

—Que sí —contestó Richard—. Estoy seguro. Jack se detuvo.

—Richard, ¿adonde va esta vía férrea?

—Lo sabes muy bien —respondió Richard con una serenidad extraña y hueca.

—Sí… creo que si, pero quiero oírtelo decir. —Jack se interrumpió—. Supongo que necesito oírtelo decir. ¿Adonde va?

—Va a una ciudad llamada Point Venuti —contestó Richard, con aspecto otra vez lloroso—. Hay un gran hotel allí. Ignoro si es o no el lugar que buscas, pero es probable que lo sea.

—Sí, es probable —dijo Jack, reemprendiendo la marcha, con la piernas de Richard sobre sus brazos y la espalda cada vez más dolorida, por la vía férrea que le llevaría, que les llevaría a ambos, a un lugar donde quizá encontraría la salvación de su madre.

5

Mientras avanzaban, Richard no paraba de hablar. No se refirió en seguida a la implicación de su padre en este disparatado asunto, sino que empezó mencionándolo de una manera indirecta.

—Conocí a este hombre en otras ocasiones —repitió—, estoy bastante seguro. Venía a nuestra casa, siempre por la puerta trasera. No tocaba el timbre ni llamaba con los nudillos. Rascaba… la puerta y a mí se me erizaban los cabellos. Era alto, ya sé que los mayores siempre parecen altos a los niños pequeños, pero él era realmente muy alto, y tenía el pelo encanecido. Casi siempre llevaba gafas oscuras o gafas de sol. Cuando vi el artículo sobre él en el Sunday Report, supe que le había visto antes en alguna parte. La noche que emitieron aquel espectáculo, mi padre estaba arriba, escribiendo. Yo me hallaba sentado delante de la tele y cuando mi padre entró y vio la pantalla, casi dejó caer el vaso que sostenía. Luego cambió la cadena por otra que reponía Star Trek.

—Sólo que el tipo no usaba el nombre de Sol Gardener cuando venía a ver a mi padre. No puedo recordar bien su nombre… Era algo parecido a Banlon… u Ordon…

—¿Osmond? Richard se animó.

Eso es. Nunca oí su nombre de pila, aunque solía venir una vez al mes o cada dos meses. Durante una semana vino cada dos días y luego tardó casi medio año en volver. Yo me encerraba en mi cuarto cuando aparecía. No me gustaba su olor. Usaba una especie de perfume… colonia, supongo, aunque el olor era de algo más fuerte. Más bien como de perfume barato de unos almacenes. Pero por debajo…

—Por debajo del perfume olía como si no se hubiera bañado en diez años.

Richard le miró con los ojos muy abiertos.

—Yo también le conocí como Osmond —explicó Jack. Ya lo había explicado antes, por lo menos en parte, pero entonces Richard no le escuchaba. En cambio, ahora era todo oídos—. En la versión de New Hampshire de los Territorios, antes de conocerle como Sol Gardener en Indiana.

—En tal caso debiste ver… ver aquello.

—¿A Reuel? —Jack meneó la cabeza—. Por aquel entonces debía estar en las Tierras Arrasadas, sometiéndose a tratamientos de cobalto más radicales. —Jack pensó en las llagas del rostro de aquel ser, pensó en los gusanos. Se miró las muñecas hinchadas por la mordedura de los gusanos y se estremeció—. No había visto nunca a Reuel hasta el final y tampoco a su Gemelo americano. ¿Qué edad tenías cuando Osmond comenzó a aparecer?

—Unos cuatro años. El asunto de… ya sabes, del armario… aún no había ocurrido. Recuerdo que después de aquello me infundía más miedo.

—Después de que el monstruo te tocara en el armario.

—Sí.

—Y eso ocurrió cuando tenías cinco años.

—Sí.

—Cuando tanto tú como yo teníamos cinco años.

—Sí. Ya puedes bajarme. Andaré un rato.

Jack obedeció. Caminaron en silencio, con las cabezas bajas, sin mirarse. Cuando tenía cinco años, algo había surgido en la oscuridad y tocado a Richard. Cuando los dos tenían seis años

(seis, Jacky tenía seis años)

Jack había oído hablar a su padre y a Morgan Sloat de un lugar adonde viajaban, un lugar que Jacky llamó el País de las Fantasías. Y más tarde, aquel mismo año, algo había surgido en la oscuridad y tocado a él y a su madre. Había sido nada más y nada menos que la voz de Morgan Sloat. Morgan Sloat llamando desde Green River, Utah. Sollozando. Él, Phil Sawyer y Tommy Woodbine se habían marchado tres días antes para su anual cacería de noviembre; un compañero de colegio de ambos, Randy Glover, poseía un lujoso pabellón de caza en Blessington, Utah. Glover solía cazar con ellos, pero aquel año estaba de crucero por el Caribe. Morgan llamaba para decirles que Phil había sido herido de bala, al parecer por otro cazador. Él y Thomas Woodbine le habían sacado del bosque en una camilla improvisada. Phil recobró el conocimiento en el asiento trasero del jeep Cherokee de Glover, explicó Morgan, y le pidió que transmitiera su cariño a Lily y a Jack. Murió quince minutos después, mientras Morgan conducía como un loco hacia Green River y el hospital más cercano.

Morgan no había matado a Phil; Tommy podía testificar que los tres estaban juntos cuando sonó el disparo y así lo habría hecho si se hubiera abierto una investigación (lo cual, naturalmente, no ocurrió).

Sin embargo, esto no quería decir que no hubiese contratado a alguien para ello —pensó Jack— y tampoco quería decir que tío Tommy no hubiese abrigado muchas dudas respecto a lo ocurrido. De ser así, quizá tío Tommy no había sido asesinado sólo con el fin de que Jack y su madre moribunda estuvieran totalmente desprotegidos ante los actos depredadores de Morgan. Quizá le habían matado porque Morgan se cansó de temer que el viejo maricón terminara insinuando al hijo superviviente que la muerte de Phil Sawyer podía haber sido algo más que un accidente fortuito. Jack sintió que se le ponía la piel de gallina por el horror y la aversión.

—¿Os visitaba aquel hombre antes de que tu padre y el mío fueran de cacería por última vez? —preguntó con brusquedad.

—Jack, yo tenía cuatro años…

—No, no es cierto. Tenías seis. Tenías cuatro cuando empezó a venir y seis cuando mi padre fue muerto en Utah. Y tú no eres olvidadizo, Richard. ¿Os visitaba cuando mi padre murió?

—Fue por esa época cuando vino casi a diario durante una semana —contestó Richard con voz casi inaudible—. Justo antes de la última cacería.

Aunque nada de esto era culpa de Richard, Jack fue incapaz de contener su amargura.

—Mi padre muerto en un accidente de caza en Utah. Tío Tommy atropellado en Los Angeles. La tasa de mortalidad entre los amigos de tu padre parece condenadamente elevada, Richard.

—Jack… —empezó Richard con voz débil y trémula.

—Quiero decir que todo esto es agua pasada o como quieras llamarlo —dijo Jack—, pero cuando aparecí en tu escuela, Richard, me llamaste loco.

—Jack, no compren…

—No, supongo que no. Estaba cansado y me diste un lugar donde dormir. Estupendo. Tenía hambre y me procuraste comida. Magnífico. Pero lo que más necesitaba era que me creyeras. Sabía que era pretender demasiado, pero, ¡jolín! ¡Conocías al tipo de quien yo hablaba! ¡Sabías que había surgido antes en la vida de tu padre! Y dijiste algo parecido a: «¡El bueno de Jack ha sufrido una insolación en Seabrook Island y bla, bla, bla!». Dios mío, Richard, creía que éramos mejores amigos que eso.

—Continúas sin comprender.

—¿Qué? ¿Que Seabrook Island te infundía demasiado temor para creer un poco en mí? —La voz de Jack temblaba de indignación.

—No. Tenía otro temor.

—¿Ah, sí? —Jack se detuvo y miró con ira el rostro triste y pálido de Richard—. ¿Qué más podía temer Richard el Racional?

—Temía —contestó Richard con una voz totalmente tranquila—, temía que si me enteraba de más secretos… sobre ese Osmond, o lo que estuviera en el armario aquella vez, ya no podría seguir queriendo a mi padre. Y tenía razón.

Richard se cubrió la cara con los dedos delgados y sucios y prorrumpió en llanto.

6

Jack se quedó mirando llorar a Richard y se maldijo a sí mismo por idiota. Fuera lo que fuese Morgan, seguía siendo el padre de Richard Sloat; el fantasma de Morgan acechaba en la forma de las manos y en los huesos del rostro de Richard. ¿Había olvidado estas cosas? No… pero durante un momento el amargo desengaño que le había causado Richard se las había hecho olvidar. Y su nerviosismo creciente también había influido. El Talismán estaba muy, muy cerca ahora y lo sentía en las puntas de los nervios como un caballo huele el agua en el desierto o un remoto incendio en las praderas. Aquel nerviosismo se manifestaba en una especie de sensibilidad exacerbada.

Veamos, veamos, se supone que este sujeto es tu mejor amigo, Jack-O… Enfádate un poco si no puedes evitarlo, pero no pisotees a Richard. El muchacho está enfermo, por si no lo habías notado.

Alargó la mano a Richard y éste intentó esquivarla, pero Jack no se lo permitió. Abrazó a su amigo y ambos permanecieron así en medio de la desierta vía férrea, con la cabeza de Richard sobre el hombro de Jack.

—Escucha —dijo Jack, turbado—, intenta no preocuparte demasiado… ya sabes… por todo este asunto, en estos momentos, Richard. Intenta dejarte llevar por la corriente, ¿de acuerdo? Caramba, esto suena bastante estúpido, como aconsejar a alguien aquejado de cáncer que no se preocupe porque pronto vamos a poner un vídeo de Guerra de las galaxias que le distraerá.

—Sí —contestó Richard, apartándose de Jack. Las lágrimas habían dejado huellas en su cara sucia. Se las secó con el brazo y trató de sonreír—. Todo está bien cuando acaba bien.

—Y todas las cosas acabarán bien —coreó Jack y ambos rieron juntos, lo cual fue sin duda algo muy bueno.

—Vamos —dijo Richard—, en marcha.

—¿Adonde?

—A buscar tu Talismán —contestó Richard—. A juzgar por tus palabras, debe estar en Point Venuti. Es la siguiente estación del ferrocarril. Vamos, Jack, reemprendamos la marcha. Pero anda despacio… aún no he terminado de hablar.

Jack le miró con curiosidad y ambos empezaron a andar de nuevo… pero despacio.

7

Ahora que se había desahogado y decidido a recordar cosas, Richard se convirtió en una inesperada fuente de información. Jack empezó a sentir que había trabajado en un rompecabezas sin disponer de las piezas más importantes y era Richard quien había tenido todo el tiempo dichas piezas en su poder. Richard ya había estado en el campamento de supervivencia; ésta era su primera pieza. Su padre había sido el propietario.

—¿Estás seguro de que era el mismo lugar, Richard? —preguntó con suspicacia Jack.

—Estoy seguro —contestó Richard—. Incluso me pareció algo familiar allí, en el otro lado… Y cuando saltamos a… este lado… tuve la plena seguridad.

Jack asintió, indeciso.

—Solíamos pasar días en Point Venuti y siempre nos alojábamos allí cuando veníamos. El tren era una gran aventura, porque, ¿cuántos padres tienen su propio tren?

—No muchos —respondió Jack—. Supongo que Diamond Jim Brady y otros tipos como él tenían trenes privados, pero no sé si eran padres o no.

—Oh, papá no pertenecía a su pandilla —dijo Richard, riendo un poco, y Jack pensó: Richard, podrías llevarte una sorpresa.

—Íbamos a Point Venuti desde Los Angeles en un coche de alquiler y nos alojábamos en un motel. Nosotros dos solos. —Richard calló. El cariño y la nostalgia le humedecieron los ojos—. Después, al cabo de unos días, tomábamos el tren de papá hasta Camp Readiness. Era un tren pequeño. —Miró a Jack, sobresaltado—. Como el que hemos tomado al venir, supongo.

—¿Camp Readiness?

Pero Richard pareció no oírle; estaba mirando las vías oxidadas. Aquí se conservaban enteras, pero Jack pensó que Richard se acordaba tal vez de los raíles retorcidos que habían visto hacía poco. En algunos puntos los extremos se curvaban hacia arriba como cuerdas rotas de guitarra. Jack adivinó que en los Territorios aquellos raíles se hallarían en buen estado y serían mantenidos con esmero y cariño.

—Mira, aquí solía haber una linea de tranvías —dijo Richard—, fundada en los años treinta, según dijo mi padre. La Mendocino County Red Line. Sólo que no era propiedad del condado, sino de una compañía privada que se arruinó, porque en California, ya sabes…

Jack asintió. En California todo el mundo usaba coche.

—Richard, ¿por qué no me hablaste nunca de este lugar?

—Era lo único de lo que mi padre me prohibió hablarte. Tú y tus padres sabíais que a veces pasábamos las vacaciones en el norte de California y esto no le importaba, pero me encargó que no te hablara nunca del tren ni de Camp Readiness. Me dijo que si te lo decía, Phil se enfadaría mucho porque era un secreto.

Richard hizo una pausa.

—Me dijo que si te lo decía, nunca más volvería a llevarme. Yo supuse que se debía a que eran socios, pero ahora comprendo que había otra razón. La línea del tranvía se arruinó a causa de los coches y las autopistas. —Se interrumpió, pensativo—. Había algo extraño en el lugar adonde me has llevado, Jack. Por inquietante que fuese, no apestaba a hidrocarburos. Esto me ha gustado.

Jack volvió a asentir en silencio.

—Al final la compañía de tranvías vendió toda la línea, con todas las cláusulas, a una compañía inmobiliaria cuyos miembros también pensaron que la gente empezaría a mudarse tierra adentro. Pero no fue así.

—Y entonces tu padre la compró.

—Sí, supongo que si. No lo sé muy bien. Nunca habló mucho sobre la compra de la compañía… ni de la sustitución de las vías del tranvía por una vía férrea.

Esto habría requerido mucho trabajo, pensó Jack, y entonces pensó en las minas de mineral y en el suministro de esclavos al parecer ilimitado de Morgan de Orris.

—Sé que las sustituyó, pero sólo porque encontré un libro sobre ferrocarriles y averigüé que existe una diferencia de tamaño. Los tranvías circulan por unos rieles mucho más estrechos.

Jack se arrodilló y, en efecto, pudo ver una débil marca dentro de los rieles existentes… el antiguo ancho de vía del tranvía desaparecido.

—Tenía un pequeño tren rojo —continuó Richard con expresión soñadora—; sólo una locomotora y dos coches. Funcionaba con diesel. Solía reír a este respecto y decir que lo único que separaba a los hombres de los niños era el precio de sus juguetes. Había una vieja estación de tranvías en la colina que domina Point Venuti y muchas veces subíamos en el coche de alquiler y entrábamos en ella. Recuerdo su olor… un olor a viejo, pero agradable… como si le hubiera dado mucho el sol. Y el tren se encontraba allí. Y mi padre decía: «¡Todos a bordo con destino a Camp Readiness, Richard! ¿Tienes el billete?». Y había limonada… o té helado… y nos sentábamos en la cabina… A veces llevaba carga… suministros… pero nos sentábamos en la locomotora y… y…

Richard tragó con fuerza y se pasó la mano por los ojos.

—Y nos divertíamos —concluyó—. Sólo él y yo. Era muy agradable.

Miró a su alrededor, con los ojos húmedos de lágrimas no derramadas.

—En Camp Readiness había una plataforma para hacer girar el tren —añadió—. En aquellos días. En los viejos tiempos. Richard prorrumpió en un terrible sollozo ahogado.

—Richard…

Jack intentó tocarle.

Richard se apartó, secándose las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.

—No era tan adulto entonces —dijo, sonriendo. Intentando sonreír—. Nada era tan adulto entonces, ¿verdad, Jack?

—No —dijo Jack, llorando a su vez.

Oh. Richard. Oh, mi querido amigo.

—No —repitió Richard, sonriendo, mirando hacia el bosque que los rodeaba y secándose las lágrimas con los sucios dorsos de las manos—, nada era tan adulto entonces, en los viejos tiempos cuando éramos niños, cuando todos vivíamos en California y nadie vivía en ningún otro lugar.

Miró a Jack intentando sonreír.

—Jack, ayúdame —suplicó—. Me siento como si tuviera la pierna cogida en una trampa y yo… yo…

Entonces Richard cayó de rodillas, con el cabello sobre la cara cansada, y Jack se arrodilló a su lado; y no me veo con ánimos de contar nada más, sólo que se consolaron mutuamente lo mejor que pudieron y, como sabe probablemente el lector por propia y amarga experiencia, esto nunca es bastante.

8

—La valla era nueva entonces —dijo Richard cuando pudo continuar hablando. Habían caminado un poco. Un chotacabras cantaba desde un alto y frondoso roble. El olor de sal en el aire se había intensificado—. Lo recuerdo bien, y también el letrero:

CAMP READINESS, decía. Había una pista de obstáculos y cuerdas para trepar y otras para darse impulso y saltar por encima de grandes charcos de agua. Parecía algo así como un campo de entrenamiento de la Marina en una película sobre la segunda guerra mundial. Aunque los tipos que usaban el equipo no tenían aspecto de pertenecer a la Marina. Eran gordos y todos vestían igual: trajes grises de faena con las palabras CAMP READINESS estampadas en letras pequeñas sobre el pecho y un cordoncillo rojo en los lados de los pantalones. Todos parecían estar a punto de sufrir un ataque cardíaco o una embolia o ambas cosas a la vez. A veces pernoctábamos allí y en un par de ocasiones nos quedamos todo el fin de semana, pero no en la cabaña prefabricada, que era como un cuartel para los tipos que pagaban para estar en forma.

—Si era esto lo que hacían.

—Exacto, si era esto lo que hacían. En cualquier caso, nosotros nos alojábamos en una gran tienda y dormíamos en catres. Era muy divertido. —Richard volvió a sonreír, lleno de nostalgia—. Pero tienes razón, Jack, no todos los tipos que hacían los ejercicios parecían hombres de negocios intentando ponerse en forma. Los otros…

—¿Qué hacían los otros? —preguntó Jack con voz tranquila.

—Algunos, bastantes, se parecían mucho a esos grandes seres peludos del otro mundo —murmuró Richard en voz tan baja, que Jack tuvo que aguzar el oído para entenderle—, los Lobos. Quiero decir que tenían aspecto de personas normales, pero hasta cierto punto. Eran… toscos. ¿Comprendes?

Jack asintió. Lo sabía.

—Recuerdo que a mí me daba un poco de miedo mirarles a los ojos. De vez en cuando centelleaba en ellos aquella extraña luz… como si les ardiera el cerebro. Algunos de los otros… —En los ojos de Richard apareció un destello de comprensión—. Algunos de los otros se parecían a aquel falso entrenador de baloncesto del que te hablé, el que llevaba la chaqueta de cuero y fumaba.

—¿Falta mucho para Point Venuti, Richard?

—No lo sé con exactitud. Pero solíamos llegar en un par de horas y el tren nunca iba muy de prisa. A la velocidad de un hombre corriendo, tal vez, pero no mucha más. Debe estar a unos treinta y dos kilómetros de Camp Readiness, o quizá un poco menos.

—Entonces estamos a unos veinticuatro del…

(del Talismán)

—Sí, eso es.

Jack miró el cielo cuando el día se oscureció. Como para demostrar que el patético fallo no era tan patético, el sol salió de detrás de unas nubes. La temperatura pareció bajar varios grados y el día se volvió triste… El chotacabras enmudeció.

9

Richard fue el primero en ver el rótulo, un simple cuadrilátero de madera pintado con letras negras. Estaba en el lado izquierdo de la vía y la hiedra se enroscaba por el palo, como si estuviera aquí desde hacía mucho tiempo. El mensaje, sin embargo, era muy actual. Decía: LAS AVES BUENAS PUEDEN VOLAR. LOS CHICOS MALOS DEBEN MORIR. ÉSTA ES TU ULTIMA OPORTUNIDAD. VETE A CASA.

—Puedes irte, Richie —dijo Jack en voz baja—. No te lo reprocharé. Te dejarán marchar sin causarte ningún problema. Nada de esto te concierne.

—Pues yo creo que sí —contestó Richard.

—He sido yo quien te ha metido en esto.

—No —dijo Richard—, mi padre me metió. O el destino. O Dios. O Jason. Quienquiera que fuese, seguiré adelante.

—Está bien —respondió Jack—. Pues vámonos. Mientras pasaban por delante del letrero, Jack levantó un pie en un pasable golpe de kung-fu y lo derribó.

—Así se hace, compinche —dijo Richard, esbozando una sonrisa.

—Gracias. Pero no me llames compinche.

10

Aunque parecía cálido y cansado, Richard habló durante toda la hora siguiente, mientras caminaban por la vía y se acercaban al olor cada vez más potente del océano Pacífico. Soltó una gran cantidad de recuerdos que llevaba almacenados en su interior desde hacía años. Aunque su semblante no lo revelaba, Jack estaba aturdido por el asombro… y por una piedad profunda y desbordante hacia el niño solitario, ávido del menor rastro de afecto paterno, que Richard le estaba descubriendo, consciente o inconscientemente.

Observó la palidez de Richard, las llagas de sus mejillas, frente y labios; escuchó la voz trémula, casi tímida, que sin embargo no vacilaba ni desfallecía ahora que tenía por fin ocasión de contar todas estas cosas; y se alegró una vez más de que Morgan Sloat no hubiera sido nunca su padre.

Richard dijo a Jack que recordaba haber visto mojones en toda esta parte de la vía férrea. Divisaron por encima de los árboles el tejado de un granero, con un cartel descolorido que anunciaba Chesterfield Kings.

—Veinte grandes tabacos para veinte maravillosos cigarrillos —dijo Richard, sonriendo—. Pero en aquellos tiempos se podía ver todo el granero.

Señaló un gran pino con una doble copa y quince minutos después confió a Jack:

—Al otro lado de esta colina solía haber una roca que parecía una rana. A ver si todavía está.

Seguía allí y Jack pensó que en efecto se parecía un poco a una rana. Sólo un poco, forzando la imaginación. Quizá ayuda tener tres años. O cuatro. O siete. O la edad que él tuviera entonces.

Richard amaba el ferrocarril y encontraba muy bonito Camp Readiness, con su pista de carreras y sus obstáculos y sus cuerdas. Pero en cambio no le gustaba Point Venuti. Después de cierta reflexión, Richard recordó incluso el nombre del motel donde él y su padre se alojaban durante su estancia en la pequeña localidad costera. El motel Kingsland… y Jack comprobó que el nombre no le sorprendía en absoluto.

Richard dijo que el motel Kingsland se encontraba en la misma calle que el viejo hotel por el que su padre siempre parecía tan interesado. Richard podía verlo desde su ventana y no le gustaba. Era un edificio enorme y destartalado, con torrecillas, gabletes, techos a la holandesa, cúpulas y torreones; en estos últimos giraban veletas de extrañas formas. Giraban incluso cuando no hacía viento, dijo Richard; recordaba con claridad haberlas observado desde la ventana de su habitación; eran extrañas creaciones de latón en forma de medias lunas, escarabajos e ideogramas chinos, que centelleaban al sol mientras abajo el océano bramaba y lanzaba al aire montañas de espuma.

Ah, sí, doc, ahora lo recuerdo todo, pensó Jack.

—¿Estaba vacío? —preguntó.

—Sí. En venta.

—¿Cómo se llamaba?

—El Agincourt. —Richard hizo una pausa y luego añadió otra nota infantil, la que suelen recordar más los niños—: Era negro. Estaba hecho de madera, pero la madera parecía piedra. Piedra negra y vieja. Y por esto mi padre y sus amigos lo llamaban el Hotel Negro.

11

En parte —aunque no del todo— para distraer a Richard, Jack preguntó:

—¿Compró tu padre el hotel, igual que compró Camp Readiness?

Richard lo pensó un momento y luego asintió.

—Sí —respondió—, creo que sí. Al cabo de un tiempo. Cuando empezó a llevarme allí, de la puerta colgaba un gran rótulo que decía; EN VENTA, pero un buen día llegamos y el rótulo ya no estaba.

—Pero, ¿nunca os alojasteis en él?

—¡Dios mío, no! —Richard se estremeció un poco—. De la única manera que habría podido meterme allí hubiera sido atándome a una cadena… y ni siquiera así lo habría conseguido.

—¿Ni siquiera entraste?

—No. No entré nunca y nunca entraré. ¡Ah, Richie, muchacho! ¿Nadie te ha enseñado que nunca debe decirse nunca?

—¿Y tu padre? ¿Tampoco entró nunca?

—No, que yo sepa —contestó Richard en su tono más serio. Se llevó el índice al caballete de la nariz, como para empujar hacia arriba unas gafas inexistentes—. Me arriesgaría a jurar que nunca entró. Le daba tanto miedo como a mí. Pero en mi caso, sólo existía el miedo… En cambio, mi padre sentía algo más. Estaba…

—Estaba, ¿qué?

De mala gana, Richard añadió:

—Creo que estaba obsesionado con el lugar. Calló, con la mirada ausente, recordando.

—Iba todos los días a mirarlo desde fuera un buen rato, siempre que estábamos en Point Venuti. Y no me refiero a unos minutos, o algo así… sino a tres horas y a veces hasta más. Casi siempre iba solo, pero a veces le acompañaban… amigos extraños.

—¿Lobos?

—Supongo que sí —dijo Richard, casi enfadado—. Sí, me imagino que algunos podían ser Lobos, o como les llames. Parecían incómodos dentro de sus trajes; solían rascarse, en general donde la gente educada sabe que no debe hacerlo. Otros se parecían al falso entrenador. Duros y mezquinos. Solía ver a los mismos tipos en Camp Readiness. Te diré una cosa, Jack: esos individuos tenían tanto miedo al lugar como mi padre; se encogían cuando estaban cerca.

—¿Y Sol Gardener? ¿Estuvo alguna vez allí?

—Sí —contestó Richard—, pero en Point Venuti tenía más el aspecto del hombre que vimos al otro lado…

—Osmond.

—Eso. Sin embargo, estos hombres no iban con frecuencia; casi siempre iba mi padre a solas. A veces pedía en el restaurante de nuestro motel que le preparasen unos bocadillos y se sentaba a comerlos en el banco de la acera mientras contemplaba el hotel. Yo le veía desde la ventana del vestíbulo del Kingsland. Nunca me gustaba su cara en aquellos momentos. Parecía asustado, pero también… lleno de una satisfacción maligna.

—Maligna —repitió Jack.

—A veces me preguntaba si quería ir con él y yo siempre decía que no. Él asentía y recuerdo que una vez dijo: «Habrá otras ocasiones. Con el tiempo… lo comprenderás todo, Rich». Recuerdo haber pensado que si se refería al hotel negro, no quería comprender nada.

—Una vez —prosiguió Richard—, dijo mientras estaba borracho que había algo dentro de aquel lugar, algo que había estado allí durante mucho tiempo. Recuerdo que estábamos en la cama y que soplaba un fuerte viento; yo oía las olas embistiendo la playa y el chirrido de las veletas girando en las torres del Agincourt. Era un sonido espeluznante. Pensé en aquel lugar, en todas aquellas habitaciones, todas vacías…

—Exceptuando a los fantasmas —murmuró Jack. Creyó oír pasos y miró rápidamente hacia atrás. Nada; no había nadie. La vía férrea estaba desierta hasta donde alcanzaba la vista.

—Eso es, exceptuando a los fantasmas —convino Richard—. Así que le pregunté: «¿Es muy valioso, papá?».

—Es lo más valioso que existe —respondió.

—Entonces, algún drogadicto entrará para robarlo —dije—. No era, ¿cómo expresarlo?, un tema que me entusiasmara, pero tampoco quería que mi padre se quedara dormido, no mientras soplase aquel viento y las veletas chirriasen en la noche.

Se rió y oí el tintineo del vaso cuando se sirvió un poco más de bourbon de la botella que tenía en el suelo.

—Nadie va a robarlo, Richard —contestó—. Y cualquier drogadicto que entrase en el Agincourt vería cosas que jamás había visto. —Bebió un sorbo y adiviné que estaba soñoliento—. Sólo una persona en todo el mundo podría tocar ese objeto y nunca se acercará a él, Rich, te lo garantizo. Un detalle que me interesa es que permanece igual aquí que en el otro lado. No cambia; al menos, que yo sepa. Me gustaría poseerlo, pero no voy a intentarlo siquiera, por lo menos ahora y tal vez nunca. Podría hacer cosas con él, ¡ya lo creo que sí!, pero en realidad pienso que su sitio, es donde está ahora.

A mí también empezaba a rondarme el sueño, pero aun así le pregunté qué era aquel objeto del que tanto hablaba.

—¿Qué contestó? —preguntó Jack con la boca seca.

—Lo llamó… —Richard titubeó, frunciendo el ceño mientras reflexionaba—, lo llamó «el eje de todos los mundos posibles». Entonces rió y lo llamó de otra manera. Un nombre que no te gustaría.

—¿Qué nombre?

—Te enfadarás.

—Vamos. Richard, suéltalo de una vez.

—Lo llamó… bueno… lo llamó la «locura de Phil Sawyer». Jack no sintió ira, sino una oleada de excitación cálida y turbadora. Era aquello, no cabía duda; era el Talismán. El eje de todos los mundos posibles. ¿Cuántos mundos? Sólo Dios lo sabía. Los Territorios americanos; los propios Territorios; los hipotéticos Territorios de los Territorios; y así hasta el infinito, como las espirales rojas y blancas de una percha de barbero. Un universo de mundos, un macrocosmos dimensional de mundos, y en todos ellos algo que era siempre lo mismo: una fuerza unificadora indiscutiblemente buena, aunque, como ahora, estuviese prisionera en un lugar maléfico; el Talismán, eje de todos los mundos posibles. ¿Y era también la locura de Phil Sawyer? Probablemente sí. La locura de Phil… La locura de Jack… la de Morgan… la de Gardener… y, por supuesto, la esperanza de dos Reinas.

—Hay más que Gemelos —dijo en voz baja.

Richard caminaba pesadamente a su lado, mirando desaparecer bajo sus pies las traviesas podridas, y ahora miró a Jack con nerviosismo.

—Hay más que Gemelos porque hay más de dos mundos. Hay trillizos… cuatrillizos… ¿quién sabe? Morgan Sloat aquí, Morgan de Orris allí y tal vez Morgan, duque de Azreel, en otro lugar. ¡Pero nunca ha entrado en el hotel!

No sé de qué hablas —dijo Richard con voz resignada. Sin embargo, estoy seguro de que continuarás, a pesar de todo, decía aquel tono resignado, y pasarás de las tonterías al más puro disparate. ¡Todos a bordo rumbo a Seabrook Island!

—No puede entrar. Es decir, Morgan de California no puede entrar… ¿y sabes por qué? Porque Morgan de Orris no puede. Y Morgan de Orris no puede porque Morgan de California no puede. Si uno de ellos no puede entrar en su versión del hotel negro, ninguno de ellos puede hacerlo. ¿Lo entiendes?

—No.

Jack, febril por su descubrimiento, no oyó siquiera a Richard.

—Dos Morgans, o docenas de ellos. No importa. Dos Lilys, o docenas… docenas de Reinas en docenas de mundos, ¡imagínatelo, Richard! ¿Qué te parece este enredo? Docenas de hoteles negros… que en algunos mundos pueden ser un parque de atracciones negro… o un cuadrángulo negro… o cualquier cosa. Pero, Richard…

Se detuvo, cogió a Richard por los hombros y le miró fijamente con ojos brillantes. Richard trató de apartarse, pero en seguida se inmovilizó, hechizado por la ardiente belleza del rostro de Jack. De repente, por unos breves momentos, Richard creyó que todo era posible. De repente, por unos breves momentos, se sintió curado.

—¿Qué? —murmuró.

Algunas cosas no son excluidas. Algunas personas no Son excluidas. Son… bueno… de naturaleza única. Son como él… como el Talismán. De naturaleza única. Yo. Yo soy de naturaleza única. Tuve un Gemelo… pero murió. No sólo en el mundo de los Territorios, sino en todos los mundos excepto en éste. Lo sé… lo presiento. Mi padre también lo sabía. Creo que era por esto que me llamaba Viajero Jack. Cuando estoy aquí, no estoy allí. Y, Richard, ¡tú tampoco!

Richard le miró, estupefacto.

No te acuerdas porque estuviste casi todo el rato en brazos de Morfeo mientras yo hablaba con Anders, pero éste dijo que Morgan de Orris tenía un hijo varón, Rushton. ¿Sabes quién era?

—Sí —murmuró Richard, todavía incapaz de apartar la vista de Jack—, mi Gemelo.

—Eso es. Anders dijo que el niño murió. El Talismán es de naturaleza única. Nosotros también. Pero tu padre no. He visto a Morgan de Orris en ese otro mundo y se parece a tu padre, pero no lo es. No podía entrar en el hotel negro, Richard, y ahora tampoco puede. Pero él sabía que tú eras de naturaleza única, y sabe que yo también lo soy. Le gustaría verme muerto y a ti te necesita a su lado.

—Porque entonces, si decidiera apoderarse del Talismán, siempre te podría enviar a ti a buscarlo, ¿no crees?

Richard empezó a temblar.

—No te preocupes —añadió Jack con expresión sombría—, no tendrá que hacerlo. Lo iremos a buscar nosotros, pero él no lo conseguirá.

—Jack, creo que no quiero entrar en ese lugar —dijo Richard, pero en un murmullo débil y sin convicción, y Jack, que ya había empezado a andar, no le oyó.

Richard corrió para alcanzarle.

12

La conversación se interrumpió. Llegó y pasó el mediodía. El bosque se había vuelto muy silencioso y Jack vio en dos ocasiones unos árboles de troncos nudosos y extraños y raíces muy retorcidas a poca distancia de los raíles. No le gustaba mucho el aspecto de estos árboles. Le recordaban algo.

Richard, mirando cómo desaparecían las traviesas bajo sus pies, terminó tropezando, cayó y se golpeó la cabeza. Entonces Jack volvió a llevarle a cuestas.

—¡Allí, Jack! —gritó Richard, al cabo de un rato que pareció eterno.

Delante de ellos, la vía férrea desaparecía en el interior de una vieja cochera. Las puertas, abiertas, daban acceso a una oscuridad llena de sombras que se antojaba desierta y carcomida por las polillas. Más allá de la cochera (que en un tiempo podía haber sido tan agradable como había dicho Richard, pero que ahora pareció fantasmal a Jack), discurría una autopista… la 101, adivinó Jack.

Y aún más allá, el océano… ya oía el fragor del oleaje.

—Creo que ya hemos llegado —dijo con voz ronca.

—Casi —asintió Richard—. Point Venuti está a un kilómetro y pico. Dios mío, ojalá no tuviéramos que ir, Jack… ¿Jack? ¿Adonde vas?

Pero Jack no se volvió. Abandonó la vía férrea, rodeó uno de aquellos extraños árboles (cuya altura no llegaba siquiera a la de un arbusto) y se encaminó hacia la autopista. Las malas hierbas rozaban sus viejos vaqueros. Dentro de la cochera —la antigua estación privada de Morgan Sloat—, algo se movió con un desagradable culebreo, pero Jack ni siquiera miró en su dirección. Llegó a la autopista, la cruzó y se detuvo en el arcén.

13

A mediados de diciembre del año 1981, un muchacho llamado Jack Sawyer se hallaba donde convergen el agua y la tierra, con las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros, contemplando el sereno Pacífico. Tenía doce años y era extraordinariamente guapo para su edad. Sus cabellos castaños eran largos —probablemente demasiado largos—, pero la brisa marina los apartaba de la frente ancha y noble. Permanecía allí, pensando en su madre, que se moría, en sus amigos, tanto presentes como ausentes, y en mundos dentro de otros mundos, girando en sus órbitas.

He recorrido la distancia —pensó, estremeciéndose—. De costa a costa con el Viajero Jack Sawyer. De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas. Inspiró profundamente la sal. Aquí estaba… y el Talismán se encontraba muy cerca.

—¡Jack!

Jack no le miró en seguida; sus ojos estaban cautivados por el Pacífico, por el centelleo dorado del sol sobre las olas. Estaba aquí; lo había conseguido.

¡Jack! —Richard le tocó el hombro, sacándole de su ensoñación.

—¿Qué?

—¡Mira! —Richard señalaba con la boca abierta un punto de la autopista, en la dirección donde debía encontrarse Point Venuti—. ¡Mira eso!

Jack miró y comprendió la sorpresa de Richard, pero él no sintió ninguna, o no una mayor de la que sintiera cuando Richard le dijo el nombre del motel donde él y su padre se alojaban en Point Venuti. No, no una gran sorpresa, pero…

Era fantástico ver de nuevo a su madre.

Su cara medía seis metros y era más joven de lo que Jack podía recordar. Era Lily en la cúspide de su carrera, con los cabellos de un maravilloso rubio platino recogidos en una cola de caballo a lo Tuesday Weld. Su alegre y despreocupada sonrisa, sin embargo, era sólo suya. Nadie más había sonreído así en el cine… Ella lo había inventado y todavía conservaba la patente. Miraba por encima de un hombro desnudo. A Jack… a Richard… al Pacífico azul.

Era su madre… pero cuando parpadeó, la cara cambió ligeramente. La línea de mentón y mandíbula se redondeó, los pómulos se suavizaron, el pelo se oscureció, los ojos adoptaron un azul más profundo. Ahora era la cara de Laura DeLoessian, la madre de Jason. Jack parpadeó de nuevo y la cara volvió a ser la de su madre, su madre a los veintiocho años, lanzando al mundo el desafío de su sonrisa alegre y despreocupada.

Era una valla anunciadora. En el borde superior se leía:

TERCER FESTIVAL ANUAL DE PELÍCULAS B

POINT VENUTI, CALIFORNIA

CINE BITKER

10 DICIEMBRE. 20 DICIEMBRE

ESTE AÑO CICLO DE LILY CAVANAUGH

«REINA DE LAS B»

—Jack, es tu madre —dijo Richard, con la voz ronca por el asombro—. ¿Será sólo una coincidencia? No puede serlo, ¿verdad?

Jack meneó la cabeza. No, no era una coincidencia.

La palabra en que tenía los ojos fijos era, naturalmente, REINA.

—Vamos —dijo Richard—, creo que ya casi hemos llegado. Los dos echaron a andar juntos por la autopista en dirección a Point Venuti.