Capítulo 39
POINT VENUTI
1
Point Venuti estaba en punto bajo del paisaje, encaramado a las laderas del acantilado que se erguía sobre el océano. Detrás, otra cadena de montañas se elevaba, masiva pero recortada, en el aire tenebroso. Parecían elefantes muy viejos, surcados de enormes arrugas. La carretera bajaba entre altas paredes de madera hasta que doblaba una esquina ocupada por un edificio de metal, largo y marrón, que era una fábrica o un almacén, donde desaparecía en una serie de terrazas descendentes, monótonos tejados de otros almacenes. Desde la perspectiva de Jack, la carretera no volvía a aparecer hasta que empezaba a subir por la ladera opuesta, para alcanzar la cumbre y bajar en dirección a San Francisco. Sólo veía los escalones formados por los tejados de los almacenes, los aparcamientos vallados y, a la derecha, un poco lejos, el gris invernal del agua. Nadie se movía en ninguna parte de la carretera visible para él; nadie se asomaba a la hilera de pequeñas ventanas de la fábrica más próxima. El polvo formaba remolinos en los aparcamientos vacíos. Point Venuti parecía desierto, pero Jack sabía que no lo estaba. Morgan Sloat y sus cohortes —por lo menos los supervivientes de la llegada por sorpresa del tren de los Territorios— esperaban la llegada de Jack el Viajero y de Richard e] Racional. El Talismán reclamaba a Jack, conminándole a seguir adelante, y él dijo: «Bueno, ya estás aquí, muchacho», y siguió adelante.
Inmediatamente aparecieron a la vista dos nuevas facetas de Point Venuti. La primera fueron unos treinta centímetros de la parte trasera de una limusina Cadillac: Jack vio la reluciente pintura negra, el brillante parachoques, parte de la luz de cola derecha. Deseó con fervor que el Lobo renegado que iba al volante hubiera sido una de las víctimas de Camp Readiness. Entonces volvió a mirar hacia el océano. El agua gris embestía la playa convertida en espuma. Un movimiento lento sobre los tejados de fábrica y almacén llamó su atención cuando daba el paso siguiente. VEN AQUÍ, llamó el Talismán de aquel modo urgente y magnético. Point Venuti parecía una mano contrayéndose de alguna manera en un puño. Sobre los tejados se hizo visible de repente una veleta oscura e incolora que tenía la forma de una cabeza de lobo y giraba de un lado a otro, sin obedecer a ningún viento.
Cuando Jack vio la veleta rebelde girar de izquierda a derecha luego de derecha a izquierda y continuar describiendo un circulo completo supo que acababa de vislumbrar por primera vez el hotel negro, o al menos una parte de él. Desde los tejados de los almacenes, desde la carretera, desde todos los puntos de la ciudad aún no vista, surgía un sentimiento inconfundible de hostilidad, palpable como una bofetada en pleno rostro. Jack se dio cuenta de que los Territorios se estaban desangrando en Point Venuti; aquí, la realidad pasaba por un tamiz fino. La cabeza de lobo giraba insensatamente en el aire y el Talismán continuaba tirando de Jack. VEN AQUÍ VEN AQUÍ VEN AHORA VEN AHORA AHORA… Jack comprendió que mientras tiraba de él con fuerza increíble y creciente, el Talismán le cantaba. Sin palabras, sin melodía, pero cantaba en un tono agudo y grave de delfín que era inaudible para cualquier otro.
El Talismán sabía que acababa de ver la veleta del hotel. Point Venuti podía ser el lugar más depravado y peligroso de toda América del Norte y del Sur, pensó Jack, más audaz de repente, pero no le impediría entrar en el hotel Agincourt. Se volvió hacia Richard, sintiéndose como si no hubiera hecho nada más durante un mes que descansar y hacer ejercicios físicos y trató de no reflejar en su cara la impresión que le causó el estado de su amigo. Richard tampoco podría detenerle; si era necesario, le arrastraría a través de las paredes de aquel hotel maldito. Vio al atormentado Richard rascarse la cabeza y el sarpullido de las mejillas y las sienes.
—Lo conseguiremos, Richard —dijo—, sé que lo conseguiremos. No importa la cantidad de maldiciones absurdas que puedan echarnos. Vamos a conseguirlo.
—Nuestras dificultades tendrán dificultades con nosotros —dijo Richard, citando, de manera inconsciente, sin duda, al doctor Seuss. Hizo una pausa—. No sé si tendré ánimos; ésta es la verdad. Estoy muerto de cansancio. —Dirigió a Jack una mirada de auténtica angustia—. ¿Qué me ocurre, Jack?
—No lo sé, pero sé cómo detenerlo. —Y esperó que fuese verdad.
—¿Es mi padre quien me hace esto? —preguntó Richard con tristeza y se palpó la cara con las manos. Luego se sacó la camisa de los pantalones y examinó el rojo sarpullido de su estómago. Las ronchas, de una forma vagamente parecida a la del estado de Oklahoma, empezaban en la cintura, se extendían a ambos lados y subían hasta la garganta—. Parece un virus o algo así. ¿Me lo ha causado mi padre?
—No creo que lo haya hecho a propósito, Richie —respondió Jack—. Si esto significa algo.
—No significa nada —dijo Richard.
—Todo va a cambiar. El expreso de Seabrook Island está llegando al final de la línea.
Con Richard a su lado, Jack siguió andando… y vio centellear las luces de cola del Cadillac, que se encendieron y apagaron antes de que el coche desapareciera de su vista.
Esta vez no habría un ataque por sorpresa ni una fantástica irrupción a través de una valla de un tren lleno de armas y municiones, pero aunque todo el mundo en Point Venuti sabía que llegaban, Jack siguió adelante. Tuvo de repente la sensación de que llevaba una armadura, de que empuñaba una espada mágica. Nadie en Point Venuti tenía poder para hacerle daño, por lo menos hasta que llegara al hotel Agincourt. Seguiría adelante, con Richard el Racional a su lado, y todo saldría bien. Y antes de que diera tres pasos más, con los músculos cantando al son del Talismán, vio una imagen de sí mismo mejor y más exacta que la de un caballero dirigiéndose al campo de batalla. La imagen surgió directamente de una de las películas de su madre, remitida por telegrama celestial. Iba montado a caballo, con un sombrero de ala ancha en la cabeza y un rifle sujeto a la cadera, dispuesto a limpiar el Barranco de Deadwood.
Recordó el título: El último tren a Hangtown: Lily Cavanaugh, Clint Walker y Will Hutchins, 1960. Así sea.
2
Cuatro o cinco de los árboles de los Territorios pugnaban por crecer en la dura tierra marrón junto al primero de los edificios abandonados. Quizá habían estado siempre allí, arqueando las ramas hacia la carretera casi hasta la raya blanca, o quizá no; Jack no recordaba haberlos visto cuando echó la primera ojeada a la ciudad todavía oculta. Pensó, sin embargo, que era tan inconcebible olvidarse de aquellos árboles como de una manada de perros salvajes. Podía oír sus raíces susurrar sobre la superficie de la tierra mientras él y Richard se acercaban al almacén.
(¿NUESTRO muchacho? ¿NUESTRO muchacho?)
—Crucemos al otro lado —dijo a Richard, cogiendo su mano hinchada para guiarle.
En cuanto llegaron al lado opuesto de la carretera, uno de los árboles de los Territorios avanzó visiblemente hacia ellos, con raíces y ramas. Si los árboles tuvieran estómago, habrían oído rumorear su estómago. La rama nudosa y la raíz lisa como una serpiente saltaron por encima de la raya amarilla y llegaron casi hasta los muchachos. Jack dio un codazo a Richard, que jadeaba, le agarró del brazo y tiró de él.
(¡MI MI MI MI MUCHACHO! ¡SSSÍ!)
Un fuerte sonido de desgarro retumbó súbitamente en el aire y por un momento Jack pensó que Morgan de Orris volvía a abrirse una trocha entre los mundos, convirtiéndose en Morgan Sloat… Morgan Sloat con una oferta definitiva e inapelable que incluía una metralleta, un soplete, un par de pinzas candentes… Pero en lugar del furioso padre de Richard, la copa del árbol de los Territorios cayó en medio de la carretera, rebotó entre un crujido de ramas y quedó ladeada como un animal muerto.
—Oh, Dios mío —exclamó Richard—. Se ha desprendido de la tierra para perseguirnos.
Lo cual era precisamente lo mismo que pensaba Jack.
—Un árbol kamikaze —dijo—. Creo que las cosas van a ser un poco salvajes aquí en Point Venuti. —¿A causa del hotel negro?
—Claro… pero también a causa del Talismán. —Miró hacia delante y vio otro grupo de árboles carnívoros a unos diez metros colina abajo—. Las vibraciones o la atmósfera o como quieras llamarlo está hecho un lío… porque todo es malo y bueno, blanco y negro; todo está mezclado.
Jack no perdía de vista el grupo de árboles al que se iban aproximando despacio mientras hablaban y vio que el árbol más cercano torcía la copa hacia ellos, como si hubiese oído su voz.
Quizá toda esta ciudad es un Oatley grande, pensaba Jack, y quizá saldría de ella sano y salvo, pero si había un túnel en alguna parte lo último que haría Jack Sawyer seria entrar en él. No tenía el menor deseo de toparse con la versión de Point Venuti de Elroy.
—Tengo miedo —murmuró a sus espaldas la voz de Richard—. Jack ¿y si hay más árboles capaces de saltar de ese modo?
—Mira —contestó Jack—, me he fijado en que, a pesar de su movilidad, no pueden llegar muy lejos. Incluso un pavo como tú sería capaz de ganarle la carrera a un árbol.
Estaban doblando la última curva de la carretera, bajando la colina frente a los últimos almacenes. El Talismán no dejaba de llamarle, tan clamoroso como el arpa cantarína del gigante en Jack y el tallo de frijol. Por fin Jack dobló el recodo de la curva y el resto de Point Venuti se ofreció a su vista.
Su faceta de Jason le animaba a seguir. Point Venuti podía haber sido en un tiempo una agradable ciudad turística, pero aquellos días quedaban muy lejanos. Ahora el propio Point Venuti era el túnel de Oatley y no tendría más remedio que recorrerlo todo. La superficie resquebrajada de la carretera descendía hacia una zona de casas incendiadas totalmente rodeadas por árboles de los Territorios; los obreros de los vacíos almacenes y fábricas debieron vivir en estas pequeñas casas de madera. Quedaba lo suficiente de una o dos de ellas para saber cómo habían sido. Las carrocerías retorcidas de coches quemados yacían aquí y allá en torno a las casas, medio cubiertas de malas hierbas. En los cimientos acechaban las raíces de los árboles de los Territorios. Ladrillos y tablones ennegrecidos, bañeras rotas e invertidas, cañerías retorcidas cubrían los solares quemados. Un destello blanco atrajo la mirada de Jack, pero desvió la vista en cuanto vio que era el hueso blanco de un esqueleto destrozado que yacía bajo una maraña de raíces. En un tiempo, niños habían ido en bicicleta por estas calles, amas de casa se habían reunido en las cocinas para quejarse de los sueldos y el desempleo, hombres habían limpiado sus coches en las avenidas… Nada de esto subsistía ahora. Un balancín roto, lleno de polvo, sobresalían apenas entre los escombros y las malas hierbas.
Pequeños destellos rojizos parpadeaban en el cielo turbio.
Mas abajo de las dos manzanas de casas quemadas y árboles carnívoros, un semáforo apagado pendía sobre un cruce vacío. Al otro lado del cruce, en la pared de un edificio medio derruido aún se leían unas letras: ¡OH! ¡AH! LLAMA A MAMÁ, en la fotografía rota y deteriorada del capó de un coche embutido en la luna de un escaparate. El fuego no había ido más lejos, pero Jack deseó que lo hubiera hecho. Point Venuti era una ciudad desolada; y el fuego era mejor que la putrefacción. El edificio que ostentaba el anuncio semidestruido de las pinturas Maaco era el primero de una hilera de tiendas. Librería del Planeta Peligroso, Té & Simpatía, Productos Integrales de Régimen Ferdy, Aldea del Neón. Jack sólo pudo leer algunos nombres de las tiendas porque la mayoría de éstas tenían la pintura desprendida o quemada. Parecían cerradas, abandonadas como los almacenes y fábricas de la colina. Incluso desde su posición, Jack podía ver los escaparates rotos desde hacía tanto tiempo que eran como monturas de gafas vacías u órbitas sin ojos. Manchas de pintura decoraban las fachadas de las tiendas, roja, negra y amarilla, con un brillo extraño que les daba aspecto de cicatrices en el aire opaco y gris. Una mujer desnuda, tan desnutrida que Jack habría podido contar sus costillas, se retorcía lenta y ceremoniosamente como una veleta en la sucia calle entre las tiendas. Sobre su cuerpo pálido, de pechos caídos y abundante vello púbico, la cara había sido pintada de un vivo color naranja. Sus cabellos también eran anaranjados. Jack se detuvo y contempló a la absurda mujer de cara pintada y pelo teñido levantar los brazos, retorcer el torso con la lentitud de un movimiento de Tai Chi, dar una patada con el pie izquierdo a un perro muerto cubierto de moscas e inmovilizarse como una estatua. Como un emblema de todo Point Venuti, la absurda mujer mantuvo esta posición y luego bajó el pie y el cuerpo esquelético dio media vuelta.
Después de la mujer y de la hilera de tiendas vacías, la calle Mayor se volvió residencial; por lo menos, Jack supuso que en un tiempo había sido residencial. Aquí las manchas de pintura también afeaban los edificios, minúsculas casas de dos pisos que antes eran blancas y brillantes y ahora estaban sucias y llenas de inscripciones. Un eslogan llamó su atención: AHORA ESTÁS MUERTO, garabateado en la pared lateral de un edificio aislado que había sido con seguridad una pensión. Hacía mucho tiempo que estaban aquí estas palabras.
¡JASON, TE NECESITO!, llamaba el Talismán en una lengua inaudible.
—No puedo —murmuró Richard a su lado—, Jack, sé que no puedo.
Después de la hilera de casas ruinosas, la calle volvía a bajar y Jack sólo pudo ver la parte posterior de un par de limusinas Cadillac negras, una a cada lado de la calle Mayor, aparcadas con el capó hacia abajo y con los motores en marcha. Como en una fotografía trucada, con un aspecto increíblemente grande y siniestro, el techo —¿la mitad?, ¿la tercera parte?— del hotel negro se erguía por encima de los Cadillacs y de las casitas desoladas. Parecía flotar, cortado por la curva de la última colina.
—No puedo entrar allí —repitió Richard.
—Ni siquiera estoy seguro de que podamos pasar por delante de esos árboles —dijo Jack—. Animo, Richie.
Richard profirió un extraño resoplido y Jack tardó un segundo en comprender que lloraba. Rodeó con un brazo los hombros de Richard. El hotel dominaba el paisaje; esto era evidente. El hotel negro poseía Point Venuti, el aire que lo cubría y la tierra en que se asentaba. Jack vio que sus veletas giraban en direcciones opuestas y que las torrecillas y tejados a la holandesa se levantaban como verrugas en el aire plomizo. El Agincourt daba la impresión de haber sido construido con piedra, una piedra de mil años de antigüedad, negra como el alquitrán. En una de las ventanas superiores centelleó de repente una luz; para Jack fue como si el hotel le hubiese guiñado un ojo, secretamente divertido por verle al fin tan cerca. Una silueta difusa pareció alejarse de la ventana y un segundo después el reflejo de una nube se deslizó por el cristal.
Desde alguna parte del interior, el Talismán emitía la canción que sólo Jack podía oír.
3
—Creo que ha crecido —susurró Richard, que había olvidado rascarse desde que viera el hotel flotando tras la última colina. Las lágrimas bajaban por las llagas inflamadas de sus mejillas y Jack vio que ahora tenía los ojos totalmente rodeados por el salpullido; Richard ya no tenía que bizquear, porque su bizqueo era constante—. Es imposible, pero el hotel era más pequeño, Jack. Estoy seguro.
—Ahora mismo, nada es imposible —contestó Jack, casi innecesariamente; hacia mucho tiempo que habían pasado al reino de lo imposible. Y el Agincourt era tan grande, tan dominante, que no guardaba ninguna relación con el resto del pueblo.
La extravagancia arquitectónica del hotel negro, todas sus torrecillas y veletas de latón en los torreones acanalados, las cúpulas y los tejados holandeses, que deberían haberlo convertido en una fantasía juguetona, le prestaban, por el contrario, una apariencia amenazadora, de pesadilla. Daba la impresión de pertenecer a una especie de antiDisneylandia donde el Pato Donald hubiera estrangulado a Huey, Dewey y Louise, y Mickey matado a Minnie con una sobredosis de heroína.
—Tengo miedo —dijo Richard; y el Talismán cantó: JASON, VEN EN SEGUIDA.
—No te apartes de mí, compañero, y entraremos en ese lugar con la suavidad de la grasa por el cuello de un pato.
¡JASON, VEN EN SEGUIDA!
El grupo de árboles de los Territorios que tenían delante susurró cuando Jack empezó a andar de nuevo.
Richard, asustado, se quedó atrás y Jack comprendió que tal vez se debía a que Richard, sin las gafas, estaba casi ciego y continuamente cerraba los ojos. Extendió la mano hacia atrás y tiró de él, notando al hacerlo que la mano y la muñeca de Richard se habían adelgazado mucho.
Richard le siguió a trompicones. Su muñeca delgada ardía en la mano de Jack.
—Por lo que más quieras, no te retrases —encareció Jack—. Lo único que hemos de hacer es pasar por delante de ellos.
—No puedo —sollozó Richard.
—¿Quieres que te lleve a cuestas? Lo digo en serio, Richard, esto podría ser mucho peor. Apuesto algo a que si no hubiéramos matado a tantas de sus tropas, aquí habría puesto centinelas cada quince metros.
—Si me llevaras, no podrías moverte con la rapidez necesaria; te obligaría a ir más despacio.
¿Qué demonios piensas que haces ahora?, dijo Jack para sus adentros y añadió en voz alta:
—Quédate a mi lado y anda muy de prisa cuando diga tres. ¿Lo entiendes, Richie? Uno… dos… ¡tres!
Tiró del brazo de Richard y empezó a correr cuando llegó a los árboles; Richard tropezó, jadeó y luego consiguió enderezarse y seguir a su amigo sin caerse. Geiseres de polvo aparecieron al pie de los árboles, una conmoción de tierra desmenuzada y cosas que parecían enormes escarabajos, brillantes como el betún. Un pequeño pájaro marrón alzó el vuelo desde las malas hierbas que rodeaban a los árboles conspiradores y una raíz suelta, parecida a una trompa de elefante, salió disparada del polvo y lo agarró en el aire.
Otra raíz culebreó hacia el tobillo izquierdo de Jack, pero no lo alcanzó. Las bocas de las toscas cortezas gritaban y lanzaban alaridos.
(¿AMAAANTE? ¿MUCHAAACHO AMAAANTE?)
Jack apretó los dientes y trató de hacer volar a Richard Sloat. Las cabezas de los complicados árboles habían empezado a oscilar y a inclinarse. Nidos y familias enteras de raíces se deslizaban hacia la raya blanca, moviéndose como si tuvieran voluntades independientes. Richard dio un traspié y retrasó el paso mientras volvía la cabeza para mirar los árboles atacantes por encima de la cabeza de Jack.
—¡Muévete! —chilló Jack, estirando el brazo de Richard. Los bultos rojos parecían piedras candentes introducidas bajo su piel. Tiró con fuerza de Richard al ver demasiadas raíces sinuosas cruzando alegremente la raya blanca en su dirección.
Rodeó con un brazo la cintura de Richard en el mismo instante en que una larga raíz silbaba en el aire y se enroscaba en torno al brazo de Richard.
—¡Dios mío! —gritó éste—. ¡Jason! ¡Me ha cogido! ¡Me ha cogido!
Horrorizado, Jack vio el extremo de la raíz erguirse como una cabeza de lución y mirarle fijamente. Luego se retorció en el aire casi con indolencia y volvió a enroscarse en torno al brazo ardiente de Richard. Otras raíces se arrastraban hacia ellos por la carretera.
Jack tiró de Richard con todas sus fuerzas, ganando otros quince centímetros. La raíz que atenazaba el brazo de Richard estaba tensa. Jack se abrazó a la cintura de su amigo y le estiró hacia sí sin contemplaciones. Richard profirió un grito prolongado y espeluznante. Durante un segundo, Jack tuvo miedo de haberle descoyuntado el brazo, pero una potente voz gritaba en su interior: ¡ESTIRA! y, clavando los tacones en el suelo, estiró con más fuerza.
Entonces estuvieron a punto de caer los dos en un nido de culebreantes raíces, porque el único zarcillo que aún sujetaba el brazo de Richard se partió de repente. Jack logró mantenerse en pie pedaleando frenéticamente hacia atrás e inclinando el torso para impedir que Richard cayera en medio de la carretera. De este modo pasaron de largo los dos últimos árboles, al tiempo que oían los extraños chasquidos que ya habían percibido una vez. Ahora Jack no tuvo que decir a Richard que echara a correr.
El siguiente árbol se enderezó con un estruendo y cayó ruidosamente a sólo diez centímetros de los pies de Richard. Los otros se desplomaron detrás de él sobre la carretera, agitando las raíces como pelos enmarañados.
—Me has salvado la vida —dijo Richard, que lloraba otra vez, más por debilidad, agotamiento y susto que por simple temor.
—De ahora en adelante, compañero, voy a llevarte a cuestas —anunció Jack, jadeando, y se agachó para ayudar a Richard a montar sobre su espalda.
4
—Debí decírtelo —murmuró Richard, hablando al oído de Jack; su cara le quemaba el cuello—. No quiero que me odies, pero no te culparía si lo hicieras, de verdad que no. Sé que debí decírtelo.
—Era ingrávido como una cascara, y daba, en efecto, la impresión de estar vacío por dentro.
—¿A qué te refieres? —Jack colocó a Richard en el centro de su espalda y de nuevo tuvo la inquietante sensación de cargar solamente con un saco de carne sin huesos.
—Al hombre que venía a visitar a mi padre… y a Camp Readiness… y al armario. —El cuerpo, al parecer hueco, de Richard tembló contra la espalda de su amigo—. Debí hablarte de ello, pero ni siquiera podía decírmelo a mí mismo. —Su aliento, cálido como su piel, soplaba con agitación en la oreja de Jack.
Jack pensó: El Talismán le produce este efecto. Un instante después se corrigió: No. El hotel negro le produce este efecto.
Las dos limusinas aparcadas de cara a la cresta de la colina siguiente habían desaparecido de algún modo durante la lucha con los árboles de los Territorios, pero el hotel seguía en su lugar, aumentando de tamaño a medida que Jack se acercaba. La flaca mujer desnuda, otra de las víctimas del hotel, seguía ejecutando su insensato baile ante la hilera de tiendas abandonadas. Los pequeños destellos bailaban, se apagaban y volvían a bailar en el aire turbio. No era ninguna hora, ni mañana, ni tarde, ni noche; era la hora de las Tierras Arrasadas. El hotel Agincourt parecía hecho de piedra, aunque Jack sabía que no era así; la madera Parecía haberse calcificado y dilatado, a la vez que ennegrecido desde dentro hacia fuera. Las veletas de latón, lobo, cuervo, serpiente y crípticos diseños circulares que Jack no reconocía, giraban al capricho de vientos contradictorios. Algunas ventanas enviaron una advertencia a Jack, pero podía tratarse del reflejo de uno de los destellos rojos. Todavía no podía ver el pie de la colina y la Planta baja del Agincourt y no podría verlos hasta que hubiera pasado de largo la librería, el salón de té y otras tiendas que habían escapado del incendio. ¿Dónde estaba Morgan Sloat?
¿Y dónde estaba todo el maldito comité de recepción? Jack apretó con más fuerza las piernas flacas de Richard al oír al Talismán llamarle otra vez, y sintió erguirse en su interior un ser más fuerte y resistente.
—No me odies porque no pude… —la voz de Richard se desvaneció.
¡JASON, VEN EN SEGUIDA, VEN AHORA!
Jack agarró las delgadas piernas de Richard y pasó de largo la zona quemada donde antes se habían levantado tantas casas. Los árboles de los Territorios, que usaban estas manzanas vacías como su comedor privado, susurraron y se estremecieron, pero se encontraban demasiado lejos para inquietar a Jack.
La mujer que giraba en medio de la calle cubierta de basura dio lentamente media vuelta cuando se fijó en los chicos que caminaban colina abajo. Estaba ejecutando un complejo ejercicio, pero abandonó toda pretensión de Tai Chi Chuan cuando dejó caer los brazos y una pierna estirada y se quedó inmóvil junto a un perro muerto, observando a Jack bajar la colina hacia ella, cargado con su amigo. Por un momento la mujer pareció un espejismo, demasiado alucinante para ser real: una mujer demacrada de cabellos tiesos y cara de color naranja como su cabellera. Entonces, de improviso, cruzó torpemente la calle como una exhalación y entró en una de las tiendas sin nombre. Jack sonrió, sin saber que iba a conseguirlo; la sensación de triunfo y de algo que sólo podía describir como virtud acrisolada le cogió totalmente de sorpresa.
—¿Podrás de verdad entrar allí? —suspiró Richard. Jack respondió:
—En estos momentos puedo hacer cualquier cosa. Podría haber llevado a cuestas a Richard hasta Illinois, si el gran objeto cantarín prisionero en el hotel se lo hubiese ordenado. Nuevamente sintió aquella impresión de desenlace inminente y pensó: Aquí hay tanta oscuridad porque están apiñados todos esos mundos, superpuestos como una exposición triple en un trozo de película.
5
Presintió a los habitantes de Point Venuti antes de verlos. No le atacarían; Jack sabía esto con total certidumbre desde que la mujer había huido al interior de una de las tiendas. Le estaban observando. Desde los porches, desde detrás de celosías, desde el fondo de habitaciones desiertas, no sabía si con miedo, rabia o frustración.
Richard se había dormido o desmayado contra su espalda y respiraba con pequeñas bocanadas calientes y roncas.
Jack sorteó el cadáver del perro y miró de soslayo el agujero donde había estado el escaparate de la Librería del Planeta Peligroso. Al principio sólo vio el revoltijo de agujas hipodérmicas usadas que cubrían el suelo y los libros esparcidos aquí y allá.
En las paredes, las altas estanterías estaban vacías como bostezos. De pronto, un movimiento convulsivo al fondo de la tienda llamó su atención y dos figuras pálidas surgieron de la penumbra. Ambas tenían barbas y largos cuerpos desnudos cuyos tendones sobresalían como cuerdas. Los blancos de cuatro ojos dementes se fijaron en él. Uno de los hombres desnudos sólo tenía una mano y sonreía. Su miembro erecto se erguía delante de él como una porra gruesa y pálida. No podía haber visto aquello, se dijo para sus adentros. ¿Dónde estaba la otra mano del hombre? Miró hacia atrás. Ahora vio un embrollo de extremidades blancas y flacas.
No miró hacia los escaparates de las otras tiendas, pero muchos ojos le siguieron con la mirada.
Pronto pasó de largo las diminutas casas de dos pisos. AHORA ESTAS MUERTO, decía la inscripción de la pared lateral. No podía mirar hacia las ventanas; se prometió a sí mismo que no podía.
Caras anaranjadas en un marco de pelo anaranjado se asomaron a una ventana de la planta baja.
—Niño —susurró una mujer desde la casa siguiente—. Dulce niño Jason.
Esta vez miró. Ahora estás muerto. La mujer se hallaba al otro lado de una pequeña ventana, haciendo girar con los pulgares unas cadenas insertadas en sus pezones, y le sonreía con labios torcidos. Jack miró con fijeza sus ojos vacíos y ella dejó caer los brazos y se apartó de la ventana con paso vacilante. Las cadenas pendían entre sus pechos.
Muchos ojos observaban a Jack desde el fondo de habitaciones oscuras, detrás de las celosías, desde los rincones de los porches.
El hotel se alzaba, amenazador, delante de él, pero ya no en línea recta. La calle debía haber descrito una ligera curva, porque ahora el Agincourt estaba decididamente a su izquierda. Y, ¿era realmente tan amenazador como antes? Su naturaleza de Jason, o el propio Jason, ardió dentro de Jack, quien vio que el hotel negro, aunque todavía de grandes dimensiones, no era ni mucho menos enorme como una montaña.
VEN, TE NECESITO AHORA —cantó el Talismán—. TIENES RAZÓN, NO ES TAN INMENSO COMO QUIERE HACERTE CREER.
Se detuvo en la cumbre de la última colina y miró hacia abajo. En efecto, allí estaban todos. Y allí estaba el hotel negro, en toda su magnitud. La calle Mayor descendía hacia la playa, que era de arena blanca, interrumpida por grandes rocas parecidas a dientes descoloridos. El Agincourt se erguía a poca distancia a su izquierda, flanqueado en el lado del océano por un macizo rompeolas de piedra que se introducía mar adentro. Ante el hotel esperaba en hilera, con los motores en marcha, una docena de limusinas largas y negras, algunas polvorientas y otras relucientes como espejos. Muchas de ellas despedían estelas de gases blancos, como nubes bajas más blancas que el aire. Hombres vestidos de negro como agentes del FBI patrullaban la barrera con las manos delante de los ojos. Cuando Jack vio dos destellos de luz ante la cara de uno de los hombres, se ocultó tras la pared de una casa, aun antes de ser consciente de que los hombres llevaban prismáticos.
Durante uno o dos segundos debió parecer un faro, erguido en la cumbre de una colina. Sabiendo que un descuido momentáneo casi había conducido a su captura, Jack respiró profundamente y apoyó el hombro contra las ripias grises de la casa para colocar a Richard en una posición más cómoda sobre su espalda.
De todos modos, ahora sabía que debía aproximarse al hotel negro por el lado del mar, lo cual requería cruzar la playa sin ser visto.
Cuando volvió a enderezarse, se asomó a la esquina de la casa y miró colina abajo. El mermado ejército de Morgan Sloat esperaba en el interior de las limusinas o diseminado como un ejército de hormigas ante la alta barrera negra. Durante un momento frenético, Jack recordó con total precisión su primera visión del palacio de verano de la Reina. Entonces también estaba en un lugar elevado, ante un escenario lleno de personas que se movían de un lado a otro sin rumbo aparente. ¿Qué aspecto debía ofrecer ahora aquel lugar? Aquel día —que parecía remontarse a la prehistoria, según su impresión actual—, la gente que esperaba ante el pabellón, la escena entera, respiraba a pesar de todo un innegable ambiente de paz, de orden. Jack sabía que ahora debía ser distinto. Ahora Osmond dominaría la escena ante la gran estructura parecida a una tienda y las personas que fueran lo bastante valientes para entrar en el pabellón, lo harían a hurtadillas, con las caras vueltas. ¿Y la Reina?, se preguntó Jack. Y recordó aquel rostro, extrañamente familiar, entre la blancura de las sábanas.
Entonces el corazón de Jack casi se detuvo y la visión del pabellón y de la Reina enferma encajaron en un lugar de su memoria. Sol Gardener apareció ante la vista de Jack con un megáfono en la mano. El viento procedente del mar despeinó un grueso mechón de cabellos blancos, que le cayeron sobre las gafas de sol. Por un segundo Jack estuvo seguro de oler su colonia dulzona y las plantas podridas. Olvidó respirar durante unos cinco segundos, inmóvil junto a la resquebrajada pared de ripias, mirando con fijeza a un loco que gritaba órdenes a hombres vestidos de negro, hacía unas piruetas y señalaba algo oculto a la vista de Jack, haciendo una expresiva mueca de desaprobación.
Se acordó de respirar.
—Bien, tenemos una interesante situación aquí, Richard —dijo—. Un hotel que, según me temo, puede doblar su tamaño cuando le apetece, y, allí abajo, el hombre más loco del mundo.
Richard, a quien Jack suponía dormido, le sorprendió murmurando algo que sonó como aaque.
—¿Qué?
—Al ataque —murmuró Richard con voz débil—. Muévete, compinche.
Jack se echó a reír. Un segundo después empezó a bajar con cautela por detrás de las casas, pisando una alta corregüela, en dirección a la playa.