Capítulo 43

NOTICIAS DE TODAS PARTES

1

Lily Cavanaugh, que se había sumido en un sueño intranquilo después de imaginar que oía la voz de Jack en el piso de abajo, se incorporó en la cama con un sobresalto. Por primera vez en muchas semanas, un brillante rubor coloreó sus mejillas pálidas como la cera y en sus ojos centelleó una loca esperanza.

—¿Jason? —jadeó y en seguida frunció el ceño; éste no era el nombre de su hijo, pero en el sueño del que acababa de despertar tenía un hijo con este nombre y ella también era otra persona. El efecto de los medicamentos, claro. Las drogas le inspiraban pesadillas.

—¿Jack? —rectificó—. Jack, ¿dónde estás?

No hubo respuesta, pero le había presentido, adquirido el convencimiento de que estaba vivo. Por primera vez en mucho tiempo —seis meses, tal vez— se sintió realmente bien.

—Jack-O —dijo, cogiendo los cigarrillos. Los miró un momento y de pronto los lanzó hacia el otro extremo de la habitación, donde cayeron en la chimenea, encima del resto de basura que pensaba quemar aquel mismo día—. Creo que he dejado de fumar por segunda y última vez en mi vida, Jack-O —dijo—. No te vayas, hijito. Tu mamá te quiere.

Y se sorprendió esbozando sin ninguna razón una grande y estúpida sonrisa.

2

Donny Keegan, que tenía servicio de cocina en el Hogar del Sol cuando Lobo escapó de la caja, sobrevivió a aquella terrible noche; George Irwinson, el muchacho que estaba de servicio con él, no fue tan afortunado. Ahora Donny se hallaba en un orfanato más convencional de Muncie, Indiana. A diferencia de otros chicos del Hogar del Sol, Donny era un auténtico huérfano; Gardener se veía obligado a aceptar a unos cuantos para satisfacer al estado.

Ahora, mientras fregaba un pasillo oscuro, sumido en una especie de letargo, Donny levantó de repente la vista y abrió mucho los ojos velados. Fuera, las nubes que habían estado salpicando de nieve ligera los campos agotados de diciembre se abrieron de improviso en el oeste, dando paso a un único y ancho rayo de sol que era terrible y magnífico en su aislada belleza.

Tienes razón. ¡Le AMO! —gritó Donny, triunfante, dirigiéndose a Ferd Janklow, aunque Donny, que tenía demasiados juguetes en su desván para que le cupieran muchos cerebros, ya había olvidado su nombre—. Es hermoso y le AMO.

Donny prorrumpió en su risa idiota, sólo que ahora incluso su risa era casi hermosa. Algunos chicos se asomaron a sus puertas y le miraron con extrañeza. Su rostro estaba bañado por la luz de aquel único rayo, claro y efímero, y uno de los chicos murmuró después a un amigo íntimo que aquella noche, por un momento, Donny Keegan se había parecido a Jesús.

El momento pasó; las nubes volvieron a cubrir aquel extraño espacio en el cielo y al atardecer la tímida nevada se convirtió en la primera tormenta de nieve del invierno. Donny había sabido —durante un momento breve lo había sabido— qué significaba aquel sentimiento de amor y triunfo. Lo olvidó de prisa, como se olvidan los sueños al despertar… pero jamás olvidó la impresión en sí, aquel estado casi embriagador de gracia por fin alcanzada y concedida, en vez de prometida y después denegada; aquella sensación de claridad y de amor dulce y maravilloso; aquella impresión de éxtasis ante una nueva aparición de lo blanco.

3

El juez Fairchild, que había enviado a Jack y Lobo al Hogar del Sol, ya no ejercía como juez y en cuanto se hubieran agotado todos los recursos legales, sería encarcelado. Ya no parecía caber la menor duda de que acabaría en la cárcel y de que cumpliría una condena larga. Tal vez cadena perpetua. Era viejo y no gozaba de muy buena salud. Si no hubieran encontrado los malditos cuerpos…

Se había mantenido lo más alegre posible en sus circunstancias, pero ahora, mientras se limpiaba las uñas con la larga hoja de su navaja en el estudio de su casa, le dominó una gran oleada de negra depresión. De pronto apartó la navaja de sus gruesas uñas, la miró con expresión pensativa unos momentos y se perforó con la punta la ventana derecha de la nariz. La dejó allí un instante y luego murmuró: «Oh, mierda. ¿Por qué no?». Levantó el puño con una sacudida, enviando la hoja de ocho centímetros a un viaje corto y letal, ensartando primero los senos y después el cerebro.

4

Smokey Updike estaba sentado en un sofá del bar Oatley, repasando facturas y marcando números en su calculadora de Texas Instruments, exactamente igual que el día en que Jack le conoció. Sólo que ahora era por la tarde y Lori servía a los primeros clientes. El tocadiscos automático tocaba Prefiero una botella delante de mí (que una lobotomía frontal).

Hubo un momento en que todo fue normal. Al siguiente, Smokey se irguió en su asiento y el sombrente de papel se le cayó de la cabeza. Se agarró el lado izquierdo de la camiseta blanca, bajo la cual sintió una punzada de terrible dolor, como si le hubiesen clavado en el pecho una púa de plata. Dios da en sus clavos, habría dicho Lobo.

En el mismo instante la parrilla explotó y voló súbitamente por los aires con gran estruendo. Acertó un anuncio de Busch y lo arrancó del techo, lanzándolo contra el suelo. Un fuerte olor a gasolina invadió inmediatamente la parte trasera del bar. Lori gritó.

El tocadiscos automático incrementó su velocidad, 45 revoluciones por segundo, ¡78, 150, 400! El tragicómico lamento femenino se transformó en el veloz parloteo de un grupo de ardillas excitadas en la rampa de lanzamiento de un cohete. Un momento después saltó por los aires la tapa del tocadiscos. Vidrios de colores volaron por todas partes.

Smokey bajó la vista hacia su calculadora y vio parpadear una sola palabra en la ventanilla roja:

TALISMÁN-TALISMÁN-TALISMÁN-TALISMÁN

Entonces sus ojos explotaron.

¡Lori, cierra la llave del gas! —gritó un cliente, que bajó del taburete y se volvió hacia Smokey—. Smokey, dile que… —El hombre chilló de terror cuando vio brotar sangre de los agujeros donde habían estado los ojos de Smokey Updike.

Un momento después todo el bar Oatley explotó en mil pedazos y cuando llegaron los bomberos de Dogtown y Elmira, la mayor parte del sector comercial de la ciudad era pasto de las llamas.

No fue una gran pérdida, niños, podéis decir amén.

5

En la escuela Thayer, donde ahora reinaba la tranquilidad de siempre (con un breve intervalo que los del campus recordaban sólo como una serie de vagos sueños en cadena), las últimas clases del día acababan de empezar. Lo que en Indiana era una nieve ligera se reducía a una fría llovizna en Illinois. Los estudiantes se mostraban soñadores y pensativos en sus aulas.

De improviso, las campanas de la capilla se pusieron a repicar. Los sueños desvanecidos parecieron renovarse de pronto por todo el campus de la escuela Thayer.

6

Etheridge se hallaba en la clase de matemáticas avanzadas, con la mano apretando y soltando rítmicamente su pene rígido mientras contemplaba con ojos ausentes los logaritmos que el viejo señor Hunkins amontonaba en la pizarra. Estaba pensando en la bonita camarera del pueblo con la que jodería poco después. Llevaba portaligas en vez de medias enteras y accedía encantada a joder con las medias puestas. Ahora Etheridge miró hacia las ventanas, olvidando su erección, olvidando a la camarera de piernas largas y suaves medias de nailon… de repente, sin ninguna razón, se acordó de Sloat, del remilgado Richard Sloat, a quien podría calificar fácilmente de mariquita, pero que no lo era. Se acordó de Sloat y se preguntó si estaría bien. Se le ocurrió pensar que tal vez no estaba muy bien, pues había abandonado la escuela sin ningún pretexto hacía cuatro días y nadie había sabido nada de él desde entonces.

En el despacho del director, el señor Dufrey discutía la expulsión de un muchacho llamado George Hatfield por estafar a su furioso —y rico— padre, cuando las campanas empezaron a tañer a un ritmo distinto del habitual. Cuando enmudecieron, el señor Dufrey se encontró de cuatro patas, con el pelo gris cayéndole sobre los ojos y la lengua colgando entre los labios. El viejo Hatfield estaba en la puerta —de hecho, encogido junto a ella—, con los ojos muy abiertos y la boca de par en par, olvidada su furia en un acceso de temor y extrañeza. El señor Dufrey se había arrastrado en torno a la alfombra, ladrando como un perro.

Albert el Coágulo estaba a punto de prepararse un tentempié cuando las campanas se pusieron a repicar. Miró un momento hacia la ventana, frunciendo el ceño como lo frunce una persona que intenta recordar algo que tiene en la punta de la lengua. Se encogió de hombros y terminó de abrir una bolsa de patatas fritas; su madre acababa de mandarle toda una caja. Abrió mucho los ojos y pensó —sólo un instante, pero fue suficiente— en que la bolsa estaba llena de gusanos blancos, gordos e inquietos.

Se desmayó.

Cuando volvió en sí e hizo acopio de valor para mirar la bolsa, vio que sólo había sido una alucinación. ¡Claro! ¿Qué, si no? De todos modos, fue una alucinación que ejerció un extraño poder sobre él en el futuro; siempre que abría una bolsa de patatas, o una barra de chocolate o una lata de cecina, veía en su mente aquellos gusanos. En primavera, Albert había perdido quince kilos, jugaba en el equipo de tenis de la Thayer y le habían iniciado en las relaciones sexuales. Albert estaba en éxtasis; por primera vez en su vida pensaba que podría sobrevivir al amor materno.

7

Todos miraron a su alrededor cuando las campanas empezaron a repicar. Algunos rieron, otros fruncieron el ceño, unos pocos prorrumpieron en llanto. Un par de perros aullaron en alguna parte, lo cual era muy extraño porque los perros no estaban permitidos en el campus.

La melodía de las campanas no figuraba entre las computadas, según verificó después el conservador de la capilla. Un bromista sugirió en el número semanal del periódico de la escuela que algún diligente castor había programado la melodía pensando en las vacaciones navideñas.

Era Ya han vuelto los días felices.

8

Aunque se consideraba demasiado vieja para quedar embarazada, la madre del Lobo de Jack Sawyer no sangró en la época del Cambio, doce meses atrás, y hacía tres meses que había parido trillizos: una carnada de dos hermanas y un hermano. El parto fue difícil y le causó mucha angustia el conocimiento de que uno de sus hijos mayores estaba a punto de morir. Sabía que aquel hijo se encontraba en el Otro Lugar para guardar el rebaño y que moriría en ese Otro Lugar y no volvería a verle. Esto era muy penoso y durante el parto lloró por algo más que el dolor físico.

Sin embargo, ahora, mientras dormía con sus nuevas crías a la luz de la luna llena, todos, a salvo del rebaño por el momento, se dio la vuelta con una sonrisa, atrajo hacia sí al hermano pequeño y empezó a lamerlo. Éste, pese a estar dormido, rodeó con los brazos el peludo cuello de su madre y apretó la mejilla contra su pecho suave y ambos sonrieron; en su sueño, la madre tuvo un pensamiento humano: Dios da bien en sus clavos. Y la luz de la luna de aquel hermoso mundo donde todos los olores eran buenos resplandecía sobre ambos mientras dormían abrazados, con las hermanas de carnada muy cerca de ellos.

9

En la ciudad de Goslin, Ohio (no lejos de Amanda y a unos cincuenta kilómetros al sur de Columbus), un hombre llamado Buddy Parkins limpiaba de excrementos un gallinero a la caída de la tarde. Llevaba una mascarilla de gasa para protegerse la boca y la nariz de la asfixiante nube blanca de guano en polvo que levantaba. El aire apestaba a amoníaco y el hedor le había provocado dolor de cabeza. También le dolía la espalda, porque era alto y el gallinero tenía el techo bajo. Hablando en plata, este trabajo era una mierda y cada uno de sus tres malditos hijos parecía esfumarse cuando se trataba de limpiar el gallinero. Su único consuelo era que ya casi había terminado y…

¡El muchacho! ¡Dios mío! ¡Aquel muchacho!

Recordó de repente, con toda claridad y una especie de vago cariño, al muchacho que había dicho llamarse Lewis Farren y dirigirse a casa de su tía, Helen Vaughan, que vivía en la ciudad de Buckeye Lake; el muchacho que había vuelto la cara hacia Buddy cuando éste le preguntó si había huido de su casa, mostrándole al hacerlo un rostro lleno de una franca bondad y de una belleza asombrosa e inesperada… una belleza que le había hecho pensar en el arco iris vislumbrado al final de las tormentas y en atardeceres al final de jornadas llenas de trabajo y sinsabores, pero completas y no desperdiciadas.

Se enderezó con un suspiro y se golpeó la cabeza contra las vigas con la fuerza suficiente para humedecerle los ojos… pero sonrió absurdamente a pesar de ello. Oh, Dios mío, ese muchacho está ALLÍ, está ALLÍ, pensó Buddy Parkins, y aunque no tenía idea de dónde era «allí», se sintió invadido de repente por la impresión dulce y violenta de la aventura absoluta; nunca, desde que leyera La isla del tesoro a la edad de doce años y ahuecara la mano por primera vez sobre el pecho de una chica, no se había sentido tan emocionado, tan excitado, tan lleno de una cálida alegría. Empezó a reír. Dejó caer la pala y, mientras las gallinas le miraban con estúpido asombro, Buddy Parkins dio unos pasos de baile sobre el guano, riendo bajo la mascarilla y haciendo chasquear los dedos.

—¡Está allí! —gritó Buddy Parkins a las gallinas, riendo—. Por todos los diablos, ¡está allí, lo consiguió, después de todo, está allí y lo tiene en su poder!

Más tarde, casi pensó —casi, pero no del todo— que el hedor de los excrementos de gallina debió emborracharle de alguna manera. Eso no era todo, maldición, no lo era. Había tenido una especie de revelación, pero ya no podía recordar qué había sido… Quizá algo parecido al caso de aquel poeta británico de quien les había hablado en la escuela un profesor inglés: un tipo que había tomado una gran dosis de opio y empezado a escribir un poema sobre un prostíbulo chino… y cuando se serenó otra vez no pudo terminarlo.

Algo así, pensó, pero sabía que no era lo mismo y aunque no podía recordar con exactitud la causa de la alegría, no olvidó Jamás, como Donny Keegan, el modo en que se presentó, deliciosamente imprevisto… jamás olvidó la impresión dulce y violenta de haber rozado una gran aventura, de haber contemplado por un momento una hermosa luz blanca que tenía, en realidad, todos los colores del arco iris.

10

Hay una vieja canción de Bobby Darin que dice así: Y la tierra vomita unas raíces / que llevan botas y camisas de dril, / retiradlas… retiradlas. Es una canción que los niños del área de Cayuga, Indiana, podrían haber entonado con entusiasmo si no hubiera sido popular mucho antes de su tiempo. Hacía poco más de una semana que el Hogar del Sol estaba vacío y ya tenía fama de casa maldita entre los chicos de la localidad, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta los espeluznantes restos hallados por los equipos de limpieza cerca de las rocas, al fondo del Campo Lejano. El letrero de EN VENTA colocado por el corredor de fincas local parecía haber estado en la hierba durante un año en vez de sólo nueve días, y el corredor ya había rebajado el precio y consideraba la posibilidad de rebajarlo aún más.

Pero no tendría ocasión de hacerlo. Cuando empezaron a caer las primeras nieves desde el cielo plomizo que se cernía sobre Cayuga (y mientras Jack Sawyer tocaba el Talismán a unos tres mil kilómetros de distancia), los depósitos de gas que había detrás de la cocina explotaron. Un empleado de la Eastern Indiana Gas and Electric había ido la semana anterior y vaciado los depósitos y habría jurado que se podía entrar en dichos depósitos y encender un cigarrillo sin que pasara nada, pero aun así explotaron… en el momento exacto en que las ventanas del bar Oatley caían a la calle hechas añicos (junto con varios clientes que llevaban botas y camisas de dril… que fueron retirados por los equipos de socorro de Elmira).

El Hogar del Sol ardió hasta los cimientos en muy poco rato. ¿Queréis entonar el aleluya?

11

En todos los mundos, algo se movió y cambió de posición como un enorme animal… pero en Point Venuti el animal estaba bajo tierra; le despertaron y empezó a rugir. No volvió a dormirse en los próximos setenta y nueve segundos, de acuerdo con el Instituto de Sismología de CalTech. El terremoto había comenzado.