Capítulo 24
JACK NOMBRA A LOS PLANETAS
1
Otra semana en el Hogar del Sol, alabado sea Dios. La luna iba engordando.
El lunes, un sonriente Sol Gardener pidió a los chicos que inclinaran la cabeza y dieran gracias a Dios por la conversión de su hermano Ferdinand Janklow. Ferd había decidido escuchar a su ama y seguir a Jesucristo mientras se recuperaba en el hospital Parkland, les comunicó Sol con una sonrisa radiante. Ferd había llamado a sus padres para decirles que había decidido ganar almas para el Señor y ellos rezaron en respuesta durante la conferencia de larga distancia, para que el Señor le guiase y fueron a recogerle al día siguiente. Muerto y enterrado bajo un helado campo de Indiana… o en los Territorios, tal vez, adonde la Patrulla Estatal de Indiana no tendría jamás acceso.
El martes era un día demasiado frío y lluvioso para trabajar en el campo. La mayoría de los chicos fueron autorizados para permanecer en sus habitaciones a dormir o leer, pero para Jack y Lobo empezó el período de acoso. Bajo la persistente lluvia, Lobo tuvo que sacar al camino cubo tras cubo de basura desde el granero y los cobertizos. A Jack le ordenaron limpiar los retretes. Suponía que tanto Warwick como Casey, que fueron quienes le asignaron esta tarea, debían considerar que era un trabajo realmente repugnante, pero es que ellos no habían visto nunca el lavabo de hombres del mundialmente famoso bar Oatley. Sólo otra semana en el Hogar del Sol, oh, sí. Hector Bast regresó el miércoles, con el brazo derecho enyesado hasta el codo y la cara redonda y fofa tan pálida, que los granos resaltaban como chillonas manchas de colorete.
—El médico dice que quizá no podré volver a usarlo nunca —declaró—. Tú y tu amigo retrasado mental tenéis mucho de qué responder, Parker.
—¿Es que quieres que le ocurra lo mismo a tu otra mano? —le preguntó Jack… pero tenia miedo. Lo que veía en los ojos de Heck no era un simple deseo de venganza; era el deseo de cometer un asesinato.
—Ya no le temo —replicó Heck—. Sonny dice que la caja le ha quitado casi toda la furia y que hará cualquier cosa para no volver a ella. En cuanto a ti…
El puño izquierdo de Heck salió disparado. Era todavía más torpe con la mano izquierda que con la derecha, pero Jack, aturdido por la furia sorda del corpulento muchacho, ni siquiera lo vio venir. Sus labios esbozaron una extraña sonrisa y el puño de Heck los partió. Jack se tambaleó hasta la pared.
Se abrió una puerta y Billy Adams asomó la cara.
—¡Cierra esa puerta o me encargaré de que tú también recibas! —chilló Heck, y Adams, nada ansioso de ser atacado y recibir una lluvia de golpes, obedeció al instante.
Heck se acercó a Jack y éste, medio mareado, se apartó de la pared y levantó los puños. Heck se detuvo.
—Te gustaría, ¿verdad? —dijo Heck—. ¿Luchar con un tipo que sólo dispone de una mano útil? —tenía la cara encendida.
Se oyeron pasos en el tercer piso que se dirigían hacia las escaleras. Heck miró a Jack.
—Ése es Sonny. Vamos, sal de aquí. Nos encargaremos de ti, amigo mío. De ti y del retrasado. El reverendo Gardener nos ha dado permiso para ello, a menos que le digas lo que quiere saber.
Heck sonrió.
—Hazme un favor, mocoso. No se lo digas.
2
Era cierto que la caja había quitado algo a Lobo, pensó Jack. Habían pasado seis horas desde su confrontación en el pasillo con Heck Bast. Pronto sonaría el timbre para la confesión, pero de momento, Lobo dormía profundamente en la litera inferior. Fuera, la lluvia continuaba azotando las paredes del Hogar del Sol.
No era furia lo que le había quitado, ni tampoco era la caja la única responsable. Ni siquiera el Hogar del Sol. Era todo este mundo. Lobo añoraba su hogar, simplemente. Había perdido gran parte de su vitalidad. Rara vez sonreía y no se reía nunca. Cuando Warwick le gritaba en el almuerzo por comer con los dedos, Lobo se encogía.
Tiene que ser pronto, Jacky. Porque me estoy muriendo. Lobo se está muriendo.
Heck Bast decía que no temía a Lobo y en realidad no parecía ya capaz de inspirar temor y daba la impresión de que estrujar la mano de Heck había sido su último acto de fuerza.
Sonó el timbre para la confesión.
Aquella noche, después de la confesión, la cena y la capilla, Jack y Lobo volvieron a su habitación y encontraron las dos literas empapadas y apestando a orina. Jack fue a la puerta, la abrió de un tirón y vio a Sonny Warwick y un gigante llamado Van Zandt en el pasillo, sonriendo.
—Creo que nos equivocamos de puerta, mocoso —dijo Sonny—. Pensamos que era el lavabo, por los trozos de mierda que siempre vemos flotando por aquí.
Van Zandt casi estalló de risa al oír esta salida. Jack les miró con fijeza unos instantes y Van Zandt dejó de reír.
—¿A quién miras, trozo de mierda? ¿Quieres que te rompa la maldita nariz?
Jack cerró la puerta, miró a Lobo y le vio dormido y con la ropa puesta sobre la litera empapada. La barba ya le estaba creciendo, pero su rostro aún se veía pálido y la piel tensa y brillante. Era el rostro de un inválido.
Déjale en paz. —pensó Jack, cansado—. Si está tan rendido por la fatiga, déjale dormir así.
No, no vas a dejarle dormir en esta cama sucia. ¡No puede ser!
Muy cansado, Jack se acercó a Lobo, lo sacudió hasta despertarle a medias, lo sacó de la litera mojada y maloliente y le quitó el mono. Durmieron en el suelo, acurrucados uno contra el otro.
A las cuatro de la mañana, la puerta se abrió y entraron Sonny y Heck. Levantaron a Jack y le llevaron casi a rastras al despacho de Sol Gardener en el sótano.
Gardener estaba sentado con los pies sobre el borde de la mesa. Iba totalmente vestido, a pesar de la hora. Detrás de él pendía un grabado de Jesús sobre el mar de Galilea, rodeado por sus asombrados discípulos. A la derecha había una ventana de cristal que daba al estudio oscuro donde Casey ejecutaba sus trucos acústicos. Un pesado llavero colgado de un aro del cinturón de Gardener; las llaves, un buen puñado de ellas, descansaban en la palma de su mano y las manoseó mientras hablaba.
—No has confesado ni una sola vez desde que llegaste, Jack —dijo con un ligero acento de reproche—. La confesión es buena para el alma. Sin confesión no podemos salvamos. Oh, no me refiero a la confesión pagana e idólatra de los católicos, sino a la confesión en presencia de tus hermanos y de tu Salvador.
—Prefiero que sea una cuestión entre mi Salvador y yo, si no le importa —replicó Jack con voz serena, y a pesar de su miedo y desorientación, no pudo por menos de gozar con la expresión de furia que se dibujó en el rostro de Gardener.
—¡Me importa! —gritó éste. El dolor estalló en los riñones de Jack, que cayó de rodillas.
—Cuidado con lo que dices al reverendo Gardener, mocoso —reprendió Sonny—. Algunos de nosotros le defendemos.
—Dios te bendiga por tu confianza y amor, Sonny —dijo gravemente Gardener antes de dirigirse de nuevo a Jack.
—Levántate, hijo.
Jack consiguió ponerse en pie, agarrándose a la esquina de la valiosa mesa de madera clara de Sol Gardener.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Jack Parker.
Vio a Gardener asentir de modo imperceptible y trató de volverse, pero fue demasiado tarde. Un dolor nuevo estalló en sus riñones. Gritó y volvió a caer de rodillas, golpeándose la magulladura ya más pálida de la frente contra el canto de la mesa de Gardener.
—¿De dónde eres, chico mentiroso, descarado y demoníaco?
—De Pennsylvania.
El dolor le estalló ahora en la carnosa parte superior del muslo izquierdo. Se enrolló en la posición fetal sobre la blanca alfombra de Karastán, con las rodillas abrazadas contra su pecho.
—Levantadle.
Sonny y Heck le levantaron.
Gardener metió la mano en el bolsillo de su chaqueta blanca y extrajo un encendedor. Hizo girar la ruedecilla, produciendo una gran llama amarillenta, y acercó con lentitud la llama a la cara de Jack. Veinticinco centímetros. Jack podía oler el tufo picante y dulzón del líquido. Quince centímetros. Ahora podía sentir el calor. Ocho centímetros. Tres centímetros más —quizá dos— y la molestia se convertiría en dolor. Los ojos de Sol Gardener estaban nublados por el placer. Sus labios temblaban, al borde de una sonrisa.
—¡Si! —El aliento de Heck quemaba y olía a salchicha picante— ¡Sí, hágalo!
—¿De qué te conozco?
—¡No le he visto nunca! —jadeó Jack.
La llama se acercó más. Los ojos de Jack se humedecieron y sintió que la piel empezaba a chamuscarse. Trató de echar atrás la cabeza, pero Sonny Singer se la sujetó.
—¿Dónde te he visto? —preguntó Gardener con voz ronca. La llama del encendedor bailaba en sus pupilas negras y cada reflejo era exacto que los otros—. ¡Es tu última oportunidad!
¡Díselo, por el amor de Dios, díselo!
—Si nos hemos visto alguna vez, no lo recuerdo —jadeó Jack—. Tal vez en California…
El encendedor se cerró. Jack sollozó de alivio.
—Lleváoslo —ordenó Gardener.
Arrastraron a Jack hacia la puerta.
—No te servirá de nada, ¿sabes? —dijo Sol Gardener, que había dado media vuelta y parecía meditar sobre el grabado de Jesucristo caminando sobre las aguas—. Te lo arrancaré, si no esta noche, mañana por la noche o la siguiente. ¿Por qué no hacerte las cosas más fáciles, Jack?
Jack no contestó. Un momento después sintió que le torcían el brazo hacia los omóplatos. Gimió.
—¡Díselo! —murmuró Sonny.
Y una parte de Jack quería hacerlo, no porque le hicieran daño sino porque… porque la confesión era buena para el alma.
Recordó el fangoso patio, recordó a este mismo hombre con otros ropajes preguntándole quién era, recordó haber pensado:
Te diré todo lo que quieras saber si dejas de mirarme con estos ojos monstruosos, claro que sí, porque sólo soy un niño y esto es lo que hacen los niños, hablar, hablar, contarlo todo…
Entonces recordó la voz de su madre, aquella voz dura, preguntándole si iba a desembuchar delante de este tipo.
—No puedo decirle lo que no sé —respondió.
Los labios de Gardener se abrieron en una sonrisa leve y seca.
—Devolvedle a su habitación —dijo.
3
Sólo otra semana en el Hogar del Sol, ya podéis decir amén, hermanos y hermanas. Sólo otra larga, larga semana.
Jack se entretuvo en la cocina mientras los otros salían, después de dejar sus platos del desayuno. Sabía muy bien que se arriesgaba a otra paliza y a más acosamiento… pero a estas alturas, esto se le antojaba una consideración menor. Hacía sólo tres horas que Sol Gardener había estado a punto de quemarle los labios; lo había visto en los ojos dementes de aquel hombre y adivinado en su corazón maligno. Después de una cosa semejante, el riesgo de ser golpeado parecía una consideración realmente pequeña.
La ropa blanca de cocinero de Rudolph estaba tan gris como el plomizo cielo de noviembre. Cuando Jack pronunció su nombre en un murmullo, Rudolph le miró con ojos inyectados en sangre. El aliento le olía a whisky barato.
—Será mejor que salgas de aquí, pescado nuevo. Te están vigilando muy de cerca.
Dime algo que no sé.
Jack miró, muy nervioso, hacia el antiguo lavaplatos, que saltaba, silbaba y jadeaba como una locomotora de vapor mientras los chicos lo cargaban. No parecían mirar a Jack y Rudolph, pero Jack sabía que parecer era realmente la palabra justa. Correrían rumores. Oh, sí. En el Hogar del Sol se quedaban con el dinero de los pupilos y difundir rumores era una especie de moneda sustitutiva.
—Necesito salir de aquí —dijo Jack—, yo y mi corpulento amigo. ¿Cuánto pediría por hacer la vista gorda mientras nosotros salíamos por la puerta trasera?
—Más de lo que podrías pagarme aunque lograras recuperar lo que te quitaron cuando te metieron aquí, campañero —replicó Rudolph. Sus palabras eran bruscas, pero miró a Jack con una especie de velada bondad.
Sí, claro, se lo habían quitado todo… la púa de guitarra, el dólar de plata, la gran canica sonora, sus seis dólares, todo. Ahora estaba dentro de un sobre sellado en alguna parte, probablemente en el despacho de Gardener. Pero…
—Bueno, le firmaré un vale. Rudolph sonrió con ironía.
—Dicho por alguien que vive en este antro de ladrones y drogadictos, es casi gracioso —dijo—. A la mierda tu maldito vale, granuja.
Jack dirigió hacia Rudolph toda la fuerza nueva que había en él. Existía un modo de ocultar aquella fuerza, aquella nueva belleza —por lo menos, hasta cierto punto—, pero ahora le dio rienda suelta y vio que Rudolph retrocedía ante ella, con el rostro momentáneamente confuso y asombrado.
—Mi vale sería bueno y creo que usted lo sabe —dijo Jack en voz baja—. Déme unas señas y le enviaré el dinero. ¿Cuánto? Ferd Hanklow dijo que por dos dólares echaba una carta al correo. ¿Bastarían diez para mirar hacia otro lado mientras nosotros salimos a dar un paseo?
—Ni diez, ni veinte, ni cien —contestó Rudolph en un murmullo, mirando al muchacho con una tristeza que asustó mucho a Jack. Aquella mirada le reveló, más que cualquier otra cosa, la gravedad de la trampa en que Lobo y él habían caído—. Sí, lo he hecho antes, a veces por cinco dólares y otras, te lo creas o no, de balde. Por Ferdie Janklow lo habría hecho de balde; era un buen chico. Estos malditos…
Rudolph alzó un puño enrojecido por el agua y los detergentes y lo agitó contra los azulejos verdes de la pared. Vio a Morton, el chico acusado de masturbarse, con los ojos fijos en él y Rudolph le dirigió una mirada horrible. Morton desvió la vista inmediatamente.
—Entonces, ¿por qué no? —preguntó Jack, desesperado.
—Porque tengo miedo, chico —respondió el cocinero.
—¿Qué quiere decir? La noche de mi llegada, cuando Sonny empezó a buscarle las cosquillas…
—¡Singer! —Rudolph agitó la mano con desprecio—. Singer no me da miedo y Bast tampoco, por muy fornido que sea. Es él quien me infunde terror…
—¿Gardener?
—Es un demonio del infierno —dijo Rudolph. Vaciló y añadió en seguida—: Te diré algo que nunca he contado a nadie. Una semana se retrasó en pagarme y bajé a su despacho. La mayoría de veces no lo hago, no me gusta bajar allí, pero esta vez tenía que… bueno, tenía que ver a un hombre. Necesitaba el dinero sin falta, ¿me comprendes? Le vi bajar a su despacho, así que sabía que estaba allí. Bajé y llamé, a la puerta y ésta se abrió cuando la toqué, porque no la había cerrado del todo. Y, ¿sabes una cosa, chico? No estaba dentro.
La voz de Rudolph había ido perdiendo volumen a medida que hablaba, hasta que Jack apenas podía oírla por encima de la algarabía del lavaplatos. Al mismo tiempo, sus ojos se fueron abriendo como los de un niño al recordar una pesadilla…
—Pensé que tal vez estaría en aquel estudio de grabación que tienen, pero tampoco estaba allí. Y no había ido a la capilla porque no hay puerta de comunicación. Se puede salir afuera desde su despacho, pero esta puerta estaba cerrada con cerrojo por dentro. ¿Adonde fue, entonces, compañero? ¿Adonde fue?
Jack, que lo sabía, sólo pudo mirar a Rudolph con expresión de desconcierto.
—Creo que es un demonio del infierno y bajó con un ascensor fantasma para llevar un informe al cuartel general —prosiguió Rudolph—. Me gustaría ayudarte, pero no puedo. No hay bastante dinero en Fort Knox para hacerme desafiar al Hombre del Sol. Y ahora, sal de aquí. Quizá no han notado tu ausencia.
Pero la habían notado, claro. Cuando salió por la puerta giratoria, Warwick se acercó por detrás y golpeó a Jack en medio de la espalda con un puño gigantesco formado por las dos manos entrelazadas. Mientras Jack se tambaleaba hacia delante por la cafetería desierta, Casey apareció como por ensalmo y adelantó un pie. Jack no pudo detenerse, tropezó con el pie de Casey, levantó las dos piernas en el aire y cayó entre un revoltijo de sillas. Se puso en pie, luchando por contener lágrimas de vergüenza y rabia.
—No tienes que ser tan lento en llevar tus platos, mocoso —dijo Casey—. Podrías lastimarte.
—Sí —sonrió Warwick—. Y ahora ve arriba. Los camiones ya esperan.
4
A las cuatro de la madrugada siguiente le despertaron y bajaron de nuevo al despacho de Sol Gardener. Éste levantó la vista de la Biblia, como sorprendido de verle.
—¿Dispuesto a confesar, Jack Parker?
—No tengo nada que…
Otra vez el encendedor. Y la llama, bailando a dos centímetros de la punta de su nariz.
—Confiesa. ¿Dónde nos hemos visto? —La llama se acercó un poco más—. Tengo intención de obligarte a hablar, Jack, ¿Dónde? ¿Dónde?
—¡Saturno! —gritó Jack. Fue lo único que se le ocurrió—. ¡Urano! ¡Mercurio! ¡En alguna parte del cinturón de asteroides! ¡Io! ¡Ganímedes! ¡Dei…!
Un dolor plomizo, denso, intensísimo, estalló bajo su vientre cuando Héctor Bast le acertó entre las piernas con su mano útil y le retorció los testículos.
—Toma esto —dijo Heck Bast, sonriendo triunfalmente—. Te lo has buscado, maldito bufón.
Jack se desplomó lentamente hasta el suelo, sollozando. Sol Gardener se agachó despacio, con una expresión paciente, casi beatífica.
—La próxima vez haremos bajar a tu amigo —anunció en voz baja—. Y con él, no vacilaré. Piénsalo, Jack. Hasta mañana por la noche.
Sin embargo, mañana por la noche, decidió Jack, él y Lobo no estarían aquí. Si sólo quedaban los Territorios, irían a los Territorios…
… si podía volver allí con Lobo.